14

Brody se acordó de lavar las sábanas pero, como el libro que estaba escribiendo le absorbió durante seis horas seguidas, estuvo a punto de olvidarse de secarlas.

Cuando salió a la superficie procedente de la lluvia torrencial y el fango primaveral donde había arrojado a sus personajes, le dio el deseo vago y persistente de fumar un cigarrillo. Llevaba tres años, cinco meses y… doce días, según calculó mientras alargaba la mano para coger un paquete inexistente, sin dar una larga y profunda calada a un Winston.

Pero una buena sesión de escritura, como una buena sesión de sexo, a menudo despertaba en él la vuelta del ansia de fumar.

Por eso, se quedó sentado un rato y evocó aquel placer sencillo, seductor y nocivo de sacar uno de aquellos delgados cilindros blancos del paquete blanco y rojo, desenterrar uno de los muchos encendedores desechables que habría diseminado, encender la llama, dar esa primera calada tranquila. Hasta podía notar su sabor, entre áspero y dulce. Suponía que esa era la ventaja y la maldición de tener mucha imaginación.

Nada le impedía ir al pueblo en ese mismo momento y comprar un paquete. Nada de nada. Pero era una cuestión de orgullo, ¿no? Lo había dejado, y eso era todo. Lo mismo ocurrió con el Trib.

Una vez que cerraba la puerta, no volva a abrirla, ni una rendija.

Y suponía que esa era la ventaja y la maldición de ser un tozudo hijo de puta.

Tal vez, bajase a buscar un poco de satisfacción en una bolsa de patatas fritas. Quizá debería prepararse un bocadillo.

Al pensar en la comida se dijo que Reece llegaría al cabo de unas horas. Eso le recordó las sábanas que estaban en la lavadora.

—Mierda.

Se apartó del escritorio con brusquedad y bajó al cuarto donde tenía la lavadora y la secadora, ambas diminutas. Después de poner las sábanas a centrifugar, volvió a inspeccionar la cocina.

Los platos del desayuno estaban en el fregadero. Vale, también lo estaban los platos de la cena. El periódico local y el ejemplar diario del Chicago Tribune, al que estaba suscrito —genio y figura hasta la sepultura—, estaban extendidos sobre la mesa, junto con un par de libretas, bolígrafos, lápices diversos y un montón de correo.

Asumió la necesidad de hacer limpieza, un mal menor dadas las circunstancias. La seguridad de deleitarse con una buena cena caliente y la clara posibilidad de disfrutar de una sesión de sexo lo compensaba, era un uso razonable del tiempo.

Además, no era ningún cerdo.

Se remangó su sudadera favorita, bastante sucia, y luego sacó del fregadero los platos amontonados.

—Para empezar, ¿por qué se ponen ahí? —se preguntó mientras echaba jabón y abría el grifo del agua caliente—. Cada puñetera vez que se hace eso, hay que volver a sacarlos.

Lavó, aclaró y deseó que en la cabaña hubiese un maldito lavavajillas. Y pensó en Reece.

Se preguntó si habría acudido a su cita con el doctor Wallace. Se preguntó qué vería en aquellos grandes ojos oscuros por la noche, cuando cruzase la puerta de su cabaña. Serenidad, nervios, diversión, tristeza…

Qué aspecto tendría ella en su cocina, elaborando los platos cual un artista. Equilibrando formas, colores y texturas.

Luego estarían los olores, los sabores, de lo que preparaba y de ella misma. Curiosamente, los olores y sabores de ella lo envolvieron.

Puso los platos a escurrir y se dedicó a despejar la mesa. Se dio cuenta de que nunca había compartido una cena con nadie en la cabaña. Solo cerveza y algún aperitivo cuando el doctor, Mac o Rick se dejaban caer por allí.

Había organizado una partida de póquer una o dos veces. Más cerveza, galletas, puros.

