Joseph se despertó al tener el resplandor del sol en sus ojos y rostro. Envarado, dolorido y cansado, removióse en el asiento de bejuco donde él y Haroun habían pasado la noche en pesado letargo. La cabeza del muchacho más joven se apoyaba en el hombro derecho de Joseph, como la de un niño confiado; su rostro moreno, vacío de toda expresión, salvo la de inocencia y dolor. Su espeso cabello rizoso, negro como el carbón y tan brillante, se desparramaba por el cuello y hombro de Joseph. Una de sus manos reposaba en la rodilla de Joseph.
Las ruedas de hierro del tren retumbaban y chirriaban; la locomotora aullaba y machacaba. El aire fresco del exterior era frecuentemente embotado por la humareda y el vapor. Botellas vacías rodaban y entrechocaban sobre el sucio suelo pajizo. El techo con rancia humedad, ocasionalmente bañado por luz solar, estaba todavía iluminado por las linternas de petróleo, y parecía gotear. Los tabiques de madera del vagón tenían costras de suciedad y de acumulaciones de carbonilla, polvo y humo, y manchas de tabaco. La puerta de la letrina repicaba batiendo constantemente y cada soplo de viento transportaba el efluvio dentro del vagón. Joseph miró en rededor con ojos enturbiados.
Healey dormitaba apacible y ruidosamente en el revertido asiento, dando frente a los muchachos, extendidas las gruesas piernas, el sobresaliente chaleco moviéndose rítmicamente, guiñando los dijes y amuletos enjoyados al sol, suelta la blanca corbata tiznada de hollín, los gruesos brazos laxos contra su corto corpachón, las lustradas botas polvorientas pero todavía brillando, tensos los pantalones y arrugada la chaqueta. Su gran cara sonrosada era como la de un infante, su gruesa boca sensual babeaba un poco y sus anchas fosas nasales se expandían y contraían. Una gran oreja rosa estaba ovillada bajo el peso de su cabeza calva. Las claras pestañas cortas aleteaban y había un vello descolorido en sus mejillas y en la papada. Porcino, pensó Joseph, sin malicia ni desagrado sino simplemente constatando una realidad. Miraba los cortos dedos gruesos con sus rutilantes anillos y la abotonadura enjoyada que abrochaba el fino tejido de la camisa acanalada en las abultadas muñecas.
Los ojos de Joseph se pusieron reflexivos mientras estudiaba a Ed Healey. Su instinto le advertía que su bienhechor era un pícaro pero, en contraste con la bellaquería de Tom Hennessey, la tunantería de Healey era abierta, franca y, en cierto modo, admirable y una señal de fortaleza. Era un hombre que podía usar de los demás pero probablemente no podía ser usado. En él había una recia sagacidad, una inteligencia despierta, una implacable benevolencia, en resumen, era un hombre temible, tal vez caprichoso, un hombre que tenía una autoridad propia y en consecuencia no temía a la autoridad y podía capearla ingeniosamente, un hombre que sentía una escasa consideración hacia las restrictivas opiniones sobre el bien y el mal. Era posible que Healey condujese sus negocios rozando peligrosamente el borde cortante de la ley y no cabía duda de que la había burlado muchas veces. Los hombres en aquel vagón le habían mostrado deferencia, obedeciéndole sin rechistar, hasta los taciturnos y mortecinos individuos que veían y sabían todo, pese a que eran bribones por vocación propia. Los bribones no respetan ni obedecen ni admiran la probidad: por consiguiente, Ed Healey no poseía probidad.
Pero la conciencia, reflexionaba Joseph, con palabras de la Hermana Elizabeth, «no sirve para comprar patatas». Repentinamente palpó su cinto de dinero y su escondida moneda de oro de veinte dólares. El tren estaba repleto de escurridizos ladrones. El dinero estaba intacto. En definitiva, ¿quién iba a pensar que un muchacho harapiento y hambriento poseía dinero? Joseph miró a Haroun frunciendo el ceño. Estaba todavía resentido y ahora aún más por el hecho de que Haroun se le hubiera adherido, involucrándole en peligrosas complicaciones, porque había confiado en él sin cálculo y de esta manera le hacía, en cierto modo, responsable por sus problemas. Haroun sólo poseía la camisa y los pantalones que llevaba encima, una sola bota, y los setenta y cinco centavos en su bolsillo. Todo esto no es asunto mío, pensó Joseph. Él debe, como dicen los americanos, llevar consigo su propio fardo, como hacen todos los demás, y su fardo no es mío. Tan pronto como el tren llegase a Titusville, él, Joseph, abandonaría inmediatamente a Haroun. Ed Healey era un asunto muy distinto. Rebosaba riqueza, competencia, autoridad y fuerza. Joseph continuó con sus reflexiones.
Meditabundo, miró el paisaje desfilando a través de la manchada ventanilla. La tierra, que ondulaba en verdor por el comienzo del verano, parecía más fría y más nórdica. Hatos de ganado caminaban pausadamente por los valles; a trechos aparecía una granja gris amparada bajo árboles y penachos de humo mañanero ondeaban en su chimenea. A ratos, un chiquillo, con los pies desnudos, se acodaba en una empalizada de la vía férrea, masticando indolentemente una rebanada de pan. Había una carretera de tierra apisonada en las cercanías y algún que otro carromato deambulaba por ella. Los granjeros agitaban la mano en saludo; los arreos de los caballos brillaban chispeantes en la temprana luz del sol. En la lejanía apacentaba un rebaño de ovejas. Un perro corrió ladrando durante algunos metros junto al tren y luego desapareció. El cielo era bruñido, frío y azul como el acero.
—¿En qué estarás pensando, con esa expresión en tu rostro? —inquirió Healey. Joseph se sonrojó. Aparentemente, Healey habíase despertado hacía un instante y ahora estudiaba a Joseph—. Joseph Francis Xavier, ¿qué más?
—Joe Francis. Eso es todo —dijo Joseph.
Sentíase vejado. Le parecía perfecto que él reflexionase y calibrase a los demás, pero su orgullo se irritaba a la idea de ser revisado. Era una afrenta, y de las imperdonables. Healey bostezó ampliamente. Parecía divertido. Se inclinó para inspeccionar el pie del durmiente Haroun. Estaba arropado en pañuelos que ya no eran inmaculadamente blancos y aparecía rojizo, ardiente y muy hinchado.
—Habrá que hacer algo por tu amigo —comentó Healey.
—No es mi amigo —dijo Joseph—. Le conocí anoche en la plataforma y esto es todo. ¿Por qué ha de ayudarle usted?
Siempre examinando el pie de Haroun, dijo Healey:
—Bueno, ¿tú que supones? ¿Por pura bondad de mi corazón? ¿Por amor fraterno o algo parecido? ¿Conmovido por un mozo tan joven y su apuro? ¿Deseo de ayudar al infortunado? ¿Bondad de mi gran alma? ¿O quizá porque pueda serme útil? Tú pones tu dinero y eliges, como dicen los apostadores de las carreras de caballos. Saca tú la conclusión, Joe.
Joseph sentíase cada vez más molesto. Era evidente que Healey estaba riéndose de él, y esto era insoportable.
—¿Es usted un oportunista del petróleo, señor Healey? —preguntó.
Healey se reclinó en su asiento, bostezó de nuevo, extrajo un enorme cigarro, mordió cuidadosamente la punta y lo encendió con un fósforo que sacó de una cajita de plata. Contempló fijamente a Joseph.
—Bueno, mozo, puedes llamarme un Gran Panjandrum. ¿Sabes lo que significa?
—Sí. Era el título burlesco de un funcionario en una comedia escrita por un autor británico, hace mucho tiempo —con fría sonrisa, Joseph añadió—: Significa un funcionario presuntuoso.
—Vaya… —masculló Healey, mirándole con solapada malquerencia—. Un tipo educado, ¿eh? ¿Y dónde adquiriste esta famosa educación? ¿Yale, tal vez, o Harvard, u Oxford, en la vieja nación?
—He leído mucho —dijo Joseph, y ahora miró a Healey con su peculiar expresión de íntima burla divertida.
—Ya veo —dijo Healey. Ladeó una cadera y extrajo el delgado volumen encuadernado en piel de los sonetos de Shakespeare, propiedad de Joseph. Frotó el lomo con su grueso dedo, sin apartar ni un instante sus ojillos gris oscuro, casi negros, del rostro de Joseph—. ¿Y tenías dinero para comprar un libro como éste, Joe?
