Ahora, sentado en el borde de la litera donde su hermanito dormía con las hundidas mejillas llenas de lágrimas, Joseph recordaba los penosos sufrimientos de Irlanda y a su padre, que les esperaba. Recordaba también que la reina inglesa había ofrecido, desdeñosamente, a multitudes de irlandeses, el pasaje gratuito a América para escapar del hambre y de la opresión; era evidente que ella todavía seguía considerando a América como una colonia penal, como lo hizo su abuelo, como a una posesión inglesa, aunque sin valor. Las multitudes que no tenían otra alternativa sino muerte, brutalidad y hambre, habían huido de su afligido país, entre llantos. Pero el hermano de Daniel había enviado dinero para el pasaje en el entrepuente. Daniel, siempre esperanzado, titubeó. Las cosas seguramente ya no iban tan mal en Irlanda. Algunas granjas volvían a producir. Era mejor esperar. El Sassenagh estaba cansándose del desfogamiento de su carácter vengativo.
Entonces la pequeña familia fue desahuciada por la deuda de impuestos y un primo de Moira que vivía en Carney los alojó en su ya muy habitada casita. Por una vez, Daniel se comportó más sensatamente. No despilfarró el dinero del pasaje. Compartió parte de ello con el primo de Moira para el pan necesario y un puñado de hortalizas —medio podridas— y una tajada de tocino una vez a la semana. Cuando se acabó esta parte y el dinero del pasaje estaba en peligro, Joseph se enfrentó a su padre. Moira no le había contado a su marido que el día anterior un soldado inglés la había abordado en la calle principal de Carney, aquel pequeño pueblo, y que cuando él tiró insistentemente de su chal ella le golpeó en el rostro con sus últimas fuerzas. El soldado le aplicó varios puñetazos en los senos hasta que ella chilló de dolor y, derribándola, le asestó dos puntapiés dejándola tirada en el suelo, mientras se marchó imprecando y prorrumpiendo en viles calificativos. La esposa del primo de Moira presenció los hechos y ayudó a la llorosa mujer a regresar a la casa. Moira le suplicó que no lo repitiese a Daniel, pero Joseph lo había escuchado. El chal fue apartado y abiertos los botones del desgarrado corpiño, vio Joseph las magulladuras negras y azuladas en la blanca carnación juvenil de su madre, tan marchita ahora por el hambre, y apretó los puños conociendo por vez primera el ansia de matar.
En consecuencia, Daniel, empaquetando su poca ropa en un maletín de cartón negro, había abandonado su país con lágrimas en los ojos y contemplado por última vez a su hijo, Joseph, que le parecía un viejo inexorable y no un niño; el cándido reproche en los ojos de Daniel no impresionó en absoluto a Joseph. Por temor a que su padre pudiera dar media vuelta en el último instante, Joseph acompañó a Daniel hasta la posada, en el frío y húmedo amanecer, y allí esperaron la diligencia que habría de llevarle a Queenstown para embarcarse. La lluvia golpeaba sus rostros y Daniel intentó silbar, pero lo hizo melancólicamente. Cuando el carruaje se detuvo y Daniel hubo arrojado su equipaje al tejadillo, el padre volvióse hacia su hijo diciéndole:
—Vas a actuar como si fueras el padre de tu madre y de Sean, Joey, y me los traerás a América.
—Sí, papá —dijo el muchacho.
Miraba los cuatro robustos caballos, exhalando vapor y piafando en la semiclaridad, sus pieles relucientes de agua y sudor, y los blancos rostros acechando a través de las ventanillas al nuevo pasajero. El cochero hizo restallar su látigo y fue como un crujido quebrando el silencio del pueblo. Daniel vaciló en busca de una palabra final: había exhibido su radiante sonrisa antes de subir al carruaje que partió. Para Joseph fue como si un encantador pero incompetente hermano mayor se hubiese marchado, sacudió su cabeza mojada por la lluvia, sonriendo un poco con cariño y renuente benevolencia.
