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Linda-Gail estaba en lo cierto; tuvieron mucho trabajo. Gente del pueblo, turistas, excursionistas y unas pocas personas de un camping cercano que querían comer algo caliente. Joanie y ella trabajaron sin apenas hablar entre el humo de las freidoras y el calor de la parrilla.

En un momento dado, Joanie puso un cuenco delante de Reece.

—Come.

—Oh, gracias, pero…

—¿Tienes algo en contra de mi sopa?

—No.

—Siéntate a la barra y come. Las cosas se han calmado un poco y pronto te toca un descanso. Te lo pondré en tu cuenta.

—Bueno, gracias.

De repente, se dio cuenta de que estaba hambrienta. Mientras se sentaba al final de la barra, Reece pensó que aquello era una buena señal.

Desde allí podía ver el restaurante y la puerta.

Linda-Gail le deslizó un plato con un panecillo y dos trozos de mantequilla encima.

—Joanie me ha dicho que necesitas combustible. ¿Quieres un té?

—Perfecto. Iré a buscarlo.

—Deja, hoy estoy de buenas. Eres rápida —añadió mientras traía una taza. Tras echar un vistazo por encima del hombro, se inclinó hacia ella y sonrió—. Más rápida que Joanie. Y dispones muy bien la comida en los platos. Algunos clientes lo han comentado.

No buscaba comentarios ni atención. Solo un cheque con la paga.

—No pretendía cambiar nada.

—No era un reproche —respondió Linda-Gail, ladeando la cabeza con una sonrisa que resaltó sus hoyuelos—. Te asustas pronto, ¿no?

—Supongo que sí.

Reece probó la sopa y le gustó el sutil sabor picante del caldo.

—No me extraña que haya tanta clientela. Esta sopa está tan buena como la mejor que puedas tomar en un hotel de cinco estrellas.

Linda-Gail echó un vistazo hacia la cocina para asegurarse de que Joanie estaba ocupada.

—Hemos hecho una apuesta. Bebe cree que tienes problemas con la ley. Ve demasiado la televisión. Juanita cree que estás huyendo de un marido maltratador. Matthew, como tiene diecisiete años, solo piensa en el sexo. Yo creo que te rompieron el corazón en el Este. ¿Quién ha acertado?

—Nadie, lo siento. Simplemente estoy desocupada, de viaje.

Sintió una punzada de ansiedad al pensar que los demás estaban haciendo especulaciones, pero se recordó a sí misma que los restaurantes estaban llenos de pequeños dramas y mucho cotilleo.

—Aquí hay gato encerrado —replicó Linda-Gail sacudiendo la cabeza—. Para mí, llevas escrito en la cara que te han roto el corazón. Y hablando de rompecorazones, aquí llega un hombre alto, moreno y guapo.

«Es alto», pensó Reece cuando siguió la dirección de la mirada de Linda-Gail. Un metro ochenta y cinco más o menos. Y moreno, tenía el pelo desgreñado y oscuro y la tez aceitunada. Pero no le parecía guapo.

Para ella esa palabra significaba elegante y distinguido, y aquel hombre no era ninguna de las dos cosas. Al contrario, tenía un aire tosco y duro, una barba descuidada, un rostro enjuto, y algo aún más tosco, en su opinión, en la línea áspera de la boca y en cómo sus ojos estudiaban la sala. No había ninguna elegancia en su cazadora de cuero raída, sus vaqueros descoloridos y sus botas gastadas.

No era el típico vaquero, de eso estaba segura, pero parecía capaz de arreglárselas muy bien por sí solo. Parecía fuerte, y tal vez un poquito malo.

—Se llama Brody —susurró Linda-Gail—. Es escritor.

Reece se relajó un poco. Algo en su postura, en su toma de posesión de la sala, le había hecho pensar que podría ser policía. Escritor era mejor. Más fácil.

—¿De qué tipo?

