No fueron el impulso ni la bravata del orgullo los que hicieron que Joseph impusiera a Healey, casi a la fuerza, su querida moneda de oro de veinte dólares. Joseph, sagazmente, percibía la real personalidad de Healey; bajo toda aquella jocunda buena voluntad y sentimentalismo irlandés se hallaba un hombre artero que podía ser despiadado y probablemente lo era con frecuencia, un hombre que podía ser un matón con gracia, pero no por ello dejaba de serlo, un hombre que no respetaba a ningún otro hombre salvo que estuviera codo a codo con él y no retrocediese ni un palmo, un hombre que trocaba siempre algo por algo y aceptaba con deferencia sólo a los que eran similares a él. Healey sentía el más profundo desprecio por un hombre necio, o débil, o sin talento, que no conociese su propio valor o permitiera que lo estafasen, o que se atuviera únicamente a principios y aun entonces no lo hiciera con la suficiente fuerza. Healey podía alabar a los «caballeros con escrúpulos», pero Joseph sospechaba que sentía hacia ellos un absoluto desdén.
Al darle a Healey aquella moneda, Joseph le comunicó también, silenciosamente, que estaba preparado no sólo a pagar por aquello que no se ganaba a pulso sino que además él no sería otro Bill, un parásito o un devoto seguidor sin reservas. Serviría al señor Healey si también se servía a sí mismo, de igual a igual. Su lealtad no estaba en venta y no podía ser comprada con agradables palabras, promesas, risas afectuosas, generosidades baratas, insinuaciones ricas, confesiones de amistad y fáciles acuerdos, o cualquier otra clase de embelecos sin valía que hombres como Healey emplearían para explotar y engañar a los incautos y confiados. La lealtad de Joseph era a cambio de «efectivo sobre el mostrador y al contado», como diría Healey.
Joseph también comprendía que no era la colérica y forzada preocupación por Haroun lo que tocó la sensibilidad de Healey. Si Joseph hubiese gimoteado y mendigado ayuda, Healey no se hubiera interesado ni por un instante en él. Habría resultado únicamente otro andrajoso pobre, un llorón, sólo digno de ser apartado de un puntapié. Sin embargo también sabía que Healey, cuando el ánimo le movía a ello, como lo calificaría él mismo, podía sentirse inclinado a la bondad si no le suponía mucha molestia, no le costaba nada de enjundia o le distraía. Su propia bondad le halagaba, aumentando su estima ya elevada, y era un exceso personal indulgente, tal como el que una mujer rolliza siente en presencia de bombones y que luego, contra todo sentido común, la lleva a probar uno. Dulcificaba la naturaleza de Healey por algunos días, y le dejaba complacido consigo mismo.
No era una paradoja, reflexionó Joseph, que se diera cuenta que respetaba también a Healey por lo que era: un hombre fuerte y exigente, inexorable en la persecución de sus propios intereses. En el manejo de sus propios negocios, Healey podía inspirar confianza, pero nunca confiaría en el hombre que le creyese simplemente bajo palabra, ya que este hombre sería un idiota, sólo apto para ser desplumado. Healey solía decir: Siempre consíguelo en negro sobre blanco, con testigos de la firma del documento. Es la única manera de hacer negocios.
Por otra parte, Joseph sospechaba que si le decía que había tomado dinero prestado a Squibbs y pretendía, tan pronto le fuera posible, devolvérselo con el justo tanto por ciento de intereses, Healey lo aprobaría de inmediato. Uno no debe endeudarse mediante robo declarado o como fuera, con hombres tales como Squibbs, que sólo era un bribón de poca monta.
Miró a su alrededor en el «cuarto azul» que le había sido asignado. Había leído sobre casas como aquélla, semejante a la de Tom Hennessey, en los muchos libros que devoró, pero nunca antes había estado en una. Sin embargo, por sus lecturas y cierta latencia de sangre aristocrática, la reconoció y aceptó inmediatamente, aunque de mala gana, como uno de los escasos placeres que jamás conociera. Era una habitación alta y cuadrada y, obviamente, no había sido amueblada por Healey, quien sólo gustaba de lo opulento y visiblemente lujoso. Allí todo era de color suave, apagado y de calidad, desde las paredes de clara seda azul y el mismo azul de los drapeados en la ventana, hasta el azul más oscuro y suave de la alfombra antigua. Los muebles eran lisos, sobrios, no estaban recargados con adornos caros como lo estaba el vestíbulo de abajo, la madera relucía como la miel oscura y los apliques de bronce eran delicados pero sólidos. La cama tenía una colcha de terciopelo azul y sus postes no estaban grabados. Había una mesa despacho de palo rosa, el clásico secreter para una dama, algunos excelentes aguafuertes en las paredes, un hogar de mármol negro adornado con dos candelabros de bronce y un reloj de mármol negro dejaba oír su tictac retador.
Joseph aspiró a fondo y dejó escapar un suspiro con lentitud. La habitación parecía conocerle y a él le resultaba familiar. Después vio un armario para libros en la esquina más lejana y fue hacia allá inmediatamente. Una dama pudo haber ocupado antaño aquel cuarto, una dama ahuyentada o muerta, cuyo gusto en literatura había sido sofisticado, pues todos los libros del armario eran clásicos, encuadernados en piel azul y oro. Por un momento, Joseph, al acariciarlos, olvidó por completo no sólo el cuarto sino también el lugar donde se encontraba.
Entre muchos otros vio a Goethe, Burke, Adam Smith, la Eneida, varios dramas griegos, el Emerson de la primera época, Manzoni, la Ética de Aristóteles, Washington Irving, Dos Años Bajo el Mástil, la Odisea y Spinoza. Los anhelaba con un hambre más honda que la voracidad del cuerpo. Los tocaba como un amante toca a una mujer.
Hubo una tímida llamada a la puerta y, tras contestar, vio entrar a Liza, la criadita, con un jarro de cobre con agua caliente y toallas limpias. Había olvidado su existencia, como la de cuantos estaban en la casa, lo que le llevó a mirarla vacuamente por unos instantes.
—Agua caliente, señor, y toallas —musitó ella—. El gong sonará dentro de pocos minutos.
No había comido desde primera hora de la noche anterior y súbitamente tuvo conciencia de su hambre. Permaneció a un lado y la muchacha avanzó y vertió el agua caliente en la jofaina de porcelana que había sobre la cómoda y colocó las toallas al lado. Señalando la cómoda, enrojeció. Luego abandonó corriendo el cuarto. Se preguntó la causa del enrojecimiento de la muchacha, por esto abrió el compartimento inferior de la cómoda y vio el orinal. Rió en voz alta, ya que no hubo orinales en su cuarto en la casa de la señora Marhall, siendo reservados tales lujos a pensionistas más opulentos que él.
Se quitó la tiznada camisa y se remojó con profusión, usando el jabón altamente aromatizado y las suaves y tibias toallas. No tenía más que una camisa limpia de reserva, por lo cual abrió la caja de cartón, sacó la camisa y se la puso. No tenía corbata. Cepilló su desgastada chaqueta y los arrugados pantalones, y después pasó enérgicamente el peine de acero por su denso cabello pelirrojo. Se afeitaba dos veces por semana; y como se había afeitado el pasado viernes y ya era lunes, había un tenue vello rojizo en sus mejillas y mentón. Aunque se había cepillado las largas manos con sus dedos bien conformados, todavía había mugre difícil de quitar bajo sus uñas.
Un gong de bronce, golpeado vigorosamente abajo, lo hizo respingar. Pero había leído sobre tales costumbres en las novelas y no le confundió aquel sonido. Bajó las escaleras.
