IX

El tren de enlace para Titusville no había llegado todavía cuando el tren de Joseph alcanzó la pequeña ciudad de Wheatfield. Con algunos otros pasajeros se apeó del vagón, bajó más su gorra y trató de aparecer lo menos llamativo posible al entrar en la pequeña y calurosa sala de la estación, que estaba bien iluminada y tenía pobladas hasta sus paredes. Joseph nunca había visto tal asombrosa reunión de individuos como la que ahora veía, atónito. Había hombres con sedosos sombreros de copa alta, lujosas levitas y floreados chalecos, corbatas con espléndidos alfileres y excelentes pantalones de buen paño, hombros gordos de rojas caras sudorosas, copiosa melena y patillas, con barbas y bigotes exquisitamente recortados, llevando bastones de Malaca con empuñaduras de oro o plata, hombres de gordos dedos cargados de anillos destellantes, cadenas de reloj embellecidas con amuletos enjoyados y conversando entre ellos con risotadas joviales y roncas voces bromistas mientras sus ávidos ojos estudiaban a los desconocidos. Todos fumaban tabaco y olían a ronquina o perfumes aún más especiados, y sus botas relucían como espejos. Muchas de aquellas caras estaban marcadas por la viruela pero igual mostraban excitación, confianza y dinero. Por entre ellos remolineaban trabajadores con gorras de paño, chaquetones remendados y camisas azules con manchas de sudor, grasa y tierra, y hombres en mangas de camisa, activísimos y con voces que se imponían solicitando y ordenando, hombres que movían constantemente sus recias piernas. También estaban los silenciosos y mortíferos individuos con vestimenta de color apagado pero de buen paño, que se alineaban a lo largo de las paredes, acechando fijamente a todos los que llegaban, brillando sus anillos, elegantes sus corbatas, pantalones y chalecos, rizadas y acanaladas sus camisas. Aquéllos eran los cazadores y los jugadores.

Los carteles que recubrían las paredes manchadas de suciedad de la pequeña estación invitaban a alistarse, y, en una esquina, se hallaba un joven teniente con su quepis elegantemente ladeado sobre la frente, una mesita y dos soldados que solicitaban a los hombres más jóvenes que se unieran «al servicio patriótico de su elección». Varios jóvenes bromeaban con ellos groseramente; el joven teniente sudaba en el rancio ambiente caluroso pero conservaba la seriedad y la compostura aunque sus ayudantes sonreían y escupían. Los ojos del oficial brillaban con el fervor del soldado legítimo y era evidente que se trataba de un graduado de West Point y no un simple enrolado. En su hombrera leíase «Ejército de los Estados Unidos». Estaba orgulloso de lucirla.

Todas las estrechas banquetas estaban ocupadas aunque algunos, como azuzados por la impaciencia, se levantaban para unirse al remolino de la masa y sus asientos eran inmediatamente confiscados. El clamor era abrumador con los constantes crescendos de voces masculinas arguyendo, insinuando, jactándose, prometiendo entre carraspeos. Las escupideras eran ignoradas. El suelo estaba casi recubierto por un lodo pardo-negruzco. La pestilencia y el calor oprimían a Joseph y se mantenía cerca de la puerta pese a los empujones que recibía. Salían hombres corriendo a la plataforma exterior con papeles en las manos, o sacos de viaje, maldiciendo el retardado tren para Titusville, y volvían a correr al interior, los ojos saltones en la búsqueda de amigos que acababan de abandonar. Otro olor se elevaba por encima del olor de ronquina, tabaco de masticar, humo y sudor; el olor de la codicia y la lujuria del dinero, y era persistente. Las lámparas, en lo alto, apestaban llameando con fuerza; una ráfaga de aire llevó al interior carbonilla, polvo ardiente y brozas. En alguna parte un telégrafo parloteaba como una mujer loca. Unos hombres empujaban a un lado a otros y eran maldecidos o palmoteados en la espalda. Un olor a whisky áspero ascendía al llevar botellas hacia las bocas. La sala de la estación era como una enorme casa de simios, rebosando calor, movimiento, inquietud, clamores vehementes, gritos apasionados, grandes risotadas y bienhumoradas imprecaciones. El viejo jefe de estación se encorvaba tras su mesa como un domador, su boca se movía silenciosamente y centelleaban sus lentes mientras intentaba aplacar a los constantes asediadores que exigían explicaciones por la demora. Encogía los hombros, meneaba la cabeza, alzaba las manos y miraba en torno, desvalido. Algunos hombres caían al tropezar con equipajes en el suelo, imprecaban, reían o apartaban a patadas las maletas y portamantas. El joven teniente del ejército, momentáneamente desanimado, escrutaba el vertiginoso movimiento con simpático pasmo porque resultaba visible que era un caballero entre hombres que, indudablemente, no tenían nada de caballeros. Su madre le había enseñado a tener buena voluntad, lo mismo que sus instructores, y pugnaba por mantenerla, conservando una reservada pero amistosa semisonrisa fija en su rostro de muchacho bigotudo. Pero su expresión empezaba a ser la de un embrujado. La bandera a su derecha, colgaba fláccidamente en el sofocante y nocivo ambiente. Las dos ventanas de la sala estaban abiertas pero no entraba ninguna brisa fresca.

