Brody cogió su cerveza y metió una pizza congelada en el horno. Cuando pulsó el botón del contestador automático, se oyó un mensaje de su agente. Había conseguido un excelente acuerdo con una editorial para el libro previsto para principios del otoño. Lo que podía merecer una segunda cerveza con la cena.
Tal vez derrocharía parte de los ingresos que le correspondiesen en una televisión nueva. Una de plasma. Podía colgarla sobre la chimenea. ¿Las pantallas de plasma se podían colgar sobre una chimenea, o se estropeaban con el calor? Bueno, ya se enteraría, porque sería muy agradable tumbarse en el sofá a ver los deportes en una de esas pantallas enormes.
Pero por el momento se quedó en el umbral de la cocina, bebiéndose la cerveza mientras contemplaba cómo la luz se atenuaba y las sombras se intensificaban en dirección a la noche.
El silencio cayó con tanta suavidad como aquella primera cerveza fría.
Tenía que recuperar las horas de trabajo perdidas; no podía permitirse una enorme televisión de plasma sin dedicar tiempo ante el teclado. Eso significaba que antes de acostarse invertiría un par de horas en el libro que estaba escribiendo. Estaba deseando ponerse manos a la obra.
Tenía que matar a una mujer.
De todos modos, mientras se tomaba la cerveza y esperaba su pizza, podía ocupar su tiempo en pensar en otra mujer.
Ella no pasaba con suavidad. Reece Gilmore tenía demasiados cantos mellados para deslizarse con facilidad dentro de un hombre. Tal vez por eso le resultaba tan intrigante pese a que no había tenido intención alguna de sentirse intrigado. Le gustaban sus contrastes; fuerte y frágil, prudente e impetuosa. La gente que caminaba en línea recta siempre por la misma calle resultaba aburrida al cabo de un tiempo.
Además, no podía evitar sentir que estaban juntos en aquella situación tan particular.
Hasta que superasen aquella situación, sería interesante averiguar más sobre ella.
Miró a su alrededor. El ordenador portátil estaba sobre la mesa.
«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», decidió, y con otro sorbo de cerveza cerró la puerta.
Conectó el aparato y luego sacó la pizza del horno. La rueda de cortar era, junto con la cafetera, uno de sus pocos utensilios de cocina. Puso toda la pizza, cortada en cuatro triángulos, en un plato, cogió un par de servilletas de papel y, tras abrir una segunda cerveza, consideró que aquello era una cena.
Dudaba que le tomase más tiempo del que le había tomado al sheriff acceder a los datos sobre Reece. Buscó su nombre en Google y obtuvo suficientes entradas para mantenerse ocupado e interesado.
Encontró un viejo artículo sobre cocineros prometedores de Boston en el que aparecía Reece, que entonces contaba veinticuatro años. Al ver la foto, observó que estaba en lo cierto.
Tenía mejor aspecto con unos cinco kilos más. En realidad, tenía un aspecto fantástico.
Joven, vibrante, esencial, por así decirlo, sonriente ante la cámara sosteniendo un gran cuenco azul y un brillante batidor de varillas. El Artículo indicaba mi formación —un año en París añadía mucho refinamiento— y contaba como anécdota que de niña preparaba cenas de cinco platos para sus muñecas.
El artículo citaba a Tony y Terry Maneo, los dueños del restaurante donde trabajaba y que murieron a los pocos años. Decían que no solo era la joya de su negocio sino que la consideraban una más de la familia.
Había más detalles. Supo que se quedó huérfana a los quince años y que desde entonces la crio su abuela materna. Era soltera, hablaba francés con fluidez y le gustaba invitar a sus amigos, entre los cuales al parecer tenía fama por su brunch del domingo.
Los adjetivos utilizados para describirla eran «enérgica», «creativa», «aventurera» y, el mismo que le había asignado él, «vibrante».
«¿Cómo la describiría ahora?», se preguntó Brody mientras masticaba la pizza. Maniática, nerviosa, decidida.
Excitante.
Una llamativa crónica del Boston Globe hablaba de su futuro puesto de jefa de cocina para un «local muy conocido, famoso por su cocina americana de fusión y su agradable ambiente». Se incluían sus antecedentes y datos curiosos junto con una foto de una Reece de aspecto más sofisticado que llevaba el cabello recogido en un moño alto —bonito cuello— y posaba, en lo que supuso que era la gloria de acero inoxidable de su nueva cocina, vestida con un sexy traje negro y unos seductores zapatos rojos de tacón altísimo.