El señor Healey, más vistoso y complacido consigo mismo que nunca, debido a las ocasiones que Joseph le dio de ser bondadoso, esperaba en el largo vestíbulo, luciendo pantalones nuevos de tartán[7] que cualquier escocés hubiera admirado, un chaleco de seda densamente roja y una larga levita gris clara. Su corbata blanca estaba trabada con una herradura de diamantes. Junto a él estaba la recatada señorita Emmy con sus ojos rebosantes de travesura y su chispeante sonrisa.
Dijo Healey:
—Aunque no hayas preguntado ni te importa según parece, buen mozo, ya vino el doctor para tu Harry Zeff. El chico está en mal estado, no cabe duda. Envenenamiento de la sangre y demás. Pero vivirá, gracias a los buenos cuidados. La señorita Emmy se ocupará de ello; también la señora Murray, las criadas y mi Bill, cuando yo no lo tenga ocupado —y, riendo, añadió—: Pagué al doctor con parte del dinero que me diste. Esto es lo que querías, ¿no es así?
—Sí. Gracias —dijo Joseph sin gran interés. Haroun ya estaba fuera de sus manos, y esperaba que el asunto quedara así.
—¿Te gusta tu cuarto, eh?
—Muchísimo —Joseph le miró blandamente—. ¿Lo amueblaron otras personas, no?
—Bueno, pues sí —dijo Healey con superioridad—. No queda tan fino como los cuartos que arreglé yo mismo, pero es adecuado, mozo, es adecuado para un mozo de tu edad. Confortable. Ahora, vayamos al comedor.
Healey había decorado el comedor con esplendorosas y grandes piezas de mobiliario y ornatos de gusto dispendioso. El aparador de caoba cubría casi por entero una pared y estaba cargado con platería de elaboradas formas. El bufete de porcelanas estaba lleno de copas doradas, platillos y otros objetos no tan fácilmente identificables, y la redonda mesa de pedestal era enorme y soportaba un blanco mantel rígidamente almidonado, con servilletas dobladas en forma de lirio. Había vasos de cristal de pie, platos con bordes de plata, pesada vajilla de plata, un centro de mesa y también un jarrón con rosas; las sillas eran de cuero negro con clavos de adorno de bronce brillante. La alfombra antigua era escarlata, entretejida con dibujos de flores, y las paredes eran de seda amarilla. Healey lo contemplaba todo con orgullo, creyendo que había suscitado en Joseph un humilde asombro, pero Joseph no se sentía pasmado. Nunca había estado en un comedor de la clase acomodada, pero, por instinto, sabía que aquél era crasamente vulgar. Hinchado de importancia, Healey acomodó a Emmy a su izquierda e indicó a Joseph la silla a su derecha y se sentó en la cabecera de la mesa, en el enorme sillón. Healey tenía sensibilidad. Sin saberlo conscientemente o comprenderlo, había sentido que Joseph era de casta superior. Si alguien le hubiera sugerido tal cosa, lo hubiese abucheado ruidosamente y con irrisión, pero allí estaba, sin embargo, la irritante impresión.
En una pared había tres altas ventanas y una luminosa claridad verde, que se reflejaba en los árboles y los jardines, se filtraba muy suavemente a través de las cortinas de encaje de dibujo tortuoso. Eran, como Healey mencionaba frecuentemente, legítimos encajes de Venecia. Los señaló sin modestia y Joseph los contempló con indiferencia; después preguntó:
—¿Son sus casas de Pittsburgh y Filadelfia tan hermosas como ésta, señor Healey?
Si había ironía en su entonación, Healey no lo percibió. Irradiando placer, replicó:
—Pues no, en esas ciudades me aposento en hoteles. Es más cómodo. No tiro mi dinero por la ventana. Me agrada desplazarme con libertad y rapidez, y las casas traban a un hombre. Vengo a Titusville a descansar y a hacer negocios. Además, no creo que a la señorita Emmy le agraden Pittsburgh o Filadelfia, ¿no, amor?
—¡Oh! —exclamó Emmy palmoteando, con coquetería, el dorso de la gruesa mano de Healey—. Nunca las vi, señor.
Se acentuó la rubicundez de Healey con satisfecha autosuficiencia:
—Ni tampoco lo intentaré, amor. Conozco bien las ciudades. Son demasiado perturbadoras para la juventud.
Dos criaditas, una de ellas Liza, acudieron con unas bandejas de porcelana y plata que contenían manjares y, de inmediato, Joseph se sintió famélico. Nunca, en toda su vida, había olido tan deliciosos aromas. Healey llenó un vasito con whisky para él y luego llenó otro para Joseph.
—Legítimo y buen bourbon —aclaró.
Joseph nunca desarrollaría el gusto por los «espirituosos», ni siquiera por el vino, pero ahora alzó el vaso de delicado cristal y tomó un sorbo. Sintió que se le revolvía el estómago. Pero se había disciplinado a sí mismo durante demasiados años para permitir que un simple estómago le dictara sus acciones. Bebió el resto del whisky, se reprimió cuidadosamente de exhibir siquiera una mueca o toser, y después tomó un poco de agua. Healey le acechaba astutamente. Pensó que aquél era un joven gallito de sólida cabeza y frío temple, que nunca delataría nada de lo que experimentaba, y un hombre así era lo que necesitaba con urgencia.
Una vasta sopera de plata fue colocada ante Healey y, con gestos teatrales, fue sirviendo sopa en frágiles platos hondos. Con un floreo de la mano sirvió primero a Emmy, después a Joseph y luego a sí mismo, mientras las dos pequeñas criadas rondaban ansiosamente. Healey observó solapadamente a su invitado, pero Joseph había tenido trece años de aprendizaje, por parte de su madre, y en consecuencia no atacó furiosamente el alimento, como Healey supuso que haría. Joseph fue paladeando la exquisita sopa, que estaba magistralmente condimentada, y reconoció el tomillo, aunque no lo había probado desde hacía años. Emmy comía con los excesivos remilgos que solamente saben exhibir las rameras reformadas; con el meñique enhiesto sobresaliendo de su mano, dándose constantes toques de servilleta con el donaire especial y exclusivo de las prostitutas. También ella observaba a Joseph, pero con una clase de interés muy distinto, que Healey no habría aprobado.
—La señora Murray es una cocinera estupenda —dijo Healey mientras eructaba—. Le pago seis dólares a la semana, una fortuna, pero los merece. El plato siguiente fue cordero asado con una abundante guarnición de toda clase de legumbres. A Joseph el whisky le había dado cierta ligereza física. Las tazas de café, con sus sutiles festoneados de capullos de rosa y hojas verdes, eran de la misma contextura y fábrica que la porcelana de su madre, y de repente sintió en su pecho la opresión de la pena nostálgica.
—¿No te gustó la comida? —preguntó Healey, congestionado.
Joseph alzó los ojos, y Healey, desconcertado, vio el hondo fuego azul oculto tras las rojizas pestañas y se quedó, confusamente silencioso, por unos instantes. Un presuntuoso engreído, masculló Healey interiormente. Simulador, como si todo esto no fuera nada para él. Los conozco a estos irlandeses altaneros; señores con castillo… Esto es lo que se figuran. Bien, ya acabaré con sus humos. He puesto en el lugar debido a hombres más recios que este mocito, que se olvida de que lo saqué del arroyo.
Es verdaderamente guapo, pensaba Emmy, y también listo. Le sonrió con alegría a Healey y de nuevo palmoteo el dorso de su mano, con un toque de coquetería. Come como un marrano, pensaba Emmy con respecto a su dueño. El señor Francis, en cambio, es un verdadero señor, y tiene una figura estupenda, aunque flacucho como una ardilla bajo la lluvia. Aunque no le gusta hablar mucho. Me pregunto qué ocurriría si…
Rematada la pesada comida con tarta caliente de manzana y café, Healey despidió galantemente a Emmy, invitando a Joseph a pasar a su «biblioteca para hablar de negocios». Era indiscutiblemente una hermosa biblioteca y Joseph notó, de inmediato, que las paredes estaban repletas de estanterías de libros y que el mobiliario de cuero destellaba suavemente, al igual que las mesas. Aquélla era una estancia que, por parecerse al cuarto que tenía arriba, reavivaba su desgastada sensibilidad, y sintió la presencia de Healey que fue a sentarse tras una larga y baja mesa, dispuesto a presidir la sesión, envuelto en el humo de su cigarro que se oscurecía bajo los rayos de sol que acudían por entre los largos cortinajes de terciopelo azul.
