5

Había pocos clientes y Linda-Gail se ocupaba de la barra. Colocó un trozo de tarta de manzana delante de Cas y terminó de llenar su café.

—Estas dos últimas semanas se te ve mucho por aquí.

—El café es bueno y la tarta es mejor —dijo esbozando una sonrisa mientras pinchaba un gran bocado—. La vista no está mal.

Linda-Gail echó un vistazo por encima del hombro hacia la parrilla, donde trabajaba Reece.

—Me han dicho que ahí has dado con hueso, machote.

—Aún es pronto —dijo antes de probar la tarta. Nadie hacía los pasteles como su madre—. ¿Sabes algo más de ella?

—Eso forma parte de la vida privada.

El joven soltó un bufido.

—Vamos, Linda-Gail.

Ella intentó mantenerse distante, pero lo cierto era que a ella y a Cas les encantaba contarse chismes desde que eran niños. En realidad, no había nadie con quien le gustase hablar más que con Cas.

—Es reservada, no rehúye el trabajo, entra puntual y se queda hasta que termina o hasta que Joanie la manda a casa. —Linda-Gail se apoyó en la barra y se encogió de hombros—. No recibe correo, por lo que me han dicho, Pero se ha puesto teléfono arriba. Y…

Cas se inclinó hacia delante para acercar su rostro al de la muchacha.

—Continúa.

—Bueno, Brenda, la del hotel, me dijo que mientras Reece se alojaba allí puso el tocador delante de la puerta de la habitación contigua. Yo creo que tiene miedo de algo o de alguien. No pagó con tarjeta de crédito ni una sola vez, y nunca utilizó el teléfono del hotel excepto para enviar correo electrónico, una vez al día. La habitación tenía acceso de alta velocidad, pero cuesta diez dólares al día; el teléfono de recepción sale más barato. Eso es todo.

—Parece que le vendría bien alguna distracción.

—Eso es un eufemismo, Cas —dijo Linda-Gail, disgustada. Se echó hacia atrás, molesta consigo misma por haberse dejado arrastrar a un antiguo hábito—. Te diré lo que no le hace falta. No le hace falta ningún tío salido que la persiga con la esperanza de llevársela a la cama. Lo que le vendría bien es un amigo.

—Yo puedo ser un amigo. Tú y yo somos amigos.

—¿Eso es lo que somos?

Algo cambió en los ojos y en el rostro de él. Deslizó la mano sobre la barra hacia ella.

—Linda-Gail…

Pero ella apartó la mirada, retrocedió y exhibió su sonrisa de camarera.

—Hola, sheriff.

—Buenos días, Linda-Gail y compañía.

El sheriff Richard Mardson se acomodó en un taburete. Era un hombre corpulento, de brazos largos, que caminaba con paso pausado y mantenía el orden con la razón y el compromiso cuando podía, y con la fuerza y una mirada dura cuando no podía. Le gustaba el café dulce y ligero, y ya alargaba el brazo para coger el azúcar cuando Linda-Gail le sirvió una taza.

—¿Estáis riñendo otra vez?

—Solo hablamos —dijo Cas—. De la nueva cocinera de mi madre.

—Desde luego, sabe manejar esa parrilla. Linda-Gail, ¿le dices que me prepare una pechuga de pollo frita?

Se echó el azúcar en el café. Tenía los ojos de color azul claro y el cabello rubio cortado a cepillo. Su fuerte mandíbula estaba bien afeitada; durante catorce años su esposa había insistido, hasta casi volverle loco, para que se librase de la barba que se había dejado crecer durante el invierno.

—¿Vas detrás de esa chica flaca, Cas?

—He hecho algunos movimientos de tanteo en esa dirección.

Rick sacudió la cabeza.

—Tendrías que sentar la cabeza con el amor de una buena mujer.

—Lo haré en cuanto pueda. La nueva cocinera tiene un aire de misterio —comentó Cas antes de hacer girar su taburete con la intención de charlar—. Hay quien piensa que huye de algo.

—Si es así, no es de la policía. Yo sé hacer mi trabajo —dijo Rick cuando Cas enarcó las cejas—. No tiene antecedentes ni órdenes de detención pendientes. Y prepara una carne genial.

—Supongo que sabe que ahora vive arriba. Linda-Gail acaba de decirme que Brenda le contó que Reece dejaba el tocador contra la puerta de la habitación contigua mientras se alojó allí. A mí me parece que está asustada.

—Tal vez tenga motivos —dijo el sheriff dirigiendo su penetrante mirada hacia la cocina—. Seguramente ha dejado a un marido, o a un novio, que la zurraba de lo lindo.

—Nunca he entendido esas cosas. Un hombre que le pega a una mujer no es hombre.

