Capítulo 5

La mañana olía a limpio. En la nueva explanada, los charcos relucían irisados. Al menos el cielo estaba azul, y sólo algunos cúmulos de nubes blancas e inofensivas flotaban sobre su superficie. En la tienda de la cocina se estaba sirviendo un concurrido y bullicioso desayuno. Jo, que no tenía apetito, evitó pasar por allí. Estaba tensa e inquieta. A pesar de que tenía una mente disciplinada, sus pensamientos retornaban sin cesar a Keane Prescott y a la tarde que habían pasado juntos. Se acordaba de todo, desde la pasión instantánea del beso que se habían dado bajo la lluvia, hasta la serenidad de la voz de Keane al decirle buenas noches. Era extraño, se decía, que cada vez que empezaba a hablar con él olvidara que era el propietario del circo y el hijo de Frank. Siempre tenía que forzarse a recordar cuáles eran sus posiciones respectivas.

Absorta en sus pensamientos, se puso unos leotardos y un maillot. Era cierto, se dijo, que había fracasado a la hora de impedir que hubiera entre ellos una relación personal. Le resultaba difícil sofocar el deseo de reírse con él, de compartir una broma, de abrirle la puerta a la magia del circo. Si podía sentirla, pensó, llegaría a comprender aquel mundo. Aunque en privado podía reconocer que estaba interesada en él, no encontraba una razón clara para justificar el aparente interés que Keane sentía por ella.

«¿Por qué yo?», se preguntó sacudiendo la cabeza. Dio media vuelta, abrió su ropero y se miró en el espejo de cuerpo entero de la parte de dentro de la puerta. Vio a una mujer de estatura algo menor que la media y con un cuerpo al que le faltaban las generosas curvas de las bailarinas de Duffy. Las piernas, pensó, no estaban mal. Eran largas y estaban bien formadas, y tenía los muslos finos. Sus caderas eran estrechas, más propias de un chico que de una mujer, pensó con un mohín. Y su busto era una birria. Conocía a muchas mujeres en la troupe con más atractivo, y a una docena con mucha más experiencia que ella.

No veía nada en el espejo que pudiera atraer a un sofisticado abogado de Chicago. No reparó en la honestidad que brillaba en sus ojos verdes y exóticos, ni en la fortaleza de su mentón, ni en la promesa de sus labios carnosos. Veía un toque gitano en su tez morena y su pelo negro, pero no era consciente del atractivo que procedía del atisbo de algo salvaje e indomable bajo la superficie. El maillot negro mostraba a la perfección su cuerpo firme y ligero, pero la satinada tersura de su piel no le merecía ningún aprecio. Frunció el ceño mientras se recogía el pelo y empezaba a trenzárselo.

Keane debía conocer a montones de mujeres, pensó al tiempo que sus manos se afanaban en domeñar su gruesa mata de pelo. «Seguramente sale a cenar con una distinta cada noche. Todas llevan vestidos preciosos y perfume caro», pensó, torturándose con aquella idea. «Tienen nombres como Laura o Patricia, y se ríen en voz baja, con aire sofisticado». Levantó una ceja mientras se miraba en el espejo y soltó una risa baja y ligera. Arrugó la frente al sentir la oquedad de aquel sonido. «Hablan de amigos comunes, de los Wallace o los Jameson, mientras beben Beaujolais a la luz de las velas. Y cuando lleva a la más guapa a casa, escuchan a Chopin y beben coñac delante del fuego. Luego hacen el amor». Sintió una extraña tensión en el estómago, pero llevó su fantasía hasta el final. «La bella dama tiene experiencia, es apasionada y mundana. Su piel es suave y blanca. Cuando él se va, no se queda hecha polvo, sino que se comporta con madurez. Ni siquiera le importa si Keane la quiere o no».

Miró a la mujer del espejo y vio que tenía las mejillas húmedas. Mientras lloraba, llena de frustración, cerró de golpe la puerta. «¿Qué me pasa?», se preguntó, secándose las lágrimas. «Estoy rara desde hace días. Tengo que olvidarme de esto…, de lo que sea en lo que estoy metida». Se puso unas zapatillas de gimnasia, se echó una bata sobre el brazo y salió rápidamente de la caravana.

Se movía con cuidado, esquivando charcos y cualquier fantasía acerca de la vida amorosa de Keane Prescott. Antes de que llegara al centro de la explanada, vio a Rose. Por la expresión de su cara, comprendió que estaba enfadada.

