Reece Gilmore atravesaba las rugosidades de la carretera de Angel’s Fist en un Chevy Cavalier recalentado. Reece llevaba en el bolsillo doscientos cuarenta y tres dólares y algo de calderilla, lo suficiente para curar el Chevy, echar gasolina y comer algo. Si tenía la suerte de su lado, y el coche no estaba gravemente enfermo, le llegaría para pagar una habitación donde pasar la noche.
Entonces, incluso según los cálculos más optimistas, estaría sin blanca.
Consideró que el vapor que salía a bocanadas del capó era la señal de que había llegado el momento de dejar de viajar durante un tiempo y buscar un trabajo.
«Nada de preocupaciones, nada de problemas», se dijo. El pueblo de Wyoming, apiñado alrededor de las frías aguas azules de un lago, era tan bueno como cualquier otro sitio. Tal vez mejor. Era un lugar abierto, lo que ella necesitaba, con aquel cielo inmenso y los picos nevados de los Tetons que se alzaban como dioses sensatos y, en cierto modo, reservados.
Durante horas había avanzado hacia ellos por una carretera llena de curvas, a través de un paisaje salpicado de picos y llanuras. Cuando emprendió el viaje aquel mismo día antes del alba, no tenía ni idea de dónde acabaría, pero rodeó Cody, cruzó como una bala Dubois y, tras acariciar la idea de dirigirse a Jackson, decidió bajar hacia el sur.
Así pues, algo debía de haberla arrastrado hacia aquel lugar.
En los últimos ocho meses había desarrollado una fuerte tendencia a creer en señales e impulsos. CURVAS PELIGROSAS, RESBALADIZAS CON LLUVIA. Agradeció que alguien se tomase el tiempo y la molestia de colocar aquella clase de avisos. Otras señales podían ser una inclinación peculiar de la luz del sol dirigida hacia una carretera del interior, o una veleta que apuntaba hacia el sur.
Si le gustaba el aspecto de la luz o la veleta, seguía aquel camino hasta encontrar lo que le parecía el lugar adecuado en el momento adecuado. Podía instalarse durante unas semanas o, como hizo en Dakota del Sur, unos meses; buscar trabajo, explorar la zona y luego, cuando las señales, los impulsos, indicasen una nueva dirección, seguir adelante.
Había libertad en aquel sistema de vida, y a menudo —sobre todo últimamente— una disminución de la ansiedad que zumbaba constantemente en el fondo de su mente. Aquellos últimos meses viviendo consigo misma, esencialmente por sí misma, habían conseguido proporcionarle una tranquilidad mayor que todo el año de terapia.
En realidad, suponía que la terapia le había proporcionado la base para enfrentarse a sí misma todos los días. Todas las noches. Y todas las horas entre el día y la noche.
Y ahí estaba un nuevo comienzo, otra nueva vida en los dedos juntos de Angel’s Fist, el Puño del Ángel.
Pero al menos se tomaría unos cuantos días para disfrutar del lago y las montañas, para reunir el dinero suficiente para volver a la carretera. Un lugar como aquel —el letrero indicaba que tenía una población de 623 habitantes— debía de vivir del turismo, por el paisaje y la proximidad del parque nacional.
Como mínimo habría un hotel, seguramente un par de pensiones y tal vez un rancho para turistas a poca distancia. Trabajar en un rancho para turistas podía resultar divertido. Todos aquellos lugares necesitarían a alguien que hiciera recados y limpiase, sobre todo en esa época del año, cuando el deshielo primaveral amortiguaba el frío del invierno.
Pero su coche estaba echando señales de humo densas y desesperadas, por lo que la principal prioridad era un mecánico.
Avanzó despacio por el camino que bordeaba el largo y ancho lago. Las manchas de nieve formaban charcos blancos y mates en la sombra. Los árboles lucían aún sus hojas color marrón, propias del invierno, pero había varias barcas en el agua. Vio a un par de tipos vestidos con anorak y gorra remando en una canoa blanca a través del reflejo de las montañas.
