La mañana amaneció extrañamente calurosa. Ningún árbol tapaba el sol, y la tierra tenía un olor fuerte. El circo se había trasladado hacia el norte de madrugada. Los olores de siempre se fundían en el aroma del circo: lona, cuero, caballos sudorosos, maquillaje teatral y polvos, café y hule. Los remolques y camiones ocupaban sus puestos de costumbre, formando el «patio trasero» que adoptaba siempre la misma forma cada vez que el circo hacía un alto en su camino de miles de kilómetros. La bandera que remataba la tienda de la cocina indicaba que se estaba sirviendo la comida. La carpa se alzaba esperando la primera función.
Rose recorrió a toda prisa la zona de atracciones, en dirección a las jaulas de los animales. Llevaba el pelo oscuro recogido pulcramente en un moño, en la nuca. Sus grandes ojos marrones se movían de un lado para otro inquisitivamente, en tanto su boca se fruncía en un suave mohín. Iba envuelta en un albornoz y llevaba zapatillas de deporte sobre las mallas. Al ver a Jo de pie delante de la jaula de Ari, la saludó con la mano y emprendió una suave carrera. Al verla, Jo apartó los ojos de Ari. Rose siempre era una diversión, y Jo necesitaba distraerse.
—¡Jo! —la saludó de nuevo con la mano como si Jo no la hubiera visto la primera vez. Luego se detuvo jadeando—. Jo, sólo tengo unos minutos. Hola, Ari —dijo por simple amabilidad—. Estaba buscando a Jamie.
—Sí, ya me lo imaginaba —Jo sonrió. Sabía que Rose estaba empeñada en conquistar al álter ego de Topo. Y, si Jamie tenía un poco de sentido común, pensó Jo, se dejaría atrapar en lugar de languidecer pensando en Carmen. Qué idiotez, pensó, desdeñando todos los asuntos del corazón. Los leones eran mucho más fáciles de entender—. No lo he visto en toda la mañana, Rose. Puede que esté ensayando.
—Lo más probable es que esté babeando con Carmen —masculló Rose, y lanzó una mirada malhumorada hacia la caravana de los Gribalti—. Está haciendo el ridículo.
—Para eso le pagan —le recordó Jo, pero Rose no respondió a su broma. Jo suspiró. Sentía un sincero afecto por Rose. Era una chica brillante, divertida y sin pretensiones—. Rose —dijo, poniendo una voz ligera y al mismo tiempo amable—, no te des por vencida. Jamie es un poco lento de reflejos, ¿sabes? —explicó—. Ahora mismo está un poco deslumbrado por Carmen. Pero se le pasará.
—No sé por qué me molesto —gruñó ella, pero Jo notaba que empezaba a pasársele el mal humor. Rose era muy dada a las pasiones galopantes, que ardían y se marchitaban muy pronto—. No es tan guapo, ¿sabes?
—No —respondió Jo—. Pero tiene una nariz muy mona.
—Suerte para él que me gusta el rojo —contestó Rose, y sonrió—. Ah, hablando de guapos —murmuró mientras apartaba los ojos de Jo—. ¿Quién es ese?
Jo miró hacia atrás al oír su pregunta. La expresión de regocijo desapareció de sus ojos.
—El dueño —dijo inexpresivamente.
—¿Keane Prescott? Nadie me había dicho que fuera tan guapo. Ni tan alto —añadió, admirándole abiertamente mientras él cruzaba el patio trasero. Jo notó que, cuando estaba cerca de algún hombre, Rose se volvía más mexicana—. Qué hombros. Jamie tiene suerte de que sea mujer de un solo hombre.
—Y tú tienes suerte de que tu madre no te esté oyendo —masculló Jo, ganándose un codazo en las costillas.
—Aquí viene, amiga mía, y te está mirando. Madre mía, mi padre llevaría a Jamie al altar en un santiamén si me mirara así.
—Eres tonta —contestó Jo, irritada.
—Ay, Jo —dijo Rose con burlona desesperación—, soy una romántica.
Jo no pudo resistirse a la sonrisa que se dibujó en sus labios. Sus ojos se reían cuando levantó la mirada y se encontró con la de Keane. Se apresuró a apagar su brillo, volviendo la boca en una sobria línea.
