Capítulo 4

Llovió durante tres días. Era un aguacero sólido, no intenso pero sí constante. La lluvia siguió al circo en su camino hacia el norte. Pese a todo, los montadores hincaban las tiendas en campos empantanados y explanadas llenas de fango mientras la pista del hipódromo se cubría con paja y los artistas corrían furtivamente de las caravanas a las tiendas bajo paraguas chorreantes.

El descampado junto a Waycross, Georgia, estaba salpicado de charcos bajo un cielo denso y gris. Jo se alegraba de que no hubiera prevista una función de tarde. A las seis era ya casi de noche, y el frío parecía burlarse del aire húmedo. Salió apresuradamente de la cocina después de comer una cena temprana. Decidió ir a ver cómo estaban los gatos y encerrarse luego en su caravana, correr las cortinas contra la lluvia y acurrucarse en compañía de un libro. Mientras tiritaba, concluyó que era una idea muy inspirada.

No llevaba paraguas, pero buscó refugio a duras penas bajo un sombrero gris de alas torneadas y un fino chubasquero. Agachó la cabeza y corrió por el barro, sorteando y saltando charcos. El sencillo placer de una tarde ociosa la hacía canturrear suavemente. Pero su canturreo cesó con un gemido sofocado cuando chocó con un objeto sólido. Unos dedos aferraron sus antebrazos. Antes de levantar la cabeza, Jo comprendió que era Keane. Reconocía su contacto. Gracias a algunas astutas maniobras, se las había ingeniado para no quedarse a solas con él desde el día que se alejaron caminando juntos y miraron el circo desde la distancia.

—Discúlpeme, señor Prescott. Me temo que no iba mirando dónde iba.

—Puede que la lluvia haya mojado tu radar, Jovilette —él no hizo ademán de soltarla. Irritada, Jo se vio obligada a sujetarse el sombrero con una mano mientras levantaba la cabeza para mirarlo a los ojos. Sintió la frescura de la lluvia en la cara.

—No sé a qué se refiere.

—Yo creo que sí lo sabes —contestó Keane—. No hay ni un alma por aquí. Y llevas días rodeada por una multitud.

Jo parpadeó para quitarse la lluvia de las pestañas. Admitió a regañadientes que había sido una tontería suponer que Keane no notaría su artimaña. Vio que él tampoco llevaba paraguas, ni se había molestado en ponerse un sombrero. Tenía el pelo oscurecido por la lluvia, casi del mismo color que tendría uno de sus leones si le sorprendiera un chaparrón inesperado. Con aquella luz turbia resultaba difícil distinguir sus rasgos, pero la lluvia no podía disfrazar su aire burlón.

—Una observación interesante, señor Prescott —dijo ella fríamente—. Ahora, si no le importa, me estoy mojando —intentó apartarse, pero él no la soltó. Frunció el ceño, sorprendida, y, poniendo las manos sobre su pecho, empujó. Descubrió entonces que se había equivocado: bajo su figura delgada había mucha fuerza. Enfurecida por haberle juzgado mal y por verse superada, levantó los ojos de nuevo—. Suélteme —dijo entre dientes.

—No —contestó Keane con suavidad—. Creo que no.

Jo lo miró con enfado.

—Señor Prescott, tengo frío, estoy empapada y me gustaría irme a mi caravana. ¿Qué es lo que quiere?

—Primero, quiero que dejes de llamarme señor Prescott —Jo hizo un mohín, pero guardó silencio—. Segundo, me gustaría que me concedieras una hora de tu tiempo para repasar la lista de personal —hizo una pausa. A través del chubasquero, Jo sentía sus dedos sobre los brazos.

—¿Algo más? —preguntó, intentando parecer aburrida.

Durante un momento, se oyó sólo el tamborileo de la lluvia sobre el suelo y el chapaleo de los charcos.

—Sí —dijo Keane en voz baja—. Creo que voy a quitarme esto de la cabeza.