Después de algunos momentos Joseph ya no pudo soportar más y salió a la plataforma de tablas para mirar las vías, plateadas por la luz lunar. Aquí, por lo menos, imperaba el olor más limpio del acero, la carbonilla, el polvo, las maderas y las piedras recalentadas. Las luces de Wheatfield titilaban diminutas en la distancia. La luna cabalgaba en un cielo negro, aparentemente sin estrellas. De vez en cuando la plataforma vibraba, al brotar de la sala racimos de hombres que también miraban las vías hablándose unos a otros con voces altas y excitadas, bromeando, fanfarroneando, y luego embestían de nuevo hacia el interior de la sala, como si algo de inconmensurable importancia se dilucidase allí dentro.

Por último Joseph se dio cuenta de que alguien había estado silenciosamente a su lado durante varios minutos y no se apartaba. Ignoró aquella presencia, continuando en su fija contemplación de los rieles. Estaba muy cansado tras aquella larga jornada, sabía que iba a soportar un penoso viaje hasta Titusville, y empezaba a temer que si no estaba vigilante no habría sitio para él en el tren. Estaba sediento. Había visto un cubo de agua en un banco y un jarrillo encadenado a la banqueta, pero se estremeció al pensar en beber de allí. La luz se desparramaba, a través de la cercana ventana, sobre la plataforma. Joseph se mantenía exactamente al borde del andén.

—¿Tiene un fósforo, señor? —preguntó la presencia con voz muy juvenil.

Sin volverse, Joseph replicó con el habitual laconismo seco que usaba al ser abordado por desconocidos:

—No.

Un leve temor se infiltró en él. ¿Había sido seguido pese a todas sus precauciones? Fue esta idea y no la mera curiosidad la que le hizo mover cautelosamente la cabeza y mirar de soslayo. Pero lo que vio le tranquilizó. La presencia era menor que él, infinitamente más desastrado que él, casi andrajoso. Era un muchacho de unos quince años, un muchacho sin gorra ni sombrero ni chaqueta, muy delgado. Tenía apariencia de hambriento pero no de degradación ni tampoco había hablado con el gimiente descaro que afectaba a los muy pobres.

Su aspecto y sus maneras eran asombrosamente vivaces, casi alegres y despreocupados, como si fuera perpetuamente feliz, interesado y animoso. Joseph, acostumbrado al blando anonimato del aspecto anglosajón de Winfield, se sorprendió ante el rostro de gnomo que apenas le llegaba al hombro, un rostro moreno de grandes ojos negros que brillaban a través de largas pestañas espesas, casi femeninas y lustrosas, la melena de negros rizos y la prominente nariz aquilina. El cabello indisciplinado y, evidentemente, sin peinar, se desflecaba sobre la estrecha frente morena, sobre las orejas, se alborotaba sobre el flaco pescuezo y se desgreñaba en mechones contra las planas y enjutas mejillas. Una barbilla puntiaguda con un hoyuelo, y una sonriente boca roja, añadían traviesa alegría al rostro impertinente y, entre los húmedos labios, brillaban los blancos dientes.

—Ni siquiera tengo tabaco o una colilla —dijo el muchacho, con real regocijo—. Sólo deseaba charlar.

Su voz era ligera, casi tan aguda como la de una muchacha, tenue y exóticamente acentuada. Se reía de sí mismo. Pero cuando vio la truculenta expresión de Joseph y sus fríos, recelosos e irónicos ojos, cesó de reír aunque continuó sonriendo esperanzado.

—Sólo deseaba charlar —repitió.

—Yo, simplemente, no quiero charlar —dijo Joseph y volvió a contemplar los raíles.

Hubo un breve silencio. Luego, el muchacho dijo:

—Me llamo Haroun. ¿También vas a Titusville?

La boca de Joseph se crispó. Pensaba mentir. Pero aquel extraño muchacho podía estar en el mismo vagón y entonces parecería un majadero, un fugitivo sospechoso o un delincuente que huía. En consecuencia, asintió.

—Yo también —dijo Haroun. Joseph volvió a mirar rápidamente aquel notable semblante juvenil. El muchacho sintióse animado. Dedicó a Joseph una amplia sonrisa al añadir—: En Titusville se pueden hacer montones de dinero. Si esto es lo que uno tiene en mente, y como yo no tengo otra cosa para colocar en mi mente, ¡voy a hacer dinero!

Rió gozosamente y Joseph, ante su propio asombro, sintió que su rostro esbozaba una sonrisa.

—Lo mismo puedo decir —y apenas dicho, se asombró de nuevo por su actitud.

—Todo cuanto poseo en este mundo son setenta y cinco centavos —dijo Haroun—. Todo cuanto ganaba eran dos dólares por semana en la forja de un herrero, una cama en el granero y un poco de pan y tocino por la mañana. De todos modos, no estuvo demasiado mal. Aprendí cómo herrar caballos y es un buen negocio, sí señor, y con este oficio siempre se puede ir viviendo. Hubiera podido ahorrar dinero de los dos dólares pero tenía que cuidar de mi vieja abuelita que estaba enferma, necesitaba medicinas y después se murió. Dios le conceda descanso a su alma —resumió Haroun sin melancolía en el tono, sólo con afecto—. Ella cuidó de mí cuando murieron los míos, aquí en Wheatfield, cuando yo era un mocoso, lavando ropa para la gente rica cuando podía conseguir trabajo. De todos modos, se murió, y está enterrada en la hoya común, pero yo pienso del modo siguiente, ¿qué importa dónde lo entierran a uno? ¿Estás muerto, no? Y tu alma se ha ido a algún sitio, pero no creo en ningún paraíso de los que me hablaba mi abuelita. Después de todo, tras comprar hoy mi billete, sigo teniendo setenta y cinco centavos hasta que encuentre trabajo en Titusville o quizás en Corland.