Rick se tomó su café.

—Hay toda clase de hombres en el mundo.

Cuando acabó su turno, Reece se instaló arriba con su diario. Había dejado la calefacción a unos moderados dieciocho grados y llevaba un jersey y dos pares de calcetines. Calculaba que el ahorro por ese concepto compensaría las luces que mantenía encendidas día y noche.

Estaba cansada, pero era una sensación agradable. El apartamento tenía un efecto positivo en ella; era seguro, amplio y ordenado. Aún más seguro cuando apuntalaba debajo del pomo de la puerta uno de los dos taburetes que Joanie le había dado. Algo que hacía siempre que estaba en la habitación.

Hoy también ha sido un día tranquilo. Casi todos los clientes eran del pueblo. Es demasiado tarde para esquiar o hacer snowboard, aunque me han dicho que algunos puertos de montaña no estarán abiertos hasta dentro de unas semanas. Es extraño pensar que debe de haber mucha nieve en las alturas, mientras aquí abajo todo es fango y hierba marrón.

La gente es muy rara. Me pregunto si de verdad no saben que me doy cuenta cuando hablan de mí, o si creen que es natural. Supongo que es natural, sobre todo en un pueblo tan pequeño. Mientras estoy ante la parrilla o los fogones noto que las palabras me presionan la nuca.

Todos sienten mucha curiosidad, pero no preguntan. Imagino que eso sería un signo de mala educación, así que hacen conjeturas.

Mañana tengo el día libre. Todo un día libre. El último que tuve estaba tan ocupada limpiando esto y colocando las cosas que se me pasó volando. Pero esta vez, en cuanto vi el horario, casi me da un ataque de pánico. ¿Qué haría? ¿Cómo pasaría un día y una noche enteros sin trabajar?

Entonces decidí hacer una excursión cañón arriba, tal como planeé cuando llegué aquí. Tomaré uno de los senderos fáciles, iré tan lejos como pueda y contemplaré el rio, Tal vez las rocas aún hagan ruido, como Cas me dijo. Quiero ver el agua blanca, las morrenas, los prados y pantanos. Puede que alguien haga rafting en el río. Prepararé un pequeño almuerzo y me tomaré mi tiempo.

Hay mucha distancia desde la bahía Back hasta el río Snake.

La cocina estaba muy bien iluminada. Reece canturreaba con Sheryl Crow mientras fregaba los fogones. «La cocina —pensó—, queda oficialmente cerrada».

Era su última noche en Maneo’s —el fin de una era para ella—, por lo que pretendía dejar reluciente su puesto de trabajo.

Tenía toda la semana libre y luego iniciaría el empleo de sus sueños como jefa de cocina de Oasis. «Jefa de cocina —pensó, bailoteando mientras trabajaba— para uno de los mejores restaurantes de Boston». Supervisaría a un equipo de quince personas, diseñaría sus propios platos de firma y su trabajo estaría a la altura de lo mejor del negocio.

Los horarios serían atroces; la presión, terrible.

No podía esperar.

Ella misma había contribuido a formar a Marco, y entre él y Tony Maneo lo harían muy bien. Tony y su esposa, Lisa, se alegraban por ella. En realidad, sabía de buena fuente —su pinche, Donna, era incapaz de guardar un secreto— que le habían preparado una fiesta para celebrar su nuevo puesto y para decirle adiós.

Supuso que Tony ya debía de haber despedido a los últimos clientes, salvo a un puñado de asiduos invitados a su fiesta de despedida.

Echaría de menos aquel sitio, a la gente, pero había llegado el momento de dar el paso. Había trabajado, estudiado y hecho planes para ello, y ahora estaba a punto de suceder.

Se apartó de los fogones, asintió con un gesto de satisfacción y se llevó los artículos de limpieza al pequeño trastero.

Al oír el estrépito procedente del comedor puso los ojos en blanco. Pero los gritos que siguieron la marearon. Cuando estallaron los disparos, se quedó helada. Mientras se sacaba del bolsillo el teléfono móvil con dedos temblorosos, la puerta de batiente se abrió de golpe. Hubo un movimiento confuso y un instante de miedo. Vio la pistola, vio solo la pistola. Tan negra, tan grande.

Entonces cayó hacia atrás, contra el trastero; un dolor ardiente e inexpresable le golpeó en el pecho.

El grito que nunca llegó a emerger brotó de Reece en aquel momento mientras se incorporaba tambaleándose en la cama y se llevaba una mano a la parte superior del pecho. Podía notar aquel dolor en el punto donde se había hundido la bala. El fuego, el choque. Pero cuando se miró la mano, no vio sangre; cuando se frotó la piel, solo palpó la cicatriz.

