4

Una tormenta de primavera dejó caer veinte centímetros de nieve húmeda y pesada, y convirtió el lago en un espumoso disco gris. Algunos de los lugareños se abrieron camino por él en motos de nieve mientras los niños, como bultos informes envueltos en ropa de invierno, se entretenían haciendo muñecos de nieve alrededor del lago.

Lynt, con sus anchos hombros y su rostro curtido, hacía un descanso en su tarea de quitanieves para rellenar el termo con el café de Joanie y quejarse del viento.

La propia Reece lo había sufrido aquella mañana de camino al trabajo. Soplaba con furia cañón abajo, a través del lago, levantaba la nieve fresca y se metía en los huesos. Azotaba las ventanas y bramaba como un hombre con intenciones asesinas. Cuando el suministro eléctrico falló, la propia Joanie se puso el abrigo y las botas para salir y conectar el generador.

El rugido de la máquina competía con el chillido del viento y el estrépito de la máquina quitanieves de Lynt, hasta que Reece se preguntó cómo podía ser que la gente no se volviera loca con aquel ruido implacable.

Eso no impidió que entrasen clientes. Lynt desconectó el quitanieves y se instaló ante un enorme cuenco de estofado de búfalo. Carl Sampson, con las mejillas rojas por el viento, entró resoplando, se sentó con Lynt, engullo un buen trozo de carne y se quedó a comer dos raciones de pastel de arándanos.

Otros entraron y salieron. Otros entraron y se quedaron. Todos buscaban comida y compañía; contacto humano y algo caliente en el estómago que les recordase que no estaban solos. Mientras asaba, freía, hervía y picaba, Reece también se sentía más calmada gracias al rumor de las voces.

Pero no habría voces ni contacto cuando terminase su turno. Pensó en su habitación de hotel, y en el descanso caminó con dificultad hasta la tienda a comprar pilas de recambio para la linterna. Por si acaso.

—Son los últimos coletazos del invierno —le dijo Mac mientras le cobraba—. Voy a tener que pedir más de estas. He tenido mucha demanda. También estoy a punto de quedarme sin pan, huevos y leche. ¿Por qué será que la gente siempre hace acopio de pan, huevos y leche cuando hay tormenta?

—Supongo que para hacer torrijas.

El hombre soltó una carcajada asmática.

—Puede ser. ¿Cómo van las cosas por Joanie’s? No he ido desde que empezó la tormenta. Cuando hay problemas me gusta pasar por los negocios que están abiertos. Soy el alcalde, y me parece que es mi obligación.

—El generador funciona, así que seguimos trabajando. Como usted.

—Sí, no me gusta cerrar. Lynt mantiene las calles bastante despejadas y, según me han dicho, la electricidad volverá dentro de un par de horas. Además, la tormenta ya está en las últimas.

Reece miró hacia las ventanas.

—¿Usted cree?

—Para cuando vuelva la electricidad, habrá terminado, ya lo verá. El único problema serio ha sido el hundimiento del tejado del almacén de Clancy. De todas formas, él tiene la culpa. Tenía que arreglarlo y no ha retirado la nieve. Dígale a Joanie que en cuanto pueda pasaré a ver cómo va todo.

En poco más de una hora se cumplieron las predicciones de Mac el viento amainó hasta convertirse en un murmullo airado. Antes de que transcurriese otra hora, la máquina de discos que Joanie se negaba a conectar al generador se puso en marcha con un chirrido, hipó y luego presentó a Dolly Parton.

Y mucho después de que la gran nevada y el brutal viento abandonasen el pueblo, Reece pudo verlo bramar en nubes magulladas en las montañas. Le parecía que aumentaba la ferocidad de estas y les otorgaba un poder frío y reservado.

Se alegraba de poder contemplarlas desde su cálida habitación de hotel.

Mezclaba tinas de estofado según las recetas de Joanie, asaba kilos y kilos de carne, aves y pescado. Cuando acababa su turno, contaba el dinero de sus propinas y lo metía en un sobre que guardaba en su petate.

En algún momento del día o de la noche, Joanie ponía un plato de comida delante de Reece. Ella se lo comía en un rincón de la cocina mientras la carne humeaba sobre la parrilla y la gente charlaba sentada ante la barra, con la música de fondo.

Tres días después de la tormenta, estaba sirviendo estofado cuando entró Cas y husmeó el aire con gesto teatral.

—Aquí hay algo que huele muy bien.

—Sopa de tortitas de maíz; está muy rica. ¿Quieres un cuenco?

Por fin había convencido a Joanie para que le dejase preparar una de sus propias recetas.

—Me refería a ti, pero no voy a despreciar un cuenco de eso.

Le dio el que acababa de preparar e intentó alcanzar otro cuenco. Cas se deslizó tras ella y alargó el brazo a la vez que ella. Un movimiento clásico, pensó Reece, como el ágil gesto de apartarse de ella.

—Lo tengo. Tu madre está en su despacho, por si quieres verla.

—Hablare con ella antes de irme. He venido a verte a ti.

—¿Ah, sí?

