Aunque Joseph rechazaba el mundo de los hombres como ajeno a su propio ser, excepto para el acceso a sus secretas ambiciones, no podía quedar insensible a la belleza de la comarca. Su innata naturaleza poética irlandesa no podía anularse, por más que lo intentase diciéndose a sí mismo que nada importaba ni existía aparte de lo que debía llevar a cabo. Todo lo demás era trivial, una pérdida de tiempo y fuerza.
Aquel día pensaba ir a contemplar la mansión del alcalde Tom Hennessey porque oyó decir que era la más suntuosa en Green Hills y necesitaba otra enfática espada de deseo en su creciente arsenal. Deseaba ver cómo vivían los hombres ricos, en qué marco, y estudiar el ambiente en el cual estaba decidido a que viviese su familia. En cuanto a él mismo, no sentía anhelos de lujo, belleza o comodidad. Estas cosas solamente las quería para Sean y Regina, cuyas vidas dependían de su hermano.
Nunca había estado en aquel territorio particular, más allá de los confines de la llana monotonía pedregosa de Winfield, sus feas casitas y su descuidada plaza. Llegó pronto al campo, brillantemente verde en la primavera, lustroso, rebosando vida y estimulante con sus flores silvestres, los recuadros de violetas, los narcisos y los árboles dorados de tercas hojas, pequeños remansos y arroyuelos ensortijándose a través de las matas y hasta esparciéndose por encima de la carretera irregular de piedra machacada y barro reseco. Todo aún irradiaba resplandor, el sol empezaba a descender en aureola de brillante anaranjado y el aire vibraba susurrante, pleno de denso y fresco aroma que excitaba el gorjeo de los pájaros. En la distancia se erguía la neblinosa blandura de las verdes colinas. Joseph pasó junto a un gran estanque tan puramente azul como un lago irlandés, y en sus quietas aguas se reflejaban, inclinándose, las amarillentas hojas nuevas de los sauces y ahora, de su cercanía, comenzó a elevarse el coro y el hosanna a la vida de las nidadas de aves. De los campos circundantes llegaba la nostálgica música de las esquilas al dirigirse el ganado hacia sus establos, el viento agitaba suavemente los altos tallos nuevos de la hierba a los lados de la carretera y por encima de todo se tendía un cielo tenuemente verde y luminoso.
Joseph había olvidado desde hacía tiempo la sensación y el significado de la apacible quietud. Pero ahora la reconocía súbitamente y aquel conocimiento estaba acompañado por una congoja tan penosa que resultaba agónica. Se detuvo mirando en torno y escuchó durante algunos minutos, solo en el frescor de un mundo nuevo. Después la paz y hasta el sentimiento doloroso le abandonaron al pensar: esto es sólo para los ricos y no para los pobres. Ellos viven en la complacencia del verdor silencioso, pero nosotros vivimos entre el polvo, la mugre y la fealdad, porque ellos son los fuertes y nosotros los desvalidos. Por unos breves instantes había establecido contacto con el mundo y una vez más le había herido, por lo cual, tensando las facciones, fijó solamente la mirada en la carretera mientras seguía caminando. Pero no podía cerrar los oídos al júbilo de la joven vida naciente, ni su alma irlandesa al aroma de la ingenua tierra carnal y la fecundidad que albergaba. Pero sentía que todo aquello le escarnecía a él, sin hogar y casi indigente. La poesía de sonidos que había oído, la fragancia de la tierra, el impacto conmovedor de los troncos de árboles, las sombras azules en la hierba y las quietas hondonadas de silencio en los bosques, parecían gritarle: todo esto no es para ti, porque no tienes dinero. ¡No tienes dinero!
¡Pero lo tendré!, pensó con salvajismo ya arraigado. ¡Lo tendré, no importa cómo! Y alzó el rostro y el puño hacia el cielo, con odio y decisión.
Se aproximaba ahora a la espléndida zona residencial de Green Hills, donde los que estaban a salvo tenían su tranquila existencia, lejos de Winfield. La carretera empezó a enroscarse y otros caminos partían de ella; en los primeros planos de las lejanías Joseph vio las mansiones de blancos ladrillos o piedras sillares de los afortunados y los cínicos, las alamedas de gravilla que daban accesos a través de céspedes como agua verde y, pasando por entre jardines repletos con la púrpura y el oro del iris, los narcisos y los tulipanes, rojos en sus parterres. Casi todas las fincas estaban guardadas por cercas ornamentales de hierro forjado y altas verjas que no obstaculizaban las miradas envidiosas pero anunciaban a los transeúntes que no debían traspasar aquellos lindes. El fuego del ocaso que se avecinaba incendiaba los altos ventanales semejando espejos ígneos, abrillantando los tejados de pizarras y, ocasionalmente, una chimenea de rojo ladrillo emitía unas plumas de suave humo gris. Todo ello estaba muy silencioso y lleno de una paz que Joseph ya no podía experimentar.
