I

—¿Joey, Joey? ¡Dios mío! ¿Joey? —exclamó su madre en los postreros sobresaltos de dolor.

—Aquí estoy, mamá —dijo Joseph, apretando más la pequeña y delgada mano femenina—. No voy a dejarte sola, mamá.

Ella le miró fijamente en la penumbra, con los brillantes ojos dilatados por el terror. Joseph se inclinó sobre su madre, mientras la banqueta en la que estaba sentado se mecía con el fuerte bamboleo del barco anclado. Los dedos de la agonizante estrujaron su mano hasta que fueron como hierro presionando su carne. Joseph percibió la creciente frialdad de los dedos que se hincaban en su mano.

—Oh, mamá —murmuró profundamente preocupado—, pronto estarás bien, mamá.

Su crespo pelo rojizo le caía sobre la frente y las orejas. Sacudió la cabeza para echarlo hacia atrás. Tenía trece años.

—Me estoy muriendo, Joey —dijo ella, y su fatigada voz juvenil era apenas audible—. Joey, están Sean y la muchachita. ¿Cuidarás de ellos, Joey? ¿Te preocuparás por ellos?

—No estás muriéndote, mamá —dijo Joseph.

Los ojos de la madre no se apartaban de su rostro. Los labios lívidos se relajaron abriéndose y dejaron al descubierto sus delicados dientes blancos. Su pequeña nariz se crispó al entrecortarse en jadeos su respiración. Sus ojos interrogaban en desesperada pregunta bajo las lustrosas cejas negras.

—Claro que cuidaré de ellos, mamá —dijo—. Papá vendrá a recibirnos y entonces tú ya estarás bien.

La más patética de las sonrisas apareció en los labios descoloridos.

—Buen Joey —susurró ella—. Fuiste siempre un buen muchachito. Eres un hombre, Joey.

—Sí, mamá —dijo.

Los dedos que agarraban su mano se habían vuelto helados, no sólo en sus extremidades. El denso cabello negro de su madre; tan brillante como sus cejas, se desparramaba sobre las sucias almohadas y relucía tenuemente a la luz de la maloliente y oscilante linterna que colgaba del techo de madera. Aquel techo y los mojados tabiques rezumaban una maligna y aceitosa humedad. El enorme barco crujía en toda su estructura. La tosca cortina de cáñamos que estaba al final del pasadizo se movía hacia adelante y hacia atrás, acompañando la lenta oscilación de la nave. Aún brillaba el sol más allá de las cuatro pequeñas portillas, pero entraba escasa luz en aquel rancio alojamiento donde cincuenta mujeres, infantes y niños dormían en malsanas literas bajo delgadas y manchadas mantas. El agrietado suelo estaba impregnado con la orina de los niños y recubierto de serrín arrojado con propósitos sanitarios. El lugar era muy frío. Las portillas estaban enturbiadas por las salpicaduras del exterior y por el calor y el aliento de las desdichadas criaturas apiñadas. El barco era un velero de cuatro palos que había zarpado, seis semanas atrás, de la ciudad irlandesa de Queenstown.

Parados sobre la punta de sus pies, los más altos podían ver la costa y los muelles de Nueva York, las errantes luces amarillas, la débil y tenebrosa iluminación de las lámparas y las oscilantes sombras. Varios de los pasajeros inmigrantes habían sido rechazados veinticuatro horas antes en Boston: eran irlandeses.

La mayoría de las mujeres y de los niños que permanecían en las duras literas estaban aquejados de cólera, fiebre del hambre y otras dolencias producidas por la comida putrefacta y el pan mohoso, además de algunos casos de tuberculosis y pulmonía.

Un constante y débil lamento impregnaba la atmósfera, como si estuviera separado de los cuerpos. Las muchachas mayores dormían en las literas superiores; las muy enfermas dormían en las inferiores, encogidas y aferradas a sus hambrientas madres. El día oscurecía rápidamente, dado que era invierno, y el frío aumentaba. Joseph Francis Xavier Armagh no sentía ni veía nada salvo a su madre agonizante que apenas había cumplido treinta años. Escuchó un amargo llanto cerca suyo y supo que era su hermanito, Sean, de seis años. Sean estaba llorando porque sentía perpetuamente hambre, frío y miedo. Le habían dado su cena diez minutos antes, un tazón de gachas claras de avena y una rebanada de pan seco que olía a ratas.

Joseph no sé volvió hacia Sean. Tampoco oía las lamentaciones de los niños y el llanto de las mujeres enfermas, ni veía las literas que se alineaban a ambos lados del estrecho puente inclinado. Su mente y su apasionada determinación estaban fijas únicamente en su madre. Quería que ella viviera, con una silenciosa y fría voluntad que no podía ser quebrantada ni por el hambre, las privaciones, el dolor, el frío o el odio. Joseph no había probado la cena, apartando a un lado el tazón que la Hermana Mary Bridget le instó inútilmente a consumir. Si en aquellos momentos pensaba en cualquier cosa ajena a su madre, ella moriría. Si separaba su mano de las suyas y sus ojos de su rostro, ella moriría. «Ellos» la habrían matado al final, a Moira Armagh, que sabía reír cuando no había motivo para reírse y rezaba valientemente cuando no había un Dios para oírla.