Llenó el siguiente cuenco y le echó por encima el queso rallado y las tiras de tortita fritas. Mientras lo depositaba en un plato con un panecillo y dos trozos de mantequilla, pensó con melancolía en lo buena que habría estado la sopa con cilantro fresco. Se movió con ligereza para poner el plato en la fila.

—¡Pedido listo! —exclamó antes de coger la siguiente nota.

Tal vez pudiese convencer a Joanie para que añadiera cilantro y algunas hierbas frescas más al pedido de productos. Tomates secados al sol y rúcula. Si pudiese…

—Eh, ¿dónde andas? —preguntó Cas—. ¿Puedo ir yo también?

—¿Qué? Perdona, ¿has dicho algo?

Pareció un poco molesto y también desconcertado. Reece supuso que no estaba acostumbrado a que las mujeres olvidasen su presencia. Enseguida se recordó que era el hijo de la jefa y sonrió.

—Cuando cocino, pierdo el mundo de vista.

—Eso parece. De todos modos, hoy no hay muchos clientes.

—Pero el trabajo es continuo.

Sacó lo necesario para hacer una hamburguesa con queso y beicon y un sándwich de pollo y se puso a preparar los dos pedidos de patatas fritas.

—¡Caramba! Está buenísima —comentó Cas mientras se tomaba la sopa.

—Gracias. No te olvides de decírselo a la jefa.

—Lo haré. Por cierto, Reece, he comprobado el horario. Esta noche libras.

—Sí —admitió ella distraída, saludando con un gesto a Pete cuando el lavaplatos peso gallo volvió de su descanso.

—Había pensado que a lo mejor te apetecía ver una película.

—No sabía que hubiese un cine en el pueblo.

—Es que no lo hay. Tengo la mejor colección de DVD del oeste de Wyoming. Además, hago unas palomitas riquísimas.

—No me extraña. —Reece volvió a recordarse que era el hijo de la jefa y decidió mostrarse simpática pero distante—. Es Una buena oferta, Cas, pero tengo muchas cosas que hacer esta noche. ¿Quieres un panecillo con la sopa?

—Bueno —respondió él, a punto de acorralarla contra la parrilla—. ¿Sabes, preciosa? Me vas a romper el corazón si sigues rechazándome.

—Lo dudo —replicó Reece en tono ligero mientras repasaba los pedidos de parrilla, antes de pasarle un panecillo y un plato—. Más vale que no te acerques demasiado a la parrilla —le advirtió—. Podría salpicarte.

En lugar de llevarse la sopa al comedor, como Reece esperaba, Cas se apoyó en la encimera.

—Tengo un corazón muy tierno.

—Entonces más vale que te alejes de mí —dijo ella—. Yo los pisoteo todos. Desde Boston hasta aquí he dejado un rastro de corazones ensangrentados y maltrechos. Es una enfermedad.

—Yo podría ser la cura.

La muchacha le miró. Demasiado atractivo, demasiado encantador. Tiempo atrás tal vez le hubiese gustado que la persiguiese, e incluso que la atrapase durante unas semanas. Pero ya no tenía energía para juegos.

—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó.

—¿Me va a doler?

Reece se echó a reír.

—Me caes bien y prefiero que sigas cayéndome bien. Eres el hijo de mi jefa, y eso te convierte en el más próximo a la jefa en mi lista. Nunca me acuesto con el jefe, así que no voy a acostarme contigo. Pero agradezco la oferta.

—Aún no te he pedido que te acuestes conmigo —señaló él.

—Así los dos ahorramos tiempo.

Cas siguió comiendo despacio, pensativo, sonrió del mismo modo, despacio y pensativo.

—Si me dieses una oportunidad, seguro que podría hacerte cambiar de idea.

—Por eso no te la doy.

—Puede que mi madre te despida o que me repudie.

Cuando la freidora zumbó, Reece dejó escurrir las patatas en las cestas mientras terminaba los sándwiches.

—No puedo permitirme quedarme sin trabajo, y tu madre te quiere. —Terminó los pedidos y los colocó en la fila—. Ahora sal, siéntate a la barra y acábate la sopa. Estás estorbando.

—Las mujeres mandonas son mi debilidad —respondió él con una sonrisa.

Pero salió despacio cuando ella empezó a preparar el siguiente plato.

—Volverá a intentarlo —le dijo Pete desde el fregadero con una voz que aún sonaba al Bronx después de ocho años en Wyoming—. Es superior a él.

Reece se sentía un poco acosada, un poco acalorada.

—Tal vez debería haberle dicho que estoy casada o que soy lesbiana.

—Ya es demasiado tarde para eso. Es mejor que le digas que te has enamorado locamente de mí —respondió Pete con una sonrisa que mostró el amplio hueco entre sus incisivos.

Ella volvió a reír entre dientes.

—¿Por qué no se me habrá ocurrido?

—A nadie se le ocurre. Por eso funcionaría.

Joanie entró, metió un cheque en el bolsillo del delantal de Pete y le dio otro a Reece.

—Día de cobro.

—Gracias —dijo Reece mientras tomaba una decisión repentina—. Me pregunto si cuando tengas un momento podrías enseñarme el apartamento de arriba, si sigue disponible.

—No has visto que nadie suba ahí, ¿verdad? Ven a mi despacho.

