En julio, el circo recorrió Virginia, rozó la punta de Virginia Occidental de camino a Kentucky y pasó luego a Ohio. El público se abanicaba en la carpa a medida que subían las temperaturas, pero seguía acudiendo.
Desde la noche del 4 de Julio, Jo había evitado a Keane. No le resultaba muy difícil, pues él pasó la mitad del mes en Chicago, ocupándose de unos asuntos. Jo salía a actuar. Comía porque comer era necesario para mantener las fuerzas. Dormía porque el descanso era esencial para mantenerse alerta en la jaula. Pero no encontraba placer alguno en la comida, ni en sus sueños desasosegados. Como algunos de la troupe la conocían muy bien, procuraba aparentar normalidad. Sobre todo, tenía que evitar cualquier pregunta, cualquier consejo, cualquier muestra de compasión. En su profesión era preciso refrenar las emociones durante la mayor parte del tiempo. Tras algunas luchas y algún fracaso, logró un éxito razonable.
Siguió entrenando a Gerry, que progresaba constantemente. El deber adicional de trabajar con él la ayudaba a llenar su escaso tiempo libre. Por las tardes, cuando no había función, le llevaba a la gran jaula. A medida que Gerry fue mejorando, hizo entrar a otros gatos para que hicieran compañía a Merlín. La primera semana de agosto comenzaron a trabajar mano a mano con todos los gatos.
Los únicos que, aparte de ellos, estaban ensayando en la gran carpa eran los caballistas, que repasaban el número de «enhebrar la aguja» en la pista principal. Los cascos de los caballos retumbaban sordamente sobre las cascas del suelo. Jo observaba a Gerry, que había ordenado a los gatos formar una pirámide. A una orden suya, Lazarus se subió a la ancha escalera arqueada que coronaba el grupo. El animal vaciló dos veces, y Gerry se vio forzado a repetir la orden.
—Bien —comentó Jo cuando la pirámide estuvo completa.
—Se resistía —empezó a quejarse Gerry, pero ella lo atajó.
—No tengas tanta prisa. Diles que se bajen —su tono era enérgico y profesional—. Asegúrate de que desmontan y ocupan sus sitios en el orden preciso. Es importante que se ciñan al número.
Jo siguió observándole con las manos apoyadas sobre las caderas. En su opinión, Gerry tenía auténticas facultades. Tenía aplomo, amaba a los animales e iba desarrollando poco a poco la paciencia. Aun así, a Jo le daba miedo dar el paso siguiente: dejarle solo en el foso. Incluso sólo con Merlín, le parecía demasiado arriesgado. Gerry seguía siendo demasiado descuidado. Aún no respetaba lo suficiente la astucia del león.
Jo se movió alrededor del foso. Los leones, acostumbrados a su presencia, no se alteraron. Mientras tomaban asiento en sus pedestales, ella volvió a colocarse al lado de Gerry.
—Ahora hacemos lo mismo de siempre. Ordénales levantar las patas delanteras antes de hacerlos salir.
Uno a uno, los gatos se irguieron sobre sus cuartos traseros y dieron zarpazos al aire. Jo y Gerry avanzaron a lo largo de la fila. El calor empezaba a hacerse opresivo, y Jo movió los hombros. Ansiaba darse una ducha fresca y cambiarse de ropa. Cuando llegaron a Hamlet, el león ignoró la orden con un rugido rebelde.
«Qué malas pulgas tiene este bruto», pensó Jo distraídamente mientras esperaba a que Gerry volviera a dar la orden. Gerry dio la orden, pero se movió hacia delante como si quisiera enfatizar sus palabras.
—¡No, no tan cerca! —le advirtió Jo rápidamente. Mientras hablaba, vio cambiar la mirada de Hamlet.
Dio un paso adelante instintivamente para proteger el cuerpo de Gerry con el suyo. Hamlet lanzó un zarpazo con las uñas extendidas. Jo sintió un fogonazo de calor en el hombro al desgarrarse la piel. Rápidamente se encaró con el gato, agarrándose con fuerza al brazo de Gerry.