Siempre recordaré con cariño mis años en Maneo’s y a todas las personas con las que trabajé o para las que cociné. Tony y Terry Maneo no solo me ofrecieron mi primera oportunidad profesional, también me dieron una gran familia. Aunque echaré de menos la comodidad y familiaridad de Maneo’s, me hace mucha ilusión incorporarme al equipo creativo de Oasis. Pretendo mantener el alto nivel del restaurante… y añadir algunas sorpresas.
—Estás para comerte, Flaca —dijo en voz alta, observando de nuevo la foto.
Comprobó la fecha del artículo y vio que se había publicado más o menos en la época en que mandó a hacer puñetas al redactor jefe del Trib. Cuando encontró la primera noticia de la matanza en Maneo’s, vio que sucedió tres días después del artículo del Globe.
Un asunto terrible, se mirara por donde se mirase. Reece aparecía como única superviviente, víctima de múltiples heridas de bala y en estado crítico. La policía estaba investigando y demás. Hablaba de los propietarios y del restaurante que habían regentado durante más de un cuarto de siglo. Había declaraciones de la familia y los amigos; la conmoción, las lágrimas, la atrocidad. El periodista utilizaba expresiones como «baño de sangre», «carnicería» y «brutalidad».
Artículos sucesivos informaban del avance de la investigación —de poco a ninguno— y Brody pudo leer la frustración de los investigadores en cada cita.
Se informaba de funerales y misas para quienes habían muerto. El estado de Reece pasó a ser grave. Se decía que estaba bajo protección policial.
Luego fue desapareciendo, poco a poco, y los artículos pasaron de la primera plana a la página tres, y más atrás. Volvió a hablarse cuando fue dada de alta en el hospital. No había declaraciones de Reece ni fotos.
Brody se dijo que así eran las cosas. Una noticia solo lo era hasta que aparecía algo nuevo. Hacía falta jugo para alimentar a la prensa, y a la Matanza de Maneo, como la bautizaron los periódicos, se lo exprimieron todo durante tres semanas.
Los muertos estaban enterrados, los asesinos sin identificar, y a la única sobreviviente le quedaba recoger las piezas que pudiese de una vida destrozada.
Mientras Brody se acababa la pizza y leía sobre ella, Reece llenaba su pequeña bañera de agua caliente y un generoso chorro de gel de baño. Se había tomado la aspirina y se había obligado a comer un poco de queso con galletas saladas y un racimo de uvas, para equilibrar.
Se pondría en remojo con un vaso de vino y empezaría el libro de Brody en la bañera. No quería pensar en la realidad, al menos durante una hora. Dudó entre cerrar o no la puerta del baño. Habría preferido cerrarla, pero el cuarto era tan pequeño que no habría sido capaz de soportar semejante encierro.
La había cerrado un par de veces y había acabado saliendo de la bañera, chorreando y jadeando, para volver a abrirla.
Se recordó que la puerta de la calle estaba cerrada con llave y que había puesto el respaldo de una silla bajo el picaporte. Estaba a salvo. Pero después de deslizarse en la bañera tuvo que incorporarse dos veces y estirarse para observar la zona de estar a través del umbral. Por si acaso. Aguzar el oído por si oía algo.
Impaciente consigo misma, tomó despacio dos largos sorbos de vino.
—Para. Relájate. Te encantaba hacer esto, ¿recuerdas? Sentarte en un baño de burbujas con una copa de vino y un libro. Se acabó lo de restregarse en tres minutos y salir encogida de la ducha como si Norman Bates fuese a matarte a hachazos… Y, ¡oh, por el amor de Dios, cállate!
Cerró los ojos y tomó otro sorbo de vino. Luego abrió el libro.
Empezaba así:
Algunos comentaban que Jack Brewster llevaba años cavando su propia tumba, pero cuando la pala cortó la dura tierra invernal se sintió un tanto enojado al pensar que alguien pudiera tornarse la frase en sentido literal.
Sonrió, confió en que Jack no acabase pronto bajo tierra.