—Hago todos mis negocios aquí —dijo Healey, reclinándose en su silla. Sus anillos y los dijes de su cadena de oro se movían—. Bueno, vamos al grano. Yo no hago negocios con misterios de por medio. Tengo que recibir respuestas a mis preguntas. ¿Lo comprendes, no, Joe? Me gusta aclarar las cosas antes de contratar a un hombre. O sea que te haré preguntas y me complacerá que las contestes con el mismo ánimo con que yo las hago.
Ya no era el hombre de fácil afabilidad. Sus ojillos oscuros taladraban. Su boca había adquirido un aspecto duro, aunque sonreía.
—Sí, de acuerdo —replicó Joseph, ocultando su fría diversión.
—Tengo que confiar en un hombre —dijo Healey, contemplando admirativamente la larga ceniza de su cigarro—. No puedo confiar en alguien que he conocido en la calle. Tengo intereses confidenciales y necesito tener confianza. ¿Entiendes esto?
—Sí.
—Boca cerrada y pocas palabras, esto es lo que me agrada —aprobó Healey—. Nunca me gustaron las lenguas sueltas. Bien. ¿Cuántos años tienes, Joe?
—Pronto cumpliré los dieciocho.
Healey asintió:
—Ni demasiado viejo ni demasiado joven. Puedes ser enseñado. Muy bien, Joe, ¿cuál es tu nombre completo?
—Por el momento, soy Joe Francis.
Healey frunció la boca.
—¿La policía te busca, Joe?
Joseph pensó en Squibbs.
—No.
—¿Nadie más te busca?
—No.
—¿En qué estuviste trabajando?
—Aserraderos. Cuidando caballos. Conduciendo carros.
—¿Qué hacía tu papá en el viejo terruño?
—Era granjero y también instalaba molinos.
—¿Quieres decir que escarbaba buscando patatas, no?
Joseph endureció el rostro.
—Dije que era granjero y un trabajador especializado.
Healey movió la mano.
—No había intención de ofender. ¿De dónde vienes, Joe?
—De Wheatfield.
—¿Cómo llegaste allí?
Joseph no pudo evitar su breve y taciturna sonrisa.
—Con el tren.
—Sacarte las cosas de dentro, Joe, es como excavar con un cuchillo en una mina de carbón —comentó Healey—. ¿Tienes algún motivo para no franquearte?
—Es mi modo de ser —dijo Joseph y volvió a sonreír.
—¿Ningún familiar?
El semblante de Joseph se hizo hermético.
—No. Soy huérfano.
—¿No estarás casado, desertando del hogar?
—No.
—Esto demuestra sensatez. Yo tampoco estoy casado —y, riendo, añadió—: Nunca pensé ni creí en esto. Bueno, Joe. Escribe algo en este papel. Cualquier cosa.
Joseph recogió la pluma de ave con la nueva y moderna punta de acero que Healey había hecho rodar hacia él a través de la barnizada mesa. Contempló a Healey con creciente y divertido desdén. Sin embargo, por algún motivo que ni siquiera pudo comprender, sintió un temblor de desacostumbrada compasión. Meditó, cejijunto.
Escribió: «Ningún hombre queda satisfecho hasta que por lo menos una persona sabe lo peligroso que es». Se esmeró en florituras, nitidez y perfilados. Luego empujó lo que había escrito en fino pergamino hacia Healey, que lo leyó lentamente, moviendo la gruesa boca moviéndose con cada sílaba.
—Un pensamiento muy listo —dijo por fin Healey, sinceramente—. ¿Tus propios pensamientos, eh?
—No. Es de Henry Haskins.
—Ah, el compadre ése —dijo Healey, que nunca había oído mencionar a Henry Haskins—. Bueno, yo nunca quise que ningún sujeto pensase que yo era peligroso. Es malo para los negocios. No hay lugar para los tipos peligrosos. Circula el rumor y se propaga. No se puede confiar en un tipo peligroso.
—Creí oírle decir que era un pensamiento listo —dijo Joseph.
—Para lechuguinos de ciudad. Yo no lo soy —Healey escrutó atentamente la escritura—. Escribes con una excelente caligrafía, Joe.
—No soy un escribano. Ni es mi intención serlo.
—Joe, ¿cuánto dinero ganabas en tu último trabajo?
—Trabajaba la semana completa y percibía ocho dólares por semana. Esto no es suficiente.
La boca de Healey esbozó un silbido silencioso.
—¡Antes de los dieciocho años, ocho dólares por semana te parecen poco! Un hombre con una familia, Joe, se consideraría feliz de ganar esto, por ruda que fuera su labor.
—No es bastante —dijo Joseph.
—¿Cuánto pretendes ganar?
—Un millón de dólares —especificó Joseph, y sus blancos dientes cuadrados relampaguearon súbitamente en su rostro.
—Estás loco —dijo Healey con sencillez.
—Señor Healey, ¿usted no quiere ganar un millón de dólares?
—Soy más viejo que tú. Tengo mucha más experiencia.
—Soy más joven que usted, señor, y por consiguiente dispongo de más tiempo. Y la experiencia se adquiere viviendo y haciendo.
—Ya, vaya…
Ambos se miraron cuando se produjo un breve silencio. Joseph pensó: Si no hubiese tenido que bregar contra el mundo como yo estoy bregando, hubiera sido un buen hombre, ya que prefiere ser amable. Pero nos hacen ser pícaros.
—Eres un fulano duro de pelar.
—Si no lo fuera, a usted no le serviría para nada.
—Estoy pensando que nunca dijiste algo más acertado —afirmó Healey—. Veo que nos comprendemos. Voy a contarte mis ideas: yo te familiarizo con el ambiente y tú me ayudas a llevar mis negocios. Estudias leyes con un abogado listo. Te pagaré siete dólares por semana hasta que valgas más.
—No —dijo Joseph.
Healey se reclinó más en su silla y sonrió afectuoso:
—Incluyendo aposento y manutención.
Joseph no tenía intención de permanecer en aquella casa por más tiempo del que necesitase para encontrar una casa de huéspedes en Titusville. Quería ser, como siempre, su propio dueño, y no estar «obligado por gratitud» a otra persona. Pero pensando en los libros a los que tendría acceso, titubeó. Luego dijo:
—Quiero dieciocho dólares por semana, pagando cinco por mi pensión. En un mes quiero un aumento de cuatro dólares por semana. Entonces discutiremos lo valioso que puedo serle.
Healey rumiaba, con el rostro tan hermético como el de Joseph. Luego dijo:
—Tienes una opinión muy elevada de ti mismo, ¿eh, irlandés? Bueno, esto también me agrada. ¿Qué hay del mocito que está arriba? —con la cabeza señaló hacia el techo.
—He pagado por su cuarto y comida hasta que pueda trabajar.
—¿Y para quién va a trabajar?
Joseph encogió los hombros:
—Dijo que tenía trabajo en esta ciudad.
—¿Y por qué no trabaja para mí él también?
—Señor Healey, esto es enteramente asunto suyo, y de Haroun, no mío.
—¿No quieres cargas?
—Así es.
Healey fumaba meditativo. Dijo:
—Dieciocho años y hablas como un fullero con los bolsillos llenos de oro. Bueno, ¿cómo esperas ganar un millón de dólares?