—Buenos días, Jovilette —decía su nombre con excesiva facilidad, como si llevara años pronunciándolo.
—Buenos días, señor Prescott —contestó. Rose carraspeó con fuerza y escasa sutileza—. Esta es Rose Sanches.
—Es un placer, señor Prescott —Rose le tendió la mano al tiempo que probaba una sonrisa que había estado reservando para Jamie—. Tengo entendido que va a viajar con nosotros.
Keane le estrechó la mano y sonrió. Jo notó con cierto fastidio que era la misma sonrisa fácil y desarmante del desconocido al que había conocido la mañana anterior.
—Hola, Rose, encantado de conocerte.
Al ver que la sangre mexicana inundaba de rubor las mejillas de su amiga, Jo se apresuró a intervenir. No permitiría que Keane Prescott hiciera otra conquista.
—Rose, sólo tienes diez minutos para volver y maquillarte.
—¡Madre mía! —exclamó ella, olvidando sus ínfulas de sofisticación—. Tengo que irme corriendo —empezó a alejarse, y luego dijo mirando hacia atrás—. ¡No le digas a ese cerdo de Jamie que lo estaba buscando! —corrió un poco más y luego se giró y siguió corriendo de espaldas—. Luego veré si le encuentro —dijo con una risa y, dando media vuelta, echó a correr hacia el caminito.
Keane la vio atravesar a toda prisa el complejo, con los largos faldones de la bata recogidos en una mano.
—Un encanto.
—Sólo tiene dieciocho años —dijo Jo sin poder refrenarse.
Keane se volvió hacia ella con una mirada divertida.
—Entiendo —dijo—. Lo tendré en cuenta. ¿Y a qué se dedica Rose, la de los dieciocho años? —preguntó al tiempo que metía los pulgares en los bolsillos delanteros de sus vaqueros—. ¿Lucha con caimanes?
—No —contestó Jo sin mover una pestaña—. Rose es Serpentina, la atracción principal de la pista lateral. La encantadora de serpientes —le agradó la mirada incrédula de Keane. Pero, un instante después, la reemplazó otra de buen humor.
—Perfecto —le apartó a Jo el pelo de la mejilla antes de que ella pudiera protestar—. ¿Cobras? —preguntó, ignorando el destello de sus ojos.
—Y boas constrictor —contestó ella con dulzura. Se sacudió el polvo de las rodillas de sus vaqueros descoloridos—. Ahora, si me disculpa…
—No, creo que no —la voz de Keane era fresca, pero Jo advirtió la autoridad que había bajo ella. Hizo lo que pudo por no resistirse a ella. Prescott era el dueño, se recordó.
—Señor Prescott —comenzó a decir mientras sofocaba el impulso de rebelarse—, estoy muy ocupada. Tengo que prepararme para la función de la tarde.
—Tienes aún una hora y media —contestó suavemente—. Creo que podrías dedicarme parte de ese tiempo. Te han encargado que me enseñes esto. ¿Por qué no empezamos ahora mismo? —el tono de la pregunta sólo permitía una respuesta. Jo intentó encontrar una escapatoria.
Echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos. Mientras observaba su mirada firme y calibradora, Llegó a la conclusión de que no sería fácil derrotarlo. «Será mejor que estudie detenidamente sus movimientos antes de presentar batalla».
—¿Por dónde le gustaría empezar? —preguntó.
—Por ti.
La sencilla respuesta de Keane hizo a Jo arrugar la frente en un ceño profundo.
—No sé a qué se refiere.
Keane se quedó observándola un momento. En los ojos de Jo no había ni coquetería ni astucia mientras lo observaba.
—No, ya lo veo —repuso inclinando la cabeza—. Empecemos por tus gatos.
—Ah —el ceño de Jo se borró inmediatamente—. De acuerdo —le vio sacar un fino cigarro y esperó a que la llama de su encendedor lamiera la punta para hablar—. Tengo trece: siete machos y seis hembras. Son todos leones africanos de entre cuatro años y medio y veintidós.
—Creía que trabajabas con doce —comentó Keane mientras se guardaba el encendedor en el bolsillo.