Hubo vino y huevos revueltos a las dos de la mañana con la encantadora Gwen de Los Ángeles, que había ido a esquiar y termino en su cama una memorable noche de enero.

Pero aquellos intervalos casuales no eran comparables al hecho de que una mujer preparase la cena y la compartiese contigo en tu casa.

Llevó los periódicos al lavadero y los apiló en el montón que sacaba una vez a la semana para reciclar. Después de mirar el cubo y la fregona con el ceño fruncido, los cogió.

—No soy un cerdo —murmuró mientras fregaba el suelo de la cocina.

Debía arreglar el dormitorio, por si las cosas acababan ahí. Si no acababan ahí, al menos no tendría que contemplar el desorden mientras se pasaba la noche solo sin poder dormir.

Se pasó una mano por el rostro y se recordó que debía afeitarse. Por la mañana no se había molestado en hacerlo.

Seguramente Reece querría velas, así que buscaría algunas por la casa. Sin duda era agradable sentarse a cenar con una mujer bonita a la luz de las velas.

Pero cuando se sorprendió preguntándose si habría tulipanes en aquella época del año, se paró en seco.

Desde luego que no. Estaba pensando tonterías. Cuando un tipo salía a comprarlo flores a una mujer —sobre todo sus flores favoritas—, le estaba pidiendo a gritos que captase señales serias. Señales peligrosas y complicadas.

Nada de tulipanes.

Además, si compraba flores tendría que comprar también algún cacharro donde meterlas. No pensaba entrar en eso.

Una cocina limpia bastaría, y si a ella no le gustaba…

—Vino, maldita sea.

Sabía sin necesidad de comprobarlo que solo tenía cerveza y una botella de Jack Daniel’s. Refunfuñando, se dispuso a dejar la limpieza y acercarse al pueblo cuando le asaltó la inspiración.

Buscó el bloc de notas en el que apuntaba los números de teléfono y llamó a la licorería.

—Hola, ¿ha pasado Reece Gilmore por ahí a comprar vino? ¿Sí? ¿Qué ha…? Ah, de acuerdo. Gracias. Estoy bien, gracias. ¿Cómo va todo? Ajá.

Brody se apoyó en la encimera. Sabía que el pago por la información de que Reece y él cenarían algo que combinaba con un Chenin Blanc era algunos minutos de conversación y cotilleo.

Pero se enderezó cuando su informante mencionó que el sheriff había estado allí con una copia del dibujo del doctor Wallace.

—¿Ha reconocido a la mujer? No. Sí, lo he visto. No, no puedo decir que me haya recordado a Penélope Cruz. No, Jeff, no creo que Penélope Cruz haya estado por aquí y la hayan asesinado. Claro, si me entero de algo te lo haré saber. Ya nos veremos.

Brody colgó sacudiendo la cabeza. «La gente —pensó—, es una fuente de diversión y de irritación. Eso equilibra las cosas».

—Penélope Cruz —murmuró, antes de echar el agua del cubo en el fregadero.

Se acordó de las sábanas después de montar una expedición en busca de velas y aparecer con un par de candelas estrechas destinadas a los cortes de suministro eléctrico y una vela metida en un tarro que alguien le había regalado y estaba sin estrenar.

No es demasiado sexy, pero es mejor que nada, pensó.

Subió las velas y las sábanas secas al dormitorio con la intención de arreglarlo. Su error fue mirar por la ventana durante unos minutos.

Un par de veleros surcaban el lago con las blancas velas henchidas por el viento. Brody reconoció la canoa de Cari cerca del extremo septentrional y pensó que debía de estar de pesca. Aquel hombre vivía para pescar y para chismorrear con Mac.

También estaba la hija de Rick con Moses. Las clases debían de haber terminado. El perro dio un gran salto detrás de la pelota y una garceta levantó el vuelo. El ave se elevó como una fecha y se lanzó hacia el pantano.

«Bonita imagen —pensó Brody—. Bonita, plácida y…».

