El sábado a la noche, después del trabajo, Joseph pasó recuento al dinero que había ahorrado. Daba un total de setenta y dos dólares tras casi seis meses de trabajo dominical, sacrificios y el pago de tres dólares por semana al orfanato. Le parecía una cantidad enorme pero sabía que no era suficiente.
Escribió cuidadosamente una carta, compró un sello en la estafeta de correos cercana a la estación y la echó al buzón. Era la primera carta enviada por correo que escribiera en Norteamérica. Observó sin atención el gran cartel en brillantes rojos, blancos y azules que había en las paredes de la oficina de correos, reclamando urgentemente voluntarios para el ejército, la caballería y la armada, pero que no significaba nada para él aunque estuviera rodeado por hombres que discutían excitadamente con relación al cartel. Salió, se detuvo en la calle, permaneció en la acera y la aridez de la ciudad volvió a chocarle, la ausencia de color vital, los escasos, decaídos y aislados árboles cuyas hojas susurraban en aquel crepúsculo a últimos de mayo. Pasaban hombres leyendo periódicos con grandes titulares negros, y había una sensación de apresuramiento en todas partes. Por un instante Joseph la percibió, ya que era casi palpable, y reflexionó con su habitual ironía siniestra que la muerte, la guerra y el desastre poseían su propia excitación de impulso que agitaba y despertaba las mentes obtusas.
De pronto pensó en el velatorio de su bisabuelo, el abuelo de Moira, antes del pleno auge del hambre. Entonces tenía cinco años y sus padres lo habían llevado con ellos, ya que Moira era realista y creía que los niños debían tener un temprano conocimiento de la muerte, pues, ¿no era tan natural como la vida y el nacimiento, y acaso no era la introducción del alma en la vida eterna? Daniel se había demorado porque era de naturaleza más blanda que Moira, y Joseph experimentó su primera impaciencia colérica contra su padre, su primer rechazo del sentimentalismo. El velatorio comenzó tétricamente, entre una gran asistencia apiñada en la casita, y los acompañantes del duelo se alineaban hasta contra las paredes, porque el viejo había sido estimado. Luego empezó a circular el «poteen», el whisky irlandés de contrabando, y fue descubierta una mesa de manjares fríos; poco después, el drama de la muerte se había convertido en melodrama, siendo no solamente una ocasión solemne sino teatral, en la que el cadáver era el actor principal. Manaba el whisky, manaban las lágrimas, gritos y exclamaciones se elevaron en tonos agudos como flautas y trompetas. Los condolidos se lamentaban con exaltación. Daniel Armagh había estado presente en muchos velatorios y nunca le chocaron ni convencieron de su impropiedad, pero Joseph, cínico desde muy temprano, observador y comprensivo, supo que los hombres pueden hallar un picante estímulo hasta en la calamidad. Más tarde aprendería que a no ser por estos desahogos, aquellos hombres se volverían locos, ya que la vida les resultaría totalmente insoportable. A diferencia del asombrado Daniel, Joseph podía comprender por qué Moira y su madre alejaban a Daniel airadamente cuando él trataba de consolarlas y apaciguar sus lamentos. A su doliente modo, ellas estaban disfrutando y resentían la interferencia, y sus lágrimas diluían su pena y las hacían importantes. Hasta los dos curas presentes miraron a Daniel con fastidio, como si fuera un desconocido falto de comprensión, hasta que alguien le apartó colocándole en la mano un gran vaso con licor.
En sus largas lecturas Joseph había leído en algún libro: «La vida es una comedia para el hombre que piensa y una tragedia para el hombre que siente». Para Joseph la vida era una sombría comedia, con tonalidades trágicas si se desorbitaba, y así la aceptaba. Se mantenía apartado de ella porque minaría sus fuerzas. Recordaba también otro aforismo: «Tanto más fuerte es el hombre cuanto más solo está». Hacía mucho tiempo que se había negado a sentir la inminencia de la tragedia en lo que concernía a los demás y, volviendo la espalda a las fatales involucraciones de la humanidad, sólo sentía desprecio.
Fue al orfanato, aunque era la noche del sábado, y la Hermana Elizabeth se sorprendió al verle.
—Los niños están durmiendo —dijo—, pero le diré a la Hermana que los traiga si no puedes verles mañana, Joey.