Pero Joseph no se atrevía a recordar que no había Dios, temía incurrir en pecado mortal, y solamente un Dios podía ayudar a Moira ahora…, así como la voluntad y el deseo de su hijo. La recién nacida vino al mundo a la medianoche: las hermanas la habían recogido, el viejo sacerdote había bautizado a la criatura, tras oír el susurro de Moira, con los nombres de Mary Regina, que habían sido los de la difunta abuela. La criatura yacía silenciosa, arropada en un montón de sucias mantas, en la litera de la joven Hermana Bernarde que le había dado un «pezón de azúcar» para amamantarla —un atadijo de algodón en el cual fue colocado azúcar—, ya que no había leche para quienes viajaban en aquel entrepuente de inmigrantes. La criatura estaba demasiado débil para poder llorar; la joven monja sentábase junto a ella en la litera desgranando su rosario. Se puso en pie cuando el Padre William O’Leary apartó la cortina para entrar en el alojamiento de mujeres y niños. En el largo pasadizo se hizo el silencio; hasta los niños indispuestos cesaron en sus llantos. Las madres se asomaban de sus literas para tocar la negra y raída sotana. El sacerdote fue requerido a bordo por una de las monjas, la Hermana Teresa, y llevaba en la mano, muy cuidadosamente, un desgastado y viejo maletín de cuero.

La anciana Hermana Mary Bridget palmoteo tímidamente el enflaquecido hombro de Joseph.

—El Padre está aquí, Joey —dijo ella.

Pero la cabeza de Joseph se movió en enérgicas negativas.

—No —replicó, porque conocía la razón de la presencia del cura. Volvió a inclinarse sobre su madre—: Te pondrás bien, mamá.

Pero ella estaba mirando, por encima de su hombro, al sacerdote y en el brillo febril de sus ojos se acentuó el miedo. La Hermana Mary Bridget sacudió por el brazo a la joven moribunda. Joseph apartó a la monja con ferocidad. Sus hundidos ojos azules reflejaban a la luz de las fétidas linternas.

—¡No! —exclamó—. ¡Márchense! ¡No!

Su resuello se entrecortó en jadeo sofocado. Quería golpear a la vieja religiosa revestida con su negro y remendado atuendo. Su blanca cofia, que había permanecido milagrosamente limpia y rígida durante todas aquellas semanas, centelleaba en la semioscuridad, y bajo ella su rostro arrugado se crispaba compasivamente, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Joey gesticuló hacia el sacerdote que aguardaba, pero no le miró.

—¡Usted la matará! —gritó—. Váyase.

Una negruzca mancha de aceite cayó desde el techo y le rozó la mejilla, dejando un surco como de sangre vieja en su demacrada expresión. Era el rostro de un ceñudo y resuelto hombre el que miraba a la anciana monja y no el de un muchacho de trece años.

Una de las seis monjas del entrepuente había traído una mesita astillada que colocó cerca de la cabeza de Moira Armagh.

—Ven —dijo la Hermana Mary Bridget, que aunque vieja era musculosa y robusta, porque había sido moza de granja en su juventud.

Las manos que habían empuñado las riendas de un caballo y los asideros de un arado, cavando y removiendo la tierra, no podían ser desobedecidas, y Joseph fue apartado, pese a su resistencia y su firme asentamiento en la banqueta situada aproximadamente a un palmo de la litera. Pero siguió sosteniendo la fría mano de su madre tan prietamente como hasta entonces; ladeó la cara para que ella no pudiera ver el rostro de la monja y especialmente el del sacerdote, a quien estaba odiando con fría y decidida ira.

—Joey —dijo la Hermana Mary Bridget a su oído, ya que en las últimas horas parecía sordo a todo—, ¿no vas a negarle a tu propia madre la extremaunción, verdad que no, privándola a ella de su consuelo? Ya efectuó ella su confesión…

La voz de Joseph, tan dura y despiadada como su naturaleza, se elevó en un gran grito. Alzó la cabeza mirando a la vieja monja con violencia.

—¿Y qué tenía que confesar mi madre? —casi chilló—. ¿Qué ha hecho ella en su vida para que Dios pueda odiarla? ¿Acaso pecó ella nunca? ¡Es Dios quién debería confesarse!

Una monja que estaba recubriendo la mesita con un recuadro de blanco lienzo respingó ante aquella blasfemia, santiguándose. Las otras monjas hicieron lo mismo, pero la Hermana Mary Bridget contempló a Joseph con compasión y entrelazó las manos bajo el peto. El sacerdote esperaba. Vio el rostro de Joseph, tan espantosamente flaco y blanco, la recia nariz aquilina, los anchos pómulos moteados de pecas, los delgados labios irlandeses en la amplia boca. Vio el espeso cabello crespo y rojizo, áspero, y el largo cuello delgado, los débiles hombros y las finas manos inteligentes. Vio su frenética actitud, la mísera camisa blanca, los toscos pantalones y los rotos zapatos. La boca del cura tembló; seguía esperando. El agravio, la rebelión y la furia desvalida no constituían nada nuevo para él; eran sentimientos que había presenciado en demasiadas ocasiones calamitosas entre su pueblo. Era raro, sin embargo, verlos en alguien tan joven.