Leyó durante un cuarto de hora, hasta que los nervios la llevaron a incorporarse para volver a atisbar hacia la zona de estar. Reece lo consideró un nuevo récord. Complacida, consiguió leer durante diez minutos más, pero una inquietud creciente le indicó que ya estaba bien.
Mientras quitaba el tapón de la bañera, se prometió que la próxima vez probaría a tomar un baño más largo.
Le gustaba el libro, y eso era un alivio. Lo dejó para poder aplicarse la crema corporal, que olía igual que el gel de baño. Se metería en la cama con la novela, eso haría. Utilizaría al Jack Brewster de Brody para cerrar todos los lugares hacia los que se desviaba su mente.
Esa noche no escribiría en su diario.
Puede que estuviese irritada con el sheriff Mardson cuando salió de su oficina, pero ahora que se sentía más tranquila tenía que reconocer que hacía todo lo que estaba en su mano.
La creyese o no, había mostrado interés. Al menos cierto interés.
Así que ella haría lo posible para seguir por lo menos uno de sus consejos. Se olvidaría del asunto al menos durante unas horas.
Se puso un pantalón de pijama y una camiseta, y se quitó las pinzas del pelo. «Un té y una velada con un libro», pensó.
Después de poner a hervir el agua, trató de reunir algo de entusiasmo para prepararse un bocadillo, pero en lugar de eso acabó pensando en un menú para la noche siguiente.
Carne roja, por supuesto. Tal vez un poco de carne asada con salsa de vino tinto. En cuanto pudiese se escaparía al mercado y prepararía un adobo. «Muy fácil», pensó mientras empezaba una lista. Patatas y zanahorias nuevas, guisantes frescos si podía encontrarlos. Una cena masculina. Bollos de mantequilla.
Si tenía tiempo podría preparar unos champiñones rellenos como aperitivo. Y acabar con un postre de frutos rojos con nata. No, demasiado femenino. Pastel de manzana, quizá. Comida sencilla y tradicional.
Y después ¿acabaría en la cama con él? No era buena idea; en realidad era una idea pésima. Pero, puñeta, desde luego aquel hombre la había encendido. Era un alivio saber que podía encenderse, pero resultaba frustrante no estar segura de lo que debía o podía hacer con eso.
Debía lavar las sábanas, por si acaso. Solo tenía un juego, así que escribió en su lista «Colada» con un signo de interrogación. Tendría que conseguir un buen vino tinto. Quizá también coñac. Y, maldita sea, no solo no tenía café; tampoco tenía cafetera.
Se llevó los dedos al centro de la frente, donde el dolor de cabeza resurgía poco a poco. Debería cancelarlo. Se volvería loca tratando de preparar la cena perfecta cuando seguramente Brody estaría contento con un par de hamburguesas de búfalo y unas patatas fritas.
Aún más inteligente sería meter sus cosas en el petate, dejarle una nota a Joanie y marcharse de Angel’s Fist. ¿Qué motivos tenía para quedarse?
Habían asesinado a una mujer, y ese era un buen motivo para abandonar la zona. Muy pronto, si no había ocurrido ya, todos los habitantes del pueblo sabrían que ella afirmaba haber presenciado el crimen, y no había ni un atisbo de prueba que apoyase esa afirmación.
No quería que la gente volviese a mirarla de reojo como si fuese una bomba a punto de estallar. Además, había hecho progresos allí, podía marcharse sin sentir vergüenza. Volvía a cocinar, se había montado un apartamento, había aguantado veinticinco minutos en la bañera.
Sentía que su sexualidad empezaba a hervir a fuego lento.
Otra sesión con Brody, pensó, y la sexualidad se saldría de la olla. No había nada malo en ello, nada en absoluto. Ambos eran adultos sin ataduras. El sexo era saludable; pensar en la posibilidad de acostarse con un hombre atractivo era una actividad femenina normal.
Era un progreso.
Podía coger todo ese progreso, todos esos avances, y utilizarlos en el siguiente pueblo.
Dejó el lápiz en el momento en que el hervidor empezó a chisporrotear. Silbaba en tono agudo cuando sacó del armario una taza y un platillo. Recordó que no tenía tetera. Tal vez compraría una en el siguiente lugar donde se detuviese.
Apagó el fuego y apartó el hervidor. Mientras el silbido disminuía, alguien llamó a la puerta.
