Jo estaba junto a la entrada de atrás de la gran carpa, esperando que le dieran paso. A su lado se encontraba Jamie Carter, alias Topo, un payaso de tercera generación que lucía con toda naturalidad su cara pintada de colores brillantes y su peluca naranja. Era joven y ágil y usaba aquellos rasgos, al igual que el maquillaje, para darle brío a su actuación. Para Jo, Jamie era más un hermano que un amigo. Era alto y flaco, y bajo la pintura de la cara se escondía un semblante agradable y expresivo. Jo y él habían crecido juntos.
—¿Ha dicho algo? —preguntó Jamie por tercera vez. Jo soltó un suspiro y cerró la cortina de la carpa. Dentro, los payasos estaban alrededor de la pista del hipódromo mientras los mozos montaban la gran jaula.
—Carmen no ha dicho nada. No sé por qué pierdes el tiempo —su voz sonó afilada, y Jamie dio un respingo.
—No espero que lo entiendas —dijo con gran dignidad. Sus finos hombros se irguieron bajo la levita de puntos—. A fin de cuentas, Ari es lo más parecido a un novio que has tenido.
—Qué bonito —contestó Jo, sin dejarse ofender por la pulla. Le irritaba que Jamie se pusiera en ridículo delante de Carmen Gribalti, la hermana mediana de los Gribalti, la familia de acróbatas. Carmen era una chica morena y guapa, elegante, egoísta, dotada de talento y de una olímpica indiferencia hacia Jamie. Al mirar la cara pintada y feliz y los ojos tristones de Jamie, su irritación se disipó—. Seguramente no ha tenido tiempo de contestar a la nota que le mandaste —dijo en tono conciliador—. El primer día de la temporada siempre es de locos.
—Sí, supongo —masculló él encogiéndose de hombros con desgana—. No sé qué ve en Vito.
Jo pensó en el funambulista, aquel joven moreno, de aspecto engreído y prominente musculatura. Se mordió la lengua para no decir nada.
—Sobre gustos no hay nada escrito —le dio un sonoro beso en la nariz redonda y colorada—. Yo, personalmente, me vuelvo loca cuando veo a un hombre con el pelo naranja.
Jamie sonrió.
—Eso demuestra que sabes qué buscar en un hombre.
Jo se dio la vuelta, levantó la cortina y notó que estaban a punto de dar paso a Jamie.
—¿No te habrás fijado por casualidad en un tipo que andaba por aquí esta mañana?
—Sólo en un par de docenas —contestó Jamie secamente mientras levantaba el cubo de confeti que usaba para rematar el número que se estaba representando dentro de la carpa.
Jo le lanzó una mirada desganada.
—No era un tipo corriente. Tenía unos treinta años, creo —prosiguió—. Llevaba vaqueros y una camiseta. Era alto, medía un metro ochenta y cinco, más o menos —añadió mientras las risas que se filtraban por el hueco ahogaban su voz—. Tenía el pelo liso y rubio oscuro.
—Sí, lo vi —Jamie la apartó a un lado y se preparó para hacer su entrada—. Entró en la caravana roja con Duffy —dando un grito agudo, Topo el payaso irrumpió en la gran carpa dando saltos sobre sus zapatillas de tenis de la talla cincuenta y blandiendo su cubo de confeti.
Joe le observó pensativamente mientras Jamie perseguía a otros tres payasos alrededor de la pista. Era extraño, pensó, que Duffy hubiera dejado entrar a un paisano en la caravana de administración. Aquel tipo le había dicho que no andaba buscando trabajo. No era un vagabundo: tenía un aire de estabilidad inconfundible. Tampoco era un peón de otro circo. Tenía las manos demasiado suaves. Y (añadió para sus adentros mientras montaba de un salto sobre Babette, una yegua blanquísima) le rodeaba un innegable aura de urbanita. De éxito, también. Y de autoridad. No, no había ido allí en busca de trabajo.