—Hola, Rose —dijo, apartándose estratégicamente mientras la encantadora de serpientes cruzaba chapoteando un charco.

—No tiene remedio —replicó Rose—. Te lo aseguro —prosiguió y, deteniéndose, la señaló agitando un dedo—. Esta vez se acabó. ¿Para qué pierdo el tiempo?

Jo llegó a la conclusión de que lo mejor era mostrarse comprensiva.

—Has tenido mucha paciencia, desde luego —dijo—. Es mucho más de lo que se merece.

—¿Paciencia? —Rose se llevó la mano al pecho en un gesto dramático—. ¡Más que un santo! ¡Pero hasta un santo tiene un límite! —se echó el pelo por detrás de los hombros y exhaló un fuerte suspiro—. Adiós. Creo que mi madre me está llamando.

Jo siguió caminando hacia la carpa. Jamie pasó a su lado con las manos en los bolsillos.

—Está chiflada —masculló. Se detuvo y abrió los brazos de par en par. Parecía un hombre maltratado e inocente. Jo se encogió de hombros. Jamie sacudió la cabeza y se alejó—. Está chiflada —repitió.

Jo se quedó mirándolo hasta que se perdió de vista, y luego se dirigió a la carpa.

Dentro, Carmen contemplaba con adoración a Vito, que estaba ensayando un nuevo número en el alambre inclinado. El ruido de los ensayos retumbaba en la carpa: voces y golpes, el traqueteo del utillaje, el ladrido agudo de los perros de los payasos. En la pista principal, Jo vio a los Beirot, un grupo de seis acróbatas que acababa de empezar a calentar. Contenta por el momento que había elegido, recorrió toda la carpa. Un silbido estridente sonó sobre su cabeza, y levantó la vista para saludar a Vito, que se balanceaba a cinco metros de altura sobre un fino cable colocado en ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Eh, guapa —gritó—, qué culo tan bonito tienes. Eres casi tan mona como yo.

—Nadie es tan mono como tú, Vito —contestó ella.

—Ah, lo sé —con un fuerte suspiro, ejecutó un giro perfecto—. Pero tengo que resignarme —le hizo un guiño lujurioso—. ¿Cuándo vas a ir conmigo a la ciudad, bonita? —preguntó como hacía siempre.

—Cuando enseñes a mis gatos a caminar por el alambre —contestó ella, como de costumbre. Vito se echó a reír y comenzó a bailar un chachachá con pies ligeros. Carmen le lanzó a Jo una mirada furiosa. «Lo lleva crudo», pensó Jo, «si se toma en serio los coqueteos inofensivos de Vito». Se detuvo a su lado, se inclinó hacia ella y le susurró con aire conspirador—: Si le hubiera dicho que sí, se hubiera caído del alambre.

—Yo iría —dijo Carmen con un lindo mohín—, si me lo pidiera.

Jo sacudió la cabeza y se preguntó por qué el amor era siempre tan complicado. Era afortunada por no tener ese problema. Le dio a Carmen una palmada en el hombro para que se animara y se dirigió a la pista central.

Los Beirot eran seis hermanos, todos ellos bajitos y morenos, que habían emigrado desde Bélgica. Jo entrenaba a menudo con ellos para mantenerse flexible y afinar sus reflejos. Todos le caían bien, conocía a sus mujeres e hijos y comprendía su peculiar mezcolanza de inglés y francés. Raoul era el mayor y el más recio de los seis. Debido a su complexión y su fuerza, era el que sostenía la pirámide humana. Fue él quien primero vio a Jo y levantó una mano para saludarla.

Halo —sonrió y se pasó la mano por las entradas—. ¿Vas a hacer volteretas?

Jo se echó a reír y entró en la pista haciendo un rápido flic-flac. Le dijeron todos a una que era una chapuza, y ella les sacó la lengua.

—Sólo necesito calentar —dijo, haciéndose la ofendida—. Tengo que afinar los músculos.

Durante la siguiente media hora, Jo entrenó con ellos haciendo estiramientos y ejercicios de calentamiento, torsiones de pecho y ejercicios de respiración. Sus músculos se calentaron y se aflojaron, y su corazón latía acompasadamente. Se sentía llena de energía y con la mente despejada. Como estaba de buen humor, se dejó convencer para hacer unas aprobaciones improvisadas. Dejó las más complicadas a los expertos y se conformó con hacer saltos hacia atrás, flic-flacs y torsiones siguiendo las órdenes de Raoul. Logró mantenerse treinta segundos sobre la pelota de rodar y se granjeó unos cuantos silbidos de sus compañeros al desmontar.