Sabía que los seres encantadores y amables tenían su sitio en la vida, pero era un sitio trivial y resultaban los primeros en quedar destrozados cuando se abatía el desastre. Era como si viviesen en un pueblo de mazapán una existencia insegura bajo tejados de azúcar confitado. Eran como las flores en el adorno de jardines y, por consiguiente, no se debía despreciarlos, excepto cuando la vida exigía que en su lugar fuera plantado alimento para el mantenimiento. Si entonces eran arrancados de raíz, era penoso pero inevitable. Joseph no les culpaba. Habían nacido así.
Ahora, mientras estaba sentado junto a su hermanito Sean, que dormía profundamente, temió que Sean resultase demasiado parecido al padre y, en su desolado y vacío corazón, se prometió que le enseñaría a Sean a afrontar la verdad sin miedo, a vivir con decisión y a despreciar las falsas palabras de esperanza. El mundo era un lugar maligno, ¿acaso él, Joseph, no lo sabía con certeza? Era un lugar peligroso. Sólo el valor y la voluntad podían conquistarlo o, por lo menos, intimidarlo de modo que soltase con un bufido la garganta de un hombre y reptase alejándose por algún tiempo. Pero siempre aguardaba al acecho de un momento de debilidad por parte de sus víctimas, un momento de expansivo optimismo, de euforia y confianza en un futuro con arcoiris. Entonces golpeaba de muerte a los necios. Joseph había leído los libros de su padre, pero sin otorgarles la interpretación de Daniel de que el hombre se hacía mejor y las naciones más civilizadas a medida que el tiempo pasaba, sino con una comprensión cínica. La tiranía era el modo natural de gobierno del hombre y su deseo secreto, y la libertad siempre estaba amenazada por los propios hombres a través de sus gobiernos y mediante su fácil aceptación y carencia de fortaleza. Al darse cuenta de esto, Joseph se convirtió en hombre y ya no fue por más tiempo un niño, ni siquiera un joven.
Joseph, inmóvil en la progresiva frialdad del entrepuente de los inmigrantes, pensaba. Los enfermos gemían en su sueño hostigado por el dolor. Los hombres ya no cantaban, permanecían sentados en silencio en las literas inferiores, con las cabezas y manos colgando, o durmiendo. El barco gruñía y crujía. Bajo las tablas el ganado mugía inquieto. Joseph, sentado cerca de su durmiente hermanito, fijó los ojos, casi sin pestañeo, en la sucia cubierta bajo sus pies. ¿Ahora dónde irían? ¿Dónde les permitirían desembarcar si es que lo permitían? Joseph supo de muchos barcos pequeños que levaron anclas desde Irlanda durante el hambre, sólo para destrozarse contra escollos o hundirse en el océano, o regresar con un cargamento de agonizantes al accidentado litoral. Supo también que la mitad o más de aquellos que navegaron hacia América en grandes barcos habían muerto antes de su llegada por enfermedad o a causa de la fiebre del hambre o por una lenta extenuación, siendo enterrados en el mar. (Muchos de los viajeros de aquel mismo barco en que se hallaba habían padecido estas calamidades siendo arriados rápidamente al agua por la noche, acompañados solamente por las plegarias del viejo cura y de las hermanas). Se enteró que los supervivientes fueron obligados a alojarse en fríos tinglados del muelle, para sufrir allí o morir, sin alimentos ni agua ni ropas de abrigo, hasta que «las autoridades» pudieran determinar si eran o no un peligro para las ciudades con su cólera, «consunción» y fiebres. Los saludables y los afortunados obtuvieron el permiso para reunirse con parientes y amigos que les esperaban y que podían llevárselos al calor de hogares y mesas con alimentos. Los muertos fueron sepultados en fosas comunes, anónimos y olvidados. Muchos de los barcos, también, fueron obligados a zarpar de nuevo en diversos puertos de América. No se les quería. Su pasaje se componía de desposeídos y hambrientos, y eran «romanos» además de irlandeses, camorristas y extraños. Los religiosos eran especialmente despreciados y secretamente temidos.