Habría chillado si le hubiese quedado aliento. En lugar de eso, retrocedió con brusquedad y se golpeó la cadera contra la encimera. Cuando se disponía a agarrar el mango de su mejor cuchillo, la brusca voz de Joanie atravesó la puerta.
—Abre, por todos los diablos. No tengo toda la noche.
Con las rodillas temblorosas, Reece cruzó la habitación a toda prisa y retiró la silla haciendo el menor ruido posible.
—¡Lo siento, espera un segundo!
Abrió la puerta y retiró la cadena de seguridad.
—Estaba en la cocina —dijo Reece.
—Sí, y este apartamento es tan espacioso que me extraña que me hayas oído.
Joanie olía a especias y a humo.
—Traigo el último cuenco de sopa —añadió—. La próxima vez tenemos que preparar más. ¿Has cenado?
—Pues…
—Da igual —Joanie dejó sobre la encimera un recipiente desechable, caliente y tapado—. Cena ahora. Adelante —insistió al ver que Reece vacilaba—. Aún está caliente. Es mi turno de descanso. —Dicho esto, se acercó a la ventana y la abrió unos centímetros. Luego sacó un encendedor y un paquete de Marlboro Lights—. ¿Vas a cabrearme diciendo que no puedo fumar aquí?
—No —contestó Reece mientras le acercaba el platito para que lo utilizase como cenicero—. ¿Cómo van las cosas esta noche?
—No está mal. Esa sopa ha tenido mucho éxito. Puedes hacer la de mañana si tienes alguna idea.
—Claro, no hay problema.
—Siéntate y come.
—No tienes por qué quedarte ahí de pie, junto a la ventana.
—Estoy acostumbrada —respondió Joanie, apoyando una nalga en el alféizar—. Huele bien.
—Acabo de tomar un baño. Mango Tropical.
—Qué bien. —Joanie dio una calada contemplativa—. ¿Esperas compañía?
—¿Cómo? No, no, esta noche no.
—Cas está abajo —dijo Joanie mientras echaba la ceniza por la ventana con expresión ausente—. Quería subirte la sopa. No creo que fuese para tirarte los tejos, sobre todo porque ha dicho que pensaba que Linda-Gail debía subir con él. De todos modos, dale la mano y te cogerá el brazo.
—Lo de la sopa es todo un detalle por su parte.
—Está preocupado por ti; supone que debes de estar asustada y trastornada.
—Lo estaba —dijo Reece con media sonrisa mientras se sentaba para tomarse la sopa—, pero me encuentro bien.
—No es el único preocupado. Como suele pasar, ha corrido el rumor de lo que viste ayer en el sendero.
—¿Lo que vi o lo que creí ver?
—Tú sabrás.
—Lo vi.
—Muy bien. Linda-Gail me ha pedido que te diga que, si no quieres estar sola, subirá a pasar la noche contigo, o que puedes ir a su casa.
Reece se detuvo con la cuchara a medio camino de la boca.
—¿De verdad?
—No, me lo he inventado para que puedas quedarte embobada.
—Es un encanto, pero estoy bien.
—La verdad es que tienes mejor aspecto que antes. —Apoyando la espalda contra el marco de la ventana, Joanie echó más cenizas al exterior y añadió—. Como soy tu jefa y tu casera, la gente se ha pasado el día preguntándome y dándome recuerdos para ti. Mac, Cari, el doctor, Bebe, Pete, Beck y los demás. Reconozco que algunos han venido con la esperanza de echarte un vistazo o sonsacarme información, pero la mayoría estaban sinceramente preocupados. He pensado que debías saberlo.
—Agradezco las preguntas, los recuerdos y la preocupación. Joanie, el sheriff no encuentra nada.
—Algunas cosas cuesta más encontrarlas que otras. Rick seguirá buscando.
—Supongo que sí. Pero en realidad no me cree. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a creerme nadie? Aunque ahora sí lo hagan, lo verán de otro modo cuando corra el rumor, de lo que ocurrió en Boston. Y… creo que ya ha corrido.
—Alguien se lo murmuró a alguien que se lo murmuró a alguien más. Así que, sí, se ha hablado de lo que ocurrió allí y de cómo te afectó.
—Tenía que suceder —dijo Reece tratando de restarle importancia—. Ahora habrá más murmullos, más habladurías. Luego empezarán: «Oh, esa pobre chica lo pasó muy mal y no consigue superarlo. Se imagina cosas».