—Tengo que…

—Hazme caso —cortó Joanie mientras salía.

Sin más elección, Reece la siguió. Dentro, Joanie abrió un Armario de pared poco profundo blasonado con un vaquero montado en un caballo encabritado. Había un montón de llaves etiquetadas y colgadas en ganchos. Cogió una y se la dio.

—Sube y echa un vistazo.

—No es mi hora de descanso.

Joanie levantó una cadera y apoyó el puño en ella.

—Chica, es tu hora cuando yo digo que es tu hora. Vete. Las escaleras están en la parte trasera.

—De acuerdo. Vuelvo en diez minutos.

Hacía bastante frío, aunque la nieve se derretía con rapidez, así que fue a buscar el abrigo. Se alegró de llevarlo al subir por la escalera exterior y poco segura y abrir la puerta. Resultaba evidente que Joanie era lo bastante ahorradora para mantener la calefacción apagada en el apartamento de arriba.

Era una habitación con un hueco en el que había un diván y un tabique bajo en el lado de la calle que separaba una pequeña cocina. El suelo era de tablas desiguales de roble que mostraban algunas cicatrices, mientras que las paredes estaban pintadas de un beis industrial.

El cuarto de baño era algo más amplio que el de la habitación del hotel, con un lavabo blanco con pie y una vieja bañera de fundición con pies con forma de garras. Alrededor de los desagües florecían manchas de óxido. El espejo situado sobre el lavabo estaba picado y las baldosas eran blancas con el reborde negro.

En la habitación principal había un sofá de cuadros hundido, una butaca de un azul descolorido y un par de mesas con lámparas de segunda mano.

Sonreía incluso antes de acercarse a las ventanas. Tres de ella daban a la montaña y parecían abrirse al mundo, Vio el cielo, donde las velas azules luchaban por apoderarse del monótono blanco, y el lago, donde el azul brillaba contra el gris.

Los muñecos de nieve se fundían hasta convertirse en hobbits deformados que se extendían sobre la hierba quemada por el invierno. Los sauces eran pobres palos doblados; los álamos se estremecían. Sobre los picos nevados oscilaban sombras a medida que las nubes se juntaban y separaban, y le pareció ver un tenue brillo que podía ser un lago de montaña.

El pueblo, con sus calles embarradas, su alegre quiosco y sus rústicas cabañas, se extendía a sus pies. Desde donde estaba, se sentía parte de él y al mismo tiempo, segura y apartada.

—Aquí podría ser feliz —murmuró—. Aquí podría estar bien.

Tendría que comprar algunas cosas. Toallas, sábanas, material para la cocina, artículos de limpieza. Pensó en el cheque que llevaba en el bolsillo y en el dinero de las propinas. Podía comprar lo más importante, y sería divertido. La primera vez que compraría sus propias cosas en casi un año.

«Es un gran paso», pensó, y enseguida empezó a analizarse. ¿Era un paso demasiado grande? ¿Era demasiado pronto? Alquilar un apartamento, comprar sábanas… ¿Y si tenía que marcharse? ¿Y si la despedían? ¿Y sí…?

—Por el amor de Dios, dejemos las dudas para mañana —murmuró—. El momento es lo que importa. Y en este momento, quiero vivir aquí.

Mientras lo pensaba, las nubes se abrieron y un frágil rayo de sol las atravesó como una flecha.

Decidió que era una buena señal. Lo intentaría allí, durara lo que durase.

Oyó pisadas en la escalera, y en su pecho se abrió la burbuja de miedo. Rebuscó en su bolsillo y cerró el puño en torno a la alarma mientras con la otra mano agarraba una de las vulgares lámparas de mesa.

Cuando Joanie abrió la puerta, Reece dejó la lámpara en su sitio como si la estuviese examinando.

—Es muy fea, pero da bastante luz —dijo Joanie, sin más comentarios.

—Lo siento, he tardado más de lo que pensaba. Bajo ahora mismo.

—No hay prisa. No hay mucha gente, y Beck está con la parrilla. Mientras no sea nada demasiado complicado, puede arreglárselas. ¿Quieres el apartamento o no?

—Sí, siempre que pueda pagar el alquiler. No me has dicho cuánto…

En mangas de camisa, con su manchado delantal y sus zapatos de suela gruesa, Joanie repasó rápidamente la habitación. Luego mencionó una cifra mensual que era algo inferior al precio del hotel.

—Eso incluye la calefacción y la electricidad, siempre que no te vuelvas loca gastando. Si quieres teléfono, corre a tu cuenta. Lo mismo si se te mete en la cabeza que quieres pintar las paredes. No quiero ruido aquí arriba durante las horas de apertura.

—Soy muy silenciosa, y prefiero pagar por semanas.

—Mientras pagues a tiempo, no me importa. Si quieres, puedes mudarte hoy.

—Mañana. Necesito comprar algunas cosas.

—Por mí no hay problema. Esto está bastante vacío. —Joanie recorrió la habitación con su mirada de águila—. Debo de tener algunas cosas por ahí que puedo subirte. Si necesitas ayuda para traer lo tuyo, Pete y Beck te echarán una mano.