Al otro lado del lago estaba lo que supuso que era la zona comercial. Tienda de recuerdos, un pequeño museo. Banco, oficina de correos, observó. Oficina del sheriff.
Se alejó del lago y avanzó con dificultad hasta lo que parecía un gran comercio. Delante había un par de hombres con camisa de franela sentados en unas sillas robustas desde las que tenían una buena vista del lago.
Cuando apagó el motor y salió del coche, la saludaron con un gesto de la cabeza. Luego, el de la derecha dio un golpecito en la visera de su gorra azul; llevaba impreso el nombre de la tienda: FERRETERÍA Y COMESTIBLES MAC.
—Parece que su coche tiene problemas, señorita.
—Desde luego. ¿Saben de alguien que pueda echarme una mano?
El hombre apoyó las manos en los muslos y se levantó de la silla. Era de complexión fuerte, de tez rubicunda, con algunas arrugas en las comisuras de sus amigables ojos castaños. Su voz era cansina y lenta.
—¿Por qué no levantamos el capó y echamos un vistazo?
—Se lo agradezco.
Cuando ella soltó el pestillo, el hombre subió el capó y dio un paso atrás para evitar las nubes de humo. Por razones indefinibles, la humarada y el ruido le causaron más incomodidad que ansiedad.
—Creo que ha empezado a unos quince kilómetros de aquí —dijo—. No estaba atenta. Tenía toda la atención puesta en el paisaje.
—Es normal. ¿Se dirigía al parque?
—Sí, más o menos. —«No estoy segura, nunca estoy segura», pensó, y trató de concentrarse en el presente en lugar de en el pasado o en el futuro—. Creo que el coche tenía otras ideas —añadió.
El otro hombre se acercó y ambos miraron bajo el capó tal como Reece sabía que hacían los hombres. Con mirada seria y ceños sagaces. Miró con ellos, aunque reconocía que en eso respondía al tópico de la mujer para quien lo que esconde el capó de un coche es tan extraño como la superficie de Plutón.
—Uno de los tubos del radiador se ha roto —le dijo el hombre—. Tendrá que cambiarlo.
No sonaba tan mal, no demasiado mal. No demasiado caro.
—¿Hay algún sitio aquí donde pueda hacerlo?
—En el garaje de Lynt se lo arreglarán. ¿Quiere que le telefonee?
—Me salva usted la vida —dijo ella con una sonrisa mientras le tendía la mano, un gesto que había llegado a resultarle mucho más fácil con los extraños—. Soy Reece. Reece Gilmore.
—Mac Drubber. Él es Cari Sampson.
—Es del Este, ¿verdad? —preguntó Cari.
Reece le echó cincuenta y tantos años bien llevados y un poco de sangre india que debía de remontarse a varias generaciones.
—Sí, de la zona de Boston. Les agradezco de verdad la ayuda.
—Solo es una llamada telefónica —dijo Mac—. Si le apetece puede quedarse aquí a tomar el aire o dar un paseo. Es posible que Lynt tarde un poco en llegar.
—Me gustaría dar un paseo, si no les importa. Tal vez puedan indicarme un buen sitio para alojarme. Nada demasiado elegante.
—Tenemos el hotel Lakeview, al final del camino. El hostal Teton, al otro lado del lago, es un poco más familiar; como una pensión, con cama y desayuno. También hay varias cabañas junto al lago y otras fuera del pueblo que se alquilan por semanas o meses.
Ya no pensaba en meses. Un día era reto suficiente. Y la palabra «familiar» le sonaba demasiado íntima.
—Puede que me acerque a echar un vistazo al hotel.
—Hay un buen trecho. Puedo acercarla con el coche.
—Llevo todo el día conduciendo. Me vendrá bien estirar las piernas. Pero gracias, señor Drubber. No hay problema.
Se quedó mirándola un momento mientras se alejaba por la acera de madera.
—Una chica guapa —comentó.
