—No —dijo Joseph Francis Xavier Armagh—, no soy irlandés. Soy escocés.
—Bien, lo cierto es que no pareces irlandés. Pero Armagh es un nombre extraño. ¿De dónde es?
—De Escocia —dijo Joseph—. Un antiguo nombre escocés. Soy de la Iglesia Constituida de Escocia.
—Bien, esto es mejor que ser irlandés —dijo el hombre gordo, con sonrisa estúpida—. Pese a todo, eres un extranjero. En este país no nos gustan los extranjeros. ¿Qué quieres decir con eso de la Iglesia Constituida?
—Presbiteriano —dijo Joseph.
—Yo no soy de nada aunque no soy ateo —dijo el hombre gordo—. De todos modos no eres un romano. Odio a los romanos. Intentan apoderarse de este país para el Papa. ¿Y sabes algo? ¿Sabes lo que hacen en sus conventos?
Emitiendo una especie de relincho se inclinó hacia Joseph, pese a la resistencia de su enorme panza, y le susurró obscenidades. La cara de Joseph permaneció hermética y suavemente atenta. Mantuvo las manos relajadas, porque sentía impulsos de matar.
El gordo ladeó su cigarro y dijo, riendo:
—Bien, como quiera que sea, ¿cuántos años tienes?
—Dieciocho —dijo Joseph, que tenía dieciséis.
El gordo asintió.
—Eres grande y fuerte. Y tienes el aspecto de mal genio que me agrada. Sabes defenderte. Esto es lo que necesito para conducir esos grandes carros. ¿Sabes algo de caballos?
—Sí.
—No hablas mucho, ¿eh? Sólo sí o no. También me gusta esto. Son más los ahorcados por su lengua que por la soga. Bien, veamos. Tú sabes cómo son estos narigudos de Pensilvania, aficionados a beber lo que sea, con sus acentos holandeses, sus ridículos sombreros y sus jamelgos.
El gordo gargajeó, lanzando un copioso chorro en una escupidera.
—O sea que la policía no gusta de carros transportando cerveza y demás los domingos. Es impío.
El gordo volvió a reír antes de ser acometido por un acceso de tos asmática que dio tintes escarlata a su calva y a su abotagado rostro.
—Pero hay compadres que necesitan beber los domingos, ¿y cómo vamos a reprochárselo? Las cantinas andan cortas de material. O sea que transportamos cerveza y licor los domingos, cuando nos mandan avisos. Las cantinas se supone que no han de estar abiertas los domingos, pero hacen muy buen negocio por la puerta de atrás. Ahí es donde entramos nosotros. Tú transportas la cerveza y el licor en un carro de aspecto respetable con un cartelón que dice «Granos y Forrajes», entregas la mercancía y cobras, y esto es todo.
—Salvo la policía.
—Exacto —dijo el gordo, escrutando con agudeza al muchacho de nuevo—. Salvo la policía. Aunque no es probable que te molesten. Basta que conduzcas sobrio y recto. Un muchacho granjero yendo a casa o a alguna parte, o en busca de un poco de juerga en domingo, conduciendo el carro de su jefe. Basta con que no pierdas la cabeza. No pareces impresionable. Sacos de pienso sobre la mercancía. Déjales mirar si lo desean. Invítales a hacerlo. Esto les hace sentirse seguros de que todo está correcto. Y sigues adelante.
—¿Y si hacen algo más que echar simplemente un vistazo?
El gordo alzó los hombros.
—Ésta es precisamente la razón por la que te voy a pagar cuatro dólares por un día de trabajo, hijo. Si pasa lo que dices, te haces el estúpido. Alguien te dio un poco de dinero para que condujeses unas pocas calles adelante. No sabes dónde, y se supone que tropezarás con un compadre desconocido en una esquina, que se supone te quitará las riendas de las manos. Esto es todo lo que sabes, ¿comprendes? La policía confisca el género, te meten en chirona por un par de días y esto es todo. Cuando salgas te pago una ganancia de diez dólares. Y al domingo siguiente estás de nuevo en el trabajo. Sencillo. En una ruta distinta.
Joseph meditó. ¡Cuatro dólares por una jornada! Se ganaba ya cuatro dólares pero por seis días de trabajo a la semana, doce horas al día, en una serrería del río. Sumaría ocho dólares a la semana, una fortuna. Contempló al gordo rencorosamente. Lo hacía porque sospechaba que no era un simple mercader de granos, forrajes y arneses, sino un probable contrabandista transportando whisky ilegal desde Virginia y los contiguos estados sudistas. (Joseph, recordando Irlanda, no tenía ningún respeto por la autoridad debidamente constituida, principalmente cuando era británica). Pero aquel gordo emanaba una sucia hipocresía y una artera malignidad que le sublevaba.
—Si estás pensando que no te pagaré los diez dólares… —insinuó el gordo.
