—Tres mil dólares no son calderilla —comentó Brody en, el viaje de regreso.
Reece miraba por la ventanilla con el ceño fruncido. Las sombras se alargaban mientras el sol avanzaba hacia el lejano oeste; las montañas se aferraban a cada gota de esa luz que se apagaba.
—Un hombre que entra en una tienda como esa es porque ha decidido comprar un regalo especial. Y, como has dicho tú, un hombre no compra un regalo especial para una mujer cuando solo se trata de sexo.
—Entonces, iban en serio.
Reece se volvió a mirarlo.
—No quería que lo viesen con ella, se mantenía a la sombra. ¿Eso es ir en serio? Creo que «obsesión» o «capricho» son palabras más adecuadas. Ella le utilizaba a él, y él la utilizaba a ella.
—Vale.
—Por lo que sabemos de Deena, trabajaba de stripper en un bar de mala muerte; era insatisfecha, protestona. Se llevaba a casa a distintos hombres, se desplazaba en moto y no despreciaba intercambiar favores sexuales por el alquiler de su apartamento. Y tal vez tampoco por dinero.
—Supones que a algunos de esos hombres les cobraba.
—Parece probable. Pero este tipo es diferente. Quería la exclusiva, y ella se la dio. Tal vez, ella también la quisiera, o lo viese como una inversión. Si Delvechio ha dicho la verdad, dentro de lo poco que ha dicho, el collar debió de ser un regalo de Navidad. Un hombre no compra una joya valiosa como regalo de Navidad para una mujer con la que solo se acuesta. Y menos para una mujer a la que seguramente le habrían impresionado unos pendientes de cincuenta dólares.
—Las mujeres sois implacables unas con otras —comentó Brody al cabo de un momento.
—No estamos hablando de una mujer ingenua, y por lo que sabemos no era demasiado agradable. No merecía que la estrangulasen por eso, pero tampoco era una espectadora pasiva. Solo digo que ese hombre estaba implicado. Estaba encaprichado. La veía a escondidas, o sin duda a hurtadillas, pero le importaba. Al menos durante un tiempo. —Reece volvió a mirar por la ventanilla y añadió—: Bueno, ¿y qué hombres de la lista podrían gastarse tres mil dólares en una amiga secreta sin que nadie se diese cuenta?
—Yo diría que cualquiera de ellos. Algunos viven solos y no tienen que dar explicaciones del saldo de su cuenta. Y los tipos que no viven solos a menudo tienen un buen dinerito guardado, igual que las mujeres.
—Incluso un buen dinerito desaparece al cabo de un tiempo —dijo Reece—. Puede que ese fuese parte del problema.
—Ella quería más.
—Es probable. «¿Por qué no me llevas a un buen sitio? Estoy cansada de vivir en este tugurio. ¿Cuándo haremos un viaje?», y variaciones de lo mismo. Llevaban meses viéndose. Ella querría más.
—Y entonces el capricho desaparece —dijo Brody—, igual que el dinero.
—La cara oculta de la luna —murmuró Reece—. Me recuerda algo, pero no sé qué. ¿Vi el collar cuando la estranguló? No me acuerdo muy bien. Pero hay algo.
—En un país de ficción iríamos a la policía con todo esto y ellos conseguirían una orden judicial, conseguirían el nombre. Por desgracia, en este mundo existe el maldito problema de la causa probable.
—Hay una causa evidente —replicó Reece—. Deena está muerta, y quien le compró ese collar es el asesino.
—No hay ninguna prueba de que esté muerta, ni siquiera de que haya desaparecido. Se supone que se marchó, y fue lo bastante considerada para devolver las llaves de su apartamento. Aunque tuviésemos suerte y averiguásemos quién compró el collar, sigue sin ser una prueba. No es una prueba absoluta de que se lo regalase a ella. Desde luego, no lo es de que la matase.
Desde el punto de vista de la lógica, Brody tenía razón, pero Reece se estaba hartando de la lógica.
—Entonces, ¿qué demonios estamos haciendo?