¿Estaba Daniel Armagh esperando todavía a su familia en el muelle de Nueva York? ¿Sabía que habían sido rechazados y que no podían bajar a tierra? En el invierno, ¿estaba él aguardando en el umbral de uno de los tinglados mirando con fijeza desesperada al gran barco anclado con sus velas aflojadas y su húmedo casco semejante a un fortín? ¿Estaba haciendo algo, pensó Joseph con un regusto acre de amargor en su boca, algo útil por su familia encarcelada, aparte de rezar? ¿Sabía ya que su joven esposa estaba muerta? Muerta. Joseph cerró apretadamente sus secos ojos y su pecho se puso tenso casi asfixiándole con su enorme odio y dolor. Muy adentro de sí repetía: «Mamá, mamá»… Ellos no podían consignarla al océano en el puerto. Esperarían hasta que estuvieran de nuevo en la mar abierta. La envolverían en una manta andrajosa encuadrando su cuerpo en una delgada armazón de madera, y ella se sumiría en la frialdad y negrura del agua lo mismo que ahora su alma estaba ya en la fría negrura de la nada.
Pero no se atrevía a pensar en ello. Era preciso afrontar la calamidad inmediata. ¿Iban a ser devueltos a Irlanda, y entonces todos perecerían, inevitablemente, en el viaje de retorno o al llegar a tierra? Joseph no se preguntaba a sí mismo: «¿Es qué no existe piedad y misericordia entre los hombres, ni ayuda para los necesitados, ni justicia para el inocente?». Esta pregunta era para hombres como su padre y aquellos que albergaban esperanzas fuera de toda realidad, y para los débiles, sentimentales y estúpidos. La pregunta verdadera que tenía que afrontar era la siguiente: ¿cómo iba a asegurar la supervivencia de su hermano y de su hermana recién nacida, y la suya propia? Si estuviera solo o tuviese que cuidar únicamente de Sean podría, por la mañana, justo antes del amanecer, escurrirse fuera del barco con Sean, cuando atracase en el muelle para descargar el ganado y los pasajeros que viajaban confortablemente en los puentes superiores, de los cuales quedaba excluido el acceso a los pasajeros de entrepuentes. Las autoridades no eran demasiado difíciles de soslayar, si uno adoptaba una apariencia de confianza y seguridad y estaba limpio y silencioso. Sin embargo estaba el bebé y hasta la más obtusa de las autoridades experimentaría curiosidad al ver a un muchacho con un infante entre los brazos y acompañado por un chiquillo, sin aparentes custodios. Aunque él, Joseph, podía indudablemente componérselas para proveer algún alimento y refugio para dos muchachos, la niña pequeña necesitaba atención femenina, y ¿dónde podían hallar tal cosa los desamparados?
Un hombre enfermo empezó a toser violentamente y de inmediato los inquietos y doloridos hombres que dormían en su alrededor se agitaron comenzando también a toser, en desgarrado coro, ronco y escupidor. Las convulsiones de la miseria se extendieron por el alojamiento de los hombres para contagiarse a las mujeres y niños tras la cortina, hasta que los penosos ecos fueron yendo y viniendo incesantemente. Solamente una linterna había quedado iluminada en el alojamiento de hombres y acrecentaba la fría y mudable penumbra más que disiparla. Joseph permanecía insensible a todo, salvo que instintivamente envolvió con más fuerza la manta que cubría a su durmiente hermano. No se había puesto su delgada chaqueta; en mangas de camisa dibujaba, repetidamente sobre una mancha en la rodillera de sus pantalones, con el índice. Su mente se concentraba con intensidad obsesiva en su difícil situación. Semanas antes, al comienzo de la travesía, sintió compasión por sus compañeros de viaje, especialmente por las criaturas, y temía que su familia pudiera contraer alguna de aquellas dolencias. Pero ahora su compasión estaba totalmente anegada por su propia lucha de supervivencia. No tenía tiempo ni siquiera para la pena o la desesperación.
Las cuatro portillas empezaron a emerger grisáceas de las tinieblas al aproximarse el amanecer. La fetidez de los cuerpos agonizantes y sucios y la de las letrinas rellenaba el frío aire estancado. El techado de madera goteaba. El serrín en el suelo estaba manchado ominosamente con la sangre de pulmones enfermizos. Joseph seguía estudiando con el tacto la mancha en su rodilla. Su recio y rojizo cabello colgaba en revueltos mechones sobre su frente, orejas y cuello.