—Escribe artículos para revistas y cosas así, y le han publicado nada menos que tres libros. De misterio. Le pega, porque eso es él. Un misterio. —Se echó el pelo hacia atrás y se movió un poco para poder observar de reojo a Brody mientras él se dirigía a grandes zancadas hacia una mesa vacía—. Dicen que trabajaba para un gran periódico en Chicago y le despidieron. Tiene alquilada una cabaña al otro lado del lago y casi siempre va solo. Pero viene a cenar aquí tres veces por semana. Deja un veinte por ciento de propina.

Cuando Brody se sentó, la camarera se volvió hacia Reece.

—¿Qué pinta tengo?

—Estupenda.

—Un día de estos voy a inventar algo para que se fije en mí, solo para satisfacer mi curiosidad, aunque por ahora me quedaré con el veinte por ciento.

Linda-Gail se dirigió hacia la mesa mientras sacaba el bloc de pedidos del bolsillo. Desde su asiento, Reece oyó su alegre saludo.

—¿Qué tal te va, Brody? ¿Qué tienes pensado para esta noche?

Mientras comía, Reece observó cómo la camarera coqueteaba y cómo el hombre llamado Brody hacía su pedido sin consultar el menú. Cuando se dio la vuelta, Linda-Gail le lanzó una mirada exageradamente soñadora. Justo cuando los labios de Reece dibujaban una sonrisa en respuesta, Brody la miró a la cara.

El corazón le dio un vuelco. Aunque apartó los ojos enseguida, sintió los de él sobre ella, descarados, deliberadamente exploradores. Por primera vez desde que había empezado su turno, se sintió expuesta y vulnerable.

Apartó el taburete y apiló sus platos. Haciendo esfuerzos por no mirar por encima del hombro, se los llevó a la cocina.

Brody pidió chuletas de alce y engañó la espera con una botella de cerveza Coors y un libro. Alguien había puesto un disco de Emmylou Harris en la máquina y él tarareó mentalmente la música.

Pensó en la morenita y en su mirada. Richard Adams utilizaba mucho la palabra «petrificado» en La colina de Watership. «Buena palabra —pensó—; a la nueva cocinera, con esa inmovilidad repentina, le va como un guante».

Por lo que sabía de Joanie Parks, la morenita no tendría trabajo si no fuese competente. Sospechaba que debajo del caparazón de Joanie había un corazón tierno, pero el caparazón era grueso y espinoso, y no soportaba a los inútiles.

Por supuesto, si quería enterarse de la vida y milagros de la recién llegada solo tenía que preguntarle a la rubita. Pero entonces se sabría que había preguntado y otros le preguntarían qué pensaba, qué sabía. Conocía lugares como Angel’s Fist, y era consciente de que vivían de las habladurías.

Sin preguntar, tardaría un poco más en saber cosas de ella, pero habría murmullos y comentarios, rumores y especulaciones Y, cuando le interesaba, tenía buen oído para enterarse de esas cosas.

La muchacha parecía frágil, de las que se diría que se van a romper de un momento a otro. Se preguntó por qué.

En cualquier caso, vio que estaba en lo cierto en cuanto a su profesionalidad. Trabajaba sin cesar, como esos buenos cocineros que le hacían pensar que tenían un par de manos más escondidas en alguna parte.

Tal vez era su primer día en aquel empleo, pero estaba seguro de que no era la primera vez que trabajaba en la cocina de un restaurante. Como, por el momento, la muchacha resultaba más interesante que el libro, siguió observándola mientras se tomaba la cerveza.

«No tiene ninguna relación con nadie del pueblo», decidió. Brody llevaba casi un año viviendo allí, y si hubiese tenido que llegar la hija, hermana, sobrina o prima tercera de alguien, se habría enterado. No le parecía una trotamundos. Más bien una corredora. Eso era lo que había visto en sus ojos: cautela y rapidez para saltar en el momento oportuno.

Cuando ella se movió para colocar un plato en la fila de los pedidos listos, aquellos ojos le lanzaron una mirada; solo fue un instante, luego volvieron a desviarse. Antes de que se situara de nuevo frente a la parrilla, se abrió la puerta y su mirada se desvió hacia allí. La sonrisa apareció en su cara de forma tan rápida e inesperada que Brody parpadeó. Todo cambió en ella, se volvió más ligero, más suave, y él supo que allí se escondía algo más que una belleza frágil. Cuando echó una ojeada para ver lo que había provocado aquella sonrisa radiante, vio que Mac Drubber se la devolvía y saludaba con la mano.

