Capítulo 6

Jo descubrió que las semanas podían alargarse como si fueran años. Durante la segunda semana de ausencia de Keane, había escudriñado cada nueva explanada buscando algún rastro de él. Había escrutado las multitudes de paisanos que iban a ver cómo se levantaba la carpa, y a medida que pasaban los días y su ausencia se prolongaba, fue oscilando entre la rabia y la desesperación. Sólo en la jaula lograba concentrarse, consciente de que no podía hacer otra cosa. Pese a todo, le resultaba cada vez más difícil relajarse después de actuar. Cada mañana sentía que Keane volvería ese día. Y cada noche yacía inquieta, esperando a que se alzara el sol.

La primavera estaba en su esplendor. Los descampados cubiertos de hierba alta olían a ella. El perfume de las flores silvestres pisoteadas impregnaba a menudo el aire. Mientras la caravana del circo avanzaba hacia el norte, los días se iban haciendo más largos y el sol se demoraba hasta que, ya muy tarde, se hacía de noche. Mientras otros miembros de la troupe disfrutaban del buen tiempo y del cielo providencialmente soleado, Jo pasaba los días en vilo.

Se le pasó por la cabeza que, tal vez, al regresar a su vida cotidiana en Chicago, Keane había decidido no volver. En Chicago disponía de confort, de riqueza, de mujeres elegantes. ¿Para qué iba a volver? Jo procuró no pensar en el destino último del circo. No se sentía capaz de afrontar la posibilidad de que Keane clausurara el espectáculo al final de la temporada. Se decía que sólo quería que volviera para convencerlo de que mantuviera abierto el circo. Pero el recuerdo de sus abrazos interfería demasiado a menudo en sus cavilaciones. Poco a poco fue resignándose y consiguió llenar el extraño vacío que sentía a fuerza de trabajo.

Encontró tiempo para darle lecciones a Gerry varios días a la semana. Al principio, sólo le había permitido trabajar con los dos cachorros de la colección de animales raros. Le consentía que jugara con ellos y que los alimentara protegiéndose con guantes de cuero, y lo animaba a enseñarles trucos sencillos con ayuda de trocitos de carne cruda. Jo se alegraba tanto como él cuando los gatos recompensaban su paciencia obedeciendo.

Veía potencial en Gerry, en su sincero amor por los animales y en su determinación. Lo que más le preocupaba era que no hubiera desarrollado aún un miedo prudencial. Seguía siendo demasiado despreocupado, y ella sabía por experiencia que a la despreocupación seguía el descuido. Cuando le pareció que había progresado lo suficiente, decidió que diera el siguiente paso en su entrenamiento.

Ese día no había sesión matinal, y en el interior de la carpa ensayaban aquí y allá los artistas. Jo iba vestida con botas y pantalones caquis y una blusa de manga larga remetida en la cintura. Observaba a Gerry mientras se pasaba el mango del látigo por la mano. Estaban juntos en la jaula de seguridad, y le estaba dando instrucciones.

—Está bien, Buck va a dejar entrar a Merlín por la rampa. Es el más tratable de todos, aparte de Ari —se detuvo un momento, y su mirada se entristeció—. Ari ya ni siquiera puede ensayar —apartó de sí la tristeza que amenazaba con apoderarse de ella y prosiguió—. Merlín te conoce, está familiarizado con tu voz y tu olor —Gerry asintió con la cabeza y tragó saliva—. Cuando entre, tienes que ser mi sombra. Muévete cuando me mueva, y no hables hasta que te lo diga. Si te asustas, no corras —le agarró del hombro para recalcar sus palabras—. Eso es muy importante, ¿entendido? No corras. Si quieres salir, dímelo y te llevaré a la jaula de seguridad.

—No correré, Jo —le prometió, y se secó en los vaqueros las manos humedecidas por los nervios.

—¿Estás listo?

Gerry sonrió y asintió con la cabeza.

—Sí.

Jo abrió la puerta que llevaba a la gran jaula y dejó que Gerry pasara tras ella antes de cerrarla. Caminó hasta el centro del foso con paso seguro y firme.

—Déjalo entrar, Buck —gritó, y un instante después oyó el chirrido de los barrotes. Merlín entró sin prisa y se subió de un salto a su pedestal. Abrió la boca en un enorme bostezo antes de mirar a Jo—. Hoy te toca un solo, Merlín —dijo ella mientras avanzaba hacia el animal—. Y tú eres la estrella. Ven conmigo —ordenó mientras Gerry miraba pasmado al gran gato. Merlín le lanzó una mirada desinteresada y esperó.

Jo levantó el brazo, y el león se sentó.