Jo era rápida de reflejos, pero estaban tan cerca el uno del otro que no pudo esquivarlo. Y él era rápido. Su boca sofocó la protesta dejo. La abrazó, pegándole los brazos a los costados. Jo había sentido la proximidad del cuerpo de un hombre otras veces al trabajar con los acróbatas o ensayar con los caballistas, pero nunca con tanta claridad. Sentía la cercanía de Keane en todas las fibras de su ser. Él tenía el cuerpo nervudo y duro como un látigo, y sus brazos eran fuertes, pese a que a ella le habían parecido débiles la primera vez que lo vio. Era, sin embargo, su boca lo que la cautivaba. No la besaba con suavidad, tentativamente, sino que se apoderaba de sus labios y saqueaba su boca exigiéndole más antes de que ella pudiera refrenarse.

Jo se olvidó de la lluvia que seguía cayéndole en la cara. Se olvidó del frío. La sangre le fluía velozmente mientras su cuerpo se amoldaba al de Keane, y un dulce calor se iba extendiendo desde sus entrañas. Se olvidó de sí misma, o de la mujer que creía ser, y descubrió una nueva Jo. Cuando Keane levantó la boca, ella mantuvo los ojos cerrados y paladeó los placeres que había dejado en sus labios al tiempo que trataba de evocar otros nuevos.

—¿Más? —murmuró él mientras le deslizaba la mano por la espalda, dejando una estela de calor—. Los besos pueden ser un pasatiempo peligroso, Jo —bajó la cabeza de nuevo y le mordió el suave labio inferior—. Pero tú conoces bien el peligro, ¿verdad? —la besó con ansia, dejándola jadeante—. ¿Eres muy caliente sin tus gatos?

De pronto, a Jo se le puso el corazón en la garganta. Sus piernas parecieron aflojarse, y un cosquilleo subió por su espalda. Conocía aquella sensación. Era así como se sentía cuando corría peligro con los gatos. Sólo reaccionaba cuando la puerta de la jaula de seguridad se cerraba a su espalda y la crisis había pasado. Entonces era cuando la asaltaba el miedo. Observó la mirada ambarina y directa de Keane y se le quedó la boca seca. Se estremeció.

—Tienes frío —la voz de Keane sonaba de pronto crispada—. No me extraña. Vamos a mi caravana. Te invito a un café.

—¡No! —contestó Jo al instante con aspereza. Sabía que en ese momento era vulnerable y sabía también que no tenía experiencia suficiente para oponerse a él. Quedarse a solas con Keane era un riesgo demasiado grande.

Él se apartó pero siguió agarrándola con fuerza. Escudriñó su cara, pero Jo no logró interpretar su expresión.

—Lo que acaba de ocurrir es personal —dijo Keane—. Estrictamente entre tú y yo. Opino que el amor debe ser un asunto privado. Eres muy atractiva, Jovilette, y yo estoy acostumbrado a conseguir lo que quiero, de una manera o de otra.

Sus palabras fueron como una inyección de adrenalina. Jo sacó la barbilla y sus ojos centellearon.

—A mí nadie me consigue de ninguna manera —dijo con la mortífera calma de la furia—. Sólo hago el amor con alguien si yo quiero.

—Por supuesto —repuso Keane inclinando la cabeza tranquilamente—. Los dos sabemos que estarás dispuesta cuando llegue el momento. Podríamos hacer el amor con bastante éxito esa noche, pero creo que conviene que nos conozcamos mejor primero.

Jo abrió y cerró temblorosamente la boca dos veces antes de poder hablar.

—Eres un arrogante y un caradura…

—Cierto —contestó Keane, lo cual volvió a dejarla perpleja—. Pero, por ahora, tenemos asuntos de los que ocuparnos y, aunque no me importa besar a una mujer en medio de un chaparrón, prefiero hablar de negocios en ambientes más secos —levantó una mano al ver que Jo se disponía a protestar—. Ya te he dicho que el beso queda entre tú y yo como hombre y mujer. Los negocios de los que tenemos que ocuparnos atañen al propietario de este circo y a una artista contratada. ¿Entendido?

Jo respiró hondo para que su voz sonara a un volumen normal.

—Entendido —dijo. Sin decir nada más, dejó que Keane la condujera a través del descampado resbaladizo.

Cuando llegaron a su caravana, la hizo entrar sin preámbulos. Jo parpadeó para acostumbrarse al cambio de luz cuando apretó el interruptor de la pared.

