—Joseph, muchacho —dijo la monja tendiéndole la mano.
Era una mano encallecida por interminables y duras faenas, pero cálida y fuerte. La suya quedó fría y fláccida en el apretón y la monja lo notó. Pero mostró su engañosa sonrisa suave, pestañeando tras los brillantes lentes, y su sonrosada faz adquirió hoyuelos y era afectuosa bajo la blanca toca y el velo negro. Aunque comía menos que ninguna otra en el convento su corto cuerpo era rechoncho, lo cual era un milagro constante para las jóvenes monjas bajo su dirección.
—¿Dónde están Sean y Regina? —preguntó Joseph sin corresponder a la sonrisa. Se erguía ante la monja en reto amenazador y el persistente temor volvía a surgir.
—Joey, siéntate, y déjame conversar contigo —dijo la Hermana Elizabeth y añadió—: No temas. Los pequeños te esperan y no tardarán en venir. Pero tengo algo importante que decirte.
—¡Están enfermos! —dijo Joseph en voz alta y acusadora, y su acento la hizo más áspera.
—En absoluto —dijo la Hermana Elizabeth y ya no sonreía. Su semblante se hizo severo y autoritario—. Sigue en pie, si así lo quieres, y no te sientes. Eres un mozo muy terco, Joey, y estoy disgustada. Pensé que podría hablar contigo como le hablaría a un hombre sensato, pero creo que es imposible. Bueno, ¿observaste el hermoso carruaje que está afuera, esperando?
—¿Qué tiene que ver conmigo? —indagó Joseph—. ¿O es que acaso alguien ofrece un buen trabajo con excelente salario, Hermana? —y sonrió con escarnio ante tal idea descabellada.
—Ah, Joey —suspiró la Hermana Elizabeth. Le tenía cariño al muchacho. Le recordaba a sus inquietos y valientes hermanos en Irlanda, todos muertos de enfermedad y privaciones—. La vida no es así de fácil y fantasiosa.
—No hace falta que me lo diga. Lo sé. Hermana.
—Sí, Joey, no lo ignoro —y lo miró con oculta compasión—. Bueno, debo explicártelo. Ha venido una hermosa dama, joven pero verdaderamente gentil, esposa de un caballero de excelente posición. Ella tiene sus riquezas y es en su casa donde vive con su servidumbre; es casi el único sostén de nuestra iglesia en Winfield y es quien paga nuestro alimento, refugio, ropas y zapatos, y también hace donaciones para las misiones y un seminario. Pero toda bolsa tiene un fondo, según se suele decir, y ella hace todo cuanto puede. Tiene una hijita, de la misma edad que Mary Regina, pero desgraciadamente no puede tener más hijos. Su gran corazón suspira por otra hija, pero no podrá ser. Es la voluntad de Dios. O sea que desea adoptar…
—¿A Regina? —dijo Joseph en un tono que parecía una imprecación. Hizo un ademán furioso como si fuera a golpear a la monja ante la cual seguía erguido—. ¿Es esto lo que quería decirme?
—Joey…
—¡Cómo se atrevió a mostrarle Regina a ella! —y su voz se elevó en grito truncado de rabia y afrenta—. ¿Acaso no pago por mi hermana? Usted me la robaría, pese a sus melosas promesas. ¡Usted me mintió!
La monja avanzó, sus facciones tan duras como las de él y, cogiéndole por el brazo flaco, le sacudió.
—No me hables así, Joey, o te dejo y no hablamos más. En verdad, te dejaría ahora mismo si no fuera por Mary Regina y su futuro. Yo no mostré tu hermana a esta dama, a quien llamaré señora Smith porque no debes saber su nombre. Ella vio a la niña en una de sus visitas de misericordia a este orfanato, cuando nos trajo piezas enteras de lana, franela, algún dinero, se encariñó inmediatamente con la niña y pensó en ella como una hermana para su propia hijita.
En la pausa se suavizaron un poco las facciones de la monja.
—Cálmate, Joey. Aparta por un momento el furor de tu mente. ¿Qué porvenir tiene Mary Regina aquí, en esta ciudad? Tienes solamente dieciséis años, pobre mozo. Estás medio muerto de hambre, vives míseramente y, aunque no me lo hayas contado, lo sé. También tienes un hermano. La existencia no es grata para los irlandeses en América, como ya has descubierto por ti mismo, y puede que nunca lo sea. Hemos de mantener cerradas las puertas de la iglesia excepto durante la misa y también las del orfanato. Hace menos de dos meses unos malvados forzaron la entrada al templo, derribaron el altar, profanaron la hostia y golpearon al Padre Barton que intentó, en vano, contenerlos. Robaron nuestros candelabros, rompieron nuestro crucifijo y mancillaron la sacristía. Tú lo sabes, Joey, y he oído decir que, en otras ciudades de América, se ataca a los católicos y la iglesia. No hace sino un mes que la Hermana Superiora, en su convento de Boston, fue golpeada casi hasta la muerte, sus monjas atacadas y las hostias en la adjunta iglesia fueron dadas como alimento a los caballos, o pisoteadas en el arroyo.
