Capítulo 7

La carpa estaba llena hasta la bandera para la función de la tarde. Jo notaba la emoción en la cara del público mientras ocupaba su puesto temporal en el número de apertura. La banda tocaba música rítmica y animada, apoyándose en los metales mientras los artistas desfilaban alrededor de la pista del hipódromo. Jo, que estaba sustituyendo a una de las coristas en el papel de pastorcilla, lucía una recatada cofia y una amplia falda de crinolina y llevaba a un corderito de una correa. Como su número tenía lugar casi inmediatamente después de la apertura, rara vez tomaba parte en el desfile. Le gustaba, sin embargo, poder mirar de cerca al público. Cuando estaba en la jaula, casi se olvidaba de él completamente.

Se trataba, pensó, de un grupo muy heterogéneo: niños pequeños y grandes, padres, abuelos, adolescentes… Todos ellos recibieron a la cabalgata con un aplauso entusiasta. Jo sonreía y saludaba mientras ejecutaba la sencilla coreografía sin apenas prestarle atención.

Tras cambiarse rápidamente de traje, salió a la pista como la Reina de los Gatos de la Jungla. Después tenía que cambiarse otra vez para transformarse en una de las doce Mariposas Giratorias.

—Acabo de enterarme —le susurró Jamie al oído cuando ocupó su puesto de costumbre junto a la cuerda—. Tendrás que estar aquí toda la semana que viene. Barbara sigue con dolor de muelas.

Jo movió los hombros intentando equilibrar el peso de sus enormes alas azules.

—Rose va a aprenderse el número —masculló mientras sonreía a la luz del sol que entraba a raudales—. Duffy va a darle el puesto si consigue mantenerse de pie con este condenado traje —dejó escapar un rápido bufido de fastidio y volvió a sonreír—. Pesa una tonelada.

Lentamente, al compás del vals que tocaba la orquesta, Jo fue subiendo por la cuerda, mano a mano.

—Ah, el mundillo del espectáculo —oyó suspirar a Jamie, y prometió para sus adentros darle un codazo en las costillas en cuanto tuviera ocasión. Luego metió el pie en el estribo y dio comienzo al número, imitando los movimientos de las otras once Mariposas Giratorias.

Pudo tomarse una taza de café con la madre de Rose cuando regresó al vestuario para devolver el traje de mariposa y ponerse su mono blanco y dorado. Sus músculos se quejaron un poco al peso de las alas, al que no estaba acostumbrada, y se le pasó por la cabeza darse el lujo de tomar un buen baño. Pero tendría que dejar aquel sueño para septiembre, se recordó. En la carretera, las duchas eran la norma.

Su última tarea en la función consistía en subirse sobre la cabeza de Maggie, la elefanta, en el largo desfile de cierre. Maggie, siempre terca y digna de toda confianza, permanecía inmóvil mientras cuatro elefantes se alzaban sobre sus patas traseras a ambos lados de ella, apoyando las patas delanteras en su lomo. Encima de su ancha cabeza, Jo brillaba bajo los focos con los brazos levantados. Era en ese momento, más que en cualquier otro de la función, cuando se sentía bañada en aplausos que se fundían con la música, con el silbato del jefe de pista y con las risas de los niños. Aunque antes estuviera cansada, en ese instante se sentía llena de energía. Sabía que el cansancio volvería, y por ello disfrutaba aún más de aquella exaltación momentánea. Durante esos breves instantes no había trabajo, ni largas horas, ni viajes de madrugada. Sólo había magia. Podía sentirla hasta cuando el show acababa y se bajaba de lomos de Maggie.

Fuera de la carpa, se mezclaban los artistas, los peones y los utilleros. Había anécdotas que contar, actuaciones que diseccionar, comentarios que hacer. Poco a poco iban alejándose, unos solos, otros en parejas o en grupos. Algunos se cambiaban y ayudaban a desmontar las tiendas; otros se iban a dormir, y unos pocos se quedaban cavilando sobre sus actuaciones. Demasiado nerviosa para irse a dormir, Jo decidió quedarse a ver cómo desmontaban la carpa.

