Capítulo 9

El 4 de Julio era un día ajetreado. Había que trasladarse a un nuevo emplazamiento, levantar la carpa, desfilar por las calles y hacer dos funciones. Pero era fiesta. Los elefantes llevaban plumas rojas, blancas y azules sobre sus grandes cabezas. La función de la tarde se celebraría una hora antes para dejar tiempo a la exhibición de fuegos artificiales. En el circo Prescott imperaba la costumbre de pasar la fiesta siempre en el mismo pueblecito de Tennessee. Se ocupaban de antemano de la licencia y el papeleo para la exhibición, y los fuegos artificiales se enviaban por adelantado y se guardaban en un almacén. El procedimiento era el mismo desde hacía años. Aquella era una de las noches más rentables del circo. Los puestos de la feria bullían de actividad.

Jo pasó el día con forzada alegría. Se resistía a permitir que la distancia que se había instalado entre Keane y ella estropeara uno de los momentos álgidos del verano. Obsesionarse no serviría de nada, se dijo. El buen humor de la gente la ayudó a animarse.

Entre función y función se daba la inevitable calma. Algunos artistas se sentaban fuera de sus caravanas a charlar y a disfrutar del sol. Otros ensayaban un poco más o hacían cabriolas. Los peones bañaban a los elefantes, provocando una pequeña inundación en la zona de los corrales.

Jo observaba el baño divertida. Nunca dejaba de disfrutar de aquella faceta de la vida circense, sobre todo si había de por medio uno o dos peones inexpertos. Invariablemente, Maggie o cualquiera de los otros elefantes veteranos los duchaban con la trompa a modo de iniciación. Aunque Jo sabía que lo propiciaban, los otros peones siempre ponían cara de inocentes.

Al ver a Duffy, se alejó de la zona de los elefantes y se acercó a él. Vio que estaba hablando con un vecino del pueblo. Un tipo tan bajo como él, pero más ancho, provisto de lo que Frank había llamado una vez «la silueta del éxito». Su tripa arrancaba muy arriba y caía en picado por debajo de la cintura. Tenía una tez rubicunda y unos ojos pálidos que guiñaba para protegerse del sol. Jo había visto antes a otros como él. Se preguntó qué vendía y cuánto pedía por ello. Dado que Duffy bufaba con fastidio, supuso que era mucho.

—Carlson, te estoy diciendo que ya hemos pagado el almacén. Tengo un recibo firmado. Y pagamos quince pavos por la entrega, no veinte.

Carlson tiró al suelo el cigarrillo corto y sin filtro que había estado fumando.

—El almacén se lo pagasteis a Myers, no a mí. Y yo lo compré hace un mes y medio —encogió sus anchos hombros—. No es problema mío que pagarais por adelantado.

Jo apartó la vista y vio que Keane se acercaba con Pete. Este iba hablando rápidamente y Keane asentía con la cabeza. Mientras Jo los miraba, Keane levantó la vista y le echó un vistazo a Carlson. Ella, que había visto antes aquella mirada, comprendió que acababa de calibrar a aquel sujeto. Keane notó que lo estaba mirando y sonrió al pasar a su lado.

—Hola, Jo.

Jo sintió curiosidad y echó a andar a su lado.

—¿Qué está pasando?

—¿Por qué no lo averiguamos? —sugirió él al tiempo que se detenían delante de Duffy y de Carlson—. Caballeros —dijo Keane despreocupadamente—, ¿hay algún problema?

—Este individuo —bufó Duffy, señalando desdeñosamente a Carlson con el pulgar— pretende que paguemos el doble por el almacenamiento de los fuegos artificiales. Y además quiere veinte pavos por la entrega cuando acordamos que fueran quince.

—Myers acordó que fueran quince —precisó Carlson, y sonrió sin ganas—. Yo no acordé nada. Si quieren sus fuegos artificiales, primero tienen que pagarlos… en efectivo —añadió, y le lanzó a Keane una mirada—. ¿Quién es este tío?

Duffy comenzó a resoplar, indignado, pero Keane le puso una mano sobre el hombro para tranquilizarlo.

—Soy Prescott —le dijo con tranquilidad—. Tal vez quiera ponerme al corriente de lo que pasa.