Jo se encogió de hombros, molesta porque un desconocido se infiltrara en sus pensamientos. Le irritaba aún más el haber escudriñado la multitud buscándolo durante el desfile, y el hecho de preguntarse incluso ahora si estaría sentado en alguna parte del recinto circular. No había asistido a la función matutina. Jo dio unas palmaditas en el cuello a la yegua con aire distraído y se irguió al oír el silbato del jefe de pista.
—Señoras y caballeros —dijo con voz profunda y musical—, les presentamos la más asombrosa exhibición de doma bajo la Gran Carpa. Jovilette, ¡Reina de los Gatos de la Selva!
Jo apretó suavemente los flancos de Babette con los talones y entró al galope en la pista. El público apreció la hermosa figura que componía y se elevaron los aplausos para darle la bienvenida. Envuelta en una capa negra, con el pelo negro volándole bajo una tiara reluciente, galopaba a pelo sobre la yegua blanca como la nieve. En cada mano llevaba sendos látigos largos y finos que hacía restallar alternativamente sobre su cabeza. A la entrada de la gran jaula, se bajó de un salto del caballo, que siguió galopando. Mientras Babette salía por la puerta de atrás, donde la esperaba su cuidador, Jo agarró ambos látigos con una mano y se quitó la capa haciendo una floritura. Llevaba puesto un mono enterizo, muy ceñido, de un blanco resplandeciente y salpicado de lentejuelas doradas. En dramático contraste, el pelo le caía liso y severo por la espalda.
«Haz siempre una entrada triunfal», solía decir Frank. Y eso era lo que hacía Jovilette.
Los doce leones estaban ya en la jaula, cuyo borde interior arañaban mientras permanecían encaramados a pedestales azules y blancos. El público creía que entrar en el cuerpo principal de la jaula era cosa de rutina, pero Jo sabía que era en realidad uno de los momentos más peligrosos de su actuación. Para entrar, tenía que desplazarse entre la jaula de seguridad y el foso principal, pasando entre dos gatos. Siempre colocaba allí a los leones que mejor se portaban, pero si alguno estaba irritado, o se mostraba juguetón, podía lanzarle un zarpazo con toda facilidad. Incluso con las afiladas uñas retraídas, las lesiones podían ser mortales.
Entró rápidamente y se vio rodeada de gatos por todos lados. Sus lentejuelas y su diadema atraían la luz y jugaban con ella mientras empezaba a moverse alrededor de la jaula, haciendo restallar el látigo por simple alarde al tiempo que usaba la voz para ordenar a los gatos que se levantaran sobre los cuartos traseros. Les hizo ejecutar su número, ajustando la sincronización para compensar su desgana felina y haciendo que un truco comenzara donde acababa el anterior.
A Jo le desagradaban los números estáticos, prefería la acción y el movimiento. El contraste entre los grandes gatos y la mujer menuda, blanca y dorada, era el mejor atrezo al que podía recurrir. Y lo usaba muy bien. El suyo era un número pictórico que se basaba en el estilo y en la espectacularidad, y no un número de lucha que enfatizara la ferocidad de los grandes gatos mediante el empleo de pistolas de fogueo y embestidas o saltos ensayados. Su aplomo se transmitía al público y hacía que pareciera manejar a los gatos sin esfuerzo. En realidad, estaba siempre atenta a cualquier peligro y tan intensamente concentrada en los leones que era como si no hubiera público.
Se colocó entre dos pedestales altos mientras los gatos saltaban sobre su cabeza desde ambas direcciones. Sus saltos levantaban una leve brisa que le agitaba el pelo. Los animales rugían cuando les daba una indicación, creando un formidable estruendo. De vez en cuando, uno de ello de ellos estiraba una pata para dar un zarpazo al mango del látigo. Jo le detuvo con una rápida orden. Mandó pasar a su mejor saltador por un aro en llamas y ordenó a su mejor equilibrista que caminara sobre una reluciente pelota plateada. Acabó trotando a lomos de Merlín por la pista del hipódromo, entre oleadas de aplausos.
Al llegar a la entrada trasera, Merlín se montó de un salto en una jaula con ruedas y Jo lo dejó en manos de Pete.