Alzó sus ojos al crucifijo de la pared, con su semblante pálido y lágrimas en sus pestañas. Pero continuó hablando con serena resolución:
—¿Qué clase de vida se presenta ante Mary Regina, que necesita un hogar, el cariño de una madre y un futuro de paz, comodidad y educación? En el mejor de los casos puedes ganar salarios más elevados, pero, a no ser por un milagro, pasarás muchos apuros para mantenerte a ti mismo y a Sean durante muchos años. Mientras, vivirás como vives, no habrá esperanza para Mary Regina, y poca para ti y Sean.
Joseph escuchaba con rígida actitud hostil.
—¿Acaso los hijos de tus padres muertos no merecen más que esto? Tú eres un hombre, Joey, Sean pronto lo será, y la vida no es tan dura para los hombres como lo es para las mujeres, esto lo sabemos. Vosotros os las compondréis, pero ¿qué será de Mary Regina? ¿Te atreverás a negarle a ella lo que puede tener… calor, buenas ropas, cuidados y afecto, maestros, buen ambiente y, más tarde, un buen matrimonio? Si la privas de todo esto, Joey, la condenarás a toda una vida de miseria. ¿Has pensado en lo que inevitablemente le traerán los años si sigue aquí? Podemos enseñarle lo elemental y sus deberes domésticos, pero cuando tenga catorce años no podremos guardarla por más tiempo aquí, ya que su sitio debe ser dado a una muchacha más joven. No nos queda elección. En consecuencia, Mary Regina, al igual que hacen todas nuestras muchachas, deberá ingresar a servir y será una sirvienta despreciada toda su vida, sus modales serán humildes, deberá inclinarse ante aquellos que abusarán y se mofarán de ella y la tratarán con menos gentileza que a sus caballos y perros.
Joseph denegó lentamente con la cabeza.
—Ya sé que me has dicho, Joey, que cuando Mary Regina tenga catorce años ya estarás capacitado para darle un buen hogar conseguido por ti mismo. Esto en menos de once años. ¿Lo crees realmente posible, Joey?
—Sí —afirmó Joseph, y en la escasa luz de la lámpara y la semipenumbra que ahora llenaba la sala de recepción su rostro era el de un hombre de mucha más edad, resuelto.
La monja suspiró de nuevo, bajando la vista hacia sus manos prietamente entrelazadas.
—No conoces el mundo, Joey, pese a todo lo que ya has soportado. Eres muy joven y por lo tanto para ti nada parece imposible. Pero, Joey, casi todos los sueños de la juventud se quedan en nada, y esto lo he comprobado por mí misma. Yo he visto centenares de jóvenes corazones animosos derrumbarse y morir en la caída de sus ilusiones. Y he oído el silencio de la desesperación más veces de las que quiero recordar.
Su voz rotunda, habitualmente tan aplomada, se matizaba ahora con melancolía. Tras unos instantes prosiguió:
—Joey, no negaré que puedas abrirte paso y bien. Pero no con una hermana a la cual cuidar y proteger. Debes también pensar en Sean. No prives a Mary Regina de la madre, del cariño y del hogar que esta bonita dama le ha ofrecido en puro impulso de bondad y ternura de su corazón. No te atrevas a hacerlo, Joey.
Una intensa concentración hizo más compactas las facciones del muchacho y sus pálidas mejillas parecieron hundirse como las de un anciano. Sus profundos ojos azules se posaron con fijeza en la monja y su ancha boca delgada era como una hoja de acero. Se había quitado su gorra de obrero al entrar en la sala y su alborotada melena roja colgaba en mechones sobre su arrugado entrecejo, sobre sus orejas y nuca. Su rostro expresaba, a la vez, sombría desolación y rabia concentrada.
—Piensa, Joey, antes de hablar —dijo la Hermana Elizabeth, y su voz era amable y conmovida.
Joseph comenzó a caminar hacia arriba y hacia abajo de la pequeña estancia, firme y lentamente, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente sin ver ante él. La Hermana Elizabeth notó su lividez enfermiza, sus pecas resaltando, su espantosa flacura, sus raídas ropas, y su corazón se crispó en dolorida compasión. Un mozo tan valiente, con un espíritu tan fuerte y sin embargo no era más que un mozo, un huérfano un poco más grande que muchos de los que residían en el orfanato. Cerró los ojos y rezó: Mi Señor Bienamado, haz que él tome la decisión adecuada, por su propia salvación futura.
Súbitamente se detuvo ante la monja y de nuevo amagó aquel gesto de fiera intimidación. Su saliente y casi ganchuda nariz era como un tétrico y brillante hueso en su pétrea cara.
—Déjeme ver a esta preciosa señora —dijo.
Casi a punto de sollozar de alegría, la Hermana Elizabeth saltó en pie y anadeó rápidamente, saliendo de la estancia. De nuevo a solas, Joseph se volvió, acechando el crucifijo. Parecía destellar de vida al oscilar, en oleadas sobre el marfil, el alternado resplandor y amortiguamiento de la luz de la lámpara. Joseph apenas sonrió y meneó la cabeza como sombríamente divertido por algo que para él no tenía significado pero que, de repente, le había llamado la atención.
La puerta se abrió y entraron la Hermana Elizabeth y una joven dama. Joseph abrió los ojos que ahora estaban hundidos, como si sintiera una dolencia muy honda.
