La noche siguiente, al regresar a su pensión, Joseph fue acogido en la puerta por su menuda patrona, una viuda ya anciana con un semblante inocente, puro y crónicamente aprensivo, ya que la vida para ella no había sido más amable que para el propio Joseph. Sin embargo, esto produjo en la señora Alice Marhall un efecto opuesto: la hizo tan compasiva de los demás que lloraba al aceptar el dinero que sus pensionistas le pagaban semanalmente, conocedora de sus interminables tareas pesadas y la desesperada situación de aquellos hombres jóvenes y viejos sin familia ni comodidades. Como ella tampoco había conocido estos dones —aunque nunca supo lo que era un paroxismo de autocompasión—, sentía una infinita pena por ellos. En su alma tímida ninguna amargura se había aposentado, ni el odio hacia Dios y los hombres, ni el rencor vengativo. En parte era debido al hecho de que poseía muy escasa inteligencia y en parte a su fe que nunca era sometida a dudas ni preguntas. Para la señora Marhall, «Dios sabía lo que era mejor, siendo nuestro consuelo y nuestro auxilio» y rezaba fervientemente no sólo por «los paganos» y los esclavos negros sino por toda persona a quien su minúscula facultad de pensar evocaba por unos instantes.
Joseph hubiese sentido inmediato desprecio por ella —ya que sus conversaciones estaban siempre repletas de piadosos y bíblicos aforismos—, pero le recordaba a su abuela materna, que murió depauperada durante el hambre. Tenía la misma simplicidad inconmovible, la misma paciencia y sinceridad, la misma mirada ausente y lejana de quien ha conocido y ha visto indecibles padecimientos y penas, aceptándolo todo con una conmovedora conformidad. Pero la expresión aprensiva de los inocentes brutalizados permanecía en su pequeña cara pálida, en la mirada ansiosa de sus enturbiados ojos grises, en la nerviosa sonrisa apaciguadora, en los leves movimientos sin sentido de sus manos. Su vestido negro era verdoso en sus anticuados pliegues y corte, su bonete similar a una cofia estaba siempre blanco y atado bajo la barbilla con lazos, y su delantal relucía bien almidonado y nunca tenía una sola mancha. A Joseph le causaba la impresión de un ave vieja y hambrienta y sus manos estaban agrietadas por el jabón casero y las faenas, ya que nadie la ayudaba en su decrépita casa y efectuaba todas las tareas relacionadas con la pensión, incluyendo el vaciado y limpieza de cubos y recipientes de toda índole.
Algunas veces irritaba a Joseph con sus homilías y su preocupación por él y los otros pensionistas —cuando ella podía abordarle por sorpresa—, pero nunca le rehuía con secas palabras ni mostraba abiertamente su impaciencia. Había perdido su propia ingenuidad hacía ya mucho tiempo, pero el candor de seres como la señora Marhall siempre le inspiraba cierto respeto. Además, había sido educado en el respeto a los mayores, aunque fueran seniles, y a honrar a los ancianos aunque sólo fuera por los males que la vida les infligió a través de largos y monstruosos años. ¿Por qué no habían aprendido a soportar con entereza y no eran valerosos?
Aquella noche abordó a Joseph apenas entró en la casa —mojado y calado por el frío— con su sarmentosa mano tendida, aunque no le tocó. Pronto supo que Joseph rehuía del contacto con los demás, por lo cual la mano tendida en muestra de simpatía y consuelo maternal ni siquiera rozó su manga. Sostenía una botella taponada con un corcho y sonrió tímidamente.
—Señor Armagh —dijo con su voz que era apenas un susurro—, le oí toser toda la noche, al igual que ha tosido por semanas, pero la última noche fue terrible, realmente terrible. Y yo… he preparado un elixir para usted, que era el remedio de mi padre para todas las enfermedades, pero principalmente las de pulmones y garganta, y espero que lo aceptará y no pensará que estoy entrometiéndome…
Pese a su falta de una aguda inteligencia, tenía la percepción elemental de una criatura, y conceptuaba a Joseph un joven orgulloso y tan remoto e indiferente hacia los demás como un torreón en una colina.