—Esto no me preocupa —dijo Joseph—. Después de todo, si no lo hiciera, yo mismo iría a la policía y le daría rienda suelta a la lengua.
El gordo bramó en risotadas, palmoteando la rodilla de Joseph.
—¡Esto es lo que me agrada! Un hombre con coraje. Lealtad, esto es lo que vale. Yo te trato lealmente, tú me tratas lealmente. Nada de discusiones ni palabreos. Limpio y directo. También así entregarás la mercancía. Soy hombre que mantiene su palabra. Y tengo amigos que me ayudan si un hombre pretende perjudicarme. ¿Comprendes?
—Quiere decir matones —dijo Joseph.
—¡Diablos, eres un tipo que me cae bien, Joe! Te aprecio. Llámales matones si quieres. ¿Qué importa? Yo pongo todas mis cartas sobre la mesa, ¿te das cuenta? Nada en la manga. Ven el próximo domingo. A las seis de la mañana. Hasta las seis de la tarde. Entonces te doy el dinero, ¿comprendido?
Joseph se puso en pie.
—Gracias. Estaré aquí a las seis el próximo domingo, señor Squibbs.
Salió del tenebroso y anónimo edificio de escasa magnitud que se hallaba en el lindero de la pequeña ciudad de Winfield, en Pensilvania. Era una construcción de madera que sólo tenía dos salas, dos despachos y unas cuantas mesas y sillas. A un lado, en enormes letras blancas desleídas, estaba el cartelón:
SQUIBBS Y HNOS. TRATANTES AL POR MAYOR EN GRANOS Y PIENSOS. GUARNICIONERÍA.
Tras el barracón había un extenso y bien cuidado establo con robustos caballos y carromatos. Aparentemente, todo era muy legal. El almacén y el establo estaban llenos de hombres que no trabajaban abiertamente —ya que esto estaba prohibido el Sabbath (sábado entre los judíos, domingo entre los cristianos)— y que simplemente se cuidaban de abrevar, alimentar y limpiar los caballos. Algunos vieron salir a Joseph de las oficinas y lo estudiaron agudamente, fumando sus pipas, echada la visera de sus gorras sobre las cejas. Un nuevo compadre. Alto, de aspecto duro y calmo. Tenían confianza en el viejo Squibbs, pues sabía escogerlos adecuadamente. Nunca cometió ningún error, salvo una vez, y el individuo resultó ser un afable espía federal, pero nadie volvió a verlo nunca más en parte alguna.
Squibbs era de toda confianza, sí señor. Si un carromato era alguna vez seguido hasta llegar a su guarida —y esto era fácil, por cuanto su nombre estaba en los vehículos— él no sabía nada de nada. Manifestaba que algún empleado de su confianza se aprovechó engañándole, ésta era la pura verdad, haciendo algún trabajo ilegal pagado por algún contrabandista o quien fuese, en domingo. El viejo Squibbs tenía en el bolsillo al jefe de policía y era un gran contribuyente para los fondos del partido. Hasta conocía al alcalde, Tom Hennessey. Naturalmente, la policía y todo el mundo sabían que todo aquello era obra del propio Squibbs, pero nunca fue enjaulado, no señor. Ninguno de sus hombres pasaba más de un día en la jaula. Todo lo que deseaba la policía y los muy importantes era que nadie hablase ni armara jaleo, aunque se veían obligados a emprender un poco de actividad cuando algún «narigudo» (honorable ciudadano entrometido) entraba en sospechas y denunciaba. Sólo un poco de actividad, de vez en cuando, para mantener tranquilos a los ciudadanos; el viejo Squibbs tenía un negocio de piensos y grano abierto para la inspección de cualquiera y, además, era muy productivo. Eran los «mozos del domingo» los que a veces se veían en apuros, no los muchachos regulares de la nómina jornalera y semanal. El viejo Squibbs se cuidaba a fondo de su negocio personal, de esto no cabía duda, y de dar buena paga.