—Sí, pero Ari está retirado —Jo se volvió y señaló la espaciosa jaula donde dormitaba el león—. Viaja conmigo porque siempre ha sido así, pero ya no trabaja. Tiene veintidós años, es el más viejo. Mi padre se lo quedó, aunque había nacido en cautividad, porque vino a este mundo el mismo día que yo —suspiró y su voz se hizo más suave—. Es el único que queda de los de mi padre. No podría vendérselo a un zoo. Sería como meter a un pariente anciano en un asilo y dejarlo abandonado. Lleva toda la vida en el circo, igual que yo. Su nombre significa «león» en hebreo —mientras rebuscaba entre sus recuerdos olvidó al hombre que había junto a ella y se echo a reír—. Mi padre siempre les ponía a sus leones nombres que significaban «león». Leo, Leonard, Leonara. En sus tiempos mozos, Ari fue un magnífico saltador. También sabía trepar. Algunos gatos no saben. Podía enseñarle cualquier cosa. Eres un gato muy listo, ¿verdad, Ari? —el tono de su voz hizo que el enorme felino se removiera. Abrió los ojos y miró a Jo, dejó escapar un ruido más parecido a un gruñido que a un rugido y volvió a adormilarse—. Está cansado —murmuró Jo, sofocando una punzada de tristeza—. Veintidós años son muchos para un león.
Keane le tocó el hombro antes de que ella pudiera girarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Jo tenía los ojos empapados de tristeza.
—Se está muriendo —dijo con voz temblorosa—. Y no puedo impedirlo —se metió las manos en los bolsillos y se acercó al grupo principal de jaulas. Para serenarse, respiró hondo dos veces mientras esperaba a que llegara Keane. Tras recobrar la compostura, comenzó de nuevo—. Trabajo con estos doce —le dijo haciendo un amplio gesto—. Les damos de comer una vez al día, carne cruda seis días a la semana, y huevos y leche el séptimo. Todos ellos fueron importados directamente de África y estaban muy deprimidos por estar en las jaulas cuando los recibí.
Les llegó el tenue sonido de un organillo, que señalaba la apertura de las atracciones de feria.
—Este es Merlín, en el que me monto al final del número. Tiene diez años, y es el gato de carácter más constante con el que he trabajado. Heathcliff —prosiguió mientras se movía junto a las jaulas— tiene seis años y es mi mejor saltador. Y este es Fausto, el benjamín. Tiene cuatro años y medio —los leones se paseaban por sus jaulas mientras Jo y Keane recorrían la fila. Incapaz de refrenarse, Jo le hizo una seña a Fausto levantando la mano. El león obedeció prorrumpiendo en un rugido ensordecedor. Para desaliento de Jo, Keane no salió corriendo a buscar refugio.
—Impresionante —dijo con suavidad—. Es el que pones en el medio cuando te tumbas sobre ellos, ¿verdad?
—Sí —Jo frunció el ceño y a continuación dijo cándidamente lo que pensaba—. Es usted muy observador. Y tiene nervios de acero.
—Mi profesión también los requiere, hasta cierto punto —contestó él.
Jo se quedó pensando un momento y después se volvió hacia los leones.
—Lazareth tiene doce años y es un actor nato. Bolingbroke tiene diez, y es de la misma madre que Merlín. Hamlet —dijo deteniéndose de nuevo— tiene cinco años. Lo compré para reemplazar a Ari en la función —miró fijamente sus ojos pardos—. Tiene potencial, pero es arrogante. Y paciente, también. Está esperando a que cometa un error.
Keane la miró.
—¿Para qué? —ella tenía los ojos clavados en los de Hamlet.
—Para darme un buen zarpazo —le dijo sin cambiar de expresión—. Esta es su primera temporada en la jaula grande. Pandora —continuó mientras señalaba a las hembras—. Una señora con mucha clase. Tiene seis años. Hester tiene siete y es la mejor en todos los aspectos. Y Portia. También es su primer año. Pero es sobre todo una calientabancos.
—¿Una calientabancos? ¿Qué es eso?
—Lo que parece —contestó ella—. Todavía no domina ningún truco complicado. Iguala el número, hace algunas cosas básicas y caliente el asiento —prosiguió—. Dulcinea es la más guapa de todas. Ofelia tuvo un bebé el año pasado. Y Abra tiene ocho años y es un poco malhumorada, pero una buena equilibrista.