Percibió un toque en su hombro y miró hacia arriba con ojos inexpresivos, hundidos. El viejo Padre O’Leary estaba en pie ante él, en su largo camisón de noche.
—No te acostaste en la cama —dijo el sacerdote—. Te pondrás enfermo si no descansas, Joey.
—¿Cómo podemos conseguir que mi padre sepa que nos es imposible abandonar el barco? —preguntó Joseph.
—Por la mañana iré a tierra… Me lo permiten por una hora… Encontraré a Danny y se lo diré. Para ese momento ya sabremos con seguridad dónde vamos a ir. Creo que es a Filadelfia. Recemos para que allí se nos permita desembarcar. Joey, debes descansar un poco.
—¿Filadelfia? —repitió Joseph—. ¿Está lejos de Nueva York? Suena de modo bonito.
El viejo cura sonrió penosamente, con su macilento rostro surcado por hondas líneas grises. Su tupido cabello blanco estaba enmarañado y su camisón colgaba de su cuerpo esquelético.
—Filadelfia —dijo— significa la ciudad del amor fraternal. Roguemos para que sientan algo de amor por nosotros, Joey. Debemos confiar en Dios…
Un destello de impaciencia brilló en los ojos de Joseph.
—Si queda lejos, ¿cómo podrá mi padre llegar hasta dónde estemos y llevarnos a nuestra casa de Nueva York?
—Confía en Dios —dijo el cura—. Nada es imposible para Él. Joey, las mujeres están calentando té y voy a traerte una taza, pero después deberás dormir un poco.
—Viajaremos a Nueva York —dijo Joseph—. Tengo quince dólares que mi madre me dio para guardarlos.
Era como si estuviese hablando consigo mismo. El semblante del sacerdote se crispó con pena y compasión.
—Es mucho dinero, Joey. Tranquilízate. He hablado con un marinero y traerá leche para el bebé antes que el ganado sea transportado a tierra, si puede deslizarse en los sollados. Le di cuatro chelines.
—Se los devolveré, Padre —dijo el muchacho.
Miró hacia su durmiente hermano. ¿No estaba la faz del niño sonrojada por la fiebre? Joseph palpó la mejilla.
—¿Cuándo tirarán mi madre al mar? —preguntó el muchacho, alzando la cabeza y mirando con fijeza al cura.
El Padre O’Leary tuvo un presagio de temor ante aquel muchacho cuyo comportamiento ante la muerte era antinatural. No había derramado ni una lágrima ni demostrado ninguna angustia.
—Joey, se trata solamente del cuerpo de tu madre. Su alma está ya con Dios y Su Bendita Madre. Que esto te sirva de consuelo, para ella han terminado los padecimientos terrenos y reposa en paz. La he conocido desde que era un bebé, yo la bauticé. Nunca hubo una muchacha ni una mujer tan dulce. Su recuerdo será tu protección y desde el radiante paraíso ella te enviará su amor.
—¿La tirarán al mar cuando zarpemos, verdad? —dijo Joseph—. Cuando ocurra, usted tiene que decírmelo.
Nada revelaba emoción en su semblante, ni en sus ojos de azul intenso ahora estriados por una inmensa fatiga.
—Así lo haré, Joey —dijo el cura. De nuevo tocó tímidamente el hombro de Joseph. Pero equivalía a tocar una piedra rígida—. ¿Te unirás a mí en las plegarias por tu madre?
—No.
La voz de Joseph era la de un hombre. Un hombre indiferente.
—¿Significa esto que crees que ella no necesita de las plegarias, hijo mío?
—¿Hay coches de vapor desde Filadelfia a Nueva York, no?
—Casi seguro, Joey. Todo saldrá bien, si confiamos en Nuestro Señor. Hace frío, Joey. Ponte la chaqueta. Los marineros nos traerán nuestro desayuno antes de que zarpemos.