Winfield se hallaba a doscientos cincuenta kilómetros de Pittsburgh. Una pequeña ciudad de aspecto poco atractivo y cuya industria más importante eran las serrerías del río. Sin embargo, era una ciudad rica ya que muchos de sus habitantes comerciaban en tráficos ilegales, incluyendo la trata de esclavos y otros negocios viciosos tales como el transporte de muchachas de granja y mujeres a las ciudades más grandes. Los habitantes preferían que su ciudad pareciese pobre y humilde, indigna de merecer atención ni escrutinio, ayudada por sus serrerías y los prósperos ganaderos residiendo más allá de sus confines. Hasta los muy ricos vivían en casas sencillas en pequeños solares, sus mujeres vestían sencillamente y sólo tenían carruajes ligeros y uno o dos caballos, habitualmente aposentados en el establo público local. Nadie era ostentoso. Nadie exhibía joyas en profusión, ni sedas ni zapatos elegantes o las últimas modas, ni corbatas o pañuelos de cuello adornados con broches de perlas y diamantes. Todos hablaban con voces amortiguadas y decentes y nadie era más ruidoso en denunciar «los caballos livianos y las mujeres livianas» que los hombres que traficaban con ello y sus amigos. Los «antros del vicio» eran casi desconocidos y nunca se hablaba de ello, aunque también florecieran discretos, caros y prósperos en Pittsburgh, Filadelfia y Nueva York. Todo el mundo cotizaba en los templos, todos asistían a los oficios del domingo y todos cultivaban la reputación de ser «temerosos de Dios». Todas las señoras pertenecían a sociedades de templanza y sobriedad, especialmente aquellas señoras cuyos maridos participaban en el dilatado tráfico del contrabando de alcohol y eran dueños de los condenados «saloons». Todos censuraban la esclavitud y se destacaban en organizaciones abolicionistas, especialmente aquellos que aprovechándose del decreto Dred Scott del Tribunal Supremo de la nación, cazaban y devolvían a los esclavos al otro lado de las fronteras y recogían buenas cantidades en premio a sus esfuerzos. Algunos de ellos, que sabían captar un buen negocio cuando se presentaba ante sus respetables narices, hasta tenían agentes en el Sur que inducían a los esclavos a fugarse pagando por su cruce al otro lado de la frontera, donde eran retenidos unos días y devueltos a sus propietarios. Todos hablaban de «tolerancia» y «amor fraternal» y glorificaban al liberal William Penn, y ninguna comunidad era más implacable, explotadora y fanática que Winfield.
Era una ciudad pequeña, pedregosa, polvorienta, hermética, fea hasta bajo los cielos de verano y junto al susurrante río verde. Los templos parecían hostiles y sordos; los edificios públicos mostraban un aspecto de penuria, las calles de adoquines eran habitualmente sucias y mal cuidadas. No había panorama grandioso ni placentero en ningún sitio, ni parques, ni lugares floridos, ni árboles suficientes. Era una ciudad evitada por los viajeros que era exactamente lo que deseaban sus habitantes y, en consecuencia, había pocas tabernas y ningún «pernicioso» teatro o sala de música. Su plaza en sábado era transitada únicamente por granjeros que «bajaban a la ciudad» para papar moscas, beber o reclinarse contra las fachadas y bostezar en aburridas charlas mientras sus esposas iban de compras en las pobres y poco acogedoras tiendas, a adquirir lo estrictamente necesario.
Las calles eran estrechas y sombrías, con ventanas turbias y puertas abriendo directamente sobre aceras de tablas agrietadas. Había escasos jardines en la parte trasera ya que el polvo de serrín y los desperdicios abundaban por negligencia desaseada y por las pequeñas fábricas y aserraderos. El único espectáculo llamativo e interesante de la ciudad estaba en la ribera del río donde los advenedizos moraban en chozas y los barcos de vapor chapoteaban ruidosamente arriba y abajo de la corriente líquida hacia otras y mucho más interesantes ciudades.
Las autoridades adineradas de la ciudad vivían realmente en Pittsburgh o Filadelfia, o tenían hogares en las radiantes colinas verdes a unos cinco kilómetros de distancia donde la belleza, la alegría y la prodigalidad no eran escatimadas. Para la gran mayoría de los habitantes pobres no había más alegría y placer que las cantinas, las aceras, las interminables «reuniones para ejercicios espirituales», los interminables sermones y devociones en las muchas iglesias, las reuniones familiares para la cena de los domingos en pequeñas salas oscuras o las solemnes discusiones sobre la «Amenaza Romana», las comisiones contra la barbarie e iniquidad de la esclavitud y la corrupción de «este pequeño gobierno chapucero que funciona en Washington» y que estaba lejos, muy lejos. Abraham Lincoln acababa de ser elegido presidente pero hasta los que habían votado por él le criticaban ahora, aunque todavía no había tomado posesión. Muchos de los habitantes de Winfield habían venido desde las montañas de Kentucky o el área Tidewater de Virginia a «trabajar en el tren» o en las fábricas o en los aserraderos, y para ellos los nativos de Winfield habían adoptado el apelativo sudista de «basura blanca». Esta gente traía consigo sus costumbres ancestrales de vida y sus modismos de lenguaje, y por ello los hombres y mujeres de Winfield se complacían en experimentar un sentido de superioridad sobre aquellos «palurdos».
Para Joseph Armagh, Winfield era repelente, extraña y sin luz. Su fealdad y falta de colorido le disgustaban. Las voces que oía eran raras y discordantes. Su carencia de diversidad humana y actividad vivaz le deprimía. Era una prisión gris y con frecuencia sentía que era sofocante. Su soledad le abrumaba a menudo, con la desesperación propia de su naturaleza activa, hasta el punto que venía a ser como una fiebre palúdica intermitente. Los bochornosos veranos le hacían jadear hasta resultar insoportables y los inviernos eran un largo padecimiento. Había vivido allí tres largos años y no conocía a nadie, excepto las Hermanas del Orfanato de Santa Agnes, y mantenía escasa conversación con sus compañeros de trabajo en la serrería. Le rehuían porque era un «extranjero» y en consecuencia un sospechoso. Nunca le vieron reír o enzarzarse en chismorreos ni le oyeron lanzar ningún juramento. Esto era más que suficiente, con su acento cantante, para incitar la enemistad y ser ridiculizado.