—Reunir información. Y hoy tenemos más de la que teníamos ayer.
—No es suficiente. Durante semanas y meses, después de los asesinatos de Boston, los investigadores me decían que estaban buscando, que estaban compilando información. Pero nunca hubo un arresto, un juicio, una condena. Tuve que marcharme. Tuve que hacerlo. Pero ¿cuántas veces puedes marcharte?
—Nadie va a marcharse, Reece. Ya se nos ocurrirá alguna forma de sacarle el nombre al joyero. O encontraremos a otra persona que sepa algo más. Pero nadie va a marcharse.
Ella permaneció en silencio durante un rato.
—Me habrías sido de gran ayuda en Boston. Me habría sido de gran ayuda esa cabezonería.
—Se llama tenacidad.
—Es lo mismo —dijo apoyando su mano sobre la de él—. Escucha, si tu capricho desaparece, déjame por las buenas, ¿vale?
—Desde luego. No hay problema.
Reece sonrió mientras cruzaban los prados hacia Angel’s Fist.
Su mano tembló mientras cerraba el teléfono móvil. ¿Cómo habían llegado tan cerca? Estaban a un centímetro de él. Había cubierto su rastro con mucho cuidado, pero aun así lo habían seguido hasta Deena.
Sabían cómo se llamaba ella.
Había hecho todo —todo— lo que podía hacerse para protegerse a sí mismo, para blindar esa parte de sí mismo.
Una locura pasajera, eso había sido Deena. Y cuando recobró el sentido, hizo lo que pudo por actuar de forma honorable.
Cuando el honor no funcionó, hizo lo que era necesario.
Solo un verdadero hombre era capaz de hacer lo que era necesario.
Y ahora volvería a hacerlo. Por el bien de todos. Para preservar lo que merecía ser preservado.
No formaban parte del pueblo. En realidad, eran forasteros y querían cambiar lo que debía permanecer invariable. Tendrían que ser eliminados, como lo había sido Deena.
Debía restablecer el equilibrio.
La clientela del sábado mantuvo a Reece ocupada mientras trataba de olvidar por unas horas lo que sabía, lo que no sabía y lo que quería saber.
Imaginó que en ese momento Brody se movía por internet, reuniendo información sobre Deena Black. Sin embargo, saber dónde y cuándo nació, dónde estudió y si tenía antecedentes penales no les llevaría hasta el asesino. Al menos, eso pensaba Reece.
Pensó que lo más probable era que lo hubiese conocido en el bar. Él ligó con ella, o ella ligó con él. En cualquier caso, iniciaron una relación. O un acuerdo de negocios.
A un hombre no le gusta que sus amigos sepan que paga a una mujer para que se acueste con él. Resulta embarazoso.
En primer lugar, había salido de su propio ámbito para frecuentar un local de topless y buscar furcias. Protección básica de la reputación.
Pero se había implicado, tal vez incluso se creyó enamorado durante un tiempo. Lo bastante para comprarle regalos caros. Reece se preguntó si le habría hecho promesas.
Los hombres maduros se enamoran a menudo de mujeres más jóvenes e inadecuadas. Trató de imaginarse al doctor Wallace o a Mac Drubber con una mujer como Deena Black. Reece se preguntó qué decía eso de ella, de ellos. Era demasiado fácil.
Igual que podía enamorarse alguien joven, aún impresionable, como Denny, o alguien acostumbrado a salirse con la suya con las mujeres, como Cas.
Tal vez deberían pasar por alto al sheriff Mardson —ya que, por lo que ella sabía, en realidad podía ser una especie de Charles Bronson— y contarle a la policía de Jackson todo lo que ya sabían o sospechaban.
No podía ser menos productivo que no hacer nada. Y ella no podía seguir viviendo con aquella gente, cocinando para ellos y preguntándose si alguno de ellos era un asesino.
—Otra vez hablas sola.
Dio un bote y miró a Linda-Gail.
—No me extrañaría.
—Pues cuando acabes tu conversación y sea la hora de tu descanso, ¿podrás echarle un vistazo a una cosa?
—Claro, ¿qué?