Aquel recital fue tan falto de artificio y sin embargo tan explícito y lleno de confianza y seguridad íntima que Joseph sintióse intrigado a regañadientes. Allí estaba uno que amaba por entero la vida, que creía en ella y la encontraba valiosa y hasta Joseph, pese a su juventud, podía reconocer un alma que no sólo era indómita sino despreocupada.

Haroun toleró sin resentimiento ni molestia ser inspeccionado detalladamente por los hundidos ojos de Joseph que eran como metálicas piedras azules entre las rojizas pestañas. Hasta parecía divertido.

—¿Hasta dónde crees que puedes llegar con tu calderilla? —insinuó Joseph.

Haroun escuchó atentamente las tonalidades, y exclamó:

—¡Ey! Tú también eres un extranjero, lo mismo que yo, ¿verdad que sí? —tendió francamente la pequeña mano morena y Joseph se encontró estrechándola. Era como madera cálida entre sus dedos—. ¿De dónde eres?

Joseph titubeó. Sus asociados de trabajo, en Winfield, le habían conocido como escocés. Le convenía olvidarlo, y dijo:

—De Irlanda. Hace ya mucho tiempo. ¿Y tú?

Con elocuente encogimiento de hombros, replicó el muchacho:

—No sé dónde está, pero oí decir que era el Líbano. Un sitio raro, cerca de Egipto o tal vez fuera de China. Uno de esos sitios. ¿Qué importa dónde uno ha nacido?

El orgulloso Joseph le miró fríamente y después decidió que alguien tan ignorante no merecía una reprimenda sino sólo indiferencia. Estaba dispuesto a dar media vuelta y dirigirse a la sala para escapar de aquel muchacho, cuando Haroun dijo:

—Ey, comparto contigo mis monedas, si quieres.

Joseph se quedó nuevamente pasmado. Miró por encima del hombro, deteniéndose, y preguntó:

—¿Por qué ibas a hacerlo? Ni siquiera me conoces.

Haroun exhibió una blanca mueca y sus grandes ojos negros rieron.

—Sería cristiano, ¿no te parece? —y su voz rebosaba malicia.

—No soy un cristiano. ¿Y tú?

—Griego ortodoxo. Esto es lo que era mi gente del Líbano. Allí es donde me bautizaron. Haroun Zieff. Yo tenía un año cuando vinieron aquí, a Wheatfield. Mi padre era tejedor, pero él y mi mamá se pusieron enfermos y murieron, y solamente quedamos yo y la abuelita.

Medio volviéndose, Joseph le estudió de nuevo, y preguntó:

—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Le cuentas a cada desconocido tu historia completa? Es peligroso. Eso es.

Haroun dejó de sonreír y, aunque un hondo hoyuelo apareció en cada mejilla, su traviesa cara se puso seria. Ahora era él quien estudiaba a Joseph. Sus henchidos labios rojos se crisparon levemente y sus largas pestañas se movieron, hasta que preguntó:

—¿Por qué? ¿Por qué es peligroso? ¿Quién podría hacerme daño?

—Es mejor guardar nuestras propias opiniones —dijo Joseph—. Cuanto menos sabe la gente de ti, tanto menos daño puede hacerte.

—Hablas como un hombre viejo —dijo Haroun, amablemente y sin rencor—. No puedes estar sentado callado todo el tiempo, esperando que alguien te acuchille, ¿no?

—No. Simplemente preparado, eso es todo —y Joseph no pudo evitar sonreír levemente.

Haroun sacudió bruscamente la cabeza, revoloteando todos sus rizos.

—Me disgustaría muchísimo vivir de esta manera —dijo. Y de pronto se echó a reír—. Quizá nadie me hizo gran daño nunca porque yo no poseía nada que ellos pudieran querer.

Uno de los jóvenes soldados salió a la plataforma y se quitó el quepis para secarse la frente mojada. Vio a Joseph y a Haroun y se reanimó, diciendo:

—¿Vosotros queréis alistaros? Parece ser que vamos a tener guerra.

—No, señor —denegó Haroun muy cortésmente, mientras Joseph sólo exteriorizaba desdén.

—La paga es buena —dijo el soldado, mintiendo.

—No, señor —repitió Haroun.

El soldado examinó sospechosamente el rostro moreno y la masa de negros rizos.

—Si eres extranjero, puedes llegar a ser rápidamente un ciudadano norteamericano —sugirió tras decidir que Haroun, si bien muy moreno, no era un negro.

—Ya soy norteamericano —dijo Haroun—. Mi abuelita me convirtió en tal hace un par de años, y también fui a colegios norteamericanos en este pueblo, Wheatfield.

El soldado estaba dubitativo. El aspecto de Haroun le hacía sentirse inexplicablemente molesto. Se volvió hacia Joseph, que había escuchado aquel intercambio con ácida diversión. El aspecto y el semblante de Joseph apaciguaron al soldado.

—¿Y usted qué me dice, señor?

—No me interesan las guerras —dijo Joseph.

El joven soldado enrojeció de pronto.

—Esta nación no es lo suficientemente buena para que luche por ella, ¿eso quiere decir?

Joseph no había peleado desde que era un chiquillo, allá en Irlanda, pero la evocación de la reyerta hizo crispar sus puños en los bolsillos.