—Ni un gramo de carne —replicó Cari sacudiendo la cabeza—. Hoy en día las mujeres pasan hambre hasta perder las curvas.
Reece no había perdido las curvas a base de pasar hambre, y en realidad trataba de recuperar el peso que había perdido en los dos últimos años. Pasó de estar en forma gracias al gimnasio a estar flaca. Demasiados ángulos, demasiados huesos. Cada vez que se desnudaba, su cuerpo le parecía el de una extraña.
De haber oído a Mac, no habría estado de acuerdo. Ya no. Hubo un tiempo en que se veía así, una mujer guapa, elegante, sexy cuando quería serlo. Pero ahora su cara le parecía dura, los pómulos demasiado prominentes, los huecos demasiado profundos. Las noches agitadas eran menos frecuentes, pero cuando llegaban le dejaban grandes ojeras bajo sus oscuros ojos y le cubrían la piel con una palidez grisácea.
Quería volver a reconocerse.
Se permitió vagar. Sus gastadas zapatillas deportivas avanzaban en silencio sobre la acera. Había aprendido a no apresurarse, a no empujar, a no correr, a tomar las cosas como viniesen. Y, de una forma muy real, a aprovechar cada momento.
La brisa fresca le acarició el rostro y pasó a través de su larga melena castaña, sujeta en una cola. Le gustó la sensación, el olor limpio y fresco, la intensa luz que inundaba los Tetons y arrancaba destellos del agua.
A través de las ramas desnudas de los sauces y los álamos, vio algunas de las cabañas de las que Mac le había hablado. Se ocultaban tras los árboles: troncos y vidrio, amplios porches y, supuso, imponentes vistas.
Debía de ser agradable sentarse en uno de aquellos porches y observar el lago, las montañas, contemplar cualquier cosa que se acercase a la marisma, donde las espadañas afloraban del pantano. Tener aquel espacio alrededor, y el silencio.
«Tal vez algún día —pensó—. Pero hoy no».
Vio verdes tallos de narcisos asomar de un barril de whisky junto a la puerta de un restaurante. Aunque la brisa gélida los hacía temblar ligeramente, Reece pensó en la primavera. Todo renacía en primavera. Tal vez ella también renaciese aquella primavera.
Se detuvo a admirar los tiernos brotes. El regreso de la primavera tras el largo invierno le producía una sensación reconfortante. Pronto llegarían otros indicios. Su guía hablaba de millares de flores silvestres en los campos de salvia, y más a orillas de los lagos y las charcas de la zona.
«Estoy lista para florecer —se dijo—. Lista para brotar».
Luego levantó la mirada hasta la amplia ventana de la fachada del restaurante. «Más casa de comidas que restaurante», se corrigió. Servicio en la barra, mesas para dos y para cuatro, mesas entre dos bancos, todo en un rojo desvaído y blanco. Tartas y bizcochos a la vista, y la cocina abierta a la barra. Un par de camareras se afanaban entre los clientes con bandejas y cafeteras.
La clientela del almuerzo, comprendió. «Se me ha olvidado el almuerzo. En cuanto le eche un vistazo al hotel, creo que…».
Entonces vio en la ventana el letrero, escrito a mano.
SE NECESITA COCINERO/A
RAZÓN EN EL INTERIOR
«Señales», pensó de nuevo, aunque había dado un paso atrás sin darse cuenta. Se quedó donde estaba y observó atentamente la situación desde el otro lado del cristal. «Cocina abierta», se recordó, eso era fundamental. Comida sencilla; podía dominar aquello con los ojos cerrados. O habría podido, antes.
Tal vez fuese el momento de averiguarlo, el momento de dar otro paso adelante. Si no era capaz de dominarlo, lo sabría y las cosas no serían peores de lo que eran en ese momento.
Probablemente el hotel necesitaba contratar a más personal para la temporada de verano. O quizá el señor Drubber necesitaba otro dependiente.