—Conque Prescott, ¿eh? —Carlson se acarició la papada mientras observaba a Keane. Al ver su juventud y sus ojos amables, se sintió más cerca de la victoria—. Bueno, parece que empezamos a entendernos —dijo jovialmente, y le tendió la mano. Keane la aceptó sin vacilar—. Jim Carlson —prosiguió mientras le estrechaba la mano con fuerza—. Tiene un circo muy bonito, Prescott. Mi señora y yo venimos a verlo todos los años. Bueno —dijo otra vez, y se subió el cinturón—, como veo que usted también es un hombre de negocios, estoy seguro de que podremos arreglar esto. El problema es que sus fuegos artificiales están en mi almacén. Y como tengo que ganarme la vida, no pueden estar allí gratis. Le compré el almacén a Myers hace un mes y medio. No soy responsable del trato que hicieran con él, ¿no le parece? —Carlson sonrió estirando los labios, contento porque Keane le escuchara tan amablemente—. En cuanto a la entrega, en fin… —hizo un gesto inconsecuente y le dio una palmadita a Keane en el hombro—. Ya sabe lo cara que está la gasolina últimamente, hijo. Pero eso podemos arreglarlo cuando solucionemos este problemilla.

Keane asintió con la cabeza.

—Me parece razonable —ignoró los bufidos de Duffy—. Parece, en efecto, que tiene usted un problema, señor Carlson.

—Yo no —replicó Carlson. Su sonrisa se aflojó ligeramente—. El problema lo tiene usted, a no ser que no quiera los fuegos artificiales.

—Bueno, nosotros vamos a tener nuestros fuegos artificiales, señor Carlson —puntualizó Keane con una sonrisa que a Jo le pareció más feroz que amistosa—. Según el párrafo tercero, sección quinta del código mercantil, el arrendador queda legalmente vinculado a cualquier contrato, acuerdo, gravamen o hipoteca que tuviera contraídos el arrendador precedente hasta que dichos contratos, acuerdos, gravámenes o hipotecas expiren o sean transferidos.

—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Carlson, ya sin sonreír, pero Keane continuó hablando suavemente.

—Naturalmente, no le llevaremos a juicio siempre y cuando consigamos nuestra mercancía. Pero eso no resuelve su problema.

—¿Mi problema? —farfulló Carlson mientras Jo los miraba con franca admiración—. Yo no tengo ningún problema. Si cree que…

—Claro que lo tiene, señor Carlson, aunque estoy seguro de que no tenía intención de quebrantar la ley.

—¿Quebrantar la ley? —Carlson se limpió las manos sudorosas en los pantalones.

—Almacenar explosivos sin licencia —dijo Keane—. A menos, claro está, que sacara la licencia después de comprar el almacén.

—Bueno, no, yo…

—Eso me temía —Keane levantó las cejas con lástima—. Verá, el párrafo seis de la sección quinta del código mercantil establece que todas las licencias, permisos y concesiones son intransferibles. El nuevo propietario debe solicitar por escrito la autorización de nuevas licencias, permisos o concesiones. A través de un notario, naturalmente —Keane aguardó un poco para que Carlson se fuera haciendo a la idea—. Si no me equivoco —continuó tranquilamente—, en este estado la multa es bastante abultada. Pero, naturalmente, la sentencia depende de…

—¿La sentencia? —Carlson palideció y se limpió la nuca con un pañuelo.

Keane le lanzó una sonrisa compasiva.

—Mire, ¿sabe qué le digo? Usted saque los fuegos artificiales de su propiedad y tráigalos aquí. No hace falta implicar a la justicia en un asunto como este. A fin de cuentas, no es más que un descuido. Los dos somos hombres de negocios, ¿no es cierto?

Carlson, que estaba demasiado abrumado para detectar el sarcasmo, asintió con la cabeza.

—Eran quince por la entrega, ¿no?

Carlson no vaciló. Volvió a guardarse el pañuelo húmedo en el bolsillo y asintió de nuevo.

—Bien. Le abonaré el dinero en efectivo en el momento de la entrega. Me alegra haberle servido de ayuda.

Aliviado, Carlson dio media vuelta y se dirigió a su camioneta. Jo logró mantenerse seria hasta que salió de la explanada. Luego, Pete y Duffy rompieron a reír a carcajadas simultáneamente.

—¿Era cierto? —preguntó Jo, y tomó a Keane del brazo.

Keane se limitó a levantar una ceja mientras observaba la histeria que se había desatado a su alrededor.

—¿El qué? —preguntó.

—Lo del párrafo tres, sección cinco del código mercantil —dijo ella.

—Es la primera vez que lo oigo —contestó Keane suavemente, y Pete estuvo a punto de desternillarse de risa.

—Te lo has inventado —dijo ella, maravillada—. ¡Te lo has inventado!