—Un vestido que pedí por internet. Acabo de recibirlo. En mi descanso me he escapado a la oficina de correos para recogerlo. Dios mío, espero que me venga bien. Solo quiero tu opinión.
—De acuerdo, en cuanto…
—Si vais a quedaros plantadas en mi cocina hablando de moda, más vale que os toméis el descanso ya. —Joanie entró y se ocupó de la parrilla—. Que sea breve.
—Gracias, Joanie.
Linda-Gail agarró del brazo a Reece y tiró de ella hasta el despacho de Joanie.
—Me he gastado más de lo que debía —dijo mientras empujaba a Reece al interior—, pero es que me encantó.
Lo sacó de detrás de la puerta del despacho de Joanie, donde lo había colgado, y se lo acercó al cuerpo.
—¿Qué te parece?
Era corto y sin tirantes, en un tono verde hoja suave y primaveral. Reece se la imaginó con él puesto y pensó que estaría imponente.
—Es precioso. Sexy y, aun así, fresco. Además, quedará de fábula con tu pelo.
—¿De verdad? Gracias a Dios. Si resulta que no me queda bien, me suicido.
—También puedes probar algo radical, como cambiarlo por la talla adecuada.
—No tengo tiempo. Lo necesito para esta noche. Me espera una cita de sábado por la noche con Cas. Así la llamó él, y dijo que me pusiera algo especial. —Se volvió y se situó otra vez de lado ante el espejo—. Esto es bastante especial.
A Reece le dio un vuelco el corazón.
—¿Dónde vais?
—No quiere decírmelo. Está muy misterioso. Me habría gustado acercarme a Jackson para hacerme un retoque, pero he tenido que teñirme el pelo yo misma. No ha quedado demasiado mal, ¿verdad?
—No, está bien. Está muy bien. Linda-Gail…
—Es la noche del ultimátum —explicó arreglándose el pelo con una mano mientras posaba ante el espejo—. Tiene que darme una explicación, y que sea buena, acerca de por qué me mintió la otra noche sobre dónde estaba. Sabe que está en la cuerda floja.
—Linda-Gail, no vayas.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Espera un poco. No vayas con él a ningún sitio hasta saber qué está pasando.
—Salgo con él para averiguar qué está pasando —dijo mientras volvía a colgar con cuidado el vestido en la puerta y alisaba la falda—. Me juró que no había otra mujer, y yo le creo. Si quiero que esto funcione tengo que darle la oportunidad de explicarse.
—¿Y si… y si tenía una relación con alguien? Antes. Una relación seria.
—¿Cas? ¿Una relación seria? —repitió, y se echó a reír—. Eso es imposible.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo puedes estar segura?
—Porque tengo controlado a Cas desde que teníamos quince años. Nunca ha ido en serio con nadie —dijo con la decisión pintada en su bonito rostro—. No como va conmigo, y como va a seguir yendo. ¿Qué mosca te ha picado? Pensaba que te caía bien.
—Y me cae bien. Pero no fue sincero contigo.
—Eso es verdad, y ahora va a serlo. O me gusta lo que tiene que decirme esta noche, o no. O me quedo con él o lo dejo. Pero en cualquier caso voy a estar fantástica.
—Oye… llámame al móvil cuando lleguéis y cuando hayáis hablado.
—Dios mío, Reece…
—Hazme ese favor. Si no lo haces me quedaré preocupada y empezaré a darle vueltas. Hazme ese favor, Linda-Gail. Anda.
—Vale, de acuerdo, pero me sentiré muy estúpida.
«Mejor estúpida —pensó Reece—, que herida y sola».
Ante su ordenador, Brody hacía progresos. Supo que Deena Black nació en Oklahoma en agosto de 1974, que tenía un diploma de bachillerato y varias amonestaciones por prostitución, una por alteración del orden público y dos por amenazas. La segunda le había costado tres meses de prisión.
Su solvencia estaba por los suelos. Aunque eso ya no sería una preocupación para ella, si es que alguna vez lo había sido.