Al fin y al cabo, tal vez tuviese parientes en el pueblo.

Mac se acomodó en el banco que había enfrente al suyo.

—¿Cómo va todo? —preguntó.

—No puedo quejarme —respondió Brody.

—Me apetecía comer algo que no tuviera que freír yo mismo. ¿Qué pinta bien esta noche? Aparte de la nueva cocinera… —dijo arqueando las cejas.

—Yo he pedido chuletas. No sueles venir los sábados por la noche, Mac. Eres un animal de costumbres, y sé que vienes los miércoles, cuando hay espaguetis.

—No tenía ganas de abrir una lata, y quería ver cómo le iba a la chica. Ha llegado hoy al pueblo con un tubo del radiador roto.

«Solo has de esperar cinco minutos —pensó Brody— para que la información te llegue a las manos».

—¿De verdad?

—Al poco me he enterado de que trabajaba aquí. Por la cara que ha puesto, parecía que le hubiese tocado la lotería. Es del Este, de Boston. Se aloja en el hotel. Se llama Reece Gilmore.

Se calló cuando Linda-Gail llevó el plato de Brody a la mesa.

—Hola, señor Drubber. ¿Cómo va todo? ¿Qué le traigo hoy?

Mac se inclinó para observar mejor el plato de Brody.

—Eso tiene un aspecto estupendo.

—La nueva cocinera tiene buena mano. Ya me dirás qué te parecen esas chuletas, Brody. ¿Te traigo algo más?

—Otra cerveza.

—Enseguida. ¿Y usted, señor Drubber?

—Tomaré una Coca-Cola y lo mismo que está comiendo mi amigo. Esas chuletas tienen que estar riquísimas.

«Lo están —pensó Brody— y vienen con una ración generosa de patatas al gratén y frijoles». La comida estaba dispuesta artísticamente en el sencillo plato blanco, a diferencia de los montones sin orden que Joanie solía servir.

—Te vi en la barca el otro día —comentó Mac—. ¿Pescaste algo?

—No estaba pescando. Cortó un trozo de chuleta y lo comió.

—Qué cosas tienes, Brody. Sales al lago de vez en cuando pero no a pescar. Sales al bosque de vez en cuando pero no a cazar.

—Si pescase o cazase algo, tendría que guisarlo.

—Eso es verdad. ¿Cómo está?

—Bueno. —Brody cortó otro trozo—. Muy bueno.

Mac Drubber era una de las pocas personas con las que Brody no tenía inconveniente en pasar una velada, así que se entretuvo con el café mientras Mac se acababa su plato.

—Los frijoles saben distinto. Más finos. Debería decir que saben mejor, pero si repites eso donde pueda oírlo Joanie, juraré que mientes.

—Si ha cogido una habitación en el hotel, no creo que piense quedarse mucho tiempo.

—Ha reservado por una semana. —A Mac le gustaba saber lo que ocurría, y a quién, en su pueblo. No solo tenía una tienda, también era alcalde. Consideraba que el cotilleo formaba parte de sus obligaciones—. La verdad, no creo que la chica tenga mucho dinero —dijo dirigiendo el tenedor hacia Brody antes de pinchar los últimos frijoles—. Ha pagado el tubo del radiador en metálico y me han dicho que también el hotel.

«Nada de tarjetas de crédito», reflexionó Brody, y se pregunto si la mujer misteriosa huía de algo.

—Tal vez no quiera dejar rastro para evitar que alguien o algo la siga.

—Tienes una mente suspicaz. —Mac retiró el último pedacito de carne del hueso—. Y si no quiere, algún motivo tendrá. Por su cara, diría que es una persona honrada.

—Y tú eres un romántico. Hablando de romances —dijo Brody al tiempo que señalaba la puerta con un gesto de la cabeza.

