Jo sintió el sol en los párpados cerrados. Se oía el sonido matinal y veraniego del canto excitado de los pájaros. Su conciencia fue emergiendo lentamente hacia la superficie y le dijo que debía de ser lunes. Sólo los lunes podía dormir más allá del amanecer. El lunes era el día de descanso, el único de la semana en que no había función. Pensó vagamente en levantarse. Reservaría dos horas para leer. Tal vez iría en coche a la ciudad a ver una película. ¿En qué ciudad estaban? Dejó escapar un suspiro soñoliento y se giró hasta quedar boca abajo.
«Les daré a los gatos un buen repaso, puede incluso que los bañe si hace mucho calor». Entonces le volvieron en tromba los recuerdos, y se despertó de golpe. Ari. Abrió los ojos, se tumbó de espaldas y se quedó mirando el techo. Recordaba con viveza cómo había muerto el viejo gato mirándola confiadamente a la cara. Suspiró de nuevo. La tristeza seguía allí, pero ya no era el dolor agudo y desesperado de la noche anterior. Empezaba a resignarse. Se dio cuenta de que el empeño de Keane por quedarse con ella en el momento culminante de su duelo la había ayudado. Le había dado alguien a quien injuriar, y luego alguien a quien aferrarse. Recordaba el maravilloso consuelo que había sentido acurrucada en su regazo, con la mejilla apoyada sobre su sólido pecho. Se había quedado dormida sintiendo en el oído el palpito de su corazón.
Giró la cabeza y miró por la ventana. Luego observó la mancha de luz blanca que el sol lanzaba sobre el suelo. De pronto recordó que no era lunes, sino jueves. Se incorporó y se apartó de la cara el pelo, que parecía caerle por todas partes al mismo tiempo. ¿Qué hacía en la cama un jueves por la mañana? Sin darse tiempo a encontrar la respuesta, se bajó de la cama y salió rápidamente de la habitación. Dejó escapar un suave gemido al tropezarse con Keane.
Él le pasó una mano por el pelo antes de agarrarla del hombro.
—Te he oído moverte —dijo tranquilamente mientras miraba su cara de sorpresa.
—¿Qué haces aquí?
Él siguió observándola detenidamente.
—Café —contestó—. O eso estaba haciendo hace un momento. ¿Qué tal estás?
—Bien —Jo se llevó la mano a la sien, como si quisiera orientarse—. Estoy un poco aturdida, supongo. Me he quedado dormida. Nunca me había pasado.
—Te di una pastilla para dormir —le dijo Keane con naturalidad. Le pasó un brazo por el hombro y se giró hacia la cocina.
Jo levantó los ojos bruscamente.
—¿Una pastilla? No recuerdo haberme tomado una pastilla.
—Estaba disuelta en el agua que te bebiste —la tetera comenzó a silbar en la cocina. Keane se acercó a ella y acabó de preparar el café—. Dudaba que quisieras tomártela voluntariamente.
—No, no habría querido —dijo Jo, irritada—. Nunca me había tomado una pastilla para dormir.
—Pues anoche lo hiciste —le tendió una taza de café—. Mandé a Gerry por ella mientras estabas en la jaula con Ari —volvió a mirarla rápida e intensamente—. Parece que no te sentó mal. Te apagaste como una bombilla. Te llevé a la cama, te cambié de ropa…
—¿Me cambiaste de…? —de repente se dio cuenta de que sólo llevaba puesto un fino camisón blanco. Se llevó la mano instintivamente al botón de arriba, que le quedaba justo por encima del pecho. Se esforzó por recordar, pero descubrió que sólo recordaba haberse quedado dormida en sus brazos.
—Creo que no habrías pasado una noche muy cómoda vestida con ese traje —dijo Keane. Mientras se bebía el café, sonrió al mirar la mano que ella apoyaba entre sus pechos con nerviosismo—. Tengo cierta experiencia desvistiendo a mujeres a oscuras —Jo bajó la mano en un inconfundible gesto de orgullo. Los ojos de Keane se suavizaron—. Necesitabas dormir, Jo. Estabas agotada.
Jo se llevó la taza a los labios sin decir nada y se dio la vuelta. Al acercarse a la ventana, vio que la explanada estaba desierta. Debía de haber dormido a pierna suelta si no había oído cómo desmontaban el campamento.
—Se han ido todos. Sólo quedan un par de peones y el camión del generador. Se irán cuando ya no necesites electricidad.
Jo sintió de pronto una debilidad sobrecogedora. La noche anterior había perdido los estribos varias veces, a pesar de que para ella siempre había sido esencial dominarse. Y Keane siempre estaba allí. Deseaba enfadarse con él por entrometerse en su intimidad, pero le resultaba imposible. Le necesitaba, y él lo sabía.
—No tenías por qué quedarte —dijo mientras miraba a un cuervo volar a ras de suelo.
—No sabía si podrías conducir cien kilómetros esta mañana. Pete se ha llevado mi caravana.
Ella subió y bajó los hombros antes de volverse. A su espalda, el sol entraba a raudales por la ventana y traspasaba los finos pliegues de su camisón. Su cuerpo era una sombra esbelta. Cuando habló, su voz sonó baja y cargada de remordimientos.
—Anoche me porté muy mal contigo.
Keane se encogió de hombros y levantó su café.