Chinches y piojos subían y bajaban por los curvados tabiques del entrepuente. Hubo un rumor de chapoteo mientras el crepúsculo se adensaba rápidamente. Los niños comenzaron sus llantos nuevamente. Un aire fétido soplaba a través de la cortina, en el extremo del puente, y algún hombre, en una litera lejana, empezó a ejecutar con una armónica una doliente balada irlandesa: unas cuantas voces roncas tararearon en coro. Las monjas, con las rodillas hincadas en el piso, murmuraban:

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y a la hora de nuestra muerte…

—¡No, no, no! —gritó Joseph, y golpeó, a un lado de la litera de su madre, con el puño cerrado.

Pero no liberó su otra mano de la de ella. Sus ojos destilaban un fuego azul. Podían oírle jadear, pese a la armónica y a las voces de los hombres cantando. Su semblante se contraía en terribles crispaciones de penosa agonía, mientras se inclinaba sobre su madre como protegiéndola de mortales enemigos y clavaba su mirada en el cura y las monjas con una profunda intensidad, mezcla de rabia y desafío. Pero Moira Armagh yacía en mudo agotamiento.

El sacerdote abrió silenciosamente su maletín; sus viejas manos temblaban por la edad, la pena y la reverencia. Los ojos de Joseph se clavaron en él y sus pálidos labios se separaron mostrando los grandes dientes con un bufido casi audible.

—Joey —llamó Moira con tenue voz agónica.

—Váyase —le dijo Joseph al cura—. Si ella recibe el sacramento, morirá.

—Joey —repitió Moira y su mano se movió.

Los ojos de Joseph se cerraron espasmódicamente. Entonces se arrodilló, no por impulso piadoso, sino por agotamiento de su resistencia física. Colocó la cabeza cerca del hombro de su madre, cerca del seno juvenil que antaño le nutrió, y la mano de ella tocó su cabello con el gentil roce de un ala, para luego caer. Joseph retuvo la otra mano como para apartarla de las tinieblas y del infinito silencio que creía alentaban más allá de la vida. Había visto morir a muchas personas, tan jóvenes, inocentes, hambrientas y brutalizadas como su madre, y desvalidos infantes llorando en súplica de alimento y mujeres viejas mordiéndose las manos de hambre. No podía perdonar a Dios. Ya no podía creer en Él. Solamente le quedaban el odio y la desesperación para conferirle valor.

Una densa niebla se elevaba del frío mar y empezaron a gemir melancólicas sirenas en el puerto. El barco se bamboleó.

—¡Volveré a llevarte a tu hogar —cantaban los hombres tras la cortina—, allá dónde la hierba es fresca y verde!

Cantaban al país que habían amado y abandonado, porque ya no quedaba suficiente pan para satisfacer el cuerpo, y solamente había podridas y negruzcas patatas en los húmedos y asolados campos. Cantaban con profunda tristeza y melancolía: un hombre sollozó, otro gemía. Las cabezas de las mujeres se alzaban de las fétidas almohadas para contemplar solemnemente al sacerdote, las manos trazaban señales de la cruz sobre los magros senos y había un sofocado estallido de llantos.

Se elevó un rumor de murmullos, la Letanía para los Moribundos, mientras las monjas y el cura arrodillados, formaban un pequeño semicírculo en torno al estrecho camastro de Moira Armagh. Más allá de aquel semicírculo corrían niños chillando, se detuvieron brevemente para observar los inclinados cuerpos revestidos de negro, y luego prosiguieron en sus correrías por el suelo de tablas exhalando un tufo acre y desagradable, levantando nubecillas de hediondo serrín. Desde el puente inferior ascendió el mugido del ganado. Un viento nocturno silbó de manera creciente haciendo oscilar desgarbadamente el barco y las sirenas de niebla gimieron como aullidos de condenados. El cura había encendido una vela que apoyó sobre la mesa. Junto a ella se hallaba un desgastado crucifijo de madera con un Cristo de amarillento marfil. También había una botella de agua bendita, un platillo de óleo y una bandeja pequeña en la cual el sacerdote lavó sus temblorosas manos. Una mujer se incorporó para darle una toalla andrajosa. El anciano se inclinó sobre Moira mirándola a los ojos, en los que un velo iba formándose rápidamente. Ella le contempló con fijeza, en muda súplica, y su boca permaneció abierta, jadeante. El cura recitó con voz muy suave:

—La paz sea en esta casa… Me rociarás con hisopo, oh, Señor, y quedaré limpio. Me lavarás, y estaré más blanco que la nieve…

—No, no —susurró Joseph, y su cabeza se anidó más hondamente contra el seno materno, apretando aún más su mano, con frenesí.

La Letanía para los Moribundos se hizo más clara e intensa a medida que Moira hundíase en la negrura, ahora ya no podía ver sino solamente oír. Una mujer, no tan enferma como las otras, había llevado al pequeño Sean a su litera al lado opuesto del puente, y de rodillas lo retenía mientras él se agarraba a su brazo gimoteando azorado:

—¿Mamá, mamá?