—No huyas —ordenó al sentir el pánico de Gerry. Le ardía el brazo y la sangre empezaba a manar libremente. Con movimientos rápidos pero suaves, arrancó el látigo de la mano inerme de Gerry y lo hizo restallar con fuerza, usando el brazo izquierdo. Sabía que, si Hamlet seguía mostrándose desafiante, no serviría de nada. Los otros gatos se unirían en una melé. Todo acabaría antes de que pudiera hacerse algo. Abra había empezado ya a removerse y a enseñar los dientes.
—¡Abrid la rampa! —gritó Jo. Su voz era fría como el hielo—. Retrocede hacia la jaula de seguridad —le dijo a Gerry mientras les daba a los gatos la señal para que abandonaran el foso—. Tengo que sacarlos de aquí uno por uno. Ve despacio y, si te digo que pares, quédate quieto. ¿Entendido?
Lo oyó tragar saliva mientras observaba cómo iban bajándose los gatos de sus pedestales y dirigiéndose en fila a la rampa.
—Te ha dado. ¿Es grave? —susurró Gerry, aterrorizado.
—He dicho que te vayas —la mitad de los gatos habían salido, pero Hamlet seguía con los ojos fijos en ella. No había tiempo que perder. Una parte de su cerebro oía gritos fuera de la jaula, pero los bloqueó y concentró toda su atención en el gato—. Vete —le repitió a Gerry—. Haz lo que te digo.
Él tragó saliva de nuevo y empezó a retroceder. Los segundos se arrastraron hasta que Jo oyó el chirrido de la puerta de la jaula de seguridad. Cuando le llegó su turno, Hamlet no se movió del asiento. Jo se había quedado sola con él. Podía oler el calor, el aroma de lo salvaje y la fragancia de su propia sangre. Sentía vivo el dolor en el brazo. Puso a prueba a Hamlet retrocediendo lentamente. La jaula de seguridad parecía estar a cientos de kilómetros de allí. El gato se tensó de inmediato, y Jo se detuvo. Sabía que no la dejaría cruzar el foso. Era imposible ganarle corriendo; el gato podía salvar la distancia que los separaba de un solo salto. Tenía que engañarle.
—Fuera —ordenó con firmeza—. Fuera, Hamlet —mientras el animal la miraba, Jo notó que una gota de sudor se deslizaba entre sus omóplatos. Tenía la piel fría en contraste con el calor de la sangre que le corría por el brazo. Recordó de pronto la imagen de su padre siendo arrastrado por la jaula. El miedo se le alojó en la garganta. Sintió un vago aturdimiento, y comprendió que el pánico podía hacer que se desmayase. Irguió la columna y alejó el miedo.
La velocidad era crucial. Cuanto más tiempo permitiera que el gato se quedara en el foso tras darle la orden, más desafiante se volvería. Y más peligroso. El animal no había comprendido aún que la tenía a su merced.
—Fuera, Hamlet —repitió Jo con un restallido del látigo. El gato saltó del pedestal. A Jo le tembló el estómago. Tensó todos los músculos y, mientras el gato vacilaba, repitió la orden. El animal estaba confuso, y ella comprendió que ello podía ser una ventaja o una maldición. Estando confuso, podía saltar o retirarse. Ella apretó la empuñadura del látigo y se estremeció. El gato se paseaba con nerviosismo sin dejar de observarla.
—¡Hamlet! —Jo levantó la voz y escupió cada sílaba—. ¡Fuera! —acompañó sus palabras con el gesto que había usado antes de que el animal respondiera a una orden oral.
Como si se sintiera desairado, Hamlet relajó la cola y se metió por la rampa. Antes de que la puerta se cerrara del todo, Jo cayó de rodillas. Su cuerpo comenzó a convulsionarse en estado de shock. Apenas habían pasado cinco minutos desde que Hamlet desafiara la orden de Gerry, pero sus músculos parecían haber soportado la tensión de muchas horas. Su visión se emborronó un instante. Mientras sacudía la cabeza para despejarse, Keane se arrodilló en el suelo, a su lado.
Jo le oyó maldecir y rasgarle la manga de la blusa. Keane la acribillaba a preguntas, pero ella sólo podía mover la cabeza y boquear. Se concentró en él y notó que sus ojos resaltaban, extrañamente oscuros, sobre su cara.