—La señora… Smith —dijo la monja—. Éste es Joseph Armagh, el hermano de Mary Regina, de quien ya le hablé. ¿Joey…?
Contemplaba desanimada al muchacho. Joseph estaba reclinado contra la pared y no se movió ni dijo nada. Estaba escrutando con intensa fijeza a la mujer joven que sonreía esperanzada junto a la Hermana Elizabeth.
Era joven, posiblemente unos diecinueve o veinte años, alta y esbelta, con un delicado y sensible rostro de rosa y perla, con anchos y lucientes ojos negros y una boca escarlata como una hoja de otoño. Bajo un gorro de terciopelo rosa, atado con lazos de satén rosa, su cabello se ensortijaba en ondas castaño claro y bucles. Llevaba un chaquetón corto de una tersa y suave piel oscura, brillante y cara, y su elegante falda anillada era de terciopelo negro con trencilla dorada. Llevaba un manguito en sus manos enguantadas, de la misma piel que el chaquetón. En sus orejas lucía pendientes de diamantes y rubíes y una leve luz escarlata se reflejaba en sus bonitas mejillas. Sus zapatillas eran de terciopelo con tacones bajos y, bajo su falda, había un asomo de pantaletas[5] de seda y encaje.
Estudiaba a Joseph casi con la misma concentración que él; su tímida sonrisa desapareció y su delicado semblante se convirtió en interrogante y retador.
Joseph nunca había visto ninguna mujer tan encantadora, no, ni siquiera su madre, ni ninguna tan ricamente vestida. Un tenue olor a violetas emanaba de ella. Joseph dilató las fosas nasales, sin placer. Ella estaba tan lejana de él como cualquier punto en el espacio en que se le ocurriera pensar y tan ajena como si perteneciese a otra especie. La odiaba y el odio era como ácido en su garganta. O sea que era su dinero el que podía comprar carne y sangre, al igual que cualquier Sassenagh bien nutrido y galoneado que traficase con las manos y lomos de un hambriento irlandés para sus minas, sus tropas y sus fábricas y no dejase tras él más que huesos muertos.
Los dos jóvenes se estudiaban el uno al otro en silencio, y la Hermana Elizabeth miraba ansiosamente de uno a otro y rezaba con íntimo fervor. Hasta que Joseph dijo:
—¿O sea que usted quiere comprar mi hermana?
La Hermana Elizabeth contuvo el aliento y la señora Smith se volvió hacia ella impulsivamente, con una especie de temor que imploraba ayuda y la hacía asemejarse a una muchacha asustada. La Hermana Elizabeth, correspondiendo, la cogió de una mano apretándola para darle ánimos, y habló con severa severidad:
—Joey, esto ha sido de lo más descortés y perverso. No se ha hablado para nada de «comprar» y lo sabes bien.
Intentaba encontrar la mirada de Joseph para reprocharle y ordenarle más comedimiento, pero él no apartaba la vista de la señora Smith. Era como si no hubiese oído. Se apartó de la pared, cruzó los delgados brazos sobre su pecho y pudieron ver sus rojas muñecas y las cicatrices que había en ellas y en sus largas manos.
—¿Tendría a mi hermana como un juguete, una criada, para su propia hija? —preguntó Joseph—. ¿Una Topsy, como estaba escrito en ese libro que he leído acerca de los esclavos? ¿Como en «La Cabaña del Tío Tom», no?
La Hermana Elizabeth estaba sobrecogida. Su redondo semblante enrojeció y sus ojos se dilataron tras los lentes. Pero, ante su asombro, la señora Smith le tocó suplicante el brazo, y dijo:
—Hermana, yo le contestaré al señor Armagh.
La monja se asombró aún más al ver que aquella tímida criatura quedaba convertida, repentinamente, en un ser tan seguro de sí mismo. La señora Smith se enfrentó de nuevo a Joseph pero antes aspiró, con amplitud, mirándole con grave elocuencia.
—No como a un juguete sino como a mi propia hijita amada, hermana para mi pequeña Bernadette, estimada, resguardada y protegida con ternura y devoción. Heredará lo mismo que heredará mi hija. Sólo la he visto una vez y la he querido inmediatamente, y me pareció que era como mía, señor Armagh, y mis brazos sentían anhelo por ella, y todo mi corazón. Nada más sé añadir a lo que he dicho.
La lívida boca de Joseph se abrió para hablar, pero no dijo nada durante unos momentos, mientras las dos mujeres esperaban. La luz de la lámpara, ascendente y fluctuando al menguar, cincelaba y oscurecía sus tensas facciones. Un espasmo deformó su rostro como si sintiera un extremo dolor. Pero su voz fue tranquila al decir:
—Entonces, me dará usted un papel escrito tal como yo le diga, o no hablaremos más de ello. Mi hermana conservará su apellido, aunque se la lleve, ya que es un gran apellido en Irlanda y estoy orgulloso de tenerlo, y mi hermana estará orgullosa. Ella debe saber siempre que tiene dos hermanos, que un día la reclamaremos y hasta este día yo debo verla como la veo ahora, y Sean también debe verla. Entonces se la dejaré, por las ventajas que usted puede darle ahora, como una compañera para su propia hija, pero sólo la dejo, la presto.