Al entrar en su caravana encendió una lamparita y se trenzó distraídamente el pelo mientras se acercaba a la pequeña bañera. Se quitó rápidamente el maquillaje. Borró la exótica exageración que cubría sus ojos y dejó al natural el denso reborde de pestañas y los iris de color verde oscuro. Un suave rubor tiñó de nuevo sus mejillas. Su boca parecía extrañamente vulnerable sin pintar. Acostumbrada al cambio, Jo no notaba el agudo contraste entre Jovilette la artista y la mujer menuda y frágil del reluciente mono enterizo. Con la cara lavada y la sencilla trenza a la espalda, su salvaje apariencia de gitana se hacía menos evidente. Seguía presente, sin embargo, en sus ademanes, pero, despojada de todo artificio, su cara era al mismo tiempo juvenil y delicada, en parte ingenua, en parte apasionada. Jo, no obstante, ignoraba todo esto cuando echó mano de la cremallera frontal de su traje. Antes de que pudiera bajársela, llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo alzando la voz, y se echó la trenza hacia atrás mientras empezaba a recorrer el pasillo. Se detuvo en seco al ver entrar a Keane.

—¿Nunca te han dicho que primero hay que preguntar quién es? —él cerró la puerta a su espalda y giró la cerradura con un rápido movimiento de muñeca—. Puede que no tengas que cerrar la puerta para defenderte de la gente del circo —continuó suavemente mientras ella permanecía inmóvil—, pero todavía hay mucha gente del pueblo merodeando por aquí.

—Puedo vérmelas con un paisano curioso —contestó Jo. Su actitud autoritaria y desenvuelta la sacaba de quicio—. Nunca cierro con llave.

Había irritación y fastidio en su voz. Pero Keane ignoró ambas cosas.

—Te he traído una cosa de Chicago.

Aquella afirmación, hecha como al desgaire, consiguió distraer a Jo de su mal humor. Entonces advirtió que él llevaba un paquetito en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Keane sonrió y se acercó a ella.

—Una cosa que no muerde —le aseguró, y se lo ofreció.

Jo, que seguía recelosa, lo miró a los ojos y luego bajó de nuevo la mirada hacia el paquete.

—No es mi cumpleaños —murmuró.

—Ni tampoco Navidad —añadió él.

Jo levantó los ojos otra vez al percibir su tono despreocupado y paciente. Se preguntó si él entendía que vacilara a la hora de aceptar regalos. Mantuvo la mirada fija en él.

—Gracias —dijo solemnemente al tiempo que tomaba el regalo.

—De nada —respondió Keane en el mismo tono.

Cumplidas las cortesías de rigor, Jo rasgó el papel sin contemplaciones.

—¡Pero si es Dante! —exclamó mientras arrancaba el resto del papel y lo tiraba sobre la mesa. Pasó la palma con reverencia por la tapa de cuero oscuro, cuyo rico olor llegaba hasta ella. Sabía que habría tenido que reducir la cuota de libros que se compraba a uno por año si hubiera adquirido un volumen tan ricamente encuadernado. Lo abrió despacio, como si quisiera prolongar el deleite. Las páginas eran gruesas, de un hermoso color crema. El texto estaba en italiano, y al pasar la mirada por la primera página, las palabras fluyeron rápidamente por su cabeza.

—Es precioso —murmuró, emocionada. Levanto los ojos para darle las gracias de nuevo, y vio que le estaba sonriendo. De pronto la embargó la timidez, tanto más intensa por cuanto rara vez la experimentaba. Llevaba toda la vida actuando ante multitudes, y ello le había proporcionado una serenidad natural en casi cualquier situación. Repentinamente, sin embargo, sus mejillas comenzaron a cubrirse de rubor, y en su mente se agolparon palabras que no lograba ordenar.

—Me alegra que te guste —Keane pasó un dedo por su mejilla—. ¿Siempre te pones colorada cuando te hacen un regalo?

Jo, que no sabía cómo contestar a su pregunta, intentó eludirla.

—Has sido muy amable por acordarte de mí.

—Por lo visto me sale espontáneamente —contestó él, y vio cómo Jo bajaba los párpados.

—No sé qué decir —logró mirarlo a los ojos de nuevo con su habitual franqueza, pero Keane la había conmovido y se sentía incapaz de afrontar sus sentimientos, o el efecto que surtía sobre ella.