Los pocos que conocían Winfield la calificaban de «ciudad pequeña realmente tranquila», pero para la gente de Virginia que tenía tratos con ella era «aquel agujero fangoso arriba, al norte».
El anochecer del sábado en aquel día de finales de noviembre iba aproximándose mientras Joseph caminaba hacia el orfanato que visitaba una vez por semana. Se apresuró porque pronto iba a ser demasiado tarde para los visitantes. Una sucia y oscura llovizna empezó a caer y soplaba un viento húmedo desde el río y las casas y calles fueron convirtiéndose progresivamente en desoladas y anónimas. Un relente de cieno comenzó a brillar en los adoquines donde una sucia farola lanzaba hacia abajo su tenue luz. Los escasos árboles colgaban sus tiesas sombras de telaraña en paredes parduzcas y en lúgubres casitas, emitiendo quejidos secos y crujientes. La última luz diurna mostraba una masa de negras nubes que se movían contra una grisácea lividez. Joseph hundió sus heladas manos en los bolsillos del gabán demasiado corto que compró, de segunda mano, hacía cerca de dos años. Aún entonces había sido delgado, barato y de material endeble, negruzco y áspero, con un cuello de terciopelo muy rozado. Ahora apenas le llegaba a las rodillas y le apretaba excesivamente las anchas espaldas. Llevaba la gorra de lana con visera que usaban todos los obreros, tan parda como la tierra. No poseía guantes ni chalecos ni corbatas. Sus ligeras camisas estaban limpias aunque fueran baratas. Para Joseph un hombre no alcanzaba la degradación total en tanto que no descuidaba el jabón y el agua y, hasta tal degradación, él nunca llegaría. Una pastilla de jabón acre costaba tres centavos, el precio de una taza de café y una tajada de pan y queso. Cuando tenía que elegir entre una y otra cosa compraba el jabón. Pero el hambre era un viejo elemento familiar para él y si su apetito juvenil nunca hubiese sido satisfecho, ahora no hubiera reconocido la sensación o le habría producido incomodidad. Hacía años que no comía hasta quedar plenamente satisfecho y el recuerdo estaba haciéndose muy vago. De todos modos, siempre estaba obsesionado por un anhelo enfermizo en su estómago, a veces era acometido por una trémula debilidad, y en otras ocasiones quedaba cubierto por un sudoroso escozor, resultado de la fatiga y el hambre no saciada.
Caminaba arrogante y rápidamente, sin inclinar la cabeza ante la llovizna ventosa. Podía oler el polvo mojado de las calles y las hojas muertas en el arroyo. El viento del río exhalaba un olor a pescado y agua fría y de alguna parte soplaba un rancio hedor de aceite. Su pálido semblante juvenil era decidido pero por lo general no expresaba emoción alguna. Pasó ante un pequeño establo caballeriza en el cual ardía una luz amarilla y vio la habitual pancarta en las puertas cerradas: «NO SE CONTRATAN IRLANDESES». También estaba familiarizado con esto. Sentíase afortunado por trabajar en los aserraderos del río y nunca lamentó haberse presentado como escocés con la finalidad de conseguir trabajo. Un hombre debe hacer lo que debe, le dijo cierta vez el Padre O’Leary, aunque no pretendía aplicarlo a la situación en que ahora se hallaba Joseph. No obstante, fue convirtiéndose en el grito íntimo de guerra de Joseph Armagh. Él no había creado el mundo en el cual estaba obligado a vivir, ni se sentía, ni nunca se sintió una verdadera parte de dicho mundo. Debía sobrevivir. Sentir pena por uno mismo era tan repulsivo para él como el sentimentalismo, y una mirada compasiva —que solamente recibía de las monjas y el cura de Santa Agnes— le llenaba de amarga rabia como un monstruoso insulto.
Pasó ante los inmundos tabernuchos con sus puertas cerradas y las ventanas negras, y supo que atrás la jarana «del Sabbath» estaba en pleno apogeo. Titubeó. Tenía sed y una jarra de cerveza le vendría bien. Pero sólo tenía cincuenta centavos en un bolsillo, hasta el martes no cobraba jornal, y en el intervalo tenía que dar a su dolorido estómago algún alimento. En otro bolsillo, asegurado con un imperdible, estaba el billete de dos dólares que daría a la hermana superiora esta noche en pago de la pensión semanal de su hermano y hermana. Mientras pudiera mantener a Sean y a Regina nunca se los podrían quitar con el pretexto de que eran huérfanos indigentes.
