Reece subió corriendo por la escalera en el siguiente descanso. Con la llave que Mac había dejado en Joanie’s, abrió el nuevo y robusto cerrojo.
Oír ese simple sonido seco hizo que se sintiera mejor. Lo probó un par de veces y luego suspiró aliviada.
Pero se recordó que no tenía tiempo que perder, debía preparar el adobo, mezclarlo con la carne, bajar enseguida y acabar su turno.
Sobre la encimera encontró una nota de Mac escrita con letra clara y esmerada y sujeta por la nueva parrilla que había incluido en la lista.
He guardado los comestibles en la nevera; no quería dejar fuera los productos perecederos. Le he abierto una cuenta, así que puede pagarme a finales de mes. Que disfrute de su cena. Estoy deseando probar esas sobras.
M. D.
«Qué encanto», pensó, y se preguntó distraída por qué alguna mujer lista no lo había pescado todavía.
Sacó lo que necesitaba del frigorífico y la alacena, y luego abrió el armario situado bajo la encimera para coger el cuenco grande.
No estaba allí. Sus cuencos no estaban allí, en su lugar encontró sus botas de excursión y su mochila.
Se arrodilló despacio.
Ella no las había puesto allí. Guardaba las botas y la mochila en el pequeño ropero. Las sacó con cuidado, como si desactivase una bomba, para examinarlas. Abrió la mochila y encontró la botella de agua, la brújula, la navaja, el polar, el protector solar. Todo en su sitio.
Temblando un poco, las llevó al ropero. Y allí estaban los cuencos, colocados en el estante situado sobre las perchas.
«No significa nada —se dijo—. Un momento de distracción, eso es todo». Cualquiera podría cometer un error tan tonto. Cualquiera.
Dejó las botas en el suelo y colgó la mochila en el gancho de siempre. Recordó haber hecho justo lo que acababa de hacer cuando regresó de su paseo hasta el río con Brody. Antes de tomarse la aspirina y llenar la bañera, se quitó las botas y las metió en el ropero junto con la mochila.
Juraría haberlo hecho.
Y los cuencos. Para empezar, ¿por qué iba a cambiarlos de sitio?
Pero así era. Igual que había señalado el mapa y luego lo había borrado de su mente. «Amnesia», pensó con la frente apoyada en la puerta del ropero. Se resistía a creer que volviese a sufrir amnesia, como durante la crisis. Pero los cuencos estaban en el ropero, ¿verdad? Mac Drubber no los había cambiado de sitio para hacerle una broma, así que solo quedaba ella.
Se dijo que era el resultado del estrés. Había sufrido un trauma que atormentaba su mente, y por eso había dejado un par de cosas en el lugar equivocado. No era un problema, no tenía por qué ser un problema si era capaz de asumirlo.
Se limitó, a coger los cuencos, colocar sobre la encimera el que necesitaba y dejar los demás en su sitio.
Se negó a seguir pensando y empezó a picar, medir y batir.
Cuando terminó su turno, volvió a abrir la puerta. Esta vez comprobó todas sus cosas. Armarios, ropero, botiquín, aparador.
Todo estaba justo donde debía estar. Por ello, apartó de su mente el pequeño incidente y lavó la nueva parrilla que le había traído Mac. A continuación se dispuso a hacer lo que más le gustaba.
Hacía mucho tiempo que Reece no preparaba una comida seria e íntima. Para ella, era como redescubrir el amor. Las texturas, las formas, los aromas y los productos eran físicos, emocionales, incluso espirituales.
Mientras las verduras burbujeaban y se doraban en los jugos del el asado, abrió una botella de Cabernet para que se oxigenase. Al colocar sobre la encimera los cubiertos, platos y vasos, pensó que comprar aquellas servilletas de tela con un estampado de vivos colores probablemente había sido una tontería. Sin embargo, no era capaz de utilizar las de papel para una cena en compañía. Además, quedaban preciosas sobre los sencillos platos blancos, les daban un aire festivo. Y las velas eran tan prácticas como atractivas. Podía irse la luz en algún momento, las pilas de su linterna podían agotarse… Por otra parte, los pequeños soportes de vidrio azul no le habían salido demasiado caros.