—Eso ya lo has dicho —Keane le quitó el libro de la mano y lo hojeó—. Yo, naturalmente, no entiendo ni una palabra. En eso te envidio —antes de que Jo pudiera pararse a sopesar la idea de que un hombre como Keane Prescott le envidiara algo a ella, él levantó la mirada y sonrió, y sus pensamientos se dispersaron como hormigas aturulladas—. ¿Tienes café? —preguntó Keane, dejando el libro sobre la mesa.

—¿Café?

—Sí, ya sabes, café. En Brasil lo cultivan en abundancia.

Jo le lanzó una mirada desesperada.

—No tengo hecho. Te prepararía una taza, pero tengo que cambiarme para ayudar a desmontar las tiendas. En la cocina todavía habrá.

Keane levantó una ceja y dejó que sus ojos recorrieran el rostro de Jo.

—¿No crees que, entre pastorcillas, leones y mariposas, ya has trabajado suficiente por hoy? Por cierto, haces una mariposa muy atractiva.

—Gracias, pero…

—Digámoslo así —añadió Keane suavemente, y tocó la punta de su trenza con los dedos—, tienes la noche libre. Yo mismo prepararé el café si me enseñas dónde lo guardas.

Aunque dejó escapar un profundo suspiro, Jo se sentía más alegre que exasperada. Lo menos que podía hacer, pensó, era ofrecerle un café después de que él le hiciera un regalo tan bonito.

—Lo haré yo —dijo—, aunque seguramente acabarás deseando haber ido a tomarlo a la tienda de la cocina —con aquella dudosa invitación, dio media vuelta y se dirigió a la cocinita de la caravana. Sabía que Keane la había seguido, aunque él no había hecho ningún ruido. Por primera vez sintió lo pequeña que era la cocina.

Puso una pequeña tetera de cobre en uno de los quemadores y lo encendió. Era fácil mantenerse de espaldas a él mientras sacaba las tazas del armario. Era consciente de que, si se daba la vuelta en un espacio tan reducido, acabaría poco menos que en sus brazos.

—¿Has visto toda la función? —preguntó con aparente despreocupación mientras sacaba un frasco de café instantáneo.

—Duffy me ha tenido trabajando con el atrezo —contestó Keane—. Parece que piensa convertirme en un útil general.

Jo giró la cabeza, divertida, y le sonrió. Pero al instante comprendió que había cometido un tropiezo en términos de estrategia. La cara de Keane estaba sólo a unos centímetros de la suya, y pudo leer en sus ojos lo que estaba pensando. La deseaba, y se proponía hacerla suya. Antes de que ella pudiera cambiar de postura, la agarró por los hombros y la hizo darse la vuelta por completo. Jo comprendió que estaba acorralada contra los barrotes.

Keane comenzó a soltarle el pelo lentamente, metiéndole los dedos entre la melena hasta que esta le cayó sobre los hombros.

—Quería hacer esto desde la primera vez que te vi. Uno puede perderse en tu pelo —dijo con suavidad mientras tomaba un generoso puñado de cabello. Aquel gesto parecía afirmar en sí mismo su derecho a estar allí—. A la luz del sol, brilla con destellos rojizos, pero a oscuras es como la noche misma.

Jo pensó de pronto que, cada vez que estaba a su lado, le resultaba más difícil resistirse a él. Se perdía cada vez más en sus ojos, se sentía cada vez más cautivada por su poder. Notaba ya un suave cosquilleo en la boca, causado por el recuerdo de sus besos, por el anhelo de que la besara otra vez. Tras ellos, la tetera comenzó a pitar frenéticamente.

—El agua —logró decir, e intentó pasar a su lado. Keane, que tenía aún una mano entre su pelo, la mantuvo inmóvil mientras apagaba el fuego. La tetera borboteó, malhumorada, y luego se calló. Aquel sonido retumbó en la cabeza de Jo.

—¿Quieres café? —murmuró él mientras le acariciaba la garganta.

Jo fijó la mirada en sus ojos. Los suyos eran enormes y francos; los de él, serenos y escrutadores.

—No —musitó, consciente de que en ese momento sólo deseaba pertenecerle. Keane le rodeó la garganta con una mano y apretó los dedos sobre sus venas. Su pulso aleteaba enloquecidamente.