—Te lo agradezco mucho.

—Eres solvente. Pronto tendrás un aumento.

—Gracias.

—No tienes que agradecerme algo que acordamos desde el primer momento. Haces tu trabajo y no das problemas. Tampoco haces preguntas. Me imagino que es porque estabas ausente el día que repartieron tu ración de curiosidad o porque no quieres que te hagan preguntas.

—¿Es una pregunta o una afirmación?

—No eres tonta. —Joanie se dio una palmadita en el bolsillo del delantal donde guardaba su paquete de tabaco—. Vamos a decirlo claramente. Tienes problemas. Cualquiera con dos dedos de frente puede verlo con solo mirarte. Supongo que tienes lo que a la gente le gusta llamar «dificultades».

—¿Así las llaman? —murmuró Reece.

—Desde mi punto de vista, tanto si tratas de solucionarlas como si te quedas de brazos cruzados, es cosa tuya. Pero no dejas que interfieran en tu trabajo, y eso es cosa mía. Eres una buena trabajadora, y la mejor cocinera que he tenido delante de la parrilla. Y eso pienso aprovecharlo, sobre todo porque intuyo que no vas a escabullirte una noche y dejarme tirada. No me gusta depender de nadie. Solo consigues llevarte una decepción. Pero voy a aprovecharte, y tú vas a recibir tu paga a tiempo y un alquiler razonable por este apartamento. Tendrás el tiempo libre que te corresponde y, si sigues aquí dentro de un par de meses, recibirás otro aumento.

—No te dejaré tirada. Si tengo que irme, te lo diré de antemano.

—Eso está bien. Ahora voy a preguntártelo sin rodeos, y si me mientes me daré cuenta. ¿Te persigue la policía?

—No. —Reece se pasó los dedos por el pelo y se rio sin ganas—. Por el amor de Dios, no.

—Lo suponía, pero más vale que sepas que algunos de por aquí especulan sobre eso. A la gente de Fist le gusta sacar sus conclusiones, para pasar el tiempo… Si no quieres decir qué te pasa, también es cosa tuya. Pero podría ser útil, por si alguien viene buscándote, que me dijeras si quieres que te encuentre o que le envíe en otra dirección.

—Nadie va a venir a buscarme. Solo tengo a mi abuela, y sabe dónde estoy. No huyo de nadie.

«Excepto tal vez de mí misma», pensó.

—Muy bien, entonces. Ya tienes la llave. Tengo un duplicado en mi despacho. Una vez, que te mudes, no subiré a fisgonear. Pero si te retrasas con el alquiler te lo descontaré de tu paga. Nada de excusas. Ya las he oído todas.

—Si puedes cobrar mi cheque, te pagaré ahora la primera semana.

—Me parece bien. Otra cosa, agradecería un poco de ayuda con el horno de vez en cuando. Podrías echarme una mano. Utilizo la cocina de mi casa para las recetas que se preparan en el horno.

—No hay problema.

—Lo encajaré en el horario. En fin, volvamos antes de que Bock envenene a alguien.

Con el resto de la paga y parte del dinero de las propinas, Reece se dirigió a la tienda. «Cosas básicas —se recordó—. Lo esencial y nada más». Aquello no era Newberry Street y no podía permitirse caprichos.

Pero Dios santo, le hacía ilusión comprar algo que no fuesen unos calcetines o unos vaqueros. Aquella idea aligeró sus pasos. Se sentía bien, pudo sentir el color saludable en sus mejillas.

Entró acompañada del tintineo de la campana colgada sobre la puerta. Había otros clientes, y a algunos los reconoció del restaurante. Solomillo en salsa con extra de cebolla para el hombre de la chaqueta de cuadros que estaba en la sección de ferretería. También le resultaban familiares la mujer y el niño que echaban un vistazo en la de telas; pollo frito para él, ensalada completa para ella.

Identificó como campistas a un grupo de cuatro personas que cargaban las provisiones apiladas en uno de los carros.

Saludó con la mano a Mac Drubber y se sintió reconfortada por su gesto de respuesta. Era agradable reconocer y ser reconocida. Todo tan natural y normal. Y ya estaba mirando los juegos de cama. Rechazó de inmediato de color blanco. Le recordaban demasiado los hospitales. Tal vez, el azul celeste, con un estampado de pequeñas violetas, y la manta azul marino. Y para las toallas, el amarillo; sería como llevar un poco de sol al cuarto de baño.

Hizo el primer viaje hasta el mostrador.

—Creo que ya tienes casa… —dijo Mac.

—Sí, el apartamento que hay encima de Joanie’s.

—Eso está muy bien. ¿Quieres que te abra una cuenta?

Con lo animada que se sentía en aquel momento, resultaba tentador. Podría comprar lo que necesitase y algunas cosas imprescindibles, y pagarlo todo más tarde. Pero eso supondría romper la inflexible norma por la que se había regido su vida durante más de ocho meses.

—No hace falta. Es día de cobro. De momento solo quiero comprar algunas cosas para la cocina.