La leona se levantó al oír su nombre y estiró su cuerpo largo y dorado. Luego comenzó a frotarse contra los barrotes de la jaula. Un ruido profundo resonó en su garganta. Jo frunció el ceño y se guardó las manos en los bolsillos.
—Le gusta usted —masculló.
—¿Ah, sí? —Keane levantó una ceja y observó con más detenimiento a Abra, una leona de más de cien kilos—. ¿Cómo lo sabes?
—Cuando le gustas a un león, hace exactamente lo que suelen hacer los gatos domésticos. Se restriega contra ti. Abra se está restregando contra los barrotes porque no puede acercarse más.
—Entiendo —una sonrisa afloró a su boca—. Debo admitir que no sé cómo devolverle el cumplido —dio una calada a su cigarro y luego miró a Jo a través de la neblina del humo—. Es fascinante cómo eliges los nombres.
—Me gusta leer —respondió ella sin más explicaciones—. ¿Hay algo más que quiera saber sobre los gatos? —estaba decidida a mantener su conversación en un plano profesional. La sonrisa de Keane le había recordado con excesiva claridad su encuentro de la noche anterior.
—¿Los drogas antes de actuar?
La furia brilló en los ojos de Jo.
—Desde luego que no.
—¿Era una pregunta impertinente? —repuso Keane. Tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con el tacón.
—No para un novato —contestó Jo con un suspiro. Se echó el pelo despreocupadamente a la espalda—. Drogados no sólo es cruel, sino que también es absurdo. Un animal drogado no puede actuar.
—No tocas a los leones con el látigo —comentó Keane. Vio cómo la leve brisa agitaba unos mechones de su pelo—. ¿Para qué lo usas?
—Para llamar su atención y para mantener despierto al público —sonrió con desgana.
Keane la tomó del brazo. Jo se envaró al instante.
—Vamos a dar un paseo —sugirió él. Comenzó a alejarla de las jaulas. Al ver que había varias personas rondando por el patio trasero, Jo se refrenó para no apartarse bruscamente. Lo último que quería era que se corriera el rumor de que tenía desavenencias con el dueño—. ¿Cómo los domas? —le preguntó él.
—No lo hago. No están domados, están adiestrados —una mujer alta y rubia pasó a su lado llevando en brazos un diminuto caniche blanco—. Merlín tiene hambre hoy —le dijo Jo con una sonrisa, alzando la voz.
La mujer apretó al caniche contra su pecho, fingiéndose alarmada, y le lanzó una rápida reprimenda en francés. Jo se echó a reír y le contestó en el mismo idioma que Fifí era un bocado demasiado duro para Merlín.
—Fifí puede hacer una voltereta doble a lomos de un caballo en marcha —explicó Jo cuando echaron a andar otra vez—. Está adiestrada igual que mis gatos, pero también está domesticada. Los gatos son salvajes —levantó la cara hacia la de Keane. El sol proyectaba una lustrosa película sobre su cabello y resaltaba las pintas doradas de sus ojos—. Un animal salvaje no puede domesticarse, y el que lo intente es un necio. Si tomas un animal salvaje y lo conviertes en una mascota, le robas su carácter, apagas su chispa. Y, aun así, siempre queda un poso de salvajismo que puede volver a la vida. Es desagradable que un perro se revuelva contra su amo. Pero si el que se revuelve es un león, la cosa puede ser mortal —empezaba a acostumbrarse a sentir la mano de Keane sobre su brazo, y le resultaba fácil hablar con él porque la escuchaba con atención—. Un macho adulto tiene un metro y medio de altura hasta el hombro, y pesa más de doscientos veinte kilos. Un zarpazo certero puede romperle el cuello a un hombre. Eso, por no hablar de lo que pueden hacer con los dientes y las garras —esbozó una sonrisa y se encogió de hombros—. Esas no son las virtudes de una mascota.
—¿Y aun así te metes en una jaula con doce leones armada con un látigo?