Algo en la calidad de la luz y las sombras sobre el lago le hizo pensar en su libro. Entornó los ojos mientras Moses nadaba de vuelta hacia la orilla con la pelota entre los dientes.

Pero, y si no fuese una pelota…

Dejó el revoltijo de sábanas sobre la cama y bajó a grandes zancadas hasta su estudio. Se dijo que solo acabaría esa escena. Media hora justa, y luego se ocuparía del dormitorio, se ducharía, se afeitaría y se pondría algo que no diese la impresión de haberle servido de pijama.

Dos horas después, Reece colocó una gran caja de comestibles sobre el porche de la cabaña de Brody, llamó enérgicamente y luego volvió hasta su coche para coger una segunda caja.

Volvió a llamar, esta vez más fuerte. Ante la falta de respuesta frunció el ceño y trató de abrir la puerta con cautela.

Sabía que su miedo instintivo a que se hubiese ahogado en la bañera, se hubiera caído por la escalera o lo hubiesen asesinado era ridículo. Poro eso no lo hacía menos real.

Y la casa estaba tan silenciosa, parecía tan vacía… No conocía demasiado aquel lugar. No se decidió a cruzar el umbral hasta que la imagen de Brody sangrando en el suelo se alojó con desagradable nitidez en su mente.

Se obligó a entrar y le llamó.

Cuando oyó el crujido del suelo sobre su cabeza, sacó el cuchillo de cocina de una caja y lo agarró por el mango con ambas manos.

Brody se acercó con el ceño fruncido —vivo y de una pieza— a la parte superior de la escalera.

—¿Qué? ¿Qué hora es?

El alivio casi la llevó a arrodillarse, pero consiguió apoyarse contra el marco de la puerta y mantenerse en pie.

—Las seis más o menos. He llamado a la puerta, pero…

—¿Las seis? Mierda. Me he despistado.

—No pasa nada, no hay problema.

El dolor de su pecho se estaba transformando en otra clase de presión. Brody parecía tan molesto, tan desaliñado, tan corpulento y masculino… Si hubiese confiado en sus piernas en ese momento, tal vez las habría utilizado para subir por la escalera de tres en tres y saltar sobre él.

—¿Quieres dejarlo para otro día?

—No —respondió él con el ceño aún más fruncido—. Solo tengo que… hacer limpieza. ¿Necesitas ayuda?

«Malditas sábanas», pensó.

—No, no. Ya me las arreglaré. Me pondré con la cena ahora mismo, si te parece bien. Tardará unas dos horas, tal vez un poco menos, así que tómate tu tiempo.

—Estupendo… —contestó; metió los pulgares en los bolsillos delanteros de sus vaqueros y preguntó—. ¿Qué ibas a hacer con ese cuchillo?

Reece había olvidado que lo tenía en las manos y lo miró con una mezcla de sorpresa e incomodidad.

—La verdad, no lo sé.

—Tal vez podrías dejarlo lejos para que no me meta en la ducha con la imagen de Norman Bales en la cabeza.

—Sí, claro.

Reece se dio la vuelta para devolverlo a la caja; cuando se volvió de nuevo, él había desaparecido.

Acarreó las dos cajas al interior. Anhelaba cerrar con llave la puerta principal. Aquella no era su casa, pero ¿no se daba cuenta Brody de lo fácil que era entrar? Al fin y al cabo, ella acababa de hacerlo. ¿Cómo podía estar arriba dándose una ducha y no pensar en las puertas abiertas?

Habría deseado tener aquella clase de confianza, fe o quizá simple estupidez.

Como no era así, cerró la puerta con llave. Y después de llevar las cosas a la cocina hizo lo mismo con la puerta trasera.

Aquella no era su casa, cierto, pero estaba dentro. ¿Cómo iba a concentrarse en preparar una cena si había puertas abiertas por todas partes?