—Quítate la chaqueta —dijo él enérgicamente, y le bajó la cremallera antes de que ella lograra hacerlo por sí misma. Jo dio un paso atrás instintivamente y se llevó la mano a la cremallera. Keane se limitó a levantar una ceja y luego se quitó la chaqueta—. Voy por el café —recorrió la estrecha caravana y dobló la esquina más allá de la cual se hallaba la diminuta cocina.

Jo se quitó despacio el sombrero empapado y dejó que su pelo cayera suelto. Con movimientos automáticos colgó el sombrero y la chaqueta en la percha que había junto a la puerta de la caravana. Hacía casi seis meses que no entraba en la caravana de Frank y, como si hubiera ido a visitar a un viejo amigo, la recorrió con la mirada en busca de cambios.

La misma pantalla descolorida adornaba la lámpara de la mesa de arce que Frank solía usar para leer. Estaba, sin embargo, derecha, y no ligeramente torcida, como de costumbre. El cojín que Lillie, la sastra, le había hecho hacía muchos años, una Navidad, reposaba aún sobre el agujero de quemadura del asiento del sofá. Jo dudaba que Keane conociera la existencia de aquel agujero. La pipa de Frank se hallaba, como siempre, en la encimera, junto a la ventana lateral. Incapaz de resistirse, Jo se acercó y pasó un dedo por la desgastada cazoleta de su pipa preferida.

—Nunca conseguiste cargarla bien —le dijo en un susurro al fantasma bienamado de su amigo. De pronto se estremeció. Giró la cabeza y vio a Keane observándola. Bajó la mano. Un extraño rubor se extendió por sus mejillas, como si la hubieran pillado desprevenida.

—¿Cómo tomas el café, Jo?

Ella tragó saliva.

—Solo —le dijo, consciente de que Keane deseaba respetar la privacidad de sus pensamientos—. Sin nada, gracias.

Keane inclinó la cabeza y luego se giró para tomar dos tazas humeantes.

—Ven, siéntate —se acercó a la mesa de fórmica que había justo enfrente de la cocina—. Será mejor que te quites los zapatos. Están mojados.

Ella cruzó la caravana acompañada por el chirrido de sus zapatos, se sentó y tiró de los cordones mojados. Keane dejó ambas tazas sobre la mesa y desapareció al fondo de la caravana. Cuando regresó, Jo ya había empezado a beberse el café.

—Toma —le ofreció un par de calcetines.

Jo sacudió la cabeza, sorprendida.

—No, no importa. No necesito…

Se calló al ver que él se arrodillaba a sus pies.

—Tienes los pies helados —comentó Keane tras tocarlos. Se los frotó enérgicamente mientras Jo permanecía callada, extrañamente conmovida por aquel gesto. El calor que generaban sus manos se iba difundiendo peligrosamente más allá de los tobillos—. Es culpa mía que te hayas mojado —prosiguió él al tiempo que le ponía un calcetín—, así que será mejor que me asegure de que mañana no te vas a pasar la actuación estornudando y sonándote los mocos. Qué pies tan pequeños —murmuró, y pasó el pulgar por la curva del tobillo mientras ella miraba enmudecida su coronilla.

Todavía había gotas relucientes prendidas de su pelo. De pronto sintió el deseo de quitárselas y palpar la textura de su cabello. Era vivamente consciente de su presencia y se preguntaba si siempre sería así cuando estuviera a su lado. Keane le puso el otro calcetín. Sus dedos se demoraron un instante en la pantorrilla de Jo al tiempo que levantaba la vista. Ella lo miró, y la confusión oscureció sus ojos. Siempre había dominado su cuerpo, que de pronto parecía dispuesto a cruzar fronteras inexploradas aún para su mente.

—¿Sigues teniendo frío? —preguntó él con suavidad.

Jo se humedeció los labios y negó con la cabeza.

—No. No, estoy bien.

Keane esbozó una sonrisa indolente y masculina que afirmaba tan a las claras como si lo hubiera dicho en voz alta que era consciente del efecto que surtía sobre ella. Su mirada la convenció de que disfrutaba de aquella sensación. Jo lo observó ponerse en pie, pero no sonrió.