Se retiró cuando empezaron a practicar los saltos. Uno tras otro, se ponían en fila y corrían por turnos a lo largo de una rampa, saltaban sobre un trampolín y se elevaban para hacer saltos mortales o tirabuzones antes de aterrizar sobre la colchoneta. Se oía un constante flujo de francés mientras se llamaban los unos a los otros.

—Venga, Jo —Raoul le hizo un gesto con la mano—. Te toca.

—Ah, no —ella sacudió la cabeza y echó mano de su bata—. De eso nada —se oyó un coro en francés de bromas e invitaciones—. Tengo que darles las vitaminas a mis gatos —les dijo, sacudiendo todavía la cabeza.

—Vamos, Jo. Es divertido —Raoul sonrió y movió las cejas—. ¿No te gusta volar? —Jo miró el trampolín, y Raoul comprendió que se sentía tentada—. Date una buena carrera —le dijo—. Haz una voltereta hacia delante y aterriza sobre mis hombros —se dio unas palmadas en los hombros para demostrarle que estaba preparado para la tarea.

Jo sonrió y se mordió pensativamente el labio inferior. Hacía mucho tiempo que no se tomaba un rato para subirse al trapecio y volar de verdad. Parecía muy divertido. Le lanzó a Raoul una mirada severa.

—¿Me agarrarás?

—Raoul nunca falla —dijo él con orgullo, y se volvió hacia sus hermanos—. N’est-ce pas? —sus hermanos se encogieron de hombros y miraron al techo mientras mascullaban cosas incomprensibles—. ¡Bah! —hizo un gesto desdeñoso con la mano.

Jo, que sabía que Raoul era un magnífico puntal, se acercó al trampolín. Aun así, volvió a mirarlo con los ojos entornados.

—Agárrame —ordenó, sacudiendo un dedo.

Chérie —se colocó en posición con un elegante movimiento de la mano—, esto es pan tomado.

—Pan comido —le corrigió Jo. Luego respiró hondo, contuvo el aliento un momento y echó a correr. Al salir despedida por el trampolín, dio una voltereta y vio la carpa del revés. Se sintió bien. Cuando la carpa comenzó a enderezarse, ella se estiró para el aterrizaje, manteniendo los músculos relajados. Tocó con los pies los fuertes hombros de Raoul y se ladeó ligeramente antes de que él la agarrara con fuerza de los tobillos. Se enderezó y ejecutó unos elegantes movimientos con los brazos mientras recibía aplausos y silbidos exagerados. Se bajó con destreza y Raoul la agarró de la cintura para que rebotara al aterrizar.

—¿Cuándo quieres unirte al show? —le preguntó al tiempo que le daba una amistosa palmada en el trasero—. Te pondremos en el poste de equilibrios.

—No, gracias —Jo sonrió y volvió a recoger su bata—. Me quedo con mis gatos —saludó alegremente, metió un brazo en una manga y se dirigió a la pista de los caballos, pero se paró en seco al ver a Keane apoyado contra la barandilla de la primera fila de asientos.

—Asombroso —dijo él, y se irguió para acercarse a ella—. Pero, claro, se supone que en el circo todo es asombroso, ¿no? —levantó la otra manga de su bata y le metió el brazo en ella—. ¿Hay algo que no puedas hacer?

—Cientos de cosas —contestó Jo, que se había tomado en serio la pregunta—. En realidad, sólo soy competente con los animales. El resto es sólo juego y espectáculo.

—Esta última media hora me has parecido muy competente —repuso él mientras le sacaba la trenza de debajo de la bata.

—¿Tanto tiempo llevas ahí?

—Entré cuando Vito estaba comentando lo bonito que es tu trasero.

—Ah —Jo se echó a reír y miró a Vito, que estaba flirteando con Carmen—. Está loco.

—Puede ser —contestó Keane, y la agarró del brazo—, pero de vista anda bien. ¿Te apetece un café?

Jo recordó de inmediato la noche anterior y sacudió la cabeza, temiendo verse de nuevo arrastrada por sus encantos.

—Tengo que cambiarme —dijo mientras se anudaba la bata—. Tenemos función a las dos. Quiero ensayar con los gatos.

—Es increíble la cantidad de tiempo que dedicáis a vuestro arte. Parece que los ensayos se confunden con las actuaciones, y las actuaciones con los ensayos.

Jo se ablandó al oír que se refería a las habilidades circenses como a un arte.