Había decidido quedarse algún tiempo, ¿verdad? No había nada malo en comprar algunas cosas para hacer más acogedora la habitación. Más suya. No se había gastado todo el sueldo comprando alfombras, cortinas y cuadros.
Aunque una alfombra de vivos colores quedaría muy bonita sobre las viejas y arañadas tablas de madera. Podía venderla antes de marcharse. «En fin, ya veremos», pensó mientras miraba el reloj.
Se sorprendió tarareando una melodía mientras picaba y mezclaba el relleno para los champiñones. Se dijo que era buena señal. Demostraba que estaba bien. No había nada de qué preocuparse.
Le gustaba escuchar música mientras trabajaba en la cocina. Rock, ópera, new age… Lo que mejor se adaptase a su humor y a la comida.
Tal vez compraría un pequeño reproductor de CD para la encimera, simplemente para sentirse más acompañada. Echó un vistazo al tranquilizador destello del nuevo cerrojo contra la pintura deslucida de la puerta. Allí estaba segura. ¿Por qué no sentirse también feliz y cómoda?
Y volvería a salir de excursión. Consideraría la posibilidad de alquilar o pedir prestada una barca para ir al lago. ¿Sería muy difícil remar en una barca? Le gustaría averiguarlo. Sería otro paso que la acercaría a la verdadera normalidad y no solo a su apariencia.
Tenía una cita, ¿no? Una especie de cita. Y eso era normalísimo. Tan normal como que Brody se retrasase diez minutos.
A menos que no acudiese. A menos que hubiese reflexionado sobre lo que había sucedido —o casi sucedido— entre ellos y optase por quitarse de en medio antes de que las cosas se complicasen. ¿Por qué iba a querer un hombre enredarse con alguien que estaba emocionalmente desequilibrado? Alguien que comprobaba tres veces si había cerrado bien la puerta y aun así se las arreglaba para dejarla abierta. Que no recordaba haber llenado un mapa de marcas de rotulador rojo. Que metía sus bolas de excursión en un armario de cocina.
«Debo de ser sonámbula», pensó Reece con un suspiro. Regresión. Pronto pasearía desnuda por las calles.
Se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo. La asaltó el olor de los champiñones, los pimientos, las cebollas y la carne.
No solo se sentía segura y bastante cuerda; también era productiva. Esa noche no tenía que preocuparse de nada, salvo de preparar una buena cena. Aunque acabase comiéndosela ella sola. Mientras lo pensaba, oyó unos pasos en las escaleras.
Dejó que el pánico inicial llegase y se fuese. Cuando llamaron a la puerta, volvía a estar tranquila. Secándose las manos en el paño de cocina que llevaba colgado de la cintura, cruzó la habitación para abrir.
«Tranquila —pensó— pero no tonta».
—¿Brody?
—¿Esperas a alguien más? ¿Qué hay para cenar?
Reece sonreía cuando abrió la puerta.
—Croquetas de salmón y espárragos al vapor con guarnición de polenta.
Brody entró con los ojos entornados. Luego husmeó el aire y sonrió de oreja a oreja.
—Carne. Tal vez quieras guardar esto para otra ocasión.
La muchacha cogió el vino que él le ofrecía y vio que era un buen Pinot Grigio. A pesar de las apariencias, Brody se fijaba en los detalles.
—Gracias. Tengo un Cabernet abierto, por si te apetece un vaso.
—No diré que no —contestó él mientras se quitaba la chaqueta y la echaba sobre el respaldo de una silla—. ¿Cerrojo nuevo?
Desde luego, se fijaba.
—El señor Drubber me lo ha instalado. Supongo que es una exageración, pero dormiré mejor.
—Una tele… Veo que estás saliendo al mundo.
—He decidido aprovechar la tecnología.