Joseph enlazaba a su madre, rezando y blasfemando en su corazón de muchacho, creyendo que podía cerrar el camino hacia la muerte con la fuerza de su cuerpo joven y sus silenciosos gritos internos. Todo se convirtió en lóbrega y angustiada confusión. Una náusea de desfallecimiento le acometía. Por la comisura de sus ojos semicerrados vio la llama vacilante de la vela, que se ensanchaba hasta convertirse en un monstruoso y moviente borrón, a la vez nauseabundo y mareante. Las linternas oscilaban arrojando hacia abajo su cambiante y pálida luz y un hedor de inmundicias flotaba a través del puente desde las dos letrinas cuyas tablas se alzaban entre los alojamientos de hombres y mujeres. Crujían las cuadernas y todo el maderamen. Joseph erró por un brumoso sueño de dolor y desesperación.

El sacerdote administró el sacramento de la extremaunción y el viático a la mujer agonizante, cuyos blancos labios apenas se movían en sus postreros momentos. Entonces el sacerdote dijo:

—Sal de este mundo, oh alma cristiana…

Esto no lo oyó Joseph. Estaba diciéndole a su padre, Daniel, que debía reunirse con su pequeña familia en Nueva York:

—Yo la traje a ella para ti, papá, a Sean, a la niñita, y ahora tú y yo cuidaremos de ellos, en la casa que hallaste, y seremos libres, nunca más hambrientos o sin hogar. Nadie nos odiará, echándonos de nuestra tierra y diciéndonos que pasemos hambre… Papá, hemos llegado a nuestro hogar, contigo.

Era algo muy real para él, porque lo había soñado mil veces durante aquel penoso viaje. Su padre, su joven y rubio padre con la voz cantarina y los fuertes brazos delgados y la alegre risa, acogería a su familia en el muelle, arropándola, y entonces los llevaría al «piso» en el Bowery donde vivía con su hermano Jack, y allí habría calor, blandas camas, una cálida cocina, la alegría y la fragancia de patatas hirviendo y nabos, y buey o cordero, y las luminosas canciones de Moira y, sobre todo, seguridad confortable, paz y esperanza. ¿No habían recibido cartas suyas, y dinero, y no les describió él todo esto? Tenía un buen empleo como conserje en un pequeño hotel. Comía hasta hartarse por vez primera en años. Trabajaba con denuedo y recibía buen dinero por su labor. Mantendría a su familia y ya no serían perseguidos como sabandijas, despreciados y execrados por su Fe, y expulsados de sus tierras para morir de hambre a la intemperie de los caminos.

—Ah, y es un país para hombres libres —había escrito Daniel con su meticulosa caligrafía—. Los mozos irán a la escuela, la pequeña nacerá en América y seremos americanos todos juntos y nunca volveremos a separarnos.

La agonizante se movió de pronto tan convulsivamente que el sueño de Joseph terminó abruptamente. Alzó la cabeza: los ojos de su madre, ya límpidos y claros, miraban por encima de su hombro con una expresión de gozo y sorpresa: su grisáceo semblante se iluminaba de vida y embeleso.

—¡Danny, Danny! —exclamó—. ¡Oh, Danny, has venido a buscarnos!

Alzó sus brazos desprendiendo su mano de la de Joseph, eran los brazos de una novia, regocijada. De su garganta se desprendió un murmullo hondo, confidencial, riente, como si estuviera siendo tiernamente abrazada por una persona amada. Entonces la luz se esfumó de sus ojos y semblante y murió entre dos alientos, aunque la sonrisa permaneció, triunfante y plena. Sus ojos todavía miraban por encima del hombro de Joseph. Su lustrosa cabellera negra semejaba un chal que cubriese su faz y sus hombros.

Joseph se arrodilló junto a ella, ya no más consciente de ningún dolor, pesadumbre, rebelión o desesperación. Todo había terminado, se sentía vacío y ya no había nada más. Contempló cómo la anciana Hermana Mary Bridget cerraba aquellos ojos que miraban fijamente y colocaba aquellas menudas y ásperas manos, y atravesándolas sobre el quieto seno. La monja manipuló bajo las mantas hasta dejar extendidas las largas piernas. Era una de las Hermanas de la Caridad en aquel sector, pero aun así respingó cuando el dorso de sus manos y dedos tocaban el colchón de paja empapado en sangre e infestado de sabandijas. Tanta sangre de un cuerpo tan joven y frágil… pero por fin la muchacha estaba en apacible reposo, a salvo, en los brazos de Nuestro Señor que había venido por su oveja. La monja colocó la manta con delicadeza sobre la expresión sonriente y tuvo la impresión de que aún resplandecía de dicha. La Hermana Mary Bridget, que había visto tanta muerte, tanto tormento y tanta desesperanza, lloró un poco pese a su estoicismo.

El sacerdote y las monjas estaban susurrando plegarias cuando Joseph se puso en pie. Se tambaleó por unos momentos, como un viejo, hasta erguirse envarado. Su rostro estaba tan gris como el de su madre muerta. Al final… y como de costumbre, Dios había traicionado a los inocentes dejándoles desconsolados. Ahora Joseph solamente experimentaba un deseo: vengarse de Dios y de la vida. Atravesó el pasillo pasando entre las alineadas literas y, sin decir una palabra, cogió de la sucia mano a su hermano menor, alejándose con él de la sección de las mujeres y niños. Apartó la harapienta cortina que ocultaba una de las letrinas —una elemental banqueta de madera como un retrete de campo que apestaba de manera insoportable— y le indicó a Sean que hiciera uso del agujero. Ayudó al niño a bajarse los pantalones, ajustados con una cuerda, le colocó sobre el estrecho soporte y esperó, insensible a la pestilencia, mirando fijamente los tabiques de madera sin ver nada.