—Los artistas siempre quieren ir un poco más allá. Es una lucha constante para conseguir la perfección. Incluso cuando una actuación sale bien y lo sabes, estás ya pensando en la siguiente. ¿Cómo puedo hacerlo mejor, o más grande, o más rápido, o más alto?

—¿Nunca os dais por satisfechos? —preguntó Keane cuando salieron a la luz del sol.

—Si nos diéramos por satisfechos, no habría razón para volver a hacerlo.

Él asintió con la cabeza, pero parecía distraído, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Tengo que irme esta tarde —dijo casi para sí mismo.

—¿Irte? —el corazón de Jo se detuvo un instante. Sintió de pronto una angustia tan arrolladora e inesperada que tuvo que tomarse un momento para calmarse—. ¿Vuelves a Chicago?

Keane se paró y se volvió hacia ella.

—¿Um? Ah, sí.

—¿Y el circo? —preguntó Jo, avergonzada porque esa no hubiera sido su primera preocupación. De repente cobró conciencia de que no quería que se marchara.

Keane frunció el ceño un momento y luego siguió caminando.

—No tiene sentido alterar el programa de este año —su voz sonaba crispada y profesional.

—¿De este año? —repitió ella con cautela.

Keane se giró para mirarla.

—Aún no he decidido qué voy a hacer con él, pero no haré nada hasta el final del verano.

Ella dejó escapar un largo suspiro.

—Entiendo. Entonces, tenemos un aplazamiento.

—En cierto modo —contestó Keane.

Jo se quedó callada un momento, pero no pudo evitar preguntar:

—Entonces, ¿no vas a…? Quiero decir ¿te vas a quedar en Chicago? ¿No vas a acompañarnos?

Esquivaron un charco antes de que Keane contestara.

—Creo que no puedo tomar una decisión sensata respecto al circo después de una visita tan corta. Uno de mis casos se ha complicado y tengo que revisarlo personalmente, pero volveré dentro de una semana o dos.

El alivio embargó a Jo. Keane iba a volver, le gritaba una vocecilla al oído. «Pero a ti no debería importarte», le susurraba otra.

—Dentro de un par de semanas estaremos en Carolina del Sur —dijo con naturalidad. Habían llegado a su caravana y agarró el picaporte antes de volverse para mirarlo. «Es sólo que quiero que entienda lo que significa el circo», se dijo mientras levantaba la mirada hacia él. «Sólo quiero que vuelva por eso». El saber que se estaba engañando a sí misma le hacía difícil sostenerle la mirada.

Keane sonrió y dejó que sus ojos recorrieran la cara de Jo.

—Sí, Duffy me ha dado la ruta. Os encontraré. ¿No vas a pedirme que entre?

—¿Entrar? —repitió Jo—. Ah, no, ya te he dicho que tengo que cambiarme y… —mientras hablaba dio un paso adelante. Algo en los ojos de Keane le decía que era necesario mantenerse firme. Había visto una mirada parecida en los ojos de un león que contemplaba tomarse una libertad peligrosa—. Ahora no tengo tiempo. Si no nos vemos antes de que te vayas, que tengas un buen viaje —se giró y abrió la puerta. Notó un movimiento y dio media vuelta, pero no antes de que Keane la empujara suavemente y entrara tras ella. Mientras cerraba la puerta a su espalda, Jo se encrespó, llena de furia. No le gustaba que la vencieran aplicando la estrategia—. Dígame, letrado, ¿conoce usted alguna ley sobre el allanamiento de morada?

—En este caso no tendría aplicación —contestó él suavemente—. Nadie ha forzado la cerradura —miró a su alrededor, fijándose en la atractiva sencillez de la caravana dejo, en la que imperaban los tonos terrosos, sin adornos. El linóleo beis y marrón estaba impecable. La caravana tenía la misma disposición que la de Frank, pero había allí toques más delicados. En las ventanas había cortinas, en lugar de persianas, el sofá de color verde bosque estaba cubierto de grandes y cómodos cojines y en un fino jarrón de cristal había un ramo de flores silvestres. Keane no dijo nada, pero se acercó a un baúl de laca negra que había justo enfrente de la puerta. Sobre él reposaba un libro que recogió mientras Jo seguía echando chispas.

El Conde de Montecristo —leyó en voz alta, abriendo el libro—. En francés —añadió al tiempo que levantaba una ceja.

Jo se lo arrancó de la mano.

—Fue escrito en francés —masculló—, así que lo leo en francés —irritada, levantó la tapa del baúl para guardar el libro y quitarlo de su alcance.

