Con el paso de las semanas, el brazo de Jo fue perdiendo rigidez. Las heridas curaron limpiamente. Los únicos vestigios que quedaron fueron finas cicatrices que prometían desvanecerse sin llegar a desaparecer. Jo descubrió, sin embargo, que su vida había perdido parte de su brillo. Luchaba constantemente contra una vaga insatisfacción. Nada, ni su trabajo, ni sus amigos, ni sus libros, le procuraba el contento con el que había crecido. Se había convertido en una mujer, y sus necesidades habían cambiado. Sabía que la raíz del problema era Keane, pero aquella certeza no resolvía nada. Él había vuelto a marcharse la misma noche del accidente. Casi cuatro semanas después, no había regresado aún.
Jo se había sentado tres veces a escribirle. Sentía la necesidad de descargar su mala conciencia por las cosas que le había dicho. Tres veces había roto el papel, llena de frustración. Por más que intentaba organizar las palabras, siempre le sonaban equivocadas. Al final, acabó aferrándose a la esperanza de que volviera una última vez. Sentía que, si podían despedirse como amigos, sin amargura ni amargos reproches, podría aceptar la separación. Abrigando aquel deseo, pudo volver a su rutina con cierta tranquilidad. Ensayaba, actuaba y participaba en los quehaceres cotidianos de la vida circense. Y esperaba. La caravana se acercaba cada vez más a Chicago.
Una calurosa tarde de agosto, a última hora, Jo se hallaba de pie en la carpa. Vestida con un maillot, estaba ensayando unos ejercicios de suelo con los hermanos Beirot. Aquella disciplina diaria la había ayudado a conservar la movilidad del brazo. Ahora podía dar una voltereta hacia atrás sin que su brazo herido protestara.
—Me siento bien —le dijo a Raoul mientras entrenaban—. Me siento realmente bien —hizo una rápida serie de piruetas.
—No puedes mantener en forma el hombro bailando con los pies —le dijo Raoul con aire desafiante.
—Mi hombro está perfectamente —replicó ella, y se lo demostró haciendo el pino. Bajó las piernas lentamente hasta alcanzar un ángulo de cuarenta y cinco grados y apoyó un pie en la rodilla de la otra pierna—. Perfecto —dio una voltereta hacia delante y se levantó de un salto—. Estoy fuerte como un buey —dijo, e hizo una rápida pirueta hacia atrás seguida de un salto.
Aterrizó a los pies de Keane.
La cascada de emociones que se apoderó de ella se reflejó un instante en sus ojos antes de que recobrara el equilibrio.
—Yo no… no sabía que habías vuelto —al instante lamentó que sus palabras sonaran inanes, pero no encontró otras. Sentía el fuerte impulso de arrojarse en sus brazos. Se preguntaba si él no notaría cómo brotaba su deseo por todos los poros de su piel.
—Acabo de llegar —Keane siguió escudriñando su cara tras dejar caer las manos junto a los costados—. Esta es mi madre —añadió—. Rachael Loring, Jovilette Wilder.
Al oírle, Jo apartó la mirada de su cara y vio a la mujer que había a su lado. Si hubiera visto a Rachael Loring entre un gentío de dos mil personas, habría sabido que era la madre de Keane. Tenían la misma estructura ósea, aunque la suya era más elegante. Sus cejas eran como alas doradas que se abrían al final, igual que las de Keane. Tenía el cabello suave, recogido hacia arriba y apartado de la cara, sin una sola cana que estropeara su perfecto tono castaño. Pero fueron sus ojos los que hicieron sobresaltarse a Jo, que no esperaba verlos en el rostro de otra persona, salvo en el de Keane. Iba vestida con un sencillo traje chaqueta que denotaba buen gusto y riqueza. Carecía, sin embargo, de la pátina de frialdad e indiferencia que Jo había atribuido siempre a la mujer que había abandonado a Frank llevándose a su hijo. Había encanto en la sonrisa que se dibujó en sus labios al saludarla.
—Jovilette, qué nombre tan bonito. Keane me ha hablado de ti —le tendió la mano y Jo la tomó, pensando darle un apretón rápido e impersonal. Pero Rachael Loring puso calurosamente la otra mano sobre sus manos unidas—. Me ha dicho que estabas muy unida a Frank. Tal vez podamos charlar un rato.
El afecto que notó en su voz dejó pasmada a Jo.
—Yo… sí… si quiere.