—Estabas alterada.
—Sí —sus ojos eran un franco reflejo de su dolor—. Ari era muy importante para mí. Supongo que era el último lazo que me unía a mi padre, a mi infancia. Sabía desde hacía algún tiempo que no pasaría de esta temporada, pero no quería afrontarlo —miró la taza que sostenía entre las manos. Un leve hilillo de humo se elevaba de ella y se desvanecía—. Lo de anoche fue un alivio para él. Fui muy egoísta por desear que las cosas sucedieran de otro modo. Y me equivoqué al pagarla contigo. Lo siento.
—No quiero tus disculpas, Jo —parecía enojado, y ella levantó rápidamente la vista.
—Me sentiría mejor si las aceptaras, Keane. Has sido muy amable.
Para su asombro, él se puso a maldecir en voz baja y se giró hacia el fogón.
—Me interesa tan poco tu gratitud como tus disculpas —dejó la taza y se sirvió más café—. Ninguna de las dos cosas es necesaria.
—Lo son para mí —contestó Jo, y luego dio un paso hacia él—. Keane… —dejó su taza y le tocó el brazo. Cuando se dio la vuelta, se dejó llevar por un impulso. Apoyó la cabeza sobre su hombro y le rodeó la cintura con los brazos. Él se envaró y le puso las manos sobre los hombros como si quisiera apartarla. Luego, Jo oyó que exhalaba un largo suspiro y sintió que se relajaba. Por un instante la atrajo hacia sí.
—Nunca sé a qué atenerme contigo —murmuró él. Le levantó la barbilla con el dedo. Jo cerró automáticamente los ojos y le ofreció la boca. Sintió que los dedos de Keane se crispaban sobre su piel antes de que la besara suavemente—. Será mejor que te cambies —se apartó de ella con aire cordial, pero frío—. Pararemos en la ciudad para comprar algo de desayuno.
Desconcertada por su actitud pero satisfecha porque ya no estuviera enfadado, Jo asintió con la cabeza.
—Está bien.
La primavera dio paso al verano mientras el circo se desplazaba hacia el norte. El sol se ocultaba más tarde y se asomaba a la gran carpa hasta mucho después de que empezara la función de la tarde. Rara vez llovía con fuerza, pero había repentinas tormentas de verano con rayos y truenos. A lo largo de junio, el Colosal Circo Prescott recorrió Carolina del Norte y se adentró en la parte oeste de Tennessee.
Durante las largas semanas en las que la primavera y el verano se solaparon, Jo llegó a encontrar paradójica la actitud de Keane. La cordialidad que este demostraba era sólo superficial. Se reía si ella decía lago divertido, escuchaba con atención si tenía una queja o, para su desconcierto, a menudo deslizaba entre ellos una barrera sutil. A veces, Jo se preguntaba si la pasión que había ardido entre ellos la noche en que él regresó de Chicago no habría existido nunca en realidad. ¿Habría sido una fantasía el deseo que había paladeado en sus labios? La complicidad que había sentido florecer entre ellos se había marchitado y desvanecido. Ahora eran sólo el propietario del circo y una artista.
Keane voló a Chicago dos veces más durante ese tiempo, pero al volver no le llevó ningún regalo. Ni una sola vez durante esas largas semanas se pasó por su caravana. Al principio, su cambio de actitud desconcertó a Jo. Keane no estaba enfadado. El mal genio ni hacía arder ni helaba su estado de ánimo, Este ocupaba, en cambio, un extraño terreno intermedio que ella no lograba entender. Jo sufría por amor. Y, a medida que los días iban convirtiéndose en semanas, se vio forzada a admitir que Keane no parecía interesado en una relación íntima.
La víspera de la función del 4 de Julio, Jo yacía despierta en la cama. Sostenía en la mano el volumen de Dante, pero el libro sólo servía para recordarle el vacío que sentía. Lo cerró y se quedó mirando el techo. «Es hora de olvidarse de eso», se dijo en tono de reproche. «Es hora de que dejes de fingir que alguna vez formó parte de tu vida. El hecho de que le quieras sólo significa que forma parte de tus deseos. Nunca te habló de amor, nunca te prometió nada, nunca te ofreció nada excepto lo que te dio. No ha hecho nada para hacerme daño». Cerró los ojos con fuerza y apretó el libro entre las manos. «Ojalá pudiera odiarlo por enseñarme cómo podría ser la vida para luego alejarse», pensó.
«Pero no puedo». Dejó escapar un suspiro tembloroso y aflojó las manos sobre el libro. Pasó suavemente un dedo por la lisa encuadernación de piel. «No puedo odiarlo, pero tampoco puedo quererlo abiertamente. ¿Qué puedo hacer para parar? Debería alegrarme de que haya dejado de desearme. Habría hecho el amor con él. Y luego habría sido cien veces más doloroso. ¿Podría sufrir cien veces más?». Se quedó quieta unos instantes, intentando aquietar sus pensamientos.
«Es mejor no saberlo», se dijo con severidad. «Es mejor recordar que fue amable conmigo cuando le necesitaba y que no tenía derecho a hacerle exigencias. El verano no dura siempre. Puede que, cuando acabe, no vuelva a verle. Por lo menos puedo guardar el dulce recuerdo del tiempo que pasamos juntos».
Aquellas palabras sonaban huecas en su corazón.