El Padre O’Leary estaba sentado en actitud desalentada al borde de la litera de Sean, y mantenía al niñito sobre su rodilla acariciándole el claro cabello con suave mano temblorosa. Vio acercarse a Joseph. Vio la fuerza tensa en el delgado cuerpo envarado, el porte erguido de hombros, la impuesta dureza del semblante juvenil, las pecas que parecían sobresalir de las blancas mejillas, y la boca que era tan firme como la piedra y tan implacable como ella.
Joseph se detuvo ante él.
—Bueno, usted debe decírmelo —anunció, y su voz era la de un hombre que puede soportar mucho—. ¿Es referente a mi papá?
—Sí —dijo el sacerdote. Acarició la mejilla de Sean y sonrió lastimosamente—. Éste es un buen mocito. No llorará mientras Joey y yo hablamos.
Rebuscó en el bolsillo de su raída sotana y extrajo una manzana, la sostuvo en alto y Sean la contempló maravillado, con la boca abierta. El sacerdote la colocó en las manos de Sean y los pequeños dedos la acariciaron con pasmo y perplejidad, porque nunca antes había visto una manzana.
—Es algo muy bueno, Sean —dijo el Padre O’Leary—. Cómela poco a poco. Es más dulce que la miel.
Sean le miró fijamente y luego a Joseph, y agarró la fruta como temiendo que su hermano se la quitase. El cura añadió:
—La compré en el muelle para Sean. Cincuenta centavos que deben ser casi dos chelines, y estoy pensando que se debe a que no es la temporada y estaba envuelta en papel dorado.
Mostró el papel a Joseph pero el muchacho no dijo nada. El cura se puso en pie y entonces se tambaleó por la debilidad acumulada, inclinando la cabeza al asirse al borde de la litera superior para restablecer el equilibrio. Quizás el día anterior, Joseph le hubiese ayudado, pero ahora se mantuvo apartado, rígidamente, como si temiese que su voluntad se quebrantase y aquél no era momento para debilitarse.
—Ven —dijo el cura y le precedió hacia el fondo del pasadizo hasta la cercanía de la puerta donde podían tener algo de aislamiento.
Una vez llegados allí dijo Joseph con voz áspera:
—Usted no vio a mi padre.
—No —dijo el sacerdote. Alzó la cabeza y sus ojos estaban enturbiados por las lágrimas.
Joseph le estudió sin piedad ni emoción, al afirmar:
—Usted vio a mi tío Jack. Fue a él a quien vi en el muelle.
—Sí —dijo el Padre O’Leary. Se humedeció los labios con la punta de la lengua, contemplando el suelo. De nuevo hurgó en su bolsillo y extrajo un billete de banco, verde y arrugado—. Son dos dólares, casi media libra. Es todo lo que tu tío pudo ahorrar.
Empujó el billete en la mano de Joseph. El muchacho se reclinaba contra la puerta y cruzó los brazos ante su huesudo pecho. Examinaba al cura con una expresión que el anciano supo era de frío odio.
—¿Y mi padre? —preguntó, por fin, cuando el cura persistía en su silencio.
Tembló la boca del clérigo y, apretando los párpados, cerró los ojos.
—Recordarás, Joey —dijo en voz muy baja—, que tu madre después de recibir los sacramentos miró más allá de nosotros y llamó a tu padre como si él estuviese allí, y ella sonrió y murió con una sonrisa de júbilo, al reconocerle.
Hizo una pausa. Los que tosían habían comenzado de nuevo, funestamente. Joseph no se movió.
—Creo que me está diciendo que mi padre también ha muerto, ¿no?
El cura mostró ambas manos abiertas, humildemente, pero no pudo soportar la mirada fija del muchacho.
—Yo creo que ella vio su alma, y que él la estaba esperando —susurró—. Fue una reunión plena de dicha y no debes apesadumbrarte. Están ambos a salvo, con Dios.
Ahora miró a Joseph y lo que leyó en el rostro del muchacho le hizo crispar las facciones.
—Fue hace dos meses. Murió de fiebre de los pulmones.
No debo pensar, todavía no; meditó Joseph. Debo oír y saberlo todo.
—Creo que él vino a buscarla, por la Gracia de Dios —dijo el cura.
La boca de Joseph tuvo una contracción espasmódica, pero no perdió su severidad.
—¿Y mi tío, Padre?
El sacerdote titubeó antes de replicar:
—Se ha casado, Joey.
—Y no tiene habitación para nosotros.
—Has de comprender, Joey. Es un hombre pobre. Los dos dólares que te ha enviado representan un sacrificio. Ésta no es, de ninguna manera, la tierra del oro. Es una tierra de amarga labor y el trabajador es conducido como ganado. Tu tío no puede hacer nada más por vosotros.
Joseph mordíase el labio inferior y el cura se asombraba ante aquella actitud impasible. El mozo era casi un niño, un huérfano, y permanecía inconmovible. Joseph dijo:
—Entonces no necesito gastar los quince dólares para volver a Nueva York desde Filadelfia. No hay ningún sitio donde volver. No hay nadie.
El sacerdote habló con ansiedad compasiva:
—Debes guardar el dinero, Joey. Hay un orfanato en Filadelfia, regentado por las Hermanas de la Caridad, donde van destinadas las que están con nosotros. Yo también voy a vivir allí. Ellas acogerán a los hijos de Danny Armagh y los amarán como si fueran suyos.
Hizo una pausa.