—Bonita actuación —dijo él mientras le daba su larga bata de felpilla—. Suave como la seda.
—Gracias —se había quedado fría y se arrebujó en la bata. La noche primaveral era muy fría en contraste con el calor que hacía dentro de la gran jaula iluminada por potentes focos—. Oye, Pete, dile a Gerry que puede darles de comer a los gatos esta noche. Se han portado bien.
Pete hizo restallar su chicle y se echó a reír.
—No va a hacerle ninguna gracia —mientras se acercaba a la camioneta que arrastraría la jaula hasta la zona de los gatos, Jo lo llamó.
—¡Pete! —se mordió el labio y, cuando él giró la cabeza, se encogió de hombros—. Le echarás un ojo, ¿verdad?
Pete sonrió y se montó en la cabina del camión.
—¿Quién te preocupa, Jo? ¿Esos gatazos o ese chico tan esmirriado?
—Los dos —contestó ella.
Las piedras falsas de su diadema relucieron cuando echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Consciente de que disponía casi de una hora antes de que llegara el desfile final, se alejó de la carpa. Se le ocurrió pasarse por la cocina para tomarse un café. Comenzó a repasar mentalmente cada segmento de su actuación. Había ido bien, pensó complacida, con la sincronización y la fluidez del show. Si Pete decía que había ido como la seda, le creía. Durante los cinco años anteriores había oído más de una vez sus críticas. Cierto, Hamlet la había puesto a prueba una o dos veces, pero eso sólo lo sabían el gato y ella. Dudaba que alguien, aparte de Buck, se hubiera dado cuenta de que aquel león le estaba buscando las cosquillas. Cerró los ojos un momento e hizo girar los hombros para aflojar sus músculos tensos y agarrotados.
—Menudo número tienes.
Jo se giró bruscamente al oír aquella voz. Notó que se le aceleraba el corazón. Aunque le chocaba su interés por un hombre al que apenas conocía, era consciente de que había estado esperándole. Sintió un rápido arrebato de placer al verlo acercarse, y dejó que se le notara en la cara.
—Hola —vio que iba fumándose un puro, aunque, a diferencia de Duffy, el suyo era fino y largo. Volvió a admirar la elegancia de sus manos—. ¿Te ha gustado la función?
Él se detuvo delante de ella y observó su cara con una minuciosidad que la hizo preguntarse si se le habría corrido el maquillaje. Luego se echó a reír suavemente, sorprendido, y sacudió la cabeza.
—¿Sabes? —comenzó a decir—, cuando esta mañana me dijiste que tenías un número con gatos, pensé en siameses, no en gatos africanos.
—¿Siameses? —repitió Jo inexpresivamente, y luego se echó a reír—. ¿Gatos domésticos? —él le echó el pelo hacia atrás mientras Jo se reía al imaginarse animando a un gato siamés a pasar por un aro en llamas.
—Desde mi punto de vista —le dijo mientras acariciaba un mechón de su pelo entre los dedos—, parecía más lógico que el hecho de que una cosita tan pequeña como tú se metiera en una jaula con una docena de leones.
—Yo no soy pequeña —repuso Jo con buen humor—. Además, con doce leones, el tamaño poco importa.
—Sí, supongo que tienes razón —levantó los ojos de su pelo y los fijó en los dejo. Ella seguía sonriendo. Le gustaba mirarlo—. ¿Por qué lo haces? —preguntó de pronto.
Jo le lanzó una mirada curiosa.
—¿Que por qué? Porque es mi trabajo.
Por el modo en que la observaba, Jo notaba que no le satisfacía la sencillez de su respuesta.
—Quizá debería preguntarte cómo te convertiste en domadora de leones.
—Adiestradora —puntualizó ella automáticamente. A su izquierda oía los aplausos amortiguados del público—. Están empezando los Beirut —dijo echando un vistazo—. No deberías perderte su actuación. Son acróbatas de primera fila.
—¿No quieres contármelo? —su voz era suave.