Palmoteó con desánimo el hombro del muchacho. Se alejó suspirando porque un hombre enfermo estaba llamándole débilmente en su agonía. Agotados, los que tosían estaban ahora silenciosos. Algunos se alzaban apoyándose en los codos, o levantándose iban tambaleantes hasta las letrinas. Joseph palpó el paquete que colgaba de un bramante en torno a su cuello, contra su pecho. Los certificados bancarios de oro estaban a salvo. Quince dólares. Tres libras. Era una considerable cantidad de dinero que su padre envió a la familia antes de que abandonasen Irlanda. Le fueron precisos varios meses a Daniel Armagh, para ahorrar Semejante cifra.
Una portilla quedó súbitamente sonrosada por el alba, y Joseph se levantó sobre la punta de los pies para mirar al exterior. Casi imperceptiblemente el barco estaba moviéndose hacia un muelle entre un bosque de mástiles desnudos y cascos poblados. Los marineros estaban ya trabajando en los barcos anclados, y sus rudas voces broncas llegaban tenuemente a oídos de Joseph cuyo rostro presionaba contra el grueso cristal de la portilla incrustado de sal. Las quietas aguas aceitosas del puerto eran negras y plomizas, pero sus pequeñas crestas se iluminaban con frías tonalidades rosas. Ahora Joseph vio los largos atracaderos, los muelles y almacenes a la luz creciente y, más allá, las casas de ladrillos y otros edificios bajos. Sus tejados tenían viscosidad de humedades y a trechos podía verse, desde el barco, una calle estrecha y serpenteante, con manchas de nieve gris y leprosa amontonadas a lo largo de los virajes. Carretones y carromatos empezaban a desplazarse por aquellas calles, esforzándose en el arrastre los caballos. Rostros de marineros curiosos atisbaban el desolado barco irlandés que iba a atracar. Algunas de las naves eran de la nueva variedad de vapor y repentinamente arrojaban humo y hollín negro en el quieto aire de la mañana, y sus sirenas bramaban sin razón aparente.
Palmo a palmo el «Reina de Irlanda» se aproximaba a los muelles y a los largos cobertizos asentados sobre ellos, y Joseph se esforzaba con fiereza para escrutar los semblantes de los que formaban grupos en el embarcadero de tablas. ¿Estaría su padre entre aquella gente? Había muchos hombres y algunas mujeres. Lloraban porque sabían ya que los inmigrantes no tenían permiso para desembarcar. Algunas manos ondeaban desmayadamente en saludos. Un hombre izaba una bandera en un mástil cercano y por vez primera en su vida Joseph vio las estrellas y las barras latigueando húmedas en el frío viento invernal y desplegándose al nuevo día sin esperanza.
—O sea que ésta es la valiente bandera —dijo un hombre en otra portilla, y otros se le unieron para contemplar la tierra prohibida.
Uno rió con escarnio y estalló en un acceso de tos. Otros le hicieron eco como si aquello fuera una señal para sus pulmones.
—No nos quieren recibir —dijo otra voz— y nos vamos a Filadelfia. Se lo he oído decir, yo mismo, con estas orejas, al Padre.
La puerta del extremo del puente se abrió, apareciendo tres tripulantes con una carretilla de mano y transportando tazones humeantes de gachas de avena y té, y había platos de hojalata con pan y bizcocho duro. Los hombres y muchachos se abalanzaron ansiosamente para apoderarse de su alimento, pero Joseph no se movió. ¿Era aquél su padre, aquel hombre alto cuyo cabello rubio asomaba bajo la visera de su gorra de obrero? Joseph pugnó un instante con el pestillo de la portilla, pero el hierro oxidado no se deslizaba. Y era seguramente Daniel Armagh el que estaba esperándoles, ya que la progresiva luz moldeaba sus finas facciones y los ojos de Joseph eran agudos. El flaco puño de Joseph golpeaba impotente la portilla y gritó. Sus exclamaciones despertaron a Sean, que empezó a gimotear. Joseph lo puso en pie sobre la litera obligándole a encararse contra la portilla.
—¡Allí, Sean! ¡Allí está papá esperándonos!
—No es papá —protestó Sean, quejumbroso—. Quiero mi desayuno.