—Los libros me los daba…, ya no recuerdo —dijo Joseph, y trató de recuperar el libro, pero Healey ágilmente colocó el libro tras él.
—¿Ya no recuerdas, eh? ¿Algún alma buena, que tenía compasión de un mozo como tú y deseaba ayudarte? De todos modos, ¿te sientes agradecido, no?
Joseph no replicó. Sus hundidos ojos azules destellaron al sol.
—No crees que nadie haga nada por simple bondad de corazón, ¿eh? Joseph pensó en su padre, al replicar con voz sin inflexiones:
—Sí, lo creo. Mi padre era así. Ésta es la razón por la cual yace en una fosa común de indigentes y mi madre yace en el mar.
—Ah. Esto aclara muchas cosas. Esto también le ocurrió a mi padre en Boston, donde tocó tierra. Y a mi madre, cuando yo tenía siete años. Tumbas de indigentes para ambos. Me quedé solo a los siete años, trabajando en Boston en todo cuanto podía meter mano. Nunca lo he lamentado. En este mundo, nadie le debe nada a nadie. Si viene algo bueno, es un obsequio que procede de allá, de aquel azul en lo alto. Apropiado para piadosas acciones de gracias. Excepto que tú no crees en las acciones de gracias, ¿eh?
—No.
—¿Y nadie hizo nada por ti, en toda tu vida?
Joseph pensó, involuntariamente, en las Hermanas de la Caridad del barco, en el viejo cura, en la Hermana Elizabeth, en el desconocido que le suministraba libros y en las monjas que ocasionalmente le forzaban a aceptar una cena. También pensó en la señora Marhall.
—Piénsalo con calma —dijo Healey, que lo observaba atentamente—. Un día de éstos puede resultarte importante. Ahora bien, yo no soy de los que opinan que uno debe escabullirse con plegarias y hablar suave e imperceptiblemente todo el tiempo. Estamos en un mundo malo, Joe, yo no lo hice así, y pronto aprendí a no luchar quiméricamente contra esto. Por cada hombre bueno y caritativo existen cien o más que te robarían la sangre del corazón si la pudieran vender con alguna ganancia. Y diez mil venderían tu abrigo al prestamista por cincuenta centavos, aun cuando no necesitasen el dinero. Conozco bastante este mundo, buen mozo, mucho más que tú. Devora o serás devorado. Tu bolsa o tu vida. Ladrones, asesinos, traidores, embusteros y traficantes. Todos los hombres, más o menos, son Judas.
Joseph había escuchado con gran atención. Healey sacudió su cigarro y prosiguió con su resonante voz:
—Pese a todo, algunas veces encuentras a un buen hombre, y como dijo la Biblia o alguien, él vale más que los rubíes si no es un necio extravagante imaginativo que cree en un maravilloso mañana que nunca llega. Un buen hombre con un cerebro bien asentado en la cabeza es algo valioso, y esto lo sé. ¿Toda la buena gente que conociste era necia o loca?
—Eso es —dijo Joseph.
—Demasiado malo —dijo Healey—. Posiblemente no lo eran. Quizás sólo pensaste que lo eran. Esto es algo que deberás meditar cuando tengas tiempo. Aunque, en mi opinión, a lo mejor nunca tuviste tiempo de sobra para sopesar las cosas.
—Es verdad —reconoció Joseph.
—Demasiado atareado. Me gustan los hombres que están atareados. Es demasiado fácil tumbarse en el arroyo y mendigar. Encontré montones de hombres así por las ciudades. Bueno, sea lo que fuere, las cosas iban mal para los irlandeses en Boston, y por ello fui abriéndome paso hacia el viejo Kentucky; allí fui creciendo, Louisville y Lexington, y sitios parecidos. Y los barcos del río —le dedicó un guiño amistoso a Joseph.
—¿Jugador? —dijo Joseph.
—Bueno, digamos un caballero de fortuna. Un Gran Panjandrum. Yo siempre pensé que quería decir hombre de negocios, pues aunque sé de letras no tengo tu instrucción.
Miró su reloj de oro y, cerrando la tapa, manifestó:
—Pronto llegaremos a Titusville. Digamos que le doy a Gran Panjandrum un nuevo significado: un hombre con montones de negocios. Un dedo en cada pastel. Política. Petróleo. Barcos de río. Revendedor. Mangón. Nombra cualquier negocio. Estoy metido en ello. Nunca rechacé un penique honrado ni tampoco miré con malos ojos un penique deshonesto. Y otra cosa: descubre el secreto en el pasado de todo hombre, o su vicio favorito o su debilidad, y ya lo tienes en el puño —los gruesos dedos de Healey se cerraron con rapidez en la mano que súbitamente mostró en alto—. Hazle favores, pero haz también que los pague de un modo u otro. Pero el mejor medio de llegar a rico es la política —el gesto de la mano llena de anillos era a la vez cruel y rapaz.
—¿O sea que también es político?
—No señor. Esto es demasiado sucio para mí. Pero domino a los políticos, que es mejor que serlo.
Joseph comenzaba a sentirse extremadamente interesado, pese a su carácter hosco.
—¿Conoce al Senador Hennessey?
—¿El viejo Tom? —Healey rió con exuberancia—. ¡Yo hice al viejo Tom! Conozco a media docena de la Asamblea de Pensilvania. Estuve viviendo por Pittsburgh y Filadelfia los últimos veinte años. Trabajé como un demonio para ponerle trabas a este patán de Abe Lincoln, pero no dio resultado. De cualquier forma, todo salió bien. Estamos en guerra y siempre se saca mucho dinero de las guerras. Las conozco todas. Hice un montón de negocios con guerras de Méjico y otros sitios. La gente dice que odia las guerras, pero los gobiernos nunca hicieron una guerra a la que nadie acudiese. Ésta es la naturaleza humana. Y cuando ganemos esta guerra, habrá buenas ganancias, también para el Sur. Para esto sirven las guerras, buen mozo, aunque oigas un montón de chácharas acerca de la esclavitud, los derechos del hombre y demás monsergas. Montones de estiércol. La verdad está en el dinero, nada más. Un Sur demasiado próspero. Un Norte sumergido en el delirio industrial. El problema es así de sencillo.
—No me interesan las guerras —dijo Joseph.
—Éste sí que es un comentario condenadamente estúpido. Si quieres conseguir tu meta, buen mozo, has de interesarte por cada cosa que suceda en el mundo y ver de dónde extraes el beneficio si eres listo. Todavía tienes que aprender mucho, Joseph Francis Xavier.
—¿Y usted pretende enseñarme? —dijo Joseph, con desdén.
Healey le escrutó y sus ojos se cerraron tanto que casi no se veían.
—Si lo hago, hijo, será el día más afortunado de tu vida, seguro que sí. Te crees duro e intratable. No lo eres. Todavía no lo eres. Los tipos duros e intratables no aparentan serlo. Son los blandos los que colocan una fachada de dureza y aspereza para protegerse, en cierto modo, de los reales asesinos que tienen dulce parla, amables sonrisas y son serviciales. Aunque de nada les sirve. Los tipos duros pueden ver a través de todo este caparazón la sabrosa ostra que hay dentro.
—¿Y usted cree que yo soy una ostra sabrosa?
Healey rió a carcajadas. Apuntaba a Joseph con su cigarro y reía tan a gusto que las lágrimas inundaban sus ojillos y caían por sus gruesos molletes. Meneaba la cabeza de un lado a otro con un ataque de hilaridad. Joseph le observaba mortificado y muy enojado.
Healey dijo:
—Hijo, ¡no eres ni un pedazo de camarón!
Sacó otro pañuelo perfumado del bolsillo de la cadera, se enjugó los ojos y gimió deleitado con sincero regocijo:
—Ay, Dios; ay. Dios; has estado a punto de matarme de risa, hijo.
Miraba a Joseph y trató de dominarse. Su macizo cuerpo seguía estremeciéndose de risa contenida y eructó. Volvió a apuntar con el cigarro a Joseph y dijo:
—Hijo, me interesas porque posees los ingredientes de un truhán. Además, eres irlandés, y yo siempre he tenido debilidad por un irlandés, sea lunático o no. Con los irlandeses se pueden hacer cosas. Y es posible confiar en su lealtad si uno les cae bien. Si no, mejor olvidarse de él. Ahora, escúchame bien…, ayudaste a este chico aunque no es pariente ni amigo tuyo. Tal vez le salvaste la vida. No te pido una explicación porque no puedes darla. Pero tu actitud me gustó, aunque no diré que sentí admiración. A fin de cuentas, ¿qué es un turco?