Se estaba recuperando de un resfriado. Tosió áspera y ruidosamente una o dos veces y luego escupió. La lluvia estaba ahora arreciando. Comenzó a acelerar la marcha. Contra un cielo haciéndose cada vez más oscuro pudo ver el campanario de la iglesia de Santa Agnes, un mísero edificio pequeño que antaño fuera caballeriza, todo de paredes grises, pintura costrosa y estrechos ventanucos de cristal liso y un tejado de tablas desiguales que goteaba durante las fuertes tormentas. Estaba abierta solamente para la única misa del domingo y para la misa de la mañana cada día de la semana. El resto del tiempo estaba cerrada por temor a los vándalos. Un viejo vigilante dormía tras la sacristía con una estaca, un venerable viejo sin un centavo, al cual una ráfaga de viento invernal podía hacer tambalear o caer. Pero tenía fe tanto en Dios como en su estaca, y dormía apaciblemente. Junto a la iglesia había un edificio igualmente mísero, un poco menor, que también fue antaño un gran establo, pero que ahora aposentaba a cinco monjas y unas cuarenta criaturas sin hogar ni tutores. De alguna manera las monjas habían logrado juntar el dinero suficiente para ampliar el establo y convertirlo en un amasijo de dos pisos con maderas y fragmentos sobrantes de extraños maderajes y armazones y lo habían amueblado con prolijidad, aunque pobremente. Se erguía con la iglesia, en un pequeño terreno que los hombres de la parroquia mantenían verde y cuidado en el verano. Las mujeres de la parroquia, casi tan desprovistas como las hermanas, plantaban semillas de flores contra las zarandeadas paredes de la iglesia y el orfanato, y durante el verano la extrema pobreza de ambos edificios quedaba en parte aliviada por la viva luz de flores y hojas verdes.
La gente de la parroquia, para el resto de los habitantes de Winfield, eran perros parias, aptos solamente para los trabajos más sucios y repugnantes que ni siquiera la «chusma del río» aceptaría. También eran los más pobremente pagados. Sus mujeres trabajaban en las casas de sus superiores por pequeñas raciones de comida y dos o tres dólares al mes. Traían consigo a sus casas, de noche, la comida para sus familias. La única alegría que cualquiera de ellos poseía era una ocasional jarra de cerveza, su iglesia y su fe. Joseph Armagh nunca entró en aquella iglesia. Nunca se mezcló con la gente. Los miraba tan desapasionadamente como a la otra gente de Winfield, y con la misma indiferencia distante. No tenían nada que ver con él y su vida, sus pensamientos y la pétrea decisión que alentaba en él como un fuego negro. En cierta ocasión el Padre Barton, abordándole deliberadamente cuando abandonaba el orfanato, intentó ablandar a aquel joven taciturno y endurecido, tratando de sostener una conversación con él que fuera más allá de las pocas palabras que Joseph le otorgaba. Le preguntó a Joseph por qué no asistía nunca a misa, y Joseph no dijo nada.
—Ah, ya sé, es la amargura irlandesa que tienes dentro —dijo el joven cura con tristeza—. Recuerdas Irlanda y los ingleses. Pero aquí, en América, somos libres.
—Libres…, ¿para qué, Padre?
El sacerdote le había mirado seriamente respingando al contemplar el semblante de Joseph.
—Libres de vivir —murmuró el cura.
Joseph había estallado en una risotada feroz y se fue.
Después el cura habló sobre Joseph con la superiora del combinado de convento y orfanato, Hermana Elizabeth, una mujer de mediana edad, pequeña y rechoncha con semblante inteligente y amable y ojos afectuosos, pero también de firme boca y dotada de una voluntad que, según sospechaba el Padre Barton, ni siquiera Dios podía doblegar. No era la monja convencional, dócil y obediente que creía el Padre Barton que había consolado su triste infancia. Ella no temía a nadie —y posiblemente ni a Dios, sospechaba también el cura con algún temor íntimo— y poseía una breve y mundana sonrisa unida a un aire impaciente de tolerancia cuando la hacía objeto de una leve homilía o algún aforismo piadoso. Cuando se volvía particularmente etéreo, le atajaba con un brusco gesto de su rolliza mano y decía rápidamente:
—Sí, sí, Padre, pero yo no creo que esto sirva para comprar patatas.
Era su famosa réplica a cualquier comentario lastimero o divagaciones sentimentales. El Padre Barton le había expuesto:
—Se trata de Joseph Armagh, Hermana. Confieso que me desconcierta, pues siendo muy joven parece haber pasado por experiencias muy superiores a las de su edad y se ha hecho, a causa de ellas duro, rencoroso y sin misericordia, hasta diría que quizás vengativo.
La Hermana Elizabeth meditó, fijos sus ojos en el sacerdote durante algunos instantes. Luego, dijo:
—Tiene sus razones, Padre, con las cuales es posible que ni usted ni yo estemos de acuerdo, pero son sus razones, nacidas de las penalidades y debe encontrar su camino a solas.