—No —si les veía ahora sería algo debilitante que podía hacerle desistir de sus propósitos y, por esta razón, agregó—: Hermana, voy a irme por algún tiempo, unos meses, quizás un año. Tengo otro trabajo, mucho mejor pagado en Pittsburgh.
—Magnífico, Joey —la monja lo miraba, escrutadora—. ¡Oh, Joey! ¿Vas a alistarte en el ejército?
La idea le divirtió, suscitando su fría sonrisa sin alegría:
—No, pero está relacionado con ello en cierta manera, Hermana. Obtendré buenas pagas… en Pittsburgh.
—Debes escribir apenas estés instalado —dijo la Hermana Elizabeth. Una extraña inquietud le sobrevino, pero la ahuyentó de inmediato porque era una mujer razonable.
—Así lo haré —y al contemplar los sagaces ojos de la monja, titubeó un momento—. Espero, en un próximo futuro, enviar a buscar a Sean y a Regina.
—Comprendo —dijo la monja—. ¿Enviarás tu dirección?
—No permaneceré en un mismo sitio, Hermana, pero enviaré dinero de vez en cuando —y colocó un rollo de billetes en su mano—. Aquí hay cincuenta dólares, Hermana, para la pensión de Sean y Regina. Cuando este dinero se acabe, ya le habré enviado más.
Su extraña inquietud se agudizó:
—Ojalá pudiera saber que todo irá bien para ti, Joey.
—Hermana, creo que su sentido del «bien» no es, precisamente, el mío.
Contempló su elevada estatura, la anchura de sus magros hombros, su esbeltez hambrienta, y entonces vio, como siempre, el poder en su rostro impasible, el frío lustre azul de sus hundidos ojos. Por vez primera percibió que Joseph Armagh era peligroso. Instantáneamente se recriminó a sí misma por ser absurda: un joven de diecisiete años, un trabajador incansable y sobrio, ¿peligroso? Pero ella había sabido reconocer el peligro muchas veces en su vida y, aunque ahora tomase a broma su presentimiento, siguió sintiendo aprensión.
Se alejó en la temprana noche, ignorante de que la Hermana Elizabeth le estaba observando desde el umbral, y miró atrás por última vez, a la fachada del convento-orfanato. Sabía que nunca volvería a verlo y sentíase agradecido por ello. Pensó en su hermano y hermana dormidos tras aquellos frágiles tabiques de madera, y apretó con fuerza los labios contra la mueca de dolor que esbozaban ante la idea de que se alejaba de ellos sin despedirse.
Regresó a su pensión y contempló sus escasas pertenencias. Tendría que abandonar sus amados libros. Dobló su única muda de recambio empaquetándola apretadamente en una caja de cartón, lastimosamente pequeña, aun cuando incluyera otro par de botas remendadas. Le satisfizo que hiciese todavía suficiente frío, de noche, para justificar llevar encima su raído gabán. Tendióse en la cama y se durmió al instante, ya que hacía tiempo que había aprendido a dormir de inmediato. El crepúsculo violeta fue oscureciendo el exterior, los vencejos graznaron contra el cielo que iba ennegreciéndose, oyó que la ciudad rebosaba de murmullos con la excitación de la guerra inminente. Pero Joseph Armagh durmió profundamente porque todo aquello no tenía nada que ver con él.
—Que Dios te acompañe —había murmurado la Hermana Elizabeth al despedirle, pero Joseph no la había oído y ni siquiera hubiese sonreído en el caso de oírla. Ya no existía para él.
Había una luz tenue, tenuemente gris, cuando Joseph se despertó por la mañana. El silencio era total porque era demasiado temprano, hasta para las campanas de las iglesias. Le complació comprobar que el aire era un poco helado y así su gabán no llamaría la atención. Escribió una nota para la señora Marhall:
Lamento dejarla, señora Marhall, pero me han ofrecido un excelente empleo en Pittsburgh y emprendo el viaje hoy mismo. No pude avisárselo con la debida anticipación, pero tenga la bondad de aceptar, con mis saludos, este certificado por valor de diez dólares oro. No regresaré. Le estoy agradecido por sus bondades conmigo. Soy su respetuoso servidor,
Joseph Armagh.