Joseph no pudo hablar durante un momento, pues rabiaba silenciosamente. Por fin, con una voz que mostraba odio hacia Healey, dijo:
—No. No es turco sino libanés. Ya le dije que era cristiano, si es que esto significa algo —y añadió con desacostumbrada malicia—: ¿Sabe lo que es un libanés?
Healey no se sintió humillado ni enojado.
—No, chico, no lo sé. Ni siquiera quiero saberlo. Aunque pensándolo bien, nunca oí hablar de nadie semejante. Me parece que también a él la vida le jugó una mala pasada. ¿Sabes algo de él?
—Un poco.
—¿Una vida tan mala como, la tuya, eh?
—Quizá.
—Pero no parece amargado como tú, mozo, y es probable que él también pueda servirme. ¿Dirías que es blando?
—Tal vez. Mantuvo a una vieja abuela con sus dólares por semana, trabajando en una caballeriza.
—¿Tú nunca mantuviste a nadie y eres un hombre ya hecho, de diecisiete o dieciocho años, eh?
Joseph no dijo nada.
—He oído que hay hombres de diecisiete y dieciocho, casados y ya con chiquillos, que se van al Oeste a hacer dinero. Con carros entoldados y demás. Plena selva. Tienen agallas. ¿Crees que tienes agallas, Joseph Francis Xavier?
—Haré lo que sea —dijo Joseph.
—Ésta es la consigna, buen mozo —asintió Healey—. Ésta es la consigna de los hombres que sobreviven. Si hubieses dicho cualquier otra cosa, ya no habría perdido más tiempo contigo. ¿Crees que te gustaría unirte a mi equipo?
—Depende de la paga, señor Healey.
Healey volvió a aprobar con la cabeza y continuó:
—Esto es lo que me agrada oír. Si hubieses dicho que dependía de cualquier otra cosa, no perdería el tiempo contigo. Dinero: éste es el rótulo. Parece ser que tu turco se está despertando. ¿Cuál era su nombre, su apodo? ¿Haroun Zieff? Nombres de pagano. De ahora en adelante será…, déjame ver… Harry Zeff. Así es como lo llamaremos. Suena más americano. Alemán. Muchos alemanes en Pensilvania. Hay buen material en ellos. Saben cómo trabajar, es indudable, saben cómo sacar beneficio de todo y jamás les oí lloriquear. Odio al plañidero. ¿Qué intenta decirte tu turco?
Los hombres que estaban en el vagón comenzaban a despertarse y gruñían, se insultaban y se quejaban. Se formó una larga fila para usar la letrina que estaba en el extremo del vagón y, mientras, manipulaban impacientes sus botones. Emanaban hedor de sudores, humo de tabaco, perfume rancio y lana. Algunos de ellos, más apremiados que otros, se desabrocharon, expusieron sin remilgos la parte inferior del torso y gritaron a los que se demoraban para que se dieran prisa. La gazmoñería que alentaba oscuramente en la naturaleza de Joseph sintióse afrentada por aquella exhibición-brutal. Se volvió hacia Haroun que gimoteaba de dolor, aunque sus ojos todavía permanecían cerrados. Los hombres se apretujaban en el pasillo, oscilando con el bamboleo del tren que aminoraba su marcha; algunos saludaban obsequiosamente sonrientes a Healey y otros miraron con indiferencia a los dos jóvenes que estaban frente a él como si no fueran más que un par de pollos esqueléticos. Su interés inmediato se centraba en sus necesidades corporales y sus porfías cada vez se hicieron más obscenas. La cruda luz del sol cincelaba sus bastos rostros hinchados y rapaces, y cuando hablaban o reían la luz destellaba en los anchos dientes blancos que a Joseph le recordaban los dientes de las bestias de presa.
—¡Colgadlo todo fuera de la ventana! —voceó Healey con su estilo cordial.
Esto suscitó risas aduladoras y admirados comentarios sobre su ingenio. Healey hablaba con un acento apenas perceptible, y su mezcla de giros irlandeses y meridionales encantaba, aparentemente, a aquellos que esperaban obtener beneficios con él o de él en Titusville.
—Ed, eres un boca sucia —dijo un individuo, inclinándose para palmotear a Healey en el grueso hombro—. ¿Te veo mañana?
—Con dinero en efectivo —dijo Healey—. No hago negocios que no se paguen al contado.
Miró a Joseph con expresión de importancia, pero Joseph estaba examinando con preocupación a Haroun. El moreno semblante de Haroun se veía muy enrojecido y ardía. Su frente relucía de sudor y los mechones de su negro cabello se adherían a ella como pegados con jarabe. Su trémula boca se movió para hablarle a Joseph, pero éste no pudo comprender sus palabras implorantes; todo su cuerpo se removía inquieto por el dolor y por la angustia, y a ratos gemía. Los dedos de su pie se habían amoratado y sobresalían de los pañuelos en que estaban envueltos: Healey se inclinó para mirarle con interés, a la par que decía:
—Y ahora, Joseph Francis Xavier, ¿qué te propones hacer con este mocito…, aunque no es asunto que nos concierne, eh? No es amigo tuyo. Yo tampoco le he visto antes. ¿Lo dejamos en el tren para que el revisor disponga de él como de los desperdicios?
Joseph sintió la acometida de la honda y fría furia que siempre experimentaba cuando cualquiera se entremetía. Miró a Haroun, odiando al muchacho por su presente apuro. Luego dijo colérico:
—Tengo una moneda de oro de diez dólares. Se la daré al ferroviario para que le ayude. Esto es todo lo que puedo hacer.
Notaba una desagradable sensación de impotencia y de impaciente desconcierto.
—¿Tienes monedas de oro de diez dólares? Caramba, esto es sorprendente. Creí que eras casi un mendigo. O sea que le darás una moneda al ferroviario, saldrás de este viejo tren y olvidarás que tu pequeño turco existió. ¿Sabes lo que oí a un chino que trabaja en las vías férreas? Si salvas la vida de un hombre tienes que cuidarte de él durante el resto de tu vida. Éste es el resultado de chapucear con los destinos, o algo parecido. Bien, el ferroviario coge esta hermosa moneda amarilla tuya, ¿y qué se supone que ha de hacer entonces? ¿Llevarse al pequeño turco a su hogar en Titusville y dejarlo caer en la cama de su esposa? ¿Sabes lo que pienso? El ferroviario cogerá tu moneda y se limitará a dejar que el chico muera aquí, en este vagón, apaciblemente o no. Este tren no se mueve durante seis jornadas completas, hasta el otro viaje a Wheatfield. Nadie vendrá a inspeccionar este vagón hasta el sábado.
Desesperado, Joseph sacudió a Haroun, pero era evidente que el muchacho estaba inconsciente. Gemía continuamente y deliraba. Yacía fláccido contra el gabán de Joseph, excepto cuando forcejeaba en su sufrimiento.
—¡No sé qué hacer! —rezongó Joseph.
—Pero estás realmente furioso por tener que hacer algo, ¿no es así? No te lo reprocho. Siento lo mismo con la gente que no me interesa personalmente. Estamos llegando a Titusville. Recoge tu caja de debajo del asiento. Dejaremos al turco aquí. Ni vale la pena que malgastes tu moneda de oro. De todos modos, el mozo tiene aspecto de estar en las últimas.
Pero Joseph no se movió. Miró a Healey y su rostro juvenil estaba tenso, obsesionado, muy blanco, y las oscuras pecas resaltaban en su nariz y mejillas. Sus ojos eran un fuego rabiosamente azul.
—No conozco a nadie en Titusville. Tal vez usted conozca a alguien que lo aloje y lo cuide hasta que se ponga mejor. Yo pagaría los gastos.