Brody había logrado seguirle la pista hasta sus dos últimos lugares de trabajo y residencia. No tenía referencias demasiado buenas de sus jefes —el dueño de un club de striptease en Albuquerque y el de un bar de moteros en Oklahoma City—, y su último casero aún no había olvidado los dos meses de alquiler que no le pagó.
Encontró un matrimonio y un divorcio, ambos con un tal Titus, Paul J., que en ese momento cumplía condena en la prisión de Folsom por un asalto que había resultado en una muerte. Una rápida búsqueda sobre Titus le mostró que aquellas no eran las primeras vacaciones del hombre por gentileza del Estado.
—No eras lo que se dice una ciudadana modelo, ¿verdad, Deena?
Sin embargo, había sido guapa a su estilo. En ese momento Brody estaba viendo una foto de ella en la pantalla, y debía reconocer que tenía un atractivo muy sexy.
—La chica mala —dijo en voz alta—, que sabe que lo es y que le gusta serlo. Y que te hace saber que a ti también te gustará.
Según los datos que encontró, aún tenía familia en Oklahoma. Su madre, diecisiete años escasos mayor que Deena. Existía la posibilidad de que Deena hubiera mantenido el contacto y le hubiese dicho a su madre lo que —en apariencia— no le había dicho a nadie más. El nombre del hombre con el que tenía una relación.
¿Cómo plantearlo? ¿Un viejo amigo de Deena que trata de renovar el contacto? Hablador, simpático. ¿Un policía de Wyoming que trata de obtener información sobre posibles cómplices? Inflexible, enérgico.
De todos modos, lo más probable era que no averiguase nada de nada.
Decidió que había llegado el momento de tomarse un breve descanso para despejarse antes de tratar de ponerse en contacto con la madre de Deena.
Antes de que se levantara, sonó el teléfono.
La voz familiar le ayudó a relajarse de nuevo. La petición insólita pero interesante le hizo reflexionar.
Diez minutos después, Brody salía de la casa, subía al coche y se alejaba del pueblo.
Al pasar, echó un vistazo hacia Angel Food. Si aquello salía bien, esperaba tener una solución para Reece en un par de horas.
En ese momento empezaba todo. Y no habría vuelta atrás, ni remordimientos, ni errores. Era arriesgado, y sus cálculos tendrían que ser perfectos. Pero podía hacerse. Tenía que hacerse.
La cabaña era el lugar perfecto para ese primer paso. Tranquila y aislada, resguardada por el bosque y el pantano. Nadie iría allí a buscarlos. Igual que nadie había ido nunca a buscar a Deena.
Cuando lo hubiese hecho, tendría horas para comprobar que lo había hecho todo de la forma adecuada. Cubriría todas sus huellas, como siempre. Y todo volvería a estar en su sitio. Otra vez. Como debía ser.
—Muy bien, Cas. Quiero saber adónde vamos.
—Eso es cosa mía.
Linda-Gail cruzo los brazos y probó a mirarle con los ojos entornados, pero él no cedió.
No era el camino de Jackson Mole. Ella esperaba en secreto que la llevase a un restaurante elegante, donde pudiese lucir su vestido nuevo.
Pero no se había dirigido hacia allí. En realidad…
—Si crees por un momento que voy a sentarme junto a un fuego de campamento con este vestido, estás más loco de lo que pensaba.
—No vamos de acampada. Desde luego, ese vestido es la bomba —dijo él al tiempo que le lanzaba una breve mirada encendida—. Espero que lo que lleves debajo sea igual de mortífero.
—Si esto sigue así, no vas a ver lo que hay debajo.
—¿Te apuestas algo?
Él le dedicó una sonrisa satisfecha y tomó la siguiente curva.
La muchacha comprendió adónde iban y sintió que le invadía la rabia.
—Más vale que des la vuelta y me lleves otra vez a casa.
—Si dentro de diez minutos sigues pensando así, lo haré.
Aparcó delante de la cabaña con todos los planes y preparativos en la cabeza. Los nervios le atenazaban, pero se acorazó contra ellos.