Ella levantó una ceja al ver que deseaba verdaderamente saberlo.
—Bueno, no es ningún secreto. Mi padre era adiestrador, y me gusta trabajar con gatos. Sencillamente, ocurrió —Jo nunca había pensado en su carrera con detenimiento, y se encogió de hombros—. No deberías malgastar tu entrada aquí fuera. Puedes quedarte junto a la entrada trasera y ver el resto de la función —se giró para enseñarle el camino de la entrada de artistas, pero se detuvo cuando le tocó la mano.
Él dio un paso adelante, hasta que sus cuerpos casi se tocaron. Jo sintió su calor mientras observaba el rostro del desconocido. El corazón le palpitaba con fuerza, con un ritmo rápido y constante. Podía oír cómo retumbaba en su cuerpo como cuando se acercaba por primera vez a un león nuevo. Le estremeció la excitación de lo desconocido cuando él levantó la mano para tocarle la mejilla. No se movió; dejó que el calor se extendiera mientras lo observaba detenidamente, calibrándolo. Tenía los ojos muy abiertos y una mirada curiosa y temeraria.
—¿Vas a besarme? —preguntó en un tono que expresaba más curiosidad que deseo.
Los ojos de él resplandecieron en la penumbra.
—Se me ha pasado por la cabeza —contestó—. ¿Alguna objeción?
Jo se quedó pensando un momento y bajó los ojos hacia su boca. Le gustó su forma y se preguntó cómo sería sentirla sobre los labios. Él no la atrajo hacia sí. Le sujetaba en una mano la suya mientras deslizaba la otra para agarrarla de la nuca. Jo desvió la mirada hasta que sus ojos se encontraron de nuevo.
—No —decidió—. Ninguna objeción.
Las comisuras de la boca de él se tensaron mientras la agarraba de la nuca un poco más fuerte. Bajó lentamente la cabeza hacia ella. Llena de curiosidad y algo recelosa, Jo mantuvo los ojos abiertos y lo observó. Sabía por experiencia que a la gente y a los leones se los conocía por los ojos. Para su sorpresa, él mantuvo también los ojos abiertos incluso cuando sus labios se encontraron.
Fue un beso suave, sin presión, delicado como un susurro. Jo pensó con asombro que sentía temblar el suelo bajo sus pies. Se preguntó vagamente si se acercaban los elefantes. Pero no podía ser, pensó, aturdida. Los labios de él se movían ligeramente sobre los suyos, y sus ojos permanecían fijos. El pulso dejo tamborileaba bajo su piel. Permanecieron allí parados, sin apenas tocarse, mientras la gran carpa palpitaba con estruendo tras ellos. Él trazó lentamente el contorno de sus labios con la punta de la lengua, invitándola a abrirlos. Su beso seguía sin ser exigente. Sólo era incitante, parsimonioso y confiado. Siguió explorando su boca mientras Jo notaba que su aliento se aceleraba. Un leve gemido escapó de sus labios mientras cerraba los párpados.
Por un instante se rindió por completo a él, a las nuevas sensaciones que la embargaban. Se apoyó contra él, buscando el placer, y suspiró mientras el beso se prolongaba.
Él la apartó, pero sus caras permanecieron muy cerca. Aturdida, Jo se dio cuenta de que se había puesto de puntillas para compensar su diferencia de estatura. Él seguía teniendo la mano apoyada con delicadeza sobre su nuca. Sus ojos parecían dorados a la luz del anochecer.
—Eres una mujer increíble, Jovilette —murmuró—. Una sorpresa tras otra.
Jo se sentía asombrosamente viva. Aquellas nuevas sensaciones parecían hormiguearle en la piel. Sonrió.
—No sé tu nombre.
Él se rio y le soltó el cuello para tomarla de la otra mano. Antes de que pudiera responder, Duffy los llamó desde la carpa. Jo se giró y lo vio acercarse a ellos con paso rápido y tambaleante.