Healey se levantó y dijo:
—Hijo, tú no conoces Titusville. Es como una jungla, eso es. He visto a más de un hombre, joven como éste y como tú, morir de cólera u otra cosa por las calles, y a nadie le importó. La fiebre negra del oro, esto es lo que tiene la ciudad. Y cuando los hombres andan tras el oro, el diablo se lleva a los últimos, especialmente a los enfermos y los débiles. Todos están demasiado atareados en llenarse los bolsillos y robar al vecino. En Titusville no existe posada ni hotel que no esté hasta los topes, y no hay ningún hospital última moda, si es en esto en lo que estás pensando. Cuando se trata de gente que vive apaciblemente en una ciudad o en el campo, los hombres están dispuestos a ayudar a un desconocido, a veces, por pura caridad cristiana, pero en un manicomio como Titusville, un desconocido es simplemente un perro, a menos que tenga dos manos y buenos lomos para trabajar, o un negocio. Ahora bien, si tu turco fuera una muchacha, conozco exactamente el sitio donde le darían buen aposento. Yo mismo soy dueño de cuatro o cinco de estos sitios —Healey rió sarcástico.
Healey se levantó los pantalones y volvió a reír. El tren se movía muy lentamente y los hombres que estaban en el vagón iban recogiendo sus equipajes y riendo con la exuberancia que únicamente puede conceder el pensamiento del dinero a ganar. El vagón deslumbraba a causa de la luz solar, pero el viento que penetraba era muy frío.
Joseph cerró los ojos y se mordió los labios con tanta fuerza que emblanquecieron. Las manos inquietas de Haroun estaban moviéndose por encima de él, ardientes como brasas.
—Bueno, Joe —apremió Healey—. Ya estamos llegando. Ahí está la estación. ¿Vienes?
—No puedo dejarle —dijo Joseph—. Ya encontraré una solución.
Se odiaba y detestaba a sí mismo. Irse suponía muy poca cosa, pensó. Simplemente recoger su caja, abandonar el vagón y no mirar hacia atrás. ¿Qué significaba Haroun Zieff para él? Pero aunque llegó a tocar su caja, su mano se apartó de ella, y una sensación de desesperación le inundó con la intensidad de una dolencia física. Pensó en Sean y Regina. ¿Y si ellos fueran abandonados así, suponiendo que él, Joseph, ya no podía protegerles? ¿Habría algún señor Healey o un Joseph Armagh que acudiese en su ayuda, salvándolos?
—Ya encontraré una solución —repitió Joseph, pensando en voz alta más que dirigiéndose a Healey.
Sólo veía la gran panza con su sedoso chaleco de brocados, los enjoyados dijes de la cadena de oro del reloj que destellaban a la luz del sol y olfateaba el olor del hombre gordo, rico y campechano.
—Bien, bien —dijo Healey—. Eso es lo que me gusta oírle decir a un hombre: ya encontraré una solución. Nada de por el amor del querido Jesús, ayúdeme, soy demasiado ocioso, estúpido e inútil como para hacer algo por mí mismo. Apelo a su caridad cristiana, señor. A cualquier hombre que me dice esto —y Healey hablaba con sincera pasión reprimida—, le contesto: mueve el trasero y ayúdate a ti mismo como lo hice yo, y millones más antes que tú, y maldito seas. No daría crédito por dos centavos a un cantor de salmos o a un mendigo, no señor. Si tuvieran la oportunidad te comerían vivo.
El tren se había detenido ante una estación que era una barraca construida aprisa y provisionalmente y los hombres corrían por ella con gritos dedicados a conocidos y amistades que habían visto desde las ventanillas.
Healey aguardaba. Pero Joseph no le había escuchado con gran atención. Veía que Haroun había empezado a estremecerse y que su rostro infantil se había vuelto repentinamente gris. Estiró su viejo gabán y envolvió con él a Haroun. Un ferroviario avanzaba por el pasillo con una cesta en la que depositaba las botellas vacías que recogía del suelo. Joseph le interpeló:
—¡Eh, usted, necesito que me eche una mano! Tengo que encontrar un sitio donde alojar a mi amigo enfermo. ¿Sabe de algún lugar?
El ferroviario se irguió y frunció el ceño con enfado. Healey emitió un gruñido que expresaba asombro:
—¿Qué demonios pasa contigo, Joe? —preguntó—. ¿No estoy yo aquí? Demasiado orgulloso para verme a mí, ¡eh, soy tu viejo amigo Ed Healey!
El ferroviario reconoció a Healey, se acercó e inclinó la cabeza como saludo, hablando de su gorra. Miró a los dos muchachos:
—¿Amigos suyos, señor? —indagó con servil sumisión.
Se acercó a mirar y quedó atónito ante la visión de los dos jóvenes andrajosos, uno de ellos casi moribundo.
—Puedes apostar la vida que lo son, Jim —dijo Healey—. ¿Está ahí fuera mi faetón con el gandul de Bill?
—Seguro que sí, señor Healey; correré a avisarle y él podrá ayudarle con… con sus amigos —añadió en voz más débil—. También le echaré una mano. Contento de serle útil, señor. ¡Cualquier cosa por el señor Healey, cualquier cosa!
Miró de nuevo a Joseph y a Haroun y pestañeó sin creer en lo que veía.
—Estupendo —dijo Healey, dando un apretón de manos al ferroviario. El aturdido Joseph vio el brillo de la moneda de plata antes de que desapareciese en la palma del ferroviario que echó a correr como un chiquillo fuera del tren, gritando a alguien y llamando.
—Nada iguala la buena plata, como sabe cualquier Judas —dijo Healey, riendo, mientras recogía su alto sombrero de seda y lo encasquetaba como una reluciente chimenea sobre su enorme cara sonrosada.
—Cualquier cosa que usted haga —dijo Joseph, recobrado el uso de la voz y empleándola con duro y hosco orgullo—, yo la pagaré.
—No lo dudes, buen mozo, no lo dudes. Pagarás —dijo Healey—. ¡Eh, ahí está mi Bill! —y agregó—: No soy hombre de palabras melosas, pero voy a decirte algo, irlandés: un hombre que no deserta de su amigo es el hombre que me conviene. Puedo fiarme de él. Hasta le podría confiar mi vida.
Joseph lo miró con la calmosa y enigmática expresión que tuvo que emplear durante muchos años y tras la cual vivía como emboscado. Healey, acechándole, entornó sus oscuros ojillos rezongando en voz baja, pensativo. Pensaba que todavía quedaban en el mundo unos pocos hombres a quienes resultaba difícil engañar, y Joseph era uno de ellos. Healey no estaba mortificado, sino divertido. Nunca te fíes de un bobalicón, era uno de sus lemas. ¡El bobalicón puede arruinarte con sus destrozos y su virtud más que cualquier ladrón con su rapacidad!
El aire era frío y claro fuera del tren, y la nueva plataforma de la estación estaba llena de hombres excitados que transportaban sus equipajes y portamantas. Faetones, birlochos, carretelas, carros, tílburis y un par de suntuosas carrozas, caballos y mulas, les esperaban, así como muchas mujeres rollizas vestidas de forma llamativa y envueltas en hermosos chales, con sus sombreros alegremente adornados con flores, lazos, sedas y terciopelos y sus faldas primorosamente entalladas y bordadas. Todo hervía y las voces eran altas y rápidas. Si se alentaba la invisible presencia de una guerra fratricida que acumulaba fuerzas en la nación, allí no había el menor indicio: ni voces apesadumbradas ni palabras temerosas. Un polvo dorado cabrilleaba bajo la luz del sol, añadiendo un aura de carnaval a la escena. Hasta el tren vibraba de excitación ya que bufaba, su vapor chillaba agudamente y sus campanas tintineaban sin coherencia. Todos estaban en constante movimiento; no había grupos indolentes ni posturas reposadas. Los efluvios del polvo, el humo, la madera recalentada, el hierro ardiente y el carbón eran superados por un olor acre que Joseph nunca había olfateado hasta entonces y que reconocería como el olor del negro petróleo crudo. En la lejanía, apenas perceptible al oído, se rumoreaba el constante y pesado machaqueo de la maquinaria.
Titusville, encajado entre colinas circundantes y valles del color y lustre del terciopelo esmeralda, no era un simple pueblo fronterizo, aunque la población normal y asentada la constituyeran cerca de mil personas. Se hallaba a unos setenta kilómetros del lago Erie y era próspero antes del petróleo, destacándose por su producción maderera, sus aserraderos y sus activísimas barcazas que transportaban maderas por el Oil Creek a sitios distantes. También eran prósperos los granjeros, ya que la tierra era rica y fértil, y la vida para la gente del bonito pueblo fue siempre buena y fácil. Eran de origen escocés e irlandés pero había algunos alemanes, igualmente ponderados y sobrios.