El hombre que entró llevaba unos Levi’s y una camisa a cuadros bajo una cazadora negra, además de botas de piel de serpiente, un cinturón militar y un sombrero de vaquero. Tenía el cabello rizado y de color rubio rojizo con algunos mechones aclarados por el sol. Su rostro era suave, de rasgos armoniosos, con la barbilla hendida y unos ojos de color azul claro que, como todo el mundo sabía, utilizaba siempre que tenía ocasión para seducir a las damas.

Se pavoneó —no había otra forma de describir su paso lento y oscilante— hasta la barra y se sentó en un taburete.

—Cas ha venido para ver si la chica nueva merece su tiempo —dijo Mac sacudiendo la cabeza mientras se terminaba las patatas—. Cas le cae bien a todo el mundo. Es un tipo agradable, pero espero que ella tenga sentido común.

Parte de la distracción de que disfrutaba Brody en el pueblo desde hacía un año consistía en contemplar la forma en que Cas hacía caer a las mujeres como si fuesen bolos.

—Apuesto diez dólares a que liga con ella y a que añade una muesca a la pata de su cama antes de que acabe la semana.

Mac enarcó las cejas en un gesto de reprobación.

—Esa no es forma de hablar de una buena chica.

—No la conoces tanto como para estar seguro de que es una buena chica.

—Yo digo que lo es, así que voy a aceptar esa apuesta y tendrás que pagar.

Brody se echó a reír de mala gana. Mac no bebía, no fumaba y si se interesaba por las mujeres no lo hacía delante de la gente. Brody pensaba que su ligero toque puritano formaba parte de su encanto.

—Es solo sexo, Mac.

A Mac se le pusieron coloradas las puntas de las orejas.

—¿Te acuerdas del sexo, no? —añadió Brody con una amplia sonrisa.

—Tengo un vago recuerdo del proceso.

En la cocina, Joanie puso un trozo de tarta de manzana sobre la encimera.

—Tómale un descanso —le ordenó a Reece—. Cómete la tarta.

—La verdad, no tengo hambre, y he de…

—No te he preguntado si tenías hambre, ¿verdad? Cómete la tarta, no te cobraré nada. Es el último pedazo, y de todos modos mañana habrá que tirarla. ¿Ves a aquel que está sentado a la barra?

—¿Ese que parece que acaba de bajarse del caballo?

—Es William Butler, pero todo el mundo le llama Cas. Es el diminutivo de Casanova; le pusieron el apodo cuando era un chaval y se pasaba el día empeñado en llevarse a la cama a cualquier chica que estuviese en un radio de cien kilómetros.

—Ah, ya.

—Ahora casi todos los sábados por la noche Cas queda con alguna o va a Clancy’s con sus colegas para decidir qué vaquilla separar de ese rebaño en particular. Ha venido para echarte un vistazo.

Al ver que no tenía otra opción, Reece empezó a comerse la tarta.

—No creo que haya mucho que ver.

—Eres nueva, mujer, joven y, que se sepa, soltera. En su favor, hay que decir que Cas no se lía con mujeres casadas. Mira, ahora está coqueteando con Juanita, este invierno estuvo liado unas semanas con ella, hasta que les echó el ojo a unas chicas que vinieron a esquiar. —Joanie cogió la gran cafetera que siempre tenía a mano—. El chico tiene encanto. Ninguna de las mujeres con las que se acuesta le hace reproches cuando se abrocha los vaqueros y se marcha.

—¿Me lo dices porque supones que se acostará conmigo una de estas noches?

—Solo te informo.

—Pues ahora ya lo sé. No te preocupes, no busco un hombre, ni para un ratito ni para siempre. Desde luego, a ninguno que utilice el pene como varilla de zahorí.

Joanie soltó una carcajada.

—¿Cómo está la tarta?

—Muy buena, deliciosa. No le he preguntado por las pastas. ¿Las preparáis aquí o las compráis en alguna panadería de la zona?

—Las hago yo.

—¿De verdad?

—Ahora estás pensando que se me dan mejor las pastas que la parrilla. Y tienes razón. ¿Y a ti?