—Vaya, vaya, vaya —dijo con su voz alegre y áspera—. No sabía que os conocíais. ¿Ya te ha enseñado Jo esto? —al llegar hasta ellos, apretó el hombro de Jo—. Sabía que podía contar contigo, pequeña —Jo lo miró con estupor, pero Duffy continuó hablando antes de que pudiera formular una pregunta—. Sí, señor, esta niñita tiene un show estupendo, ¿verdad? Siempre ha sido una pilluela. Y conoce este circo como la palma de su mano. Nació y se crio en él —prosiguió. Jo se relajó. Sabía que Duffy estaba lanzado y que no había modo de pararlo—. Sí, señor, cualquier duda que tengas, pregúntale a nuestra Jo, y ella te la resolverá. Yo también estoy siempre a tu disposición, claro. Si quieres saber algo sobre los libros o las cuentas, o los contratos y cosas por el estilo, avísame —Duffy dio dos chupadas a su cigarro mientras Jo sentía una primera punzada de inquietud.
¿Por qué parloteaba Duffy sobre libros y contratos? Jo miró al hombre que todavía le agarraba las manos. Él miraba a Duffy con una sonrisa fácil y divertida.
—¿Eres contable? —le preguntó Jo, perpleja. Duffy se echó a reír y le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Ya sabes que el señor Prescott es abogado, Jo. No te despistes —los saludó a ambos con una cordial inclinación de cabeza y se alejó.
Jo se había envarado casi imperceptiblemente, pero Keane lo notó. Bajó las cejas mientras la observaba.
—Ahora ya sabes mi nombre.
—Sí —todo calor huyó de ella. Su voz sonó tan fría como su sangre—. ¿Le importaría soltarme las manos, señor Prescott?
Tras una leve vacilación, Keane inclinó la cabeza y la soltó. Jo se apresuró a meterse las manos en los bolsillos de la bata.
—¿No crees que, dados los progresos de nuestra relación, podríamos tutearnos, Jo?
—Le aseguro, señor Prescott, que si hubiera sabido quién era, nuestra relación no habría progresado en absoluto —replicó ella con voz crispada y digna. En su fuero interno, sin embargo, se sentía traicionada, furiosa y humillada, aunque intentara ignorarlo. Ahora el beso que la había hecho sentirse limpia y llena de vida le parecía barato y despreciable. No, no le tutearía, se prometió. Jamás usaría su nombre de pila—. Si me disculpa, tengo cosas que hacer antes de que me den paso.
—¿A qué viene esto? —preguntó él, agarrándola del brazo—. ¿No te gustan los abogados?
Jo lo observó fríamente. Se preguntaba cómo era posible que hubiera juzgado tan mal al hombre que había conocido esa mañana.
—Yo no clasifico a la gente, señor Prescott.
—Entiendo —el tono de Keane se hizo distante y su mirada adquirió una expresión calculadora—. Entonces da la impresión de que sientes aversión por mi nombre. ¿Debo suponer que le guardas rencor a mi padre?
En los ojos dejo centelleó un rápido destello de furia. Apartó el brazo de un tirón.
—Frank Prescott era el hombre más generoso, amable y bueno que he conocido nunca. Ni siquiera le relaciono con Frank, señor Prescott. No tiene derecho a él —aunque le resultaba casi imposible, se forzó a hablar en un tono de voz normal. No quería gritar ni llamar más la atención. Aquello quedaría estrictamente entre Keane Prescott y ella—. Hubiera sido mucho mejor que me dijera desde el principio quién era. Así no habría habido malentendidos.
—¿Es eso lo que ha habido entre nosotros? —replicó él suavemente—. ¿Un malentendido?
La frialdad de su tono estuvo a punto de hacer perder los estribos a Jo. Él la observaba con una curiosidad desapasionada que le daba ganas de abofetearlo. Luchó porque la rabia no se filtrara en su voz.
—No tiene usted derecho al circo de Frank, señor Prescott —logró decir con calma—. Dejárselo a usted es lo único que puedo reprocharle —consciente de que estaba perdiendo el control, dio media vuelta y cruzó la explanada corriendo hasta mezclarse con las sombras.