Su caligrafía, tan meticulosamente enseñada por un viejo sacerdote al que ya ni siquiera recordaba, parecía grabada y se destacaba por su reciedumbre y nitidez.
Contempló pensativamente el certificado de oro que había colocado en su nota. No podía comprender aquel sentimentalismo empalagoso, ya que no le debía nada a la mujer. Lo cogió, debatiéndose en la duda. Era algo precioso; lo había ganado. Se despreció a sí mismo al ponerlo otra vez sobre el papel y después se encogió de hombros. Era sumamente necio estar viendo ahora, tan agudamente, aquel pobre semblante asustado y las manos ondeando, apaciguadoras. Pero era una inocente y, hasta el fin de su vida, lo único que conmovería a Joseph sería la inocencia, la ingenuidad. Tampoco ella le debía nada, pero le había preparado un «elixir» y colocó un recosido cubrecama de punto en su cama durante las noches más frías del invierno, y él sospechaba que procedía de su propia cama. Más que nada, sin embargo, nunca le había atosigado con sentimentalismos ni intrusiones, salvo en aquellas dos ocasiones, y le otorgó la dignidad de dejarle a solas con sus problemas. Ella podía ser sensiblera, pero no indiscreta ni insistente.
Contempló de nuevo sus libros. Levantó del suelo el delgado volumen de sonetos de Shakespeare, insertándolo bajo su camisa de algodón azul. Recogió su caja de cartón y se deslizó silenciosamente fuera de la casa, sin mirar ni una vez hacia atrás. Al igual que la Hermana Elizabeth, aquella casa ya dejaba de existir para él. La calle perdió su familiaridad. Había terminado con ella. De nuevo era un completo forastero en una tierra extraña.
Siempre transportó su comida en la caja de cartón que ahora contenía sus escasas pertenencias y, por consiguiente, nadie en Squibbs Hnos., Granos y Piensos. Guarnicionería, le prestó atención cuando llegó a los establos y el despacho. Su carromato y los caballos estaban esperándole. El primer resplandor de un pálido sol tocaba las altas chimeneas y las cimas de los árboles, pero la tierra seguía quieta entre las dos luces del amanecer. Había un indicio del cercano y cálido verano en el aire, ya que el olor a polvo y sequedad era penetrante.
—Buena carga tienes hoy, Scottie —dijo el capataz—. La gente está sedienta, pensando en la guerra.
Se echó a reír, le dio a Joseph los habituales centavos para su almuerzo, Joseph asintió guardándose las monedas en el bolsillo, y alzó las riendas.
—La carga es mucha —dijo el capataz— y es probable que regreses tarde.
—No importa —dijo Joseph—, pero no se olvide del extra de cincuenta centavos si vuelvo tarde.
La ciudad seguía silenciosa aunque aquí y allá se elevaban penachos de humo de las chimeneas. Ni siquiera los tranvías de caballos funcionaban todavía. A seis calles de la estación Joseph ató los caballos y corrió rápidamente. La estación estaba abriendo sus puertas, porque esperaban el tren que se dirigía a Filadelfia. Se apresuró hacia la taquilla pidiendo un billete para Pittsburgh en el último tren de la tarde y lo pagó: dos dólares de su remanente, guardándose el billete en el bolsillo. El viejo jefe de estación recordaría, si era preguntado, que un joven al que nunca viera antes había comprado aquella mañana un billete para Pittsburgh. Pero era improbable que fuese preguntado. Además, Joseph había empujado cuidadosamente hasta el último mechón de su cabello rojizo bajo su gorra de obrero y parecía bastante insignificante, y el jefe de estación no había visto ni carro ni caballos. Joseph pensó que la pobreza era maravillosamente anónima.