—Me encantaría —le apretó la mano otra vez antes de soltársela—. Tal vez tengas un rato para enseñarme esto —sonrió, y a Jo le resultó cada vez más difícil mantenerse distante—. Seguro que ha habido muchos cambios desde la última vez que estuve aquí. Supongo que tendrás asuntos que atender —añadió mirando a Keane—. Jovilette me cuidará muy bien, estoy segura, ¿no es cierto, querida? —sin esperar respuesta de ninguno de los dos, Rachael agarró a Jo del brazo y echó a andar—. Yo conocí a tus padres —dijo mientras Keane las miraba alejarse—. No mucho, me temo. Llegaron el mismo año que me marché. Pero recuerdo que eran unos artistas increíbles. Keane me ha dicho que has seguido la profesión de tu padre.
—Sí, yo… —titubeó, sintiéndose extrañamente en desventaja—. Así es —concluyó con escasa convicción.
—Eres tan joven… —Rachael le dedicó una suave sonrisa—. Debes de ser muy valiente.
—No… en realidad, no. Es mi trabajo.
—Sí, claro —Rachael se echó a reír como si recordara algo—. Eso ya lo he oído antes —habían salido al exterior, y se detuvo a mirar pensativamente a su alrededor—. Puede que me haya equivocado. No ha cambiado tanto en estos treinta años. Es un sitio maravilloso, ¿verdad?
—¿Por qué se marchó? —en cuanto aquellas palabras salieron de su boca, lamentó haberlas dicho—. Lo siento —se apresuró a decir—. No he debido preguntárselo.
—Claro que sí —Rachael suspiró y le dio unas palmaditas en la mano—. Es natural. Keane me ha dicho que Duffy sigue aquí —Jo supuso que pretendía eludir su pregunta cambiando de tema.
—Sí, supongo que siempre estará aquí.
—¿Podríamos tomar un café, o un té quizá? —Rachael sonrió de nuevo—. El viaje es muy largo desde la ciudad. ¿Tu caravana está cerca?
—Justo ahí, en el patio de atrás.
—Ah, sí —Rachael se echó a reír y comenzó a andar de nuevo—. El vecindario que nunca cambia, aunque pasen miles de kilómetros. ¿Conoces la historia del perro y los huesos? —preguntó. Aunque Jo la conocía muy bien, no dijo nada—. Una versión cuenta que un peón daba un hueso a su perro todas las noches después de cenar. El perro escondía el hueso debajo de la caravana, y al día siguiente intentaba desenterrarlo. Naturalmente, el hueso estaba cien kilómetros atrás, en un descampado vacío. El perro nunca se enteró —se rio para sí misma suavemente.
Jo abrió la puerta de su caravana pese a que se sentía violenta. ¿Cómo podía ser aquella mujer la misma a la que le había guardado rencor toda su vida? ¿Cómo podía ser la mujer fría y despiadada que había abandonado a Frank? Curiosamente, Rachael parecía totalmente a sus anchas en los estrechos confines de la caravana.
—Qué bien funcionan estas caravanas —miró a su alrededor con interés y admiración—. Seguro que apenas te das cuenta de que vas sobre ruedas —tomó el volumen de Thoreau que había sobre la encimera—. Keane me ha dicho que te encanta la literatura. En su idioma original, además —añadió, levantando la mirada del libro. Sus ojos dorados eran tan directos como los de su hijo. Jo revivió de pronto la primera mañana de la temporada, cuando bajó la mirada y se encontró con los ojos de Keane.
Pero la violentaba que Keane hubiera hablado de ella con su madre.
—Tengo un poco de té —le dijo mientras se dirigía a la cocina—. Estará mejor que mi café.
—De acuerdo —dijo Rachael amablemente, y la siguió—. Me sentaré aquí mientras lo preparas —se acomodó con aparente tranquilidad junto a la pequeña mesa del otro lado de la cocina.
—Me temo que no tengo nada más que ofrecerle —Jo se mantenía de espaldas a ella mientras rebuscaba en el armario.
—Con té y conversación me vale —dijo Rachael con suavidad.
Jo suspiró y se dio la vuelta.
—Lo siento —sacudió la cabeza—. Estoy siendo una maleducada. Es que no sé qué decirle, señora Loring. Le guardo rencor desde hace no sé cuánto tiempo. Y ahora está aquí y no es en absoluto como me la imaginaba —logró sonreír, aunque con desgana—. No es fría y odiosa, y se parece tanto a… —se detuvo, horrorizada por haber estado a punto de balbucir el nombre de Keane. Por un instante sus ojos quedaron completamente desnudos.
Rachael alivió la tensión.
—No me extraña que me guardaras rencor si estabas tan unida a Frank como dice Keane. Jovilette —añadió suavemente—, ¿Frank también me guardaba rencor?
Jo se sintió conmovida a su pesar por la tristeza que se insinuaba en su voz.