—Cuando tenga el dinero suficiente, me propongo comprar las herramientas necesarias y perforar.
—¿Haciéndome la competencia a mí y a los otros?
—Señor Healey, nunca le timaré. En esto puede confiar.
Asintiendo, Healey repitió:
—Nos comprendemos. Bien, de acuerdo, dieciocho dólares por semana y pagas cinco por la pensión. Tendré tiempo de darme cuenta si vales. Si no vales, nos separamos. Si me interesas, volveremos a hablar. Bien, ahora —se reclinó más atrás en la silla y asumió una expresión muy abierta, cándida y hasta algo devota—: Yo soy de los que creen en poner las cartas sobre la mesa, de modo que mi oyente pueda verlas. Por estos andurriales me llaman «sincero».
Joseph, de inmediato, tuvo cautela.
—O sea que puedes confiar en mí, Joe.
Joseph no dijo nada. Healey rió amablemente:
—Eres un tipo muy agudo. No confías en nadie. Debiste tener una vida dura, Joe.
—Así fue.
—¿Quieres hablarme de las cosas que pasaste?
—No. No es importante.
—Tendrás que confiar en alguna persona, Joe, o no llegarás a ninguna parte.
—Señor Healey, cuantas menos confidencias nos hagamos el uno al otro sobre nuestros asuntos privados, seremos mejores amigos. Nos limitaremos a discutir nuestro trabajo, francamente.
—No estás ni siquiera predispuesto a confiar en mí, y sin embargo yo te expongo las cosas con bastante claridad, Joe. Lamento que pienses que todos son pícaros.
Joseph no pudo dejar de sonreír.
—Digamos que podemos aprender a confiar el uno en el otro.
—Me basta —dijo Healey con sinceridad, y asestó un manotazo sobre la mesa—: Pasemos a los negocios. Soy el presidente de ocho compañías petroleras. Desde 1855. Comencé en Pithole, con el petróleo brotando a ras de suelo. No era necesario perforar. Pithole todavía no está del todo desarrollado. Pero conseguí mis opciones allí, fui el primero en hacerlo. Vendí veinticinco mil acciones de mis compañías a veinticinco dólares cada una. Sólo que no pudieron conseguir los certificados de compra con la rapidez necesaria, así es como se hacen los buenos negocios por Titusville. Y también tengo tres destilerías, en Oil Creek. Hasta la fecha hemos estado embarcando los barriles, en lanchas, por todo el estado y el país. Kerosén. Y, sólo el aceite crudo, a destilerías que hay en otras partes. El kerosén llegará a reemplazar toda otra clase de combustible para lámparas y el crudo es usado como lubricante en vez de los aceites más caros que hasta ahora eran usados. Tengo parte de una patente para un quemador de kerosén, desde 1857. Vi las posibilidades al primer vistazo. A este asunto lo llamo la Compañía de Kerosén Healey. Y contribuyo a fabricar lámparas mejores que las viejas que quemaban aceite de ballena y similares.
En la breve pausa miró a lo lejos, a un punto indefinido.
—Cuando dentro de unos meses el ferrocarril viaje regularmente desde Titusville en vez de sólo un tren los domingos, mis negocios aumentarán diez veces más. Más rápidos y cargando más que las lanchas. También tengo participación en el ferrocarril. Puede decirse que tengo muchos intereses y muchas participaciones. No hace mucho tiempo hice un montón de negocios en Méjico.
De pronto contempló inexpresivamente a Joseph.
—¿Legales, señor?
—Bueno, no era petróleo. Ya te lo dije: nunca paso por alto una oportunidad de ganar un penique.
Joseph meditó. Recordaba haber leído en un periódico que hombres como Healey hacían fortuna pasando armas de contrabando a Méjico. Pero contuvo su lengua. Todavía no era asunto suyo hablar de esto.
—También poseo minas de sal, aquí. Y hago buenos negocios en madera. La madera es la que hizo esta ciudad, antes que el petróleo. Mis intereses son extensos, Joe. En conjunto, tengo unos doscientos hombres trabajando para mí, entre pueblerinos y forasteros. También soy uno de los directores del nuevo Banco. Dispongo de una pareja de abogados, pero no son listos. Aunque uno de ellos puede enseñarte lo que necesitas para la práctica de las leyes. Si estuviera en tu lugar, Joe —Healey se inclinó hacia adelante de modo más confidencial y paternal, como alguien que le habla a un bienamado familiar joven, tal vez un hijo— me concentraría en leyes de patentes, leyes penales.
—Especialmente derecho penal —dijo Joseph.
Healey, echándose hacia atrás, rió con fuerza.
—Bueno, no es que yo haga nada que sea criminal, como comprenderás. Pero todo hombre de negocios anda siempre bordeando el filo, ¿cómo, si no, iba a ser hombre de negocios? No podría sacar ganancias de no ser así. Ahora bien, la ley es la ley; es preciso disponer de leyes, o el país no podría sostenerse. Pero algunas veces las leyes pueden ser… bueno, pueden ser…
—Ambiguas —sugirió Joseph, con leve malicia.
Healey frunció el entrecejo. No comprendía la palabra.
—Bueno, lo que sea. Yo quiero decir que tomas por ejemplo a dos abogados, y no pueden ponerse de acuerdo sobre lo que es legal y lo que no lo es, y esto pasa también con jueces y jurados. Las leyes están escritas a veces de un modo raro. Y la parte rara es la aprovechable, si eres listo.
—Y si tiene usted un buen abogado —expuso Joseph.
Healey asintió, también sonriente:
—Tenemos esta guerra, en la que dicen que vamos a metemos casi mañana mismo. Ahí hay muchos beneficios para un hombre listo. He oído decir que existe una patente en Inglaterra por un rifle con una cámara de seis u ocho cartuchos… aunque esto no sea para mañana, Joe.
Súbitamente Joseph se interesó en el asunto.
—¿Washington comprará el rifle a Inglaterra?
—Bueno, el Sassenagh no es particularmente entusiasta de la Unión. Sus simpatías están con el Sur. Ya lo ha manifestado así. Pero, siendo un Sassenagh, no hay nadie más ávido de un dólar o una guinea, a pesar de su devoción y todas sus iglesias, y la Reina puede que venda a ambos bandos. Espero que no.
—¿Cuál es el bando más próspero, la Unión o el Sur?
—El Sur, hijo, el Sur. El Sur no fue afectado por el pánico como el Norte. Son los reyes del algodón. Esclavos por mano de obra. Granjas. El Sur es el que tiene el dinero. Y esto es lo que hace que los fabricantes y negociantes norteños estén más furiosos que unas avispas. Los trabajadores esclavos no les preocupan porque sea algo inmoral o parecido. Lo que desearían es disponer de esclavos para el trabajo, aunque en realidad viene a ser lo que ya tienen ahora, con la mano de obra extranjera que importan de Europa, extranjeros que no pueden hablar inglés y pasan hambre. Aun así, tienen que pagarles algún salario, y esto los incomoda. No, señor, ni la moral ni los derechos del hombre perjudican y preocupan a los norteños. Se molestan por los costos del trabajo. Los beneficios. Las ganancias. Joe, si quieres emplear tan sólo una palabra para describir las guerras y las elaboraciones de las guerras, usa la palabra ganancias. Nada más que esto. Ganancias.
—¿También esta guerra?
—¡Naturalmente! El señor Lincoln habla de salvar la Unión, de una casa dividida que se derrumba, sobre la inmoralidad de la esclavitud, y por lo que de él he visto reconozco que habla sin mentira ni hipocresía. En cierto modo, viene a ser un ingenuo. Los hombres de negocios siempre prefieren los políticos cándidos; son más fáciles de manejar y persuadir. En consecuencia, le enjaretan al señor Lincoln latiguillos de elevada defensa de la moralidad. Pero todo ello es la tapadera para lograr grandes ganancias. El Sur posee las grandes factorías, y si la esclavitud se suprime, ¿en qué estado quedará? El Sur es donde viven los caballeros, y los caballeros no sirven para manejar los negocios. Así, los norteños pueden ir allá abajo y hacerse ricos. De nuevo ganancias beneficios, provecho. ¿Me sigues?