Pero la señal estaba justo allí, su coche se había dirigido hacia ese pueblo y sus pasos la habían llevado hasta ese punto, donde unos retoños de narciso salían del polvo para alcanzar las primeras fragancias vacilantes de la primavera.
Retrocedió hasta la puerta, respiró profundamente y la abrió.
Cebolla frita, carne asada —más bien picante—, café fuerte, una máquina de discos que emitía música country y el murmullo de la charla en las mesas.
Suelo rojo y limpio, observó, barra blanca bien fregada. Las pocas mesas vacías estaban preparadas. De las paredes colgaban fotografías que le parecieron buenas. Fotos en blanco y negro del lago, de agua blanca, de las montañas en todas las estaciones.
Aún estaba orientándose y haciendo acopio de valor cuando se le acercó una de las camareras.
—Buenas tardes. Si desea comer algo puede sentarse a una mesa o en la barra.
—En realidad, busco al encargado. O al dueño. Es sobre el letrero de la ventana. El puesto de cocinera.
La camarera se detuvo con la bandeja en la mano.
—¿Eres cocinera?
Hubo un tiempo en que Reece habría despreciado la palabra, amablemente, eso sí, pero sin dejar de despreciarla.
—Sí.
—Qué bien, Joanie despidió a uno hace un par de días. —Se llevó la mano libre a los labios para indicar que bebía.
—Ya.
—Le dio el empleo en febrero, cuando pasó buscando trabajo. Dijo que había encontrado a Cristo y difundía su palabra por todo el país. —Ladeó la cabeza y la cadera y mostró una sonrisa alegre en una cara bonita—. Es verdad que predicaba la palabra de Dios como un discípulo drogado. Te daban ganas de meterle un trapo en la boca. Luego creo que encontró la botella y ahí se acabó todo. Bueno. ¿Por qué no pasas y te sientas delante de la barra? Iré a ver si Joanie puede salir de la cocina un minuto. ¿Te apetece un café?
—Té, si no te importa.
—Te lo sirvo enseguida.
No tenía por qué quedarse con el empleo, se recordó mientras se acomodaba en un taburete de piel con patas cromadas y se secaba la humedad de las palmas de las manos contra las perneras de los vaqueros. Aunque se lo ofreciesen, no tenía por qué aceptarlo. Podía seguir limpiando habitaciones de hotel, o salir del pueblo y buscar aquel rancho para turistas.
La máquina cambió de disco y Shania Twain anunció alegremente que se sentía como una mujer.
La camarera fue hasta la parrilla, le dio un golpecito en el hombro a una mujer baja y robusta y se inclinó hacia ella. Al cabo de un momento, la mujer echó un vistazo por encima del hombro, miró a Reece a los ojos y asintió. La camarera volvió a la barra con una taza blanca de agua caliente y una bolsa de té Lipton en el plato.
—Joanie viene enseguida. ¿Quieres comer? Tenemos carne asada como plato del día. Lleva puré de patatas, judías verdes y un bollo.
—No, gracias, no; con el té es suficiente.
No habría sido capaz de comer nada con los nervios que le atenazaban el estómago. El pánico, ese peso húmedo y asfixiante en el pecho, quería acompañarlos.
«Debería marcharme —pensó Reece—. Marcharme ahora mismo y volver al coche. Arreglar el radiador y salir de este pueblo. A hacer puñetas las señales».
Joanie tenía el cabello fino y rubio. Llevaba a la cintura un delantal blanco salpicado de manchas de grasa y unas botas de baloncesto Converse rojas. Salió de la cocina secándose las manos con un paño.
Calibró a Reece con ojos inflexibles, más grises que azules.
—¿Sabes cocinar? —Su voz de fumadora hizo que la pregunta resultase extrañamente sensual.
—Sí.
—¿Como oficio, o simplemente para meterte algo en la boca?
—Es lo que hacía en Boston… como oficio.
Mientras luchaba contra los nervios, Reece desgarró el sobre de la bolsa de té.