—Ya sabes —le dijo al chico de su espalda— que para adiestrar a un gato lo primero que hay que enseñarle es a ocupar su sitio. El público ni siquiera lo considera un truco. Enseñarle a sentarse levantando las patas —prosiguió mientras le hacía una seña a Merlín para que bajara las patas delanteras— suele llevar un poco más de tiempo. Primero hay que fortalecer los músculos de sus cuartos traseros —le hizo otra seña a Merlín para que levantara las patas y después, con una rápida orden, le hizo dar zarpazos al aire y rugir—. Eres un actor maravilloso —dijo con una sonrisa, y le hizo volver a bajar—. Hay que dar siempre el primer movimiento de cada indicación en la misma postura y con el mismo tono de voz. Hace falta paciencia y repetir. Ahora voy a hacerle bajar del pedestal.

Jo hizo restallar el látigo sobre las cascas que cubrían el suelo y Merlín se bajó de un salto.

—Ahora le llevo al lugar donde quiero que se eche —mientras se movía, Jo se aseguró de que su aprendiz la seguía—. La jaula es circular y tiene catorce metros de diámetro. Tienes que conocer de memoria cada palmo. Debes saber exactamente a qué distancia estás de los barrotes en todo momento. Si retrocedes y te chocas con ellos, no tendrás espacio para maniobrar si hay algún problema. Ese es uno de los mayores errores que puede cometer un adiestrador —a una señal suya, Merlín se echó en el suelo y se tumbó de lado—. Date la vuelta, Merlín —dijo con energía, y el gato comenzó a rodar por el suelo—. Hay que usar sus nombres a menudo, los mantiene en sintonía contigo. Tienes que conocer las particularidades de cada gato.

Jo se movió con Merlín y luego le indicó que parara. Cuando el león rugió, le frotó la coronilla con el mango del látigo.

—Les gusta que los mimen, como a los gatos domésticos, pero no son mascotas. Es esencial que nunca confíes en ellos del todo y que recuerdes siempre que el que manda eres tú. No se los domina pinchándolos, pegándoles o dándoles gritos, lo cual no es sólo que sea cruel sino que crea un gato malvado y de poco fiar, sino con paciencia, respeto y fuerza de voluntad. Jamás hay que humillarlos. Tienen derecho a su orgullo. Con ellos hay que ir de farol, Gerry —dijo mientras levantaba los brazos para que Merlín se pusiera de pie sobre las patas traseras—. El ser humano es una incógnita. Por eso usamos leones criados en la jungla y no gatos nacidos en cautividad. Ari es la excepción. Un gato nacido y criado en cautividad está demasiado familiarizado con el hombre, de modo que pierdes tu ventaja —se movió hacia delante con los brazos todavía levantados. Merlín la siguió caminando sobre las patas traseras. Puesto en pie, medía más de dos metros y se elevaba por encima de su cuidador—. Puede que te tengan afecto, pero también te tienen poco respeto y ningún miedo. Por desgracia, a menudo sucede lo mismo cuando un gato lleva demasiado tiempo con el mismo entrenador. No se hacen más dóciles cuanto más tiempo llevan actuando, sino más peligrosos. Te ponen a prueba constantemente. El truco consiste en hacerles creer que eres indestructible.

Hizo bajar a Merlín y el animal bostezó de nuevo antes de que le mandara a su asiento.

—Si uno te lanza un zarpazo, tienes que pararle los pies de inmediato, porque volverá a intentarlo una y otra vez, y cada vez se acercará más. Normalmente, cuando un adiestrador sale herido de una jaula, es porque ha cometido un error. Los gatos lo notan enseguida. A veces dejan pasar los errores, y a veces no. Este me ha dado un buen golpe en el hombro de vez en cuando. Tenía las uñas retraídas, pero siempre cabe la posibilidad de que alguna vez se le olvide que sólo está jugando. ¿Alguna pregunta?

—Cientos —dijo Gerry mientras se secaba la boca con el dorso de la mano—. Sólo que ahora no se me ocurre ninguna.

Jo se echó a reír y volvió a rascarle la cabeza a Merlín cuando el animal rugió.

—Te vendrán luego. La primera vez es difícil retener algo, pero cuando te relajes te acordarás de todas las preguntas que tenías. Está bien, ya conoces la señal. Haz que se siente levantando las patas delanteras.

—¿Quién, yo?

Jo se hizo a un lado para que Merlín pudiera ver claramente a su pupilo.

—Puedes estar tan asustado como quieras —dijo tranquilamente—. Pero que no se te note en la voz. Míralo a los ojos.

Gerry se pasó la mano por el muslo y luego la levantó como había visto hacer a Jo cientos de veces.

—Arriba —le dijo al gato con voz pasablemente firme.

Merlín se quedó mirándolo un momento y luego miró a Jo. «Este es un novato que no merece mi consideración», parecían decirle sus ojos. Jo mantuvo un semblante inexpresivo.

—Te está poniendo a prueba —le dijo a Gerry—. Es un veterano y cuesta un poco más engañarle. Muéstrate firme y esta vez usa su nombre.

Gerry respiró hondo y repitió la señal con la mano.

—Arriba, Merlín.

El león volvió a mirarlo fijamente con sus ojos color ámbar, como si lo calibrara.