—¡Pero esto es imposible! —exclamó la Hermana Elizabeth—. ¡Una niña adoptada toma el apellido de sus padres adoptivos y de su nueva hermana, y no debe conocer otro! Es una protección para la misma niña, de modo que su corazón no esté dividido ni turbados sus pensamientos. Debes comprenderlo así, Joey.
Volvióse Joseph hacia la monja con tremenda repudiación.
—Estamos hablando de mi carne y de mi sangre, ¿no es así, Hermana? La carne y sangre de mis propios padres, ¡el cuerpo de mi hermana Regina! Creo que es usted la que no puede comprenderlo. Un hombre no puede abandonar lo que es de su carne y sangre, dar media vuelta, alejarse y no volverla a ver jamás ¡cómo si se tratase del cerdo o del camero de la familia yendo al mercado! Le juré a mi santificada madre en su lecho de muerte que yo cuidaría de los pequeños, que nunca los abandonaría y no voy a quebrantar mi palabra. Regina es mía, igual que Sean es mío, nos pertenecemos el uno a los otros y nunca nos hemos de separar. Esto es todo cuanto he de decir, Hermana, y si la señora Smith se niega, entonces démoslo todo por terminado.
La señora Smith habló de nuevo con voz implorante y tímida:
—No debe creerme insensible, señor Armagh, ni tampoco una mujer insensata. Me doy cuenta de cómo debe lacerarle el alma tener que separarse de su hermana. Pero tenga en consideración lo que ella poseerá, lo cual usted no puede darle; considere lo que su propia madre desearía. Yo no fui siempre rica. Mi madre y mi padre vinieron a estos territorios para ganarse la vida como madereros, vivieron con estrecheces, como me contó mi padre, y cuando yo era tan sólo un bebé, mi madre murió de frío, de nostalgia y de privaciones. Cuando tuve diez años mi padre empezó a elaborar su fortuna, yo fui dejada con desconocidos cuando pasó una larga temporada en los bosques y no le reconocí cuando regresó a recogerme. Por consiguiente, conozco los sentimientos de una criatura sin hogar. ¿Cree usted, señor Armagh, que obra justamente con Regina al condenarla a vivir en un orfanato, sin ninguna esperanza en su porvenir? ¿Cree usted que su madre desearía esto?
—Mi madre desearía que sus hijos se conociesen los unos a los otros y permaneciesen juntos —dijo Joseph, haciendo un brusco ademán de despedida hacia las dos mujeres.
—Aguarde, por favor —dijo la señora Smith, adelantando su pequeña mano enguantada hacia él—. Mi marido y yo… vamos a irnos de Winfield y es posible que nunca regresemos. Vamos… a una ciudad lejana… ya que mi marido es hombre importante y tiene mucha ambición. Regina tendría que venir con nosotros…
—No. Ya hemos hablado demasiado —dijo Joseph y su voz era sonora e implacable—. No tengo nada más que decir. Estoy aquí para ver a mi hermano y a mi hermana, y los quiero ver a solas… por favor.
La señora Smith inclinó la cabeza, hurgando en su manguito y extrajo un perfumado pañuelo que se llevó a los ojos. Prorrumpió en manso llanto.
La Hermana Elizabeth, intervino muy conmovida:
—Joey, eres un mozo orgulloso y de sangre orgullosa como tú mismo has dicho. Pero cuídate de que esto no te extravíe. Además, no puedes disponer del destino de Mary Regina tan a la ligera.
El muchacho replicó con sarcasmo:
—Existe algo más que el dinero, Hermana, ¿y he de ser yo quien se lo diga? Existe la familia de un hombre, y él no vende esta familia. No tengo nada más que decir.
La Hermana Elizabeth enlazó por los hombros a la joven sollozante y la condujo hacia fuera, murmurando palabras de consuelo. Pero la señora Smith no quería ser consolada, y Joseph oyó sus exclamaciones doloridas, sus sofocadas protestas en el vestíbulo, y sonrió ceñudo. Sentóse de nuevo en la dura silla, crispando sus ásperas manos en sus rodillas, y esperó. Su agotamiento se hizo más profundo. Su cuerpo estremecíase y temblaba, no de miedo por él sino por Sean y Regina.
La puerta se abrió y los dos niños entraron corriendo y llamándole por su nombre; todavía no podía levantarse para acogerlos, pero tendió los brazos hacia ellos sin una palabra y los niños fueron corriendo hacia él. Alzó, con enorme esfuerzo a la niñita de tres años sobre su rodilla y enlazó con el otro brazo a Sean, un Sean alto, muy flaco y rubio, de nueve años.
—Nos hicieron esperar mucho tiempo para verte, Joey —dijo Sean, y se reclinó contra el hombro de su hermano.