—Probablemente —respondió Keane.

—Es el mejor timo que he visto en años —afirmó Duffy, y le dio a Keane una palmada en la espalda—. Hijo, tú podrías meterte en los negocios.

—Ya lo hice —le dijo Keane, y sonrió.

—Si alguna vez necesito un abogado —dijo Pete mientras se echaba la gorra hacia atrás—, ya sé a quién acudir. Pásese esta noche por la cocina, jefe. Tenemos partida de póquer. Vamos, Duffy, Buck tiene que enterarse de esto.

Mientras se alejaban, Jo comprendió que Keane había sido aceptado oficialmente. Antes, sólo había sido el propietario legal, un forastero, un paisano. Ahora era uno de ellos. Jo se dio la vuelta y levantó la cara hacia él.

—Bienvenido a bordo.

—Gracias —ella notó que comprendía exactamente lo que no había dicho en voz alta.

—Nos veremos en la partida —dijo antes de que su sonrisa se convirtiera en una mueca irónica—. No olvides tu dinero.

Se dio la vuelta, pero Keane la agarró del brazo.

—Jo —dijo. La súbita seriedad de su mirada la desconcertó.

—¿Sí?

Él vaciló un momento y luego sacudió la cabeza.

—Nada, no importa. Luego nos vemos —le frotó la mejilla con los nudillos y se alejó.

Jo observó su mano impasiblemente. Al repartir, se había quedado a una carta de conseguir una escalera de corazones, y estaba esperando a que alguien abriera el juego. Paseó tranquilamente la mirada alrededor de la mesa. Duffy estaba fumando un puro sin que pareciera importarle que el montoncillo de fichas que tenía delante hubiera menguado. Pete mascaba su chicle con idéntica despreocupación. Amy, la mujer del tragasables, estaba sentada a su lado. Luego estaban Jamie y Raoul. Justo al lado de Jo estaba Keane, quien, al igual que Pete, había hecho ganancias considerables.

Las apuestas iban creciendo. Las fichas tintineaban sobre la mesa. Jo se descartó y comprobó con satisfacción que cambiaba un trébol por un cinco de corazones. Puso la carta en la mano sin parpadear. Frank la había enseñado a jugar. Antes de la segunda ronda, Jamie se retiró, exasperado.

—No debería haberme sentado en el sitio de Buck —masculló, y frunció el ceño al ver que Pete subía la apuesta.

—Te ha salido barato, chico —le dijo Duffy con expresión tristona mientras tiraba sus fichas sobre la mesa—. Yo sólo me quedo por no cambiar mi tren de vida. Eso es lo que pasaría si tuvieras dinero —masculló lúgubremente.

—Trío de reyes —anunció Pete cuando le tocó hablar, y desplegó sus cartas. Entre un revuelo de quejas, se fueron poniendo las cartas sobre la mesa.

—Escalera de corazones —dijo Jo suavemente antes de que Pete se llevara las apuestas. Duffy se recostó en la silla y soltó una carcajada.

—¡Bravo, niña! Odio verle quedarse con todo mi dinero.

Durante las siguientes dos horas, la tienda de la cocina se fue caldeando con el olor del café, el tabaco y la cerveza. Jamie tuvo tan mala suerte que le pidió a Buck que le relevara.

Jo se encontró con una pareja de cincos. Casi inmediatamente, las apuestas subieron al elevar Keane la apertura de Raoul. La curiosidad la impulsó a aguantar una mano, pero su sentido práctico la hizo retirarse tras el descarte. Separada de la partida, la observó con interés. Apoyada sobre los codos, estudiaba a cada jugador. Keane jugaba bien, pensó. Sus ojos no delataban nada. Nunca lo hacían. Acunaba tranquilamente la cerveza que tenía a su lado mientras Duffy, Buck y Amy se retiraban. Pete, que le observaba atentamente, seguía mascando su chicle. Keane le devolvió la mirada mientras mantenía la colilla de su puro sujeta entre los dientes. Raoul masculló algo en francés y miró sus cartas con el ceño fruncido.

—Podría ser un farol —dijo Pete al ver que Keane subía la apuesta—. Vamos a subir cinco más y a ver qué se cuece por ahí.

Raoul maldijo en francés y luego otra vez en inglés antes de retirarse. Keane se tomó su tiempo, contó las fichas necesarias y las arrojó al montoncillo rojo, blanco y azul del centro de la mesa. Luego contó algunas más.

—Veo tus cinco —dijo con firmeza— y subo otros diez.