—El látigo es de atrezo —contestó Jo con un ademán desdeñoso—. No serviría de nada contra un solo gato enfurecido. Los leones son enemigos muy tenaces. Los tigres son más sanguinarios, pero normalmente sólo golpean una vez. Si fallan, se lo toman con filosofía. Un león ataca una y otra vez. ¿Conoce el verso que escribió Byron sobre el salto del tigre? «Rápido, aplastante y mortífero». —Jo había olvidado por completo su animosidad y empezaba a disfrutar del paseo y de la conversación con aquel guapo desconocido—. Es una descripción muy verídica, pero un león no siente miedo alguno cuando ataca, y es muy terco. No es un luchador deslumbrante como el tigre. Sólo es certero. Pero, en una pelea entre un tigre y un león, yo apostaría por el león sin dudarlo. Y, contra un león, un hombre no tiene absolutamente nada que hacer.
—Entonces, ¿cómo es que todavía estás de una pieza?
La música del organillo era apenas una insinuación en el aire. Jo se dio la vuelta y notó con sorpresa que se habían alejado un buen trecho del campamento. Veía las caravanas y las tiendas, oía gritos y risas de cuando en cuando, pero se sentía extrañamente desgajada de todo aquello. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba y arrancó una brizna.
—Soy más lista que ellos. Por lo menos, eso les hago creer. Y los domino, en parte por fuerza de voluntad. A la hora del adiestramiento, hay que establecer una especie de compenetración, un respeto mutuo, y, si tienes suerte, cierto afecto. Pero no te puedes fiar de ellos hasta el punto de bajar la guardia. Y sobre todo —añadió mirando a Keane, que se había sentado a su lado—, hay que recordar la regla básica del póquer. El farol —sonrió y se recostó sobre los codos—. ¿Usted juega al póquer?
—De tarde en tarde —el pelo dejo se extendía sobre la hierba, y él levantó un mechón—. ¿Y tú?
—A veces. Pete, mi ayudante… —Jo escudriñó el patio trasero, luego sonrió y señaló con el dedo—. Ese de ahí, el que está junto a la segunda caravana, sentado con Mac Stevenson, el de la gorra de béisbol. Pete organiza una partida de vez en cuando.
—¿Quién es la niña de los zancos?
—La hija pequeña de Mac, Katie. Quiere salir con los zancos en el pasacalles. Se le da muy bien. Ahí está Jamie —dijo, y se echó a reír al ver que Jamie se caía de culo y aterrizaba junto a los zancos de Katie.
—¿El de Rose? —preguntó Keane, que seguía observando la función improvisada que tenía lugar en la explanada.
—Si es que se sale con la suya. Ahora mismo, Jamie sólo tiene ojos para Carmen Gribalti. Pero Carmen no le hace ni caso. Le tiene el ojo echado a Vito. Y Vito se lo echa a todas.
—Qué lío —comentó Keane. Se enroscó en un dedo el mechón de pelo de Jo—. Parece que hay mucho romance en la vida circense.
—Por lo que he leído —contestó ella—, lo hay en todas partes.
—¿Y tú en quién has puesto los ojos, Jovilette? —le dio un tirón de pelo para hacerle volver la cara.
Jo no se había dado cuenta de lo cerca que estaba. No tenía más que inclinarse para besarlo. Le calibró con la mirada mientras aguardaba a que se le apaciguara el pulso. Era extraño, pensó, que aquel hombre surtiera tal efecto sobre ella. Con repentina claridad sintió el olor límpido y dulce de la hierba y notó el calor del sol. Los ruidos del circo habían quedado apagados al fondo de la escena. Oía a los pájaros llamarse de cuando en cuando con un agudo trino. Recordó el sabor de la boca de Keane y se preguntó si seguiría siendo el mismo.
—He estado demasiado ocupada para esas cosas —contestó. Su voz era firme, pero sus ojos tenían una expresión curiosa.
Por primera vez deseaba verdaderamente que la besara un hombre. Quería sentir de nuevo lo que había experimentado la noche anterior. Quería que Keane la abrazara, no delicadamente como había hecho la noche anterior, sino con fuerza, estrechándola entre sus brazos. Quería revivir aquella sensación de ligereza. Nunca había experimentado un deseo físico tan intenso, y por un momento examinó aquella sensación. Sentía en el estómago un hormigueo al mismo tiempo agradable y perturbador. Mientras permanecía ensimismada, en silencio, Keane la observaba, intrigado por la intensidad de sus ojos.