—¿Qué? —seguía su voz, pero no sus palabras. Keane maldijo de nuevo, con tanta vehemencia que su voz logró traspasar la primera capa de su aturdimiento. La puso en pie y, con un solo y suave movimiento, la levantó en brazos—. No —la mente de Jo luchaba por romper la neblina y volver a funcionar—. Estoy bien.
—Cállate —dijo él con aspereza mientras la sacaba de la jaula—. Cállate.
Ella obedeció. De todas formas, le costaba hablar. Cerró los ojos y dejó que la mezcla de voces nerviosas girara a su alrededor como un torbellino. Su brazo gritaba de dolor, pero aquel palpito la tranquilizaba en cierto modo. Le habría aterrorizado sentirlo dormido. Mantuvo los ojos cerrados; no tenía valor para mirar la herida. Le bastaba con estar viva.
Cuando volvió a abrirlos, Keane la estaba metiendo en el remolque de administración. Al oír el alboroto que los seguía, Duffy salió de su oficina.
—¿Qué demonios…? —comenzó a decir, y se paró en seco, palideciendo bajo las pecas. Se acercó rápidamente mientras Keane colocaba a Jo en una silla—. ¿Es grave?
—Aún no lo sé —masculló Keane—. Trae una toalla y el botiquín.
Buck, que había entrado tras ellos llevando lo necesario, se lo dio a Keane. Luego se acercó a un armario y sacó una botella de coñac.
—No es grave —logró decir Jo. Como su voz sonaba casi firme, se armó de valor y miró hacia abajo. Keane había improvisado un tosco vendaje con los restos de la manga. Aunque la hemorragia había remitido, tenía manchas en el brazo, y la sangre se había extendido tanto que era imposible saber hasta dónde alcanzaba la herida. Sintió náuseas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Keane entre dientes mientras empezaba a limpiar la herida. Escurrió la toalla en la palangana que Buck había puesto a su lado.
—No sangra tanto —Jo sofocó las náuseas. Cuando comenzó a despejarse, frunció el ceño, sorprendida por el tono de Keane. Él notó que lo estaba mirando y levantó la vista. En sus ojos había tal furia que Jo se apartó.
—Estate quieta —ordenó ásperamente, y volvió a fijar la atención en su brazo.
El gato sólo la había rozado, pero pese a todo había cuatro cortes de buen tamaño en el antebrazo. Jo apretó la mandíbula mientras el dolor la recorría como un estremecimiento. La brusquedad de Keane le dolía aún más, y luchó por no mostrar reacción alguna. El reflujo del miedo comenzaba a borbotear dentro de ella. Ansiaba que la abrazaran, que las manos que curaban su herida la consolaran.
—Va a necesitar puntos —dijo Keane sin mirarla.
—Y una inyección antitetánica —añadió Buck al tiempo que le daba a Jo un generoso vaso de coñac—. Bébete esto, cariño. Te sentará bien.
La ternura de su voz estuvo a punto de desbaratar a Jo. Buck le acarició la mejilla con su manaza, y por un momento Jo se aferró a ella.
—Bébetelo —le ordenó Buck de nuevo. Jo levantó el vaso obedientemente y se tragó el coñac. La habitación giró a su alrededor y luego volvió a quedarse quieta. Ella dejó escapar un suave gemido y apretó el vaso contra la frente—. Dime qué ha pasado ahí dentro —Buck se agachó a su lado mientras Keane empezaba a ponerle un vendaje temporal.
Jo se tomó un momento para respirar hondo y exhalar. Bajó el vaso y habló con voz firme.
—Hamlet no obedeció, y Gerry repitió la orden, pero dio un paso adelante. Se acercó demasiado. Le vi los ojos a Hamlet y supe lo que iba a pasar. Debería haber sido más rápida. Debería haberlo vigilado más de cerca. Ha sido un error estúpido —se quedó mirando el coñac mientras se hacía reproches.
—Se interpuso entre el chico y el gato —dijo Keane escupiendo las palabras al tiempo que acababa de vendarle. Luego se levantó, se acercó a la botella de coñac y se sirvió un trago. Ni una sola vez se volvió para mirar a Jo. Dolida, ella miró fijamente su espalda y después se volvió hacia Buck.