—¡Santo cielo! ¿Son todos tuyos? —Keane detuvo la tapa cuando bajaba y pasó la otra mano por los libros—. Tolstoi, Cervantes, Voltaire, Steinbeck… ¿De dónde sacas tiempo para leer todo esto en este mundo de locos?

—Lo saco —contestó Jo con un brillo en los ojos—. De mi tiempo. El hecho de que seas el propietario no significa que puedas entrar aquí, revolver mis cosas y preguntarme qué hago con mi tiempo libre. Esta es mi caravana. Todo lo que hay en ella es mío.

—Espera, espera —Keane detuvo su retahíla—. No te estaba pidiendo cuentas sobre tu tiempo libre, sólo me sorprendía que encontraras tiempo para leer estas cosas. No soy un experto en tu oficio, así que sería una estupidez criticar el tiempo que le dedicas. En segundo lugar —dijo dando un paso hacia ella, pero, aunque Jo se envaró, no la tocó—, te pido disculpas por «revolver tus cosas», como tú dices. Me interesaba por varias razones. Primero, porque yo también tengo una buena biblioteca. Parece que tenemos intereses comunes, nos guste o no. En cuanto a entrar sin permiso en tu caravana, puedo recomendarte un par de abogados repugnantes que te cobrarán un ojo de la cara.

Su último comentario hizo aflorar una sonrisa desganada a los labios de Jo.

—Me lo pensaré —bajó la tapa del baúl con más cuidado del que pensaba inicialmente. Se daba cuenta de que no había sido muy amable—. Perdona —dijo al volverse hacia él.

Los ojos de Keane reflejaban curiosidad.

—¿Por qué?

—Por enfadarme contigo —levantó los hombros y los dejó caer—. Creía que me estabas criticando. Supongo que soy demasiado suspicaz.

Pasaron unos segundos antes de que él contestara.

—Acepto tus disculpas innecesarias si contestas a una pregunta.

Jo lo miró con el ceño fruncido, desconcertada.

—¿Qué pregunta?

—¿El Tolstoi está en ruso?

Jo se echó a reír y se apartó el pelo de la cara.

—Sí.

Keane sonrió. Le gustaban los dos pequeños hoyuelos que aparecían en sus mejillas cuando se reía.

—¿Sabías que, aunque estás guapa siempre, te pones aún más guapa cuando sonríes?

Jo dejó de reírse bruscamente. No estaba acostumbrada a aquella clase de cumplidos y se quedó mirándolo sin saber cómo reaccionar. De pronto se le ocurrió que las mujeres sofisticadas que se había imaginado esa mañana sabrían exactamente cómo comportarse. Habrían podido sonreír o echarse a reír mientras le lanzaban la réplica adecuada. Pero Jovilette Wilder no era así, se dijo mientras miraba fijamente los ojos de Keane.

—Yo no sé flirtear —dijo con sencillez.

Keane ladeó la cabeza y una expresión que Jo no pudo analizar cruzó sus ojos. Dio un paso adelante.

—No estaba flirteando contigo, Jo, estaba haciendo una observación. ¿Nunca te han dicho que eres preciosa?

Estaba demasiado cerca, pero en los estrechos confines de la caravana Jo tenía poco espacio para maniobrar. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás parar mantener los ojos al nivel de los suyos.

—No como tú —puso rápidamente una mano sobre su pecho para mantener la leve distancia que los separaba. Sabía que estaba atrapada, pero eso no significaba que estuviera indefensa.

Keane le agarró la mano y se la llevó a los labios, dándole la vuelta. Jo dejó escapar un suspiro involuntario.

—Tus manos son exquisitas —murmuró él mientras trazaba con un dedo la línea azul de las venas del dorso de su mano—. Finas, de dedos largos. Y las palmas demuestran que trabajas duro. Eso las hace aún más interesantes —levantó los ojos hacia su cara—. Como tú.

A ella se le había enronquecido la voz, pero no podía hacer nada para evitarlo.

—No sé qué se supone que debo decir cuando me dices cosas así —bajo la bata, sus pechos subían y bajaban al ritmo de su corazón acelerado—. Preferiría que no lo hicieras.

—¿De veras? —Keane le pasó el dorso de la mano por la mandíbula—. Es una pena, porque cuanto más te miro, más cosas podría decir. Eres una criatura cautivadora, Jovilette.

—Tengo que cambiarme —dijo ella con la voz más firme que pudo—. Tienes que irte.