—Escúcheme bien —dijo manteniendo su voz tranquila—, yo no ando buscando pendencia, o sea que, por favor, déjenos en paz.

—¡Otro extranjero! —exclamó disgustado el soldado—. ¡Todo el país está inundado! Al infierno con vosotros —y regresó a la sala.

Haroun le contempló alejarse, y sacudió la cabeza jubilosamente.

—El hombre se limita a hacer su deber —comentó—. No vale la pena enojarle. ¿Crees que habrá una guerra?

—¿Quién lo sabe? —dijo Joseph—. ¿Y qué nos importa?

Haroun dejó de sonreír y su rostro juvenil se hizo súbitamente enigmático.

—¿Hay algo que te importe? —preguntó.

Joseph se sobresaltó ante la penetración de alguien tan joven y se encerró de nuevo en sí mismo.

—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber—. Estoy pensando que esto es una impertinencia.

—Bueno, no quería decir nada particular —dijo Haroun tendiendo las manos abiertas, en un gesto que Joseph nunca había visto antes—. Simplemente pareces no darle importancia a nada, eso es todo.

—Estás completamente en lo cierto. No me importa nada —dijo Joseph.

Un grupo de hombres que gritaba irrumpió en la plataforma, mirando con los raíles y maldiciendo fútilmente. Estaban muy bebidos.

—¡Ya no llegaremos hasta el mediodía! —vociferó uno—. ¡Y tengo que entregar un taladro antes del mediodía! ¡Debería ponerle pleito al ferrocarril!

Regresaron en sudoroso alboroto a la sala. Joseph les siguió con la mirada. Dijo, como hablando consigo mismo:

—¿Quién será toda esta gente?

—Hombre, pues son buscadores… de aceite —aclaró Haroun—. Van a Titusville para cercar un terreno ya denunciado o comprar tierras y comenzar a taladrar el suelo. Esto es lo que origina tu viaje hacia allá, para trabajar, ¿no es así?

—Sí —y Joseph miró de pleno a Haroun por primera vez—. ¿Sabes algo acerca de ello?

—Bueno, he oído mucho. No hay gran cosa en que trabajar en Wheatfield, con la Estampida, la gente ni siquiera tiene sus caballos bien herrados y a mí me gustaría ganar más de dos dólares por semana —dijo Haroun, de nuevo animoso—. Pretendo llegar a millonario, como cualquiera de los que van a Titusville. Voy a conducir uno de aquellos carros con nitroglicerina, y cuando consiga un terreno estacado voy a comprarme una broca o asociarme con alguien y adquirir opciones de terrenos. Esto es lo que se puede hacer, si no hay modo de comprar el terreno, y no te quepa la menor duda de que no hay nadie por los alrededores de Titusville y, hasta de Corland, que venda ahora sus tierras. Tomas opciones y si te topas con aceite, entonces le das al propietario del suelo un tanto por ciento, eso que llaman regalías. Me enteré de todo esto en Wheatfield. Hay montones de hombres yendo ahora para trabajar en los campos de aceite. Algunos de los que están en la sala ya se toparon con aceite abundante, y están aquí para comprar más maquinaria barata y contratar mano de obra. Yo ya estoy contratado —añadió, con orgullo—. Siete dólares a la semana, alojamiento y comida para trabajar en los campos, pero voy a conducir los carros calientes. Así los llaman.

—¿Permiten conducir estos carros a un mozo joven como tú?

Haroun se empinó lo más alto que pudo, y no era mucho. Su coronilla llegaba apenas a las narices de Joseph.

—Tengo casi quince años —dijo con grave solemnidad. Ni siquiera es alto como Sean, pensó Joseph. Haroun agregó—: He estado trabajando desde que tenía nueve años, pero he seguido cinco años de colegio y puedo hacer escritos y cuentas la mar de bien. No soy ningún palurdo.

Ahora, ante el sorprendido Joseph, los negros ojos eran sagaces y astutos, sin perder la franqueza en su mirar, pero no eran duros ni malignos. Había una honda madurez en ellos, y un conocimiento de las cosas sin cautela, un orgullo sin desconfianza. De repente, para su propia confusión, Joseph sintió una densa calidez en la garganta y la especie de ternura que experimentaba cuando veía a Sean. Luego sintióse asustado ante aquel humillante asalto a sus emociones por un simple desconocido sin importancia, y la alarma le hizo desear retraerse.

De repente hubo una serie de chirridos, cliqueteos y chasquidos en los raíles, un clamoreo como el estallido de una furiosa locura metálica. Un enorme y deslumbrador ojo blanco surgió de la negrura contorneando la curva y los raíles temblaron, al igual que la plataforma. Joseph pudo oír el traqueteo de los vagones, el silbido del vapor escapando al ser aplicados los frenos, y allí estaba el tren para Titusville, chillando hacia la estación, la maciza y negra máquina empequeñecida por la gigantesca chimenea tubular que vomitaba humo y fuego en la noche. El conductor tiró vigorosamente del silbato y el insoportable alarido perforó los oídos de Joseph, obligándole a colocarse las manos encima para protegerlos.

Ahora la plataforma hervía con masas de hombres, todos gritando, blasfemando, luchando y transportando valijas. Haroun atrajo a Joseph por el brazo.

—Ven hacia aquí —chilló por encima del ruido—. El segundo vagón se detiene precisamente aquí y es mejor que te muevas con talento.