—Estás temblando —Keane sintió el leve temblor de su cuerpo al atraerla hacia sí—. ¿De miedo? —preguntó al tiempo que le rozaba los labios con los pulgares—. ¿O de excitación?

—Ambas cosas —Jo se detuvo un momento porque su voz sonaba jadeante y trémula—. ¿Vas a hacerme el amor? —¿se habían oscurecido de veras sus ojos?, se preguntó, aturdida. ¿O eran imaginaciones suyas?

—Mi preciosa Jovilette —murmuró él mientras agachaba la cabeza hacia su boca—. Sin pretensiones, sin evasivas…, irresistible —la intensidad del beso cambió velozmente. La boca de Keane se tornó ansiosa, y ella reaccionó olvidando toda precaución. Si amar a Keane era una locura, razonaba su corazón, ¿podría hacerle superar los límites de la cordura el hacer el amor con él? Se olvidó de la sensatez y se adentró en el placer, dejando a su corazón el gobierno de su voluntad. Cuando abrió los labios bajo los de Keane, no se trató de una rendición, sino de una exigencia mutua.

Keane suavizó el beso. La mantenía suspendida sobre el filo de cuchilla de la pasión. Su boca incitaba, prometía, y luego alimentaba el creciente deseo dejo. Encontró la cremallera debajo de su garganta y la bajó lentamente. La piel dejo era cálida; él la palpó y dejó escapar un gemido de placer al sentir que sus pechos se hinchaban bajo su mano. La tocó sin prisas, como si quisiera recordar cada curva, cada ángulo de su cuerpo. Jo había dejado de temblar y se había vuelto dúctil mientras su cuerpo se movía al ritmo que marcaba Keane. Dejó escapar un suspiro espontáneo, lleno de asombro y deleite.

Keane se apoderó de su boca repentinamente, con fiera urgencia; tanto, que Jo se quedó sin aliento. Su instinto respondió catapultándola a un mundo que sólo había imaginado. Las caricias de Keane se hicieron más toscas, más apremiantes. Jo comprendió que había renunciado a dominar la situación. Iban los dos montados sobre las turbulentas olas de la pasión. Aquel mar no tenía ni fondo, ni horizonte. Era un mar que ahogaba, que engullía a los pocos avisados al tiempo que prometía placeres ilimitados. Jo no se resistía; por el contrario, se hundió aún más profundamente.

Al principio, pensó que aquel golpeteo era el sonido de su corazón contra las costillas. Cuando Keane se apartó, murmuró una protesta y volvió a atraerlo hacia sí. Keane volvió a besarla con avidez, pero como el golpeteo continuaba, masculló una maldición y se apartó de nuevo.

—Qué insistente —rezongó. Jo se quedó mirándolo, desconcertada—. La puerta —explicó con un largo suspiro.

—Ah —azorada, Jo se pasó una mano por el pelo e intentó concentrarse.

—Será mejor que contestes —sugirió Keane al tiempo que le subía la cremallera hasta el cuello con un movimiento rápido.

Jo emergió bruscamente a la realidad. Keane se quedó mirándola un momento, fijándose en sus mejillas sonrosadas y en su pelo alborotado. Luego se apartó. Jo ordenó moverse a sus piernas y se acercó a la parte delantera de la caravana. El picaporte se resistió, y entonces recordó que Keane había cerrado con llave. Descorrió el cerrojo.

—¿Sí, Buck? —dijo con calma cuando le abrió la puerta al cuidador.

—Jo —su rostro estaba en sombras, pero ella percibió su angustia en aquella única sílaba. Sintió una tirantez en el pecho—. Es Ari.

Apenas había acabado de pronunciar el nombre cuando Jo salió de la caravana y echó a correr a través del complejo. Encontró a Pete y a Gerry junto a la jaula de Ari.

—¿Cómo está? —preguntó cuando Pete salió a su encuentro.

Él la agarró de los hombros.

—Muy mal esta vez, Jo.

Por un momento, Jo quiso sacudir la cabeza y negar lo que leía en los ojos de Pete. Pero le apartó y se acercó a la jaula. El viejo gato yacía de lado; su pecho subía y bajaba con esfuerzo al respirar.

—Abre —le ordenó a Pete con una voz que no revelaba nada. Se oyó el tintineo de las llaves, pero ella no se volvió.