—¿En qué estás pensando?
—Me preguntaba por qué hace que me sienta tan rara —le dijo ella con franqueza. Keane sonrió, y ella notó que su sonrisa iba creciendo en su mirada antes de aflorar a su boca.
—¿Ah, sí? —sus palabras parecían haberle gustado—. ¿Sabías que tu pelo atrae la luz del sol? —Keane tomó un puñado y dejó que resbalara entre sus dedos—. Nunca había conocido a una mujer con el pelo así. Es una tentación en sí mismo. ¿En qué sentido hago que te sientas rara, Jovilette? —preguntó mientras levantaba de nuevo los ojos hacia ella.
—Todavía no estoy segura —Jo notó que su voz sonaba ronca. De pronto resolvió que no le haría ningún bien seguir sintiéndose rara o desear que Keane Prescott la besara. Se levantó y se sacudió la culera de los pantalones.
—¿Huyes? —Keane también se puso en pie, y Jo levantó bruscamente la cabeza.
—Yo nunca huyo de nada, señor Prescott —el hielo afilaba su voz. Le irritaba el haber caído de nuevo bajo su embrujo—. Y menos aún de un abogado criado en la ciudad —añadió con desdén—. ¿Por qué no vuelve a Chicago y mete a alguien en la cárcel?
—Soy abogado defensor —contestó Keane despreocupadamente—. Saco a la gente de la cárcel.
—Muy bien, pues entonces vuelva a sacar a la calle a un delincuente.
Keane se echó a reír, y Jo se enfadó aún más.
—Eso solventa las dos caras de la moneda, ¿no es eso? Me deslumbras, Jovilette.
—No es esa mi intención —ella dio un paso atrás para apartarse de sus ojos divertidos. No toleraría que se riera de ella—. Este no es sitio para usted —le espetó—. Aquí no pinta nada.
—Al contrario —contestó él con voz fresca y despreocupada—. Pinto, y mucho. Soy el dueño del circo.
—¿Por qué? —preguntó ella con aspereza, extendiendo las manos como si quisiera hacer a un lado sus palabras—. ¿Porque lo dice en un trozo de papel? Eso es lo único que entienden los abogados, supongo: trozos de papel con extrañas palabrejas escritas. ¿A qué ha venido? ¿A echarnos un vistazo y calcular las pérdidas y las ganancias? ¿A qué precio se liquida un sueño, señor Prescott? ¿Qué valor le concede al espíritu humano? ¡Mírelo! —dijo agitando un brazo para abarcar el terreno que se extendía tras ellos—. Usted sólo ve tiendas de campaña y un montón de caravanas. No puede comprender lo que significa el circo. Pero Frank lo entendía. Lo amaba.
—Soy consciente de ello —la voz de Keane seguía siendo serena, pero había adquirido un filo acerado. Jo vio que sus ojos se habían oscurecido y tenían una expresión recelosa—. También me lo dejó a mí.
—No entiendo por qué —Jo se metió las manos en los bolsillos, exasperada, y se alejó de allí.
—Yo tampoco, te lo aseguro, pero así es.
Jo se giró de golpe. Su melena la siguió en un arco apasionado.
—No vino a visitarlo ni una sola vez en treinta años. Ni una sola vez.
—Cierto —contestó Keane. Permanecía de pie con el peso distribuido equitativamente entre las dos piernas, observándola—. Naturalmente, algunas personas lo verían de otro modo. Él tampoco fue a verme en treinta años.
—Su madre le dejó y se fue con usted a Chicago…
—No quiero hablar de mi madre —la interrumpió Keane expeditivamente.
Jo se mordió la lengua para no replicar y volvió a alejarse de él. Sin embargo, no logró refrenarse por completo.
—¿Qué va a hacer con el circo? —preguntó.
—Eso es asunto mío.