—Sí. ¿Quién cree usted que ganará?
—Bueno, el Norte, naturalmente —Healey guiñó un ojo—. Tienen las fábricas de municiones. No es leal, no lo es. Alguien debería equilibrar la balanza.
Joseph asintió solemnemente, mientras Healey proseguía:
—Lo único decente sería equilibrar las fuerzas. Y es de desear que no haya interferencias en el tráfico honesto. Pero no lo sabremos hasta pasado cierto tiempo.
—¿Y el señor Lincoln quiere abolir la esclavitud?
—Bueno, no exactamente. Esto no es lo que anda diciendo, sino que clama por salvaguardar la Unión. Dicen que proclamó que si la esclavitud sirviera para mantener la Unión, él no se interpondría. Pero los del Sur ya están hartos de todos estos vociferantes predicadores del Norte aullando por la abolición, de los voraces negociantes y dueños de fábricas, de la interferencia y de ser insultados con nombres como asesinos y «Simon Legree». Como te he dicho, los sudistas son caballeros. El Sur no fue tan usado como el Norte a modo de vaciadero para prostitutas y ladrones. El Sassenagh pensó que era más fácil embarcarlos hacia aquí que ahorcarlos. Por eso el Sur desprecia al Norte, además de enfurecerse por su intervención. El Sur sabe cuál es el fondo de todo el asunto, y quieren una nación aristocrática, regida por ellos mismos. Naturalmente, esto no es democracia, y yo, Ed Healey, también soy partidario de la democracia. ¿No voté por Lincoln, que es republicano? —asintió virtuosamente, se levantó, estiró hacia abajo su florido chaleco, extrajo su grueso reloj de oro y le dio cuerda—. Bueno, Joe, son las tres y el tiempo pasa. ¿Qué te parece si salimos a dar una vuelta, de modo que veas el ambiente de la ciudad y de algunos de mis negocios?
Bajaron las escaleras y Healey gritaba pidiendo su faetón y llamando a Bill Strickland. Joseph vio al casi mudo Bill sentado como una estatua en el vestíbulo, esperando. Se puso en pie, galvanizado, al ver a su dueño, y Joseph observó la absoluta dedicación y la ciega devoción en el feo rostro del individuo. Se erizó el vello de su pescuezo sin que pudiera razonar conscientemente aquel escalofrío. Bill giró lentamente la cabeza en dirección a Joseph y le miró con inexpresiva fijeza.
Joseph pudo ver la vacuidad de los ojos del asesino y un dedo helado le tocó entre los omoplatos, como una siniestra advertencia. Healey posó la mano con afecto en el hombro increíblemente estrecho de Bill y le sonrió a Joseph, diciendo:
—Bill haría cualquier cosa por mí. Cualquier cosa.
Su sonrisa se ensanchó mientras él y Joseph se observaban en la breve pausa silenciosa.
El faetón se detuvo en el puente de madera que dominaba el Oil Creek. El verde curso del agua estaba manchado con arcoiris aceitosos, y las riberas estaban emponzoñadas con petróleo hasta el punto de que las matas, plantas y árboles se desmadejaban en actitudes agónicas y, en su mayor parte, aquella vegetación ya estaba muerta. Pontones y barcazas planas llenaban el tortuoso y estrecho río y eran ruidosamente cargados con barriles de petróleo y maderas. Joseph miró a lo alto, hacia las colinas vírgenes con sus zonas de luminosidad, a las distantes laderas de jugosos valles y al pulido cielo azul que siempre se resistiría al horroroso destructor que era el hombre.
—Es hermoso —dijo Joseph, y Healey asintió con satisfacción y orgullo.
—Nosotros construimos esta ciudad. Cuando llegamos no había más que palurdos que malgastaban sus vidas dormitando, sin reparar en que tenían el oro negro bajo sus pies. No, si yo te lo digo, irlandés… La gente de pueblo es realmente estúpida.
Joseph sofocó toda la angustia espiritual, pensando en Sean y Regina y en lo que debía hacer por ellos en este lugar. Pero las colinas le obsesionaban. Si permitía que siguieran obsesionándole, no habría rescate y salvación para sus hermanos. Contempló el estrecho riachuelo y se esforzó para mirar el ruidoso ajetreo de las barcazas.
—Tenemos aquí suficiente aceite —dijo Healey— como para iluminar todas las ciudades de los Estados Unidos. ¿No es algo maravilloso?
—Sí —dijo Joseph.
Un hombre alto y flaco, barbudo, estaba en el puente tomando fotografías del río y las barcazas. Su copioso instrumental y equipo se esparcían a su alrededor.
—Éste es el señor Mather —dijo Healey—. Hace fotografías en cinco minutos solamente. ¿No es algo increíble? ¡Cinco minutos!
—¿Opina él que lo de allá abajo es bonito? —preguntó Joseph.
—¡Lo más bonito que nunca viste, mozo! ¡Dinero! —afirmó Healey.
Debo recordarlo, pensó Joseph. Lo olvidé por unos minutos. Tu dinero o tu vida. Contempló la flaca silueta vestida de negro del joven que se abalanzaba febrilmente bajo el negro paño que cubría los lentes de su cámara, inmovilizada sobre un alto trípode. El faetón prosiguió su ruta.
—Ahora te mostraré uno de mis pozos de petróleo —dijo Healey.
Fueron penetrando por los campos que para Joseph ya no eran campos sino un edén violado. Los derricks[8], armazones férreos, torres para taladrar la tierra y los barracones junto a las bocas de los pozos llenaban un paisaje que antes había sido silencioso y plácido. A trechos y en la lejanía podía ver fértiles campos poblados con ganado blanco y negro, el brillo de un estanque azul, prados con maizales y macizos de árboles. Pero el aire estaba impregnado de la infecta y acre pestilencia de petróleo en crudo; el humo, negro y aceitoso, brotaba de las torretas de las casetas de los pozos, dándoles un incongruente aspecto de miniaturas de pardos templos. El nuevo Dios, pensó Joseph, y Don Petróleo es su profeta. Las blancas granjas ostentaban una falsa tranquilidad, como si fueran inmunes a todo aquello, pero Joseph sabía ahora lo suficiente para comprender que los granjeros estaban igualmente implicados en aquel estrago y que habían contribuido a ello por dinero.
Allí, como siempre, estaba el engarce de las colinas de jaspe y aguamarina, brillando inocentemente, como si el hombre nunca hubiese nacido y no fuera una amenaza letal para ellas, y seguían alzando sus iridiscentes velones de hojas al cielo, como glorificando a un Dios que no se preocupaba en absoluto por ellas y parecía, más bien, conspirar con su raza humana para anularlas.
—Bueno, ya llegamos —dijo Healey.
Habían llegado a un ancho colmenar de encasillados pozos de petróleo y Joseph pudo oír el ritmo, como palpitaciones de corazones mecánicos, de las máquinas. La pestilencia predominante era allí más densa, ya que los despojos vitales y oleaginosos de antiguos animales y vegetales brotaban a la superficie después de millones de años de quietud, para dar prosperidad a una raza que nunca conoció las riquezas de su propia existencia. ¿Quién soy yo para querellarme con Dios?, se preguntó Joseph con amargo cinismo.