—Otra vez —dijo Jo, y oyó que Gerry tragaba saliva audiblemente—. Que tu voz suene autoritaria. Cree que eres un pelele.

—¡Arriba, Merlín! —repitió Gerry, lo bastante irritado por la descripción de Jo como para insuflar cierta energía a su voz. Merlín obedeció, aunque a regañadientes—. Lo ha hecho —musitó Gerry con un largo y tembloroso suspiro—. Lo ha hecho de verdad.

—Muy bien —dijo Jo, complacida tanto con el león como con su alumno—. Ahora, hazle bajar —una vez conseguido esto, le ordenó que hiciera bajarse a Merlín del pedestal—. Toma —le entregó a Gerry el látigo—. Usa el mango para rascarle la cabeza. Donde más le gusta es detrás de las orejas —sintió el leve temblor de su mano al empuñar el látigo, pero Gerry logró mantenerse firme incluso cuando Merlín cerró los ojos y empezó a ronronear.

Como se había portado bien, Jo permitió que el león se restregara contra sus piernas antes de llamar a Buck para que se lo llevara. El traqueteo de los barrotes era la señal para que el animal saliera, cosa que hizo con la cabeza bien alta, como un artista.

—Lo has hecho muy bien —le dijo a Gerry cuando estuvieron solos en la jaula.

—Ha sido genial —le devolvió el látigo, cuyo mango había humedecido el sudor de sus manos—. Absolutamente genial. ¿Cuándo puedo repetir?

Jo sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Pronto —prometió—. Recuerda las cosas que te he dicho y avísame cuando te acuerdes de todas esas preguntas.

—Está bien, gracias, Jo —Gerry pasó a través de la jaula de seguridad—. Muchísimas gracias. Quiero decírselo a los chicos.

—Adelante —Jo lo vio alejarse saltando por la pista y cruzar a toda prisa la puerta trasera. Se recostó contra los barrotes con una sonrisa—. ¿Yo era así? —le preguntó a Buck, que estaba al otro lado de la jaula.

—La primera vez que hiciste que un gato se sentara, estuviste dándonos la paliza una semana. Tenías doce años y creías que estabas preparada para el gran espectáculo.

Jo se echó a reír y limpió la empuñadura húmeda del látigo pasándosela por los pantalones. Luego se dio la vuelta. Entonces fue cuando lo vio de pie tras ella.

—¡Keane! —exclamó, usando el nombre que había jurado no utilizar. Una oleada de placer se apoderó de ella e iluminó su cara. Justo cuando había abandonado la esperanza de verlo otra vez, él aparecía. Dio dos pasos hacia él sin poder refrenarse—. No sabía que habías vuelto —agarró la empuñadura del látigo con las dos manos para no tocarle.

—Creo que me echabas de menos —su voz era como recordaba, grave y tersa.

Jo se maldijo por ser tan ingenua y tan transparente.

—Quizá sí, un poco —reconoció con cautela—. Supongo que me había acostumbrado a ti, y has estado fuera más tiempo del que dijiste —parecía el mismo, pensó. Exactamente el mismo. Se recordó que sólo había pasado un mes. Pero parecían años.

—Um, sí, las cosas se complicaron más de lo que esperaba. Estás un poco pálida —comentó él, y le tocó la mejilla con la punta del dedo.

—Creo que últimamente no me ha dado mucho el sol —dijo Jo rápidamente, aunque era mentira—. ¿Qué tal en Chicago? —necesitaba alejar la conversación de temas personales hasta que tuviera ocasión de dominar sus emociones, que la repentina aparición de Keane había revuelto por completo.

—Hacía frío —le dijo él mientras observaba detenidamente su cara—. ¿Has estado allí alguna vez?

—No. Actuamos por allí cerca al final de la temporada, pero nunca he tenido tiempo de visitar la ciudad.

Keane asintió con la cabeza distraídamente y miró la jaula vacía que había a espaldas dejo.

—Te he visto entrenar a Gerry.

—Sí —aliviada porque hubieran abordado un asunto profesional, ella dejó que los músculos de su estómago se relajaran—. Era su primera vez con un gato adulto y sin barrotes de por medio. Lo ha hecho muy bien.

Keane volvió a mirarla. Tenía una mirada seria y escrutadora.

—Estaba temblando. Se veía desde donde yo estaba.

—Era su primera vez… —comenzó a decir ella en defensa de Gerry.

—No pretendía criticarle —la interrumpió Keane con un asomo de impaciencia—. Pero estaba a tu lado, temblando de la cabeza a los pies, y tú estabas tan tranquila, como si fueras completamente dueña de ti misma.

—En eso consiste mi trabajo —repuso ella.

—Ese león debe de medir más de dos metros cuando se pone de pie sobre las patas traseras, y tú pasas por debajo de él sin ninguna protección. Ni siquiera con la tradicional silla.

—Yo hago un número de habilidad —le explicó—, no un número de lucha.

—Jo —dijo él con tanta aspereza quejo parpadeó—, ¿nunca pasas miedo ahí dentro?