Satisfecha, sacó la cazuela que ya llevaba preparada, le añadió leche y la puso al fuego. Sacó su flamante juego de cuchillos. Estaba gastando demasiado en utensilios de cocina. Era una locura, pero no podía evitarlo. Dentro del asador que sacó a continuación esperaba un lomo de cerdo en un adobo que había preparado la víspera.

Lo dejó a un lado, metió el vino en el frigorífico para que no se calentase y luego hizo una rápida inspección del contenido.

Era aún peor de lo que imaginaba. Por suerte había llevado todo lo que necesitaba. En el frigorífico de Brody había unos pocos huevos, una barra de mantequilla y unas lonchas de queso; encurtidos, leche caducada y ocho botellas de cerveza; en el estante inferior, dos naranjas olvidadas y medio secas. Ni una sola verdura a la vista.

Patético. Absolutamente patético.

Sin embargo, mientras vertía la leche caliente sobre las patatas al gratén, percibió el olor a pino de algún producto de limpieza. Brody se había tomado la molestia de asear la cocina antes de su llegada.

Deslizó la cazuela dentro del horno y ajustó el temporizador.

Cuando Brody entró en la cocina al cabo de media hora, Reece estaba metiendo el asado junto a la cazuela. La mesa estaba puesta con los platos de él y las velas que había llevado ella, junto con unas servilletas de color azul marino, unas copas y un pequeño cuenco transparente que contenía una especie de rosas amarillas en miniatura.

Brody percibió los aromas que había imaginado. Algo suculento procedente del horno, algo fresco que salía de la pila de verduras que estaba sobre la encimera. Y el aroma suculento y fresco a la vez que emanaba Reece.

Cuando ella se volvió, Brody no vio nervios ni tristeza en sus ojos. Eran profundos, eran oscuros, eran cálidos.

—Había pensado… ¡Oh!

La muchacha dio un paso atrás cuando él avanzó hacia ella, y un ligero nerviosismo se reflejó en su rostro cuando él la agarró de los brazos y la levantó hasta ponerla de puntillas.

Pero fue la calidez lo que saboreó cuando tomó su boca, la calidez sutilmente aromatizada por los nervios. Fue irresistible para él.

Los brazos de ella estaban atrapados entre ambos, y luego sus manos se curvaron sobre el pecho de él y ascendieron hacia los hombros. Brody habría jurado que la muchacha se estaba fundiendo en sus brazos.

La soltó y retrocedió.

—Hola —dijo.

—Sí, hola. Ah… ¿dónde estaba?

Brody sonrió.

—¿Dónde quieres estar?

—Creo que quiero estar donde estoy. Iba a hacer algo. Ah, sí, iba a preparar unos martinis.

—¿Me tomas el pelo?

—Claro que no —respondió ella mientras se dirigía al frigorífico a buscar hielo para los dos vasos que había llevado; luego se quedó quieta—. ¿No te gusta el martini?

—¿Por qué no iba a gustarme? Jeff no me ha dicho que hayas comprado vodka.

—¿Jeff?

—El de la licorería.

—El de la licorería —repitió Reece asintiendo; luego suspiró con suavidad mientras dejaba caer el hielo en los vasos de martini—. ¿Acaso piensan colgar por ahí una lista de mis compras de bebidas alcohólicas? ¿Encabezo ya la clasificación de borrachos del pueblo?

—No, Wes Pritt se mantiene invicto en esa categoría. He llamado porque suponía que querrías vino y, si ya lo habías comprado, me ahorraría el viaje al pueblo.

—Bueno, me parece muy práctico. No he pensado en los martinis hasta que lo estaba preparando todo para venir. Linda-Gail me ha prestado los vasos y la coctelera. Se lo compró todo hace un par de años.

Brody contempló cómo medía y agitaba, vertía el contenido sobre el hielo y le añadía unas aceitunas ensartadas en largos pinchitos azules. Luego estudió los resultados en el vaso que ella le dio.

—No he tomado un martini desde hace… No sé. No es la clase de bebidas que se piden en Clancy’s.