—No es mi fuerte, pero puedo echarte una mano cuando te haga falta.

—Te lo haré saber.

Joanie sirvió un par de hamburguesas y luego echó patatas fritas y judías en los platos para acompañarlas. Estaba añadiendo encurtidos y tomates cuando Cas entró con paso lento en la cocina.

—Hola, William.

—Hola, mamá —contestó él, se inclinó y le dio un beso en la frente.

A Reece se le cayó el alma a los pies.

«Mamá —pensó—, y yo haciendo chistes sobre su pene».

—Me han dicho que estabas mejorando la categoría del local —dijo él. Le dedicó a Reece una sonrisa lenta y afable antes de echar un trago de la cerveza que llevaba en la mano—. Mis amigos me llaman Cas.

—Yo soy Reece. Encantada de conocerte. Yo me ocupo de estos, Joanie. —Cogió los platos, los llevó a la fila y observó con disgusto que por primera vez en toda la noche no había notas en espera de servir.

—Pronto cerraremos la cocina —le dijo Joanie—. Ya puedes irte. Mañana haces el primer turno, así que tienes que estar aquí a las seis en punto.

—Claro, de acuerdo —respondió Reece mientras se quitaba el delantal.

—Te acompañaré al hotel con el coche —se ofreció Cas mientras dejaba la cerveza a un lado—. Así me aseguro de que no te ocurre nada por el camino.

—Oh, no, no te molestes —replicó Reece mirando a la madre con la esperanza de recibir un poco de ayuda por ese lado, pero Joanie ya se había alejado para apagar las freidoras—. No está lejos. Estoy bien, y de todos modos me apetece caminar.

—Perfecto, te acompañaré. ¿Llevas chaqueta?

Reece pensó que si se negaba sería una descortesía por su parte, y que si aceptaba tendría que andar por la cuerda floja. Optó por la segunda opción. Sin una palabra, cogió su cazadora vaquera.

—Estaré aquí a las seis.

Se despidió entre dientes y se dirigió hacia la puerta. Notaba los ojos del escritor —Brody— clavados en su espalda. ¿Por qué seguía allí?

Cas le abrió la puerta y salió detrás de ella.

—Hace fresco. ¿Seguro que no tendrás frío?

—Me sentará de maravilla después del calor de la cocina.

—Seguro que sí. No dejes que mi madre te obligue a trabajar demasiado.

—Me gusta trabajar.

—Seguro que esta noche no has parado. Te invito a tomar algo para que puedas relajarte un poco y me cuentes tu vida.

—Gracias, pero mi vida no vale una invitación. Además, mañana me toca el primer turno.

—Creo que hará buen día —dijo Cas con voz tan lenta como su paso—. Si quieres, te paso a buscar cuando salgas. Te enseñaré todo esto. Te aseguro que no hay mejor guía en Angel’s Fist. Y tengo referencias que demuestran que soy un caballero.

Reece debía reconocer que Cas tenía una sonrisa fantástica y una mirada seductora como una caricia.

Y era el hijo de su jefa.

—Eres muy amable, pero como aquí conozco a poca gente, y desde hace menos de un día, podrías falsificar esas referencias. Mejor paso y mañana aprovecho para situarme un poco.

—Como quieras.

Cuando la tomó del brazo, Reece dio un bote.

—Tranquila, no corras —le susurró como si hablase a un caballo espantado—. Se nota que eres del Este porque caminas como si llegases tarde a una cita. Tómate un minuto y mira hacia arriba. Menuda vista, ¿no?

El corazón seguía latiéndole demasiado deprisa, pero miró hacia arriba. Y allí, por encima de las sombras recortadas de las montañas, flotaba la luna llena.

Las estrellas brillaban a su alrededor como si alguien hubiese cargado una escopeta con diamantes y hubiese disparado al aire. Su luz teñía de un azul extraño la nieve de los picos y salpicaba con profundas e intensas sombras las grietas y hondonadas.