—No pasa nada. Estoy bien. Es solo un sueño. Estaba soñando, eso es todo.

Pero temblaba de pies a cabeza al agarrar su linterna y levantarse para comprobar la puerta y las ventanas.

No había nadie allí, ni un alma se movía en la calle, en el lago. Las cabañas y las casas estaban a oscuras. Nadie llegaría para acabar lo que empezaron dos años antes. No les importaba ni si seguía viva ni dónde estaba.

Estaba viva. «Solo fue un accidente del destino, la lotería», pensó mientras se frotaba con los dedos la cicatriz que la bala había dejado.

Estaba viva, y casi amanecía un nuevo día. «Y mira, mira allí, un… un alce baja al lago a beber».

—Eso no lo ve uno todos los días —dijo en voz alta—. Al menos en Boston. No si pasas cada minuto empujando para subir y avanzar. No ves la luz que se suaviza al este y un alce de rodillas nudosas que sale del bosque para beber.

Observó que la niebla cubría el suelo, fina como papel de seda; el lago durmiente parecía un espejo. Entonces se encendió la luz en la cabaña de Brody. Tal vez tampoco pudiese dormir. Tal vez se levantase temprano para escribir y así poder pasar la tarde tumbado en la hamaca leyendo.

Ver la luz, saber que alguien estaba despierto como ella, suponía un curioso consuelo.

Había tenido el sueño —o la mayor parte de él— pero no se había desmoronado. Eso era un avance, ¿no? Y alguien había encendido una luz al otro lado del lago. Tal vez ese alguien mirase por su ventana como ella miraba por la suya y viese su propio resplandor. De aquella extraña forma, compartirían el amanecer.

Se puso en pie contemplando la luz que al este veteaba el cielo de rosa y oro y que a continuación se extendió sobre el espejo del lago hasta que el agua resplandeció como un callado fuego.

Cuando tuvo la mochila equipada de acuerdo con la lista recomendada por su guía para una excursión, le pareció que pesaba veinticinco kilos. Solo eran unos trece kilómetros entre ida y vuelta, pero pensó que era mejor ser prudente y basarse en la lista para excursiones de más de dieciséis kilómetros.

Tal vez decidiese ir más lejos, o tal vez diese un rodeo. O… daba igual, ya había llenado la mochila y no iba a vaciarla otra vez. Se recordó que podía detenerse cuando quisiera, tantas veces como quisiera, dejar la mochila en el suelo y descansar. Hacía buen día, un día claro —libre— y estaba decidida a aprovecharlo a fondo.

Apenas había recorrido tres metros cuando la saludaron.

—¿Vas a explorar un poco? —le preguntó Mac.

Llevaba una de sus camisas de franela preferidas metida dentro de los vaqueros, y una gorra de vigilante encasquetada en la cabeza.

—He pensado recorrer un poquito el sendero de Little Angel.

El hombre frunció el ceño.

—¿Vas sola?

—Según la guía, es un camino fácil. Hace buen día, y quiero ver el río. Llevo un mapa —continuó—. Brújula, agua, todo lo que necesito, según la guía —repitió con una sonrisa—. En realidad, más de lo que podría necesitar.

—Pero el camino todavía estará cubierto de fango. Y estoy seguro de que en esa guía pone que es mejor salir de excursión en pareja, y mejor aún en grupo.

Así era, pero a ella no le iban los grupos. Siempre estaba mejor sola.

—No voy muy lejos. He hecho algunas excursiones en los Smokies y en los Black Hills. No se preocupe por mí, señor Drubber.

—Yo también me tomo hoy un poco de tiempo libre. Tengo al joven León en el mostrador de la tienda, y también se encarga de los comestibles. Podría acompañarte durante una hora.

—Estoy bien, y eso no es lo que usted quería hacer con su día libre. De verdad, no se preocupe. No iré lejos.

—Si no has vuelto a las seis, enviaré a un equipo de salvamento.

—A las seis, no solo habré vuelto, sino que tendré en remojo mis cansados pies. Se lo prometo.

Cambió de posición la mochila y se dispuso a bordear el lago y tomar el sendero que atravesaba el bosque hacia la pared del cañón.

Caminaba con paso lento, disfrutando de la luz moteada que se filtraba a través de los árboles. Con el aire fresco en la cara y el olor de los pinos y de la tierra que despertaba, los restos del sueño se desvanecieron.

Se prometió hacer aquello más a menudo. Escoger un camino distinto y explorarlo en su día libre, o al menos en días libres alternos. Más adelante iría con el coche hasta el parque y haría lo mismo, antes de que los veraneantes lo invadiesen todo. El ejercicio saludable le abriría el apetito y volvería a ponerse en forma.