—Pues entonces, brindo por un toque de sofisticación urbana en el pueblo.

Reece chocó su vaso con el de él y esperó a que lo probase.

—Riquísimo —comentó Brody antes de beber de nuevo mientras la observaba por encima del borde del vaso—. Tienes un no sé qué.

—O un no sé cuántos —convino ella—. Prueba esto.

Levantó un platito con apio relleno de algo y dispuesto en complicadas formas geométricas.

—¿Qué tiene?

—Es un secreto de Estado, pero sobre todo gouda ahumado y tomates secados al sol.

Brody no era demasiado aficionado al apio crudo, pero pensó que el sabor del vodka dominaría y lo probó. Entonces cambió de opinión.

—Sea cual sea el secreto de Estado, combina mucho mejor con el apio que la manteca de cacahuete que le ponía mi madre.

—Eso espero. Puedes sentarte a disfrutar —dijo ella antes de coger su vaso para dar otro sorbo—. Voy a preparar la ensalada.

Brody no se sentó, pero disfrutó de verdad contemplando cómo Reece tostaba unos piñones. Luego vio que echaba unas hojas en la sartén.

Para empezar, albergaba una desconfianza innata hacia las hojas, y mucho más si esas hojas se echaban en una sartén sobre el fuego.

—¿Estás guisando una ensalada?

—Estoy preparando una ensalada de espinacas y col lombarda, con piñones y un poco de gorgonzola. No podía creer que Mac hubiese encargado gorgonzola cuando la semana pasada mencioné que me gustaría poder conseguir un poco.

—Está prendado de ti, no lo olvides.

—Tengo mucha suerte de que el hombre que puede conseguirme gorgonzola esté prendado de mí. Además, el doctor Wallace me ha dicho que necesito más hierro. Las espinacas lo tienen en abundancia. —Reece captó su expresión de reojo y reprimió una carcajada—. Ya eres mayor. Si no te gusta, no tienes por qué comértelo todo.

—Trato hecho. ¿Cómo te ha ido con el doctor?

—Es concienzudo y amable; es imposible discutir con él —dijo mientras regulaba el fuego—. Piensa que estoy bastante fatigada y que seguramente tengo un poco de anemia, pero por lo demás bien. Acabé harta de médicos, seguramente para toda la vida, pero no ha sido tan malo como esperaba. Cuando he ido licorería, Jeff me ha comentado que el sheriff estuvo allí con el dibujo.

—Sí, también me lo ha dicho a mí. ¿Te ha hablado de Penélope Cruz?

Reece esbozó una sonrisa.

—Sí. El sheriff también le envió una copia a Joanie’s. A nadie le suena.

—¿Esperabas que sí?

—No sé lo que esperaba. Creo que por un lado confiaba en que alguien le echase un vistazo y dijese: «Caramba, se parece a Sally Jones, que vive a las afueras del pueblo. Lleva una mala racha con ese inútil de su marido». Entonces lo sabríamos y el sheriff iría a detener al inútil del marido. Y se habría terminado.

—Así de fácil.

—En cierto modo —respondió Reece antes de tomar otro sorbo de su martini—. Cambiando de tema, he terminado tu libro. Me alegro de que no enterrases vivo a Jack.

—Él también se alegra.

Reece se echó a reír.

—Me lo imagino. También me gusta que no le redimieses del todo. Sigue estando lleno de defectos y es muy raro, pero creo que Leah puede ayudarle a ser el mejor hombre que puede ser. Además, hiciste que ella salvase la situación —dijo echándole un vistazo—. Desde la perspectiva de esta lectora, eso fue fantástico. Y funcionó.

—Me alegro de que te haya gustado.

—Lo bastante para haber comprado otro esta tarde. Lazos de sangre.

Brody frunció el ceño.

—¿Qué? —preguntó la muchacha.

—Es… violento. Bastante gráfico en un par de escenas. Puede que no te guste.