«Esto es lo que me pierdo cuando me pueden los nervios y clavo la vista en el suelo», pensó. Y aunque le habría gustado disfrutar a solas de aquel momento, tenía que agradecerle a Cas que la hubiese obligado a detenerse a mirar.

—Qué maravilla. La guía que compré dice que esas montañas son majestuosas, y yo creía que exageraba. Cuando las he visto antes no me han parecido majestuosas, sino ásperas y duras. Pero ahora sí lo son.

—Allí arriba hay lugares que hay que ver para creer, y cambian ante tus propios ojos. En esta época del año, si subes y te acercas al río, oyes el ruido de las rocas que arrastran las aguas del deshielo. Ya te llevaré. No hay nada como ver los Tetons a caballo.

—No sé montar.

—Puedo enseñarte.

Reece reanudó la marcha.

—Además de guía, eres profesor de equitación.

—A eso me dedico sobre todo en el Circle K, un rancho para turistas situado a unos tres kilómetros de aquí. Puedo pedirle al cocinero del rancho que nos prepare un buen picnic y buscarte una montura mansa. Te prometo una jornada digna de contarla en tus cartas.

—Estoy segura. —Le habría gustado oír el ruido de las rocas y ver las morrenas y los prados. Y en aquel momento, a la luz de aquella luna espectacular, casi era tentador acceder a que él se lo enseñase—. Lo pensaré —añadió—. Yo me quedo aquí.

—Te acompaño arriba.

—No tienes por qué. Estoy…

—Mi madre me enseñó a acompañar a las damas hasta la puerta.

Volvió a tomarla del brazo, como si tal cosa, y abrió la puerta del hotel. Reece percibió que desprendía un atractivo olor a cuero y a pino.

—Buenas noches, Tom —saludó al recepcionista de noche.

—Hola, Cas. Señora…

Reece vio la sombra de una sonrisa irónica en los ojos del recepcionista.

Cuando Cas se volvió hacia el ascensor, Reece se echó hacia atrás.

—Mi habitación está en el tercer piso. Subiré a pie.

—Eres una de esas fanáticas del ejercicio, ¿verdad? Por eso debes de estar tan delgada.

Pero cambió de dirección sin protestar y luego abrió la puerta que daba a la escalera.

—Te agradezco las molestias —dijo ella, haciendo esfuerzos para no dejarse arrastrar por el pánico ante la caja de la escalera, que parecía mucho más pequeña con él a su lado—. Desde luego, he ido a parar a un pueblo acogedor.

—Wyoming es un estado acogedor. Puede que no seamos muchos, pero somos agradables. Me han dicho que eres de Boston.

—Sí.

—¿Es la primera vez que vienes por aquí?

—Así es.

Un tramo más y se abriría la puerta.

—¿Te has tomado unas vacaciones para ver el país?

—Sí, exactamente.

—Tú sólita… eres muy valiente.

—¿Tú crees?

—Demuestra que tienes un espíritu aventurero.

Reece se habría echado a reír, pero se sintió demasiado aliviada cuando él le abrió la puerta y pudo salir por fin al pasillo del tercer piso.

—Esta es mi habitación.

Sacó la tarjeta y bajó la mirada automáticamente para comprobar que la cinta adhesiva de la puerta seguía allí.

Antes de que pudiera deslizar la tarjeta en la ranura, él la cogió y se le adelantó. Abrió la puerta y le devolvió la tarjeta.

—Te has dejado todas las luces encendidas —comentó—. Y la tele.

—Vaya, es verdad. Debía de estar demasiado ansiosa por empezar a trabajar. Gracias por la compañía, Cas.

—Ha sido un placer. Pronto montarás a caballo, ya lo verás.

Reece consiguió sonreír.

—Lo pensaré. Gracias de nuevo. Buenas noches.

Cruzó el umbral y cerró la puerta. Corrió el cerrojo y puso la cadena de seguridad. Se sentó al otro lado de la cama y se puso a mirar por la ventana, hacia todo aquel espacio abierto, hasta que ya no tuvo que esforzarse para respirar con regularidad.