La boca de Joanie, suave, casi con forma de corazón, contrastaba con la dureza de sus ojos. Una antigua cicatriz le recorría la mandíbula desde la oreja izquierda hasta casi la barbilla.
—Boston… —En un movimiento ausente, Joanie se metió el trapo en el cinturón del delantal—. Eso está muy lejos.
—Sí.
—No sé si quiero tener a una cocinera de la costa Este que no pueda estar con la boca cerrada durante cinco minutos.
Reece abrió la suya, sorprendida, y a continuación volvió a cerrarla en un amago de sonrisa.
—Soy una cotorra terrible cuando estoy nerviosa.
—¿Qué haces por aquí?
—Viajar. Se me ha estropeado el coche y necesito trabajo.
—¿Tienes referencias?
Un puño de callado dolor le oprimió el corazón.
—Puedo conseguirlas.
Joanie aspiró por la nariz y frunció el ceño.
—Ve a la cocina y ponte un delantal. El siguiente pedido es un sándwich de lomo al punto, torta de cebolla, cebollas y champiñones fritos, patatas fritas y ensalada de col. Si Dick no cae muerto después de haber comido lo que cocines, seguramente te daré el empleo.
—De acuerdo.
Reece apartó el taburete y, tratando de respirar despacio, cruzó la puerta de batiente situada al final de la barra.
No se dio cuenta, aunque Joanie sí lo hizo, de que había roto el sobre de la bolsa de té en pedacitos diminutos.
La cocina era sencilla y eficiente. Parrilla grande, cocina industrial, frigorífico, congelador. Recipientes, fregaderos, superficies de trabajo, freidora doble, sistema de supresión del calor. Mientras se ataba el delantal, Joanie dispuso los ingredientes que necesitaría.
—Gracias.
Reece se frotó las manos y se puso a trabajar.
«No pienses —se dijo—. Solo tienes que dejarte llevar».
Puso el lomo a freír en la parrilla mientras picaba cebollas y champiñones. Metió las patatas precortadas en la cesta de la freidora y reguló el temporizador.
No le temblaban las manos y, aunque todavía sentía una opresión en el pecho, no se permitió mirar por encima del hombro para asegurarse de que no había aparecido un muro para encerrarla.
Escuchaba la música de la máquina de discos, de la parrilla, de la freidora.
Joanie retiró el siguiente pedido de la pinza y lo colocó con una palmada en la encimera.
—Cuenco de sopa de tres judías, ese hervidor de ahí, con picatostes.
Reece se limitó a asentir, echó los champiñones y las setas en la parrilla y preparó el segundo pedido mientras se freían.
—¡Pedido listo! —exclamó Joanie, y tiró de otra nota—. Ensalada de carne, sándwich de pollo, dos ensaladas verdes.
Reece pasó de un pedido a otro dejándose llevar. Aunque el ambiente y los pedidos fuesen distintos, el ritmo era el mismo. Trabajar sin parar, moverse sin parar.
Colocó en el plato el primer pedido y se lo pasó a Joanie para que lo inspeccionase.
—Ponlo en la fila —le dijo—. Empieza con la siguiente nota. Si no llamamos al médico en la próxima media hora, quedas contratada. Luego hablaremos del dinero y el horario.
—Tengo que…
—Coge esa nota —la atajó Joanie—. Salgo a fumar.
Trabajó durante una hora y media más, hasta que el ritmo disminuyó lo suficiente para que pudiera apartarse de la cocina y beber una botella de agua. Cuando se volvió, Joanie estaba sentada a la barra, tomando un café.
—No se ha muerto nadie —dijo.
—¡Uf! ¿Siempre hay tanto trabajo?