—¿Mamá, mamá? —musitó Sean.

Joseph puso su mano sobre el hombro del niño, no como consuelo sino como sujeción, y Sean alzó la vista para mirarle vacuamente. Siguió a Joseph al alojamiento de hombres que guardaron silencio y ya no cantaron más, mirando a los dos muchachos compasivamente. Joseph no vio los descoloridos y demacrados rostros, tanto de los jóvenes como de los viejos. Había llegado más lejos que ellos. Ellos esperaban algo, pero él ya no tenía esperanza. Estaba tan distante de ellos como una imagen de piedra está alejada de toda vida. Le parecía que se hallaba repleto de recuerdos y que sólo le restaba soportar y resistir, además de cumplir una resolución absoluta: entregar la familia a su padre.

Fue quitándole a Sean los pantalones, camisa y zapatos, dejándole sólo sus prendas menores remendadas y las largas medias negras de algodón. Acomodó al niño bajo la parda y maloliente manta, reclinándole contra la manchada almohada. Los anchos ojos azules de Sean le interrogaban en silencio. Joseph había sido siempre un formidable hermano mayor que sabía de todo y al que debía obedecerse, pero siempre tenía también una breve frase cariñosa y de ánimo. Joseph había cuidado de la familia desde que su padre se marchó a América hacía unos ocho meses. Aún más que el padre, Joseph había sido el jefe de la casa, el guardián de su padre, el protector de su hermano. Sean confiaba en Joseph como no confiaba en nadie más y en esa indomable fuerza se amparaba. El niño no conocía a este nuevo Joseph tan petrificado y duro de facciones, tan temiblemente silencioso. La luz de la linterna osciló sobre aquel rastro austero y se esfumó en su balanceo: Sean tuvo miedo y de nuevo gimoteó.

—Vamos, tranquilo —dijo Joseph.

Al contrario de Joseph, Sean era un niño delicado, de huesos delgados y larga carnación translúcida, de fácil sonrojo, espontáneamente afectuoso, que irradiaba calidez de mente y cuerpo. Se parecía a su joven padre, Daniel Padraic Armagh, que esperaba a su familia en Nueva York. El intenso rubio de su cabello así como su guapo semblante de finas facciones incitó la sospecha en Irlanda de que tuviera algo de sangre inglesa en sus venas, y tuvo que bregar con furia para desmentir este maligno e insultante bulo. ¿Él con sangre inglesa? ¡Que Dios perdonase a los pecadores que dijeron tal cosa, aunque él no los perdonaba! Sean había heredado su aristocrática carnación, sus facciones patricias, su titubeante y encantadora sonrisa de labios suavemente coloreados, el hoyuelo de su mejilla izquierda, su aire alegre, confiado y feliz, sus espesas cejas rubias y tez lechosa, su vivacidad y vehemencia, y sus anchos y claros ojos azules. Padre e hijo poseían una grácil elegancia que el alto pero más macizo Joseph no poseía. Hasta los pantalones remendados y las camisas en jirones adquirían un especial encanto cuando ellos vestían tales prendas, mientras que las ropas de Joseph eran meramente utilitarias sobre una anatomía impaciente apresurándose a realizar algo o colocar las cosas en orden. Daniel y el pequeño Sean hablaban suave y seductoramente, mientras que Joseph lo hacía bruscamente porque, por instinto, siempre tenía prisa por hacer algo. Daniel y Sean creían que la vida era para ser gozada. Joseph creía que era para ser empleada en algo. Amaba y respetaba a su padre, pero nunca ignoró las alegres imperfecciones características de Daniel, la morosidad, la creencia de que los hombres eran mejores de lo que obviamente eran, el optimismo ante el más abrumador y cruel de los desastres. Fue Joseph quien le dijo a su padre, ocho meses antes, cuando todavía no tenía más que doce años:

—Vete a casa de tío Jack, en Nueva York, porque estoy pensando que aquí nos moriremos y que no tenemos porvenir en este país nuestro.

Ni siquiera el hambre había inquietado demasiado a Daniel. Mañana sería un día mejor. Dios realizaría un milagro y los negros campos inundados florecerían nuevamente con suculentas patatas, el maíz crecería, los fogones enrojecerían con fuegos de carbón, habría estofado de cordero en la olla y un poco de tocino para el desayuno, con sabrosos huevos y pastelillos de avena, y los lánguidos frutales se doblarían bajo el peso de manzanas, peras y cerezas… en resumen, el día de mañana sería una bendición.

—No podemos esperar —había dicho Joseph—. Estamos hambrientos.

—No tienes fe —dijo Daniel—. Eres un mozo duro.

—No hay pan ni patatas ni carne —manifestó Joseph.

—Dios proveerá —dijo cariñosamente Daniel con amplio ademán paternal.

—No ha provisto e Irlanda está muriéndose de hambre —dijo el joven Joseph—. Tío Jack te ha enviado dinero, que los santos siempre le protejan, y debes ir a América.

Daniel había meneado la cabeza en afectuosa reprensión hacia su hijo mayor:

—Joey, eres un hombre duro, y lo digo así aunque todavía no eres más que un mozo.