Hizo las cuentas mentalmente mientras echaba un vistazo, debatía, eliminaba o seleccionaba lo que era absolutamente necesario y lo que resultaba prescindible. Una buena sartén de hierro, una olla en condiciones. No podía permitirse la clase de cazuelas que tuvo tiempo atrás ni unos buenos cuchillos, pero con eso podía arreglárselas.

Mientras calculaba y adaptaba su lista, miraba hacia la puerta cada vez que sonaba la campanita.

Por eso vio entrar a Brody. Llevaba la misma cazadora de cuero raída y las mismas botas gastadas. No parecía haberse afeitado en un par de días. Pero aquella mirada, fiel reflejo de que lo había visto todo y no se le escapaba nada, seguía allí mientras sus ojos pasaban por encima de ella antes de dirigirse a la sección de comestibles.

Por fortuna, ella ya había recorrido aquella zona para coger lo que consideraba elementos básicos de la despensa y la nevera.

Empujó su carrito hasta el mostrador.

—Esto es todo, señor Drubber.

—Enseguida te hago la cuenta. La tetera no te la cobro. Considéralo un regalo de bienvenida.

—Oh, no tiene por qué hacerlo.

—En mi tienda soy yo quien pone las normas —dijo levantando el índice—. Un minuto, Brody.

—Muy bien. —Brody dejó sobre el mostrador un cartón de leche, una caja de cereales y un paquete de café y saludó a Reece con un gesto de la cabeza—. ¿Qué tal?

—Bien, gracias.

—Reece se muda al apartamento que hay encima de Joanie’s.

—¿Ah, sí?

—En cuanto le cobre y coloque la compra en unas cajas, échale una mano para llevarlas hasta allí, Brody.

—Oh, no. No hace falta. Puedo arreglármelas.

—No puedes cargar con todo esto tú sola —insistió Mac—. Tienes el coche ahí fuera, ¿verdad, Brody?

—Claro. —Su boca dibujó una ligera sonrisa; se diría que la situación le divertía.

—De todos modos, cenarás en Joanie’s, ¿no?

—Ese es el plan.

—¿Lo ves? No es ninguna molestia. ¿Te cobro en metálico o con tarjeta?

—En metálico. Sí, en metálico.

Y, descontando la tetera, sería casi todo el dinero que llevaba encima.

—Cárgame lo mío en mi cuenta, Mac.

Brody puso sus compras encima de una de las cajas que Mac había llenado y la levantó. Antes de que Mac hubiese terminado, Brody estaba de vuelta en busca de la segunda caja.

Atrapada, Reece levantó la última.

—Gracias, señor Drubber.

—¡Que disfrutes de tu nueva casa! —dijo Mac mientras Reece seguía a Brody hacia la puerta.

—No tienes por qué hacerlo. En serio —empezó ella en cuanto salieron—. Te ha puesto en un aprieto.

—Sí, es verdad.

Brody cargó la segunda caja en el fondo de un Yukon negro, se volvió y alargó los brazos para coger la que llevaba Reece. La muchacha la apretó con más fuerza.

—He dicho que no tienes por qué hacerlo. Puedo llevarlo yo todo.

—No, no tengo por qué hacerlo, y no, no puedes llevarlo tú todo, así que hagámonos un favor y acabemos antes de que se haga de noche. Sube. —Le quitó la caja de un tirón y la cargó en el coche.

—No quiero…

—Te estás comportando como una tonta. Tengo tus cosas —siguió él mientras rodeaba el capó—. Puedes subir y viajar con ellas o puedes ir andando.

Reece habría preferido la segunda opción, pero eso la habría convertido en imbécil además de en tonta. Subió y cerró con un portazo, irritada. Y, sin preocuparse demasiado por si a él le parecería bien o no, abrió la ventanilla para no sentirse atrapada.

Brody no dijo nada. La radio emitía a toda potencia a los Red Hot Chili Peppers, así que ella no tuvo que darle conversación durante el breve trayecto.

Aparcó en la calle y salió para descargar una caja por uno de los laterales mientras ella tiraba de la segunda por el otro.

—La entrada está en la parte de atrás —dijo Reece. Su voz sonó cortante y eso la sorprendió. No recordaba la última vez que se había enfadado de verdad con alguien que no fuese ella misma.

Tuvo que alargar las zancadas para no quedarse atrás y, aunque subió por la escalera junto a él sin demasiado esfuerzo, cuando tuvo que apoyar la caja contra la pared para manejar la llave le costó lo suyo.

Brody cogió con una sola mano la caja que llevaba, le quitó la llave de las manos y abrió la puerta.

Una nueva oleada de resentimiento la inundó. Aquella era su casa y estaba en su derecho de invitar a entrar a quien le apeteciera y dejar fuera a quién no. Y allí estaba él, cruzando el umbral para dejar caer sobre el mármol de la cocina su caja con nuevas y valiosas posesiones.

Brody salió sin hacer un comentario. Resoplando, Reece dejó su caja en el suelo. Corrió hacia la puerta y salió con la esperanza de alcanzarle y cargar con lo que quedaba.

Pero Brody ya volvía.

—Ya la cojo yo —dijo Reece, molesta, apartándose de la cara el pelo que le revolvía el viento—. Gracias.

—Yo la llevo. ¿Qué demonios hay aquí? ¿Ladrillos?