Los labios de Joseph se apretaron y entonces vio los suplicantes ojos de ella, siempre acuosos y turbios, y pensó de nuevo en su abuela, que dio su último pedazo de pan a una muchacha preñada. Cogió la botella, y la viuda dijo:
—Es muy bueno, de veras. Tomillo, marrubio, miel y un poco de acedera. Es inofensivo, pero muy efectivo.
—Gracias —dijo él. A ella le gustaba aquella voz «extranjera», honda, resonante y cortés, con su matiz cantante—. Me agradaría pagarle lo debido por esto, señora Marhall.
Estaba a punto de negarse, ofendida, cuando recordó su orgullo. Apartó la mirada.
—No es nada, de veras. Yo cultivo estas hierbas en mi jardín, y tenía un poco de miel que me quedaba del verano, regalada por una amable persona que tiene colmenas… —al mirar de nuevo a Joseph, añadió abruptamente—: Tres centavos serán más que pago suficiente, señor Armagh. El día que cobre.
Se colocó la botella en el bolsillo, inclinó gravemente la cabeza, disponiéndose a subir los peldaños hasta su habitación para asearse y luego unirse con los otros hospedados en lo que la señora Marhall, con cierta exageración, llamaba su «comedor». Pero la señora Marhall, aclarándose la garganta, dijo:
—Tuvo un visitante, señor Armagh, pero me pareció un visitante muy peculiar…
Joseph pensó inmediatamente en el alcalde Hennessey.
—¿Un policía? —preguntó, abandonando el primer peldaño y volviéndose hacia la señora Marhall, que vio su semblante asustado y retrocedió—. ¿Peculiar? —inquirió en voz más alta—. ¿Qué quiere decir con ello? ¿Cuál era su nombre, su aspecto?
Ella alzó las manos, palmas hacia afuera, como si quisiera parar un golpe y de nuevo, al contemplar Joseph aquel gesto, sintió lástima. Trató de sonreír.
—Soy un extranjero —dijo— y no conozco a nadie, o sea que ¿cómo podría tener visitante? Simplemente me sorprendió.
Pero la señora Marhall desde la infancia estaba familiarizada con el temor, vio el miedo en los ojos de Joseph y tembló. Dijo en tono tartamudeante y rápido:
—Oh, estoy segura que no era nada alarmante, señor Armagh, no era un policía, ¿por qué iba a venir a verle un policía? Era solamente un… caballero… más bien un caballero algo tosco, que no era realmente un caballero… ¡Oh, vaya, me temo que embrollo las cosas! Era sólo un hombre fornido que trataba de hablar amablemente, pero un poco áspero de modales, y mantenía su sombrero en las manos, saludándome y dijo que era un amigo suyo. Preguntó si usted vivía aquí.
Joseph dominó su acelerada respiración. El alcalde Hennessey no necesitaba enviar a un hombre para esta información. La Hermana Elizabeth hubiera podido dársela, y ahora se dio cuenta de lo absurdo de pensar que el alcalde iba a mandarle un mensajero y relajó el cuerpo.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Señor Adams. Esto es lo que dijo. Un viejo amigo. Parecía conocerle, señor Armagh. Hizo su descripción y era exacta, dieciocho años aproximadamente, alto y delgado con espeso cabello castaño rojizo, y dijo que trabajaba en un aserradero. ¡Válgame Dios, espero no haber cometido un error al admitir que usted vivía aquí, señor Armagh! Además le dije que usted vivía aquí desde hace cerca de tres años y era muy respetable, cortés y pagaba fielmente, y que no tenía la menor queja. Entonces dijo que le complacía oírmelo decir, y que realmente se trataba de usted. Le pregunté si deseaba dejar un mensaje y dijo que no, pero que le vería el domingo.