Joseph lo había olvidado. Miró ansiosamente en torno. La carretilla con su humeante pero aminorado cargamento estaba a punto de pasar tras la cortina hacia el alojamiento de mujeres. Joseph corrió tras ella.
—Mi hermanito no ha comido —dijo jadeante.
Los marineros en sus arrugados y sucios uniformes le miraban recelosos, y uno de ellos preguntó:
—¿No estarás queriendo una ración más para ti? No hay bastante.
—No la quiero para mí —dijo Joseph y señaló hacia Sean que estaba llorando, sentado en el borde de su litera, en prendas menores—. Es mi hermano. Le daré también la mía.
Un tazón caliente y un pedazo de pan mohoso le fue colocado entre las manos y le empujaron apartándole. Llevó el desayuno a Sean que lo ojeó y gimoteó de nuevo:
—No lo quiero —dijo quejumbrosamente, y su flaco torso se sacudió en arcada.
El corazón de Joseph se aceleró en palpitación de repentino temor.
—¡Sean! Debes comer tu desayuno o te pondrás enfermo, y no es el momento de perder el tiempo.
—Yo quiero que venga mamá —y Sean volvió a un lado su guapo semblante.
—Pero primero debes comer —dijo Joseph con severidad.
¿Era realmente la fiebre lo que abrillantaba las hundidas mejillas de Sean? Oh, Dios, farfulló Joseph con odio, entre sus apretados dientes. Palpó la frente de Sean. Estaba fría pero sudorosa.
—Come —ordenó Joseph, y el nuevo matiz en su entonación asustó a su hermanito que de nuevo empezó a llorar y a sorber por las narices. Pero aceptó el tazón y la cuchara y, sollozando, embutióse las gachas en la boca.
—Buen mozo —aprobó Joseph.
Mirando el pan en su mano, titubeó. Sentía en su interior un gran hueco, y si se enfermaba no sería de ninguna ayuda para los otros dos niños. Empezó a masticar el duro pan, y de vez en cuando se alzaba sobre la punta de los pies para observar el lento avance del barco hacia el desembarcadero. El hombre del cabello rubio había desaparecido. Brotó entonces un tintineo de cadenas, un golpe sordo, y la ancha pasarela de tablas fue arriada hasta el muelle. Se elevó un coro de voces alborotando las gaviotas que empezaron a describir círculos en nubes encima del barco y contra un cielo del cual se había esfumado la luz roja, convirtiéndose en sombrío y amenazador. Joseph pudo oír el graznido de las gaviotas y, desde abajo, el movimiento del ganado. Una vela mojada se desplomó sobre cubierta. El agua murmuraba silbante en torno al casco. Las aguas del puerto rebosaban de desperdicios y flotantes cercos de madera, y ahora el océano tenía un color fangoso. En un instante fue acribillado por una densa y percuciente[3] lluvia mezclada con nieve. Joseph se estremeció, masticando sombríamente. Ésta no era la tierra dorada desde la cual su padre les había escrito. Las calles parecían tétricas y desiertas pese a los carruajes y algún que otro paraguas que se deslizaban a lo largo de los empedrados y aceras. El paisaje era minúsculo y bajo, los cielos inmensos, y, había únicamente desolación, helor, soledad y abandono.
Esto no era la verde Irlanda con enormes paisajes de tierra maravillosa, con la fresca fragancia de la hierba y los árboles, el resplandor metálico inmóvil de los lagos azules y los techos abrigados con paja, los jardines en que las lozanas flores llegaban a las rodillas, los arroyos cantarinos con su carga de peces y su adorno de garzas, el canto de las alondras, el picante olor del carbón ardiendo, la calidez de los pequeños fuegos y las risas en las tabernas, con la alegre cadencia de los joviales violinistas. Aquí no había misteriosos calveros sombreados por robles y malvas locas, ni exclamaciones de bienvenida, ni canciones ni labios sonrientes. Siempre mirando la ciudad de Nueva York, Joseph vio renacer a las fábricas, con sus pesados penachos negros de humo oscureciendo un cielo ya desgarrado por la tormenta. Una bruma comenzaba a elevarse del agua y pronto aparecería la niebla uniéndose a la lluvia y a la nieve. Joseph pudo oír el viento invernal, y el barco se bamboleó contra el muelle. La boca del muchacho abrióse en inaudible lamento de dolor y tristeza, pero inmediatamente dominó la vergonzosa emoción. Tenía terribles noticias para su padre, y ahora pensaba en Daniel como en un niño que debe ser protegido.