Abandonó a Joseph por un momento, para recoger una pequeña maleta de tela, y se reunió con el muchacho de más edad inmediatamente, con aire de protector y guía. Se había abalanzado como un grillo, por un instante Joseph pensó que eso parecía, y vio la menuda delgadez de sus muñecas y los frágiles tobillos desnudos sobre las botas rotas. De nuevo sintió aquel espasmo de débil y degradante sentimentalismo que no lograba comprender.

Los corpulentos adultos embestían en masa hacia los vagones y los dos flacos muchachos no eran obstáculo para sus fuerzas. Los hombres les empujaron a un lado y bulleron dentro de los vagones, pateando y empujando a Joseph y a Haroun en el avance, chocándoles con sus pesados equipajes y maldiciéndoles a la vez que pugnaban por subir al tren. Joseph encontró a Haroun agarrándose desesperadamente de su brazo y contuvo el colérico impulso de sacárselo de encima. Una vez cayó Haroun de rodillas, golpeado en la espalda por un enorme bruto imprecando, y Joseph palpó instintivamente su cachiporra. Entonces supo que ni él ni Haroun serían capaces de subir al tren excepto mediante el empleo de medidas extremas y contundentes, por lo cual extrajo su cachiporra y literalmente se abrió camino a porrazos. Algunos de los hombres cayeron, aullando, retrocediendo, y Joseph impulsó a su compañero a través del angosto paso entre pesados cuerpos y ayudó a Haroun a trepar por los estrechos peldaños del estribo. El tren ya estaba bufando, listo para partir. Los vagones ahora estaban cargados con vociferantes pasajeros sentados y rientes, y los pasillos se hallaban apretadamente ocupados por viajeros. No había sitio en los vagones para Joseph y Haroun, aunque había hombres que continuaban estrechándose junto a ellos, intentando entrar en los compartimentos, y luego se amontonaban en los abiertos umbrales cuyas puertas no podían cerrarse.

Joseph estaba jadeando y masculló:

—Maldita sean todos ellos.

Las mangas de su gabán estaban rasgadas. Había perdido la gorra y su cabello rojo se desparramaba por toda su cara y estaba empapado en sudor. Haroun estaba demacrado por el magullamiento pero intentaba sonreír. Su respiración sonaba fatigosa y entrecortada y se apretaba la flaca espalda, en la zona de sus riñones donde había sido golpeado.

—Ha sido una suerte llegar hasta aquí —dijo— gracias a ti. ¿Cómo te llamas?

—Joe —dijo Joseph.

El tren arrancó con una sacudida. Los dos muchachos chocaron contra el tabique posterior del vagón delantero. Estaban encajados en la plataforma deslizante, entre dos vagones. Se había hecho un intento para evitar el peligro para los que estaban en pie en las plataformas, un nuevo invento que cubría el acoplamiento y su perno: dos planchas movientes de metal que se juntaban ocasionalmente y luego retrocedían con el movimiento del tren. Las planchas eran resbaladizas y Joseph tuvo que asirse al pasamanos del vagón de enfrente. Haroun se reclinaba contra el tabique del vagón de atrás, con el rostro bañado de frío sudor, silbante e irregular la respiración, sus pies procurando equilibrarse en la placa móvil. Pero seguía sonriendo admirativamente a Joseph.

—Nos metiste a bordo —dijo—. Nunca pensé que lo íbamos a lograr.

—Tal vez lo lamentemos —gruñó Joseph—. Me parece que tendremos que estar de pie todo el trayecto, hasta Titusville.

Haroun emitió una exclamación desolada:

—¡Mi maleta! Se me cayó. ¡Ahora me he quedado sin ropa!

Joseph no dijo nada. Se agarraba al pasamanos del abierto vagón delantero. Debía quitarse de encima aquel chico importuno que aparentemente había decidido adoptarle. Sería sólo un estorbo haciendo preguntas, entrometiéndose con su amistad y, por consiguiente, debilitándole. Miró al interior del vagón, pero no había ni siquiera sitio para estar de pie. Brotaba calor, hedores y los efluvios de una letrina al fondo. Todos los pasajeros fumaban. La luz de la linterna era brumosa y oscilante y el ruido, intolerable. Joseph veía cabezas agrupadas envueltas en humo; el humo se adensaba en volutas a lo largo del techo grasiento. Veía anchas espaldas inclinadas, moviéndose y bamboleándose al unísono en medio del clamor y el tumulto de voces. El vagón siguiente no ofrecía mejor aspecto. Pero pese a la incomodidad, los hombres demostraban hilaridad y satisfacción, y Joseph ahora supo que no existían mayor excitación, gozo y estímulo que las que rodeaban la esperanza de tener dinero y la posesión del dinero.

—Mi maleta —gemía Haroun.

Enfurecido por la impaciencia, Joseph miró hacia abajo, a las planchas moviéndose peligrosamente y a la estrecha abertura que se hacía entre ellas al deslizarse.

—No debiste dejarla caer —dijo.

Aquel pasadizo estaba abierto a la noche, al viento y el hollín; las carbonillas y el humo manaban al interior y Joseph tosió espasmódicamente mientras se agarraba, vacilante, al pasamanos.

—Nunca debes soltar aquello que te pertenece —añadió, con voz sofocada.

¡Si sólo pudiera hallar un rincón para escapar de Haroun! Pero ni siquiera una culebrilla habría podido entrar en ninguno de los atiborrados vagones. Y entonces Haroun gritó, un grito de dolor mortal y terror y Joseph se volvió hacia él.