Había ido demasiado lejos para echarse atrás.
Como Linda-Gail no se movía, bajó de la furgoneta, dio la vuelta y le abrió la puerta. Qué menos que mostrarse atento, por algo ella llevaba ese vestido tan sexy y él se había enfundado en su mejor traje.
—Vamos, entra, cariño, no seas tozuda —dijo en un intento de tranquilizarla y engatusarla como si fuese una yegua resabiada—. De lo contrario tendré que llevarte por la fuerza.
—Muy bien. Voy a llamar a Reece para pedirle que venga a buscarme en cuanto pueda.
—No vayas a llamar a nadie —murmuró Cas, y tiró de ella hacía la cabaña—. No teníamos que llegar tan pronto, pero tenías tanta prisa por salir… Mi intención era llegar aquí al anochecer.
—Pues aún es de día.
Linda-Gail entró con paso majestuoso, decidida a sacar su teléfono y llamar a Reece. Luego se quedó tan pasmada que no pudo hacer otra cosa que no fuese mirar.
Por tercera vez en diez minutos Reece miró el reloj. ¿Por qué no llamaba Linda-Gail? ¿Por qué no había podido convencerla de que no fuese esa noche con Cas?
Cinco minutos más, se prometió, y llamaría a Linda-Gail. Por absurdo que pareciese, le preguntaría dónde estaba, y se aseguraría de que Cas comprendiese que lo sabía.
—Mirando la hora no conseguirás que el tiempo pase más deprisa. De todos modos, no acabas hasta las diez. —Joanie sacó el estofado de la olla—. Y no se te ocurra pedirme que te deje salir antes. Ya me falta una camarera.
—No quiero salir antes. Es que Linda-Gail ha dicho que me llamaría y no lo ha hecho.
—Supongo que está demasiado ocupada para pensar en llamarte. Ha conseguido que le diese la noche libre, ¿no? Además, es sábado por la noche. Mi hijo y ella se han aliado contra mí. Un par de retrasados, eso es lo que son. Desde su punto de vista, todo es sol, rosas y rayos de luna. Pero aquí lo que hay son hamburguesas, estofado y solomillo frito, así que prepara ese pedido.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho?
—He dicho que prepares ese pedido.
—Sol y rayos de luna. Ya me acuerdo. ¡Oh, oh, Dios mío! Ya me acuerdo. Vuelvo en un minuto.
Con los brazos en jarras y la barbilla alta, Joanie se plantó ante ella.
—Dos minutos.
—Dentro de dos minutos esa hamburguesa estará quemada. Prepara ese pedido. —¡Maldita sea! Pero Reece se apresuró a preparar el pedido.
Había una mesa delante de la chimenea de la cabaña. Sobre la mesa había un mantel blanco; sobre el mantel, un jarrón azul lleno de rosas. Había velas y platos bonitos. Lo más sorprendente de todo era que junto a la mesa había un soporte con una cubitera de plata. En la cubitera descansaba una botella de champán.
Y cuando Cas cogió un mando a distancia y pulsó la tecla de play, Wynonna Judd cantó una balada con mucha suavidad.
—¿Qué es todo esto? —preguntó una confusa Linda-Gail.
—Es una cita de sábado por la noche.
Deseoso de hacer su papel, Cas le quitó el chal que llevaba sobre los hombros. Lo dejó a un lado y se apresuró a encender velas por la habitación.
—Pensaba que estaría un poco más oscuro, pero no pasa nada.
—No pasa nada —repitió ella, aturdida—. Cas, ¡qué bonito!
La cabeza disecada de un muflón canadiense no deslucía la escena. La lámpara con un oso trepando a un árbol que formaba su pie solo la hacía más encantadora.
Y aunque pronto llegaría el mes de junio y la temperatura era bastante alta, Cas se agachó delante de la chimenea para encender la leña ya preparada.
—¿Tu madre sabe esto?
—Claro. No alquila mucho esta cabaña desde que… ya sabes, desde que ese tipo se mató aquí… Eso no te intimida, ¿no?
—¿Cómo? No, no.