—Deben de ser la sartén de hierro y los artículos de limpieza. Puedo llevarlo yo, de verdad.

Él se limitó a no hacerle caso y subió los peldaños.

—¿Por qué diablos has cerrado la puerta si íbamos a volver enseguida?

—Por costumbre.

Reece giró la llave en la cerradura, pero antes de que pudiese quitarle la caja él entró para meterla por sí mismo.

—Bueno, pues gracias —dijo ella, inmóvil junto a la puerta abierta, sabiendo que además de comportarse como una maleducada estaba dejando entrar el frío—. Lamento la imposición.

—No pasa nada. —Brody dio una vuelta con las manos en los bolsillos. «Un espacio pequeño y deprimente», pensó «hasta que te fijas en la vista». La vista lo era todo. Y estaba limpio; debía de ser cosa de Joanie. Vacío o no, había quitado con frecuencia el polvo y las telarañas—. No le iría nada mal una mano de pintura —comentó.

—Supongo que sí.

—Y un poco de calefacción. Aquí se te congelarán esos huesos de pajarito que tienes.

—No tiene sentido encender la calefacción hasta que me traslade mañana. No quiero entretenerte.

Él se volvió y le apuntó con aquellos ojos.

—No te preocupa entretenerme, solamente quieres que me vaya.

—Vale. Adiós.

Por primera vez, le dedicó una sonrisa franca y sincera.

—Eres más interesante cuando estás de malas. ¿Cuál es el plato de esta noche?

—Pollo frito con guarnición de patatas en salsa verde, guisantes y zanahorias.

—Suena bien —dijo antes de dirigirse hacia la puerta y detenerse justo delante de ella. Habría jurado que casi podía oír cómo se le tensaba el cuerpo—. Ya nos veremos.

La puerta se cerró sin ruido tras él, y la cerradura sonó antes de que hubiese bajado el primer peldaño. Rodeó el edificio y, para satisfacer su curiosidad, miró hacia arriba, a la fachada.

La muchacha estaba junto a la ventana del centro, mirando hacia el lago. «Flaca como el tronco de un sauce —pensó él—, con el pelo revuelto por el viento y ojos profundos y reservados». Se le ocurrió que parecía más un retrato en un marco que alguien de carne y hueso. Se preguntó dónde habría dejado el resto de sí misma. Y por qué.

El deshielo primaveral significaba fango. Los caminos y senderos quedaron cubiertos de él, y las botas sucias lo extendieron por las calles y aceras. Los lugareños, que conocían bien el carácter de Joanie, se las limpiaban en lo posible antes de entrar en el restaurante. Los turistas, que al cabo de un mes acudirían en tropel a los parques, campings y cabañas, eran escasos. Pero algunos acudían para disfrutar del lago y del río, remaban en sus canoas y kayaks por el agua fría y a través de los cañones que devolvían el eco.

Angel’s Fist se instalaba en el tranquilo intervalo entre la temporada de invierno y la de verano.

Nada más salir el sol, cuando el cielo florecía de tonos rosado, Reece recorría una de las carreteras estrechas y llenas de buches del otro lado del lago. «Es más una pista que una carretera», pensaba mientras giraba el volante y aminoraba la velocidad para evitar hundirse en el barro endurecido.

Cuando un alce cruzó el camino, la muchacha no solo lanzó un suave grito de sorpresa y regocijo, sino que también pronunció una pequeña oración de agradecimiento por estar circulando a muy poca velocidad.

Si resultaba que no se había perdido, cantaría de alegría.

Joanie quería que llegase a las siete, y aunque había salido con el doble del tiempo necesario, temía llegar tarde. O acabar en Utah.

Deseaba pasarse la mañana horneando, así que no quería acabar en Utah.

Pasó junto al bosque de sauces colorados del que le había hablado Joanie, o al menos creyó que eran sauces colorados. Luego divisó una tenue luz.

—Rodear los sauces, girar a la izquierda y luego… ¡Sí!

Cuando vio la vieja furgoneta Ford de Joanie, levantó en el aire un puño imaginario. Paró el coche.

No supo qué esperaba. Tal vez una pequeña cabaña rústica. Un bungalow del Oeste. Cualquiera de las dos opciones habría respondido a su imagen del lugar donde podía vivir su impaciente jefa de lengua viperina.

Pero no esperaba el estilo y el espacio de aquella casa de troncos y vidrio, las largas extensiones de porches y pisos que sobresalían para alzarse sobre el pantano y el claro.

Tampoco esperaba el pequeño torrente de alegres pensamientos de invierno de color violeta que desbordaban de las jardineras. Pensó que parecía la Casita de Chocolate, aunque tenía líneas rectas y prácticas en vez de sinuosidades. Algo en la forma en que estaba metida en el bosque, como un secreto, la hacía fantástica.

Hechizada, siguió las órdenes que había recibido, arrancó de nuevo, aparcó y luego salió del coche para dar la vuelta a la casa.

Había ventanas por todas partes. Amplias ventanas con vistas a la montaña, el pantano, el lago y el pueblo. Más macetas de pensamientos, y otras que contenían tallos que florecerían con narcisos, tulipanes y jacintos cuando la temperatura subiese.