Sabía que el alcalde Hennessey vivía en Willoughby Terrace y fue escrutando los discretos rótulos, a medida que los caminos tomaban nombre. Lo encontró a su derecha y, abandonando la carretera principal, penetró por otra más estrecha pero más lisa, muy serpenteante y sombreada por robles y álamos. Una cerca baja de piedra gris bordeaba la carretera en vez de las rejas de hierro y, por encima de ella, podía ver las mansiones, algunas hundidas bajo el ascendiente suelo de la distancia, algunas destacando erguidas como monarcas en su país. Unos perros ladraban en advertencia y varios perros pastores corrieron a través de los céspedes hacia las tapias de piedra, desafiantes al paso de Joseph. Ni se detuvo ni les miró. Buscaba un escudo de hierro empotrado en la pared con el número dieciocho grabado en arabescos góticos. Finalmente lo halló y se paró a mirar más allá de los céspedes que ondulaban, extendiéndose serenamente, con amplitud de acres.
La casa blanca del alcalde era la más grande y más imponente de cuantas había visto Joseph hasta entonces, y la más opulenta y pretenciosa. Su centro era el clásico pórtico exterior al estilo del románico antiguo con gruesas y lisas columnas blancas, capiteles corintios, frescos y pedestales cincelados. El suelo de la galería era de piedra blanca, reluciente y pulida como el mármol y conducía a recias puertas dobles, de origen italiano. A cada lado de la estructura de la elevada entrada de pórtico se extendía el ala de dos plantas, ancha y alta con frisos ornamentales cerca de los aleros y una amplia balconada en su esquina, que se extendía desde la planta baja. Cada ventana estaba parcialmente sombreada por seda gris rizada reluciendo como plata; macetones con arbustos floridos, amarillos y níveos se apretaban contra las lustrosas paredes. Grandes ciruelos se esparcían en grupos de dos y tres por el patio y cada hoja de hierba tenía su propia iridiscencia a la menguante luz del temprano anochecer. Una maravillosa tranquilidad lo arropaba todo como una bendición, realzada por la honda dulzura melancólica del trino de los petirrojos.
Aquí es donde vive él, pensó Joseph, y su dinero procede de la miseria humana, la muerte y la desesperación, como siempre ocurre. Sin embargo, nadie se lo recrimina, ni Dios ni hombre; todos le adulan, pronto será senador y las multitudes le aclamarán, será oído por el presidente, todos alabarán sus riquezas y le considerarán más digno que los demás hombres a causa de ellas. Yo también le admiro ya que es un ladrón, un asesino, un charlatán y un traficante en prostitutas. ¿Y acaso el mundo no prefiere a éste antes que a un hombre devoto y honrado? Solamente cabe deducir que el hombre bueno y noble es un necio, despreciado por Dios mismo, ya que ¿no dice la Biblia que «los malvados florecen como el verde laurel» y sus hijos bailan con júbilo por las calles? Esto es lo cierto.
Acodado en el muro, contemplaba los jardines y la mansión, escuchando las plegarias crepusculares de los pájaros. Aquí habría vivido su hermana Regina de haberlo permitido él, olvidándose lentamente de que ella pasaba a ser de otra familia, perdida para siempre para él y Sean. Habría dormido en una de aquellas cámaras del piso alto y hubiese correteado por aquellos jardines. Pero ya no sería Mary Regina Armagh, de un apellido mucho más digno de orgullo que el de Hennessey, y habría sido como si hubiera muerto; finalmente ella habría creído que los moradores de aquella mansión eran su familia, que no tenía otra, y su amor habría sido para aquellos extranjeros indignos.
Ni por un instante lamentó Joseph la decisión relativa a su hermana. Sólo pudo sonreír sombríamente, enfrentado a la casa, y cabecear repetidas veces como en íntimo y secreto acuerdo consigo mismo.