—¿Miedo? —repitió ella, levantando una ceja—. Claro que paso miedo. Más miedo del que ha pasado Gerry… o del que pasarías tú.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Keane. Jo notó con cierta curiosidad que estaba enfadado—. He visto cómo sudaba ese chico ahí dentro.

—Pero era sobre todo excitación nerviosa —le dijo ella con paciencia—. Gerry no tiene experiencia suficiente para estar de verdad asustado —se echó el pelo hacia atrás y exhaló un largo suspiro. No le gustaba hablar de sus miedos con nadie, y ello le resultaba especialmente difícil con Keane. Sólo continuó porque consideraba necesario que él comprendiera aquello para llegar a entender el circo—. El verdadero miedo llega cuando se los conoce, cuando se trabaja con ellos, cuando se los comprende. Tú sólo puedes imaginar lo que son capaces de hacerle a una persona. Yo lo sé. Sé exactamente de qué son capaces. Tienen muchísimo valor y una astucia increíble. Yo he visto lo que pueden hacer —sus ojos tenían una mirada serena y límpida mientras lo miraban—. Mi padre estuvo a punto de perder una pierna una vez. Yo tenía unos cinco años. Un nubio de doscientos veinte kilos le enganchó del muslo y lo arrastró por todo el foso. Por suerte, se distrajo con una hembra que estaba en celo. Los gatos son impredecibles cuando están pensando en el sexo. Por eso seguramente atacó a mi padre. Son terriblemente celosos cuando se fijan en una hembra. Mi padre consiguió meterse en la jaula de seguridad antes de que los demás gatos repararan en él. No recuerdo cuántos puntos le dieron, ni cuánto tiempo tardó en volver a andar como es debido, pero recuerdo la mirada del gato. Cuando estás en una jaula aprendes rápidamente a sentir miedo, pero o lo controlas y lo canalizas, o más te vale buscarte otro oficio.

—Entonces ¿por qué? —preguntó Keane. La agarró de los hombros antes de que pudiera volverse—. ¿Por qué lo haces? Y no me digas que porque es tu trabajo. Eso no me sirve.

Jo se preguntaba por qué estaba enfadado. El enfado parecía oscurecer sus ojos, y le clavaba los dedos en los hombros, zarandeándola como si de ese modo pudiera arrancarle una respuesta.

—Está bien —dijo Jo lentamente, haciendo caso omiso del dolor que sentía—. Es por eso en parte, pero no del todo. Es lo único que conozco. Esa es otra parte. Y se me da bien —mientras hablaba, escudriñaba su cara en busca de algún indicio que explicara su mal humor. Se preguntaba si le habría parecido mal que llevara a Gerry a la jaula—. A Gerry también se le va a dar bien —dijo—. Supongo que todo el mundo tiene que ser bueno en algo. Y disfruto ofreciéndole a la gente que viene a verme el mejor espectáculo que puedo. Pero, por encima de todo, supongo que es por amor a ellos. Es difícil que un abogado entienda lo que siente un adiestrador por sus animales. Amo su inteligencia, su asombrosa belleza, su fuerza, el temperamento salvaje e invencible que los separa de un caballo bien entrenado. Son estimulantes, excitantes y aterradores.

Keane se quedó callado un momento. Jo notó que todavía tenía una mirada de enojo y que sin embargo relajaba los dedos con que le sujetaba los hombros. Sintió un leve palpito en los lugares donde sin duda al día siguiente tendría moratones.

—Supongo que uno se vuelve adicto a la emoción… y que resulta difícil vivir sin ella cuando se convierte en un hábito.

—No sé —contestó Jo, aliviada porque aparentemente empezara a aplacarse—. Nunca lo he pensado.

—No, imagino que no has tenido motivos para ello —asintió con la cabeza y se dio la vuelta para marcharse.

Jo dio un paso tras él.

—Keane… —se le escapó su nombre antes de que pudiera evitarlo. Al darse él la vuelta, se dio cuenta de que no podía hacerle las muchas preguntas que se le pasaban por la cabeza. Sólo sabía que creía tener derecho a formularlas—. ¿Has pensado en lo que vas a hacer con nosotros… con el circo?

Vio por un instante cómo brillaba de nuevo la ira en sus ojos.

—No —respondió en tono cortante y expeditivo. Al darse la vuelta de nuevo, Jo sintió un arrebato de rabia y lo agarró del brazo.

—¿Cómo puedes ser tan insensible, tan desconsiderado? —preguntó con aspereza—. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo teniendo las vidas de más de cien personas en tus manos?

Él le apartó cuidadosamente la mano de su brazo.

—No me presiones, Jo —había una advertencia en sus ojos y en su voz.

—No intento hacerlo —repuso ella, y se pasó la mano por el pelo en un gesto de frustración—. Sólo te pido que seas justo, que seas… amable —concluyó débilmente.