—Es posible que algún buen hombre, con dinero, se sienta feliz al adoptar a la niñita y a Sean, dándoles hogares ricos con cálidos fuegos, buena comida y ropa.
Por vez primera Joseph se agitó, demostrando emoción. Contempló al cura con total estupor y furia ultrajada.
—¿Está usted loco, Padre? —exclamó—. Mi hermano y mi hermana, mi carne y sangre, ¿darlos a extranjeros de modo que yo no sabría cómo están ni dónde se hallan? ¿Permiten en esta América que mis familiares me sean arrebatados? Si es así, regresaremos a Irlanda.
—Joey —dijo tristemente el cura—, tengo el documento de tu tío, consintiendo.
—Déjeme ver ese famoso documento —dijo Joseph.
De nuevo titubeó el Padre O’Leary. Después palpó en el interior de su sotana y sacó un papel que entregó en silencio a Joseph. El muchacho fue leyendo:
—«Por la presente otorgo a las autoridades religiosas el privilegio de transferir las adopciones relativas a los hijos de mi difunto hermano, Daniel Padraic Armagh, debido a que no tienen ni padre ni madre. Firmado, John Sean Armagh».
El papel estaba escrito torpe pero claramente, fechado aquella misma mañana, primer día de marzo, y firmado. Joseph, lenta y deliberadamente, observando con maligno furor al cura, fue rasgando el papel en pedazos una y otra vez, guardándose los restos en el bolsillo.
El sacerdote meneó la cabeza.
—Joey, Joey… Esto no servirá de nada. Me bastará con pedirle a tu tío otro documento, igual. Por favor, Joey, tú no eres obtuso de mente. Yo mismo te di enseñanzas durante nueve años. No tienes sino trece años. ¿Cómo puedes cuidar de Sean y del bebé?
Los golpes de las últimas horas comenzaron a agitar con angustia el interior de Joseph, pero se mantuvo firme. Su corazón había empezado a agitarse como el de un corredor, y su voz era temblorosa aunque obstinada cuando habló:
—Padre, yo trabajaré. Soy fuerte. Encontraré trabajo en esta América. Los pequeños estarán con las monjas hasta que yo pueda darles un hogar. Pagaré a las monjas. Ellos no dependerán de la caridad de nadie. Yo pagaré. Y si pago ellos no me podrán ser quitados.
El cura tenía inmensos deseos de llorar, pues estaba acongojado.
—¿Y qué puedes hacer, Joey?
—Puedo escribir con muy buena letra, esto me lo enseñó usted, Padre. Puedo trabajar en los campos y en las fábricas. Quizás, en el orfanato haya trabajo para un hombre fuerte: fuegos que deban mantenerse encendidos, paredes y techos por reparar. Yo he trabajado, Padre, sé lo que es el trabajo y no le temo. ¡Pero usted no debe quitarme a mi hermano y a mi hermana! ¡Si lo hace, Padre, me mataré, y esto se lo juro!
—¡Joey, Joey! —exclamó horrorizado el cura—. ¡Sólo hablar de ello es pecado mortal!
—Pecado mortal o no, lo haré —dijo Joseph, y el cura, con espanto, supo que no estaba hablándole a un niño sino a un hombre—. Y usted será el responsable de la perdición de mi alma.
Esbozó una oculta mueca y algo en su interior sonrió con rabia y desprecio al contemplar el viejo semblante angustiado del cura.
—No temes a Dios —dijo el cura, y se santiguó.
—Nunca he temido a nada —dijo el muchacho— y no vacilaré ahora. Pero no lo dude. Padre, lo que deba hacer, lo haré —miró al cura con renovado odio—: Y esto era lo que usted estaba haciendo con mi tío esta mañana, Padre, mientras yo esperaba: estaba tramando contra los hijos de Daniel Armagh, diciéndole a mi tío cómo debía escribir la carta. Fue muy taimado, Padre, pero todo ha quedado en nada.
El cura lo observaba con temor y compasión a la vez. Murmuró:
—Pensamos que sería lo mejor. Pensamos que era lo mejor. No fue una maldad lo que tramamos contra ti, Joey. Pero si ésta es tu voluntad, entonces sea como quieras.
Dejó a Joseph para regresar junto a Sean, que estaba lamiéndose los dedos tras haber comido la manzana. Los ojos del cura se llenaron nuevamente de lágrimas y apretó a Sean contra su pecho.
—¿Mamá? —dijo Sean, y su rostro se crispó con el llanto—. Quiero ver a mi mamá.
Joseph se detuvo junto al cura. Le introdujo el billete de dos dólares en la mano.
—Esto le debo a usted —dijo—. Yo no acepto caridades. Con lo que sobre diga una misa por mi madre.
Miraba al cura con fiero coraje y aversión. Luego enlazó a su hermano, apartándole de la rodilla del cura, y mientras apretaba sus dos manos en la suya, miró los grandes ojos lacrimosos.
—Sean —dijo—, yo soy ahora tu padre y tu madre y estamos solos, juntos. Nunca te abandonaré, Sean. Nunca te abandonaré.
Alzó su otra mano, más bien en imprecación que en promesa, pensó el sacerdote con cierto temor.
El barco levaba anclas. Comenzó a separarse del muelle y la nieve y la lluvia silbaban contra las portillas, el viento aullaba en las velas izadas y, desaparecida su última esperanza, los hombres y mujeres en el entrepuente de inmigrantes hundieron las caras entre sus manos.