Se sintió tan reanimada por la repentina sonrisa fría de Joseph, que emitió una risita aplicándose la punta del delantal sobre un ojo.
—¡Oh, usted sabe quién era él, señor Armagh, y me siento tan aliviada!
O sea, meditó Joseph, que el viejo Squibbs quiere asegurarse de quién soy, y queda garantizado de que vivo en esta casa hace ya tiempo, que soy honrado y no un ladrón que se escabullía con su cosecha de un beneficioso domingo.
—Le llamó a usted Scottie[6] —dijo la señora Marhall— y pienso que fue irrespetuoso. Los apodos siempre son descorteses… a menos que sean empleados por amigos.
—Es un viejo amigo —dijo Joseph, y sonrió de nuevo con escaso humor—. ¿Preguntó si yo tenía familia o algo por el estilo?
—Pues sí, y esto me sorprendió un poco, ya que si era un viejo amigo, tendría que saberlo, ¿no es así? Le dije que no, que usted no tenía familia, que era un huérfano de un lugar de Escocia…
—Edimburgo —dijo Joseph.
La señora Marhall asintió.
—Edimburgo. Sí, esto fue lo que le dije. Y que no tenía familiares, que por lo menos nunca mencionó a ninguno, y esto es muy triste. Estuvo de acuerdo.
Taciturno por naturaleza, Joseph no había hablado de su hermano y hermana a nadie en la ciudad. Cuanto menos sabe cualquiera de uno tanto mejor, era su completa convicción, y los menores intentos que hiciesen para ser amistosos serían intrusivos y más tarde, quizá, peligrosos. De niño ya había aprendido a estar silencioso en presencia del Sassenagh y en caso de ser arteramente interrogado, decir la menor cantidad de cosas. Esta lección, fortalecida por su natural reserva en lo concerniente a sí mismo y su desconfianza natural, fue una que nunca olvidó. Daniel Armagh no fue capaz de comprender la reserva de su hijo mayor y su cautela aun en presencia de la familia, ya que Daniel, por temperamento, había aceptado con confianza a todos los hombres y también, pensaba con frecuencia Joseph, había pagado cara su insensatez.
—No puedes sospechar, Joey, como si fueras un mísero sin fe o un ladrón vagabundo, y no tener confianza en ninguna criatura. Si todos desconfiasen de todos y no tuvieran amor ni fe, ¿cómo sería nuestro mundo?
Mucho más seguro, había pensado el niño Joseph. Pero sólo dijo:
—Siento ser así, papá, y no pretendo ser irrespetuoso.
No había nadie que pudiera relacionar a Joseph Armagh de Filadelfia Terrace, el joven escocés de Edimburgo que trabajaba en un aserradero del río y no tenía ningún familiar, con el orfanato de St. Agnes, un oscuro, rudimentario, oculto y pequeño edificio en la peor parte de la ciudad y además desconocido, excepto por los católicos. Nadie sabía de su hermano y hermana ni que era irlandés y «papista», aunque esto fuera sólo nominalmente.
—O sea que me verá el domingo —le dijo Joseph a la señora Marhall—. Yo le esperaba para entonces, no hoy. Buenas noches, señora.
La viuda cruzó sus maltratadas manos bajo el delantal y contempló a Joseph subir las escaleras con el desatinado cariño de una madre. Un muchacho digno de aprecio, limpio y orgulloso, que llegaría lejos porque era un caballero pese a su trabajo y a su pobreza; rezó una plegaria algo ingenua aunque ferviente por él y quedó complacida.