—Puñeta, y yo sin mi violín —replicó Joanie mientras apagaba el cigarrillo—. Me aseguraré de llevarlo conmigo la próxima vez que montes una fiesta.
—¡Qué mala eres! —Reece siguió comiendo—. ¿Por qué será que las dos personas menos comprensivas son las que más me ayudan?
—Supongo que te diste un atracón de comprensión en Boston y no quieres repetir.
—Has dado en el clavo. Antes de que subieras estaba pensando en marcharme. Ahora estoy aquí sentada comiendo sopa, que, dicho sea de paso, estaría más buena con hierbas frescas, y mientras hablo contigo comprendo que no me voy a ir a ninguna parte. Me alegro de saberlo, aunque cuando te marches comprobaré que las ventanas y la puerta están cerradas, y me aseguraré de que tengo línea telefónica.
—¿También volverás a poner la silla debajo del picaporte?
—No se te escapa nada.
—No mucho. —Joanie llevó el improvisado cenicero junto al fregadero—. Tengo sesenta tacos, así que…
—¿Sesenta años? ¡Venga ya!
Incapaz de evitar una rápida sonrisa ante la evidente incredulidad de Reece, Joanie se encogió de hombros.
—Cumpliré sesenta en enero del año que viene, así que estoy practicando. De ese modo no será un golpe tan grande. Ahora no sé qué estaba diciendo. Me he perdido…
—Te habría echado cincuenta.
Joanie le dedicó una mirada larga y fría, pero sus labios volvieron a sonreír.
—¿Estás intentando conseguir un aumento antes de hora?
—Si puedo…
—Sé reconocer lo bueno cuando lo veo. Eso es lo que iba a decir. Tú eres de buena raza y aguantarás. Has aguantado cosas peores.
—No aguanté.
—No me digas que no —replicó Joanie—. Estoy aquí mirándote, ¿no? Recuerda que en el pueblo puede haber muchos curiosos, pero hay buena gente; de lo contrario, me habría largado de aquí hace tiempo. En todas partes pasan cosas malas, y tú lo sabes mejor que nadie. La gente de aquí se ocupa de sí misma, y de los demás cuando hace falta. Si necesitas que te echen una mano, pídelo.
—Lo haré.
—Tengo que volver abajo. —Mientras retrocedía, Joanie echó un vistazo a su alrededor—. ¿Quieres una tele? Tengo una de sobra.
Reece iba a decir que no, que era demasiada molestia. «Afina esos violines», pensó.
—Si puedes prestarme una, me gustaría mucho.
—Puedes subírtela mañana.
En la puerta, Joanie se detuvo y husmeó el aire.
—Va a llover otra vez. Te espero a las seis en punto.
Una vez sola, Reece se levantó a cerrar las ventanas y a cerrar la puerta con llave. Se tomó su tiempo. «Cualquier mujer lo cierra todo para pasar la noche», se dijo. Si apoyaba la silla bajo el picaporte, eso no perjudicaba a nadie.
La lluvia llegó poco después de las dos de la mañana y la despertó. Se había dormido con las luces encendidas y el libro de Brody en la mano. Se oían truenos ahogados bajo el golpeteo de la lluvia sobre el tejado y contra las ventanas. Le gustaba la fuerza de aquel sonido. Hacía que se sintiese aún más confortable y abrigada en su pequeña cama.
Se acurrucó mientras se frotaba el cuello entumecido. Suspiró y se tapó hasta la barbilla. Al recorrer con la mirada la habitación antes de volver a cerrar los ojos, se quedó helada.
La puerta de la calle estaba abierta. Solo una rendija.
Temblando, se envolvió los hombros con la manta y agarró la linterna que tenía junto a la cama como si fuese un garrote. Tenía que levantarse, tenía que mover las piernas. Se levantó, con la respiración entrecortada, y corrió hasta la puerta.
Dio un portazo, cerró con llave y accionó el picaporte con fuerza para asegurarse de que no cedía. El corazón le latía a toda velocidad mientras corría a las ventanas para asegurarse de que estaban bien cerradas. Atisbo por los cristales.
No había nadie bajo la lluvia. El lago era una negra extensión de agua; la calle estaba resbaladiza y vacía.