—¿Cómo está Gerry?
Buck volvió a acercarle la copa a los labios. Un leve rubor empezaba a cubrir las mejillas de Jo.
—Está con Pete. Tiene la cabeza entre las rodillas. Se pondrá bien.
Jo asintió con la cabeza.
—Supongo que tendré que ir a la ciudad a que me vean esto —le dio el vaso a Buck y se preguntó si podía atreverse a ponerse en pie. Respiró hondo otra vez y miró a Duffy—. Asegúrate de que está listo para entrar cuando vuelva.
Keane se apartó de la ventana.
—¿Entrar dónde? —sus facciones parecían haberse endurecido.
Jo respondió con voz gélida.
—En la jaula —volvió los ojos hacia Buck—. Creo que podremos hacer un breve repaso antes de la función de la tarde.
—No —Jo levantó bruscamente la cabeza al oír a Keane. Se miraron un instante el uno al otro con extraño e irracional antagonismo—. Hoy no vas a volver a entrar ahí —la voz de Keane era cortante y autoritaria.
—Claro que voy a entrar —replicó ella, logrando despojar a sus palabras de la mezcla de dolor y rabia que sentía—. Y si Gerry quiere ser domador, también tendrá que entrar.
—Jo tiene razón —dijo Buck, intentando suavizar lo que le parecía una situación explosiva—. Es como cuando te caes de un caballo. No puedes esperar mucho para volverte a montar, o jamás volverás a hacerlo.
Keane no apartó los ojos de Jo. Prosiguió como si Buck no hubiera dicho nada.
—No lo permitiré.
—No puedes impedírmelo —la indignación la obligó a ponerse en pie. Aquel brusco movimiento hizo que su brazo protestara, y el esfuerzo que le costaba dominarse se reflejó momentáneamente en su semblante.
Keane bebió un largo trago de coñac.
—Claro que puedo. Soy el dueño de este circo.
Jo cerró los puños al oír su tono autoritario y displicente. Ni una sola vez, desde que se había arrodillado junto a ella en la jaula, había intentado consolarla o tranquilizarla. Eso era lo que ella necesitaba de él. Para disimular su temblor, Jo bajó la voz.
—Pero no es usted mi dueño, señor Prescott. Y si revisa sus papeles y contratos, verá que tampoco es dueño de los leones, ni de mi equipamiento. Los compré yo, y los mantengo con mi salario. Mi contrato no le da derecho a decirme cuándo puedo o no puedo ensayar con mis gatos.
El rostro de Keane parecía duro como el granito.
—Tampoco te da derecho a utilizar la carpa sin mi permiso.
—Entonces me pondré en otro sitio —replicó ella—. Pero pienso ensayar. Ese gato volverá a practicar hoy mismo. No voy a arriesgarme a perder meses de entrenamiento.
—Pero sí vas a arriesgarte a que te maten —contestó Keane, y dejó el vaso sobre la mesa con un golpe.
—¿Y a ti qué te importa? —gritó Jo. Había perdido los estribos por completo. Las heridas eran profundas; tanto las de su carne, como las de su ánimo. No había experimentado un terror tan agudo desde la noche que murieron sus padres. Quería más que cualquier otra cosa en el mundo sentirse abrazada por Keane. Quería sentir el bienestar que había experimentado cuando él la dejó desahogar en sus brazos la tristeza por la muerte de Ari—. ¡No soy nada para ti! —sacudió la cabeza rápidamente, apartándose el pelo. Había en su voz un borboteo histérico, y Buck apoyó una mano sobre su hombro.
—Jo… —dijo con su voz baja y resonante.
—¡No! —ella sacudió la cabeza otra vez y añadió rápidamente—: No tiene ningún derecho. No tienes derecho a meterte en mi vida —miró de nuevo a Keane con los ojos llenos de emoción—. Yo sé lo que tengo que hacer. Sé lo que voy a hacer. ¿Qué te importa a ti? No eres responsable ante la ley si resulto herida. Nadie va a demandarte.
—Cálmate, Jo —esta vez, Buck habló con más firmeza. Tomó su brazo herido y la sintió temblar—. Está alterada, no sabe lo que dice —le dijo a Keane.
Sobre la cara de Keane parecía haber caído una máscara que ocultaba toda emoción.