—Eso no quiere decir que vayas a salirte con la tuya —dijo en respuesta a su comunicación silenciosa.

—No, desde luego —Keane siguió sonriendo mientras escudriñaba posesivamente su cara—. Pero así es más interesante. Los casos que se abren y se cierran en un momento son invariablemente aburridos, no merece la pena seguir adelante si ya has ganado antes incluso de acabar el primer alegato.

Jo levantó su taza y bebió un sorbo, concediéndose un momento para calmarse.

—¿Hemos venido a hablar de leyes o del circo, letrado? —preguntó, y dejó que sus ojos volvieran a posarse en los de Keane mientras dejaba la taza sobre la mesa—. Si vamos a hablar de leyes, me temo que va a llevarse una desilusión. No entiendo mucho de eso.

Keane se deslizó en una silla, a su lado.

—¿Y de qué entiendes, Jovilette?

—De gatos —contestó ella—. Y del Colosal Circo Prescott. Le hablaré encantada de cualquiera de las dos cosas.

—Háblame de ti —repuso él y, recostándose, se sacó un cigarro del bolsillo.

—Señor Prescott… —comenzó a decir Jo.

—Keane —la interrumpió él al tiempo que encendía el mechero. Miró la punta del cigarro y después la miró a ella a través de la fina neblina del humo.

—Tenía la impresión de que querías que te informara sobre el personal.

—Formas parte de este circo, ¿no? —Keane exhaló el humo hacia el techo despreocupadamente—. Quiero informes acerca de toda la troupe, y no veo razón para que no puedas empezar por ti misma —sus ojos volvieron a posarse en ella—. Sígueme la corriente.

Jo decidió resistirse lo menos posible.

—Es una historia bastante corta —dijo encogiéndose de hombros—. Llevo toda la vida en el circo. Cuando fui lo bastante mayor, empecé a trabajar como útil general.

Keane iba a agarrar la cafetera, pero se detuvo.

—¿Como qué?

—Útil general —repitió Jo, y dejó que volviera a llenarle la taza—. Es un término circense que significa exactamente lo que dice. Los padres de Rose, por ejemplo, son útiles generales. Tenemos también un montón de gente de paso que trabaja de eso. Y en el contrato de todos los artistas, después de las cláusulas generales, dice que deben contribuir al funcionamiento general del circo. En la mayoría de los circos, y sobre todo en un circo de carpa, no suele haber sitio para artistas con complejo de estrellas. Todo el mundo hace lo que es preciso, lo que hace falta. Buck, mi cuidador, actúa en la pista lateral si falta alguien, y es uno de los mejores montadores que tenemos. Pete es el mejor mecánico de la troupe. Jamie sabe tanto de electricidad como la mayoría de los chispas…, de los electricistas, quiero decir —dijo al ver que Keane levantaba una ceja—. Y es un equilibrista notable.

—¿Y tú? —Keane interrumpió el flujo de su conversación. Por un momento, Jo titubeó, y sus manos, que no dejaban de gesticular, quedaron inmóviles—. Además de montar en caballos al galope sin riendas ni silla, dar órdenes a elefantes y enfrentarte a los leones —levantó su taza y la observó mientras bebía. En sus ojos brillaba una sonrisa. Jo frunció el ceño y lo estudió detenidamente.

—¿Te estás riendo de mí?

La sonrisa de Keane se borró al instante.

—No, Jo, no me estoy riendo de ti.

Ella prosiguió.

—Si estamos en apuros, me encargo de la exhibición de animales raros en la pista lateral, o intervengo en el número aéreo. No en el trapecio —explicó, relajándose de nuevo—. Para mantener la sincronización hay que practicar constantemente. Pero a veces participo en la red española, ese número tan vistoso en el que las chicas se cuelgan de cuerdas y hacen movimientos idénticos. Este año van vestidas de mariposas.

—Sí, ya sé cuál es —Keane siguió mirándola mientras fumaba.

—Pero a Duffy le gusta usar a chicas con más curvas. Hacen doblete como bailarinas en el número final.

—Entiendo —una sonrisa asomó a la comisura de sus labios—. Dime, ¿eran europeos tus padres?

Jo sacudió la cabeza, distraída.