Poseía la armoniosa y fascinante voz de su padre, la atractiva sonrisa de Daniel al igual que los hoyuelos en las mejillas y los anchos ojos brillantes, claros y azules, y su cabello rubio se ensortijaba sobre su cabeza, orejas y pescuezo. Revestía las toscas y pobres prendas de los asilados, limpias y remendadas, y las llevaba como un caballero que luciera sedas y terciopelo. Su nariz respingona daba a su semblante una expresión alegre aun cuando estaba triste, lo cual no sucedía a menudo, ya que poseía el carácter optimista y esperanzado de su padre y rara vez lloraba o estaba malhumorado. Joseph, como de costumbre, no pudo dejar de sonreír y recordar, y atrajo a Sean más apretadamente, para luego empujarle con torpe afecto.
—Tuve asuntos que discutir con la Hermana —dijo y dedicó toda su atención a Regina, y sus hundidos ojos azul oscuro se ablandaron.
Porque Regina, tal como decían todas las monjas, era «un amorcillo», una deliciosa y grave criatura que rara vez sonreía, extraordinariamente bonita, con su larga melena de rizoso y brillante cabello negro, piel blanca, sonrosadas mejillas y labios, y ojos de un azul oscuro como los de Joseph, pero más grandes y más redondos. Parecía comprender casi todo lo que se decía, semejando reflexionar sobre ello, por lo cual decían las monjas: «Esta preciosidad, que es un ángel, está escuchando a los ángeles». Consideraban un portento que las pestañas de la niña fueran de un vívido oro, en contraste con su cabello, y aquel color desacostumbrado le daba una mirada reluciente. Su expresión no era infantil sino con frecuencia sombría; habitualmente era muy silenciosa, aunque no huraña, y le gustaba jugar a solas. Su rostro no era el de una niña pequeña sino el de una muchacha aproximándose a la pubertad, muy pensativo, y a veces triste y ausente.
Joseph la quería por encima de todas las cosas en el mundo, aún más que a Sean, y era muchísimo más querida que su propia vida. Su pequeño cuerpo era delgado, como lo eran todos los de los huérfanos, y llevaba una túnica de lana parda demasiado grande para ella, donación de alguna madre caritativa al orfanato. El tejido había ajado la sedosa blancura de su pequeño cuello, sus medias habían sido tejidas con lana negra por las monjas, sus zapatos eran demasiado anchos y tenía que remover constantemente los dedos para conservar en sus pies aquel calzado.
Como si hubiera sabido que Joseph había afrontado, recientemente, una prueba, miró en silencio el rostro de su hermano y luego tocó levemente su mejilla. Sean se movía sin cesar por la habitación, charlando y preguntando interminablemente, pero Joseph mantenía contra sí a su hermana, sentía que la había rescatado de algo temible, y el solo pensamiento le hizo estremecerse de nuevo. Le cogió la manecita, percibió su aspereza magullada y vio las pequeñas uñas rotas, pero cuando miró otra vez su rostro, ella sonrió súbitamente y fue para él como la luz y un bendito consuelo. La estrechó casi violentamente contra su propio cuerpo y, aunque debió sentir una considerable incomodidad, no protestó sino que se acurrucó más contra él. Cariño mío, cariño mío, decíase el muchacho. ¿Y querían dejarme sin ti? Nunca, nunca hasta que muera. Como hay Dios, nunca hasta que muera.
Sean se detuvo ante su hermano, celosamente.
—¿Dónde está ese estupendo hogar que nos has estado prometiendo, Joey? —preguntó. Su entonación era incitante y melodiosa.
—Pronto —dijo Joseph, y pensó en los tres años que llevaba en aquel país.
Tres años y no había hogar como le prometió a su madre y después a aquellos niños, sino un orfanato para Sean y Regina y sólo un mísero cuartucho para él bajo las vigas de la ruinosa casa de una viuda, a más de dos kilómetros del orfanato. Era uno de los tres hospedados y pagaba un dólar a la semana por la cama en aquel cuarto, limpia pero hundiéndose en el centro, con su viejo colchón de paja sobre una malla de cuerda, una silla y una cómoda en la que guardaba todo lo que poseía. No tenía calefacción ni siquiera en invierno, ni cortina en la única y estrecha ventana, ni alfombra en el frío suelo, pero era todo lo que podía permitirse, y hasta excesivo. Buscaba ahora toda su fortaleza, recordando aquel cuarto, pensando en su hermano y hermana en aquel inhóspito orfanato, para preservarse de sumirse en la desesperación.
El viejo sacerdote y las monjas siempre decían, firmemente, que la honradez sería premiada por Dios, que la fe nunca sería decepcionada, y que un hombre laborioso y con integridad ascendería a las riquezas y honores entre los suyos. Algunas veces, cuando recordaba estos inocentes aforismos, Joseph estallaba en repentina carcajada, su risa breve y fiera en la que no había diversión sino solamente amargura. Para Joseph Armagh los cándidos no eran patéticos. Eran despreciables. Convertían la realidad en parodia. En aquellos momentos Joseph se acordaba de su padre, pero no con cariño.
Recordó que el próximo domingo recibiría cuatro dólares por doce horas de un trabajo algo peligroso, y sintió un súbito alivio. Le dijo nuevamente a Sean:
—Pronto. Ahora falta mucho menos tiempo. El próximo domingo te traeré un pastel y otro a Regina.