Los recién llegados de estados cercanos y el frenesí del petróleo hacían que apareciera como una explosiva ciudad fronteriza del Oeste, a pesar de las nobles mansiones antiguas separadas entre sí por grandes robles, álamos y lisos céspedes y las orgullosas familias de antigua raigambre que fingían no enterarse de la vulgaridad de los recién llegados, de sus modales brutales y sus voces destempladas. También simulaban ser inmunes al nuevo tráfico comercial por el Oil Creek. Parecían no estar enterados de la existencia de un exempleado de ferrocarril conocido jocosamente como el «Coronel». Edwin L. Drake, que había, hacía dos años, perforado el primer pozo artesiano en Titusville. Sin embargo, sí sabían que se mantenía a raya a la Standard Oil Company y a un tal John D. Rockefeller, que tenía reputación de ser un don nadie, un plebeyo y tosco contratista que no pensaba en otra cosa que no fueran beneficios y explotaciones, y destruía sin cesar hermosos paisajes comarcales en su delirante e insaciable investigación y su búsqueda de riquezas. Nadie hablaba de los diez nuevos «saloon», los ocho burdeles, los dos teatros cantantes, las cuatro posadas y el nuevo hotel. Si todo parecía indebidamente repleto de actividad, nadie parecía notarlo. Todo se hacía para los «forasteros» y no existía para las damas y los caballeros que decidieron conservar Titusville como pueblo puro, incontaminado y refugio de familias cristianas.
Había seis iglesias, llenas durante los dos oficios del domingo, las «reuniones» del viernes y otros actos sociales. El pueblo, a pesar de los nuevos bancos fundados por los «forasteros», era únicamente la prolongación de las iglesias. Éstas dominaban la vida social y sus asuntos. La brecha entre los «antiguos residentes» y los «forasteros» era aparentemente insuperable y ambas clases simulaban ignorarse, con gran acopio de guiños maliciosos e hilaridad por parte de los forasteros.
—No hay nada más ridículo que un cristiano bocazas —comentaba con frecuencia Healey—. Ni nada más codicioso y sanguinario. Basta con citarles la Biblia para que uno pueda hacer lo que quiera.
Ed Healey, durante las sesiones de negocios con los nativos de Titusville, siempre citaba la Biblia, aunque nadie descubrió jamás los textos que citaba tan sonoramente y con tanto respeto. Rara vez, sin embargo, mencionaba un supuesto pasaje de la Biblia a sus socios comerciales que se dedicaban a practicar, como él, la misma clase de engaño.
A veces Healey se molestaba, pues después de haber derrochado el tiempo citando la Biblia a varios dóciles y caballerosos nativos de Titusville y tras inventar párrafos que le pasmaban a él mismo por su elocuencia y sabiduría, los nativos salían a buscar opiniones por la comarca «y sus bocas parecía que acababan de beber leche y comer pan tierno», evocaba amargamente. «Esto te lleva a pensar —añadía— que no todo hombre que mastica una pajilla es un paleto y que son muchas las mujeres que uno cree que son señoras y que pueden superarte en listeza y dejarte vacíos los bolsillos».
El «Bill» de Healey era un tal William Strickland, procedente de las sombrías, montañas Apalaches, en Kentucky. Joseph nunca había visto a un hombre tan alto y tan excesivamente flaco y descarnado. Era como el esqueleto de un árbol, estrecho, sin carne y sin savia. Su rostro era parecido a la cabeza de un hacha, apenas más ancho, con una mata de cabello negro, tieso y sin vida como las púas de un puerco espín. Sus ojos, aunque no inteligentes, eran alargados y brillaban intensamente, como los ojos de un voraz animal de rapiña. Sus hombros, incluyendo su cuello, no tenían más de cuarenta centímetros de ancho y sus caderas eran todavía más escuálidas. Pero poseía unas manos gigantescas, las manos de un estrangulador y unos pies que semejaban largas tablas de madera toscamente cepilladas. Su tez era marchita y profundamente arrugada y los pocos dientes que le quedaban parecían colmillos manchados por el tabaco. Tenía entre treinta y cincuenta años. La impresión que le causó a Joseph fue la de una criatura de estólida ferocidad.
Pero Bill era fuerte. Bastó una palabra de Healey para que levantara al delirante Haroun en sus brazos, sin la menor tensión muscular, y lo llevó fuera de la estación. Olía a basura y a ubre rancia de marrana. Su voz era suave y subordinada con Healey, nunca interrogante. Llevaba una sucia camisa azul oscuro, con las mangas arrolladas sobre tendones atezados y músculos alargados, un mono negruzco, y nada más. Iba con los pies desnudos. Un delgado chorrito de tabaco ensalivado fluía de una comisura de su boca. Había mirado a Joseph una sola vez y aquella mirada era tan opaca como la madera y demostraba el mismo interés. No mostró el menor asombro al ver a Haroun. Aparentemente lo que el señor Healey ordenaba era suficiente para él, por extraño o raro que fuera, y Joseph pensó que mataría si su patrón se lo ordenase. Cuando más tarde supo que Bill, en efecto, había asesinado, no se sorprendió.
Todo el mundo parecía conocer el magnífico faetón del señor Healey, con su toldo de flecos, pues había un vacío en torno al carruaje. Sin mirar hacia ningún lado, Bill transportó a Haroun hasta el vehículo que estaba tirado por dos bonitas yeguas grises de sedosas crines y colas. Depositó al muchacho tendido a un lado, lo abrigó con el abrigo de Joseph y, apeándose, aguardó a su patrón, mirándole con ojos perrunos y medio demenciales. El señor Healey era por sí solo toda una procesión, aceptando afablemente los saludos, alzando y ondeando su sombrero hacia las señoras, sonriendo, bromeando y fumando uno de sus interminables cigarros de alto precio. Joseph caminaba a su lado y no atraía más atención que si hubiera sido invisible. En presencia del vistoso señor Healey todos los demás seres humanos, y particularmente un haraposo joven, desaparecían.
Bill ayudó tiernamente al señor Healey a subir al carruaje y pareció sorprendido de ver subir a Joseph, como si hasta entonces no lo hubiese visto. Después subió al pescante, fustigó las yeguas con su látigo y las ruedas, calzadas de hierro, giraron con suave y progresiva velocidad.
Al ver que Haroun oscilaba en el largo asiento opuesto y estaba en peligro de rodar al suelo, Joseph sostuvo el cuerpo del muchacho entre sus botas. Haroun no cesaba su lamentación febril y Joseph le observaba con una expresión inescrutable.
—Vivirá, fuerte y saludable, y si no, poca es la pérdida —comentó Healey—. Mira a tu alrededor, irlandés, porque ahora estás en Titusville y, ¿no es aquí dónde quieres estar? Aportamos algo de vida a este pueblo rústico, pero no te imagines que nos están agradecidos.
Joseph pensó que Wheatfield era bastante árida y repulsiva, pero vio que lo que los «forasteros» habían hecho en lo que fuera antaño un pueblo encantador y atractivo, era casi una especie de profanación en nombre del progreso y el dinero. Una aparentemente nueva y amplia comunidad había crecido con rapidez en la vecindad de la estación y el frío sol norteño se reflejaba, sin los suavizantes efectos de los árboles y la hierba, en las aceras de tablas. El carruaje rodaba sobre rotas lachas de piedra y largos tablones polvorientos aparecían, al azar, sobre la desnuda tierra apisonada. Casas baratas, todavía sin pintar, con armazones de entablados o troncos, se amontonaban a modo de rebaño entre cantinas chabacanas y tiendas chillonas. Pequeños macizos de árboles habían sido derribados para crear parcelas de arcilla sin hierba, esperando ser ocupadas por nuevos y feos edificios, algunos de ellos en distintas etapas de construcción, sin considerar los espacios abiertos, el panorama invitador y, ni siquiera, la regularidad. Algunas ya estaban acabadas y Healey las señaló, diciendo:
—Nuestros nuevos teatros «de ópera». Animados cada noche hasta la mañana. Son los sitios más animados de la ciudad, si exceptuamos los burdeles, que realizan buenos negocios todo el tiempo. Tampoco están vacías las cantinas. Hasta los domingos —y rió con sorna—. No cabe duda que hicimos a este pueblo merecedor de que llegase el tren.
Los «forasteros» que habían venido a explotar y no a crear hogares, templos y patios floridos disponían únicamente de callejones, tierra desnuda y barriles rotos en los que debió haber jardines. Enjambres de chiquillos sucios jugaban por las aceras y callejones.