Siguió a Healey hasta el interior del encajonamiento de unos de los pozos de petróleo. Vio las grandes ruedas giradas por correas de cuero, sus sudorosos sirvientes, y oyó el monótono machaqueo imbécil de las bombas al ir chupando hacia arriba la negra sangre de las entrañas de la tierra. Vio las máquinas auxiliares alimentadas diligentemente por jóvenes desnudos hasta la cintura. Olfateó el humo y el acre olor del aceite; sintió el aroma de la madera que se quemaba para mover las ruedas y la bomba aspirante. Alzó la vista hacia la alta chimenea de madera que escupía al exterior oleadas de nubes negras. Los operarios tenían la intensa y aplicada apariencia de sacerdotes consagrados a un culto especial, con sus rostros y brazos manchados por la humedad que resbalaba en surcos negros como el carbón y las cejas rezumando hollín. Miraron a Healey y los blancos dientes brillaron. Eran exactamente tan codiciosos como él, pero también sumisos subordinados.
—¡Cien barriles hasta ahora en la jornada! —le gritó uno de ellos a Healey—. ¡Y muchos más a punto de salir, señor!
Asintió Healey, diciéndole a Joseph:
—Todo es aceite de superficie; basta bombearlo fuera. Hay quizá lagos enteros. Tal vez todo el condenado mundo está repleto de aceite —le sonrió ampliamente a Joseph, algo atravesados los oscuros ojillos.
—¿Quieres trabajar aquí por ocho dólares a la semana o conservar las manos limpias y ganar más?
Algunos de los jóvenes que trabajaban en torno a la bocana del pozo no tendrían más de quince años y Joseph sintióse viejo mientras los observaba.
—Oí comentar —dijo Healey— que John Rockefeller aseguró que un hombre vale un dólar al día del cuello para abajo, pero que no existen límites para lo que vale del cuello para arriba. Los músculos no te llevan a ninguna parte, irlandés. Los sesos sí.
—Esto ya lo sabía cuando todavía usaba pañales —dijo Joseph— y supuse que en este punto ya quedamos plenamente de acuerdo.
—Simplemente pensé que debía enseñártelo, por si se te ocurrían ideas raras —Healey masticaba su cigarro, rumiando; luego cogió por un brazo a Joseph—. Nunca me he casado. No tengo hijos. Pretendo hacer de ti el hijo que nunca tuve. Pero has de ser leal conmigo, ¿estamos?
—Ya le dije que nunca lo traicionaré —replicó Joseph.
Healey sonrió complacido, pero su tono fue más incisivo.
—Y recuerda siempre lo que yo también te dije, Joe. Todos los hombres son Judas. Cada hombre tiene su precio. El mío es más alto.
Regresaron a la ciudad y Healey llevó a Joseph a un edificio de tres plantas, cercano a la plaza. Los peldaños de madera estaban polvorientos y los corredores eran estrechos y sin luz. A los lados se alineaban puertas astilladas y Healey empujó una, abriéndola.
—Aquí es donde realmente manejo mis negocios. Mi casa sirve sólo para sujetos importantes.
La puerta daba acceso a lo que Joseph vio inmediatamente que eran una serie de pequeños cuartos adjuntos. Las sucias ventanas estaban cerradas herméticamente y el aire rebosaba calor y humo; si aquellos cuartos habían sido limpiados alguna vez, no resultaba evidente. Los suelos estaban emporcados con escupitajos de tabaco, aunque había escupideras colocadas estratégicamente, las paredes ostentaban un turbio color pardusco y los techos eran de un oscuro latón estañado. Cada cuarto tenía un escritorio de tapa rodadera atiborrado de papeles y un alto pupitre de tenedor de libros con un escabel y un par de sillas en estado ruinoso. El despacho personal de Healey no era mucho mejor, pero tenía una larga mesa, un escritorio y un cómodo sillón de cuero. La luz que se filtraba a través de las ventanas tiznadas de gris era como la luminosidad que pugna por salir a través de niebla. También observó que las ventanas estaban enrejadas, como si los despachos contuvieran presos, y que la única puerta que conducía a las series de cuartos tenía la parte interior blindada con acero y varios cerrojos complicados. Calendarios chabacanos colgaban de algunas paredes y el cuarto de Healey poseía una estantería llena de libros de leyes.
Lo que captó inmediatamente el interés de Joseph no fue tanto el ambiente decrépito, feo y contaminado de los cuartos sino sus moradores. Por lo menos vio a catorce individuos allá dentro, ni uno de más de cuarenta años y el más joven rondando los veinticinco. Sin embargo, tenían varias cosas en común, de modo que parecían constituir una familia, una casta, una sola sangre y mentalidad. Todos eran altos, delgados, elegantes, fríamente mortíferos y desapasionados, y sus rostros eran tan ilegibles como el suyo. Estaban ricamente vestidos aunque habían descartado sus largas levitas a causa del calor. Todos llevaban discretos pantalones grises y sus inmaculadas camisas blancas eran de volantes fruncidos, sus corbatas tenían perfectos pliegues suaves, sus chalecos estaban preciosamente bordados y cadenas de reloj cruzaban sus enjutos estómagos. Sus joyas eran muy decorosas, por contraste con las del rutilante Healey, y sin embargo revelaban ser caras; sus negras botas ceñidas y cortas estaban brillantemente lustradas. Sus figuras eran a la del caballero, o el actor, y se movían con la felina gracia, restringida y sobria, del asesino profesional. Sus ojos podían ser de distintos colores, sus facciones no eran idénticas ni tampoco exactas sus estaturas, pero Joseph tuvo la impresión de una uniforme afinidad que no necesita de muchas palabras o explicaciones. Pese a ser guapos, pulidos y suaves, parecían amenazar fríamente. Joseph los identificó como aquel grupo de hombres apaciblemente silenciosos que estaban aguardando en la estación de Wheatfield, aquellos hombres que le habían sido señalados como tahúres y de otras profesiones sin escrúpulos, que vivían de su ingenio.
No se movieron cuando Healey entró con Joseph, aunque los que estaban sentados se pusieron en pie. No decían nada. No sonreían. Fue como si el lobo rey de la manada acabara de llegar y ellos esperasen su mandato, que sería obedecido al instante y sin preguntas. Algunos estaban fumando los largos y gruesos cigarros que prefería Healey y se lo sacaron de la boca, para sostenerlos en sus largas y extraordinariamente aristocráticas manos. Sus posturas eran flexibles, tranquilas y atractivas. Sus tupidas cabelleras, de muchos matices distintos, eran elegantemente largas y cubrían sus nucas engominadas y suavemente onduladas. Con la excepción de las bien perfiladas patillas, estaban recién afeitados, y la tez de todos era uniformemente pálida, sin mancha y revelaba constante atención. De todos ellos emanaban tenues perfumes y el aroma de caros tónicos capilares.
Resultaban incongruentes en aquellos cuartos cerrados y sucios, como patricios, o parodias de patricios, sorprendidos en callejones de mala fama o acechando desde oscuros umbrales en los sectores peligrosos de una ciudad. Pero Joseph apenas percibió esta incongruencia, y luego comprendió intuitivamente que aquél era en realidad su ambiente más apropiado.
Healey anunció afectuosamente:
—Muchachos, quiero presentarles a este joven que dice llamarse Joe Francis y que va a cuidar de tener en orden los libros mientras yo estoy fuera, haciendo dinero para todos nosotros —riendo jovialmente—: De este modo no tendré que fatigarme los ojos repasando tantos detalles. Vosotros simplemente le exponéis las cosas. Él ya las pasará en limpio.
Es listo y seguro. También buen escribano. Él me resumirá en una hora lo que ahora me toma un día entero —se golpeó con el índice su brillante y sonrosada sien. Su actitud era afable y condescendiente—: Podéis llamarle mi gerente. Algo joven, pero su cerebro no lo es, ¿eh, Joe?