—No me pidas nada —ordenó Keane en tono imperioso y áspero. Jo respondió levantando la barbilla—. Estoy aquí —le recordó él—. De momento tendrás que conformarte con eso.

Jo luchó contra su rabia. No podía negar que, al volver, Keane se había mantenido fiel a su palabra. Ella tenía, al menos, el resto de la temporada.

—Supongo que no tengo elección —dijo en voz baja.

—No —contestó él inclinando levemente la cabeza—. No la tienes.

Jo frunció el ceño y lo miró alejarse con un paso ligero y fluido que tuvo que admirar por fuerza. De pronto se dio cuenta de que tenía las manos tan sudorosas como Gerry. Irritada, se las pasó por las caderas.

—¿Quieres hablar de ello?

Jo se giró rápidamente y vio a Jamie a su espalda, vestido de payaso. Estaba tan ensimismada que la había pillado completamente desprevenida.

—Ah, Jamie, no te había visto.

—No has visto a nadie más que a Prescott desde que saliste de la jaula —repuso Jamie.

—¿Qué haces maquillado? —preguntó ella, eludiendo su comentario.

Jamie señaló el perro que había a sus pies.

—Este chucho no responde a no ser que me vea disfrazado. ¿Quieres que hablemos?

—¿De qué?

—De Prescott y de lo que sientes por él.

El perro se sentó pacientemente a los pies de Jamie y meneó la colita. Jo se agachó tranquilamente y le revolvió el pelo gris.

—No sé de qué estás hablando.

—Mira, no digo que no pueda salir bien, pero no quiero que te hagan daño. Sé lo que es estar loco por alguien.

—¿Qué te hace pensar que estoy loca por Keane Prescott? —Jo fijó toda su atención en el perro.

—Oye, que soy yo, ¿recuerdas? —Jamie la agarró del brazo y la hizo levantarse—. Puede que no todo el mundo lo haya notado, pero no todo el mundo te conoce como yo. Has estado hecha polvo desde que Prescott regresó a Chicago. Le buscabas en cada coche que pasaba por el campamento. Y hace un momento, al verlo, te has encendido como la feria un sábado por la noche. No digo que sea malo que estés enamorada de él, pero…

—¿Enamorada de él? —repitió Jo, incrédula.

—Sí —respondió Jamie con paciencia—, enamorada de él.

Ella se quedó mirándolo mientras iba comprendiendo.

—Enamorada de él —murmuró como si pusiera a prueba aquellas palabras—. Ay, no —suspiró, cerrando los ojos—. No, por favor.

—¿Es que no te habías dado cuenta? —preguntó Jamie suavemente. Al ver que Jo estaba acongojada, le pasó la mano por el brazo con ternura.

—No, creo que soy bastante tonta en estas cosas —Jo abrió los ojos y miró a su alrededor, preguntándose si el mundo le parecía distinto—. ¿Qué voy a hacer?

—Caray, y yo qué sé —Jamie golpeó el serrín con su enorme zapato—. Yo tampoco tengo mucho éxito en ese aspecto —le dio una palmadita para tranquilizarla—. Sólo quería que supieras que puedes hablar conmigo cuando quieras —sonrió dulcemente antes de darse la vuelta para marcharse, dejando a Jo confusa y desconcertada.

Jo pasó el resto de la tarde absorta con la idea de estaba enamorada de Keane Prescott. Durante un rato se permitió disfrutar de aquella sensación, de la novedosa experiencia de querer a alguien no como amigo, sino como amante. Sintió que la luz y la energía inundaban su cuerpo como si tuviera el sol en la palma de la mano. Soñó despierta.

Keane estaba enamorado de ella. Se lo había dicho cientos de veces mientras la abrazaba bajo el cielo iluminado por la luna. Quería casarse con ella, no soportaba alejarse de su lado. Ella era de pronto sofisticada y mundana; tanto, que podía desenvolverse en el club de campo instalado en el jardín de la casa de ambos. Intercambiaba anécdotas con las esposas de otros abogados. Tenían hijos y una casa en el campo. ¿Qué se sentiría al despertar cada mañana en la misma ciudad? Aprendería a cocinar y a dar fiestas. Habría ocasiones en las que podrían pasar a solas largas y apacibles veladas, con música y velas. Y, cuando durmieran juntos, Keane la estrecharía entre sus brazos hasta que llegara la mañana.

Idiota. Jo se obligó a volver al presente. Mientras Pete y ella daban de comer a los gatos, intentó recordar que los cuentos de hadas eran para niños. «Ninguna de esas cosas va a ocurrir», se dijo. «Tengo que descubrir un modo de enfrentarme a esto antes de hundirme más aún».

—Pete —comenzó a decir con aire despreocupado mientras pinchaba la ración de carne cruda de Abra con un palo largo—, ¿has estado enamorado alguna vez?

Pete masticó suavemente su chicle mientras veía cómo metía Jo la carne entre las barras.

—Bueno, déjame ver —sacó el labio inferior y se quedó pensando—. Sólo ocho o diez veces, creo. Puede que doce.