Y para mejorar su salud mental, aprendería a identificar las flores silvestres de las que hablaba la guía y que cubrirían en verano el bosque y el borde de los caminos, los campos de salvia y los prados de montaña. Poder ver la floración era un aliciente para quedarse allí.

Cuando el sendero se bifurcó, balanceó los hombros para acomodarse la mochila y tomó la senda que llevaba hacia el cañón de Little Angel. La pendiente ascendía suave pero constantemente a través del aire húmedo resguardado por las coníferas, en cuyas ramas más altas vio nidos. Había grandes piedras entre los charcos de la nieve fundida y ríos de fango donde su guía afirmaba que en pocas semanas brotarían abundantes flores silvestres.

Pero por el momento a Reece casi le parecía estar en otro planeta, verde apagado, marrón y silencioso.

El sendero subía morrena arriba, al principio con suavidad, siguiendo la cuesta a través de un bosque de abetos y bajando al otro lado del borde hasta un barranco profundo e inesperado. Las cimas nevadas de las montañas, brillantes a la intensa luz del sol, atravesaban el cielo. Cuando el sendero se hizo más pronunciado se acordó de que debía cambiar el ritmo y bloqueó brevemente la rodilla con cada paso. «Pasos cortos», recordó.

Sin prisas, sin agobios.

Después de recorrer el primer kilómetro y medio, se detuvo a descansar, beber y respirar.

Aún se veía el destello del lago Angel al sudeste. Ya no había niebla, pues el sol intenso en el cielo claro la había disipado. «El turno del desayuno debe de estar a tope», pensó. En el restaurante resonarían las conversaciones y el olor a panceta y café llenaría la cocina. Pero el ambiente que la rodeaba era silencioso, abierto y olía a pino.

Y estaba sola, completamente sola, el único sonido que la acompañaba era el de la brisa que soplaba a través de los árboles y se abría camino entre las hierbas de un pantano donde los patos se ocupaban de sus asuntos, y el golpeteo distante e insistente de un pájaro carpintero que desayunaba en el bosque.

Continuó subiendo por la pendiente, lo bastante empinada para que le doliesen las pantorrillas. «Antes de que me hiriesen —pensó, disgustada—, podría haber recorrido este sendero corriendo». No es que estuviese acostumbrada a hacer excursiones, pero ¿qué diferencia había en regular la cinta de andar en el gimnasio a una pendiente de ocho kilómetros?

—Una diferencia enorme —murmuró—. Enorme. Pero puedo hacerlo.

El sendero atravesaba los prados aún dormidos y recorría en zigzag las cuestas más empinadas. Junto a la pendiente soleada donde volvió a hacer una pausa para recuperar el aliento, vio una pequeña poza pantanosa, de la que alzó el vuelo entre las espadañas una garza con un pez que se agitaba en el pico.

Se maldijo por haber echado mano de la cámara fotográfica demasiado tarde y siguió avanzando penosamente en zigzag hasta que oyó el retumbar del río. Cuando el embarrado sendero volvió a bifurcarse, miró pensativa el pequeño poste indicador de Big Angel. Aquel camino subía cañón arriba; sin duda requería buena resistencia y habilidades básicas de escalada.

Ella no contaba ni con una cosa ni con otra, debía reconocer que tenía los músculos de las piernas doloridos y los pies lastimados. Volvió a pararse, volvió a beber, y consideró si en aquella primera salida debía conformarse con las vistas de los pantanos y las praderas. Podía sentarse en una roca, allí tomar el sol y tal vez tener la suerte de ver algún animal. Pero aquel retumbar la reclamaba. Había salido con la intención de llegar a Little Angel, y eso haría.

Le dolían los hombros. De acuerdo, seguramente se había excedido en mucho con las provisiones. Pero se recordó que estaba a medio camino y que incluso a esa marcha lenta podía alcanzar su objetivo antes de mediodía.

Acortó por la pradera y luego subió por la pendiente embarrada. Cuando llegó arriba y rodeó el siguiente zigzag, vio por primera vez la larga y brillante cinta del río.

Se abría camino por el cañón acompañada por un constante y enérgico murmullo. Aquí y allá, en sus orillas, había montones de rocas y piedras apiladas como si el río hubiese decidido desprenderse de ellas. Sin embargo, el lugar era apacible, casi de ensueño; el curso del río serpenteaba hacia el oeste entre paredes verticales cortadas a pico.

Sacó la cámara a sabiendas de que una instantánea no captaría aquella amplitud. Una foto no reproduciría los sonidos, el contacto del aire, los asombrosos precipicios y las salvajes alturas.