Oyó el agudo y cascabelero sonido de una voz infantil y una niña muy pequeña acudió súbitamente, corriendo a través del césped hacia el muro donde él se erguía, seguida por una mujer de edad con el uniforme azul de algodón, la cofia y el delantal blancos de una nodriza. Joseph se erguía en la sombra de los arbustos y miró a la niña, que debía tener la edad de Regina, y gritaba con maliciosa alegría. Era algo más pequeña que Regina, pero rolliza, y llevaba un vestido de seda blanca, una chaquetita de terciopelo azul ribeteada con bordados de plata, el vaivén de sus enaguas revelaba los rizos de pantaletas de lazos, tenía pequeñas zapatillas negras y medias blancas de seda.
Tenía una carita redonda dorada y más bien plana, alegres ojos avellanados y su liso cabello castaño oscuro había sido domeñado en brillantes bucles que le llegaban casi a los hombros. Sus labios henchidos y rojos mostraban radiantes dientes, y su nariz era respingona. No era un rostro bonito pero tenía un aspecto de constante alegría que era muy atractivo y hasta fascinante. Regina era grave y reflexiva. Aquella niña —Bernadette, ¿no era así como se llamaba?— quizá nunca había llorado de temor por su vida y probablemente no tenía otros pensamientos que los de su propia satisfacción infantil. Al igual que Regina, tenía cuatro años.
Casi había llegado al muro pero sin ver a Joseph, al acecho en las sombras. Miraba alrededor con jubilosa malicia y cuando la nodriza, emitiendo reproches en voz alta, estaba casi encima de ella, se proyectó a un lado como una ardilla, chillando con traviesas risas, mostrando sus pantaletas y sus rollizos muslos. Corría muy veloz y pronto se perdió entre los árboles y la jadeante nodriza, casi anciana, se detuvo para recobrar el aliento, meneando la cabeza.
El lento crepúsculo de la primavera comenzó a inundar los jardines, y Joseph, dando media vuelta, inició su larga caminata de regreso a Winfield. Se elevaba del suelo una neblina y los gozosos silbidos de los petirrojos se hicieron más altos y más insistentes. El cielo era de un verde puro suave y el anaranjado del oeste habíase tornado escarlata. Una brisa pasó, pesadamente perfumada, por los tibios pinos y las plantas vivas.
Joseph acababa de llegar al cruce de la carretera privada con la principal cuando oyó el traqueteo de ruedas y el rápido repicar de cascos. Miró hacia abajo de la ancha carretera y vio el carruaje aproximándose, una victoria abierta tirada por dos preciosos caballos blancos. Un cochero, joven y de magnífica librea, conducía los caballos y en su ancha y belicosa faz los ojos estudiaron a Joseph, mientras hacía restallar su látigo al tirar el carruaje para entrar a Willoughby Terrace. Pero Joseph no le miraba a él. Contemplaba fijamente al ocupante de la victoria, y no tenía la menor duda de que se trataba del alcalde Tom Hennessey porque había visto su litografía en la página de un periódico que envolvía su almuerzo.
Debido a que la señora Hennessey era joven, Joseph pensó ver un marido joven, ya que la fotografía había sido halagadora. Pero Tom Hennessey parecía ser un hombre, por lo menos, cercano a los cuarenta años, un ancho y alto individuo, guapo, de rostro rojizo y estrechos ojos gris pizarra y una boca voraz, casi brutal. Tenía largos labios de irlandés, al igual que Joseph, pero sobre ellos sobresalía el ancho caballete de la nariz, dando a su semblante una expresión arrogante y truhanesca. Su mentón afeitado, lo mismo que su labio, era recio y con hoyuelo. Vestía de paño fino color canela, con gabán de aterciopelado marrón, y su chaleco estaba ricamente bordado. Se cubría con un alto y reluciente sombrero, bajo el cual abundaba su ondulado y castaño cabello y sus patillas pardas. Tenía aspecto potente, viril y cruel, aunque su boca estaba automáticamente disciplinada en una mueca cordial y bienhumorada. Sus manos enguantadas cogían un bastón de ébano con puño representando una cabeza de oro y sus joyas eran destellantes y considerablemente vulgares.