Le sirvió un vaso de vino. A continuación se volvió, sacó el asado del horno y lo puso sobre la cocina.
—Ah… igual que el que hacía mi madre.
—¿De verdad?
—No. A mi madre se le queman hasta los platos precocinados.
Divertida, Reece acabó de rellenar los champiñones.
—¿A qué se dedica?
—Es psiquiatra. Tiene una consulta privada.
Tratando de ignorar la sacudida automática de su estómago, Reece se concentró en los champiñones.
—Ya.
—Y hace macramé.
—¿Que hace qué?
—Hace cosas anudando cuerdas. Creo que una vez llegó a hacer un pequeño estudio de macramé. Amueblado. Es una obsesión.
Reece metió los champiñones en el horno y reguló el temporizador.
—¿Y tu padre?
—A mi padre le gusta hacer barbacoas, incluso en invierno. Es profesor universitario. Enseña lenguas románicas. Hay quien piensa que forman una pareja extraña. Ella es apasionada y sociable; él es más bien tímido y soñador. Pero a ellos les va bien. ¿Quieres vino?
—Enseguida —dijo Reece mientras sacaba un plato de aceitunas—. ¿Tienes hermanos?
—Dos, un hermano y una hermana.
—Yo siempre quise tener un hermano. Alguien con quien pelearme o con quien aliarme contra la autoridad. Soy hija única, y mi padre y mi madre también lo eran.
—Así toca más pavo el día de Acción de Gracias.
—Todo tiene su lado bueno. Entre otras cosas, me encantaba trabajar en Maneo’s porque era ruidoso y cálido, y siempre estaba lleno de gente. En casa no éramos ruidosos ni cálidos. Mi abuela es maravillosa. Tranquila, cariñosa y amable. Siempre se ha portado muy bien conmigo —dijo mientras levantaba su vaso en una especie de brindis, antes de beber—. En los últimos dos años le he causado muchas preocupaciones.
—¿Sabe dónde estás?
—Sí, claro. La llamo cada dos semanas y le envío mensajes con frecuencia. Le encanta el correo electrónico. Es una mujer ocupada y moderna, con una vida propia muy llena. —Se volvió a comprobar los champiñones y encendió el gratinador—. Se divorció de mi abuelo antes de que yo naciese —añadió—. Ni siquiera le conozco. Luego mi abuela puso un negocio de decoración. —Reece echó un vistazo distraído al diminuto apartamento—. Se estremecería al ver lo que no he hecho con este sitio. También le encanta viajar. Cuando murieron mis padres tuvo que posponer muchas cosas. Fue en un accidente de tráfico; yo tenía quince años. Mi abuela me crio desde entonces. No quería que me fuese de Boston. Pero yo no podía quedarme.
—Tranquila, cariñosa y amable. Seguramente prefiere que estés bien aquí a que estés mal en Boston.
Reece reflexionó mientras sacaba una fuente.
—Tienes razón, pero en los últimos meses me he sentido culpable. De todos modos, la tengo bastante convencida de que estoy bien, así que ahora está en Barcelona, en un viaje de compras. —Sacó los champiñones, les echó un poco de parmesano por encima y los puso a gratinar—. Estarían mejor si fuese fresco, pero no lo he encontrado.
—Haré un esfuerzo y probaré alguno.
Cuando estuvieron gratinados a su gusto y colocados en una fuente, Reece los puso entre los dos, sobre la encimera.
—Esta es la primera comida que preparo para otra persona en los dos últimos años.
—Abajo cocinas todos los días.
La muchacha sacudió la cabeza.
—Eso es trabajo. Me refiero a que es la primera comida que preparo por gusto. La otra noche no cuenta. Fue una cena improvisada. Hasta esta noche no me he dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.
—Me alegro de ser útil —dijo él antes de meterse un champiñón en la boca—. Están buenos.
Ella cogió otro, lo mordió y sonrió.
—Sí que lo están.