Joseph se aseó en el palanganero, vaciando cuidadosamente la jofaina en el cubo y bajándose las enrolladas mangas azules. Contemplaba la botella de «elixir». No podía hacerle daño. Las mujeres ancianas, incluyendo su abuela, en Irlanda, eran únicas en reunir hierbas que mezclaban en brebajes de gusto endiablado, pero recordaba que eran eficaces con frecuencia. Por lo menos, nunca oyó decir que matasen a nadie. Su tos estaba haciéndose más enojosa y agotadora desde su catarro, y pensó en la «consunción» tan pródiga entre los de su raza. En consecuencia, descorchó la botella, bebió parte de su contenido y, ante su sorpresa, no era infecta y suavizaba el resquemor de su garganta. Tendría que acordarse de llevarla al trabajo al día siguiente junto con el almuerzo, envuelto en periódico, que le preparaba la señora Marhall.
La identidad de John Tyler, los nombres de los siete estados sudistas que se segregaban de la Unión, el asunto inicial en Fort Sumter, la agonía del presidente Lincoln, eran en total hechos sin importancia para Joseph Armagh mientras avanzaba el invierno. El mundo de los hombres, excepto en lo tocante a él mismo y a su familia, carecía de importancia. No gastaba ni un penique en diarios; nunca se detenía en las calles de la ciudad a oír los gritos y las coléricas palabras de nuevas multitudes; no escuchaba a sus compañeros de trabajo hablando excitadamente de Buchanan, Cobb, Floyd y el comandante Anderson. Eran gente extraña en un mundo extraño que no le concernía en absoluto. El lenguaje que hablaban no tenía resonancias en él, sus vidas no se relacionaban con la suya ni tampoco lo permitía. Cuando la señora Marhall le dijo en cierta ocasión, atemorizada:
—Oh, ¿no es terrible, señor Armagh, esta amenaza de guerra entre los estados?
Replicó con impaciencia:
—No me interesa, señora. Tengo demasiadas cosas en que ocuparme.
Ella le había mirado atónita, con incredulidad hasta convencerse, y aunque siempre le había considerado enigmático y por encima de su simple comprensión, ahora sentía como si él no fuera de su carne o sangre y no poseyera ninguno de los sentimientos de los hombres ni ninguna de sus preocupaciones. Se sintió casi tan hondamente atemorizada como rara vez lo estuvo en su vida de sufrimientos. Se retiró silenciosamente, meditando, sin poder llegar a ninguna conclusión.
El tren del presidente Lincoln pasó por Winfield en su trayecto a Pittsburgh, y un asueto fue concedido de modo que los hombres pudieran ir a la estación para tener un breve vistazo del hombre melancólico que se dirigía a Washington para iniciar su mandato como presidente. La mayoría no lo quería mal, especialmente ahora que la amenaza de guerra iba en aumento, pero las sugerencias de un posible asesinato los excitaba y no se hubieran sentido demasiado apenados si tal posibilidad se hubiera cumplido, por casualidad, ante sus ojos. Sus vidas eran tan tediosas, oscuras, tan carentes de alegría y diversión o de sucesos notables, que una calamidad nacional les hubiese excitado. Pero Joseph Armagh, tan indiferente al señor Lincoln como lo era a la existencia de la más lejana estrella, no fue a la estación. No le interesaban los acontecimientos excepto si le amenazaban a él, a Sean y a Regina, ya que con mucha fuerza y demasiado joven había experimentado angustia, frenesí y dolor, y si meditaba en su relación con el mundo en conjunto, pensaba en él como en un enemigo.
No alentaba siquiera ningún amor activo por Irlanda, sólo recuerdos como los de un sueño. De haberse visto obligado a contestar a un interrogatorio habría contestado:
—No tengo país, ni alianzas, ni lealtades ni vínculos con el resto de la humanidad. El mundo me rechazó cuando yo era un ser indefenso y, por consiguiente, ahora yo lo rechazo con todo mi corazón y con toda la pasión que aún pueda quedarme; sólo le pido que permanezca apartado de mí mientras hago lo que me toca hacer. No intentéis suscitar en mí ningún compromiso con ningún hombre ni nación ni fe ni cualquier causa; no intentéis atraerme entre vosotros, o hablarme a mí como a uno de vosotros. Dejadme en paz, y os dejaré en paz, porque si debiera convertirme en parte de vosotros o comprometerme, no podría soportar por más tiempo la vida. O sea que vivamos en tregua de mutuo aislamiento.