—No, mientras yo lo conocí. No creo que fuera capaz de sentir rencor.
—Le entendías muy bien, ¿verdad? —Rachael la observó mientras llenaba las tazas de agua hirviendo—. Yo también le entendía —continuó cuando Jo llevó las tazas a la mesa—. Era un soñador, un espíritu libre y maravilloso —removió el té distraídamente.
Consumida por la curiosidad, Jo se sentó frente a ella y aguardó la historia que sentía a punto de llegar.
—Yo tenía dieciocho años cuando lo conocí. Vine al circo con una prima. El Coloso era un poco más pequeño en aquellos tiempos —añadió con una sonrisa melancólica—, pero estaba todo igual. ¡Ah, la magia! —sacudió la cabeza y suspiró—. Nos enamoramos en un abrir y cerrar de ojos, nos casamos contra la voluntad de toda mi familia y nos echamos a la carretera. Era emocionante. Aprendí el número de la telaraña y ayudaba en el vestuario.
Los ojos de Jo se agrandaron.
—¿Usted actuaba?
—Oh, sí —las mejillas de Rachael se tiñeron un poco de orgullo—. Se me daba bastante bien. Luego me quedé embarazada. Éramos como dos niños esperando la Navidad. Yo no tenía aún diecinueve años cuando nació Keane, y llevaba en el circo casi un año. La temporada siguiente, las cosas empezaron a torcerse. Yo era joven y estaba un poco asustada con Keane. Me ponía histérica si estornudaba y estaba constantemente obligando a Frank a llevarme a la ciudad a ver al médico. ¡Qué paciencia tuvo! —se inclinó hacia delante y tomó la mano de Jo—. ¿Puedes entender lo difícil que es esta vida para alguien que no esté hecho para ella? ¿Te das cuenta de que, a pesar de su magia, de su emoción, de su rareza, hay también penalidades, temores y exigencias imposibles? Yo era poco más que una niña y tenía que ocuparme de un bebé, no tenía ni la resistencia ni la vocación de un artista de circo, ni la experiencia ni la seguridad de una madre. Viví con el alma en vilo una temporada entera —dejó escapar un leve suspiro—. Cuando la temporada acabó, volví a Chicago.
Por primera vez, Jo se imaginó aquella historia desde el punto de vista de Rachael. Vio a una chica más joven que ella en un mundo extraño y lleno de exigencias, con un niño del que ocuparse. A lo largo de los años, había conocido a mucha gente probar la vida que ella llevaba y durar una semana. Aun así, sacudió la cabeza, confundida.
—Creo que entiendo lo difícil que debió ser para usted. Pero, si se querían, ¿no podrían haber arreglado las cosas de alguna manera?
—¿Cómo? —contestó Rachael—. ¿Debería haberme instalado en una casa en alguna parte y haber vivido con él la mitad del año? Habría acabado odiándole. ¿Debería haber renunciado él a su vida en el circo para establecerse con Keane y conmigo? Eso habría destruido todo lo que yo amaba en él —sacudió la cabeza y le dedicó a Jo una suave sonrisa—. Nos queríamos, Jovilette, pero no lo suficiente. No siempre es posible llegar a un compromiso, y ninguno de los dos estaba dispuesto a amoldarse a las necesidades del otro. Yo lo intenté, y Frank lo habría intentado si yo se lo hubiera pedido. Pero la batalla estaba perdida antes de empezar. Hicimos lo más sensato, dadas las circunstancias —miró a los ojos a Jo y vio juventud y confianza—, a ti te parece duro y frío, pero no tenía sentido seguir arrastrando una situación penosa. Frank me dio a Keane y dos años que siempre guardaré como un tesoro. Diez años después de dejar a Frank, volví a encontrar la felicidad —sonrió suavemente al recordar—. Quise a Frank, y ese amor sigue siendo tan fresco y tan dulce como el día que lo conocí.
Jo tragó saliva. Buscó un modo de disculparse por el rencor que le había guardado toda su vida.
—Él… Frank tenía un álbum de recortes sobre Keane. Seguía los periódicos de Chicago.
—¿Ah, sí? —Rachael sonrió, y luego se recostó en la silla y levantó la taza—. Eso es muy propio de él. ¿Fue feliz, Jovilette? ¿Consiguió lo que quería?
—Sí —contestó Jo sin vacilar—. ¿Y usted?
Rachael volvió a mirarla a los ojos. Por un momento su mirada pareció cavilosa; luego se tornó cálida.
—Qué buen corazón tienes, generoso y comprensivo. Sí, conseguí lo que quería. ¿Y tú, Jovilette? ¿Qué es lo que quieres?
Jo sacudió la cabeza y sonrió, más tranquila.