Bien. De todos modos, tuve que pedirle que me dejase utilizar la cabaña y que preparase algo que yo pudiese calentar para la cena. No se alegró demasiado; en realidad, está un poco cabreada con nosotros dos. Pero supongo que eso cambiará cuando le cuente el motivo.
—¿El motivo de qué?
Él se levantó, se volvió y le sonrió.
—Ya llegaremos a eso. De momento, ¿qué te parece si abro ese champán?
«¡Madre mía!, Está guapísimo… —pensó ella—. Todo ese bonito pelo dorado por el sol, ese cuerpo atractivo y delgado dentro de ese traje gris».
—Me parece que estaría muy bien.
Se acercó a la mesa y rozó con las puntas de los dedos los aterciopelados pétalos de un capullo.
—Una vez ya me compraste capullos de rosas.
—Cuando cumpliste dieciséis años. Ha pasado algún tiempo entre las dos entregas…
—Sí, y creo que lo necesitábamos. ¿Has organizado tú todo esto?
—No me ha costado mucho. Lo difícil era hacerlo en secreto —dijo guiñándole un ojo mientras abría la botella de champán—. Quería que fuese especial, y aquí si tratas de hacer algo especial y alguien lo sabe, todo el mundo se entera. Fui a Jackson a comprar las rosas. Supuse que si se las encargaba a Mac, querría saber para qué las quería y especularía sobre ello con toda la gente que entrase en la tienda. La única persona que conozco en el pueblo capaz de guardar un secreto es mi madre. Por eso es la única que sabe que estamos aquí. Estuve a punto de contarle el resto, pero…
—¿El resto?
Cuando el corcho saltó, Cas soltó un breve grito de júbilo.
—Suena bien, ¿verdad? Elegante.
—¿Qué resto?
—Ella, mmm… Tienes algunas de tus cosas en el dormitorio, por si acaso quieres quedarte a dormir.
—¿Has ido a mi casa? ¿Has tocado mis cosas?
—No, lo ha hecho mi madre. No empieces a ponerte nerviosa. Toma —dijo tendiéndole una copa—. Es solo por si acaso. ¿Deberíamos brindar o algo así? ¿Brindamos por las sorpresas, por muchas sorpresas?
Linda-Gail le miró con los ojos entornados, pero chocó su copa con la de Cas. No iba a desperdiciar la ocasión de tomar una copa de champán.
—Esto es muy bonito, Cas, esa es la verdad, y no puede ser más agradable. Pero tú y yo tenemos asuntos de que hablar, y no vas a distraerme con flores y champán.
—No esperaba distraerte, pero tal vez podríamos relajarnos, cenar un poco, y luego…
—Cas, necesito saber por qué me mentiste. Te di tiempo hasta esta noche. Voy a ser sincera: estoy deseando sentarme a esa mesa tan bonita, beber champán y que me sirvas la cena. Quiero estar aquí contigo y pensar en lo agradable que es tener a alguien que se toma todas estas molestias por mí. Pero no puedo mientras no lo sepa.
—Había planeado las cosas de otra manera, pero de acuerdo.
En realidad, Cas no se veía capaz de contener sus nervios durante toda la cena.
—Tienes que venir al dormitorio —añadió.
—No pienso entrar en ese dormitorio contigo.
—No voy a intentar desnudarte. Madre de Dios, Linda-Gail, confía un poco en mí, ¿vale? Ven un momento.
—Más vale que sea bueno —dijo ella refunfuñando. Dejó el champán sobre la mesa y lo siguió hasta la puerta del dormitorio.
Había más velas aún sin encender y más flores sobre el tocador. Sobre la almohada yacía una sola rosa. Nunca en su vida había sido objeto de unas atenciones tan románticas. El centro de su corazón suspiraba, así que tuvo que endurecer su borde para evitar que se derramase a sus pies.
—Es bonito y es romántico. Y no funcionará, Cas.
—Esa es tu rosa especial. La que hay en la cama. Cógela. Por favor —dijo, al ver que ella no se movía—. Solo tienes que hacer eso.