—Necesita la ayuda de su iglesia y su Dios —dijo el cura.
—Padre, ¿no se le ha ocurrido pensar que Joseph no tiene iglesia ni Dios?
—¿Tan joven? —tembló la voz del cura.
—Padre, él no es joven y es posible que nunca lo haya sido.
Con esta respuesta ella dio por terminada la conversación, alejándose acompañada por el tintineo de su rosario de madera, y el sacerdote quedóse meditando tristemente porque por aquellos tiempos que corrían los clericales parecían más preocupados por materias mundanas que por su salvación eterna. Rehaciéndose un poco recordó: «Pero esto no sirve para comprar patatas». En cierto momento pensó decir: «Dios proveerá», pero adivinó de inmediato que la Hermana Elizabeth estaba esperando precisamente que él hiciera tal comentario para rebatirlo con su sempiterna réplica práctica, por lo cual, refrenándose, se abstuvo.
Joseph no estaba pensando aquella noche ni en el Padre Barton ni en la Hermana Elizabeth, porque no significaban más que cualquier otra persona. Existían meramente, como otros existían en su propio mundo, y nunca les permitía más allá de algunas palabras, no porque sintiese resentimiento o respeto hacia ellos —no experimentaba ni una ni otra cosa—, sino debido a que sabía que ellos no formaban, en absoluto, parte de su vida y no representaban para él nada de ningún valor, excepto la monja que daba techo y alimento a su hermano y hermana hasta el día en que él pudiera llevárselos consigo. No sentía hacia ellos más enemistad que la que tenía hacia el resto del mundo de hombres y mujeres, ya que ahora sabía que la animosidad personal atrae a la gente más fuertemente hacia uno, haciéndole a uno más sabedor de sus existencias, y no había tiempo para ésta ni ninguna otra emoción dilapidadora del tiempo. En su vida no habría ninguna intrusión de seres ajenos a su familia, porque esto debilitaba a un hombre. No tenía curiosidad hacia los demás, ni compasión, ni hostilidad, ni anhelaba una compañía pese a la soledad que, frecuentemente, le torturaba.
En otra ocasión, el Padre Barton, conocedor de su historia, le dijo:
—Joseph, hay multitudes de personas en este país, y no solamente irlandeses, que han sufrido y han tenido pérdidas lo mismo que tú. Sin embargo, no se apartan de los demás ni los rehuyen.
Joseph le contempló inexpresivamente.
—Ni me aparto, ni rehuyo, ni busco, Padre. Soy tal como fui hecho. El mismo martillo y el mismo yunque hacen herraduras y cuchillos, arneses y clavos y mil otras cosas, no solamente una. Las mismas experiencias hacen a un hombre de una manera y a otro de otra manera, y esto está en sus naturalezas.
El cura se había maravillado ante esta teoría, porque por entonces Joseph sólo tenía quince años. Después sintióse asustado porque notaba vagamente que estaba confrontando un nuevo y terrorífico fenómeno, que era como una fuerza natural que ningún hombre se atrevía a desafiar o refutar, quedándole como único recurso el tener que aceptarla. Aquel pensamiento llenó al cura de tristeza y temor. Entonces recordó que una joven monja le había dicho:
—Joseph ama a su hermano y a su hermana, Padre, y moriría por ellos. Lo he leído en su cara, pobrecillo.
Más tarde, sin embargo, el cura comenzó a creer que la monja estaba equivocada.
Joseph llegó al orfanato con sus tenues lámparas amarillas reluciendo a través de sus elementales ventanas, sus blanqueados peldaños de piedra y su rústica fachada. Se detuvo. En el recodo de la alameda se hallaba un espléndido conjunto de caballos y vehículo como nunca viera en América sino solamente en Irlanda, yendo y viniendo entre las grandes mansiones de la hacendada burguesía. Era un carruaje cerrado, armonioso de líneas, acharolado en su pulimento, con un cochero de librea en su alto pescante, con ventanillas brillantes y ruedas barnizadas. El tronco de dos caballos era tan negro y armonioso como el mismo carruaje, destellando sus arreos como plata bajo la tenue luz de la cercana lámpara.
Joseph contempló con fijeza el equipo y el cochero, con su grueso gabán y sombrero de copa, le miró también fijamente. Sus manos enguantadas sostenían un látigo. Meditó Joseph: ¿qué hace aquí un carruaje tan ostentoso ante este orfanato y en este lugar? Parece apropiado para la misma reina en persona, o para el presidente de los Estados Unidos de América.
—¿Qué se te ofrece? —dijo el cochero con un pronunciado acento irlandés—. Sigue adelante, mozo, y deja de boquear como un pez. No querrás que te suelte un piñazo[4].