—Aquí hay trabajo para todo el mundo, hasta para los del pueblo —dijo Healey con orgullo—. Tendrías que haber visto esto cuando vine por primera vez. Era como un cementerio; sin vida. Nada.
Joseph miró hacia las verdes colinas, escarpadas o con declives que circundaban el pueblo, y pensó en las hermosas colinas de Irlanda que no eran ni más verdes ni más incitantes. ¿También serían destruidas, dejadas desnudas y desprovistas de toda aquella dulce serenidad? Joseph pensó en lo que podían hacer los hombres codiciosos con toda la tierra y el esplendor del mundo, y en las inocentes criaturas que lo habitaban sin causar daño y disfrutaban de un modo sencillo de vivir, distinto al de los hombres. El hombre, meditó Joseph, destruye todo, deja tras él una tierra devastada y se congratula alegando que la ha mejorado cuando la ha violado y dejado llena de cicatrices. En su mano yace el hacha de muerte y desolación. El espíritu yermo del hombre hizo un desierto superando al de su origen, un desierto sin frutos y maligno, repleto de piedra quemante y buitres. Joseph no estaba acostumbrado a deplorar la perversidad de sus semejantes porque estaba habituado y endurecido, pero sintió una sorda ira contra lo que ahora veía y lo que sospechaba que ya se había llevado a cabo en otras comunidades. Bosques, colinas, montañas, ríos y verdes arroyos estaban indefensos frente a la rapacidad. ¿Sería posible que la mayoría de los hombres fueran tan ciegos como para no vislumbrar lo que estaban haciendo con el único hogar que podían tener y la única paz que tenían a su alcance?
Le preguntó a Healey:
—¿Vive usted aquí, señor?
—¿Yo? ¡Diablos, no! Tengo una casa aquí, donde me alojo cuando permanezco en el pueblo, comprada barata a cierto altanero gandul que no trabajó un solo día en su vida y fue a la quiebra. Es difícil de creer que haya sucedido en este territorio donde hay tanta madera, minas de sal y buena tierra, pero se las compuso para arruinarse. Un insensato. Esto ocurrió antes de que apareciese el aceite. Yo vivo en Filadelfia y a veces en Pittsburgh, donde también tengo muchos negocios.
Joseph advirtió que Healey le contaba tan poco sobre sus asuntos como él mismo, Joseph, lo hacía, y esto le produjo una íntima y acre diversión.
—Ahora estamos en la plaza, como la llaman, donde están el Ayuntamiento, las mejores tiendas y los despachos de abogados y doctores —dijo Healey al entrar el faetón en la plaza.
Era evidente que antes aquel recuadro abierto fue tan atractivo y agradable como cualquier otro lugar de la vecindad, ya que todavía se erguían grupos de árboles que arrojaban frescas sombras con sus hojas brillantes bajo el sol, y había alamedas de gravilla serpenteando entre tierra estéril que antiguamente fue verde y tierna. Había una fuente rota en el centro, un zócalo de piedra con palabras cinceladas y nada más, excepto arcilla y cizaña. La plaza estaba rodeada por edificios que todavía conservaban indicios de la gracia ambiental que poseían antes de la llegada de los «forasteros».
La plaza rebosaba de tráfico: altas bicicletas, tílburis, faetones, carretelas, simones, birlochos y hasta algunas berlinas tiradas por briosos caballos con arreos de plata. La gente se desplazaba rápidamente por las aceras. El viento era recio, haciendo revolotear los chales y las faldas de las mujeres, y los hombres se sostenían los sombreros. La atmósfera retumbaba de voces, del traqueteo de las ruedas calzadas de hierro y olía fuertemente a estiércol. Las puertas se abrían y se cerraban con violencia. Todo era mucho más ruidoso que en el monótono y sosegado ambiente de Winfield, donde el vicio y la avaricia alentaban sigilosamente. Joseph sospechó que allí vivían ruidosamente y con gusto, y se preguntó si esto no era una mejoría. Por lo menos había algo crudamente ingenuo en el envilecimiento sin tapujos. El aire de festival y anticipación era casi palpable allí, y todos los semblantes reflejaban una codicia latente y una vivaz actividad, hasta los de las muchachas. Todos parecían a punto de brincar, como dispuestos a lanzarse en una ligera y alegre carrera, llena de excitación y prisa.
El faetón se dirigía hacia el extremo opuesto de la plaza y súbitamente Joseph, medio incrédulo, captó el aroma de hierba, de arbustos, de rosales y madreselvas. El faetón giró, bajando por una calle, y de pronto todo cambió. Aparecieron lindas casitas, céspedes y jardines, altos olmos y robles, y era como salir del patio de una cárcel y, por contraste, entrar en un edén florido y lozano. La calle adoquinada comenzó a ensancharse, como sonriente al ir revelando sus tesoros, y las casas fueron siendo más grandes y altas, los céspedes más anchos, los árboles más altos y más profusos y los jardines exuberantes.
—¿Bonito, verdad? —dijo Healey, que parecía darse cuenta de todo—. Viejas familias. Dueñas de enormes tierras de laboreo, buenas parcelas madereras y campos donde estamos perforando. Estaban aquí antes de la Revolución y a veces pienso que ninguno murió, sino que, simplemente, siguen viviendo como momias o algo parecido. Si no, ¿qué es esa cosa que se vuelve piedra?
—Madera petrificada —aclaró Joseph.
—Eres verdaderamente listo, ¿eh? —dijo Healey con leve rencor amistoso—. Aunque nunca se lo reprocho a un hombre. ¿Qué otra cosa sabes además de todo eso, Joe?
—He leído mucho durante toda mi vida —dijo Joseph—. Y escribo con excelente caligrafía.
—¿Ah, sí? Necesito un hombre honrado para llevar mi contabilidad. Tal vez podrías servir.
—No. No voy a ser un escribano en un oscuro despacho. Voy a conducir uno de los carros hacia los campos de petróleo. Oí decir que los salarios son muy buenos.
—¿Quieres hacer estallar esos sesos que tienes y volar hacia el reino venidero?
—Prefiero eso a vivir del modo en que he estado viviendo, señor Healey. Necesito mucho dinero. Quiero hacer fortuna. La vida mísera no se hizo para mí. Por esto es por lo que vine a Titusville. Como ya le dije antes, haré lo que sea… por dinero.
Healey le miró de soslayo.
—Éste es el sistema, ¿eh?
—Sí —dijo Joseph.
—Admito que puedo emplearte —dijo Healey—. Pensaré en ello. Pero no desprecies los libros de contabilidad. Se puede aprender mucho.
Pensó unos instantes y luego dijo con firmeza:
—Las leyes para ti, buen mozo. Ésta es la meta.
—¿Leyes? —dijo Joseph, con los ojillos azules dilatados de incredulidad.
—¿Y por qué no? El saqueo legal, de esto se trata. No te ensucias las manos y el oro se pega en ellas. El oro de los demás —su cuerpo se sacudió a causa de su honda risa—. No es necesario ser abogado para entrar en política, pero ayuda. No me mires como si me hubiese vuelto loco, mozo. Sé lo que digo. Te pondremos a estudiar leyes con algún talentoso ladrón de toga y habrás hecho fortuna —y, golpeándose los gruesos muslos jubilosamente, remachó—: Necesito un abogado privado, no hay duda. Naturalmente, esto no va a lograrse mañana mismo. En el intervalo podemos hacer algo productivo, mientras trabajas para mí.
—¿En qué?
—En mis negocios —dijo Healey—. Cobrando, dirigiendo y cosas semejantes. Hasta hace un mes tenía un encargado y me robó a fondo. Hice que le condenasen a veinte años y casi estuvo a punto de que lo ahorcasen —miró a Joseph con intención—: En lugares como éste no son blandos con los ladrones… excepto los legales. ¿Robaste alguna vez, Joe?
Joseph, pensó inmediatamente en Squibbs. Dijo:
—Tomé prestado algún dinero… una vez. Al seis por ciento de interés.
—¿Todo resuelto ya? —Healey guiñó amigablemente.
Pero Joseph siguió impasible y replicó:
—No. Y ésta es la razón por la cual tengo que ganar mucho dinero, y pronto.
—¿Por qué tuviste que coger dinero prestado?
Joseph le contempló pensativo y dijo por fin:
—Señor Healey, esto es asunto mío. Yo no le he preguntado a usted sobre sus asuntos.
—Tienes la lengua impertinente, ¿no? Bueno, me agrada un hombre con espíritu. Supe que tenías agallas desde el minuto mismo en que te vi. Odio a los llorones. ¿Dirías tú que eres un hombre honrado, Joe?