Con un sonoro suspiro, Linda-Gail cruzó la habitación y cogió la rosa sin contemplaciones.
—Ya está, ¿qué te…?
Al volverse, la cinta unida al tallo osciló, y lo que llevaba atado con un lazo chocó suavemente contra su antebrazo. Despidió destellos y luz.
—¡Oh, Dios mío!
—Ahora puede que estés callada un minuto —dijo él, muy pagado de sí mismo, mientras retiraba el anillo de la cinta—. Fui a comprar esto la tarde que te dije que trabajaba. No quería decírselo a nadie, eso es todo. Si le hubiese contado a alguno de los muchachos que iba a comprar un anillo de compromiso, me habrían tomado el pelo hasta obligarme a darle a alguien un puñetazo en la cara. Te mentí porque no quería que supieras lo que pensaba hacer. Quería dártelo, pedírtelo, en un momento especial. Como ahora.
El corazón de Linda-Gail revoloteaba. A eso debían de referirse cuando decían que era como si al corazón le brotasen alas.
—¿Me mentiste para poder ir a comprar esto?
—Así es.
—Y cuando me enteré de que me habías mentido, no me lo dijiste.
—No quería dártelo mientras estuviéramos chinándonos. Antes o después, vale, pero no mientras.
—Has hecho esto, todo esto, por mí.
—Ya era hora de que empezase. ¿Te gusta el anillo?
No lo había mirado bien. La idea del anillo, de todo lo que representaba, era descomunal. Miró el destello del diamante en un aro de oro. «Tan sencillo —pensó—, un tradicional como un plato de tarta de manzana caliente. Y absolutamente perfecto».
—Me gusta. Me encanta, de verdad. Pero hay un problema.
—¿Qué? ¿Ahora qué?
Ella levantó la mirada y sonrió.
—Aún no me lo has pedido oficialmente.
—Vas a tener que casarte conmigo, Linda-Gail, y salvarme de malgastar mi vida con mujeres malas. Si lo haces —continuó mientras ella soltaba una carcajada—, trabajaré duro para hacerte feliz.
—Lo haré —dijo al tiempo que le tendía la mano—, y también te haré feliz a ti. —En cuanto tuvo el anillo en el dedo, saltó a sus brazos y dijo—: Esta es la mejor cita de sábado por la noche de toda la historia.
Cuando la boca de Cas se unió con la suya, le pareció oír un coche en la carretera. Pero estaba demasiado ocupada para que le importase.
Mientras tanto, en el pueblo, Reece volaba calle abajo. Aún llevaba el delantal, y le restallaba alrededor de las piernas mientras corría. La gente se paraba a mirarla o se apartaba con torpeza hasta que la muchacha lograba abrirse paso. Cruzó a toda prisa la puerta de On the Trail.
—El collar.
Debbie le estaba enseñando varias mochilas a una pareja de clientes y se volvió.
—Hola, Reece —dijo con una mirada que revelaba sorpresa, seguida de un fastidio vagamente divertido—. Enseguida estoy contigo.
—Tú tienes un collar.
—Disculpen —dijo Debbie a los clientes—, es solo un minuto.
Sin abandonar su sonrisa profesional, Debbie cruzó la tienda y cogió a Reece del brazo con firmeza.
—Estoy ocupada, Reece.
—Un sol en una cadena de oro.
—¿De qué demonios hablas? —preguntó Debbie en un susurro.
—Estoy loca, acuérdate. Sígueme la corriente o montaré una escena. Te vi llevando ese collar.
—¿Y qué?
—Un sol —repitió Reece—. Fue comprado en Delvechio’s, en Jackson.
—Muy bien, te proclamo ganadora del concurso de hoy. Ahora márchate.
En lugar de irse, Reece se acercó aún más a Debbie, hasta quedar a pocos centímetros de ella.
—¿Quién te lo regaló?
—Rick, claro. En Navidad. ¿Qué puñetas te pasa?
—Eres su sol —murmuró Reece—. Le oí decir eso y eso es lo contrario de la cara oscura de la luna.