Uno de los flacos pies de Haroun, en su bota rota, había sido agarrado por el tobillo entre las deslizantes planchas de la plataforma y había caído de rodillas. La luz brotaba de los vagones y Joseph vio la angustiada y aterrorizada cara del muchacho y luego la sangre manando de su pie apresado. Las planchas todavía se deslizaban hacia adelante y hacia atrás, pero ahora no cerraban por completo debido a la frágil carne y la osamenta cautiva entre ellas.

—¡Maldita sea! ¡Necio! ¿Por qué no te agarraste bien? —gritó Joseph, con una mezcla de rabia y temor.

Depositó su caja y cayó de rodillas junto al muchacho que chillaba. Cuando una plancha retrocedió levemente tiró del pie atrapado, pero estaba aprisionado en cuña. La abertura no era lo bastante ancha, y cada traqueteo del tren, cada bamboleo en una curva, cada uno de los tirones de Joseph sólo reforzaban la agonía de Haroun, que chillaba sin cesar. Ahora la sangre salpicaba las manos de Joseph y súbitamente pensó en la sangre de su madre y sintióse mareado. Tiró con más fuerza. Crispó los dientes y pese a las súplicas agónicas de Haroun para que desistiera, retorció el pequeño pie, diciéndose a sí mismo que lo que había entrado podía salir.

—Cierra la boca —ordenó a Haroun, pero el muchacho estaba imposibilitado para oír otra cosa que no fuera su propio dolor y terror.

Joseph comprendió que necesitaba ayuda. Llamó por encima de su hombro, gritando hacia el coche delantero. Tres cabezas emergieron viendo lo que debía verse, pero ninguno ofreció ayuda, aunque uno dijo en ronca burla:

—¡Córtale el pie, maldito seas!

Los otros rieron, embriagadamente, y observaron con interés.

Joseph pensó en su cachiporra. La sacó del bolsillo, esperando hasta que las planchas se separaron hasta su máxima abertura y empujó la cachiporra entre ellas. Después apalancó en la abertura su tacón, la semiluna de acero de su recia bota y se descalzó. Miró hacia abajo, a la grisácea negrura entre las planchas, cerrando los oídos a los chillidos de Haroun. Mordióse el labio. Tendría que alargar la mano hacia abajo, entre la forzada abertura, y sacarle el zapato a Haroun, un zapato ya atrapado sin remedio. Al hacer tal cosa corría el riesgo de que su propia mano quedase atrapada y tal vez la perdería entre los bordes de las planchas. Titubeó y un pensamiento relampagueó en su mente: ¿por qué voy a arriesgarme por un desconocido que no significa nada para mí?

Miró la cara de Haroun, yacente ahora cerca de su muslo, y vio en ella la torturada inocencia, la ingenuidad brutalizada, y miró por encima del hombro a los rientes y burlones individuos que estaban disfrutando del espectáculo de un sufrimiento infantil. Los bordes de la gruesa cachiporra de cuero y acero ya estaban siendo masticados por las planchas, lo mismo que el tacón de la bota de Joseph. Tenía que actuar inmediatamente. Cerró los ojos y alargó la mano entre las planchas, agarró el dorso del zapato de Haroun y espero por un instante hasta que el orificio se ensanchó de nuevo, levemente. Entonces, en un rápido movimiento, empujó el zapato, atrajo el pie de Haroun fuera de la abertura y soltó su propia bota. La cachiporra se rompió, cayendo sobre las traviesas, entre los raíles. Un momento más y hubiera sido demasiado tarde.

Haroun yacía ahora de cara sobre una de las planchas deslizantes, sacudido por sollozos, y sus lágrimas corrían sobre el metal. Su tobillo estaba torcido y sangraba copiosamente, era lastimoso ver su pequeño pie desnudo, a la luz de la linterna que oscilaba hacia la plataforma. Jadeante, Joseph se calzó la bota y se sentó junto a Haroun. Tendió la mano, apretando el hombro del muchacho.

—Ya pasó todo —dijo, y su voz era suave y afable.

Frunció el ceño ante la sangre manando y la suciedad mezclándose en ella. ¿Cómo diablos llegó a verse enzarzado en aquella peligrosa situación? Para empezar nunca debió haberle hablado al chico. Esto era lo que ocurría al involucrarse con los demás, y debilitaba y destruía a un hombre. Una cosa conducía a otra. Ahora tendría que hacer algo por el herido y sufriente muchacho, y se despreció a sí mismo. Oyó vagamente los ásperos comentarios y burlas de los hombres que habían presenciado el forcejeo.

Haroun ya no sollozaba. La conmoción le había vencido. Yacía fláccido, boca abajo, su magro cuerpo moviéndose rítmicamente sobre las planchas deslizantes. El tren lanzó su alarido en la noche. Nubes de humo invadieron la plataforma. La débil luz de una estación pasó volando junto al tren. Martilleaban las ruedas. La respiración de Joseph empezó a normalizarse.

Entonces una voz áspera y ronca resonó por encima de Joseph:

—¿Qué es todo este jaleo, eh? ¿Qué pasa aquí?