—Es la clientela del almuerzo del sábado. Nos va bien. Te pagaré ocho dólares por hora para empezar. Si dentro de dos semanas sigo estando satisfecha, añadiré otro dólar por hora. Estamos tú, yo y otra persona que trabaja a tiempo parcial en la parrilla. Tienes libres dos días enteros, o casi, por semana. Organizo los turnos con una semana de antelación. Abrimos a las seis y media de la mañana, lo que significa que el primer turno debe estar aquí a las seis. El desayuno puede pedirse durante todo el día; el menú del almuerzo, de las once a la hora de cerrar; la cena, de las cinco a las diez. Si quieres trabajar cuarenta horas semanales, puedo conseguírtelo. No pago horas extra, así que si tienes que quedarte más rato delante de la parrilla, lo descontaremos de tus horas de la semana siguiente. ¿Algún problema con eso?
—No.
—Si bebes en horas de trabajo, te echo de inmediato.
—Entendido.
—Puedes tomar todo el café, agua o té que quieras. Si prefieres los refrescos, los pagas. La comida, lo mismo. Aquí no hay almuerzo gratis. Aunque no me parece que te vayas a liar a comer en cuanto yo vuelva la espalda. Estás flaca como un palo de escoba.
—Lo sé.
—El cocinero del último turno limpia la parrilla y la cocina, y echa el cierre.
—Eso no puedo hacerlo —interrumpió Reece—. No puedo cerrar. Puedo abrir y trabajar en cualquier turno que quieras, haré doble turno cuando te haga falta, turnos partidos. Puedo adaptarme si me necesitas más de cuarenta horas, pero no cerrar. Lo siento.
Joanie enarcó las cejas y se acabó el café.
—¿Te da miedo la oscuridad, niña?
—Sí. Si cerrar forma parte del puesto, tendré que buscar otro empleo.
—Ya lo arreglaremos. Tenemos que rellenar los formularios para el gobierno. Eso puede esperar. Tu coche está arreglado y te espera en la tienda de Mac —dijo Joanie con una sonrisa—. Aquí todo se sabe, y yo me mantengo alerta. Si buscas dónde alojarte, puedo alquilarte una habitación encima del restaurante. No es nada del otro mundo, pero tiene buena vista y está limpia.
—Gracias, pero creo que de momento probaré en el hotel. Así las dos nos damos un par de semanas para ver cómo va todo.
—No sabes estarte quieta, ¿eh?
—Eso es.
—Tú sabrás. —Joanie se levantó encogiéndose de hombros y se dirigió hacia la puerta de batiente con la taza de café—. Ve a buscar tu coche e instálate. Te espero a las cuatro.
Reece salió, un poco aturdida. Había vuelto a trabajar en una cocina y todo había ido bien. No le había ocurrido nada. Ahora que todo había pasado, se sentía un tanto mareada, pero era normal, ¿no? Una reacción normal al hecho de conseguir un trabajo de pronto, de volver a hacer lo que sabía hacer. Hacer lo que no había podido hacer durante casi dos años.
Mientras iba en busca del coche, sin prisas, intentó asimilar la situación.
Cuando entró en la tienda, Mac estaba haciendo una venta por teléfono en un pequeño mostrador situado frente a la puerta. El local era como Reece esperaba: un poco de todo, neveras para la carne y otros productos frescos, estanterías de telas, una sección para ferretería, para utensilios domésticos, equipos de pesca, municiones.
¿Necesitabas un cartón de leche y una caja de balas? Ese era el lugar adecuado.
Cuando Mac terminó la transacción, Reece se acercó al mostrador.
—Creo que su coche ya está arreglado —dijo Mac.
—Eso me han dicho. Gracias. ¿Qué tengo que hacer para pagar?
—Lynt ha dejado la factura. Si piensa pagar con tarjeta, puede pasar por el garaje. Si paga en metálico, puede dejarme el dinero a mí. Después lo veré.
—Pagaré en metálico.
Cogió la factura y vio con alivio que era menos de lo que esperaba. Oyó a alguien charlando en la trastienda y el sonido de otra caja registradora.
—Tengo trabajo —dijo Reece.
El hombre ladeó la cabeza mientras ella sacaba la cartera.
—¿Ah, sí? No pierde el tiempo.