Regresó corriendo hacia sus amarrados caballos y los encontró pastando apaciblemente algunas briznas de hierba que se abrían paso a través de las piedras de la carretera. Miró en torno cautelosamente. Las casitas de fachadas grises estaban silenciosas. Trepó al pescante y comenzó sus entregas. Hacia las diez de la mañana ya había recogido sesenta dólares. A aquella hora la gente estaba dirigiéndose a la iglesia en la tranquila ciudad iluminada por el sol, la mayoría a pie, parte en carricoches, y todos vestidos respetablemente y todos con los ojos piadosamente bajos. No se dieron cuenta del pesado carromato traqueteando y, si lo vieron, lo ignoraron. Tampoco hablaban del conflicto que se avecinaba ni siquiera del acosado presidente, porque tales cosas eran «indecorosas» a la hora de dirigirse a misa. Las campanas de los templos empezaron a repicar, compitiendo estridentemente, y Joseph podía oír los solemnes murmullos de los órganos a través de las puertas abiertas al aire caliente. Había un cálido olor a estiércol por las calles y el siempre presente polvo sobre la piedra recalentada. Para Joseph Armagh toda aquella escena callejera podía haber sido un mural por cuanto de vida tenía y no oía el sonoro fervor de los cánticos que estallaban en las puertas y las ventanas totalmente abiertas de las iglesias.
A las tres de la tarde había recolectado ciento cincuenta dólares y abrevado sus caballos en una pila callejera, dándoles su grano en sus bolsas. También había comido su comida fría. A las cuatro admitió ante un furtivo guardián de cantina que estaba sediento y hambriento y aceptó por treinta centavos consumir dos jarras de rubia cerveza espumosa y un paquete de huevos duros, cuatro emparedados de jamón, una salchicha alemana, un arenque salado y dos rebanadas de pastel, incluyendo un paquetito de ensalada de patatas, una especialidad alemana que nunca había probado. Se quejó del precio y el guardián de la cantina le devolvió cinco centavos y, magnánimo, incluyó otra botella de cerveza. Le entregó a Joseph cuarenta dólares. En la cantina siguiente Joseph recolectó otros cincuenta dólares. Había sido una jornada muy beneficiosa y la carga había sido dos veces mayor que de costumbre debido a que el señor Squibbs confiaba ya en el más nuevo de sus «mozos del domingo».
Doscientos cuarenta dólares. Con los doce dólares en su cinto de dinero, suponía la enorme cantidad de doscientos cincuenta y dos dólares. A las cinco y media dio vuelta al carromato, alcanzando una calle de almacenes, completamente desprovista en aquel domingo de transeúntes o vehículos, abandonó los caballos tras darles palmadas afectuosas y corrió hacia la estación. Llegó en el preciso momento en que un tren con su gigantesca chimenea y faro parpadeante estaba haciendo sonar su aguda campanilla y soltando fatigosos chorros de vapor. Sus ruedas ya estaban girando cuando Joseph saltó a la plataforma del último vagón. El revisor, que estaba a punto de cerrar la portezuela, gruñó:
—Un poco más y se hace matar. ¿Dónde está su billete?
Le examinaba recelosamente de pies a cabeza, mirándole colérico, y Joseph balbució algo incoherente que esperaba pudiera pasar por un idioma extranjero. El revisor sorbió por las narices y dijo:
—¡Extranjeros! ¡Ni siquiera son capaces de hablar una palabra en inglés!
Joseph tocó humildemente la visera de su gorra y farfulló de nuevo, suplicante. El revisor le empujó al interior del vagón, olvidándole.
Joseph, cuyo aliento estaba corto debido a la larga carrera, encontró el coche parcialmente vacío, por lo que pudo elegir un asiento al fondo y se acurrucó, echándose la gorra lo más que pudo sobre los ojos. No se enderezó en el asiento hasta que no estuvo seguro de hallarse lejos de la ciudad y entonces miró, a través de la sucia ventanilla, el paisaje campestre. Oyó el aullido del silbato al ir adquiriendo velocidad el tren, bamboleándose en las vías. El vagón, falto de aire, rebosaba calor. Intentó abrir del todo la ventanilla pero una bocanada de negro hollín y vapor penetró por ella. No se quitó la gorra, limitándose a desabrochar su gabán. Descubrió que no sólo se había llevado la caja de cartón con sus pertenencias, sino que accidentalmente incluyó también la cachiporra. Esto le divirtió. Cautelosamente, vigilando a sus compañeros de pasaje, empujó el arma en el profundo bolsillo de su chaqueta. Le pareció, a su alma irlandesa, que aquello era una especie de presagio, aunque habitualmente desdeñaba las supersticiones.