Enlazó nuevamente por los hombros a Sean, lo atrajo a su costado, y mantuvo también contra sí a Regina; ahora los niños estaban silenciosos, acechándole con muda curiosidad porque percibían la dura concentración en él, y Sean, más voluble que su hermana, comenzó a sentir miedo, como a menudo lo sentía hacia Joseph. Ninguno oyó abrirse la puerta y nadie vio a la Hermana Elizabeth detenida unos instantes en el umbral, observando aquella patética escena con los ojos llenos de lágrimas. Luego dijo, con vivacidad:
—¿Todavía en pie, Sean y Mary Regina, cuando deberíais estar en la cama? Andando, deseadle las buenas noches a vuestro hermano porque también él está cansado.
Irrumpió en la estancia manteniendo apretada con fuerza la boca por temor a que sus labios temblasen, alborotó el rubio cabello de Sean con su rolliza mano, afectuosamente, y acarició los rizos de Regina. No era mujer para mostrar sentimentalismo pero súbitamente se inclinó y besó a los dos niños. Después, como molesta consigo misma, los apremió para que salieran y cerró la puerta tras ellos, gruñendo. Había colocado dos paquetes en una silla al entrar. Joseph estaba en pie ante ella, con fría y silenciosa hostilidad, y la monja suspiró.
—Bien, Joey, se ha dicho todo cuanto debía decirse y hago votos para que no lo lamentes. Ahora, no nos pongamos tontos esta noche y quieras rechazar la pequeña cena que la Hermana Mary Margaret empaquetó para ti, diciéndome que no estás hambriento cuando sé que lo estás, y volviendo a demostrarme tu soberbia. Estás muy delgado y débil, con catarro y, si caes enfermo, ¿quién cuidará de los pequeños?
Era un alegato mañoso y Joseph, al contemplar los paquetes en la silla, intentó dominar un estremecimiento.
—Tengo los habituales libros para ti, Joey, dejados para ti por un buen hombre.
Joseph se dirigió hacia los paquetes y procuró ignorar la hogaza de pan, queso y la tajada de tocino frito, aunque su boca se hizo agua instantáneamente. Miró los libros en un paquete separado, envueltos en periódicos. Había cuatro. Siempre había, por lo menos, uno cada domingo; algunos los vendía por un penique o dos tras haberlos leído y otros los guardaba para volverlos a leer. Aquella noche el paquete contenía un libro de lecturas piadosas con una portada de un grupo de ángeles asexuados elevándose en una columna de fuego blanco, un volumen de los sonetos de Shakespeare, delgado y desgastado, el Viaje del Beagle, de Charles Darwin, casi nuevo, que examinó con gran interés, y el cuarto era un volumen de las teorías filosóficas de Descartes, Voltaire, Rousseau y Hobbes. Como siempre, experimentó un hondo escalofrío de anticipada excitación a la vista de los libros, el roce de ellos contra su mano y el susurro del papel. Eran como su alimento y su bebida. Apartó, dejándolo en la silla, el libro de lecturas piadosas con un ademán de burla, y envolvió de nuevo los otros tres en el periódico. Luego titubeó. Finalmente, con sincera renuencia, cogió también el paquete de comida.
—Gracias, Hermana —dijo, pero sus blancos pómulos se sonrojaron de mortificación—. Puedo pagarme mis cenas. Hermana, pero esta noche tengo hambre y, por lo tanto, le doy las gracias.
Encajó los paquetes bajo su axila y recogió su gorra de la mesa.
—Joey —dijo la Hermana Elizabeth—. Dios te acompañe, hijo mío.
Se sorprendió ante la emoción que vio en el rostro de la monja, ya que ella rebosaba siempre de sentido común y nunca emitía bendiciones ni piadosos aforismos. No estaba seguro de si lo que sentía en respuesta era desdén o embarazo, pero inclinó la cabeza y pasó ante ella con un gracias de despedida. Al desfilar ante el hermético «locutorio» de la Hermana Elizabeth oyó el blando gimoteo de la señora Smith y la voz de un hombre consolándola. Salió del convento-orfanato y vio que el magnífico carruaje seguía esperando. Joseph titubeó. De repente percibió todo el poder de la riqueza como nunca hasta entonces lo había vislumbrado y sintióse súbitamente angustiado. Un hombre que tenía dinero podía coger lo que le apetecía sin temor a las consecuencias. Resultaba posible que aquel hombre rico y la mujer en la sala de la Hermana Elizabeth pudieran apoderarse, legalmente o no, de la hermana de Joseph Armagh y desaparecer con ella en algún lugar lejano, y él no podría hacer nada.
Un tenue y trio sudor brotó en su frente y entre sus hombros. Caminó con lentitud hacia el coche, sonriendo lo más agradablemente que pudo, y el cochero, que le veía venir con recelo, agarró su látigo. Joseph se detuvo cerca de él y, echado hacia atrás sobre los tacones, rió.
—Un noble carruaje para Winfield —dijo burlonamente—. ¿Acaso lo reserva el caballero para la dama de sus amores, y para que no sea vista por las calles durante el día?
—¡Tienes una lengua bien sucia, mocito! —gritó el cochero, mirando furioso hacia abajo el rostro magro y alzó el látigo—. Este carruaje es del alcalde de Winfield y su esposa, la señora Tom Hennessey, y no es en Winfield donde viven, sino en Green Hills, ¡donde tus semejantes llamarían respetuosamente a la puerta de servicio mendigando pan! ¡Y serían arrojados carretera abajo, a puntapiés!