—¿Porque he experimentado la violencia gráfica de primera mano?

—Puede recordarte cosas que te hagan sentir incomoda.

—Si es así, lo dejare. Igual que tú puedes dejarle la ensalada de espinacas —dijo antes de comprobar el horno y la sartén y coger su martini—. La cena está a punto. ¿Por qué no enciendes esas velas y abres el vino?

—Sí, claro.

—Bueno, y ¿con qué te has despistado?

—¿Despistado?

—Cuando he llegado, has dicho que te habías despistado.

—Es verdad —reconoció Brody mientras encendía las velas de color azul marino, a juego con las servilletas, que Reece había colocado en la mesita—. Trabajo.

«Es hombre de pocas palabras», pensó Reece.

—¿En ese contexto, debo entender que tu libro va bien?

—Sí —contestó él mientras sacaba el vino del frigorífico. Chenin Blanc, como le habían dicho—. Ha sido un buen día,

—No piensas hablar de eso.

Brody se puso a buscar un sacacorchos en los cajones de la cocina, pero ella había llevado uno y se lo dio.

—¿De qué?

—Del libro.

Él reflexionó mientras abría el vino; Reece seguía añadiendo espinacas a la sartén.

—Iba a matarla. Te lo dije el día que nos encontramos en el sendero.

—Sí, lo recuerdo. Dijiste que el malo iba a matarla allí, que iba a empujarla al agua.

—Sí, y lo intentó. La hirió, la maltrató, la aterrorizó, pero no consiguió empujarla desde la cresta como tenía previsto.

—Se escapó.

—Saltó.

Reece le echó una ojeada mientras sacaba la verdura de la sartén.

—Saltó.

Brody nunca hablaba de su trabajo con nadie. En general le irritaba que le preguntasen por él. Pero quería contárselo a ella y ver su reacción.

—Llueve mucho, el sendero está cubierto de fango. Ella está herida y llena de golpes; le sangra la pierna. Está sola allí arriba con él. Nadie puede ayudarla. No puede correr más que él. El hombre es más fuerte, más rápido y está como una cabra. Por eso salta. Yo suponía que moriría. Nunca planeé que pasara del capítulo ocho. Pero me equivocaba.

Sin decir nada, Reece mezcló la ensalada con la vinagreta que había preparado en casa.

—Es más fuerte de lo que me pareció cuando la conocí —continuó él—. Tiene una profunda e innata voluntad de supervivencia. Se echó al agua porque sabía que era su única posibilidad, y prefería morir tratando de vivir a limitarse a esperar en el suelo a que él la matase. Y consiguió salir del río aunque este trató de ahogarla, aunque la llevó de un lado para otro. Consiguió salir.

—Sí —convino Reece—, parece fuerte.

—Ella no lo veía así. No pensó, se limitó a actuar. Luchó con uñas y dientes para salir. Está perdida y herida, tiene frío y sigue estando sola. Pero está viva.

—¿Seguirá así?

—Eso dependerá de ella.

Reece asintió. Sirvió la ensalada en los platos y los espolvoreó con queso.

—Querrá rendirse, pero espero que no lo haga —dijo—. Espero que gane. ¿Le tienes… aprecio?

—Si no fuese así, no pasaría tiempo con ella.

Reece puso los platos sobre la mesa y luego una cestita con un pan de aceitunas. Ella misma sirvió el vino.

—También pasaste tiempo con el asesino.

—Y le tengo aprecio, aunque de forma distinta. Siéntate. Me gusta cómo se ven tus ojos a la luz de las velas.

Primero apareció en ellos la sorpresa, y luego, al sentarse, aquella luz dorada.

—Prueba la ensalada. No herirás mis sentimientos si no te gusta.

Él hizo lo que le pedía y a continuación la miró con el ceño fruncido.

—Es increíble. No me gusta el apio y nunca me han gustado las espinacas. ¿A quién le gustan? Además, no soy muy aficionado a los cambios.