Joseph sintió el primer impulso de curiosidad desde hacía años, pero se encogió de hombros y, subiendo los toscos peldaños del orfanato, fue a pulsar la campanilla. Una monja joven, la Hermana Frances, abrió la puerta, sonriéndole aunque él nunca sonreía en respuesta.
—Es muy tarde, Joseph —dijo ella—. Los niños ya han cenado y están rezando sus plegarias antes de acostarse.
Sin replicar Joseph entró en el húmedo vestíbulo, tras haberse frotado las suelas cuidadosamente en la alfombrilla del umbral. La monja cerró la puerta.
—Solamente cinco minutos, Joseph. Esperarás en el locutorio como de costumbre y veré si es posible.
El desnudo suelo de madera astillada se hallaba penosamente pulimentado y limpio, al igual que los tabiques de madera. A la izquierda estaba el «locutorio» especial de la Hermana Elizabeth, donde sostenía misteriosas y densas discusiones, y a la derecha estaba una pequeña «sala de recepción», como la llamaban las jóvenes monjas, para gente como Joseph. Al final del vestíbulo había un largo y estrecho cuarto, apenas más amplio que un corredor donde antaño se aposentaban caballos en sus pesebres. Ahora las monjas lo llamaban «nuestro refectorio» y allí comían sus frugales comidas y, con ellas, comían los huérfanos. Al final del «refectorio» estaba la cocina que, en invierno, era el único lugar realmente caliente del orfanato, un sitio favorito de reunión para las hermanas que cosían y remendaban allí, charlando, hasta riendo y cantando, y discutían sus tristes y pequeñas preocupaciones, aunque esto fuera pecaminoso, según la Hermana Elizabeth. Un alma bondadosa y parcialmente acomodada había donado las tres mecedoras cercanas a la gran estufa de hierro negro que estaba empotrada en el muro de rojos ladrillos, y las manos de las monjas habían limpiado y pulimentado el suelo de ladrillos. Siempre había una enorme olla de sopa humeando sobre las pavesas en la estufa y, para las monjas y los niños, despedía el más delicioso aroma en el mundo. En la planta alta dormían los niños acumulados en literas y, tras una puerta, las monjas también lo hacían, en comunidad. La Hermana Elizabeth era la única que tenía su aislamiento, oculto el espacio tras una pesada cortina marrón. El aula de clases para los niños era la iglesia, «mientras esperamos» decían las monjas, «a que sea construida una verdadera escuela». Sus esperanzas nunca decaían aunque la Hermana Elizabeth era menos imaginativa y solía decir: «Es preciso contentarse con lo que hay».
Los reservados exteriores estaban protegidos de las miradas públicas por un armazón de tablas y, al final de un tosco túnel de maderos construido por las monjas, se llegaba a la puerta de la cocina. Por frío y desnudo que fuera el orfanato-convento, las monjas, varias de ellas procedentes de Irlanda en los últimos años, lo estimaban como al más querido y cómodo de los hogares y sus semblantes, en la cálida cocina, irradiaban a la luz de la lámpara, mientras trabajaban y comadreaban inocentemente. Algunas veces un niño muy pequeño y enfermo era llevado allí, envuelto en chales, para ser mecido por una monja, acariciado y tranquilizado aun de noche hasta que se dormía contra el inmaculado pero maternal seno y era transportado arriba, entre murmullos de plegarias. El apetito nunca era plenamente apaciguado en aquel edificio, pero las monjas se consideraban a sí mismas como privilegiadas en aquella comunidad de genuina fe, esperanza y caridad.
Joseph entró en la pequeña sala de recepción que estaba tan fría como la muerte y olía a cera de abejas y a generosas cantidades de jabón. Las paredes estaban encaladas y nada de lo que intentaban las monjas podía quitar las manchas de humedad, que eran permanentes. El suelo era abrillantado hasta adquirir un lustre oscuro y el cuarto contenía una mesa recubierta con un paño de áspero tejido orillado, de encaje basto, y sustentaba la estimada Biblia del convento encuadernada en piel roja, sin ningún otro objeto, excepto una lámpara de petróleo, encendida. Un diminuto ventanillo, cerca del techo, dejaba penetrar la única luz diurna, pero nunca el sol, y había cuatro sillas de cocina de respaldo recto alineadas rígidamente contra las paredes.
Pero en una hornacina de la pared se hallaba una pequeña y mal tallada estatua de Nuestra Señora María Auxiliadora, toda de dorado barato, azul venenoso y restallante blanco, con un halo dorado. En el mismo centro de esta pared colgaba un enorme crucifijo de madera oscura y el cuerpo clavado estaba maravillosamente tallado en marfil antiguo. Había pertenecido durante generaciones a la familia de la Hermana Elizabeth en Irlanda, y ella lo había transportado a América cuando era una monja muy joven y era su tesoro, y el tesoro del convento-orfanato. Le habían sugerido que el altar en la iglesia era el lugar más adecuado para contenerlo, pero la Hermana Elizabeth buscó el cuarto más sombrío del convento para colocarlo. Nadie sabía sus razones y ella nunca contestaba a las preguntas, pero casi todos cuantos entraban en la sala de recepción sentíanse impulsados, al contemplarlo, hacia algún sentimiento, algunos de remordimiento, otros de rebelión, otros de paz y algunos de absoluta indiferencia como era el caso de Joseph Armagh.