Entonces vio un par de kayaks de un azul brillante y, fascinada, los encuadró para utilizarlos como escala. Contempló cómo sus ocupantes remaban y daban vueltas; oyó el sonido apagado de unas voces que debían de ser gritos.

Seguramente alguien estaba recibiendo una clase; Reece sacó sus prismáticos para acercar la imagen. Un hombre y un niño, seguramente un preadolescente. La cara del niño era de concentración e ilusión. Le vio sonreír y asentir, y su boca se movió cuando le gritó algo a su compañero. ¿Un instructor?

Siguieron remando, avanzando por el río, el uno junto al otro hacia el oeste.

Reece se colgó los prismáticos alrededor del cuello y continuó.

La altura era cautivadora. Mientras su cuerpo avanzaba notó el ardor de los músculos, el vértigo de la aventura, y ni rastro de preocupación o ansiedad. Se sentía muy humana. Pequeña, mortal y llena de asombro. Solo tenía que echar hacia atrás la cabeza para que el cielo entero le perteneciese. A ella y a aquellas montañas que brillaban azules a la luz del sol.

Incluso con el frío en el rostro, el sudor del esfuerzo le bañaba la espalda. Decidió que no tardaría en hacer otra pausa para quitarse la cazadora y beber medio litro de agua.

Subió más y más, con dificultad, jadeando.

Y se detuvo en seco, patinando un poco, cuando vio a Brody encaramado en un amplio saliente rocoso.

Él apenas le dedicó una mirada.

—Tenía que haber sabido que eras tú. Haces ruido suficiente para desencadenar un alud. —Cuando ella levantó una mirada cautelosa, él sacudió la cabeza—. Puede que no tanto —rectificó—. De todos modos, el ruido suele mantener alejados a los depredadores. Al menos a los de cuatro patas.

Si a Reece se le había olvidado la posibilidad de encontrar osos —y así era—, desde luego no contaba con la posibilidad de encontrar a seres humanos.

—¿Qué estás haciendo aquí arriba?

—Ocuparme de mis asuntos —contestó Brody antes de beber un trago de su botella de agua—. ¿Y tú? ¿Qué haces, aparte de caminar jadeando y cantando «Ain’t no mountain high enough?»

—No cantaba.

«Oh, por favor, que no estuviese cantando».

—Vale, no la cantabas. Más bien la recitabas con voz entrecortada.

—He salido de excursión. Es mi día libre.

—¡Yupi! —exclamó él mientras cogía la libreta que tenía sobre las rodillas.

Ya que se había detenido, necesitaba concederse un minuto para recobrar el aliento antes de seguir subiendo. Podía disimular su necesidad de descansar conversando durante uno o dos minutos.

—¿Estás escribiendo? ¿Aquí arriba?

—Me estoy documentando. Dentro de un rato voy a matar a alguien aquí arriba. En la ficción —añadió con cierto deleite cuando se desvaneció el color que el esfuerzo había llevado a las mejillas de Reece—. Es un buen sitio, sobre todo en esta época del año. A principios de la primavera no hay nadie en los caminos… o casi nadie. La convence para que suba hasta aquí y la empuja. —Brody se asomó un poco y miró hacia abajo. Ya se había quitado la cazadora, como Reece anhelaba hacer—. Una caída larga y horrible. Un terrible accidente, una terrible tragedia.

A su pesar, Reece se sentía intrigada.

—¿Por qué lo hace?

Él se limitó a encogerse de hombros, unos hombros anchos dentro de una camisa vaquera.

—Sobre todo porque tiene la posibilidad de hacerlo.

—Había kayaks en el río. Los ocupantes podrían verlo.

—Por eso lo llaman ficción. Kayaks —masculló mientras garabateaba algo en su libreta—. Puede ser. Tal vez así sea mejor. ¿Qué verían? El cuerpo cayendo. El eco de un grito. El choque del cuerpo contra el suelo.

—En fin, te dejo con tu trabajo.

Como su respuesta fue solo un gruñido ausente, Reece continuó. «Es un poco irritante, la verdad», pensó. El hombre había encontrado un buen sitio para descansar y disfrutar de la vista. Un sitio que habría sido el de ella si él no hubiese estado allí. Pero encontraría otro, el suyo. Solo que un poco más arriba.

De todos modos, se mantuvo bien alejada del borde mientras caminaba y trató de borrar la imagen de un cuerpo volando desde el fin del mundo y hasta las rocas y el agua, abajo.

Supo que rozaba el muro de su resistencia cuando volvió a oír el trueno. Se detuvo, se apoyó las manos en los muslos y recobró el aliento. Antes de que pudiese decidir si aquel era su sitio, oyó el chillido prolongado e intenso de un halcón. Al levantar la mirada, vio que volaba majestuoso hacia el oeste.