—En el restaurante. Ni siquiera sé cómo se llama —respondió Reece.
—Angel Food, pero los del pueblo lo llaman Joanie’s.
—Entonces Joanie’s. Espero verlo alguna vez por ahí. Soy buena cocinera.
—Seguro que sí. Aquí tiene el cambio.
—Gracias. Gracias por todo. Voy a buscar una habitación y luego volveré al trabajo.
—Si sigue pensando en el hotel, puede decirle a Brenda, en la recepción, que le aplique la tarifa mensual. Dígale que trabaja en Joanie’s.
—Así lo haré —dijo al tiempo que sentía el deseo de anunciarlo en el periódico local—. Gracias, señor Drubber.
El hotel era un edificio de cinco pisos, tenía la fachada de estuco de color amarillo pálido y presumía de vistas al lago. Albergaba una pequeña tienda, una cafetería diminuta y un comedor íntimo con manteles de lino.
Le dijeron que había conexión a internet de alta velocidad por una pequeña cuota diaria, servicio de habitaciones de siete de la mañana a once de la noche, y una lavandería de autoservicio en el sótano.
Reece tomó una habitación individual con tarifa semanal —una semana era tiempo suficiente— en el tercer piso. Por debajo del tercero la habitación era demasiado accesible para su tranquilidad, y más arriba se habría sentido atrapada.
Con el monedero vacío, acarreó el petate y el ordenador portátil escalera arriba en lugar de usar el ascensor.
La vista cumplía lo prometido. Reece abrió enseguida las ventanas y observó el destello del agua, el deslizarse de las barcas y las montañas que rodeaban la pequeña porción de valle.
«Este es mi sitio hoy —pensó—. Ya averiguaré si es mi sitio mañana».
Al volverse de nuevo hacia la habitación, vio la puerta que comunicaba con la contigua. Comprobó el cerrojo y luego empujó y arrastró el tocador hasta situarlo delante.
Así estaba mejor.
No desharía el equipaje, solo sacaría lo esencial. La vela aromática, algunos artículos de aseo y el cargador del teléfono móvil. Como el cuarto de baño era apenas mayor que el armario, dejo la puerta abierta mientras se daba una ducha rápida. Mientras corría el agua, repasó las tablas de multiplicar en voz alta para mantener la calma. Al terminar se puso ropa limpia con movimientos rápidos.
Se recordó a sí misma que tenía un nuevo empleo, y se tomó el tiempo y el esfuerzo de secarse el pelo y maquillarse un poco. Se vio menos pálida y con menos ojeras.
Después de comprobar la hora, conectó el ordenador portátil, abrió su diario y escribió.
Angel’s Fist, Wyoming
15 de abril
Hoy he cocinado. Tengo un empleo de cocinera en un restaurante sencillo en este precioso pueblo, situado en un valle, con su gran lago azul. Me imagino abriendo una botella de champán, tirando serpentinas e inflando globos.
Me siento como si hubiese subido a una montaña, como si hubiese escalado los robustos picos que rodean este lugar. Aún no estoy en la cima; todavía me encuentro en un saliente. Pero es resistente y amplio, y puedo descansar aquí un rato antes de seguir subiendo.
Trabajo para una mujer llamada Joanie. Es baja, robusta y guapa a su manera. También es dura, y eso es bueno. No quiero que me mimen. Creo que me moriría de asfixia, me quedaría sin aire, igual que me siento al despertar de uno de mis sueños. Aquí puedo respirar, y aquí puedo quedarme hasta que llegue el momento de marcharme.
Me quedan menos de diez dólares, pero ¿de quién es la culpa? No pasa nada. Tengo una habitación para una semana con vistas al lago y a los Tetons, un empleo y un nuevo tubo para el radiador.
No he comido, y eso es un paso atrás. Tampoco pasa nada. Estaba demasiado ocupada cocinando, ya lo compensaré.
Es un buen día, quince de abril. Me voy a trabajar.