Nadie dijo una sola palabra, pero Joseph fue súbitamente el blanco de penetrantes miradas y especulaciones implacables. Si alguno de los presentes opinaba que aquello era increíble, nada se exteriorizó en su rostro. Veían a un joven mucho más joven que el de menor edad de todos ellos, míseramente vestido, sucio y remendado, sin camisa rizada, ni cadena de reloj, ni corbata plastrón[9] de seda, ni joyas, de rústicas botas polvorientas y rotas, con pantalones de tosco paño marrón manchado, de pálido semblante pecoso que delataba su poca madurez, y seguramente, pensó Joseph, debían sentir cierta sorpresa. Si así era, no la revelaban. Nadie se movió y, excepto por sus ojos escrutadores y agudamente observadores, podían haber sido elegantes estatuas.
Joseph aprendería más tarde que ninguno de aquellos individuos nunca discutía o ponía en tela de duda las decisiones o la sabiduría de Healey, ni nunca lo criticaban o ridiculizaban en privado. Los dominaba por completo, no debido a que fuera rico, poderoso y su patrón, sino porque siendo ellos mismos lobos, reconocían y respetaban a un lobo más pujante que nunca, hasta entonces, había cometido un error. Si una sola vez hubieran descubierto en él una debilidad, un titubeo, una incertidumbre o un estúpido tropiezo, lo hubiesen derribado y destruido totalmente. No hubieran efectuado este exterminio por maldad, ni codicia, sino instintivamente porque si se traicionaba a sí mismo, también traicionaba a la manada, poniéndola en peligro. Ya no habría sido por más tiempo el amo, y para la abdicación sólo conocían un método: la ejecución a muerte.
Joseph aguardó alguna protesta, alguna sonrisa semioculta o sutil, un guiño de incredulidad o un murmullo. Pero no hubo ninguna exteriorización. Pasaron muchos días antes de que comprendiera que algunos de ellos le habían identificado inmediatamente no como a un criminal, como ellos mismos, sino como alguien tan poderoso y hasta más peligroso que el más peligroso entre ellos. Además, el señor Healey lo había seleccionado y nunca experimentaron dudas acerca de sus métodos o decisiones. Él se había acreditado con harta frecuencia ante ellos, y tenían la plena seguridad de que continuaría acreditándose.
Joseph no vio señal alguna de repulsa ni aceptación, pero fueron acudiendo en cola, tendiendo sus ágiles manos de jugador y dedicándole una breve inclinación de cabeza. Fue estrechando sus manos. Todavía seguía sintiendo que ese asunto no era verdadero. Había allí algunos que eran lo suficientemente mayores como para poder ser su padre, y no obstante inclinaban sus erguidas cabezas en señal de respeto. Notaban su carencia de miedo hacia ellos, pero si adivinaban que era debido a que no sabía exactamente lo que debía temer, no lo demostraban. Pese a todo, alguno de los más expertos, decidió silenciosamente someter muy pronto a prueba aquel recién llegado, para ver si el señor Healey, por fin, había cometido una estúpida equivocación.
Joseph oyó nombres mencionados por Healey con su voz jovial, pero no prestó verdadera atención. Supuso que más tarde los conocería a todos por el nombre, uno por uno. Y si no, carecía de importancia. Lo que importaba era lo que ellos podían decirle y enseñarle. Sin embargo, sí que observó cómo Healey, siempre sonriente pero con fríos ojos mortecinos, atraía a un lado a dos de los de mayor edad, hablándoles casi inaudiblemente y que una o dos veces hizo un gesto seco con su enjoyada mano, como si diera un hachazo. Sospechó que él era el objeto de aquellas conversaciones en susurro y esto le fastidió, hasta que lo descartó. ¿Qué importancia podía tener aquello? Si fallaba, entonces había fracasado. Pero si lograba éxito, entonces ya estaría lanzado en el camino hacia su meta. Decidió no fallar. Un hombre que se niega a fracasar es un hombre que no fracasa. En cierta ocasión leyó un antiguo proverbio romano: «Es capaz quien piensa que es capaz». Yo soy capaz, se dijo Joseph a sí mismo. No me atrevo a ser otra cosa, sino apto y capaz.
Un joven le ofreció amablemente un cigarro, pero Joseph sacudió la cabeza en negativa. Miró al hombre y dijo:
—No fumo. Nunca intenté fumar. No quiero desperdiciar mi tiempo y mi dinero.
Healey oyó el comentario y, aproximándose, rió ruidosamente:
—Esto, buen mozo, es también mi modo de pensar. Pero cada cual allá con sus manías, diría yo —dirigiéndose al grupo, añadió—: Joe, aquí presente, este severo jovencito, tiene educación. Lee libros. Ahora bien, muchachos, no le tengáis inquina por este vicio —y alzó su palma sonrosada en un simulacro defensivo.
Sus oyentes rieron como era debido.
—Yo personalmente no tengo nada en contra de la manía de leer libros —prosiguió Healey—, aunque estimo que ablanda los sesos de un hombre y le hace ser poco realista. Pero produjo el efecto opuesto en Joe, en este irlandés. Le endureció. También le hizo ambicioso. Le enseñó lo que es el meollo de todas las cosas, de veras que sí. Y tiene una cabeza de irlandés sobre los hombros y yo os digo, muchachos, que no le ganáis a ningún irlandés en ningún juego. Ni una vez ni nunca. ¿Lo sabré yo, siendo irlandés? Nos incendiamos como el carbón pero al igual que el carbón nunca nos limitamos a dar una llamarada; seguimos quemando y ardiendo hasta que no queda nada. Y el aquí presente Joe no gusta de whisky. Si hay alguna cosa que es mortalmente mala para un irlandés es el whisky, ¡aunque de esto no me haya dado yo cuenta por lo que a mí se refiere!
Radiante, palmoteó su compacta y enorme panza.
—Pero no bebo el licor cuando estoy trabajando, y también conocéis mi modo de pensar sobre este detalle. Nada de whisky en estas oficinas. Pistolas sí, pero whisky, no. Y no se toleran ni admiten resacas. Esto es simplemente para que Joe esté informado, muchachos. Y queda decidido que Joe tendrá mi despacho, comenzará mañana, pero no mi mesa. Ésta es mía. Joe estará a vuestro alcance a partir de las siete de la mañana.
Mientras miraba a Joseph, señaló al hombre que tenía más cerca:
—Éste es el señor Montrose. Nunca nos llamamos por nuestros nombres de pila, Joe. Simplemente «señor» y solamente Dios sabe si sus nombres son los que llevaban al nacer. De todos modos, no importa. El señor Montrose te llevará de compras mañana por la mañana, para que compres la ropa que es la adecuada para mis hombres.
—Solamente si puedo pagarla de mi propio bolsillo —dijo Joseph.
Healey sacudió su cigarro.
—Esto se da por descontado. Apéate ya de tu blanco corcel orgulloso, Joe —pero estaba complacido y miró a los demás con expresión de quien se felicita a sí mismo.
Cogió a Joseph por el brazo, dirigiendo una cabezada de despedida a sus empleados, y condujo al joven hasta el polvoriento pasillo.
—Son los muchachos más talentosos del mundo —dijo—. Contundentes como la trementina. No le temen ni a Dios ni al hombre ni a la policía. Sólo me temen a mí. Admito que no hay ninguno al cual no ande buscando la policía por algún que otro lugar lejano. Tal vez como a ti, ¿eh, Joe?
—Ningún policía me busca a mí, señor Healey. Ya se lo dije antes. Ni tampoco huyo de nadie, ni nunca he estado en la cárcel. Ni estaré jamás.
—No es nada vergonzoso haber estado alguna vez en la cárcel —dijo Healey y Joseph inmediatamente supo que su patrón estaba hablando por experiencia propia—. Los mejores hombres que andan por el mundo, ya estuvieron en la cárcel. Siempre digo que esto no es un oprobio para ellos. Mi opinión es que los hombres de valía abundan más entre los que estuvieron en la cárcel que entre los que nunca la conocieron.