Quiso seguirlo, como una señal. Decidió que, después de un último zigzag, solo uno más, se sentaría en esplendida soledad, sacaría el almuerzo de la mochila y disfrutaría de una hora con la única compañía del río.

Su recompensa por aquel último esfuerzo fue una vista de agua blanca que se agitaba y rompía contra las rocas, se lanzaba contra torres de ellas y luego caía sobre sí misma en una breve catarata espumosa. Su rugido llenaba el cañón y retumbó sobre su propia risa de júbilo.

Después de todo, lo había conseguido.

Aliviada, se quitó la mochila de los hombros antes de dejarse caer sobre una piedra marcada por la erosión. Sacó su almuerzo y comió con voracidad.

En la cima del mundo, así se sentía. Tranquila y al tiempo llena de energía, y absolutamente feliz. Mordió una manzana tan crujiente que sus sentidos se sobresaltaron, mientras el halcón volvía a chillar y planeaba por encima de su cabeza.

«Es perfecto —pensó—. Absolutamente perfecto».

Reece levantó los prismáticos para seguir el vuelo del halcón y luego fue bajándolos para rastrear el poderoso arranque del río. Esperanzada, exploró las rocas, los bosques de sauces, álamos y pinos en busca de animales. Quizá un oso se acercase a pescar, o tal vez divisase a otro alce que se acercase a beber.

Quería ver castores, ver cómo jugaban las nutrias, estar justo donde estaba, con los altos picos, el sol brillante y el agua como un retumbar constante allá abajo.

Si no hubiese estado escrutando la áspera orilla, no los habría visto.

Estaban entre los árboles y las rocas. El hombre —al menos le pareció que era un hombre— se hallaba de espaldas a ella, y la mujer, de cara al río, con las manos en las caderas.

Pese a los prismáticos, la altura y la distancia le impedían verlos con claridad, pero distinguió la melena oscura sobre una chaqueta roja, bajo una gorra roja.

Reece se preguntó qué hacían. Supuso que estaban considerando dónde acamparían o buscando un punto por el que entrar en el río. Pero al mover los prismáticos de un lado a otro no distinguió ninguna canoa o kayak. Eso significaba que se disponían a acampar, aunque no distinguía nada de lo necesario para ello.

Encogiéndose de hombros, volvió a observarles. Era una indiscreción, pero tenía que reconocer que resultaba emocionante. No podían saber que estaba allí, en las alturas, al otro lado del río, estudiándolos como podía haber observado a un par de cachorros de oso o a una manada de ciervos.

—Están discutiendo —masculló—. O eso parece.

Había algo agresivo e irritado en la postura de la mujer, y cuando señaló al hombre con el dedo, Reece soltó un silbido.

—Oh, sí, estás furiosa. Seguro que querías alojarte en un buen hotel con cuarto de baño y servicio de habitaciones, y él te ha arrastrado de acampada.

El hombre hizo un gesto, como un árbitro que proclama a un bateador seguro en la base, y esta vez la mujer le abofeteó.

—¡Ay! —exclamó Reece con una mueca, y se ordenó a sí misma bajar los prismáticos.

No estaba bien espiarles. Pero no pudo resistir el pequeño drama privado y mantuvo los prismáticos enfocados.

La mujer golpeó con ambas manos el pecho del hombre y luego volvió a abofetearle. Reece empezó a bajar los prismáticos, la repugnante violencia empezaba a marearla.

Pero la mano se le congeló y el corazón le dio un vuelco cuando vio que el brazo del hombre retrocedía. No pudo distinguir si fue un puñetazo, un bofetón o un revés, pero la mujer cayó cuán larga era.

—No, no, no sigáis —murmuró Reece—. No sigáis. Tenéis que parar ahora mismo. Parad.

En lugar de eso, la mujer se levantó de un salto y se abalanzó contra el hombre. Antes de que pudiese descargar el golpe, se vio lanzada de nuevo hacia atrás, resbaló en la tierra fangosa y sufrió una violenta caída.

El hombre se acercó y se paró encima de ella mientras el corazón de Reece latía con fuerza contra sus costillas. Le pareció que alargaba el brazo como para ayudarla a levantarse; la mujer se apoyó en los codos. Le sangraba la boca, y tal vez la nariz, pero sus labios se movían deprisa. «Le grita —pensó Reece—. Deja de gritar, solo empeorarás las cosas».

Las cosas empeoraron, empeoraron horriblemente cuando él se sentó a horcajadas sobre la mujer, cuando le levantó de un tirón la cabeza por el cabello y la golpeó contra el suelo. Sin darse cuenta de que ella misma se había puesto en pie de un salto y de que los pulmones le ardían con sus propios gritos, Reece permaneció observando a través de los prismáticos cuando las manos del hombre se cerraron sobre la garganta de la mujer.