Se oyeron murmullos alrededor de la mesa. Pete miró sus cartas y se quedó pensando. Movió los ojos y se fijó en el generoso montón de fichas que tenía delante. Podía permitirse arriesgar otros diez. Levantó la mirada y observó el rostro de Keane mientras contaba las fichas. De pronto sonrió.

—No —dijo con sencillez, poniendo sus cartas boca abajo—. Esta es toda tuya.

Keane dejó sus cartas y arrambló con el montón.

—¿No vas a enseñarlas? —preguntó Pete. Su sonrisa era afable.

Keane empujó una ficha suelta hacia el montón y se encogió de hombros. Con la mano libre les dio la vuelta a las cartas. Las reacciones variaron entre los exabruptos y las carcajadas.

—Basura —masculló Pete sacudiendo la cabeza—. Nada más que basura. Tienes agallas, jefe —su sonrisa se hizo más amplia cuando volvió sus cartas—. Hasta yo tenía una pareja de sietes.

Raoul hizo rechinar los dientes y maldijo elegantemente en dos idiomas. Jo sonrió al oír sus imaginativos improperios. Se levantó, riendo, y le quitó a Jamie el suave sombrero de fieltro que llevaba puesto. Metió hábilmente sus fichas en él.

—Cámbiamelas luego —dijo, y le dio un sonoro beso en la boca—. Pero no juegues con ellas.

Duffy la miró con el ceño fruncido.

—¿No te retiras muy pronto?

—Tú siempre me has dicho que había que dejarlos con la miel en los labios —le recordó ella y, agitando la mano con una sonrisa, cruzó la puerta.

—Esa Jo —dijo Raoul riendo mientras barajaba— es un tío listo.

—Una tía —le corrigió Pete mientras desenvolvía otro chicle. Notó que Keane había mirado la puerta que Jo había cerrado a su espalda—. Y una preciosidad, también —comentó, y vio que los ojos de Keane volvían a posarse en él—. ¿No cree, jefe?

Keane fue colocando en un montoncillo las cartas que le repartían.

—Jo es encantadora.

—Igual que su madre —dijo Buck, que miraba sus cartas con el ceño fruncido—. Era una belleza, ¿eh, Duffy? —Duffy asintió con un gruñido y se preguntó por qué no le sonreía la suerte—. Siempre me ha parecido un crimen que muriera así. Y Wilder también —añadió sacudiendo la cabeza.

Keane recogió sus cartas.

—Fue un incendio, ¿no? —preguntó mientras las desplegaba.

—Un fallo eléctrico —Buck asintió y levantó su cerveza—. Un cortocircuito en la caravana. Qué mala pata. Si no hubieran estado durmiendo en la cama, seguramente todavía estarían vivos. La mitad de la caravana había desaparecido prácticamente antes de que alguien diera la alarma. Nadie pudo llegar hasta ellos. Su lado de la caravana era un horno. La habitación de Jo estaba al otro lado, y estuvimos a punto de perderla. Frank entró por la ventanilla como pudo y la sacó. Pobre chiquilla. Se abrazaba a esa vieja muñeca como si fuera lo único que le quedaba. La tuvo no sé cuánto tiempo. ¿Te acuerdas, Duffy? —miró su mano y abrió el juego—. Sólo tenía un brazo —Duffy gruñó de nuevo y pasó—. Frank sabía cómo tratar a esa niña.

—Era más bien ella la que sabía tratarle a él —farfulló Duffy. Raoul subió la apuesta a cinco, y Keane se retiró.

—No me repartas en la siguiente mano —dijo y, levantándose, se acercó a la puerta. Uno de los hermanos Gribalti ocupó la silla que dejo, y Jamie se sentó en la de Keane. Intrigado, levantó un poco las cartas. Vio un repóquer de jotas. Frunció el ceño, pensativo, y vio cómo oscilaba la puerta hasta cerrarse.

Fuera, Jo se adentró en la cálida noche. Echó un vistazo al cielo y pensó en los fuegos de artificio. Habían sido maravillosos, se dijo. Habían despertado a las estrellas con su explosión de colores. Aunque la fiesta había acabado y empezaba a despuntar un nuevo día, sentía que la noche conservaba parte de su magia. No tenía sueño y se encaminó a la carpa.

—Hola, preciosa.

Jo miró hacia las sombras y entornó los ojos. Apenas distinguía una silueta.

—Ah, eres Bob, ¿no? —se detuvo y le dedicó una amable sonrisa—. Eres nuevo.