Exhibió Joseph su fría sonrisa irónica:
—Si sirve a mis intereses y beneficios, sí.
—¡Sabía que eras un abogado nato! —rió Healey—. Bueno, ya hemos llegado.
Era una casa imponente de tres plantas. Digna de un «baronet» inglés, juzgó Joseph a primera vista. De ladrillo rosa y piedra blanca, con ventanas de saliente frontón y blancas persianas, y una amplia puerta cochera de ladrillo y níveas columnas. No poseía la lisa grandeza de la casa de Tom Hennessey en las tibias Green Hills, pero tenía una solidez compacta, y cortinas de encaje y terciopelo colgaban contra cristales pulimentados y las puertas eran altas, dobles y blancas. Se erguía como un muro, un centinela, en cierto modo impresionante, más allá de un prado ondulado, y un camino de gravilla en espirales daba acceso junto a una hilera de tiesos álamos verdes. Ningún parterre de flores tamizaba la cruda luz en el césped. Joseph pudo vislumbrar un invernadero de cristal y una cantidad de otras construcciones exteriores, incluyendo un establo. La casa revelaba antigüedad, solidez y dinero.
—Preciosa, ¿no es así? —dijo Healey mientras el faetón rodaba hacia la puerta cochera—. Me siento bien cuando estoy aquí. La compré por una bicoca.
El faetón se detuvo bajo el techo de la puerta cochera, la puerta se abrió y, en el umbral, apareció una joven de belleza poco común. Joseph abrió la boca sorprendido. ¿La hija del señor Healey? No representaba más de veinte años, si es que los había cumplido y tenía una figura encantadora que su lujoso vestido rojo oscuro drapeado sobre los enormes aros del miriñaque no lograba ocultar por completo. Densas cascadas de encajes rodeaban su garganta y sus muñecas, notables ambas por su blancura y delicadeza, y llevaba joyas. Su alegre semblante resplandecía y sus mejillas tenían el color de los albaricoques, al igual que sus bonitos labios partidos, que sonreían y moderaban sus cuadrados dientes blancos. Su nariz era impertinente, sus ojos extraordinariamente anchos y luminosamente castaños, con largas pestañas oscuras. Lustrosos bucles castaños cascadeaban hasta sus hombros. Tenía un aspecto de intensa vitalidad y satisfacción, se erguía en el medio de una escalinata blanca de cuatro peldaños, tendiendo los brazos con alegría y contemplando a Healey con radiante júbilo. Healey descendió del faetón, inclinó la cabeza y, alzando su sombrero, exclamó:
—¡Señorita Emmy! ¡Dios te bendiga, mi niña!
Joseph no se había imaginado semejante casa ni semejante muchacha, y permanecía mudo junto a Healey, consciente como nunca hasta entonces de su aspecto desaseado, las sucias botas, la camisa manchada, manteniendo bajo el brazo su caja de cartón. La muchacha le miró con franca sorpresa, observó la espesa masa de cabello rojo, revuelto y sin peinar, el rostro pálido y pecoso y su aspecto general de indigencia. Luego bajó corriendo el resto de los peldaños y se tiró, riendo y gorjeando, en los brazos de Healey. Él la besó y abrazó con entusiasmo, para propinarle después una palmada placentera en el trasero.
—Señorita Emmy —dijo—, éste es Joe. Mi nuevo amigo, Joe, que va a compartir su suerte conmigo. Mírale ahora, boqueando como un pollo con paperas. Nunca vio un panorama tan bonito como tú, señorita Emmy, y su boca se hace agua.
—¡Bah! —exclamó Emmy con voz melodiosa, semejante a la de una niña rebosante de felicidad—. ¡Le juro, señor, que me hace sonrojar!
Dobló un poco las rodillas en leve reverencia, llena de gazmoñería, en dirección a Joseph, y él inclinó la cabeza bruscamente, lleno de asombro.
—Joe —dijo Healey—, ésta la señorita Emmy. Señorita Emmy, amor mío, no conozco exactamente su nombre, pero él dice llamarse Joe Francis, y posee una boca muy cerrada con la que nos tendremos que conformar.
El sol destellaba en los bucles de Emmy que ahora contemplaba a Joseph con más interés, viendo, como ya lo había hecho Healey, su juvenil virilidad latente y la capacidad para la violencia que reflejaban sus ojos y su gran boca de labios finos.
—Señor Francis… —murmuró ella.
Apareció Bill llevando a Haroun, que seguía inconsciente, en sus brazos. Emmy estaba atónita. Miró a Healey en busca de aclaración.
—Simplemente un joven viajero sin un centavo; estaba en el tren —explicó Healey—. Amigo de Joe. ¿Crees que tenemos una cama para él y una para Joe?
—Naturalmente, señor Healey, ésta es su casa y hay habitaciones para todos… para todos sus amigos —dijo la muchacha. Pero sus claras cejas se arqueaban, desconcertadas—. Se lo diré a la señora Murray.
Dio media vuelta, miriñaque, bucles y encajes oscilando, corrió escaleras arriba y luego entró en la casa, tan felinamente como una gatita. Healey la contempló, cariñosamente complacido, y subió los peldaños haciendo un ademán para que le siguieran Joseph y Bill.
—Compre a la señorita Emmy en un burdel, cuando tenía quince años, hace tres —dijo Healey por encima del hombro, sin el menor embarazo—. Procedía de Covington. Kentucky, y me costó trescientos dólares. Pero el precio resulta barato para una pieza como ésta, ¿no te parece, Joe?
Joseph conocía algunas cosas sobre la trata de blancas; había escuchado los comentarios de los hombres en el aserradero de Winfield y sabía de la existencia de casas discretas que albergaban infortunadas jóvenes. Se detuvo en los peldaños.
—¿La compró, señor Healey? Yo creía que solamente se podían comprar negros.
Healey había llegado a la puerta. Miró con impaciencia a Joseph:
—Esto es lo que dijo la «madam» que ella valía, pero además yo soy dueño del burdel y la señorita Emmy sacaba un montón de dinero. Era joven y la «madam» la había aseado, vestido, le enseñó los modales de una dama y, por consiguiente, valía lo que pagué. No es que sea de mi propiedad como quieres decir, mozo, como un negro, pero soy su dueño, ¡por Dios que lo soy! ¡Y Dios ayude al hombre que ahora la mire y se relama!
Joseph no había leído muchos libros piadosos recomendados por la Iglesia y, sólo cuando careció de otros libros, adquirió la convicción de que las «mujeres de mala vida» no poseían atractivos, estaban torturadas por los remordimientos y la desesperación y mostraban los estigmas del mal y la degradación en sus facciones depravadas. Pero la señorita Emmy era tan lozana y fresca como las azules flores silvestres de las cumbres, tan clara y alegre como la primavera y, si sentía «remordimientos» o deploraba su condición, era indudable que esto no se hizo evidente en el breve encuentro de pocos momentos antes. La felicidad y la exuberancia chispeaban visiblemente en ella y había dejado una estela de embrujador y caro aroma a su paso. Joseph se sintió como un desgarbado patán ignorante cuando entró en el largo y estrecho vestíbulo, tras las blancas puertas. Miró a su alrededor con creciente malestar y confusión.
El vestíbulo resultaba umbroso tras el resplandor del sol exterior, pero después de unos instantes Joseph pudo ver que las altas paredes estaban cubiertas con rojo damasco de seda, adorno del que había leído en novelas románticas, y estaban profusamente cubiertas de paisajes, marinas y temas clásicos, muy decorativos, en pesados marcos dorados. En las paredes también se alineaban hermosos divanes y sillones de terciopelo azul, verde y rojo; el suelo, bajo los pies de Joseph, era blando y vio la alfombra persa de muchos matices distintos y de diseños tortuosos. Al final del vestíbulo una imponente escalinata de caoba ascendía y giraba en dirección al segundo y tercer piso. Joseph olía a cera de abejas, a canela y clavo, y a otra cosa que todavía no podía definir pero que más tarde supo que era el gas de los pozos de petróleo de Titusville. Tras él esperaba, con su peculiar silencio siniestro y paciente, Bill Strickland, con Haroun en brazos.