Las botas golpearon el suelo; el cuerpo se retorció y se arqueó. Y cuando se quedó inmóvil, se oyó el rugido del río y los ásperos sollozos que brotaban del pecho de Reece.

Se volvió, tropezó, resbaló y se desplomó sobre las rodillas. Luego se puso en pie y echó a correr.

Lo veía todo borroso. Sus botas resbalaron en el camino cuando se precipitó cuesta abajo a una velocidad de locos. Le pareció que el corazón iba a salírsele por la garganta como una bola giratoria de terror mientras tropezaba y resbalaba en los agudos zigzag. La cara de la mujer del abrigo rojo se convirtió en otra cara, un rostro de bonitos ojos azules que la miraban.

Ginny. No era Ginny. No era Boston. No era un sueño.

Sin embargo, todo se mezcló y se fundió en su mente hasta que oyó los gritos y las carcajadas, los disparos. Hasta que el pecho empezó a darle punzadas y el mundo comenzó a girar.

Chocó con fuerza contra Brody y luchó frenéticamente para evitar que la sujetase.

—Para. ¿Estás loca? ¿Te quieres suicidar? —exclamó él mientras la empujaba contra la pared de roca y la sujetaba cuando las rodillas de ella cedieron—. ¡Cálmate ahora mismo! La histeria no sirve de nada. ¿Qué ha sido? ¿Un oso?

—La ha matado, la ha matado. Lo he visto, lo he visto todo. —Porque Brody estaba allí, se lanzó contra él y enterró su rostro en su hombro—. Lo he visto. No era Gin. No era un sueño. La ha matado, al otro lado del río.

—Respira —dijo él mientras retrocedía y la agarraba por los hombros. Inclinó la cabeza hasta que sus ojos se encontraron—. He dicho que respires. Muy bien, otra vez. Una vez más.

—Vale, vale. Estoy bien —contestó Reece, inspirando con fuerza y expulsando el aire—. Por favor, ayúdame. Por favor. Estaban al otro lado del río, y les he visto con esto —añadió mientras levantaba los prismáticos con mano temblorosa—. La ha matado, y yo lo he visto.

—Enséñamelo.

Reece cerró los ojos. «Esta vez no estoy sola», pensó. Alguien estaba allí, alguien podía ayudarla.

—Camino arriba. No sé cuánto he retrocedido, pero es camino arriba.

Aunque no quería retroceder y volver a verlo, él la tenía cogida del brazo y dirigía sus pasos.

—He parado a comer —dijo más tranquila—. A contemplar el agua y las cascadas. Había un halcón.

—Sí, lo he visto.

—Era precioso. He sacado los prismáticos. Pensaba que podía ver un oso o un alce. Esta mañana he visto un alce en el lago. Pensaba… —Se dio cuenta de que estaba desvariando y trató de concentrarse—. Estaba echando un vistazo a los árboles, a las rocas, y he visto a dos personas.

—¿Qué aspecto tenían?

—No… no he podido verlo muy bien. —Reece se cruzó de brazos. Se había quitado la cazadora y la había extendido sobre la roca donde había almorzado. Para tomar el sol.

Ahora tenía mucho frío. Estaba helada.

—Pero ella tenía el pelo largo y oscuro, y llevaba una gorra y un abrigo de color rojo, y gafas de sol. Estaba de espaldas a mí.

—¿Qué llevaba él?

—Mmm… Una cazadora oscura y una gorra naranja. Como las de los cazadores. Me parece que llevaba… Me parece que también llevaba gafas de sol. No le he visto la cara. Ahí, ahí está mi mochila. Lo he dejado todo y he salido corriendo. Allá, era allá —dijo señalando y apretando el paso—. Estaban allí, delante de los árboles. Ya no están, pero estaban allí, allí abajo. Los he visto. Tengo que sentarme.

Cuando se dejó caer en la roca, él no dijo nada, pero le cogió los prismáticos de alrededor del cuello. Los enfocó hacia abajo. No vio a nadie, ni rastro.

—¿Qué has visto exactamente?

—Estaban discutiendo. Me he dado cuenta de que ella estaba furiosa por su postura. Tenía las manos en las caderas. Agresiva. —Tuvo que tragar saliva y concentrarse porque tenía los nervios en el estómago. Tiritando, cogió su cazadora, se la puso y se envolvió con ella—. La mujer le ha abofeteado, luego le ha empujado hacia atrás y ha vuelto a abofetearle. Él le ha pegado y la ha tirado al suelo, pero ella se ha levantado y ha ido por él. Entonces el hombre ha vuelto a pegarle. Le he visto sangre en la cara. Creo que le he visto sangre en la cara. Oh, Dios mío, oh, Dios mío.