Los viajeros a pie eran escasos por Willoughby Terrace y la atención de Tom Hennessey fue captada por la visión de aquel alto y flaco joven con ropas de mendigo, botas de obrero y gorro de lana. ¿Un criado? ¿Un jardinero? Tom Hennessey poseía los dones congénitos del político de aguda observación y no pasaba por alto nada, por insignificante que pudiera parecer. Los hundidos ojos azules de Joseph fueron escrutados rectamente en súbita confrontación con los implacables ojos grises del hombre de más edad. Resultaba absurdo para el alcalde, pero algo que se había acelerado repentinamente, se disparó como un resorte entre ambos y el alcalde tuvo plena conciencia de ello lo mismo que Joseph. El alcalde tocó la espalda de su cochero con la punta de su bastón y el hombre refrenó los maravillosos caballos hasta detenerlos muy cerca del desconocido.
El alcalde poseía una voz sonora y rotunda, la voz de un político desvergonzado que por añadidura era afable y meliflua, entrenada como estaba en el engaño insidioso.
Le preguntó a Joseph:
—¿Vives en alguna de estas propiedades, muchacho?
Joseph quería alejarse con un murmullo por respuesta, pero su propio interés en el alcalde le mantuvo cerca de las cabezas de los caballos.
—No —dijo—. No vivo aquí.
Tom Hennessey había nacido en Pensilvania pero su padre nació en Irlanda y recordaba perfectamente el pronunciado acento que ahora parecía un eco en la voz de Joseph. Se agudizaron las pupilas de Tom. Estudió a Joseph con calma, pero a fondo, desde su asiento en la victoria.
—¿Qué es entonces lo que haces? —preguntó exhibiendo su falsa sonrisa. Pero la sonrisa no tenía el ingenuo encanto de un Daniel Armagh, sino el encanto de un pícaro nato.
Joseph le contempló en silencio, sin el menor azoramiento. Sus anchos y enjutos pómulos, salpicados de pecas, parecieron hacerse más salientes.
—He salido a dar un paseo —replicó. Ahora sintió cierta inquietud. Si aquel hombre hablaba con su esposa sobre el aspecto de Joseph y sus entonaciones irlandesas, entonces ella sospecharía inmediatamente que se trataba de Joseph. En ello no habría peligro, pero para Joseph el mundo entero era peligroso y no debía ser informado. Añadió, tras una pausa—: Soy ayudante de jardinero.
—Ya, claro —gruñó el alcalde.
De no haber sido tan portentosas las noticias del día y de no estar regresando apresuradamente a casa desde Winfield para hacer el equipaje y emprender el rápido viaje hacia Washington, como senador recientemente confirmado por la legislatura estatal, se hubiera tomado el tiempo necesario para satisfacer su curiosidad acerca de Joseph. Bruscamente ordenó al cochero que arrancase y los caballos reemprendieron el trote. Pero Joseph siguió inmóvil, observando el vehículo hasta que quedó fuera de visión, tras una curva de la carretera. Esbozó una sonrisa. Su idea de que la decisión concerniente a la adopción de Regina había sido más que certera, quedaba confirmada. Un padre como aquél hubiese envenenado el alma de Regina con su propia vulgaridad y sensualismo. Irlandés cochambroso, masculló Joseph para sí mismo, en escarnio, mientras caminaba rápidamente hacia la ciudad. Entonces ¿es que Norteamérica no tenía orgullo cuando podía dar honores a sujetos como Tom Hennessey y elevarlos a cargos tan importantes? Por vez primera en años, Joseph comenzó a silbar en su camino de retorno a Winfield, sintiendo ligero su joven corazón, como no lo había sentido desde su infancia. Si los Tom Hennessey podían convertirse en ricos, famosos y respetados en aquella Norteamérica, entonces un Armagh también lo podía conseguir, y con más facilidad.
Pensó en lo que había visto y miró hacia atrás, por encima del hombro, a la niebla plateada que soplaba sobre las difuminadas colinas verdes, y le pareció que era la visión más seductora que jamás contemplase y que debía vivir allí algún día, no muy lejano. Sería el hogar de Sean y Regina con él mismo como guardián tras altos muros, y quizá la paz que había experimentado durante una hora, más o menos, volvería a sentirla hasta el término de su vida. No era la alegría, ni la riqueza en sí misma, ni las risas y canciones, viajes, belleza, obsequiosidad y servidumbre, ni amor; no, él solamente quería paz y olvido hasta el bendito momento en que pudiera apartar la mirada de todo ello, definitivamente.
Era ya de noche cuando llegó a su pensión y de nuevo leyó lo que había leído por vez primera el pasado noviembre en una noche negra y tormentosa, acometido por su sufrimiento y pensó y se dijo a sí mismo: lo haré el próximo domingo.