Debbie dio un paso atrás.
—Estás loca de verdad. Quiero que te marches.
—¿Dónde está? ¿Dónde está el sheriff?
—Suéltame el brazo.
—¿Dónde?
—En Moose. Esta noche tiene una reunión. Pero dentro de dos segundos llamaré a la oficina y le diré a Denny que venga y te saque a rastras.
—Llama a quien quieras. ¿Dónde estaba la noche que entraron en la cabaña de Brody?
—¿Qué quieres decir? —dijo Debbie con una sonrisa burlona—. ¿Te refieres a la noche en que te imaginaste, otra vez, que viste a alguien?
—¿Dónde estaba, Debbie?
—En casa.
—No lo creo.
—Me estás haciendo perder la paciencia. Te digo que estaba en casa, fuera, en su taller. Y tendría más tiempo para relajarse allí si no fuese por la gente estúpida como tú que le llama con falsas alarmas. Yo misma tuve que ir allí a buscarle cuando llamó Hank.
—¿Ah, sí? ¿No hay teléfono en el taller?
—Tenía la música puesta, y la sierra… —Debbie se irguió—. Ya estoy harta de tanto disparate. Tengo clientes y quiero acabar mi trabajo y marcharme a casa para ver una película comiendo palomitas con mis hijas. Algunas personas tenemos una vida normal.
«Y algunas personas solo creen tenerla», pensó Reece. En su interior brotó la compasión. A Debbie, esa creencia se le iba a hacer añicos muy pronto.
—Lo siento. Lo siento mucho.
—Lo vas a sentir de verdad —respondió Debbie mientras Reece se volvía hacia la puerta.
Reece se sacó el teléfono móvil del bolsillo mientras volvía hacia el restaurante a toda prisa. El contestador automático de Brody saltó a la cuarta llamada.
—¡Maldita sea! Llámame en cuanto puedas. Voy a probar con tu móvil.
Pero en el móvil saltó el buzón de voz.
Reece sabía que en cuanto él se alejaba de su cabaña diez pasos en cualquier dirección perdía la cobertura, así que volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo, frustrada.
Se dijo que no pasaba nada. Rick estaba en Moose, y aunque Debbie le llamase al llegar a casa para quejarse de la loca de Reece Gilmore, no podía estar de vuelta hasta al cabo de un par de horas. Tal vez más.
El tiempo suficiente para ordenarlo todo en su cabeza. Así, cuando se lo contase a Brody, sería de forma organizada.
Eso era lo mejor. Bastante difícil sería decirle que su amigo era un asesino.
Al pasar junto a la cabaña de Joanie, Brody distinguió la furgoneta de Cas. ¿La había visto Reece en Jackson cuando estuvieron allí? Lo primero que pensó es que conocía la situación de uno de los sospechosos, y eso le desagradó. Confiaba en que en la próxima hora sabría a quién había visto Reece junto al río. Y todo acabaría para ella.
Quería que todo acabase para ella.
Pensó en comprarle unos tulipanes. Seguramente debía hacerlo. Tal vez se la llevara durante un par de días, hasta que se asentase la mayor parte de la polvareda que iba a levantarse. Tendría que hacer declaraciones y responder preguntas. Ser el centro de atención, al menos por un tiempo.
Sería duro para ella, pero lo superaría.
Y cuando lo hubiese hecho, tendrían que ponerse manos a la obra con un asunto muy serio que les concernía a los dos. Le compraría a Joanie la cabaña y construiría un despacho nuevo, una terraza.
Y Reece Gilmore se quedaría. Con él.
Podía sobornarla con un juego de esas cazuelas de categoría. Las Sitram.
«Estas se quedan en mi cocina, Flaca, y tú también». La idea le hizo sonreír. A ella le gustaría. Lo captaría.
Giró en el camino, tranquilo y aislado entre los pinos, y aparcó delante de la cabaña.
Rick salió al porche. Tenía el rostro serio y la mirada grave. Bajó los peldaños mientras Brody salía del coche.
—Gracias por venir, Brody. Vamos dentro.