Tuvo la esperanza de que los caballos, bestias inteligentes, eventualmente se cansarían de esperarle, ya que no los había amarrado, y encontrarían el camino de vuelta a sus establos. Ahora ya había pasado el tiempo en que debería haberse presentado él mismo en los establos, con la gran cantidad de dinero. Sabía que los otros empleados estarían observando la calle en su espera. A las ocho empezarían a buscarle y efectuarían la gira por las cantinas. A las diez estarían convencidos de que se había marchado con la colecta. A las ocho de la mañana siguiente, el señor Squibbs recibiría su carta:
No he robado su dinero, señor, sino que lo tomé como un préstamo, bajo palabra de honor. Me han ofrecido un buen empleo en Pittsburgh y necesitaba algún dinero para resistir hasta instalarme. Señor, usted podrá encontrar esta acción censurable, pero le ruego confíe en mí unos cuantos meses, y entonces le devolveré su dinero con el seis por ciento de interés. No soy un ladrón, señor, sino únicamente un pobre escocés en circunstancias desesperadas. Respetuosamente su servidor,
Joseph Armagh.
Squibbs no se atrevería a acudir a la policía por varias razones, y sus matones no encontrarían a Joseph Armagh en la gran ciudad de Pittsburgh por la sencilla razón de que el punto de destino de Joseph no era de modo alguno, Pittsburgh. Hurgó en su bolsillo en busca del desgastado recorte de periódico que había guardado largos meses y volvió a leerlo:
«Cada vez más excelentes pozos de petróleo están siendo perforados en Titusville mensualmente y son ricamente productivos, algunos de ellos dando miles de barriles a la semana. La pequeña ciudad está alcanzando enorme prosperidad, como el Klondike en el año 45, y los operarios están percibiendo salarios increíbles. Los hombres acuden de toda Pensilvania y otros estados para trabajar en los campos de explotación, y el lamentable vicio los acompaña como siempre hace con los ricos. Pagas increíbles de más de doce y hasta quince dólares a la semana están siendo abonadas por una tarea tan fácil como la de cargar los barriles de petróleo en las barcazas planas. Se rumorea que los contratados en perforación cobran muchísimo más. Tan cercano a la superficie está el rico depósito de aceite, que brota de la tierra a la primera perforación. Pero algunos de los pozos son mucho más hondos y éstos contienen el mejor de los petróleos, el más refinado. Por consiguiente, algunos están siendo “estallados” mediante nitroglicerina, aunque no muchos, y es toda una novedad. Intrépidos jóvenes, aparentemente sin consideración por sus vidas, se ofrecen como voluntarios para transportar la nitroglicerina, un elemento muy peligroso, y se dice que pueden cobrar más de veinte dólares por semana, una recompensa jamás oída. No es de extrañar que la corrupción sea el compañero inevitable, y ahora hay más cantinas que iglesias en Titusville, por imposible que esto pueda ser en la opinión de nuestros lectores. Afortunadamente, Titusville sólo tiene un tren a la semana, en la noche del domingo, pero se da por hecho que en pocos meses habrá viajes diarios y nuestros temores aumentan en consonancia. Es de esperar que los jóvenes con decoro, de otras partes del estado, no acudirán a Titusville para hacer fortuna a riesgo de poner en peligro sus almas.
»Se rumorea que Pithole, a pocos kilómetros de Titusville, contiene todavía más asombrosos depósitos de petróleo, pero se halla en una comarca accidentada y es arduo llegar allá a través de formidables montañas y territorio rudo. Se dice que hombres de Titusville y otras partes del estado están comprando tierras cerca de Pithole y esperan hacer lo que, en su jerga, es llamado “locas ventas al azar”. Se dice que en Pithole el «aceite reposa bajo el mismo suelo en hoyas y pozos, listo para ser cosechado, sin perforar. Si es así, la desgracia se presentará para una tranquila comunidad de pocas almas, todas temerosas de Dios. Si es descubierto el suficiente petróleo, un tren de enlace puede ser construido hacia Pithole, pero esto, esperamos que nunca llegue a ser realidad. Ya hay suficientes contratistas despiadados y jugadores en Titusville, con los ojos puestos en Pithole, y están vendiendo contratos de propiedad por enormes cantidades. Hemos oído decir que hasta la Standard Oil Company está demostrando interés. Hasta el momento, los propietarios de campos de petróleo de Titusville han resistido las zalamerías de la Standard Oil Company, por lo cual la batalla para el dominio de la nueva riqueza que pronto eliminará por completo, según se cree, el mercado de la ballena y otros aceites, prosigue. No somos tan impulsivos por cuanto hemos oído comentar que el olor del aceite crudo natural es insoportable y origina azares de humo y fuego.