Se sentó en una de las tiesas sillas y se estremeció, preguntándose con alarma si no había pillado otro resfriado bajo la lluvia. El único temor que nunca se permitía era el miedo a una enfermedad sin remedio, el desempleo y la indigencia; creía que en tal caso nunca volvería a ver a su hermano y hermana, que ellos serían entregados a la adopción de desconocidos cuyos nombres jamás sabría. Nadie en Winfield mencionó nunca tal posibilidad, pero él estaba convencido de ello y recordó al viejo Padre O’Leary, que había traído a la familia a aquel lugar y había muerto un mes después.
Joseph aguardaba a su familia, volvió a estremecerse y recordó que sólo había comido una vez aquel día —todo cuanto podía permitirse—: un escaso condumio de pan, tocino frío y café negro en su pensión. Sentía también calambres de hambre y, mientras se frotaba las frías manos, trató de no pensar en comida. Alzó los ojos, éstos encontraron el crucifijo y por vez primera lo vio con plena percepción y sintió una súbita y violenta convulsión interior.
—Sí, pero Tú nunca ayudaste a nadie —dijo en voz alta—. Todo son mentiras, esto lo sé, y nadie puede demostrarme lo contrario.
El rostro de su madre joven, agonizante y dolorida, resplandeció vívidamente ante él y crispó sus secos ojos, cerrándolos por un momento. Se dijo mentalmente: Mamá, he cuidado de ellos, y siempre lo haré, tal como te prometí. Durante tres años estuvo sofocando, muy adentro, la mordedura de la pena y pensaba que había perdido la capacidad de sentirla pero volvía como un golpe contra su corazón, un golpe salvaje que le hizo tambalearse en su silla y le hizo agarrarse a los lados, como temiendo caerse. Luego, cuando pudo, volvió a sofocar el terrible dolor de nuevo, una y otra vez hasta que se entumeció.
Tres años, pensó. He estado tres años en este país y todavía no he sido capaz de acomodar a mi familia en un hogar elegido por mí sino solamente en un orfanato. ¿Cómo voy a conseguir este famoso oro que nos protegerá? No estoy educado para otra cosa que no sea el trabajo manual, aunque tengo buena caligrafía y podría ser escribano o dependiente. Pero nadie quiere darme esta clase de trabajo, con mejor salario, porque soy lo que soy y lo que nací. ¿Va a ser siempre así? He buscado y he meditado y no hay luz ni esperanza.
Recordaba lo que había ocurrido tres años antes, cuando aquellos que no estaban enfermos o agonizantes consiguieron permiso para entrar en América a través de Filadelfia —y fueron muy pocos—. El Padre O’Leary y las hermanas habían rodeado al muchacho, a su hermano y una de las monjas había llevado en brazos a la niñita, y el Padre O’Leary declaró que los tres huérfanos estaban bajo su custodia, y fueron admitidos. Pero el orfanato de Filadelfia estaba rebosante y, en consecuencia, el viejo sacerdote, en sus primeros síntomas de agonía por las privaciones y penalidades, trajo a los tres chiquillos a esta ciudad en la diligencia, un largo y triste viaje en pleno invierno. Dos de las monjas le acompañaron para ayudarle. Joseph había insistido en pagar su propio viaje de los quince dólares que su padre envió a su madre y, cuando llegaron a Winfield, no le quedaban sino dos dólares, ya que el alimento tuvo que ser comprado en tabernas y posadas, así como la leche para la niña. Joseph permaneció en el orfanato mientras buscaba trabajo.
—Quédate con nosotras durante un año, Joseph —había dicho la Hermana Elizabeth—, trabaja para nosotras y te daremos clases. No podemos pagarte porque somos muy pobres y dependemos de la caridad.
Pero Joseph encontró su primer trabajo en una caballeriza por tres dólares a la semana, uno de los cuales daba a la Hermana Elizabeth pese a sus protestas. Recordaba cómo vivió en el establo con los caballos, durmiendo en el granero. Cuando tuvo catorce años supo que tenía que ganar más dinero y fue a trabajar en el aserradero. Le fue prometido un dólar más por semana en mayo.
Contempló el crucifijo y la faz sufriente maravillosamente detallada.
—No —dijo de nuevo—. Tú nunca ayudaste a nadie. Eres sólo una mentira.
Se abrió la puerta y miró hacia ella con ansiedad, porque lo que iba a ver era su único consuelo y el manantial de su desesperada y fría voluntad. Pero la que entraba era la Hermana Elizabeth, por lo que se levantó lentamente y su rostro adquirió la expresión neutra y hermética de siempre.