Trató de convencerse de que había dejado la puerta mal cerrada por error o se las había arreglado para abrirla al hacer la última comprobación antes de acostarse. El viento la había abierto un poco. La tormenta había entrado y el viento la había abierto.
Pero se arrodilló junto a la puerta y vio los ligeros arañazos que había producido el roce de la silla.
El viento no había abierto la puerta con la fuerza suficiente para mover la silla más de dos centímetros.
Se sentó contra la pared, junto a la puerta, con la manta sobre los hombros.
Consiguió echar una cabezada, y luego vestirse y trabajar. En cuanto la tienda abrió, se tomó su descanso y se acercó a comprar un cerrojo.
—¿Sabe cómo instalar esto? —preguntó Mac.
—Pensaba que podría averiguarlo.
El hombre le dio una palmadita en la mano.
—¿Por qué no se lo instalo yo? De todos modos, hoy pensaba ir a comer a Joanie’s. No tardaré mucho.
«Pide ayuda cuando la necesites», recordó Reece.
—Se lo agradecería mucho, señor Drubber.
—Será un momento. No me extraña que esté un poquito nerviosa. Un buen cerrojo le ayudará a sentirse mejor.
—Sí, lo sé. —Se volvió al oír que se abría la puerta—. Buenos días, señor Sampson —dijo cuando vio entrar a Cari.
—Buenos días. ¿Cómo está?
—Estoy bien. Mmm…, supongo que el sheriff habrá hablado ya con ustedes, pero me pregunto si en los últimos días han visto en el pueblo a una mujer con el pelo largo y oscuro y un abrigo rojo.
—Vinieron algunos excursionistas —le dijo Mac—, todos hombres, aunque dos de ellos llevaban pendientes. Uno en la nariz.
—Se ven muchos en invierno, cuando vienen los aficionados al snowboard —comentó Cari—. Los chicos llevan más quincalla que las chicas. Mac, hace un par de días pasó por aquí una pareja de jubilados de Minnesota con una autocaravana.
—La mujer tenía el pelo canoso, Cari, y él pesaba al menos ciento treinta kilos. No son el tipo de personas por las que preguntaba el sheriff.
—Por cierto —dijo Cari mirando a Reece—, podría ser que la pareja a la que usted vio estuviese peleándose en broma, haciendo el tonto. La gente hace cosas rarísimas.
—Sí, es cierto —contestó Reece mientras sacaba el monedero—. ¿Le dejo a usted el cerrojo, señor Drubber?
—Sí, mejor. Ah, y guárdese el dinero. Se lo apuntaré a Joanie.
—Oh, no, es para mí, así que…
—¿Piensa quitarlo de la puerta y llevárselo a algún sitio?
—No, pero…
—Ya lo arreglaré con Joanie. ¿Tienen hoy sopa del día?
—De fideos y pollo, al estilo antiguo.
—Eso suena muy bien. ¿Necesita algo más?
—Pues sí, pero tendré que venir después. He de volver al trabajo.
—Deme la lista —dijo Mac antes de coger un lápiz y humedecer la punta—. Se lo subiré cuando vaya a comer.
—Me vendrá estupendamente. Necesito una tapa pequeña de ternera, medio kilo de patatas nuevas, medio kilo de zanahorias…
Cuando acabó, Mac levantó las cejas.
—Parece que va a cenar en compañía.
—Así es. He invitado a Brody. Últimamente me ha ayudado en algunas cosas.
¿Qué mal había?
—Apuesto a que él sale ganando.
—Si sobra algo, es para usted. Por poner el cerrojo.
—Trato hecho.
La muchacha regresó, aspirando el aire limpio y fresco que había dejado la tormenta nocturna. Había conseguido manejar la situación. Había hecho lo más sensato.
Y cuando se acostase aquella noche —sola o acompañada—, habría un nuevo cerrojo en la puerta.
Cas entró en Angel’s Fist a bordo de su furgoneta Ford con un CD de Waylon Jennings gimiendo en el reproductor. Antes de entrar en el pueblo había estado escuchando a Faith Hill, a quien consideraba el no va más en cuestión de mujeres. Pero a pesar de eso y de sus excelsas cuerdas vocales, un tipo no podía recorrer el pueblo con una chica cantando en su furgoneta.
Salvo que estuviese vivita y coleando, claro.