Un hombre rechoncho y de corta talla apareció en el umbral del vagón delantero, un hombre de unos cuarenta años, lujosamente vestido, con una cabeza calva, parecida a una enorme pera, surgiendo de anchas espaldas macizas. Su amplia faz era rubicunda, de recios maxilares que casi rozaban los pliegues de una corbata de seda, sujeta con un alfiler con un diamante. Tenía diminutos ojos como uvas húmedas, bulliciosos, unas orejas sonrosadas enormes y crispaba la gruesa boca. Una cadena de reloj, cargada de abalorios enjoyados, se extendía a través del abultado chaleco deslumbrante en sus brocados multicolores. Sus rollizas manos, que agarraban cada lado del umbral, centelleaban de anillos con gemas.

Era un hombre de autoridad e importancia, ya que los hombres que había empujado a un lado permanecían tras él, todavía rientes pero respetuosos. Joseph alzó la vista hacia el reluciente rostro bien nutrido.

—Se pilló el pie. Se hirió el tobillo. Está sangrando. Le saqué justo a tiempo —dijo Joseph con dura y desdeñosa brevedad—. Su pie está herido. Necesita cuidados.

El semblante del hombre se avivó al oír el acento de la voz de Joseph. Un gran tabaco estaba aprisionado entre los dientes manchados. Apartó el cigarro con sus centelleantes dedos y gruñó. Mirando hacia abajo, al postrado Haroun, dijo:

—¿Lo sacaste fuera de la trampa, eh?

Joseph no replicó. Súbitamente sentíase agotado. Odiaba aquel hinchado individuo que no sabía hacer otra cosa sino fumar y mirar mientras Haroun sangraba y yacía medio desvanecido sobre las planchas atragantado y tosiendo entre sofocados sollozos.

El desconocido vociferó de repente, con una voz más alta que la bulla de los vagones y el alarido del tren:

—¡Vamos, venga! —bramaba por encima del hombro—. Despejen otro asiento, ¡malditos sean todos! ¡Levanten a este muchacho y llévenle dentro, antes de que me encrespe y os saque los hígados, malditos seáis!

Nadie contestó ni argüyó. Unos hombres se levantaron entre nubes de humo de tabaco y un asiento quedó milagrosamente desocupado. El desconocido gesticuló. Dos de los hombres que habían estado observando la pugna de Joseph, riendo y burlándose, recogieron a Haroun alzándolo y transportándole al interior del vagón, instalándole en el asiento. Los ojos del muchacho, inundados de lágrimas, permanecieron cerrados. La sangre goteaba de su desgarrado tobillo.

El desconocido dijo:

—También tú, adentro, buen mozo.

Todavía incrédulo, Joseph forcejeó hasta ponerse en pie y entró en el vagón; hubo una pausa de silencio entre la multitud y una contemplación más a fondo, hosca y curiosa. Joseph se desplomó en el espacio junto a Haroun. El respaldo del asiento de enfrente estaba invertido de posición y el desconocido sentóse pesadamente encima y acechó a los dos muchachos. Se amontonaban los rostros para espiar. La hediondez del sudor, el humo, la pomada y el whisky atosigaba la respiración de Joseph. Desde atrás del vagón algunas voces interpelaban inquisitivamente y eran contestadas. La luz de las linternas era como la difusa emanación de lámparas en espirales de bruma.

El desconocido, plantificando sus gruesas manos en sus aún más gruesas rodillas, dijo:

—Bien, ahora tenemos que hacer algo por este chaval. No vaya a ser que se desangre a muerte. ¿De dónde sois?

—Wheatfield. Vamos a Titusville —dijo Joseph—. A trabajar.

El hombre volvió a vociferar sin apartar la mirada de Joseph y Haroun:

—¡Whisky, malditos sean vuestros pellejos! ¡Montones de whisky y pañuelos limpios! ¡Rápido!

Atrás y al lado hubo actividad repentina. Le sonrió a Joseph:

—¿Y cuál es tu apodo o nombre, eh? ¿Y el suyo?

Sus dientes eran pequeños, manchados y torcidos, pero había cierta cordialidad en su sonrisa.

—Joe Francis —dijo Joseph. Señaló a Haroun—: Dice que su nombre es Haroun Zieff.

Pero el desconocido miraba con fija intensidad a Joseph:

—Ya… Joseph Francis Xavier… ¿qué más?

Las fibras internas de Joseph se crisparon. Estudió con mayor atención la ancha y reluciente faz frente a él y los pequeños ojos plomizos, tan sagaces y cínicos.

—Simplemente Joe Francis —dijo.

El desconocido sonrió con expresión de conocimiento de causa:

—Vamos, vamos. Yo mismo soy un irlandés, aunque haya nacido en este país. Papaíto vino desde el Condado Cork. Mi nombre es Ed Healey. Nunca estuve en el viejo terruño, pero oí lo bastante por boca de papaíto. Por lo tanto conozco a un irlandés cuando topo con uno. Temes decir que lo eres, ¿no es así? No te lo reprocho en este país. Pero un irlandés es tan igual como cualquier otro, vaya que sí. Y nunca te avergüences de tu apellido, buen mozo.

—No lo estoy —dijo Joseph.

—Pero estás escapando de algo, ¿no es así?

—Quizás.

—Lo seguro es que tu lengua no es larga —dijo Healey con tono de aprobación—. Esto es lo que me place: un hombre de pocas palabras. O sea que tú, Joseph Francis Xavier con uno u otro apellido, ¿vas a Titusville con este mocito de nombre pagano?

—No es un pagano. Es un cristiano —dijo Joseph.

Estaba todavía algo mareado. Y su profundo agotamiento iba aumentando.