Una luz brillaba a través del cristal. Vio a Joanie detrás de una de las ventanas de la cocina. Llevaba una sudadera remangada hasta los codos y ya estaba mezclando algo en un cuenco.

Reece fue hasta la puerta y llamó.

—¡Está abierto!

Que la puerta no estuviese cerrada le hizo poner mala cara. ¿Y si en vez de ella fuese un loco armado con un palo? ¿No debería una mujer, sobre todo si vivía sola, considerar ese tipo de posibilidades y tomar unas precauciones básicas? Entró en un ordenado lavadero; una vieja chaqueta de franela y un sombrero marrón deforme colgaban de un perchero. Junto a la puerta, a mano, había un par de viejas botas de trabajo.

—Si llevas barro en los zapatos, quítatelos antes de entrar en mi cocina.

Reece lo comprobó, encogió los hombros sintiéndose culpable y luego se quitó los zapatos.

Si el exterior de la casa había sido una revelación, la cocina era la respuesta a todas sus oraciones.

Espaciosa, bien iluminada, con una encimera enorme en preciosos tonos de bronce y cobre. Hornos dobles. «Oh, Dios mío —pensó—, un horno de convección». Vio el congelador y se estremeció de placer, casi como una mujer antes de hacer el amor con un adonis. A punto estuvo de babear al ver una cocina Vulcan y, madre del amor hermoso, una batidora Berkel.

Sintió que las lágrimas pugnaban por brotarle de los ojos.

Y a la máxima eficacia acompañaba el encanto. Bulbos de primavera florecían en frasquitos de vidrio en el alféizar de la ventaba, ramitas y hierbas interesantes emergían de un jarrón de madera nudosa. En una pequeña chimenea ardía despacio un fuego. El aire estaba impregnado del aroma de pan recién horneado y canela.

Joanie apoyó en la encimera el cuenco que llevaba en las manos.

—Bueno, ¿piensas quedarte ahí embobada o vas a ponerte un delantal y empezar a trabajar?

—Antes quiero ponerme de rodillas.

La atractiva boca de Joanie se contrajo. Al final, se rindió y sonrió.

—Es bonita, ¿verdad?

—¡Fabulosa! Mi corazón canta. Suponía que estaríamos…

Se interrumpió y se aclaró la garganta.

—¿Horneando en algún horno estropeado y sin ningún sitio en condiciones donde apoyar las cosas? —dijo Joanie con un bufido mientras se acercaba a una cafetera de acero inoxidable—. Vivo aquí, y donde vivo me gusta tener algo de comodidad y un poco de estilo.

—Se nota. ¿Quieres ser mi mamá?

Joanie volvió a resoplar.

—Y me gusta la intimidad. Esta es la última casa de este lado del pueblo. Hay medio kilómetro desde aquí hasta la casa de los Mardson, donde viven Rick y Debbie con sus hijas. Su hija pequeña juega con el perro junto al lago siempre que puede.

—Sí. —Reece pensó en la niña que lanzaba la pelota al agua para que el perro la recogiese—. La he visto algunas veces.

—Son unas niñas muy majas. Al otro lado de su casa, a cierta distancia, vive Dick. Aquel con el que practicaste el día que llegaste. Es un viejo memo —dijo Joanie con cierto afecto—. Le gusta fingir que es un hombre duro de montaña, cuando en realidad es todo plumas. Por si no te has dado cuenta.

—Lo suponía.

—Más allá está la cabaña que utiliza Boyd. Hay un par más plantadas aquí y allá, pero la mayoría son de alquiler. Es una zona agradable y tranquila.

—Es una zona preciosa. He tropezado con un alce, es decir, lo he visto. En realidad no hemos entrado en contacto.

—A veces casi llaman a mi puerta. No me molestan, ni ellos ni los demás animales que vienen por aquí, salvo cuando se empiezan a comer mis flores. —Mientras estudiaba a Reece, Joanie cogió un paño de cocina y se secó las manos—. Voy a tomarme un café y a fumar un cigarrillo. En el hervidor hay agua. Si quieres, puedes prepararte un té. Estaremos trabajando unas tres horas, y entonces no querré cháchara. Mejor charlamos antes.

—Muy bien.

Joanie sacó un cigarrillo y lo encendió. Se apoyó contra la encimera y dejó escapar el humo. Cruzó los tobillos, cubiertos con unos calcetines de lana gris.

—Te preguntas qué hago viviendo en un sitio como este.

—Es precioso.

—Vivo aquí desde hace casi ya veinte años. En estas dos décadas he añadido cosas, me he divertido y he perdido el tiempo cuando me apetecía —dijo antes de hacer una pausa para probar el café—. Era justo lo que quería hacer.

Reece retiró el hervidor del fogón.

—Pues tienes muy buen gusto.

—Por eso te preguntas por qué mi local no es mejor. Te lo explicaré —dijo antes de que Reece pudiese objetar nada—. La gente viene a Angel Find porque quiere estar cómoda. Quieren comer bien, que les sirvan rápido y a buen precio. Tenía eso en mente cuando abrí, hace casi veinte años.

—Te va muy bien.