Hubo ruido de pesados pasos en los puentes superiores, llamadas, y Joseph supo que los pasajeros adinerados estaban desembarcando y, con ellos, sus baúles y cajas. Pudo ver los primeros pasajeros pisando tierra, las mujeres envueltas en pieles, los hombres en gruesos gabanes y chisteras. Iban acudiendo carruajes con cocheros de librea. El viento fustigaba las capas y los hombres, riendo, sujetábanse los sombreros mientras ayudaban a sus damas a avanzar contra las ráfagas hacia los vehículos. Los musculosos cuerpos de los caballos humeaban. El agua humeaba. El cielo parecía condensar humo. Y la mañana iba oscureciéndose cada vez más.
Los equipajes eran depositados en tierra y los grupos que esperaban venían a abrazar a los pasajeros y, desde el cerrado alojamiento, Joseph pudo oír las risas y los excitados gorjeos, pudo ver los alegres ademanes de los cuerpos bien abrigados. La muchedumbre que esperaba a los inmigrantes había retrocedido como una manada de ganado asustado, agrupándose para dejar paso a los afortunados hacia sus carruajes, seguidos por carretillas con maletas de piel y baúles cercados de hierro y bronce. Éstos no eran los que la reina llamaba «el campesinado irlandés» sino gente acomodada en viaje o americanos regresando de estancias en el extranjero. Joseph les vio entrar en sus cómodos y cerrados carruajes, riéndose del viento, revoloteando los lazos de las tocas de las señoras, ahuecándose sus faldas. Por fin, los vehículos trepidaron alejándose, y sólo quedó la desconsolada multitud a la cual no le sería permitido entrar a bordo ni siquiera para ver a sus parientes en el entrepuente, por temor al contagio. Como tampoco les fue permitido a los pasajeros inmigrantes, ni siquiera durante la larga travesía, subir a los puentes superiores en busca de aire puro y luz de sol.
Por vez primera en su vida Joseph sintió el abrumador malestar de la humillación. Era verdad que en Irlanda los irlandeses eran despreciados, injuriados y perseguidos por el Sassenagh, pero en compensación uno mismo podía despreciar y maldecir al Sassenagh. Ningún irlandés sintióse nunca inferior ni siquiera a sus «mejores», ni al inglés. Caminaba y vivía orgullosamente, aun estando hambriento. Nunca emitía una lastimera queja en petición de ayuda y simpatía. Era un hombre.
Ahora Joseph adivinaba que en América el irlandés no era considerado hombre. Aquí no le sería posible escudarse en el orgullo de su raza o en el de su fe. Aquí solamente tropezaría con la indiferencia, el desdén o el rechazo, un trato peor aún que el dado al ganado, que en masa bamboleante descendía por la pasarela aceitosa, acompañado por figuras amorfas encogidas ante el frío y la tormenta. Joseph nunca pudo barruntar cómo comprendió totalmente la verdad, pero de pronto recordó que, aunque su padre había escrito alegremente sobre el calor y «los buenos salarios», nunca dijo nada de la gente con la cual convivía sino que sólo habló de los fraternos irlandeses que habían escapado del hambre. Nunca hubo la menor mención de los americanos ni comentarios sobre los vecinos y compañeros de trabajo. Contó algo sobre la «pequeña iglesia» cercana a la casa de habitaciones de alquiler donde Daniel trabajaba de portero y donde acudía a la misa. «Pero está cerrada durante la semana y solamente puede visitarse el Sagrario los días de fiesta de guardar», había escrito Daniel, «y sólo hay una misa el domingo». Daniel habló frecuentemente de la libertad en América antes de abandonar Irlanda. No había escrito sobre dicha libertad ni una sola vez durante aquellos meses de ausencia. Joseph miró la bandera retorciéndose y dando trallazos en el viento del muelle.