No fue demasiado difícil. Más fácil para ella que salir, buscar o aceptar alguna actividad destinada a matar el rato o crear tácticas de conversación. Allí podía relajarse, disfrutar de los últimos preparativos para la cena. Y, curiosamente, podía relajarse con Brody y disfrutar de él.
—Será más cómodo si sirvo la comida en los platos. ¿Te parece bien?
—Adelante —dijo él, indicando su plato con el vaso de vino—. No seas tacaña.
Mientras ella servía, él vertió más vino en los vasos. Se había fijado en las velas, las servilletas elegantes y el robusto molinillo de pimienta. «Todo nuevo —pensó—, desde mi última visita».
También se había fijado en su libro, colocado sobre la mesita situada junto al diván.
Supuso que Reece se estaba instalando y que no tardaría mucho en ver un jarrón con flores y un par de fotos en la pared.
—He empezado tu novela —dijo Reece mirándole a los ojos.
El corazón de Brody sufrió una rápida sacudida. Aquella mujer tenía lo que se dice unos ojazos.
—¿Qué te parece?
—Me gusta —contestó mientras se sentaba a su lado y se colocaba la servilleta sobre el regazo—. Da miedo y eso es bueno. Me distrae de mis propios nervios. Jack me cae bien. Es tan desgraciado… Espero que no acabe en esa tumba. Además, me parece que Leah puede enderezarle.
—¿Eso es lo que se supone que hacen las mujeres? ¿Enderezar a los hombres?
—Se supone que las personas se enderezan unas a otras, cuando pueden y si el otro les importa lo suficiente. A ella le importa él, así que confío en que acaben juntos.
—¿Que sean felices y coman perdices?
—Si la justicia no triunfa y el amor no es perfecto, ¿qué sentido tienen las novelas? La vida real es asquerosa demasiadas veces.
—Que los personajes sean felices y coman perdices no ayuda a ganar premios Pulitzer.
Ella le observó con los labios apretados.
—¿Eso es lo que buscas?
—Si fuese eso, seguiría trabajando en el Trib. Preparar carne asada para cenar en Wyoming o hacer hamburguesas de búfalo en ese restaurante barato no te ayudará a ti a ganar el equivalente gastronómico del Pulitzer, sea el que sea.
—Yo también pensaba que quería eso. Premios importantes, reconocimiento… Ahora prefiero preparar carne asada… ¿Qué te parece?
—Te daría un premio —dijo él antes de cortar otro trozo, acompañado con parte del bollo, que había untado con mucha mantequilla—. ¿De dónde has sacado los bollos?
—Los he hecho yo.
—¡Venga ya! —exclamó con inmediata y sincera incredulidad—. ¿Con harina?
—Ese es uno de los ingredientes.
Le pasó el cuenco para que pudiese coger otro.
—Es un gran avance respecto a la comida preparada que imperaba en mi casa —dijo él con una sonrisa.
—Eso espero. En cuestión de comida, soy una sibarita —contestó Reece—. Vamos a ver si adivino lo que tienes en la despensa. Pizza congelada, latas de sopa con chile, cajas de cereales… perritos calientes…
—Te has olvidado de los macarrones con queso.
—Ah, sí, el sustento del soltero. Pasta seca y queso molido. Mmm…
—Mantiene el cuerpo y el alma unidos.
—Sí, como el engrudo.
Brody pinchó una de las patatitas asadas de su plato.
—¿Vas a enderezarme, Flaca?
—Te daré de comer de vez en cuando, y eso nos irá bien a los dos. Puedo…
Se interrumpió y dejó caer el tenedor cuando en la calle sonó la explosión.
—La furgoneta de Cari —dijo Brody, tranquilo.
—La furgoneta de Cari —repitió ella mientras cogía su vino con ambas manos—. Siempre me asusta. A ver si la arregla de una puñetera vez.
—A ti y a todos los del pueblo. ¿Alguna vez anotas estas cosas?
—¿Qué cosas?
—Las recetas.
Reece se ordenó coger el tenedor y comer a pesar de que tenía el corazón en un puño.