Jo se echó a reír y se acercó a la siguiente jaula.

—Hablo en serio —le dijo—. Me refiero a amor de verdad.

—Yo me enamoro fácilmente —confesó Pete, muy serio—. Con una cara bonita, soy un pelele. En realidad, lo soy hasta con una cara fea —sonrió—. Sí, señor, lo único comparable a estar enamorado es tener una escalera de color cuando hay mucha pasta encima de la mesa.

Jo sacudió la cabeza y siguió adelante.

—Está bien, dado que eres un experto, dime qué se hace cuando estás enamorado de una persona y esa persona no te corresponde y no quieres que sepa que estás enamorado porque no quieres ponerte en ridículo.

—Espera un momento —Pete cerró los ojos con fuerza—. Tengo que pensarlo primero —se quedó callado un momento mientras movía los labios, ensimismado—. Está bien, veamos si lo tengo claro —abrió los ojos y frunció el ceño—. Estás enamorada…

—Yo no he dicho que esté enamorada —se apresuró a interrumpirle Jo.

Pete levantó las cejas y frunció los labios.

—Usaremos el tú en un sentido general para evitar confusiones —sugirió. Jo asintió con la cabeza y fingió concentrarse en dar de comer a los gatos—. Bueno, estás enamorada, pero el tío no te quiere. Lo primero de todo, tienes que asegurarte de que es así.

—No me quiere —murmuró Jo, y añadió rápidamente—: Supongamos que no me quiere.

Pete la miró por el rabillo del ojo y luego se cambió el chicle al otro lado de la boca.

—Está bien, entonces lo primero que deberías hacer es conseguir que cambie de idea.

Jo lo miró con el ceño fruncido.

—¿Que cambie de idea? —repitió.

—Claro —Pete hizo un gesto con la mano para demostrarle que se trataba de un procedimiento muy sencillo—. Te enamoras de él, y luego él se enamora de ti. Puedes hacerte la dura o hacerte la fácil. O puedes ponerle ojitos y sonreír —le hizo una demostración batiendo las pestañas y lanzándole una sonrisa seductora. Jo se echó a reír y se apoyó en el palo con que daba de comer a los gatos. Pete, vestido con sus vaqueros descoloridos, su camiseta blanca y su gorra de béisbol, era el mejor espectáculo que había visto en todo el día—. Le pones celoso —continuó—. O halagas su ego. Niña, hay tantas formas de conseguir a un hombre, que no se pueden contar, y yo las he sufrido todas. Sí, señor, soy un auténtico pelele —parecía tan complacido por su debilidad, que Jo sonrió. Qué fácil sería, pensó, tomarse el amor tan a la ligera.

—Supón que no quiero hacer ninguna de esas cosas. Supón que no sé cómo hacerlo y que no quiero humillarme enredándolo todo. Supón que la persona en concreto no es… en fin, supón que entre nosotros no puede haber nada de todos modos. ¿Qué harías entonces?

—Son demasiadas suposiciones —concluyó Pete, y la miró sacudiendo un dedo—. Yo también tengo una para ti. Supón que te estás comportando como una tonta al pensar que no puedes ganar antes siquiera de empezar a jugar.

—A veces la gente sale malparada cuando juega —contestó Jo suavemente—. Sobre todo, si no están familiarizados con el juego.

—El dolor no es nada —afirmó Pete haciendo un ademán con la mano—. Lo mejor es ganar, pero jugar tampoco está mal. La vida entera es un juego, Jo. Tú lo sabes. Y las reglas cambian constantemente. Tú eres valiente —continuó, y luego le puso la mano áspera y morena sobre el hombro—. Tienes más coraje que la mayoría de la gente que he conocido. Y además tienes cerebro, y ganas de aprender. ¿Vas a decirme que, con todo eso, te da miedo arriesgarte?

Jo lo miró a los ojos y comprendió que no podía engañarle con hipotéticas evasivas.

—Supongo que sólo acepto riesgos calculados, Pete. Conozco mi terreno. Sé por dónde puedo moverme. Y también sé exactamente lo que ocurrirá si cometo un error. Me arriesgo a que desgarren mi cuerpo, no mis emociones. Para esto nunca he ensayado, y creo que jugar en frío sería un suicidio.

—Yo creo que deberías creer un poco más en Jo Wilder —contestó Pete, y le dio una rápida palmada en la mejilla.

—Eh, Jo —Jo giró la cabeza y vio acercarse a Rose. Iba vestida con vaqueros de pernera recta y blusón blanco, y llevaba una boa constrictor de más de dos metros sobre los hombros.

—Hola, Rose —Jo le dio a Pete el palo—. ¿Has sacado a Baby a dar una vuelta?

—Necesitaba tomar el aire —Rose le dio una palmadita a su serpiente—. Creo que esta mañana se ha mareado un poco en el viaje. ¿Crees que tiene buena cara?