Ella sonrió.

—Pero te gusta el apio y te gustan las espinacas que preparo yo.

—Eso parece. Puede que simplemente me guste todo lo que me pones delante.

—Lo que hace que merezca la pena cocinar para ti —comentó Reece pinchando un poco de ensalada—. Por el hierro en la sangre.

—¿Has vuelto a pensar en preparar una propuesta para un libro de cocina?

—La verdad es que le dediqué algún tiempo anoche, después del trabajo.

—¿Por eso se te ve cansada?

—Esa no es una pregunta apropiada después de haber dicho que te gustaba cómo se me veía a la luz de las velas.

—Tus ojos, para ser exactos. No significa que no vea que estas cansada.

Reece supuso que él siempre le diría la cruda verdad. Por duro que pudiese resultar para el ego, era mejor que los tópicos y las mentiras piadosas.

—No podía dormir, así que la propuesta me proporciono algo que hacer. Estaba pensando en El gourmet sencillo como título.

—No está mal.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Brody siguió comiendo, un tanto divertido al percibir el enojo en su voz.

—Déjame pensarlo —respondió al fin, y añadió—. ¿Por qué no podías dormir?

—¿Cómo voy a saberlo? El doctor tiene una especie de infusión holística que quiere que pruebe.

—El sexo es un buen sedante.

—Tal vez. Sobre todo si tu pareja no es muy hábil. Puedes echar un sueñecito durante el acto.

—Te prometo que no te dormirás.

Reece se limitó a sonreír y comerse la ensalada.

No confió en él para trinchar el asado de cerdo, lo que resultaba un tanto insultante; lo hizo ella misma mientras cocía unos espárragos al vapor. Brody decidió no protestar, pues la carne olía de maravilla. Además, se fijó en que había una ración de patatas al gratén en su futuro inmediato.

Reece echó salsa holandesa sobre los tiernos brotes, y el jugo de la carne sobre los filetes de cerdo.

—Tú y yo deberíamos hacer un trato —empezó Brody mientras cortaba el cerdo.

—¿Un trato?

—Sí, espera un momento —añadió antes de probar la carne. Lo que me figuraba. Pues eso, un trato. Haremos un trueque. Sexo por comida.

Reece arqueó las cejas y apretó los labios como si estudiase la cuestión.

—Interesante. De todos modos, me parece que tú recoges los beneficios de las dos partes de ese trato.

—Tú también. Pero si lo del sexo fracasa, podemos probar con las chapuzas. Cosas de hombres. Pintar tu apartamento, un poco de fontanería, lo que sea. A cambio, tú me preparas comida caliente.

—Podría estar bien.

Probó las patatas.

—Dios mío, deberían canonizarte. El gourmet informal.

—¿Santa Reece, el gourmet informal?

—No, es el título de tu libro de cocina. El gourmet informal. No es «sencillo», que puede interpretarse como «mediocre». Es espectacular. Pero no hace falta pasarse todo el día sudando junto a los fogones para prepararlo, ni se necesita la porcelana y la plata de la abuela para servirlo. Gourmet por la forma de vivir de la gente, no solo por cómo reciben a sus invitados para impresionarles.

Reece se recostó en la silla.

—Me gusta más, y además has resumido la idea mejor que yo. Maldita sea.

—Soy un profesional.

—Cómete los espárragos —ordenó.

—Sí, mamá. Por cierto, ni se te ocurra llevarte las sobras.

—Tomo nota.

Brody comió, bebió y la contempló. Y en un momento determinado sencillamente perdió el hilo de la conversación.

—¿Reece?

—Mmm.

—Son sobre todo los ojos, sí, los ojos. Es como si me agarrasen por el cuello. Pero ¿y el resto de ti? También se ve precioso a la luz de las velas.

«Puede decir las cosas más inesperadas», pensó ella. Así que le sonrió y dejó que el rubor que le causaban aquellas palabras la animase mientras cenaban.