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Por tu nombre. Y porque te he oído hablar italiano y francés con mucha facilidad.

—En el circo es fácil aprender idiomas —dijo Jo.

—Pero tu acento es perfecto en ambos casos.

—¿Qué? Ah —se encogió de hombros y se removió distraídamente en la silla, levantando los pies para sentarse con las piernas cruzadas—. Aquí hay gente de muchas nacionalidades. Frank solía decir que el mundo podía aprender del circo. Tenemos franceses, italianos, españoles, alemanes, rusos, mexicanos, estadounidenses de todo el país y más todavía.

—Lo sé. Es como una ONU itinerante —echó la ceniza del cigarro en un cenicero de cristal—. Así que aprendiste algo de francés y de italiano por el camino. Pero, si llevas toda la vida viajando con el circo, ¿cómo ibas al colegio?

Su leve acento de reproche la hizo levantar la barbilla.

—Iba al colegio durante el descanso de invierno y tenía un profesor particular cuando estábamos de viaje. Aprendí las cuatro reglas, letrado, y algo más. Seguramente sé más de geografía y de historia que tú, y lo aprendí de fuentes más interesantes que los libros de texto. Imagino que sé más de animales y tengo más práctica curándolos que un estudiante de tercero de veterinaria. Hablo siete idiomas y…

—¿Siete? —la interrumpió Keane—. ¿Siete idiomas?

—Bueno, cinco con fluidez —puntualizó ella a regañadientes—. El alemán y el griego todavía me cuestan un poco, a no ser que pueda pensar despacio lo que estoy diciendo, y el griego no sé leerlo.

—¿Qué más lenguas hablas, además de francés, italiano e inglés?

—Español y ruso —Jo se quedó mirando su café con el ceño fruncido—. El ruso es muy útil. Lo uso para maldecir a los gatos durante la función. Hay poca gente que entienda los tacos en ruso, así que no hay problema.

La risa de Keane la hizo apartar la atención del café. Él se había recostado en la silla y sus ojos brillaban de regocijo. Jo frunció aún más el ceño.

—¿De qué te ríes?

—De ti, Jovilette —dolida, ella comenzó a levantarse, pero Keane la detuvo agarrándola de los hombros—. No, no hay por qué ofenderse. Es que no puedo evitar que me haga gracia que te tomes tan a la ligera un logro del que alardearía cualquier lingüista —pasó tranquilamente un dedo sobre la boca fruncida de Jo—. Me sorprendes continuamente —le pasó una mano por el pelo—. El otro día me dijiste algo refunfuñando. ¿Me estabas insultando en ruso?

—Probablemente.

Keane sonrió, bajó la mano y volvió a acomodarse en la silla.

—¿Cuándo empezaste a trabajar con los gatos?

—¿Delante del público? A los diecisiete años. Frank no me dejó debutar antes. Era mi tutor legal y el dueño del circo, así que me tenía pillada por ambos lados. Pero estaba lista desde los quince.

—¿Cómo perdiste a tus padres?

La pregunta la pilló desprevenida.

—En un incendio —dijo con voz firme—. Cuando tenía siete años.

—¿Aquí?

Jo sabía que no se refería al lugar donde se encontraban en ese momento, sino al circo. Jo bebió otro sorbo del café, que empezaba a enfriarse.

—Sí.

—¿No tenías más familia?

—El circo es mi familia —contestó ella—. Nunca tuve la oportunidad de ser huérfana. Y Frank siempre estaba ahí.

—¿Ah, sí? —la sonrisa de Keane era levemente sarcástica—. ¿Cómo era como padre?

Jo se quedó mirándolo un momento. ¿Estaba resentido?, se preguntaba. ¿O aquello le hacía gracia? ¿O era simple curiosidad?

—Nunca ocupó el papel de mi padre —contestó con calma—. Nunca lo intentó, porque ninguno de los dos quería que así fuera. Éramos amigos, estábamos todo lo unidos que pueden estar dos amigos, creo, pero yo ya había tenido un padre, y él un hijo. No buscábamos sustitutos. Tú no te pareces nada a él, ¿sabes?

—Sí —contestó Keane encogiéndose de hombros—, lo sé.