Una puerta restalló, abriéndose en una de las paredes. Joseph oyó la voz tentadora y risueña de Emmy y otra áspera, estridente, protestando, y quedó desconcertado cuando a la persona a la que pertenecía la voz, ya que había pensado que procedía de un hombre. Pero una mujer de mediana edad entraba en el vestíbulo con paso bamboleante, resonando como hierro, y las tablas antiguas crujieron. La primera impresión que de ella tuvo Joseph fue que se trataba de un «troll», el genio malo irlandés, baja, ancha y musculosa, con el torso como dos grandes balones superpuestos uno encima de otro, las ondeantes faldas de negro tafetán aumentadas por muchas enaguas y los dos balones separados por un delantal blanco. Poseía un tercer balón: su cabeza extra-grande encajada bruscamente en los corpulentos hombros que estiraban la seda negra. Unos volantes blancos asomaban bajo el rodillo de carne que era su mentón y botones de azabache guiñaban sobre su busto realmente enorme.
Joseph quedó inmediatamente impresionado por el rostro. Notó que nunca había visto un semblante más feo, más belicoso y de aspecto más repelente, ya que la descuidada carne era del color y la contextura de un lenguado muerto, la nariz bulbosa, los diminutos ojos claros y perversos, la boca gruesa y maligna. Su cabello era gris acerado y se parecía a una soga deshilada, asomando sólo parcialmente por debajo de una cofia de fino tejido blanco. Sus manos de campesina eran tan anchas como largas e hinchadas.
—Señora Murray, de nuevo estoy en mi hogar —dijo Healey con su voz más cordial, y alzó su sombrero en un gesto burlón y afectado.
Se detuvo ella frente a él y, cerrando las manos, las plantó en sus dilatadas caderas.
—¡Eso veo, señor, eso veo, y bienvenido, supongo! —dijo ella con aquella repulsiva voz que Joseph había oído antes—. ¿Y qué hay con estos inesperados visitantes, señor?
Era como si Joseph y Haroun fueran invisibles, pero Joseph había captado el brillo malévolo de sus ojos en el mismo instante en que apareció en el vestíbulo.
—Bueno, señora Murray, éstos son mis amigos, Joe Francis aquí presente, que se ha unido a mí, y el pequeño Harry Zeff que puede ver en brazos de Bill. Está enfermo, necesita cuidado, y por lo tanto Bill irá a buscar al doctor apenas el mocito esté en la cama.
Healey hablaba cordialmente como siempre, pero ahora su rostro se había convertido en piedra rosa y la mirada airada de la mujer se esfumó, al añadir Healey:
—Usted hará las cosas lo mejor que pueda, como mi ama de llaves, señora Murray, y sin preguntar nada.
No se atrevió a exhibir más resentimiento hacia su patrón, pero mostró incredulidad a la vista de Joseph y Haroun, y dejó que su boca permaneciera abierta como mueca de desagrado. El semblante de Emmy, vibrante de alegre picardía, se asomó ahora por encima del hombro de la mujer, y el regocijo bailaba en los ojos de la muchacha.
—¿Éstos, señor, son sus amigos? —dijo la señora Murray, señalándoles con rigidez.
—Esto es lo que son, señora, y es preferible que se apresure antes de que el pequeño Harry se muera encima nuestro —dijo Healey, dejando su sombrero y bastón en un sofá—. Llame a una de las chicas.
—¿Y su equipaje, señor, y sus portamantas? ¿O quizá sus baúles de viaje están en camino desde la estación?
—Eso mismo —dijo Healey y casi toda cordialidad cesó en su voz—. Señora Murray, atiéndame. Joe Francis y Bill, con el pequeño Harry, van a seguirla escaleras arriba y la señorita Emmy puede llamar a una de las chicas. Estamos todos muy fatigados del largo viaje y necesitamos aseo y refrescos.
La mujer giró como un monolito gris y negro, susurrando todas sus faldas y enaguas, y emprendió la marcha hacia la escalinata, seguida por su amo y la triste procesión encabezada por Joseph. Caminaba pesadamente sobre sus tacones y sus modales hacían pensar que estaba dirigiéndose hacia el cadalso con valerosa decisión. Healey rió, y todos subieron los peldaños acolchados con alfombrillas persas. La lisa caoba resbalaba bajo la mano de Joseph, en la penumbra de la caja de la escalera. Ahora estaba empezando a sentir de nuevo su familiar y áspera diversión, y hostilidad hacia la señora Murray.
El vestíbulo superior estaba también en penumbra, iluminado solamente por una claraboya de cristal coloreado encajada en el techo del tercer piso. El corredor era más estrecho que el de abajo, y la luz policroma de la claraboya salpicaba los pasamanos y las paredes cubiertas con damasco de seda azul. Una hilera de puertas de caoba se alineaba en las paredes, con las manijas de bronce reluciendo tenuemente en la difusa luz. De pronto una criadita muy delgada y asustada rebotó literalmente en el vestíbulo, procedente de la escalera de servicio. Vestida de negro, con delantal y cofia blanca, todo ojos y boca húmeda, casi rastrera en su servil encogimiento. Apenas tendría más de trece años y no había una sola curva en su cuerpo plano.
—¡Liza! —vociferó la señora Murray, viendo un objeto en el cual descargar su rabia—. ¿Dónde estabas? ¡Necesitas otra tanda de correazos, hasta el penúltimo jadeo de tu inútil vida! Tenemos compañía, ¿has oído? Abre aquellos dos cuartos del fondo, el azul y el verde, ¡y rápido, muchacha!
—Sí, señora —musitó la chiquilla; corrió hacia una puerta, la abrió, y luego hacia otra. Joseph pensó; a esto es a lo que llegará Regina si yo no hago dinero para ella, ¡muy pronto! Liza permaneció a un lado, agachada y baja la cabeza, pero su humilde actitud no la salvó de recibir un resonante bofetón en la mejilla, asestado por la señora Murray. La muchacha gimoteó pero no alzó los ojos. Joseph vio marcas de viruela en sus flacas y pálidas mejillas y notó que su rostro era ingenuo y temeroso. Dentro de unos ocho años, pensó Joseph, que había visto numerosos chiquillos maltratados en Norteamérica, Regina tendrá la edad de ella y sólo yo estoy entre mi hermana y esto.
—Bueno, aquí estamos en buen puerto, Joe, buen mozo —dijo Healey, ondeando la mano majestuosamente hacia una puerta abierta—. Te podrás dar un buen aseo y después almorzaremos como cristianos decentes. Bill, aquí presente, colocará al pequeño Harry en cama y saldrá en busca del doctor.
Joseph hurgó en su bolsillo prendido con alfileres y extrajo su atesorada moneda de oro de veinte dólares. La tendió a Healey y hasta la maligna atención de la señora Murray quedó asombrada.
—¿Y qué es esto? —preguntó Healey sorprendido.
—Por nuestros gastos, señor Healey —dijo Joseph—. Ya le dije que no acepto caridad.
Healey alzó una mano como señal de protesta. Entonces vio la expresión de Joseph. La señora Murray se había tragado la vengativa expresión y miraba con vacuidad al joven, mientras detrás de él. Bill aguardaba con aquella siniestra paciencia suya y parecía no ver nada.
—De acuerdo —dijo Healey y, cogiendo la reluciente moneda dorada, la hizo saltar en su mano—. Me agrada un hombre con orgullo y no tengo nada en contra —miró más atentamente a Joseph e inquirió con curiosidad—: ¿Parte del dinero que… tomaste prestado?
—No —dijo Joseph—. Lo gané.
—Vaya —silabeó Healey y se guardó la moneda en el bolsillo.
La señora Murray miró a Joseph con ojos furtivos y perversos y dio una cabezada como afirmando algún comentario envidioso que se había hecho silenciosamente a sí misma. Liza contemplaba boquiabierta a Joseph, como a una aparición, porque ahora veía su harapiento aspecto y la mata de cabello fulgiendo como una llamarada bajo la claraboya.
Alejándose, Healey dijo:
—Dentro media hora, Joe, dentro media hora.
La señora Murray siguió a Healey hasta la puerta de su cuarto, permaneciendo en el umbral.
—Este pelirrojo es un ladrón, señor —dijo ella—. Está claro como el día.
Healey comenzó a aflojarse la corbata. Se contempló en un largo espejo de la sedosa pared y dijo:
—Posiblemente, señora, es muy probable. Y ahora, por favor, cierre la puerta detrás suyo. A menos que le guste verme desnudo, como le ocurre a la señorita Emmy.
La miró blandamente y la mujer se bamboleó, dio media vuelta y desapareció.