—Eso es cierto, por desgracia —murmuró él, y la agarró de la barbilla—. Vamos, dame un beso de despedida.

Jo se puso rígida.

—No creo que sea necesario…

—No podrías estar más equivocada —le dijo mientras bajaba la cabeza—. Es sumamente necesario —sus labios se rozaron con la suavidad de un susurro. Keane la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí ejerciendo la mínima presión—. Bésame, Jo —le ordenó suavemente—. Rodéame con los brazos y bésame.

Ella se resistió un momento, pero la atracción de su boca le resultaba irresistible. Dejó que el instinto gobernara su voluntad y le rodeó el cuello con los brazos. Su boca se abrió y comenzó a moverse bajo la de Keane, ofreciéndose a él. Su rendición pareció avivar las llamas de la pasión de Keane. El beso se hizo más apremiante. Keane la apretó contra sí. Ella dejó escapar un gemido que no era de protesta, sino de maravillado asombro. Metió los dedos entre su pelo y lo atrajo hacia sí. Sintió que su bata se aflojaba y que las manos de Keane subían por sus costados. Al sentir su contacto, se estremeció y notó que su piel se calentaba y se enfriaba sucesivamente, a toda prisa.

Cuando le tocó los pechos, dio un respingo y tomó aire rápidamente.

—Tranquila —murmuró Keane contra su boca. Sus manos la tocaban suavemente, persuadiéndola para que se relajara de nuevo. Le besó las comisuras de la boca y esperó a que ella se calmara para volver a ahondar el beso. El fino maillot se ceñía a su cuerpo sin levantar barreras contra el calor de los dedos de Keane, que se movían despacio, demorándose sobre su pezón, explorando la suavidad de su pecho, deslizándose hasta su cintura para trazar luego el contorno de su cadera.

Ningún hombre la había tocado tan libremente. Jo era incapaz de detenerle, se sentía indefensa ante el deseo creciente de que la tocara de nuevo. ¿Sería aquello la pasión sobre la que había leído tan a menudo? ¿La pasión que llevaba a los hombres a la guerra, a luchar contra toda lógica, a arriesgarlo todo? De pronto creía entenderlo. Se aferró a él mientras Keane le enseñaba (y ella aprendía) las exigencias de su propio cuerpo. Su boca ansiaba el sabor de Keane. Estaba segura de que permanecía entre sus brazos mientras pasaban volando las estaciones y las décadas, mientras los mundos se destruían y volvían a renacer.

Pero, cuando él se apartó, Jo vio el mismo sol entrando por las ventanas. La eternidad sólo había durado un momento.

Incapaz de hablar, se limitó a mirarlo. Sus ojos tenían una mirada lúcida y turbia, y el deseo hacía refulgir sus mejillas. Pero, por alguna razón, aunque aún temblaba, su boca conservaba su juvenil inocencia. Keane posó los ojos en ella al tiempo que deslizaba indolentemente las manos sobre su espalda.

—Cuesta creer que soy el primer hombre que te toca —murmuró mientras escudriñaba sus ojos—. Es muy excitante. Sobre todo, descubrir que tu pasión está a la altura de tu belleza. Creo que me gustaría hacer el amor contigo a la luz del día para ver cómo se difumina poco a poco ese maravilloso dominio sobre ti misma. Tendremos que discutirlo cuando vuelva.

Jo intentó insuflar fuerza a sus miembros, consciente de que estaba a punto de entregarle su voluntad.

—El que haya dejado que me beses y me toques no significa que vaya a dejar que me hagas el amor —levantó la barbilla, sintiendo que recuperaba la confianza—. Si así fuera, sería porque es lo que quiero, no porque tú me lo digas.

La expresión de los ojos de Keane cambió.

—Muy bien —dijo asintiendo con la cabeza—. Sencillamente, tendré que conseguir que sea lo que quieres —volvió a agarrarla de la barbilla y la besó brevemente. Jo mantuvo los ojos abiertos como la primera vez y lo observó. Sintió que él sonreía contra su boca antes de levantar la cabeza—. Eres la mujer más fascinante que he conocido nunca —dio media vuelta y se acercó a la puerta—. Volveré —dijo, y la saludó con la mano descuidadamente antes de cerrarla a su espalda.

Jo se quedó con la mirada perdida.

¿Fascinante?, repitió al tiempo que se tocaba los labios todavía calientes con la punta de los dedos. Corrió a la ventana, se arrodilló en el sofá que había debajo y vio alejarse a Keane.

Entonces comprendió con sobresalto que ya le echaba de menos.