—Más de lo que puedo conseguir.
—Eres demasiado lista para decir eso —observó Rachael mientras la observaba—. Creo que eres una luchadora, no una soñadora. Cuando llegue el momento de elegir, no te conformarás con menos de lo que deseas —sonrió ante la atenta mirada de Jo y se levantó—. ¿Me enseñas tus leones? No sabes las ganas que tengo de verte actuar.
—Sí, claro —Jo se levantó y luego titubeó. Le tendió la mano—. Me alegra que haya venido.
Rachael aceptó el gesto.
—A mí también.
Durante el resto del día, Jo buscó a Keane en vano. Tras la conversación que había mantenido con su madre, le era aún más necesario hablar con él. Su conciencia no descansaría hasta que pudiera disculparse. A la hora de la función, todavía no le había encontrado.
Los números parecieron alargarse interminablemente mientras esperaba el final. Keane estaría con su madre entre el público, y sin duda podría verlo después de la función. Se armó de paciencia mientras los números se sucedían lentamente.
Tras el desfile final, se quedó en la puerta de atrás, sin saber si esperar o ir a la caravana de Keane. Sintió una oleada de alivio y de alarma al verlo acercarse.
—Jovilette —Rachael habló primero, tomando a Jo de las manos—, has estado fantástica. Ha sido asombroso. Ya comprendo por qué Keane decía que tenías una belleza indomable.
Jo levantó la mirada hacia Keane, sorprendida, pero se encontró con unos ojos ambarinos e impasibles.
—Me alegra que le haya gustado.
—No sabes cuánto. Este día me ha traído recuerdos maravillosos. Nuestra charla de esta tarde significó mucho para mí —para sorpresa de Jo, se inclinó y le dio un beso—. Espero volver a verte. Voy a despedirme de Duffy antes de que me lleves a casa, Keane —continuó—. Nos vemos en el coche. Adiós, Jovilette.
—Adiós, señora Loring —Jo la vio alejarse antes de volverse hacia Keane—. Es una persona maravillosa. Hace que me avergüence de mí misma.
—Eso no es necesario —Keane se metió las manos en los bolsillos y la miró—. Los dos teníamos motivos para estar resentidos, y los dos nos equivocábamos. ¿Qué tal tu brazo?
—Oh —Jo se llevó automáticamente los dedos a la herida—. Bien. Casi no me han quedado cicatrices.
—Me alegro —un silencio siguió a su escueta respuesta. Jo sintió por un momento que el coraje la abandonaba.
—Keane —comenzó a decir, y se obligó a mirarlo a los ojos fijamente—, quiero disculparme por lo mal que me porté después del accidente.
—Ya te lo dije una vez —contestó él con frialdad—. No me gustan las disculpas.
—Por favor —Jo se tragó su orgullo y le tocó el brazo—. Esta me la estoy guardando hace mucho tiempo. Las cosas que te dije no iban en serio —añadió rápidamente—. Espero que puedas perdonarme —no era el elocuente discurso que había planeado, pero fue lo único que le salió. La expresión de Keane no se alteró.
—No hay nada que perdonar.
—Keane, por favor… —Jo lo agarró del brazo de nuevo cuando se dio la vuelta—, no te vayas dejando que sienta que no me has perdonado. Sé que dije cosas horribles. Tienes todo el derecho a estar furioso, pero ¿no podrías…? ¿No podríamos ser amigos otra vez?
Un destello cruzó la cara de Keane. Levantó la mano y acarició con su dorso la mejilla de Jo.
—Tienes por costumbre desconcertarme, Jovilette —bajó la mano y se la metió en el bolsillo—. Le he dejado a Duffy algo para ti. Que seas feliz —se alejó de ella mientras Jo trataba aún de asimilar su tono expeditivo. Keane estaba saliendo de su vida. Lo vio alejarse hasta que desapareció.
Había creído que sentiría algo, pero no había nada; ni dolor, ni lágrimas, ni desesperación. Ignoraba que un ser humano podía sentirse tan vacío y seguir vivo.
—Jo… —Duffy se acercó a ella y le entregó un grueso sobre—, Keane ha dejado esto para ti —pasó a su lado, ansioso por asegurarse de que el público alborotado salía en orden.
Jo se sintió despojada de toda emoción. Miró distraídamente el sobre mientras caminaba hacia su caravana. Entró sin ganas y lo rasgó. Se quedó parada mientras sacaba el contenido. Tardó un momento en descifrar la jerga legal. Leyó los papeles dos veces de cabo a rabo antes de sentarse.
«Me lo ha dejado», pensó. Aún no podía comprender la magnitud de lo que acababa de sucederle. «Me ha dejado el circo».