Apagó el ordenador y se guardó en los bolsillos el teléfono móvil, las llaves, el permiso de conducir y los tres dólares que le quedaban. Cogió una chaqueta y se dirigió hacia la puerta.
Antes de abrirla, se acercó a la mirilla y observó el pasillo vacío. Comprobó dos veces que había cerrado bien, se enfadó consigo misma y lo comprobó por tercera vez antes de volver a entrar para sacar de su bolsa el rollo de cinta adhesiva y arrancar un trozo. Lo pegó en la puerta, por debajo de la altura de los ojos, y caminó hacia las escaleras.
Bajó corriendo y repasando las tablas de multiplicar. Después de pensarlo un momento, decidió dejar el coche aparcado. Si caminaba ahorraría gasolina, aunque tal vez hubiese anochecido cuando terminara su turno.
Un par de manzanas, eso era todo. De todos modos, tocó su llavero y la alarma que llevaba en él.
Quizá debería volver a buscar el coche, por si acaso. «Estúpida —se dijo—. Ya casi has llegado. Piensa en el presente, no en el futuro». Cuando los nervios empezaron a borbotear, se imaginó ante la parrilla. La luz intensa de la cocina, la música de la máquina de discos, las voces de las mesas. Sonidos, olores, movimientos familiares.
Aunque tenía las palmas de las manos frías y húmedas, abrió la puerta de Joanie’s y entró.
La camarera con la que había hablado durante el turno del almuerzo la vio y movió los dedos indicándole que se acercase. Reece se detuvo junto a la mesa donde la muchacha estaba rellenando las vinagreras.
—Joanie’s está en el almacén. Me ha dicho que te oriente un poco. Ahora podemos permitirnos un respiro, pero los primeros clientes empezarán a llegar pronto. Yo soy Linda-Gail.
—Yo me llamo Reece.
—Primer aviso. Joanie no soporta a los perezosos. Si te pilla holgazaneando, saltará y te morderá el trasero. —Sonrió de tal modo que sus ojos azules brillaron y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas. Llevaba el cabello, rubio de muñeca, sujeto en dos trenzas flojas. Vestía vaqueros y una camisa roja con ribetes blancos. Unos pendientes de plata y turquesas colgaban de sus orejas.
Reece pensó que parecía una granjera del Oeste.
—Me gusta trabajar.
—Pues trabajarás, créeme. Los sábados por la noche estamos a tope. Hay otras dos camareras, Bebe y Juanita. Matt lleva las cuentas y Pete friega los platos. Joanie y tú os encargaréis de la cocina. No te quitará la vista de encima. Si necesitas un descanso, se lo dices. En la trastienda hay un sitio para dejar los abrigos y los bolsos. ¿No llevas bolso?
—No lo he traído.
—Madre mía, yo no puedo salir de casa sin bolso. Ven, te lo enseñaré todo. La jefa tiene los formularios que has de rellenar en la trastienda. Por lo bien que has empezado hoy, supongo que ya habías hecho antes este tipo de trabajo.
—Sí, así es.
—Los aseos. Los limpiamos por turnos rotativos. Tardarás un par de semanas en tener ese gusto.
—Lo estoy deseando.
Linda-Gail sonrió.
—¿Tienes familia por aquí?
—No; soy del Este. ¿Quién se encarga de las bebidas?
No quería hablar de sus orígenes. No quería pensar en sus orígenes.
—Las camareras. Si no damos abasto, puedes preparar tú los pedidos de bebidas. También servimos vino y cerveza, pero la mayoría de la gente que quiere beber alcohol va a Clancy’s. Eso es todo. Para cualquier cosa que necesites, dame un grito. Tengo que acabar de poner las mesas si no quiero que Joanie me chille. Bienvenida a bordo.
—Gracias.
Reece entró en la cocina y cogió un delantal.
«Un buen saliente, resistente y amplio», se dijo. Un buen lugar donde quedarse hasta que de nuevo llegase el momento de seguir adelante.