—Sí, claro. Ya era organizada y un poco maniática antes de volverme loca. Tengo recetas archivadas en el portátil con dos copias de seguridad. ¿Por qué? ¿Te gustaría hacer bollos?
—No. Solo me preguntaba por qué no has escrito un libro de cocina.
—Pensaba hacerlo con el tiempo, cuando me diesen un programa de tele en horario de máxima audiencia —dijo con una sonrisa—. Algo moderno, divertido, destinado al público urbano joven y a los amantes del brunch.
—Con el tiempo significa «nunca». Si quieres hacer algo, hazlo.
—No ha aparecido ningún programa de tele en el horizonte. No podría hacerlo.
—Me refiero al libro de cocina.
—Oh, no he pensado en eso desde hace… —¿Por qué no podía escribir un libro de cocina? Tenía cientos de recetas en sus archivos y las había probado todas—. Tal vez lo considere.
—Si preparas una propuesta, puedo enviársela a mi agente.
—¿Por qué ibas a hacer eso?
Brody se acabó el último trozo de carne del plato.
—Este asado está buenísimo. Si me trajeras el manuscrito de una novela, solo lo leería si me pusieras una pistola en la cabeza o te acostases conmigo. En esas condiciones, si el manuscrito no fuese totalmente infumable, podría ofrecerme a pedirle a mi agente que le echase un vistazo. Pero como he probado en persona tu cocina, puedo hacer la oferta sin necesidad de que intervengan la pistola ni el sexo. Tú decides.
—Parece razonable —contestó ella—. En esas condiciones, ¿cuántos manuscritos le has enviado a tu agente?
—Ninguno. El tema ha surgido unas cuantas veces, pero siempre he conseguido eludirlo con alguna evasiva.
—Si preparo una propuesta y tu agente decide representarme, ¿tendré que acostarme contigo?
—Pues sí —respondió Brody, sacudiendo la cabeza como si la pregunta fuese ridícula—. Es evidente.
—Claro. Lo pensaré.
De nuevo relajada, se acomodó en el asiento con el vino en la mano.
—Te ofrecería repetir, pero, primero, le he prometido al señor Drubber las sobras; segundo, no quedaría bastante asado para que te lo llevaras a casa y pudieras hacerte bocadillos; y tercero, tendrás que reservarte para el postre.
Brody se quedó en el primer punto.
—¿Cómo es que Mac se merece las sobras?
—Por instalarme el cerrojo. Además, no me ha dejado pagarlo.
—Se ha prendado de ti.
—Y yo de él. ¿Por qué no está casado?
Brody soltó un triste suspiro.
—Una típica pregunta femenina. Esperaba otra cosa de ti.
—Tienes razón, es típica. Pero me gustaría que tuviese a alguien que le preparase carne asada y trabajase con él en la tienda.
—Al parecer, ya te tiene a ti para que le prepares carne asada. Y Leon y el viejo Frank trabajan con él en la tienda. Beck hace media jornada cuando Mac le necesita.
—Eso no es como tener a alguien que trabaje contigo y se preocupe de que tengas una buena cena caliente al final de la jornada.
—Se dice que tuvo un desengaño amoroso hace un cuarto de siglo más o menos. Su novia le dejó plantado poco menos que en el altar. Se fue con su mejor amigo.
—No puede ser. ¿De verdad?
—Eso dicen, aunque seguramente exageran para darle más morbo. Supongo que hay algo de cierto.
—¡Qué mala pécora! Ella no le merecía.
—Probablemente él ni siquiera recuerda cómo se llamaba.
—Claro que se acuerda. Apuesto a que ella ya va por el cuarto marido y sufre una terrible dependencia de los fármacos provocada por complicaciones derivadas de su tercer lifting.
—Eres un poco mala. Me gusta.
—Cuando alguien le hace daño a alguien que me importa, soy malísima. Bueno, ¿por qué no te retiras al salón a disfrutar del vino? Voy a limpiar esto.