—¡Vaya! —Jo se dio la vuelta, cerró los ojos y masculló algo en una lengua que él no entendió—. ¿Cómo puede ser tan arrogante? ¿Cómo puede tener tanta sangre fría? —abrió los párpados. Sus ojos parecían oscurecidos por la ira—. ¿Es que las vidas de toda esa gente no significan nada para usted? ¿Es que el sueño de Frank no significa nada? ¿No tiene ya suficiente dinero sin tener que hacer más daño a los demás? La avaricia no la heredó de Frank.
—No voy a consentir que sigas por ese camino —le advirtió Keane.
—Seguiría hasta hacerte volver a Chicago, si pudiera —replicó ella.
—Me preguntaba cuánto carácter habría tras esos ojos verdes tan penetrantes —comentó Keane, viendo cómo teñía la pasión sus mejillas—. Y parece que hay mucho —Jo se disponía a replicar, pero él la detuvo—. Espera un momento —ordenó—. Este circo es mío, te guste o no. Te convendría ir haciéndote a la idea. Cállate —añadió al ver que ella volvía a abrir la boca—. Legalmente, puedo hacer con mi… —titubeó un momento y luego continuó en tono cortante—: Con mis bienes lo que quiera. No tengo el deber ni la intención de justificar mis decisiones ante ti.
Jo se clavó las uñas en las palmas de las manos para evitar que le temblara la voz.
—No sabía que pudiera llegar a sentir antipatía por alguien tan rápidamente.
Keane hundió las manos en los bolsillos y se meció sobre los talones.
—Jovilette, yo ya te desagradaba antes de conocerme.
—Eso es cierto —contestó ella con firmeza—. Pero en menos de veinticuatro horas ha conseguido desagradarme en persona. Tengo que hacer una función —dijo, volviéndose hacia la explanada. Aunque él no la siguió, sintió sus ojos fijos en ella hasta que alcanzó su caravana y cerró la puerta a su espalda.
Media hora después, Jamie cruzó de un salto la entrada trasera de la gran carpa. Iba sin aliento después de un número muy largo, y enganchó una mano en sus tirantes morados mientras respiraba con ansia. Vio a Jo junto a la yegua blanca. Ella tenía una mirada sombría y tormentosa, y los hombros rígidos y tiesos. Jamie reconoció los indicios. Alguien o algo había hecho enfadar a Joe, y apenas tenía diez minutos para calmarse antes de salir a la pista.
Se acercó a ella y le dio un tirón de pelo.
—Eh.
—Hola, Jamie —Jo se esforzó por mantener un tono de voz amable, pero Jamie advirtió los estragos de la emoción.
—Hola, Jo —contestó en el mismo tono.
—Corta el rollo —ordenó ella antes de alejarse unos pasos. La yegua la siguió dócilmente. Jo llevaba algún tiempo intentando ordenar sus emociones. Pero no lo estaba consiguiendo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jamie detrás de ella.
—Nada —replicó Jo, y luego se odió a sí misma por haber sido tan seca.
Jamie, que la conocía lo suficiente como para no ofenderse, insistió.
—Nada es uno de mis temas preferidos de conversación —le puso las manos sobre los hombros, haciendo caso omiso de su mal humor—. Vamos a hablar de ello.
—No hay nada de qué hablar.
—Exacto —comenzó a masajearle los hombros agarrotados por la tensión con sus manos enfundadas en guantes blancos.
—Vamos, Jamie —la bondad de Jamie resultaba irresistible. Jo suspiró y dejó que la apaciguara—. Eres un idiota.
—No estoy aquí para que me halagues.
—Tuve una discusión con el dueño —Jo soltó un largo suspiro y cerró los ojos.
—¿A qué viene discutir con el dueño?
—Me pone furiosa —ella se giró bruscamente. Su melena restalló y se agitó con el movimiento—. No debería estar aquí. Si volviera a Chicago…
—Espera —detuvo su arrebato de furia zarandeando un poco sus hombros—. Sabes perfectamente que no debes ponerte así antes de actuar. Cuando estás en la jaula, no puedes distraerte. Tienes que pensar en lo que estás haciendo.
—No me pasará nada —masculló ella.
—Jo… —había en su voz una nota de reproche mezclada con afecto y exasperación.
Ella levantó la mirada de mala gana. Era imposible resistirse a los ojos serios de Jamie en medio de su cara pintada de alegres colores. Exhaló un suspiro que parecía a medias un gemido y apoyó la frente sobre su pecho.