Miraba a Joseph que le devolvía la mirada con sus implacables y más intensos ojos azules. A las dos semanas, Daniel, lloroso, estaba disponiéndose para dirigirse a Queenstown rumbo a América. Abrazó a su bonita Moira y a su hijo Sean, pero evitó mirar directamente a Joseph. Por fin Joseph tendió rígidamente la mano a su padre y el tierno de corazón Daniel la había estrechado.

Con un repentino y leve temor dijo Joseph:

—Que siempre el viento sople a tu favor, papá.

Sintiéndose muchísimo más joven que su hijo, Daniel replicó:

—Te lo agradezco, Joey.

En aquel momento se le veía alto, rubio y hermoso como un caballero, fijos sus ojos en un glorioso futuro.

—¡Cuenta el rumor que en América las calles están pavimentadas con oro! —exclamó, exhibiendo su radiante sonrisa feliz—. ¡Y parte de este oro será mío, si mis rezos son oídos!

En esos momentos estaba imbuido de una gran esperanza y muy animado. Joseph le contempló con la renuente compasión que un adulto experimenta hacia un niño eufórico que no sabe nada de la vida y que ignora por completo lo que es el terror. Daniel veía mansiones, caballos y faetones, céspedes verdes y tintineantes monedas de oro, mientras que Joseph veía un jugoso estofado irlandés de patatas, cordero, nabos, chirivías y un cálido refugio libre de alarmas en la noche, libre de matanzas callejeras y de hordas hambrientas de hombres, mujeres y niños, y por los fangosos caminos de una Irlanda desolada; Daniel veía comodidades, trajes bien cortados, un brillante sombrero de copa, una corbata con un alfiler de perlas y diamantes, un bastón de puño de oro, mientras Joseph veía noches sin el puño brutal llamando en la puertas, sin las iglesias profanadas y sin tener que ocultarse por los pantanos con un sacerdote de cara aterrorizada. Daniel veía grandes salones tibios, relucientes, a la luz de los candelabros; Joseph veía capillas donde la hostia no era pisoteada y un hombre podía practicar libremente al culto que profesaba. En resumen, Daniel veía felicidad, y Joseph libertad. Únicamente Joseph presentía que ambas cosas suponían lo mismo.

Un momento antes de partir, Daniel había sonreído cálidamente, pero con cierto malestar contempló a su hijo mayor:

—Hago votos con la esperanza de que no seas un Covenanter, Joey[1].

Los labios de Joseph se contrajeron ante aquel insulto:

—Padre —replicó—, yo no creo en sueños. Creo solamente en lo que un hombre puede hacer…

—Por la gracia de Dios —dijo Daniel, santiguándose.

Joseph sonrió ceñudamente. La señal de la cruz era automática y ritual y, por consiguiente, nada significaba. Era el gesto de un pagano.

—Por la gracia de la voluntad —dijo Joseph.

Moira había observado aquel enfrentamiento con ojos ansiosos. Abrazó a Daniel con lágrimas en los ojos. Dijo:

—Joey será el hombre de la casa mientras tú estés trabajando para nosotros, Danny.

—Me temo, en verdad, que él haya sido siempre el hombre —replicó Daniel y la jovialidad se borró de su rostro mientras miraba a su hijo mayor con un extraño respeto, con una tristeza no exenta de autorreproche.

Sabía que Joseph le consideraba parcialmente culpable de no haber sabido conservar la herencia de Moira: unos treinta acres de tierra, cinco cabezas de ganado, dos caballos, una bandada de gallinas, y un fértil campo que podía suministrar buenas patatas, otros vegetales así como también grano, y una pequeña y sólida casa de campo con los adecuados anexos El hambre allí no había golpeado con mayor rudeza en los primeros años ni tampoco al pueblo cercano.

Daniel había sido un granjero optimista. Cuando las patatas y otros vegetales se pudrían en los negros campos empapados y la lluvia era incesante, pensaba que el sol calentaría en pocos días y nuevas cosechas podrían ser recogidas. Cuando las vacas cesaron de dar leche, estuvo seguro de que pronto volverían a parir. Cuando los árboles mostraban poca fruta, aseguraba que al año siguiente sus ramas se curvarían con los frutos. Cuando los recaudadores británicos de impuestos eran ya brutalmente insistentes, Daniel charlaba con ellos en jovial amistad en la taberna, pagando sus bebidas y sonriendo ante sus rostros adustos. ¡La próxima primavera recogería sobradamente para pagar dos años de impuestos! Un poco más de tiempo, señores, decía con aquel amplio gesto elocuente de su brazo y un guiño conciliador en su guapo semblante. Daniel era también constructor de molinos. Cuando los recaudadores le sugirieron que fuera a Limerick y buscase empleo, les sonrió con incrédula indulgencia.

—¡Soy un granjero, señores! —exclamó, y esperó que ellos también sonriesen, pero sus ceños aumentaron.

—Un mal granjero, Armagh —replicó uno de ellos—. Solamente pagó una parte de sus impuestos hace dos años, y hace un año no pagó nada, ni tampoco tiene dinero este año. Como todos los irlandeses, usted es despreocupado, fanfarrón y confiado. Sabe lo que es el hambre. ¿Quién no? Los irlandeses no paran de hablar de dicha plaga. Pero… ¿qué hacen?