Jo miró la piel reluciente y multicolor y los ojillos negros de la boa mientras Rose la sujetaba en alto.

—Creo que no —contestó.

—Bueno, hoy hace calor —observó Rose, soltando la cabeza de Baby—. Voy a darle un baño, a ver si se anima.

Jo notó que Rose miraba a su alrededor.

—¿Buscas a Jamie?

—Uf —Rose se echó hacia atrás los rizos—. No pienso perder el tiempo con ese —acarició la parte posterior de la anatomía de Baby—. Me es indiferente.

—Esa es otra forma de hacerlo —dijo Pete, dándole un codazo a Jo—. Se me había olvidado. Es la bomba.

Rose lo miró con el ceño fruncido y luego miró a Jo.

—¿De qué está hablando?

Jo se echó a reír y se sentó sobre un barril de agua.

—De cómo atrapar a un hombre —le dijo mientras dejaba que el sol jugueteara en su cara—. Ha hecho un estudio al respecto desde el punto de vista masculino.

—Ah —Rose le lanzó a Pete su mirada más desdeñosa—. ¿Crees que me hago la indiferente para llamar su atención?

—Es una pasada —repitió Pete mientras se ajustaba la gorra—. Le haces un lío y empieza a pensar en ti. Se vuelve loco preguntándose por qué ya no te fijas en él.

Rose sopesó aquella idea.

—¿Y da resultado?

—En un ochenta y siete por ciento de los casos, de media —contestó Pete, y le dio a Baby una palmadita amistosa—. Funciona hasta con los gatos —señaló con el pulgar hacia atrás y le guiñó un ojo a Jo—. Esa gatita de ahí se sienta en su jaula y se queda mirando el infinito como si tuviera cosas muy importantes en que pensar. El chaval de la jaula de al lado hace todo lo que puede, excepto el pino, para llamar su atención. Pero ella se da lametazos y hace como si ni siquiera se percatara de que está ahí. Luego, cuando él empieza a darse cabezazos contra los barrotes, le echa un vistazo, parpadea con sus grandes ojos amarillos y dice: «Ah, ¿me decías a mí?». —Pete se echó a reír y estiró los músculos de la espalda—. Y él pica el anzuelo, hermano, como un pececillo.

Rose sonrió al imaginarse a Jamie picando su anzuelo.

—Creo que, después de todo, no voy a poner a Baby en la caravana de Carmen —murmuró—. Ah, mirad, ahí vienen Duffy y el dueño —Rose, que era una coqueta innata, se atusó automáticamente el pelo—. Es un hombre de lo más guapo, la verdad. ¿No crees, Jo?

Jo ya tenía los ojos fijos en los de Keane. Parecía incapaz de desasirse de su mirada. Agarró con fuerza el borde del barril de agua y se recordó que no debía comportarse como una necia.

—Sí —dijo con estudiada despreocupación—, es muy atractivo.

—Se te están poniendo blancos los nudillos, Jo —masculló Pete junto a su oído.

Ella dejó escapar un suspiro lleno de frustración y aflojó las manos. Estiró la espalda, decidida a mostrar más aplomo. La sangre fría, se recordó, era la herramienta de su oficio. Si podía dominar sus emociones y engañar a una docena de leones, podría engañar a un solo hombre.

—Hola, Duffy —Rose le lanzó al orondo gerente del circo una rápida sonrisa, y luego fijó su atención en Keane—. Hola, señor Prescott. Me alegro de que haya vuelto.

—Hola, Rose —él miró sonriendo su cara levantada y, al deslizar la mirada sobre el reptil que llevaba alrededor del cuello y de los hombros, levantó una ceja—. ¿Quién es tu amiga?

—Ah, es Baby —Rose le dio unas palmaditas en el lomo a la boa.

—Ya, claro —Jo notó que el buen humor realzaba el color dorado de sus ojos—. Hola, Pete —saludó al cuidador inclinando la cabeza con naturalidad antes de fijar la mirada en Jo.

Al igual que el día que se conocieron, Keane no se molestó en camuflar su interés. Su mirada era fría y calculadora. Estaba reafirmándose como propietario del circo. Jo pensó de pronto que, en efecto, estaba enamorada de él, pero que también le tenía miedo. Temía el poder que ejercía sobre ella su capacidad para hacerle daño. Aun así, su semblante no reveló lo que estaba pensando. El miedo, se dijo mientras lo miraba con idéntica frialdad, era algo que comprendía muy bien. El amor podía plantearle dilemas insoportables, pero al miedo podía enfrentarse. No se arredraría ante él, y haría honor a la regla esencial del foso: no darse la vuelta y huir.

Siguieron mirándose en silencio mientras los otros los contemplaban con diversos grados de curiosidad En los labios de Keane se insinuaba vagamente una sonrisa. Aquella batalla de voluntades prosiguió hasta que Duffy carraspeó.

—Ah Jo…

Ella desvió la mirada con calma, sin precipitarse.

—¿Sí, Duffy?