Más tranquila, echó un vistazo a través de la mirilla para asegurarse de que el pasillo estaba despejado antes de apoyar una silla en la puerta. Después de comprobar de nuevo el cerrojo y la robustez del tocador que bloqueaba la puerta de la habitación contigua, se preparó para acostarse. Puso el despertador del hotel las cinco de la mañana y luego el suyo, para mayor seguridad.

Actualizó su diario y luego consideró cuántas luces podía dejar encendidas durante toda la noche. Era su primera noche en un lugar nuevo; tenía derecho a dejar encendida la luz del escritorio y la del cuarto de baño. De todos modos, en realidad el cuarto de baño no contaba. Era solo por seguridad y comodidad. Tal vez tuviese que levantarse en plena noche para orinar.

Sacó la linterna de la mochila y la colocó junto a la cama. Podía producirse un corte del suministro eléctrico debido a un incendio. Al fin y al cabo, no era la única huésped del hotel. Alguien podía fumar en la cama y dormirse, o algún niño podía jugar con fósforos.

A saber.

Todo el edificio podía arder a las tres de la mañana. En ese caso tendría que salir deprisa. Tener la linterna cerca era una cuestión de prudencia.

El cosquilleo en el pecho le hizo anhelar los somníferos que llevaba en el neceser. Se recordó que aquellas píldoras, los antidepresivos y los ansiolíticos eran solo una red de seguridad. Hacía meses que no tomaba un somnífero, y esa noche estaba lo bastante cansada para conseguir dormir sin ayuda. Además, si de verdad había un incendio y un corte del suministro eléctrico, se tambalearía al caminar y se movería despacio. Moriría achicharrada o asfixiada por la inhalación de humo.

Esa idea la obligó a sentarse en un lado de la cama con la cabeza entre las manos, maldiciéndose por tener una imaginación desbordante y estúpida.

—Para, Reece —dijo en voz alta—. Para ahora mismo y vete a la cama. Tienes que levantarte temprano y realizar las funciones básicas como un ser humano normal.

Antes de acostarse volvió a comprobar el cerrojo. Se quedó quieta, escuchando los sordos latidos de su corazón, los sonidos procedentes de la habitación contigua, del pasillo, del otro lado de la ventana.

«No hay peligro —se dijo—. Esto es completamente seguro. No va a declararse ningún incendio. No va a explotar ninguna bomba. Nadie va a irrumpir en mi habitación para asesinarme mientras duermo».

El cielo no iba a desplomarse sobre su cabeza.

Pero dejó la televisión encendida, con el volumen bajo, y aprovechó la vieja película en blanco y negro para conciliar el sueño.

El dolor era tan horroroso, tan atroz, que no podía gritar. La oscuridad, el yunque de oscuridad, cayó a plomo sobre su pecho para atraparla. Aplastó sus pulmones y le impidió respirar, le impidió moverse. El martillo golpeó aquel yunque, machacando su cabeza, su pecho, vapuleándola. Hizo esfuerzos para respirar, pero el dolor era excesivo y el miedo era aún mayor que el dolor.

Estaban allí fuera, entre las tinieblas. Los oía, oía los cristales que se rompían, las explosiones. Y, lo que era peor, los gritos.

Peor que los gritos, las risas.

«¿Ginny? ¿Ginny?».

«No, no, no grites, no hagas ruido. Es preferible morir aquí a oscuras a que la encuentren». Pero venían, venían a buscarla, y no podía contener los gemidos, no podía impedir el castañeteo de sus dientes.

La luz repentina era cegadora, y los alaridos que resonaban en su cabeza salieron como gruñidos fúnebres.

—Queda una viva.

Lanzó débiles manotazos y patadas contra las manos que se alargaban hacia ella.

Despertó envuelta en sudor, con aquellos gruñidos en la garganta, mientras cogía la linterna y la empuñaba como si fuese un arma.

¿Había alguien allí? ¿En la puerta? ¿En la ventana?

Se sentó estremeciéndose, temblando, aguzando el oído.

Una hora más tarde, cuando sonaron los despertadores, seguía sentada en la cama, con la linterna aún en la mano y todas las luces de la habitación encendidas.