El rostro de Daniel se hizo sombrío y muy distinto. Ni su familia le habría reconocido, ni tampoco él mismo, porque súbitamente afrontaba la realidad.

—Bien, díganme si no es una fatalidad, señores —manifestó y su melodiosa voz se había endurecido—. El país entero está bajo una maldición, ¿y qué podemos hacer? Solamente podemos esperar a que pase, como todos los males. No podemos darle prisa al tiempo, señores. ¿Qué quieren que hagamos? Han dicho que debería irme a Limerick para trabajar en mi profesión. Según he oído los asuntos están muy mal por Limerick, y allá también hay hambre.

—Con su profesión puede encontrar trabajo en Inglaterra —dijo otro de los recaudadores.

Una blanca sombra se dibujó en la boca de Daniel y sus ojos azules se estrecharon. Replicó con extremada calma:

—Salvo que me hubieran indicado que me fuera al infierno a trabajar, señores, no podrían haberme dicho nada más insultante.

Arrojó sus últimos chelines sobre la mesa y levantándose con dignidad abandonó el local. Mientras caminaba hacia su hogar, bajo el oscuro crepúsculo, su optimismo volvió impulsándole a reírse. ¡Les había dejado boquiabiertos a los Sassenagh[2]! Los olvidaría de inmediato porque no valían la pena siquiera de ser recordados. Comenzó a silbar, con las manos en los bolsillos, ladeada la gorra de lana en la cabeza. Moira se reiría cuando le contase lo ocurrido. Y mañana, indudablemente, aquel miserable día quedaría en el pasado y el futuro volvería a presentarse radiante, los campos se secarían y acabaría el hambre.

Joseph recordaba el relato que su padre hizo aquella noche. Recordaba los ojos de su madre dilatados por la inquietud y el modo en que ella se mordió el labio. Pero Daniel estaba cariñoso y ella se arrojó en sus brazos abiertos besándole; estuvo de acuerdo en que se había comportado como un estupendo muchacho y en que había anonadado a los Sassenagh con sus altivas palabras; y además, ¿acaso la luna que estaba asomándose entre aquel amasijo de negros nubarrones no era un buen augurio de sol mañanero?

Joseph, que había permanecido en el rincón de la chimenea con Sean, al que estaba enseñando a leer, había observado a sus padres y su labia infantil se contrajo en una mueca en la que se mezclaban el desdén y el temor. Sabía que su madre conocía perfectamente todo lo relativo a su marido. No iba a aumentar su desaliento con las preguntas rudas y concretas que deseaba echarle en cara a su padre, que estaba masticando alegremente un pedazo de pan negro y admirando a su joven y bonita esposa, mientras sacudía su chaquetón mojado y raído al escaso calor del fuego de carbón de turba del fogón. Las blancas paredes encaladas tenían manchas de humedad; había grietas en el techo y las paredes. Daniel nunca veía estas cosas; no se le ocurría nunca repararlas. Constantemente hablaba de la casa de piedra mucho más grande, que construiría —«pronto»— y de los tejados de pizarra. ¿El dinero? Vendría. La próxima cosecha sería más que suficiente. Aquella noche tenían un buen trozo de cordero hirviendo en la olla, aunque sin patatas; el nabo que estaba guisándose era copioso, y antes de que los últimos cuatro nabos fueran consumidos, Dios, en su bondad y providencia, proveería.

El suelo de ladrillos estaba, como siempre, frío y húmedo. Las sillas de mimbre necesitaban ser reparadas, aunque se recubrieran con los vistosos cojines que Moira hizo con un último retal de tela. La mesa estaba cuidadosamente servida con los platos y vasos multicolores que ella había heredado. Había té ronroneando en el jarro de loza colocado en la repisa interior del hogar. Los colchones de pluma estaban intactos todavía y había mantas. Daniel no veía más allá de todo esto, porque creía que el destino era amable y bastaba con que uno supiera soportarlo con paciencia.

Si Daniel hubiera sido un necio, Joseph tal vez lo hubiese perdonado. Si hubiera sido un analfabeto, como lo eran la mayoría de sus vecinos, habría existido una disculpa para su desatinada esperanza. Necios y analfabetos no miraban más allá de la comodidad del momento. Pero Daniel no era un necio. Alentaba poesía en su corazón y en su lengua. Había tenido el privilegio de asistir a una escuela de hermanas, en su hogar nativo de Limerick, durante ocho años. Poseía una pequeña colección de libros que le dio algún clérigo, libros de historia y literatura. Los leyó repetidas veces, especialmente los libros que versaban sobre la historia y glorias de la Vieja Irlanda. Podía recitar párrafos de memoria con pasión, fervor y orgullo. Por consiguiente, no existía excusa para su negativa a afrontar la realidad y para su ingenua confianza en algún feliz día venidero.