—Acabo de mandar a una de las chicas a la ciudad a ver a un dentista. Por lo visto tiene un flemón. Necesito que la sustituyas esta noche.

—Claro.

—Sólo en la telaraña y en el número de apertura —continuó él y, sin poder refrenarse, le lanzó una rápida mirada a Keane para ver si seguía mirándola fijamente. Y así era. Duffy se removió, inquieto, y se preguntó qué diablos estaba pasando—. Ocupa tu puesto de siempre en el número de cierre. Solo habrá una chica de menos en el coro. En vestuario te prepararán.

—De acuerdo —Jo le sonrió, aunque estaba pendiente de Keane, que seguía mirándola—. Creo que será mejor que vaya a practicar con esos tacones de un palmo. ¿Qué sitio me toca?

—La cuerda número cuatro.

—Duffy —gorjeó Rose, y le tiró de la manga—, ¿cuándo vas a dejarme a mí hacer la telaraña?

—Pero Rose, ¿cómo va a sostenerse allá arriba una canija como tú con ese traje tan pesado? —Duffy sacudió la cabeza, procurando mantenerse a distancia prudencial de Baby. Llevaba treinta y cinco años trabajando en ferias y circos, y aún le daban miedo las serpientes.

Rose enderezó la espalda con la esperanza de parecer más alta.

—Soy bastante fuerte —dijo—. Y he estado practicando —ansiosa por demostrar sus logros, desenroscó hábilmente a Baby—. Sosténgamela un minuto —dijo, y arrojó varios metros de serpiente en brazos de Keane.

—Eh… —Keane movió a la serpiente y miró indeciso sus ojos aburridos—. Espero que haya comido hace poco.

—Ha desayunado muy bien —le aseguró Rose, y procedió a hacer el puente hacia atrás para demostrarle a Duffy lo flexible que era.

—Baby no come propietarios —le dijo Jo a Keane sin molestarse en ocultar su sonrisa. Era la primera vez que lo veía desconcertado—. Sólo algún paisano despistado que otro. Rose la tiene a dieta estricta.

—Supongo —dijo Keane mientras Baby se desligaba hasta adoptar una postura más cómoda— que sabe que soy el propietario.

Jo sonrió al ver su expresión de desagrado y se volvió hacia Pete.

—Pues no sé. ¿Le ha contado alguien a Baby lo del nuevo dueño?

—Yo no he tenido ocasión —dijo Pete con sorna, y sacó un chicle nuevo—. Pero se parece mucho a un paisano. Baby podría confundirse.

—Sólo le están tomando el pelo, señor Prescott —le dijo Rose mientras acababa con una voltereta su exhibición improvisada—. Baby no come personas. Es dócil como un corderito. Durante las exhibiciones, los niños pequeños se acercan a ella y la acarician —se levantó y se sacudió los vaqueros—. Ahora bien, una cobra…

—No, gracias —dijo Keane, y volvió a ponerle en los brazos la serpiente de más de dos metros.

Rose se la puso de nuevo al cuello.

—Bueno, Duffy, me voy. ¿Qué me dices?

—Que una de las chicas te enseñe los pasos —dijo él inclinando la cabeza—. Luego ya veremos —sonrió y miró alejarse a Rose.

—¡Eh, Duffy! —era Jamie—. Hay un par de paisanos buscándote. Los he mandado al remolque rojo.

—Muy bien. Me voy contigo —Duffy le guiñó un ojo a Jo antes de darse la vuelta para alcanzar a Jamie.

Keane estaba de pie, muy cerca de los barriles. Jo sabía que era arriesgado bajarse de su asiento. Sabía también que, pese a sus esfuerzos por controlarlo, su pulso empezaba a comportarse erráticamente.

—Tengo que ocuparme de mi vestuario —se bajó ágilmente con intención de esquivarlo. Pero en el momento en que sus botas tocaron el suelo, él la agarró de la cintura. Ella tuvo que usar hasta el último átomo de su fuerza de voluntad para no apartarse ni forcejear. En lugar de hacerlo, levantó los ojos hacia él con toda tranquilidad.

Los pulgares de Keane se movieron lentamente describiendo un arco. Jo sentía su calor a través de la tela de su blusa. Deseó con toda su alma que Keane no la abrazara. Luego sintió el perverso deseo de que la abrazara aún más fuerte. Luchó por no ablandarse al tiempo que la temperatura de sus labios iba subiendo bajo el beso de los ojos de Keane. El corazón comenzó a martillearle en los oídos.

Keane le pasó una mano por la larga y gruesa trenza. Lentamente volvió a posar la mirada en los ojos de Jo. De pronto la soltó y retrocedió para dejarla pasar.

—Será mejor que vayas a que los de vestuario te remetan el traje.

Jo decidió que no estaba capacitada para descifrar sus repentinos cambios de humor, paso a su lado y cruzó el complejo. Si pasaba suficiente tiempo trabajando, quizá pudiera dejar de pensar en Keane Prescott. Quizá.