—No vas a entrar ahí —Jo oyó la voz de Keane y sintió que la agarraban de los hombros. Cuando levantó la mirada hacia él, sus ojos eran opacos.

—Sí, voy a entrar. Ari no va a hacerme nada ni a mí ni a nadie. Sólo se va a morir. Ahora, déjame en paz —su voz sonaba baja y monótona—. Abre —ordenó de nuevo, y se apartó de Keane. Los barrotes chirriaron cuando Pete corrió la puerta. Jo se dio la vuelta y entró en la jaula.

Ari apenas se movió. Al arrodillarse a su lado, Jo vio que tenía los ojos abiertos. Parecían empañados por el cansancio y el dolor.

—Ari —suspiró, comprendiendo que no habría mañana para él. La única respuesta del animal fue un soplido hueco. Le puso una mano sobre el costado y sintió el ritmo trabajoso de su respiración. El león hizo un intento de responder a su contacto, a su nombre, pero sólo consiguió mover su enorme cabeza sobre el suelo. Aquel gesto le desgarró el corazón a Jo. Bajó la cabeza hacia la melena del animal mientras le recordaba cómo había sido antaño: lleno de fuerza y de aterradora belleza. Levantó de nuevo la cara y exhaló un largo suspiro para serenarse—. Buck… —le oyó acercarse, pero mantuvo los ojos fijos en Ari—. Tráeme el botiquín. Quiero una inyección de pentobarbital —notó que Buck vacilaba un instante antes de hablar.

—Está bien, Jo.

Ella permaneció allí sentada, acariciando tranquilamente la cabeza de Ari. A lo lejos se oía arriar la gran carpa, las voces de los hombres, el estrépito del utillaje, el estruendo del metal golpeando la madera. Un elefante bramó, y tres jaulas más allá Fausto respondió con un rugido desganado.

—Jo… —ella giró la cabeza cuando Buck la llamó y se apartó el pelo de los ojos—. Deja que lo haga yo.

Jo se limitó a sacudir la cabeza y a extender la mano.

—Jo —Keane se acercó a los barrotes. Su voz era suave, pero sus ojos se parecían tanto a los del gato que yacía junto a sus rodillas que estuvo a punto de dejar escapar un sollozo—, no tienes por qué hacerlo tú misma.

—Es mi gato —respondió ella lentamente—. Dije que lo haría cuando llegara el momento, y ha llegado —posó los ojos en Buck—. Dame la inyección, Buck. Acabemos de una vez —cuando tuvo la jeringa en la mano, se quedó mirándola y a continuación cerró los dedos sobre ella. Tragó saliva y se volvió hacia Ari. Él la estaba mirando. Después de más de veinte años en cautividad, seguía habiendo algo no del todo domado en el gato moribundo. Pero Jo veía confianza en su mirada, y sintió ganas de llorar—. Eras el mejor —le dijo mientras le pasaba la mano por la melena—. Siempre lo fuiste —sintió que un frío entumecedor se abatía sobre ella y rezó porque durara hasta que hubiera acabado—. Ahora estás cansado. Voy a ayudarte a dormir —le quitó la capucha a la jeringuilla hipodérmica y esperó hasta que estuvo segura de que no le temblaban las manos—. No va a dolerte. Ya nada va a dolerte.

Se frotó involuntariamente la boca con el dorso de la mano y luego clavó rápidamente la aguja en el hombro de Ari. Se le escapó un suave gemido al vaciar la jeringuilla. Ari no hizo ningún ruido. Siguió mirándola. Jo no le ofreció palabras de consuelo; se quedó sentada a su lado, acariciándole metódicamente el pelo hasta que sus ojos se nublaron. Poco a poco, su respiración se hizo menos trabajosa y más débil, hasta que cesó por completo. Jo sintió que se quedaba inmóvil y cerró el puño entre su melena. Un rápido estremecimiento la atravesó. Armándose de valor, salió de la jaula y cerró la puerta a su espalda. Sentía los huesos frágiles y procuró mantenerse erguida, como si fueran a rompérsele. Cuando bajó al suelo, Keane la tomo del brazo e intentó alejarla de allí.

—Ocúpate de todo —le dijo a Buck cuando pasaron a su lado.