Leía los libros que la Hermana Elizabeth se esforzaba en procurarle, pero no leía las noticias ni quería enterarse del creciente temor y ansiedad de la nación. Leía filosofía, ensayos, poesía y narraciones —todo del pasado— porque para él ahora poseían una verdad eterna y podían interesarle. En cuanto al futuro, le pertenecía solamente a él y nada debía apartarle de su curso, ni guerra ni sangre ni las convulsiones de los hombres.
—Lo suponía un mozo de inteligencia y pensamiento —dijo el Padre Barton a la Hermana Elizabeth.
La monja inclinó la cabeza, mirándole al preguntar:
—¿Sí, Padre? ¿Y no lo es?
—Intenté hablarle de la guerra que nos amenaza y lo que acarrea. Hermana.
La monja, como si le hablase a un niño, replicó:
—Padre, hace largo tiempo que Joseph se abstrae de los asuntos del mundo. Es como un sextante apuntando únicamente a una estrella —al comprobar que el sacerdote todavía no lograba comprender, añadió afablemente—. No se atreve a dejar que nada le afecte, porque su alma es como un sutil cristal desgastado que podría desmenuzarse a un simple roce.
—¡No es el único que ha sufrido en este mundo! —replicó el cura con desacostumbrada aspereza.
—Cada uno de nosotros responde a los acontecimientos de acuerdo con nuestra naturaleza. Algunos con fe y fortaleza, y otros desastrosamente. ¿Puede acaso algún hombre comprender a otro? No, solamente Dios, y lo que está entre Dios y Joseph sólo a ellos les pertenece.
—Temo por su alma —dijo el Padre Barton.
—Yo también comparto este temor —dijo la Hermana Elizabeth.
Pero el cura sospechó que ella sentía temor por una razón distinta a la suya, una razón que nunca lograría comprender. Sólo pudo lamentarse:
—Dudo que tenga un alma como el cristal. Como piedra, es más probable, Hermana. Usted es imaginativa.
Esta conversación no hubiera interesado en absoluto a Joseph si la hubiese oído. Pagaba ahora al convento un dólar extra a la semana, al encauzarse la larga tortura del invierno hacia la primavera. Por temor a caer enfermo gastaba cincuenta centavos extra por semana en comida para él, y compró un grueso par de botas para proteger sus pies de la nieve. Aquel invierno creció cinco centímetros y aparentaba más de diecisiete años.
Cada domingo, armado con una cachiporra siempre depositada en el asiento a su lado, conducía un carromato de ostensible grano y pienso por las diversas cantinas en la ciudad. Cada domingo recolectaba de cincuenta a cien dólares en pago por la carga ilegal que transportaba bajo los sacos de arpillera. El dinero le era entregado envuelto en un papel parduzco, en rollos apretados atados con grueso cordel, que guardaba en sus bolsillos. Entregaba el dinero a Squibbs que estaba altamente satisfecho con el más reciente de sus empleados, a tal extremo que después de los primeros meses ni siquiera contaba el dinero en presencia de Joseph. Gratificaba a sus «mozos dominicales» con cincuenta centavos extra para un almuerzo, pero Joseph no los gastaba. Los ahorraba junto con dos de los cuatro dólares que ganaba el domingo; se había fabricado una especie de cinto para conservar el dinero en torno a su cintura, ya que no quería dejar los billetes en su hospedaje.
La policía nunca le detuvo ni interrogó, y él sentía demasiada indiferencia para preguntarse la razón, aunque los diez dólares prometidos por Squibbs hubieran sido bien acogidos, aun a costa de una noche en la cárcel. Pero por algún motivo no le daban nunca el alto.
—Parece estúpido, como un maniquí —dijo el hermano de Squibbs—, y ésta es la razón por la cual la policía ni siquiera se fija en él. Si lo hiciesen pensarían que tenemos bastante sentido común como para no contratarle para transportar licor.