Ahora la angustia alarmada de Joseph alcanzó el gélido terror, pero se limitó a permanecer allí, sonriéndole al cochero. Finalmente se encogió de hombros, dedicó al carruaje una última mirada de escarnio y se fue. ¡El alcalde de Winfield y su esposa! ¡Codiciaban a Regina y la robarían apenas pudiesen, como a un negrito acechado por un traficante de esclavos! Joseph se apresuraba a través de las calles, jadeando, agarrando sus paquetes, con un necio terror insensato tras sus tacones. Hasta que no estuvo cerca de su pensión, en la parte más tenebrosa y azotada por la pobreza de Winfield, no fue capaz de recobrar el dominio sobre sí mismo.
Mientras pudiera seguir pagando por su hermano y hermana en el orfanato no podían regalarlos como cachorros o gatitos. También era verdad que la Hermana Elizabeth nunca había insinuado nada semejante, pero Joseph desconfiaba de todo el mundo sin excepción, y el temor que sintió en el barco le acompañaba siempre. Nadie sabía ahora dónde estaba su tío Jack Armagh y, por consiguiente, Joseph era el legítimo custodio de Sean y Regina, pero sólo tenía dieciséis años. Uno nunca podía saber qué clase de horrores, perfidias y crímenes podían ser llevados a efecto contra los desvalidos, hasta de gente como el Padre Barton y la Hermana Elizabeth.
Necesitaba más dinero. El dinero era la respuesta a todas las cosas. ¿No había leído tal aseveración en alguna parte, probablemente en la Biblia tan acariciada por su padre en el hogar, y que había desaparecido con todos los demás tesoros de los Armagh? Cierto, era allí donde lo había leído: «La fortuna del hombre rico es su fortaleza». Desde un principio había decidido ser rico algún día, pero ahora su determinación era completa, confirmada. Pensó en su madre, entregada al mar después que el barco abandonó Nueva York, y su padre en la fosa común de los indigentes, sin lápida ni recordatorio, y la boca de Joseph se convirtió en un tajo de dolor en su demacrado rostro. Tenía que poseer dinero. Era la única protección, el único dios, la única fortaleza que un hombre tenía en este mundo. Hasta entonces, Joseph había creído que muy pronto encontraría un medio de ganar un buen salario y dar a su hermano y hermana un hogar, protección, cálidos fuegos, buenos alimentos y vestidos. Pese a todo, todavía alentaba la creencia de que ésta era una tierra de oportunidades y sabía que había hombres ricos en Winfield, aunque ocultasen y disimulasen sus riquezas.
Ahora ya no le importaba cómo podría obtener, no ya un buen salario, sino dinero en abundancia. A partir de aquella noche el asunto radicaba en descubrir el secreto, y lo encontraría. Indudablemente lo descubriría.
Pensó en el señor Tom Hennessey, el irlandés que hizo su fortuna, como se aseguraba con fundamento y veracidad, con la trata de esclavos, al igual que hizo su padre, y tenía muchos negocios en la gran Commonwealth (comunidad de territorios con administración propia bajo un gobierno central) de Pensilvania, y todos éstos, se rumoreaba, igualmente ilegales y nefastos. Era su fortuna la que le hizo alcalde de aquella ciudad, y la que le proporcionó un suntuoso hogar en Green Hills, a él, hijo de un inmigrante irlandés, lo mismo que el propio Joseph Armagh.
La gente de Winfield hablaba con admiración de él, aunque se mofasen de su origen, pero con una especie de indulgente adulación. Hasta un irlandés con dinero tenía que ser respetado y los sombreros se alzaban a su paso. ¿Qué era lo que su esposa había dicho? Iban a trasladarse pronto a otra ciudad, lejana. Joseph no podía disponer del penique para un periódico pero había oído a los hombres en el aserradero discutiendo acerca de aquel «papista» que acababa de ser citado por la legislatura del estado como uno de los dos senadores que debían ir a Washington. Pretendían despreciarle pero estaban orgullosos de que un senador —algo así como un miembro del Parlamento británico, pensó Joseph— procediese de su propia ciudad, añadiéndose así lustre y esplendor. Además, había nacido allí, fue un alcalde menos sobornable que la mayoría y había manifestado frecuentemente su «interés fraternal» por los pobres trabajadores «y las condiciones de su trabajo». El hecho de que no realizó nada positivo para remediar la situación no era esgrimido en su contra y, pese al odio general y al temor del «papismo», Tom Hennessey no era sospechoso de secretos delitos indecibles, excepto los menos dañinos y chocantes que, por lo menos, eran comprensibles y hasta podían calificarse, con admiración, de «pruebas de listeza», y eran obsequiosamente envidiados.