»Mientras todos nosotros nos regocijamos ante la abundante riqueza de nuestra nación, debemos, a la vez, condolernos de que abunden también sus cohortes, mujeres de moral execrable, fulleros, mercaderes de licores y cerveza, salas de baile, teatrillos y otros antros del vicio. Rogamos con la más profunda piedad y aprensión, por las almas de…».
Joseph había rasgado el resto, guardándose aquel recorte, que volvió a hundir en su bolsillo. Meses antes había decidido convertirse en un «despiadado contratista» lo antes posible. Había pensado con frecuencia que los hombres no se hacían ricos mediante el trabajo honrado. Estudiaban y después jugaban cautamente, pero no demasiado cautamente. Se daba cuenta del peligro del fracaso, pero él no iba a fracasar. Reflexionó sobre Pithole y Titusville y el petróleo que yacía allí para ser conquistado. No tenía grandilocuentes sueños de súbita fortuna, pero poseía la intuición del irlandés por la localización de las fortunas eventuales si un hombre empleaba su inteligencia y no desperdiciaba ninguna oportunidad. Para empezar, estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo y había descubierto que los trabajadores voluntariosos y capacitados no abundaban tanto como deseaban siempre los patronos, y que si un hombre tenía, además, inteligencia, entonces los patronos eran propensos a considerarle favorablemente. Joseph había conocido trabajadores lánguidos, impertinentes, en los aserraderos, que solamente trabajaban bajo constante supervisión y ni siquiera la pobreza ni la amenaza de despido podía impulsarles a mayores esfuerzos. Eran de carácter débil, hasta los más fornidos, y mascullaban descontentos trabajando lo menos posible, de modo que Joseph había llegado lentamente a la conclusión de que no merecían más pago del que recibían y no eran explotados. Sus propias desidias eran perjudiciales para trabajadores como Joseph y los de su temple, que tenían que redoblar sus esfuerzos para atraer la más o menos benévola atención de patronos ambiciosos.
Más allá de la ventanilla del tren la oscuridad era completa. Joseph abrió su envoltorio de comida y devoró tres huevos duros, todos los emparedados de jamón, el arenque, la salchicha y dio remate a la comida con el pastel. Descartó la ensalada de patatas. Acabada su cena, observó furtivamente el apestoso vagón con sus pobres y cabeceantes pasajeros, sus asientos desvencijados, su suelo cubierto de paja y colillas y escupitajos manchados de tabaco. El revisor había encendido las tres linternas que colgaban del techo abovedado, y el olor era intenso en el calor estancado. El silbato aulló al trepidar el tren a través de la oculta campiña, pasó por aldeas donde no paraba, por las estaciones débilmente iluminadas, y el bamboleo del vagón casi arrojó a Joseph de su asiento. El vapor y el hollín que pasaban velozmente junto a la ventanilla estaban iluminados por chispas rojas, parte de la suciedad se abría camino hasta el interior del coche cerrado y la densa lobreguez y el humo hicieron toser a todos. Joseph vio que sus manos ya estaban ennegrecidas y sospechó que también lo estaría su cara. No tenía reloj. No sabía la hora y no se atrevía a preguntarla al ferroviario por temor a revelar que comprendía el inglés. Pero sabía que el tren se paraba en una pequeña ciudad, dentro de unas dos horas, teniendo un enlace con Titusville que esperaba a este tren antes de que se desviase al este, hacia Pittsburgh.
Pensó en Corland, a cuarenta kilómetros de Titusville y se dijo a sí mismo: he hallado un camino para ser rico, ¡y nada me detendrá! Sólo precisaba lo que los norteamericanos llamaban «la gran oportunidad» y ésta la tendría muy pronto. Necesitaba concentrarse sobre lo único que importaba en este mundo.
Joseph, acechando las espaldas y cabezas de los demás pasajeros, palpó la moneda de oro de veinte dólares que tenía en el bolsillo sujeto con alfileres. Estaba en sitio seguro. Palpó su cinto de dinero, ahora pesado, y aquello también estaba seguro. Ya estaba en su camino y, sonriendo, se dispuso a esperar su momento.