Él se acercó.

—Llevo aquí casi tres semanas —era joven, más o menos de su misma edad. Era de complexión recia y tenía el rostro anguloso. Esa misma tarde Jo le había visto darle una ducha a Maggie.

Jo se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y siguió sonriendo. Por lo visto, Bob creía que era ya un veterano.

—¿Te gusta trabajar con los elefantes?

—Está bien. Pero lo que me gusta es levantar la carpa.

Jo le entendía muy bien.

—A mí también. Hay partida en la cocina —le dijo con un gesto del brazo—. A lo mejor te apetece unirte.

—Preferiría estar contigo —cuando se acercó un poco más, Jo notó un leve tufo a cerveza. Bob había estado de fiesta, pensó, y sacudió la cabeza.

—Menos mal que mañana es lunes —comentó—, porque nadie estará en condiciones de desmontar la carpa. Deberías irte a la cama —le sugirió—. O tomarte un café.

—Vamos a tu caravana —Bob se tambaleó un poco y la agarró del brazo.

—No —Jo se giró con firmeza en dirección opuesta—. Vamos a la cocina —sus conatos de acercamiento no le preocupaban. Estaba tan cerca de la tienda de la cocina que, si gritaba, doce hombres muy capaces acudirían en su auxilio. Pero eso era precisamente lo que quería evitar.

—Quiero ir contigo —farfulló él al tiempo que se alejaba de nuevo de la cocina—. Estás tan guapa en la jaula, con esos leones… —la rodeó con los dos brazos, pero Jo sintió que, más que seducirla, pretendía conservar el equilibrio—. Uno necesita una chica guapa de vez en cuando.

—Te voy a echar a mis leones si no me sueltas —le advirtió Jo.

—Apuesto a que puedes ser una gata salvaje —masculló Bob, y se abalanzó hacia ella con intención de besarla en la boca.

Jo empezaba a perder la paciencia, pero soportó el beso, que se desvió un poco a la izquierda del blanco. Bob tenía, sin embargo, mejor puntería con las manos, y la agarró con fuerza de las nalgas. Jo perdió la calma y lo empujó, pero descubrió que la tenía bien asida. Con un movimiento rápido, levantó el puño y le golpeó directamente en la mandíbula. Bob dejó escapar un gemido de sorpresa y se sentó de golpe en el suelo.

—En fin, se fastidió el rescate —comentó Keane detrás de ella.

Jo se giró rápidamente, se apartó el pelo de la cara y dejó escapar un suspiro de irritación. Habría preferido que no hubiera testigos. A pesar de la oscuridad, notó que estaba furioso. Se interpuso instintivamente entre Keane y el hombre que permanecía sentado en el suelo, palpándose la mandíbula y sacudiendo la cabeza para ver si se le pasaba el pitido de los oídos.

—Bob sólo… se ha entusiasmado demasiado —dijo apresuradamente, y puso una mano sobre el brazo de Keane para calmarlo—. Ha estado de fiesta.

—Yo también me siento entusiasmado —afirmó Keane. Al ver que intentaba apartarla, Jo lo agarró con más fuerza.

—No, Keane, por favor.

Él la miró echando chispas.

—Jo, ¿te importaría soltarme para que me ocupe de esto?

—No hasta que me escuches —el leve asomo de regocijo que veía en sus ojos sólo logró enfurecer más a Keane, y Jo procuró sofocarlo—. Keane, por favor, no seas duro con él. No me ha hecho nada.

—Te estaba atacando —la interrumpió Keane. Apenas resistía el impulso de apartarla de un empujón y arrastrar a Bob, que seguía sentado, por el esmirriado pescuezo.

—No, sólo se estaba apoyando en mí. Tiene el sentido del equilibrio un poco tocado. Sólo ha intentado besarme —añadió, omitiendo juiciosamente sus intentos de tocarla—. Y le he pegado mucho más fuerte de lo que debería. Es nuevo, Keane, no lo despidas.

Él la miró fijamente, exasperado.

—Despedirlo era lo menos que pensaba hacerle.

Jo sonrió, incapaz de borrar el destello de sus ojos.

—Si ibas a defender mi honor, te aseguro que no ha hecho más que rozarlo con el aliento. No creo que debas darle un escarmiento por eso. Tal vez podrías mandarlo al almacén un par de días.

Keane masculló un juramento, pero en su boca se dibujó una sonrisa desganada. Al verla, Jo le soltó.