—Tanto mejor —rió Squibbs—. Pero no tiene aspecto de estúpido. Más bien parece como alguien que ni siquiera vive en la tierra. Sin embargo, tiene en sus ojos una mala mirada, y si uno trata, simplemente, de ser agradable o hacer una broma, le mira a uno como si viera veneno.
Los pensamientos de Joseph Armagh eran fruto de largas meditaciones que hubiesen abrumado a la Hermana Elizabeth. El dinero aumentaba en su cinto. Lo contaba casi a diario. Billetes grasientos de gran tamaño que le eran más preciosos que su propia vida. Eran los pasaportes que garantizaban el paso a la existencia para su hermano y hermana. Sin aquel dinero, estarían para siempre apartados del mundo en el que debían vivir —y que nunca sería el suyo—. Mientras pasaban los meses, lo que alentaba en su interior se hizo más tenso, rígido y más peligroso.
La Confederación estaba haciendo planes activos para la guerra. Poco tiempo después de entrar en ejercicio el presidente Lincoln, tres miembros de una comisión sudista acudieron a Washington para discutir con él un acuerdo, más o menos amigable, sobre deudas públicas y propiedades públicas, acuerdos que serían llevados a efecto tras la total separación entre la Confederación y la Unión. Informaron a Lincoln en los términos siguientes: «Somos los representantes de una nación independiente, tanto de hecho como de derecho, y poseemos nuestro propio gobierno, perfecto en todas sus partes y respaldado por todos los medios de ayuda propia y deseamos solamente un arreglo acelerado de todas las cuestiones en litigio sobre la base de la amistad, buena voluntad y mutuo interés». A lo cual Lincoln replicó con pesar que su nuevo Secretario de Estado, William H. Seward, de Nueva York, contestaría a su debido tiempo.
El presidente comprendía el orgullo lastimado, la honda cólera que alimentaba el Sur y sabía que, de acuerdo a la Constitución, tenían todos los derechos para separarse de la Unión. Oponerse, emplear la fuerza contra el Sur, era anticonstitucional, y nadie lo sabía mejor que el presidente. Pero como amaba a su país, tanto el Norte como el Sur, y estaba tan aterrorizado como podía estarlo un hombre de su temple. Más allá del Atlántico se hallaban las viejas naciones codiciosas, las naciones imperialistas que suspiraban por aquella nueva y floreciente nación, que no deseaban más que verla separada y debilitada o enzarzada en una sangrienta guerra entre hermanos, de modo que pudieran abatirse sobre ella y azuzar la división entre sus miembros. Fue en aquellos momentos cuando la Rusia Imperial mencionó casualmente al Imperio Británico, mediante los cautos oficios de los embajadores, que si Inglaterra abierta y solapadamente tomaba parte activa en el conflicto que se avecinaba y efectuaba incautaciones antes que otros tuvieran también la oportunidad de hacerlas, los sentimientos de Rusia no serían precisamente cordiales. La Gran Bretaña, nunca impulsiva, se puso a considerar la situación, aunque abiertamente declaró su simpatía hacia el Sur, una declaración que hizo sonreír al zar entre los rizos de su magnífica barba.
Este episodio, vagamente mencionado en los periódicos norteamericanos, debía haber interesado a Joseph Armagh, pero no fue así. Era un ente tan apartado y tan desapasionado de su mundo como una sombra. Vivía su interna y secreta existencia, absorto en su temible concentración de voluntad que se había entrenado en un duro aprendizaje, como un arma lista para el ataque.
En el caluroso día de abril en que el capitán George James abrió fuego en Fort Sumter, Joseph Armagh, tras su día de trabajo, inició la marcha de seis kilómetros hacia Green Hills, donde vivía el alcalde de Winfield. La vociferante excitación en la ciudad era para él como un lejano ladrido de perros, careciendo de significado.