—Define «limpiar».
—Mira y aprende.
—De acuerdo, pero la vista es mejor desde aquí. He visto una foto tuya de hace algunos años. Artículos en internet, de periódicos y revistas —explicó él.
—¿Por qué mirabas artículos sobre mí en internet?
—Por curiosidad. Llevabas el pelo más corto.
Reece recogió los platos y los llevó al fregadero.
—Sí. Solía ir a una buena peluquería de Newberry. Era cara, pero merecía la pena. O al menos eso me parecía entonces. No he podido aguantar en una peluquería desde… —Abrió el grifo y echó un poco de lavavajillas en el agua—. Así que me lo dejé crecer —concluyó.
—Tienes un pelo muy bonito.
—Me encantaba ir a la peluquería, que alguien me prestase tanta atención y se preocupase por mi aspecto. Sentarme allí tomando el vino, el té o el agua con gas que me servían, salir sintiéndome fresca y renovada. Era una de esas facetas de la vida por las que me encantaba ser mujer. —Se apartó del fregadero para repartir las sobras en las dos cajas de comida para llevar que había cogido en Joanie’s—. Cuando salí del hospital, mi abuela me invitó a un tratamiento completo en mi peluquería. Reservó hora con el peluquero, con la manicura, con la esteticista, con la masajista… Todo el mundo se mostró tan atento, tan amable… Tuve un ataque de pánico en el vestuario. Ni siquiera pude desabrocharme la camisa para ponerme la bata. Tuve que marcharme. —Metió las cajas en el frigorífico—. Mi peluquero… —añadió—. Fui clienta suya durante años. Es un encanto. Se ofreció a venir a mi casa. Pero no pude.
—¿Por qué no?
—La mortificación era muy importante.
—Eso es una tontería.
—Es posible, pero así era. Y resultaba más fácil sentir vergüenza que miedo. Al fin y al cabo, la fobia a las peluquerías no supone una gran dificultad. Pero se van acumulando.
—Tal vez deberías volver a intentarlo.
Desde el fregadero, le miró por encima del hombro.
—¿Tan mal aspecto tengo?
—Tienes buen aspecto. Debes de tener buenos genes. Pero es una bobada no tratar de recuperar algo que te gusta.
«Buenos genes», pensó mientras colocaba los platos en el escurridor. No era exactamente un cumplido poético. De todos modos, hizo que se sintiese más segura de su apariencia de lo que se había sentido en mucho tiempo.
—Lo pondré en mi lista.
Se volvió secándose las manos en el paño mientras él apartaba el taburete. Reece no dio un paso atrás, aunque pensó hacerlo. Una retirada no funcionaria con él. En realidad no estaba segura de sí quería retroceder o avanzar hacia él.
Él le quitó el paño de las manos y lo arrojó a un lado de un modo que le arrancó una mueca de disgusto. Había que ponerlo a secar plano para que no…
Brody apoyó las manos en el borde del fregadero, a cada lado de ella, como había hecho sobre el capó de su coche.
—¿Qué hay de postre?
—Pastel de manzana con helado de vainilla. Se ha estado calentando en el horno mientras…
La boca masculina capturó la de ella, firme y fuerte. Reece saboreó el vino en su lengua, fuerte y tentador, y sintió el roce de sus dientes. Su sangre se encendió como si la hubiese alcanzado un rayo.
—Madre mía —consiguió decir—. Es como si se me cruzasen los circuitos del cerebro. Chisporrotean y echan humo.
—Tal vez necesitas tumbarte.
—Me gustaría. Reconozco que me apetecería. Hasta he lavado las sábanas, por si acaso.
Brody sonrió.
—¿Has lavado las sábanas?
—Parecía lo adecuado. Pero… ¿puedes dar un paso atrás? Me cuesta respirar.
Él retrocedió.
—¿Mejor?
—Sí y no.
«Es tan irresistible…», pensó. Reece se atenía a su impresión inicial. No era guapo, pero sí irresistiblemente atractivo. Masculino hasta la médula. Manos grandes, pies grandes, boca dura, cuerpo duro.