—¡Me pone enferma, Jamie! Podría echarlo todo a perder.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento —sugirió él mientras le acariciaba el pelo.
—Pero él no nos entiende. No entiende nada.
—Bueno, entonces nos toca a nosotros hacerle comprender, ¿no crees?
Jo levantó la mirada y arrugó la nariz.
—Qué lógico eres.
—Claro que sí —respondió él, y puso una pose. Mientras movía sus cejas naranjas, Jo se echó a reír—. ¿De acuerdo? —preguntó Jamie, y luego agarró su cubo.
—De acuerdo —respondió ella con una sonrisa.
—Bien, porque esa es mi entrada.
Cuando desapareció detrás de la cortina, Jo apoyó la mejilla contra la yegua y se frotó un momento contra ella.
—Pero no creo que yo sea la más indicada para hacerle comprender.
«Ojalá no hubiera venido», añadió en silencio mientras montaba a lomos de la yegua. «Ojalá no me hubiera fijado en que sus ojos son como los de Ari, ni en lo bonita que es su boca cuando sonríe», pensó. Se pasó con cautela la punta de la lengua por los labios. «Ojalá no me hubiera besado». «Embustera», le dijo suavemente su conciencia al oído. «Reconócelo, te alegras de que te besara. No habías sentido nunca nada parecido, y, pase lo que pase, te alegras de que anoche te besara. Incluso querías que volviera a besarte hace un rato».
Se obligó a despejarse respirando hondo hasta que oyó que el jefe de pista la anunciaba. Con un talonazo hizo que la yegua irrumpiera en la carpa.
Las cosas no le salieron bien. El público la ovacionó, ajeno a cualquier problema, pero Jo era consciente de que el número no estaba saliendo como la seda. Los gatos notaron su preocupación. La pusieron a prueba una y otra vez, y una y otra vez Jo se vio obligada a alterar la sincronización para compensar sus errores. Cuando el número acabó, le dolía la cabeza por el esfuerzo. Tenía las manos pegajosas cuando dejó a Merlín en manos de Buck.
El hombretón la llamó tras cerrar la jaula.
—¿Qué te pasa? —preguntó sin preámbulos. Por el extraño acento de enojo de su voz, Jo comprendió que había presenciado al menos una parte del espectáculo. A diferencia del público, Buck había notado la diferencia—. Vuelve a entrar así en esa jaula y uno de esos gatos descubrirá a qué sabes.
—Estaba un poco desconcentrada, eso es todo —Jo luchó contra el temblor que sentía en el estómago e intentó aparentar naturalidad.
—¿Un poco? —replicó Buck, que tenía un aspecto formidable tras la maraña de su barba rubia—. ¿A quién crees que vas a engañar? Llevo con estos gatos tan feos desde antes de que tú nacieras. Cuando se entra en esa jaula, hay que llevar el cerebro puesto.
Consciente de que tenía razón, Jo se rindió.
—Lo sé, Buck. Tienes razón —se echó el pelo hacia atrás con desgana—. No volverá a ocurrir. Supongo que estaba cansada y un poco distraída —le lanzó una mirada compungida.
Buck frunció el ceño y arrastró los pies. Nunca, en sus cuarenta y cinco años de vida, había sido capaz de resistirse a la sonrisa de una mujer.
—Está bien —masculló, y luego resopló y robusteció su voz—. Pero vete a echar una siesta en cuando acabe la función. Y nada de café. No quiero verte rondando por aquí hasta la hora de la cena.
—Está bien, Buck —contestó Jo dócilmente, aunque le dieron ganas de sonreír. La debilidad empezaba a abandonar sus fuerzas, y el zumbido sordo del miedo iba desvaneciéndose entre sus sienes. Aun así, se sentía exhausta y aceptó de buen grado el tono imperioso, aunque extraño, de Buck. Una siesta, pensó mientras Buck se llevaba a Merlín, era justo lo que necesitaba. Además, era un buen modo de evitar a Keane Prescott el resto del día. Hizo a un lado su recuerdo y decidió matar el tiempo charlando con Vito el equilibrista mientras llegaba el final de la función.