—Yo creo que lo sabe perfectamente —repuso en voz baja. Por un momento sólo se oyeron los estremecimientos de Jo y el ruido del coñac al caer en el vaso—. Haz lo que tengas que hacer, Jo —dijo Keane tras beber otro trago—. Tienes razón, no tengo ningún derecho sobre ti. Llévala al pueblo —le dijo a Buck, y se giró hacia la ventana.
—Vamos, Jo —Buck la condujo hacia la puerta, pasándole un brazo alrededor de la cintura. Cuando salieron, Rose apareció corriendo por entre las atracciones de feria.
—¡Jo! —estaba pálida de preocupación—. Jo, acabo de enterarme —miró el vendaje con los ojos dilatados y llenos de angustia—. ¿Es grave?
—Sólo unos arañazos —le aseguró Jo, y añadió la mejor sonrisa que pudo esbozar—. Buck va a llevarme al pueblo para que me den un par de puntos.
—¿Estás segura? —Rose miró a Buck para que se lo confirmara—. ¿Buck?
—Unos cuantos puntos —precisó él, pero le dio una palmadita en la mano a Rose—. Pero no es grave.
—¿Queréis que vaya con vosotros? —Rose echó a andar a su lado cuando volvieron a ponerse en marcha.
—No, gracias, Rose —Jo sonrió más sinceramente—. Estoy bien.
Rose se relajó un poco al ver su sonrisa.
—Cuando lo oí pensé que… bueno, imaginé toda clase de cosas horribles. Me alegro de que no estés malherida —habían llegado a la camioneta de Buck, y Rose se inclinó para darle a Jo un beso en la mejilla—. Te queremos todos mucho.
—Lo sé —Jo le apretó la mano y dejó que Buck la ayudara a entrar en la cabina de la camioneta. Mientras él maniobraba para salir de la explanada, ella apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento y cerró los ojos. No recordaba haberse sentido nunca tan cansada, tan vapuleada.
—¿Te duele mucho? —preguntó Buck cuando salieron a la carretera asfaltada.
—Sí —contestó ella con sencillez, pensando tanto en su corazón como en su brazo.
—Te sentirás mejor cuando te remienden.
Jo mantuvo los ojos cerrados y comprendió que algunas heridas nunca curaban. O, si lo hacían, dejaban cicatrices que dolían en los momentos más inesperados.
—No deberías haberte puesto así con él, Jo —había cierto acento de reproche en las palabras de Buck.
—Él no debería haberse metido donde no lo llamaban —replicó ella—. No es asunto suyo. No tengo nada que ver con él.
—No es propio de ti ser tan dura, Jo.
—¿Dura? —abrió los ojos y se volvió hacia Buck—. ¿Y qué me dices de él? ¿No podría haber sido más amable? ¿No podría haber mostrado una pizca de compasión? ¿Tenía que hablarme como si fuera una delincuente?
—Jo, ese hombre estaba aterrorizado. No te estás poniendo en su lugar —se rascó la barba y exhalo un enérgico suspiro—. No sabes lo que es estar fuera de la jaula sin poder hacer nada mientras alguien que te importa se enfrenta a la muerte. Casi tuve que dejarle inconsciente de un puñetazo para impedir que entrara, hasta que logramos meterle en la cabeza, que sólo conseguiría que te mataran. Estaba asustado, Jo. Todos lo estábamos.
Jo sacudió la cabeza, convencida de que Buck exageraba porque le tenía cariño. Keane le había hablado con dureza, la había mirado con ira.
—A él no le importo —dijo suavemente—. No como a vosotros. Vosotros no os habéis puesto a despotricar. No habéis sido fríos.
—Jo, la gente tiene distintas maneras de… —comenzó a decir Buck, pero ella le interrumpió.
—Sé que no quería que me pasara nada, Buck. No es insensible, ni cruel —suspiró mientras el miedo y la ira abandonaban su cuerpo, dejándola vacía—. Por favor, no quiero hablar de él.
Buck notó la fatiga de su voz y le dio unas palmaditas en la mano.
—Está bien, cariño, relájate. Todo esto se arreglará enseguida.
«No todo», pensó Jo. «No todo».