Traficar en carne y sangre, aunque fuera «negra», siempre le pareció a Joseph el más imperdonable y vil de los crímenes. Oprimido él mismo desde su nacimiento, sus raras y frías simpatías estaban a favor de los esclavos fugitivos que ahora podían ser capturados y devueltos a sus propietarios del Sur. Hubo ocasiones en que pensar solamente en esto le había casi enfermado, y tuvo la esperanza de que algún momento cercano pudiera ser capaz de ayudar a un esclavo desesperado a alcanzar el Canadá y ponerle a salvo de la maldad de la cual era una víctima universal. Pero aquella noche envidiaba a Tom Hennessey, cuya fortuna, así como la de su padre, se inició en la trata de esclavos. El alcalde era, de lejos, mucho más listo que Joseph Armagh, y su padre fue, indudablemente, más inteligente que Daniel Armagh, que se habría quedado atónito al saber que en el mundo vivían hombres tan detestables y degradados.
—Un hombre honorable, elevándose por encima del pecado y la ruindad, que nunca haya levantado la mano contra los desvalidos salvo para darles todo lo que pudo, es más grande ante los ojos de Dios y del hombre que un noble de sangre normanda y que la propia familia real —dijo Daniel en cierta ocasión hacía ya mucho tiempo. En realidad, Joseph no había creído en tal necedad. Pero fue Daniel Armagh, pensó Joseph en aquella plomiza noche de lluvia, quien inocentemente traicionó a su familia por su simpleza de pensamientos, palabras y comportamiento, y por no haberles nunca dicho la verdad. En aquellos minutos atormentados, Joseph sintió su primer impulso de odio hacia su padre… y no le produjo vergüenza ni pasmo.
Atravesó la escuálida plaza de la ciudad con sus resbaladizos guijarros redondeados y las oscuras fachadas de sus tiendas. Una estatua de William Penn, torpemente tallada en bronce, se erguía en el centro y servía de letrina a las aves. Nadie transitaba por allí dada la tenebrosa noche de llovizna y frío, y los pasos de Joseph resonaban haciendo eco por toda la plaza. Una calle, entre otras, nacía allí y, llamada Filadelfia Terrace, albergaba la triste y ruinosa casa de pensión en la que vivía Joseph Armagh, donde alimentó sus resueltos y esperanzados sueños durante cerca de tres años.
Era una casita lamentable, más ruidosa que las vecinas, agrietada y desconchada, con sus tablas desprendiéndose de los tabiques y su puerta mostrando rendijas. Una farola, despidiendo olor a gas, la iluminaba débilmente, lo cual era una ventaja porque, en la casa, no había ninguna luz. Eran más de las ocho de la noche y la gente decente estaba ya acostada, cobrando fuerzas para el trabajo del día siguiente. Joseph empujó la puerta sin cerrar y, por la luz de la farola, pudo orientarse hasta la mesa en la cual estaba su propia lámpara, llena, limpia y dispuesta para ser llevada escaleras arriba por los crujientes peldaños que hedían a moho, polvo, roedores y coles. Palpó hasta hallar los fósforos que estaban depositados en una cajita abierta y clavada en la mesa. Encendió su lámpara y la luz amarilla humeó unos instantes. Cerró la puerta, llevó en alto la lámpara escaleras arriba y cada peldaño emitía un chasquido de rama muerta bajo sus pies. El frío estancado en la casa era más penetrante aún que el del exterior, y los escalofríos volvieron a apoderarse de Joseph.
Su cuarto era apenas más grande que un armario y olía a polvo removido y humedad. Colocó la lámpara sobre la cómoda. Contempló en su derredor la mustia fealdad de su «hogar» y la pila de libros cuidadosamente apilada en un rincón. Una súbita ráfaga de nevisca empezó a silbar y repicar contra el ventanuco. Joseph se quitó el abrigo y recubrió con éste la única manta de su desvencijada cama, para añadir un poco de calor. Un sonoro y explosivo estruendo, un trueno otoñal, siguió al brillante fogonazo del relámpago, el viento se elevó, el cristal de la ventana retembló y en alguna parte una persona empezó a redoblar ruidosamente.
Joseph se dio cuenta del creciente vértigo de hambre, se sentó en el borde de su cama y desenvolvió el paquete de comida. Metió el pan seco, el queso rancio y el tocino frío rápidamente en su boca, masticando apenas, pues tenía mucha hambre. Era una ración generosa y había sido un sacrificio para las buenas monjas, pero no era suficiente para dejarle satisfecho. Sin embargo, llenaba más que las cenas que comía en aquella casa siete noches por semana a setenta y cinco centavos por semana, y no había gastado sus cincuenta centavos. Lamió las migas de pan, queso y grasa que tenía en los dedos y quedó inmediatamente fortalecido.
El periódico aceitoso yacía sobre su cama. Un artículo captó su atención y lo leyó una y otra vez. Después tendióse, cruzando los antebrazos bajo su cabeza, y pensó, pensó y continuó pensando por lo menos durante una hora. Pensaba solamente en el dinero, y había encontrado el primer peldaño hacia su consecución. Aun cuando apagó de un soplo su lámpara continuó pensando, por una vez insensible al mal olor de su almohada plana, del socavón a modo de hamaca de su cama y de la delgadez de la manta y abrigo que le cubrían. Salido del terror, la desesperación y el odio, había encontrado el camino. No era muy versado en teología pero, para Joseph Francis Xavier Armagh, contenía muchísima más verdad y sentido práctico.