—Frank tenía una cara bonachona, llena de arrugas y pliegues —Jo sonrió al pensar en él mientras pasaba distraídamente un dedo alrededor de la taza—. Y era moreno, aunque habían empezado a salirle canas cuando… —se interrumpió y un instante después se rehizo sacudiendo rápidamente la cabeza—. Pero tu voz se parece a la suya. Tenía una voz realmente bonita. Ahora voy a hacerte una pregunta.

La expresión de Keane se hizo atenta. Luego le hizo un gesto con la mano.

—Adelante.

—¿A qué has venido? El otro día perdí los estribos cuando te lo pregunté, pero sigo queriendo saberlo —era impropio de ella hacer preguntas indiscretas, y el malestar que sentía se filtró en parte en su voz—. Supongo que te habrá sido difícil dejar el bufete, aunque sea un par de semanas.

Keane se quedó mirando la boquilla de su cigarro con el ceño fruncido antes de apagarlo lentamente.

—Digamos que quería ver con mis propios ojos qué había fascinado tanto a mi padre todos estos años.

—Nunca viniste cuando estaba vivo —Jo juntó las manos bajo la mesa—. Ni siquiera te molestaste en venir a su entierro.

—Habría sido una hipocresía venir, ¿no crees?

—Era tu padre —los ojos dejo se oscurecieron aún más y su voz sonó afilada por el enojo.

—No te hagas la tonta, Jo —contestó Keane con calma—. Para ser padre, hace falta mucho más que engendrar un hijo accidentalmente. Frank Prescott era un perfecto desconocido para mí.

—Le guardas rencor —Jo se sentía de pronto dividida entre la lealtad hacia Frank y la comprensión hacia el hombre sentado a su lado.

Keane sacudió la cabeza pensativamente.

—No. No, creo que de pequeño sí estaba resentido con él, pero… —se encogió de hombros—. Con los años, me fue dando igual.

—Era un buen hombre —afirmó Jo, y se inclinó hacia delante como si quisiera hacerle comprender—. Sólo quería hacer feliz a la gente, mostrarles un poco de magia. Tal vez no tuviera madera de padre (algunos hombres no la tienen), pero era amable y bueno. Y estaba orgulloso de ti.

—¿De mí? —Keane pareció divertido—. ¿Y eso?

—Bah, eres odioso —musitó Jo, dolida por su actitud desatenta. Se levantó de la silla, pero antes de que pudiera alejarse Keane la agarró del brazo.

—No, dímelo. Me interesa —le asía el brazo con delicadeza, pero ella sabía que podía apretarla si se resistía.

—Está bien —sacudió la cabeza para echarse el pelo a la espalda—. Hacía que le mandaran el periódico de Chicago a su oficina de Florida. Siempre buscaba tu nombre, algún artículo sobre un juicio en el que hubieras intervenido o sobre una fiesta a la que hubieras ido. Cualquier cosa. Debes comprender que, para nosotros, son muy importantes las críticas. Frank no era artista, pero era uno de los nuestros. Algunas veces me leía los artículos antes de recortarlos. Tenía un álbum de recortes —Jo se soltó y entró en el dormitorio pasando junto a Keane. El gran baúl de madera seguía donde siempre, a los pies de la cama de Frank. Se arrodilló y levantó la tapa—. Aquí es donde guardaba todas las cosas que le importaban —empezó a revolver rápidamente los papeles y los recuerdos del baúl; antes no había tenido valor para tocarlo. Keane estaba en la puerta, observándola—. Lo llamaba su baúl de los recuerdos —se apartó el pelo con fastidio y siguió buscando—. Decía que los recuerdos eran la recompensa por volverse viejo. Aquí está —sacó un álbum verde oscuro y se sentó en cuclillas. Se lo tendió en silencio a Keane. Al cabo de un momento, él cruzó la habitación y lo tomó. Jo oía sisear la lluvia en el suelo, fuera, mientras se miraban a los ojos. Keane abrió el álbum con una expresión ilegible en el semblante. El susurro de las páginas se sumó al leve sonido de la lluvia.

—Tenía que ser un hombre muy extraño —murmuró Keane—, si guardaba un álbum sobre un hijo al que nunca conoció —no había rencor en su voz—. ¿Qué era? —preguntó de pronto, volviendo a mirar a Jo.