—Desde luego. Vine aquí porque quería tener mi propia casa y darle a mi hijo una buena vida. Hace tiempo cometí un error y me casé con un hombre que lo único que sabía hacer era estar guapo. Y aunque eso lo hacía muy bien, no era bueno ni para mí ni para mi hijo.

Prudente, Reece cogió la taza de té que había preparado.

—Te las has arreglado bien sin él.

—Si me hubiese quedado con él, ahora uno de nosotros estaría muerto —dijo Joanie, encogiéndose de hombros—. Todo mejoró en cuanto le di una patada en el culo y me marché. Tenía unos ahorrillos —añadió, curvando los labios en un gesto a medio camino entre la sonrisa y el sarcasmo—. Fui lo bastante tonta para casarme con él y lo bastante lista para conservar una cuenta bancaria propia y no hablarle de ella. Llevaba trabajando como una esclava desde los dieciséis años, como camarera, a tiempo parcial, y como cocinera. Fui a la escuela nocturna y estudié dirección de restaurantes.

—Fuiste muy lista.

—Cuando me libré de ese lastre decidí que si iba a trabajar como una esclava lo haría por mi hijo y por mí misma. Por nadie más. Así que aterricé aquí. Conseguí un empleo de cocinera en lo que entonces era The Chuckwagon.

—¿Tu local? ¿Joanie’s era The Chuckwagon?

—Hamburguesas grasientas y filetes demasiado fritos. Pero en cuatro meses era mío. El propietario era un idiota y había perdido hasta la camisa. Sabía que estaba acabado y me vendió el local por cuatro cuartos. Y cuando acabé de engatusarle, me pidió cuatro cuartos contados —dijo con la satisfacción pintada en el rostro—. Durante el primer año William y yo vivimos donde tú vives ahora.

Reece trató de imaginarse a una mujer y a un niño compartiendo aquel espacio.

—Qué difícil —murmuró, mirando a Joanie—. Debió de ser muy difícil para ti montar un negocio, criar a un hijo y tener que ganarte la vida tú sola.

—Lo difícil deja de serlo cuando cuentas con unas buenas espaldas y una meta, y yo tenía ambas cosas. Compré esta finca y construí una casita. Dos dormitorios, un solo cuarto de baño y una cocina que medía más o menos la mitad de lo que mide esta ahora. Después de vivir con un niño de ocho años en aquel apartamento, era como un palacio. Conseguí lo que quería porque puedo ser muy cabezota cuando hace falta. Casi siempre, me parece. Pero recuerdo muy bien cómo fue coger mis cosas y marcharme, dejar lo que conocía, por malo que fuese, y tratar de encontrar mi sitio.

Joanie volvió a encogerse de hombros mientras tomaba otro sorbo de café.

—Y esos recuerdos vuelven cuando te miro.

«Tal vez sí», pensó Reece. Tal vez viese algo de lo que hacía que una mujer se despertase a las tres de la mañana, preocupada, haciendo mil suposiciones. Rezando.

—¿Cómo supiste que era tu sitio?

—No lo sabía —respondió Joanie mientras apagaba la colilla y se terminaba el café—. Solo era un lugar distinto y mejor que de donde venía. Luego, una mañana me desperté y era mío. Entonces dejé de mirar hacia atrás.

Reece apoyó su taza.

—Te preguntas por qué alguien con mi formación está en tu restaurante. Te preguntas por qué me marché y aterricé aquí.

—La verdad, se me ha pasado por la cabeza.

«Esta es la mujer que me ha dado un empleo —pensó Reece—. Que me ha proporcionado un lugar donde vivir. Que me está ofreciendo a su modo, sin tonterías, un terreno de pruebas».

—No pretendo hacer un misterio de ello; simplemente no puedo hablar de los detalles, porque continúan siendo penosos. Pero no fue una persona, un marido, lo que me obligó a marcharme. Fue… un acontecimiento. Viví una experiencia que me perjudicó física y emocionalmente. Puede decirse que me traumatizó desde todos los puntos de vista. —Miró a Joanie a los ojos. Ojos fuertes, duros. No estaban llenos de compasión. Era imposible explicar, incluso a sí misma, cuánto le facilitaban continuar—. Y cuando me di cuenta de que si me quedaba donde estaba, no me curaría, me fui. Mi abuela se desvivía para cuidar de mí. Yo ya no podía soportarlo. Un día me subí al coche y me marché. Llamé a mi abuela y traté de convencerla de que estaba bien. Estaba mejor y quería pasar un tiempo sola.

—¿La convenciste?

—No del todo, pero no pudo detenerme. Estos últimos meses está más relajada. Ha empezado a verlo como «la aventura de Reece». Me resulta fácil presentarlo así cuando todo se limita a mensajes de correo electrónico y llamadas telefónicas. Y a veces es verdad. Es una aventura. —Se volvió para coger un delantal del perchero que estaba junto al lavadero—. De todas formas, estoy mejor que antes. Me gusta donde estoy, por ahora. Y eso me basta.

—Entonces lo dejaremos así. Por ahora. Quiero que hagas unas pastas. Si veo que tienes buena mano, pasaremos a otra cosa.