—La señorita Wilder quiere darte otra oportunidad —le dijo a Bob, que seguía aturdido, con una voz áspera y severa que, supuso Jo, usaba para intimidar a los testigos—. Tiene mejor corazón que yo. Así que no voy a darte unos cuantos puñetazos más, ni a echarte de aquí a patadas, como pensaba —hizo una pausa para que Bob tuviera tiempo de imaginar aquella posibilidad—. Voy a dejar que duermas… el entusiasmo —lo levantó de un tirón—. Pero si me entero de que vuelves a acercarte a la señorita Wilder o a cualquiera de mis empleadas sin que te inviten, volveremos a la primera opción. Y antes de echarte a patadas —añadió con voz baja y amenazadora—, haré correr la voz de que una mujer de cuarenta y cinco kilos te tumbó de un puñetazo.

—Sí, señor Prescott —dijo Bob lo más claramente que le fue posible.

—Vete a la cama —dijo Jo amablemente al ver que palidecía—. Te sentirás mejor por la mañana.

—Está claro —comentó Keane mientras Bob se alejaba renqueando— que no has bebido mucho —se volvió hacia ella y sonrió—. Precisamente lo que no va a sentirse por la mañana es mejor —Jo sonrió, contenta de que Keane hablara con ella sin el sutil escudo de la amabilidad—. ¿Y dónde aprendiste ese gancho de derecha? —preguntó, y le agarró la mano para examinarla.

Jo se echó a reír y dejó que le entrelazara los dedos.

—No habría podido tumbarlo si no hubiera estado tambaleándose —su cara se levantó hacia él y brilló a la luz de la luna. Una expresión que no alcanzó a entender cruzó el rostro de Keane—. ¿Ocurre algo?

—No, nada —dijo él. Aquel instante se había roto—. Vamos, te acompaño a tu caravana.

—No iba para allá —quería que Keane recuperara su buen humor, y lo agarró del brazo—. Si vienes conmigo, te enseño un poco de magia —su sonrisa se ladeó seductoramente—. Te gusta la magia, ¿no, Keane? Hasta a un abogado tan serio y entregado a su trabajo debe gustarle la magia.

—¿Es eso lo que te parezco? —Jo estuvo a punto de echarse a reír al sentir la nota de irritación que había en su voz—. ¿Un abogado serio y entregado a su trabajo?

—Bueno, no del todo, aunque sí en parte —le gustaba sentir que, de momento, lo tenía para ella—. También tienes una vena de aventurero y un sentido del humor bastante fino. Y —añadió con generoso énfasis— luego está tu mal genio.

—Parece que me entiendes muy bien.

—No, qué va —Jo se detuvo y se volvió hacia él—. En absoluto. Sólo sé cómo eres aquí. Sobre cómo eres en Chicago, sólo puedo hacer conjeturas.

Él levantó las cejas, intrigado.

—¿Creo que allí soy distinto?

—No sé —Jo arrugó la frente, pensativa—. ¿No sería lo natural? Las circunstancias son distintas. Seguramente tienes una casa o un gran apartamento, y una asistenta que va una, no, dos veces por semana —se quedó mirando a lo lejos, absorta en aquella fantasía, y siguió elaborándola—. Tienes un despacho con vistas a la ciudad, una secretaria muy eficiente y un pasante excelente. Asistes a comidas de negocios en el club de campo. En los tribunales eres implacable y tienes mucho éxito. Tienes tu propio sastre y vas al gimnasio tres veces por semana. Los fines de semana vas al cine, y a hacer algo de ejercicio. Tenis, quizá, no golf. No, balonmano.

Keane sacudió la cabeza.

—¿Esta es la magia a la que te referías?

—No —Jo se encogió de hombros y echó a andar de nuevo—. Sólo eran suposiciones. No hay que tener mucho dinero para saber cómo es la gente formal. Y sé que tú te tomas la ley muy en serio. No habrías elegido esa carrera si no fuera importante para ti.

Keane siguió caminando en silencio. Cuando habló, su voz sonó suavemente.

—No sé si me gusta tu pequeño esbozo de mi vida.

—Es muy esquemático —le dijo ella—. Tendría que entenderte mejor para rellenar los huecos.

—¿Y no es así?

—¿El qué? —preguntó ella, deteniéndose un momento—. ¿Entenderte? —se echó a reír, divertida por lo absurdo de su pregunta—. No, no te entiendo. ¿Cómo iba a entenderte? Vives en un mundo distinto al mío —diciendo esto, apartó la lona que cerraba la entrada de la carpa y se adentró en la oscuridad. Cuando pulsó el interruptor, se encendieron dos hileras de luces sobre sus cabezas. Las sombras se arremolinaban en los rincones y caían sobre los asientos.