—Un soñador —contestó ella—. Siempre llevaba el reloj cinco minutos atrasado. Si colgaba un cuadro en la pared, siempre quedaba torcido. Y no lo enderezaba porque ni siquiera se daba cuenta. Siempre estaba pensando en el mañana. Supongo que por eso guardaba el ayer en el baúl —bajó la mirada y comenzó a ordenar el desbarajuste que ella misma había formado mientras Keane miraba el álbum. Un jirón de tela roja llamó su atención. Al echar mano de él, distinguió una forma familiar. Vaciló y luego sacó del baúl la vieja muñeca.

Era un triste trozo de plástico y seda descolorida, con la cara casi borrada. Le faltaba un brazo y una de las mangas colgaba, vacía. Bajo el gorrito rojo, el pelo rubio estaba enredado y crespo. En los delicados pies tenía pintadas unas zapatillas de ballet. Las lágrimas se agolparon tras los ojos de Jo, que dejó escapar un leve gemido de alegría y desaliento.

Keane bajó la mirada y la vio agarrando la desastrada bailarina.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada —contestó Jo con voz trémula mientras se levantaba rápidamente—. Tengo que irme —aunque lo intentó, no tuvo valor para dejar la muñeca en el baúl. Tragó saliva. No quería revelar sus emociones ante los ojos dorados e inteligentes de Keane. Quizá se pusiera cínico o, peor aún, burlón—. ¿Te importa que me quede con esto? —preguntó con tono cauteloso.

Keane se acercó a ella lentamente y la agarró de la barbilla.

—Es tuyo, por lo visto.

—Lo era —crispó los dedos sobre la cintura de la muñeca—. No sabía que la tenía Frank. Por favor —musitó. Tenía las emociones peligrosamente a flor de piel. Sentía la necesidad de apoyar la cabeza contra su hombro. Aquella tarde había sido una montaña rusa para sus sentimientos. Una montaña rusa que había culminado un momento antes con el descubrimiento de la más preciada posesión de su infancia. Sabía que, si no escapaba de allí, buscaría consuelo entre sus brazos. Y su propia flaqueza la asustaba—. Déjame pasar.

Por un instante, notó en su mirada que se resistía. Luego, Keane se apartó. Ella dejó escapar un suspiro leve y tembloroso.

—Te acompaño a tu caravana.

—No —dijo ella con excesiva premura—. No es necesario —puntualizó y, pasando a su lado, entró en la cocina. Se sentó y se puso los zapatos sin darse cuenta de que aún llevaba puestos sus calcetines—. No hace falta que volvamos a mojarnos los dos —estaba parloteando y era consciente de que Keane la observaba fijamente, pero incapaz de refrenarse—. Voy a ir a echarles un vistazo a mis gatos antes de entrar y…

Se detuvo en seco cuando él la agarró de los hombros y la hizo levantarse.

—Y no quieres arriesgarte a quedarte a solas conmigo en tu caravana, por si acaso cambio de idea.

Una áspera negativa tembló en sus labios, pero la expresión sagaz de los ojos de Keane la aplastó.

—De acuerdo —dijo—. Eso también.

Keane le apartó el pelo del cuello y sacudió la cabeza. Le besó la nariz y fue a buscar su sombrero y su chaqueta al perchero. Jo lo siguió cautelosamente. Cuando le alcanzó la chaqueta, se dio la vuelta y deslizó los brazos en las mangas. Antes de que pudiera darle las gracias, Keane le hizo darse la vuelta y le subió la cremallera. Sus dedos se detuvieron un instante en su cuello. Tenía los ojos fijos en ella. Tomó su pelo con una mano, se lo levantó y le puso el sombrero. Sus gestos eran inocentes, pero Jo experimentó una extraña sensación de intimidad que la hizo tambalearse.

—Nos vemos mañana —dijo Keane, bajándole el ala del sombrero sobre los ojos.

Jo asintió con la cabeza. Apretó la muñeca contra su costado y abrió la puerta. El sonido de la lluvia retumbó en la caravana.

—Buenas noches —murmuró, y se adentró rápidamente en la oscuridad.