—No —dijo Jo, intentando desasirse sin éxito—. Yo lo haré.

—No, no lo harás —dijo Keane en tono suavemente expeditivo—. Ya es suficiente.

—No me digas lo que tengo que hacer —replicó ella con aspereza, dejando que el dolor buscara refugio en la ira.

—Te lo estoy diciendo —contestó él. Seguía agarrándola con fuerza del brazo.

—No puedes decirme lo que tengo que hacer —insistió Jo mientras las lágrimas se agolpaban traicioneramente en su garganta—. Quiero que me dejes en paz.

Keane se detuvo y la agarró por los hombros. Sus ojos reflejaban la luz de la luna menguante.

—No pienso dejarte sola estando tan disgustada.

—Lo que yo sienta no tiene nada que ver contigo —mientras ella hablaba, Keane volvió a agarrarla del brazo y la llevó hacia la caravana.

Jo deseaba desesperadamente estar sola para desahogar su pena en privado. El duelo le pertenecía a ella, y las lágrimas eran algo muy íntimo. Como si no oyera sus protestas, Keane la metió en la caravana y cerró la puerta a su espalda.

—¿Te importa salir de aquí? —dijo ella con aspereza mientras se tragaba desesperadamente las lágrimas.

—No, hasta que me asegure de que estás bien —contestó Keane con calma al tiempo que entraba en la cocina.

—Estoy perfectamente —la respiración de Jo era rápida y temblorosa—. O lo estaré cuando me dejes en paz. No tienes derecho a meter las narices en mis asuntos.

—Eso ya me lo has dicho antes —contestó él suavemente desde el fondo de la caravana.

Jo se mantuvo erguida y luchó contra su propia respiración agitada y desigual.

—He hecho lo que tenía que hacer. Le he ahorrado sufrimientos a un animal enfermo. Es así de sencillo —se le quebró la voz y se dio la vuelta, cruzando los brazos—. ¡Por el amor de Dios, Keane, vete de una vez!

Él se acercó llevando un vaso de agua.

—Bébete esto.

Jo se volvió hacia él.

—No —las lágrimas desbordaron sus ojos y resbalaron por sus mejillas a pesar de sus esfuerzos por retenerlas. Se odió a sí misma y, llevándose la mano a la frente, cerró los ojos—. No quiero que estés aquí —Keane dejó el vaso y la estrechó en sus brazos—. No, no quiero que me abraces.

—Lástima —pasó una mano suavemente por su espalda, arriba y abajo—. Has sido muy valiente, Jo. Sé cuánto querías a Ari. Sé lo difícil que ha sido dejarlo marchar. Estás sufriendo, y no pienso dejarte sola.

—No quiero llorar delante de ti —había cerrado con fuerza los puños sobre sus hombros.

—¿Por qué no? —siguió acariciándole la espalda mientras le acunaba la cabeza en la curva de su hombro.

—¿Por qué no me dejas en paz? —sollozó ella, perdiendo el control. Se agarró convulsivamente a su camisa—. ¿Por qué siempre pierdo lo que amo? —dejó que la pena la embargara. Permitió que los brazos de Keane la sostuvieran. Y, con la misma ferocidad con que se había resistido, se aferró al consuelo que le ofrecía.

No opuso resistencia cuando la condujo al sofá y la acunó entre sus brazos. Keane le acariciaba el pelo como ella había acariciado el de Ari, para aliviar el dolor de lo que no tenía remedio. Lentamente, los sollozos de Jo fueron acallándose. Pero ella siguió con la mejilla apoyada sobre el pecho de Keane y el pelo cubriéndole la cara como una cortina.

—¿Estás mejor? —preguntó él cuando el silencio pareció hacerse más apacible. Jo asintió con la cabeza. Aún no se fiaba de su voz. Keane la cambió de postura para recoger el vaso de agua—. Bébete esto.

Jo alivió de buena gana su garganta seca y luego volvió a apoyarse sin resistencia sobre su pecho. Cerró los ojos y pensó que hacía mucho tiempo que nadie la abrazaba sobre su regazo y le ofrecía consuelo.

—Keane… —murmuró. Sintió que él le daba un beso en la coronilla.

—¿Um?

—Nada —su voz se hizo más densa mientras se adormecía—. Sólo Keane…