—Es maravilloso, ¿verdad? —su voz clara recorrió la carpa entera y retumbó—. No está vacío, ¿sabes? Siempre están aquí…, los artistas, el público, los animales —caminó hasta situarse al lado de la tercera pista—. ¿Sabes qué es esto? —le preguntó a Keane al tiempo que estiraba los brazos y giraba en círculo—. Es un prodigio intemporal en un mundo cambiante. Pase lo que pase fuera, esto sigue igual. Somos el más frágil de los circos, estamos a merced de los elefantes, de las emociones, de los mecánicos, de los caprichos del público. Pero seis días a la semana, durante veintinueve semanas al año, obramos milagros. Construimos un mundo al amanecer y luego desaparecemos en la oscuridad. Eso es parte del juego: el misterio —aguardó hasta que Keane se acercó a ella—. Las tiendas se levantan en un descampado vacío, los elefantes y los leones desfilan por la calle mayor. Y nosotros nunca envejecemos, porque cada nueva generación nos descubre de nuevo —permanecía, esbelta y exquisita, en medio de un círculo de luz—. La vida aquí es una locura. Y es dura. Descampados llenos de barro, madrugones, agujetas…, pero cuando acabas tu número y tienes esa sensación que te dice que ha sido especial, se te olvida todo lo demás.

—¿Por eso lo haces? —preguntó Keane.

Jo sacudió la cabeza y salió del círculo de luz para adentrarse en la oscuridad y en otra pista.

—Todo forma parte de lo mismo. Todos tenemos nuestros motivos, supongo. Eso ya me lo habías preguntado antes. No estoy segura de poder explicarlo. Tal vez sea que todos creemos en los milagros —se dio la vuelta bajo la luz, que brillaba a su alrededor—. Llevo aquí toda mi vida. Conozco todos los trucos, todas las ilusiones. Sé cómo mete el padre de Jamie a veinte payasos en un coche de dos asientos. Pero cada vez que lo veo, me río y me lo creo. No se trata sólo de la emoción, Keane, sino de la espera de esa emoción. Es como saber que vas a ver lo más grande o lo más pequeño, lo más rápido o lo más alto —corrió al centro de la pista y levantó los brazos—. Señoras y caballeros —gritó sacudiendo la cabeza—, para su asombro y maravilla, por primera vez en Estados Unidos, un montón de gigantescos paquidermos conducidos en una extraordinaria exhibición de coreografía por la Gran Serena —se rio y se echó el pelo a la espalda con un rápido movimiento de la mano—. ¡Elefantes bailarines! —le dijo a Keane, complacida porque él estuviera sonriendo—. O escucha al locutor de la pista lateral cuando comienza su discurso. Acércate. Ven un poco más cerca —curvó los dedos, invitándole—. Vean a la asombrosa Serpentina y a sus monstruosas víboras reptantes. Observen a la bella joven encantar a una cobra mortífera. Véanla aceptar el abrazo de la pantagruélica boa. ¡No pierdan la oportunidad de ver a la encantadora de las serpientes más perversas!

—Supongo que Baby podría demandaros por difamación.

Jo se echó a reír y entró en la pista.

—Pero cuando la gente ve a la pequeña Rose con una boa constrictor enroscada alrededor de los hombros, piensa que ha merecido la pena gastarse el dinero. Nosotros les damos lo que vienen a buscar: colorido, fantasía, cosas únicas. Ilusiones. Tú has visto al público cuando Vito camina por el alambre sin red.

—De poco sirve una red cuando caminas por un alambre a treinta metros de altura —Keane se metió las manos en los bolsillos y frunció el ceño—. Vito arriesga su vida todos los días.

—Lo mismo que un policía o un bombero —dijo Jo suavemente, y apoyó las manos sobre sus hombros. Le parecía más necesario que nunca hacerle entender el sueño de su padre—. Sé a qué te refieres, Keane, pero tienes que entendernos. El factor peligro es esencial en muchos números. Se puede oír al público contener la respiración cuando Vito da una voltereta hacia atrás en el alambre. Si usara una red, les impresionaría, pero no les causaría pavor.

—¿Y eso es lo que necesitan?

La expresión seria de Jo se iluminó.