Daniel tenía, además, fe en Dios. No era la fe de Moira, devota, un poco temerosa del pecado y poseída de una sufrida estabilidad. Era, más bien, una fe alegre, tan pródiga y tan expansiva como él mismo. Podía concebir fácilmente la misericordia, pero no la justicia y la reciprocidad. Dios era un Padre benévolo, y Él amaba particularmente a los irlandeses, o sea que, en definitiva, ¿qué daño podía acaecerle a esta querida comarca y a este querido pueblo tan pleno de confianza en Él? Bastaba que uno, le explicó Daniel encarecidamente a Joseph —en quien barruntaba cierto escepticismo— se reclinase en los brazos de Nuestro Señor, como corderos, y Él cuidaría de sus niñitos.

Joseph había replicado:

—¿Y los «niñitos» que están muriéndose, según hemos oído decir, de hambre por los caminos, y los curas que son cazados como perros rabiosos, y los ahorcamientos que nos cuentan, y la profanación de las iglesias, y las palizas a mujeres y muchachitas en las ciudades cuando lloran de hambre y mendigan por las calles?

—Hemos oído, pero ¿hemos visto? Naturalmente sabemos que las cosas van mal, pero los hombres hacen grandes montañas de pequeños montones. La Fe es atacada por el Sassenagh, quien, como pobre de espíritu que es, cree que si la Fe es atemorizada seremos más humildes y dispuestos para servir en el ejército Sassenagh y trabajar en sus minas, sus campos y fábricas, recibiendo poco pago por nuestra tarea. Pero Dios es más fuerte que el Sassenagh y su reina en la ciudad de Londres, y Él no nos abandonará.

Entonces, algunos de los hambrientos, lo que quedaba de ellos, vino al pueblo de Carney y unos cuantos acudieron a los desgastados campos de Daniel y buscaron refugio en sus establos y le pidieron pan, que ya no tenía. Alzaron hacia él sus desfallecidas criaturas y los infantes se chupaban ansiosamente las manos, y eran todo ojos en pequeños rostros demacrados, y los viejos y ancianas estaban demasiado débiles para caminar por más tiempo. Entre ellos había dos o tres clérigos, igualmente hambrientos, que hablaron del terror en los otros condados, en las ciudades y pueblos, de cadalsos y crímenes sangrientos por las calles, y de la prohibición de la Fe. Aquellos que se refugiaron en la granja de Daniel estaban harapientos y aunque fuera invierno no tenían abrigos ni chales ni guantes, sus botas estaban rotas y sus carnes plenas de sabañones, sus cuerpos y rostros eran esqueléticos. Daniel no tenía nada para darles excepto el frío amparo de sus establos, y ellos permanecieron allí y murieron.

Antes de que aquellos fugitivos sin hogar murieran, Moira y Daniel habían acudido a los vecinos implorando cualquier clase de ayuda, pero los vecinos tenían sus propias familias padeciendo hambre en sus establos vacíos y sólo pudieron llorar con los Armagh. El pueblo también estaba hambriento. Los tenderos tenían escasas cosas para vender aunque hubiese habido libras, chelines y peniques. Las tierras ya no producían; estaban negruzcas, acuosas y muertas, y el Sassenagh no quería enviar su trigo y su carne para salvar a los supervivientes de un país que odiaba. Su soberana, la reina Victoria, lamentando que después de todo no se materializase el levantamiento irlandés, le escribió al rey Leopoldo de Bélgica afirmando que si la insurrección hubiese tenido lugar, los alborotadores irlandeses, entonces, habrían sido destruidos de una vez por todas, «para darles una lección». (Su propio primer ministro tuvo la esperanza de que dicha fatal insurrección, se realizase para que así finalmente perecieran los celtas, y una nueva plantación instalada por los ingleses floreciese en Irlanda. No había contemplado con gentileza a los barcos extranjeros, ni siquiera a los procedentes de la India, que trajeron algunas provisiones para el país agonizante, y habló a los embajadores con desdeñosa altivez). Los desesperados cabecillas irlandeses fueron públicamente ahorcados en Dublín y Limerick tras un simulacro de proceso. Los sacerdotes huyeron y se ocultaron en espesuras y acequias para poner a salvo sus vidas. Muchas monjas fueron conducidas entre escarnios a través de ciudades, uncidas juntas como reses. Muchas fueron violadas por los soldados y expulsadas de sus conventos y colegios, obligadas a pasar hambre y a morir con los suyos por los caminos. Eran sucesos aterradores y Daniel Armagh afrontó la realidad, una de las pocas veces en su vida, y conoció un breve arrebato de desesperanza. Sin embargo, tal estado de ánimo no duró mucho, pese a todas las evidencias del desastre. Pero Joseph oyó todos los comentarios y su joven espíritu maduró, endureciéndose.

El hermano de Daniel, Jack Armagh, se había ido a América hacía ya cinco años y trabajaba en los ferrocarriles del estado de Nueva York y, solícitamente, aunque pobre él mismo, había enviado a Daniel algunos dólares de oro. Daniel, llorando de alegría, había exclamado:

—¡Nunca perdí la esperanza! ¡Aquí está la Misericordia en nuestras manos! ¡Ahora todo irá bien!

Entonces fue a Limerick con la carreta. Regresó con una cesta de pan, huevos, un corderito, tocino y algunas hortalizas nudosas y estuvo tan bullicioso como siempre, aunque los muertos yacían enterrados al fondo de su jardín, sarmentosos y resecos como juncos sin savia. Daniel los evocaba cada mañana en la misa, pero era como si ellos nunca hubiesen realmente existido y muerto en sus estériles establos.