Brody se limitó a echarle una ojeada.

—No vayas a ponerte histérica otra vez. Acaba de contarme lo que has visto.

—Él se ha agachado, la ha agarrado por el cabello y le ha golpeado la cabeza contra el suelo. Me ha parecido que… la estrangulaba. —Al recordarlo, Reece se frotó la boca con el revés de la mano, rogando para no vomitar—. La ha estrangulado —continuó—. Los pies de ella golpeaban el suelo y luego han dejado de hacerlo. Entonces he echado a correr. Creo que he gritado, pero los rápidos hacen tanto ruido…

—Es mucha distancia, incluso con los prismáticos. ¿Estás segura de que has visto todo eso?

Reece levantó la mirada, tenía los ojos hinchados y agolados.

—¿Has visto alguna vez matar a alguien?

—No.

Reece se levantó con esfuerzo y cogió su mochila.

—Yo sí. Se la ha llevado a algún sitio, se ha llevado el cadáver. Lo ha arrastrado. No sé. Pero la ha matado y ha conseguido escapar. Tenemos que ir a buscar ayuda.

—Dame tu mochila.

—Puedo llevarla yo.

Él se la quitó de un tirón y le dedicó una mirada de compasión.

—Lleva la mía; pesa menos. —Se la quitó con un gesto de los hombros y se la tendió—. Podemos quedarnos aquí discutiendo —prosiguió—. Ganaré de todos modos, pero perderemos tiempo.

Reece se colgó la mochila de él y, por supuesto, tenía razón. Pesaba mucho menos. Ella había cargado la suya demasiado, pero solo quería estar segura…

—¡El teléfono móvil! Soy una imbécil —dijo mientras se metía la mano en el bolsillo.

—Puede que sí —replicó él—. Pero el móvil no te servirá de nada aquí. No hay cobertura.

Mientras caminaba, Reece lo intentó de todos modos.

—Puede que demos con un punto donde haya comunicación. Tardaremos mucho en regresar. Irías más deprisa tú solo. Deberías adelantarte.

—No.

—Pero…

—¿A quién viste matar antes de esto?

—No puedo hablar de eso. ¿Cuánto tardaremos en regresar?

—Lo que haga falta. Y no empieces a darme la lata preguntando sin parar si ya queda poco.

Reece estuvo a punto de sonreír. Aquel hombre era tan brusco, tan enérgico, que dejaba su miedo de lado. Tenía razón. Tardarían lo que tardasen. Y harían lo que tuviesen que hacer cuando llegasen.

Y al ritmo al que los pasos de él devoraban el terreno, estarían allí en la mitad de tiempo que ella había necesitado para recorrer el camino por primera vez. Eso si conseguía seguirle, claro.

—¿Puedes hablarme, por favor? De otra cosa. De cualquier otra cosa. De tu libro.

—No. No hablo de las obras que no he terminado.

—Temperamento artístico.

—No, es aburrido.

—Yo no me aburriría.

Él le lanzó una ojeada.

—Para mí.

—¡Vaya! —exclamó ella. Quería palabras, de él o de ella misma—. De acuerdo, ¿por qué Angel’s Fist?

—Seguramente por la misma razón que tú. Quería un cambio.

—Porque en Chicago te echaron a la calle.

—A mí no me echaron a la calle.

—¿No le diste un puñetazo a tu jefe y te despidieron del Tribune? Eso he oído.

—El puñetazo se lo di a lo que podría llamarse vagamente un colega por copiar mis notas sobre un artículo, y como el redactor jefe, que resultaba ser el tío del cabrón, le creyó a él y no a mí, me marché.

—Para escribir libros. ¿Es divertido?

—Me parece que sí.

—Seguro que mataste al cabrón en el primero que escribiste.

Él le echó otra ojeada. Había una chispa de regocijo en sus ojos. Ojos de un verde muy interesante.

—Has acertado. Le maté a golpes con una pala. Fue muy satisfactorio.

—Antes me gustaba leer novela negra y de misterio. No he vuelto a hacerlo… desde hace un tiempo.

Reece ignoró las protestas de los músculos de sus piernas mientras continuaban descendiendo.

Se suponía que al bajar por una pendiente debía caminar de forma distinta. Echar el peso hacia delante, caminar sobre los dedos de los pies y no sobre los talones. Como hacía Brody.

—Puede que pruebe con uno de los tuyos.

Él volvió a encogerse de hombros con indiferencia.

—Los hay peores.