Ahora no quedaba nada en el desembarcadero, salvo montones de carga y marineros empujando carretas y carretillas, y la silenciosa multitud empapada por la lluvia, la desdichada parentela, todavía albergaba esperanza y rezaba entumecida para poder vislumbrar un rostro amado y perdido en el barco. La densa lobreguez de la mañana tormentosa era ahora demasiado espesa para poder identificar las facciones de nadie. Todos los que aguardaban, clavada la vista en el barco, parecían formar un solo cuerpo y masa, desamparada y sin movilidad. La niebla fue mezclándose al humo. El agua se agitó comenzando a restallar incansablemente.
—Creo que no hay nada para nosotros allí —dijo un hombre cerca de Joseph y su voz rebosaba desesperanza.
Pero el rostro juvenil de Joseph se hizo más pequeño y crispado por la decisión y sus fatigados ojos se cargaron de colérica amargura. Sean se arrimó contra él, gimoteando con insistencia:
—Quiero que venga mi madre. ¿Dónde está mamá?
No lo sé, pensó Joseph, seguramente en ninguna parte. Le dijo a Sean:
—Pronto vendrá. Está durmiendo.
El niño había dejado dos cucharadas de gachas frías en el tazón y Joseph las comió. Sean le acechaba y comenzó a llorar.
—Mamá —sollozó—. ¿Mamá?
—Pronto —repitió Joseph. Pensaba en su hermana recién nacida. Titubeó; luego le dijo a Sean—: Buscaré a mamá. Quédate aquí un momento, Sean.
Le lanzó al niño una mirada dura y conminatoria que para Sean resultó aterradora cuando la percibió bajo la oscilante luz de la linterna del techado. El niño se encogió temeroso, observando cómo su hermano se alejaba.
El alojamiento de mujeres estaba en la silenciosa quietud que entraña la total rendición a la desesperanza. Algunas sentábanse en sus literas, dando el pecho a las criaturas o acunándolas en sus brazos. Otras permanecían sentadas, mirando vacuamente el tabique o el techado. Algunas lloraban en silencio mientras las lágrimas mojaban sus rostros. Hasta las criaturas estaban inmóviles como si reconociesen la desgraciada situación. Joseph encontró a la Hermana Mary Bridget, que estaba atendiendo a una mujer enferma y a su hijo. Volvió la cabeza para mirar en silencio compasivo al muchacho.
—¿El bebé? —preguntó Joseph.
La anciana monja intentó sonreír.
—Está con la Hermana Bernarde, tomó leche caliente y es una criatura preciosa, Joey. Ven y lo comprobarás por ti mismo.
Le precedió hacia la litera de la joven monja que se sentaba como una Virgen infantil, con un infante bien arropado entre sus brazos. Ella alzó su bonito semblante pálido hacia Joseph y sus ojos azules destellaron bondadosamente. Con lentitud desenvolvió el fardo de harapos de lana y mostró a Joseph su hermana.
—Mary Regina —dijo la Hermana Bernarde con orgullo maternal—. ¿Verdad que es una preciosidad?
—Además es americana, porque nació en aguas americanas —dijo la Hermana Mary Bridget.
Joseph permaneció callado. La niña había nacido bajo circunstancias desastrosas, pero no había la menor marca en su pequeña faz cerúlea. Dormía. Largas pestañas doradas se abatían sobre sus mejillas pero sus mechones de cabello eran lustrosamente negros.
—Tiene los ojos como los del cielo irlandés —dijo la joven monja y acarició gentilmente, con el dedo, la pequeña mejilla blanca.
Joseph no experimentaba ninguna clase de sentimiento excepto la vehemente decisión de que aquella criatura debía sobrevivir.
La cortina fue apartada a un lado, y el rostro del Padre O’Leary se asomó:
—Joey —comenzó a decir, pero su voz se truncó y, bajando la cabeza, dejó caer la cortina.
Joseph tuvo tiempo suficiente para contemplar claramente la desolación de aquel rostro. Regresó al alojamiento de hombres, erguidos los flacos hombros, dirigiéndose a averiguar todo cuanto necesitaba saber, y sabía ya que no iba a ser nada bueno.