—¡Claro que sí! Necesitan sentirse aterrorizados, fascinados, hipnotizados… Todo va incluido en el precio de la entrada. Este es un mundo de superlativos. Ponemos a prueba los límites de la temeridad humana, y todos los días son distintos. ¿Sabes cuánto tiempo pasó antes de que un hombre lograra hacer el triple salto mortal en el trapecio? Ahora es casi rutina —una luz de ilusión iluminó sus ojos—. Algún día, alguien hará un salto cuádruple. Si hoy un hombre se planta en esta pista y hace malabares con tres antorchas, mañana otro las hará a caballo y después habrá un equipo que se las lance adelante y atrás mientras se balancean en un trapecio. Nuestro oficio consiste en lograr lo increíble y luego, cuando está hecho, en hacer lo imposible. Es así de sencillo.

—Sencillo —murmuró Keane, y levantó una mano para acariciarle el pelo—. Me preguntó si pensarías lo mismo si pudieras verlo desde fuera.

—No sé —clavó los dedos en sus hombros mientras él hundía la otra mano entre su pelo—. Nunca lo he hecho.

Keane combó los dedos entre su pelo, como si estuviera absorto en él. Poco a poco, lo fue echando hacia atrás hasta que sólo sus manos enmarcaron la cara de Jo. Estaban parados en medio de un charco de luz que proyectaba sus sombras muy atrás.

—Eres tan hermosa… —murmuró.

Jo no dijo nada, ni se movió. Esta vez había algo distinto en su forma de tocarla. Había una ternura y una vacilación que no había sentido antes. Aunque se miraban fijamente a los ojos, no lograba entender su expresión. Sus caras estaban muy cerca, y el aliento de Keane le rozaba la boca. Deslizó los brazos alrededor de su cuello y lo besó.

Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo vacía que se sentía, de lo desesperadamente que necesitaba abrazarlo. Ansiaba su boca. Se aferró a él mientras toda suavidad abandonaba las caricias de Keane. Sus manos eran ahora ávidas. Las semanas que había pasado sin tocarla quedaron olvidadas, y la piel dejo vibró, templada por el flujo acelerado de su sangre. La pasión la despojó de sus inhibiciones, y su lengua buscó la de Keane y condujo el beso hacia honduras más salvajes y oscuras. Sus labios se separaron, sólo para encontrarse otra vez con nuevas exigencias. Jo comprendió entonces que todos sus deseos y necesidades se resumían en una sola cosa: Keane.

Él abandonó su boca y por un instante apoyó la mejilla sobre su pelo. Durante ese breve instante, Jo sintió una dicha más completa que cualquier otra que hubiera conocido. Keane se apartó bruscamente.

Desconcertada, ella lo vio sacar un cigarro. Levantó una mano para pasársela por el pelo que él había alborotado. Keane encendió su mechero.

—Keane… —Jo lo miró, consciente de que se lo estaba ofreciendo todo con la mirada.

—Has tenido un día muy largo —comenzó a decir él en tono extrañamente cortés. Jo dio un respingo, como si la hubiera golpeado—. Te acompaño a tu caravana.

Ella salió de la pista y se apartó de él. El dolor le abrasaba la piel.

—¿Por qué me haces esto? —para su consternación, las lágrimas inundaron su garganta y sus ojos. Actuaban como un prisma, refractando la luz y enturbiándole la vista. Parpadeó. Keane frunció las cejas al ver su gesto.

—Te acompaño —dijo de nuevo. El tono distante de su voz avivó la furia y el dolor de Jo.

—¡Cómo te atreves! —exclamó—. ¿Cómo te atreves a hacerme…? —la palabra «amor» estuvo a punto de escapar de sus labios, pero la refrenó—. ¡Cómo te atreves a hacer que te desee para luego rechazarme! Yo tenía razón desde el principio. Creía que me había equivocado. Eres frío e insensible —su respiración era agitada y desigual, pero se negaba a retirarse hasta haberse desahogado por completo. La pasión de sus emociones hizo palidecer su cara—. No sé por qué pensé que llegarías a entender lo que te dejó Frank. Para ver lo intangible hace falta corazón. Me alegraré cuando acabe la temporada y hagas lo que vayas a hacer. Me alegraré si no vuelvo a verte nunca. No permitiré que vuelvas a hacerme esto —le tembló la voz, pero no intentó modularla—. No quiero que vuelvas a tocarme nunca.

Keane se quedó mirándola un momento y luego le dio una lenta calada a su cigarro.

—Está bien, Jo.

La serenidad de su respuesta arrancó a Jo un sollozo antes de que diera la vuelta y saliera corriendo de la gran carpa.