Alzó la mirada hacia las muchas y ávidas caras amontonadas en torno a sus asientos y eran como caras de una pesadilla, tan extrañas para él como las de los inquilinos del infierno. El enorme y colorado rostro de Healey fue dilatándose y alejándose ante sus ojos.

Procedente de un vasto silencio tenebroso, la voz de Healey atronaba en sus oídos:

—¡Eh, bebe esto, chico! ¡No me interesa que te mueras encima mío!

Joseph se dio cuenta de que le había acometido una breve inconsciencia, un vacío total. Notó el borde de un jarrillo metálico contra sus labios y giró la cara a un lado. Pero una gigantesca mano sonrosada presionaba de nuevo el borde de su boca y tuvo que beber para escapar de la presión. Un líquido escociente y picante corrió dentro de su boca y luego por su garganta, y boqueó. Después percibió una creciente calidez en su estómago vacío, y pudo de nuevo ver con claridad.

—Necesito tu ayuda —dijo Healey—. Los irlandeses no se desmayan como las damas. Ahora, escucha… También le voy a dar a este chico un lingotazo, pero uno mayor que el tuyo, de modo que no sienta nada. Tienes que mantenerlo. No puedo confiar en esta chusma mía de borrachos.

Joseph, siempre resistiéndose y resintiendo la fuerza de la autoridad, obedeció instintivamente. Le dijo a Haroun:

—Estamos ayudándote por lo de tu pie.

Enlazó por los hombros, con fuerza, al muchacho gimiente y lloroso. Haroun abrió sus húmedos ojos, Joseph leyó en ellos la confianza, y frunció el ceño.

—Sí, Joe —dijo Haroun.

Habíanse acumulado grandes pañuelos limpios y perfumados. Healey los tenía doblados sobre su rodilla. Le dio a Joseph el jarrillo con una considerable cantidad de un líquido ambarino claro.

—Es bourbon, de lo mejor para resucitar a un mulo —dijo Healey—. Hazle beber hasta la última gota.

—Esto le va a matar —dijo Joseph, cuyos sentidos se habían agudizado excesivamente tras haber bebido, y le vibraban con dolor.

—La vida no es ninguna ganga —sentenció Healey—. Pero yo nunca oí hablar de un hombre muriéndose por un buen trago de viejo Kentucky destilado. Ni siquiera alguien con nombres de pagano.

—Debes beberte esto. Ahora y aprisa —le dijo Joseph a Haroun.

—Sí, Joe —dijo Haroun con una voz tan sumisa y confiada que Healey pestañeó.

Haroun retuvo el aliento y bebió rápidamente. Cuando el jarrillo quedó vacío, sus facciones se abultaron, sus negros ojos parecían salírsele de la cabeza y se atragantó, asiéndose la garganta.

—En un minuto no sentirá dolor —comentó Healey riendo.

Con amplia sonrisa, empapó dos pañuelos en el whisky de la jarra que sostenía. Joseph continuaba manteniendo por los hombros a Haroun que se amodorraba lentamente aunque todavía tosía.

—¿Por qué hace esto por nosotros? —preguntó Joseph—. No le somos nada.

Healey observó penetrante a Haroun, pero le replicó a Joseph:

—¿Con que ésas tenemos, eh? Si no lo sabes, mozo, no preguntes.

Joseph guardó silencio. Healey seguía estudiando a Haroun, yacente en el círculo formado por los brazos de Joseph, y dijo:

—Este pagano tampoco es nada para ti, ¿eh? Sin embargo le sacaste el pie, salvándolo. ¿Por qué? No me lo expliques ahora. Piensa en ello.

Los ojos de Haroun se cerraron. Permaneció inerte entre los brazos de Joseph. Entonces entró en acción Healey. Inclinándose comenzó a limpiar el sucio y sangriento tobillo rápida y diestramente. Haroun gimió en cierto momento, pero no se movió.

—Es el mejor remedio para todo —afirmó Healey—. Le gana al diablo en poder curativo.

El pañuelo estuvo pronto impregnado de sangre y porquería. Healey remojó otro en whisky, comentando:

—No creo que tenga nada roto. Sólo desgarrado. Aunque es mala cosa. Pudo haberse quedado sin pie. Ahora ya está limpio.

Envolvió expertamente el tobillo lacerado en otros pañuelos blancos y escanció en ellos, generosamente, whisky. Haroun ahora estaba sumido en sopor. Los menudos dedos del pie sobresalían de los pañuelos de modo patético. Parecía haberse encogido. Era apenas algo más que un niño medio muerto de hambre acunado en el abrazo de Joseph. Healey le contemplaba, ignorando el racimo de rostros empujándose unos a otros junto a ellos.

Healey comentó, con cierta gravedad:

—Bueno, me parece haber oído decir que los mansos heredarán la tierra, y tal vez los desvalidos, pero no será así hasta que el resto de nosotros se haya comido la parte del león y ya no quiera comer más. Pero de nada sirve tratar de pelearse con las cosas tal como son. Solamente un loco necio pretende tal clase de pelea —y miró a Joseph—. Tú no eres ningún necio, y de esto tengo la plena seguridad, buen mozo.

—Yo sobreviviré —afirmó Joseph, como si divagase.

Súbitamente, su cabeza cayó hacia atrás contra el asiento de bejuco y se durmió. El tren lanzó su alarido en la noche como un triunfante «banshee[6a]», el genio fantasmal que en las leyendas irlandesas aparecía por los aires en una carroza, augurando la muerte. Un chispeante fuego rojo destelló brevemente tras las ventanillas.