—Quiero irme a la cama contigo; quiero volver a tener todas esas sensaciones. Pero creo que necesito esperar hasta estar un poco más segura de mí misma.
—Y de mí.
—Esa es una de las cosas que me gustan de ti. Lo captas todo. Soria normal para ti, agradable, tal vez fantástico, pero normal. Para mí, volver a tener intimidad sería, o será, monumental. Me parece que más vale que estemos seguros los dos, porque es un gran peso para ti.
—O sea que si no te acuestas conmigo es por mi bien.
—Por decirlo de alguna manera.
—Eres muy considerada.
Brody le dio un suave empujón y volvió a besarla. Esta vez le pasó las manos por los costados, amoldándose a sus pechos, su cintura, sus caderas. Luego, una vez más, dio un paso atrás.
—¿Qué puñetas es un pastel de manzana?
—¿Qué? ¡Ah, espera!
Reece se tomó un momento, con los ojos cerrados, hasta que su cerebro volvió a la normalidad.
—Es delicioso, ya lo verás. Ve a sentarte, dame un minuto y te lo demostraré. ¿Quieres café?
—No tienes café.
—La verdad es que… —dio un paso hacia un lado para evitar el contacto con él y cogió un termo que había sobre la encimera— he subido un poco.
—¿Tienes café?
Reece vio que, por una vez, le había sorprendido.
—Suave y con un terrón de azúcar, ¿verdad?
—Sí, gracias.
Reece preparó el postre y lo sirvió en la zona de estar.
—No es sexo —dijo—, pero es un final agradable para una cena.
Brody probó el pastel.
—¿Cómo he podido vivir hasta hoy sin esto?
—Aprendí a prepararlo para mi padre. Era su postre favorito.
—Un hombre con buen gusto.
La muchacha sonrió y comió un poco del suyo.
—No has dicho nada sobre… No sé muy bien cómo llamarlo.
—Creo que la palabra es «asesinato».
—Sí, la palabra es «asesinato». Una de las teorías del sheriff es que me equivoqué de sitio, y que ella no murió. Tal vez vi a un par de personas que se peleaban, pero no fue un asesinato. Por eso nadie ha denunciado la desaparición de ninguna mujer.
—Y tú no estás de acuerdo.
—Para nada. Sé lo que vi y dónde lo vi. Tal vez no han denunciado su desaparición porque esa mujer no era importante para nadie. O porque venía, en fin, de Francia.
Esta vez Brody sonrió.
—Fuera de donde fuese, alguien debió de verla. Poniendo gasolina, comprando comida, en un camping, en un motel… ¿Podrías describirla bien?
—Ya lo he hecho.
—No, quiero decir si podrías describírsela a un dibujante.
—¿A un dibujante de la policía?
—En Angel’s Fist no hay de eso, pero tenemos a un par de artistas. Estaba pensando en el doctor.
—¿En el doctor?
—Hace dibujos al carboncillo. Es una especie de afición, pero lo hace bastante bien.
—¿Y le describiría a la víctima de un asesinato o me haría una evaluación médica?
Brody se encogió de hombros.
—Si no confías en el doctor, podemos buscar a otra persona.
—Confío en ti. —Brody frunció el ceño y ella asintió—. ¿Lo ves? —añadió—. Ya te he hablado del peso. Confío en ti, así que estoy dispuesta a probar con el doctor Wallace. Si vienes conmigo.
Él ya tenía previsto ir con ella. No pensaba perderse ningún detalle de la situación. Pero siguió frunciendo el ceño mientras se tomaba el postre.
—Si insistes que vaya contigo, ¿cómo me vas a compensar por el tiempo? Estoy pensando en algo que combine bien con la botella de vino blanco que tienes en la nevera.
—Tengo el domingo libre. Yo me encargo del menú.
Brody se terminó el último bocado de su cuenco.
—Confío en ti. Hablaré con el doctor.