Estaba pensando en una chica. En realidad, en un par; en su mente cabían muchas mujeres. Vio a una de ellas, vestida con unos vaqueros ajustados y una sudadera roja, que subida a una escalera de mano pintaba de un vivo y alegre amarillo los postigos de la pequeña casa de muñecas que tenía alquilada.
Pisó el acelerador a fondo, esperando que ella se volviese y admirase su imagen dentro del masculino vehículo negro. Al ver que no se volvía, puso los ojos en blanco y aparcó.
Siempre había tenido que esforzarse más con esa mujer para sacar unas migajas que con las demás para conseguir el pastel entero.
—¡Hola, Linda-Gail!
—¡Hola, tú! —respondió ella sin dejar de pintar.
—¿Qué haces?
—Me estoy haciendo una limpieza de cutis y una pedicura. ¿A ti qué te parece que hago?
Él volvió a poner los ojos en blanco y bajó de la furgoneta para acercarse.
—¿Tienes el día libre?
Ya había echado un vistazo al horario y sabía que sí.
—Así es. ¿Y tú?
—Tengo a unos turistas, pero hoy salen a remar. ¿Has visto a Reece?
—No.
Golpeó la madera con la brocha lo bastante fuerte para que salpicase y para obligarle a apartarse de un salto.
—Ten cuidado.
—Pues muévete.
«Qué mujer más tozuda», pensó. No sabía por qué volvía a intentarlo con ella si siempre le insultaba.
—Oye, solo quería saber cómo estaba, eso es todo.
—Tu madre me dijo que la dejase en paz y eso hago —dijo con un suspiro, bajando la brocha—. Aunque me gustaría enterarme. Es horrible.
—Horrible… —repitió él—. Pero en cierto modo emocionante.
—¡Sí que lo es! —exclamó ella mientras se contorsionaba para mirarle—. Nos gusta el morbo, pero ¡Dios mío, es un asesinato! Bebe cree que debía de ser una pareja que atracó un banco o algo así, tuvieron un enfado, él la mató y se ha quedado con todo el dinero.
—Una teoría como otra cualquiera.
Bajando la brocha, la muchacha se apoyó en la escalera.
—Yo creo que tenían un lío y se escaparon juntos. Luego ella cambió de opinión y quiso volver con su marido y sus hijos, así que él la mató llevado por la pasión.
—También suena bien. Lastró el cuerpo y lo metió a la fuerza en una vieja madriguera de castores.
—Oh, eso es horrible de verdad, Cas. Peor que enterrarla.
—De todos modos, no creo que hiciera eso. —Cas se apoyó en la escalera. Percibía el olor de la pintura pero, a tan poca distancia, también olía algún producto que ella se aplicaba en la piel, fuera lo que fuese—. Tenía que saber dónde encontrar una vieja madriguera de castores, ¿no? Y no podían ser de por aquí. Lo mires por donde lo mires, él ya debe de estar muy lejos.
—Supongo que sí. Eso no le ayuda a Reece.
La muchacha volvió a pintar. Tal como él estaba situado, el bonito trasero de ella le quedaba justo a la altura de los ojos. Solo tenía que inclinarse cinco centímetros para…
—Me imagino que piensas pasar a verla —añadió Linda-Gail.
—¿A quién? —preguntó él mientras parpadeaba desconcertado—. Ah, te refieres a Reece. No lo sé. Lo haría si me acompañaras.
—Tu madre me ha dicho que hoy no moleste a Reece. Además, ya que he empezado con esto tengo que terminarlo.
—A este paso, va a llevarte la mitad del día.
Ella le miró por encima del hombro.
—Tengo otra brocha, listo. Podrías hacer algo útil en lugar de ir por ahí presumiendo.
—Es mi día libre.
—También el mío.
—Mierda. —No le apetecía nada pintar unos malditos postigos, pero no se le ocurría ningún otro sitio a donde ir, nada más que hacer—. Supongo que puedo echarte una mano —añadió al tiempo que cogía una brocha que aún llevaba la etiqueta con el precio en el mango—. Tal vez, si acabamos esto antes del martes que viene, podamos ir al rancho. Podría ensillar un par de caballos. Hace un buen día para dar un paseo.
Linda-Gail sonrió para sus adentros mientras pintaba.
—Tal vez. Hace un día estupendo.