El aire era gratamente más frío y limpio que el de las oficinas y Joseph aspiró profundamente. Bill Strickland estaba esperando en el faetón. Su actitud era tan quieta y tan remota como la de un indio, y Joseph se preguntó si no habría en él sangre india. Sin duda alguna, tenía capacidad para una infinita paciencia y la inmovilidad.
Se dirigieron a la casa, Healey fumando plácidamente, relajado. Pero Joseph podía sentir que pensaba intensamente y con absoluta precisión. Una blanda y benévola sonrisa se esbozaba en los gruesos labios de Healey, tras la cual pensaba y pensaba, elaborando planes. Joseph, por poseer también este tipo de temperamento, lo respetaba en los demás. Un hombre que dejase vagar su pensamiento indolentemente era un inútil carente de importancia.
Llegaron a la casa de Healey. Las altas y estrechas ventanas superiores llameaban como fuego bajo la progresiva puesta del sol. Los céspedes aparecían más verdes y densos que nunca, y los árboles relucían frescos susurrantes como el oro. Pero por alguna razón que no podía explicarse, Joseph sintió una súbita desolación a la vista de aquella casa con aspecto de fortaleza, como si nadie viviese allí, y expresase hostilidad en su aislamiento. Había antiguas mansiones por la vecindad, en la misma calle, en sus propios y vastos terrenos y, sin embargo, Joseph tenía la caprichosa convicción de que no estaban enteradas de la presencia de la casa de Healey, que nunca la veían. Alzó la mirada hacia las colinas que estaban tornándose violetas a la luz del crepúsculo, que parecían lejanas y frías para él, y también indiferentes. Estas misteriosas percepciones interiores eran las que habían importunado a Joseph la mayor parte de sus dieciocho años, y que le importunarían, pese a sus coléricos razonamientos, toda su vida. Pensaba que ni la naturaleza ni Dios parecen conocer nada de nosotros, ni importarle, aunque se cuiden de otras cosas, tales como la tierra. Su alma irlandesa sentíase abrumada por una inexplicable tristeza, una sensación de completa alienación, un sentido de exilio, una sensación de anhelo desconsolado que era indescriptible con palabras.
—Ahora nos asearemos y luego haremos honor a la cena —dijo Healey, quien aparentemente nunca experimentó ninguna de aquellas emociones—. «Temprano en acostarse, temprano en levantarse, hacen al hombre saludable, rico y sabio», dijo George Washington.
—Benjamin Franklin —rectificó Joseph.
La radiante sonrisa de Healey se hizo gélida.
—Eres un tipo listo, ¿eh? ¿A quién le importa quién lo dijo? ¿Es una gran verdad, no?
Entraron en el vestíbulo con sus inmensos sofás, sillones y alfombras. La señora Murray estaba allí con sus negras faldas, su blanco delantal y cofia. Hizo una leve y arisca reverencia al señor Healey y le dedicó a Joseph una mirada maligna.
—La cena estará en diez minutos, señor. Es tarde.
Healey reposó su mano jovialmente en el hombro de ella, que era casi tan ancho como el suyo, y la faz imponente de la gobernanta se suavizó por un instante.
—Señora Murray, muy señora mía, sé que me perdonará, y también le pido perdón, pero tocará usted el gong cuando yo baje. Ni un segundo antes.
Volvió ella a hacer su breve reverencia, pero asestándole a Joseph una mirada asesina, como si fuera culpa suya.
—Hoy hemos tenido una dura jornada —dijo Healey a su ama de llaves, al comenzar a subir las escaleras con Joseph—. Debe disculparnos a nosotros, los hombres de negocios.
Ella resopló antes de desaparecer vestíbulo abajo. Healey rió.
—Yo soy siempre amable, es verdad, con la gente que trabaja para mí, Joe. Pero hay un límite. Te pones familiar con ellos, te descuidas, no te das cuenta y ya te están gobernando a ti. Esto me hiere, Joe. Me agradaría amar a todo el mundo, pero no puedo. Necesito tener autoridad. Necesito enseñarles de vez en cuando el gato de nueve colas.
Healey pasó a sus propios aposentos, en la fachada del segundo piso, y Joseph avanzó por el pasillo hacia su propia habitación. Estaba a punto de abrir la puerta cuando oyó una voz débil y malhumorada tras la puerta del cuarto verde, y una suave y juvenil voz femenina replicando. Se dijo a sí mismo: Ya no es de mi incumbencia lo que le pase a Haroun. Yo tengo que ocuparme de mis propios problemas y no quiero complicaciones. Pero todavía vacilaba. Recordó lo que había sentido fuera de aquella casa pocos minutos antes y entonces, con una imprecación contra sí mismo, fue al cuarto de Haroun y abrió la puerta, empujándola coléricamente como si estuviera impulsado no por su propia voluntad sino por el poder de un estúpido desconocido.
Un vívido resplandor solar rojizo inundaba el cuarto y Joseph notó al instante que aquella habitación era tan hermosamente serena y austera como la suya, pero en matices verdes. Haroun yacía en una cama de postes magníficamente entallados en madera negra y se reclinaba en mullidos almohadones blancos. A su lado estaba sentada la pequeña Liza sosteniéndole la mano, tranquilizándole y hablándole con la más gentil y dulce de las entonaciones. Ambos eran chiquillos y Joseph, a su pesar, pensó en Sean y en Regina.
Liza brincó de terror cuando vio a Joseph, su liso y flaco cuerpo se estremeció en su uniforme de negro algodón y el rostro hambriento tembló. Se encogió, intentando hacerse invisible, y bajó la cabeza como si esperara un golpe.
Pero el semblante febril de Haroun, con los enormes ojos negros relucientes, se iluminó de deleite. Estaba ominosamente enfermo; parecía haberse reducido en tamaño y configuración. Tendió la morena mano y balbució:
—¡Joe!
Joseph miraba a Liza, y dijo:
—Gracias por haber cuidado de… por haber cuidado de…
Ella alzó un poco la cabeza, observándole con temerosa timidez.
—Sólo estaba hablando con el señor Zeff, señor. No hice nada malo. Voy a traerle su cena —huyó del cuarto como una escuálida sombra que teme cualquier violencia. Viéndola irse, el rostro de Joseph se tensó, ensombreciéndose. Se recrimino a sí mismo: Eres un necio. ¿Qué importa todo esto? Son seres que no deberían haber nacido. Se volvió hacia Haroun y sintió fastidio porque Haroun, aunque ahora estaba consciente, evidentemente sufría y todo aquello no era de la incumbencia de Joseph Francis Xavier Armagh, al que se le habían entremetido involuntaria pero forzosamente.
Haroun seguía tendiendo la mano y Joseph se vio obligado a estrecharla.
—No sé cómo llegué aquí, Joe —dijo Haroun—, pero estoy seguro que tú lo conseguiste.
—Fue el señor Healey. Ésta es su casa, no la mía.
—Pero tú lo conseguiste —dijo Haroun con la convicción más absoluta—. Nunca me hubiera mirado, a no ser por ti.
—Bueno, ponte bien. Haroun, y podrás pagarle el favor al señor Healey Yo no hice nada.
—Me salvaste la vida, Joe. Recuerdo lo del tren.
Fue entonces cuando Haroun fijó en Joseph una mirada ardiente, con una expresión de honda devoción intensa, de total confianza, de apasionado fervor. Era la mirada que Bill Strickland dirigía exclusivamente a Healey, incuestionable y de plena dedicación. Aquella fe era inconmovible. Era algo más allá de toda razón.
—Soy tu servidor —susurró Haroun—, para toda la vida.
Joseph retiró su mano de la de Haroun.
—Procura ser tu dueño, toda tu vida —dijo ásperamente.
Pero Haroun seguía fijando en él aquella mirada incandescente, y Joseph abandonó la habitación poco menos que corriendo.