Capítulo 1

A un chasquido del látigo, doce leones se levantaron sobre sus patas y echaron las zarpas al aire. Obedeciendo a una orden, comenzaron a saltar rápidamente de pedestal en pedestal, formando en prietas filas un ocho. Ello requería una sincronización milimétrica. Mediante voces y palmadas, la domadora mantenía en movimiento los ágiles cuerpos de los leones.

—Bien hecho, Pandora.

Al oír su nombre y la señal, la musculosa leona saltó al suelo y se tendió a su lado. Los demás la siguieron uno a uno, hasta que ocuparon por entero el foso, rugiendo y enseñando los dientes. Al lado de cada macho había una hembra. A una áspera orden de la domadora, Merlín dejó de morderle la oreja a Ofelia.

—¡Las cabezas arriba! —los leones obedecieron mientras la domadora se paseaba con paso vivo delante de ellos.

El látigo fue arrojado a un lado con una floritura, y luego, con aparente despreocupación, la domadora se recostó todo lo larga que era sobre los cuerpos calientes. El felino del centro, un león africano de gran cabellera, profirió un retumbante rugido. Como recompensa por haber reaccionado a la señal, recibió una caricia en la oreja. La domadora se levantó de aquel diván felino, dio una palmada y los leones se pusieron en pie. Luego, haciendo un gesto con la mano, fue llamándolos uno a uno para que pasaran por la rampa y entraran en sus jaulas. Uno se quedó atrás. Era un león enorme de negra melena que, como un minino corriente, daba vueltas y se frotaba contra las piernas de su domadora.

Una cuerda fue hábilmente atada a una cadena que llevaba escondida bajo la cabellera. Luego, con vertiginosa agilidad, la domadora montó sobre su lomo. Cuando la puerta de la gran jaula se abrió, el león y su jinete la atravesaron para dar una vuelta por la pista de entrenamiento. Al llegar a la puerta de atrás, Merlín, el obediente león, fue conducido a una jaula con ruedas.

—Bueno, Duffy —Jo se dio la vuelta tras cerrar la jaula—. ¿Listos para ponernos en marcha?

Duffy era un hombrecillo rechoncho con un reborde de pelo castaño semejante al de un monje y una cara que rebosaba pecas anaranjadas. Su sonrisa franca y sus ojos azules de irlandés le daban el aire de un niño de coro envejecido. Tenía un espíritu afilado, mordaz y pendenciero. Era el mejor director que podía haber tenido el Colosal Circo Prescott.

—Debutamos mañana en Ocala —contestó con voz rasposa—, así que más vale que te prepares —se cambió la gruesa colilla de puro del lado derecho de la boca al izquierdo.

Jo se limitó a sonreír; luego se estiró para relajar los músculos, que se le habían agarrotado durante la media hora que había pasado en la jaula.

—Mis gatos están listos, Duffy. Ha sido un invierno muy largo. Necesitan volver a la carretera tanto como el resto de nosotros.

Duffy frunció el ceño. El azar había querido que se elevara sólo unos centímetros por encima de la domadora. Unos ojos espaciados y en forma de almendra lo miraban fijamente. Eran tan duros y verdes como esmeraldas, y estaban rodeados por densas y negras pestañas. En ese momento tenían una expresión audaz y divertida, pero Duffy los había visto asustados, vulnerables y extraviados. Se cambió de nuevo el cigarro de lado y le dio dos rápidas caladas mientras Jo daba instrucciones a un mozo.

Se estaba acordando de Steve Wilder, el padre de Jo, uno de los mejores domadores del negocio. Jo era tan buena con los gatos como él. En ciertos sentidos, Duffy tenía que admitirlo, era incluso mejor. Pero tenía los rasgos de su madre: una complexión delicada, un porte enigmático y apasionado. Jovilette Wilder era tan esbelta como lo había sido su madre, la trapecista. Tenía unos ojos verdes de mirada descarada y un pelo negro y liso que le llegaba justo por debajo de la cintura. Sus cejas describían un arco delicado; su nariz era pequeña y recta, y sus pómulos altos y elegantes, mientras que su boca era carnosa y suave. Su piel morena, bronceada por el sol de Florida, realzaba su apariencia de gitana. Y el aplomo añadía una chispa a su belleza.

Cuando acabó de dar instrucciones al mozo, le dio el brazo a Duffy. Había visto antes aquel ceño.

—¿Se ha ido alguien? —preguntó mientras echaban a andar hacia la oficina de Duffy.

—No.

Su respuesta monosilábica hizo levantar una ceja a Jo. Rara vez contestaba Duffy brevemente a una pregunta. Su experiencia de muchos años le aconsejó que refrenara su lengua mientras cruzaban el complejo.

Por todas partes se ensayaba. Vito, el funambulista, perfeccionaba su actuación sobre un cable tendido entre dos árboles. Los Mendalson se llamaban a voces mientras arrojaban al aire las mazas, al tiempo que los caballistas llevaban a sus animales a la pista. Vio a una de las chicas Stevenson caminando sobre zancos. Debía de tener seis años, pensó Jo apartándose el pelo de los ojos mientras observaba el paso bamboleante de la niña. Se acordaba del año de su nacimiento. Había sido el mismo en que a ella la dejaron trabajar sola en la jaula. Tenía entonces dieciséis años, y había transcurrido un año más antes de que le permitieran actuar ante el público.

Para ella, no había más hogar que el circo. Había nacido durante el descanso de invierno; la habían metido en la caravana de sus padres la primavera siguiente y había pasado su primer año de vida y todos los siguientes en la carretera. De su padre había heredado la fascinación y el don para relacionarse con los animales, y de su madre el estilo y la gracia de movimientos. Aunque había perdido a sus padres quince años atrás, seguían siendo para ella un referente. Le habían legado un mundo inquietante y fantástico. Había crecido jugando con cachorros de león, montando en elefantes, vistiéndose con lentejuelas y viajando de acá para allá como una gitana.

Miró un cantero de narcisos que crecía junto a la oficina de invierno del circo Prescott y sonrió. Recordaba haberlos plantado cuando tenía trece años y estaba enamorada de un acróbata. Recordaba también al hombre que se había agachado a su lado para aconsejarla sobre bulbos y corazones rotos. Al pensar en Frank Prescott, su sonrisa se tornó triste.

—Aún no puedo creer que nos haya dejado —murmuró mientras entraba con Duffy.

La oficina estaba escuetamente amueblada con un escritorio de madera, archivadores metálicos y dos sillas esmirriadas. Un collage de carteles adornaba las paredes. Aquellos carteles prometían lo más asombroso, lo más increíble, lo más sobrecogedor: elefantes que bailaban, hombres voladores, hermosas muchachas que giraban con los dientes, feroces tigres que montaban a caballo… Acróbatas, payasos, leones, forzudos, gordinflonas, chicos que se mantenían en equilibrio sobre el dedo índice. Todos ellos llevaban la magia del circo a aquel oscuro cuartucho.

Duffy siguió la dirección de los ojos de Jo, que estaba mirando por encima de una estrecha puerta de pino.

—Sigo esperando que entre por ahí con alguna idea nueva y disparatada —masculló mientras comenzaba a trastear con su posesión más preciada: una cafetera automática.

—¿Sí? —Jo dejó escapar un suspiro, se sentó a horcajadas en una silla y apoyó la barbilla en el respaldo—. Todos le echamos de menos. Este año no va a ser lo mismo sin él —de pronto levantó la mirada con enfado—. No era viejo, Duffy. Sólo los viejos deberían sufrir ataques al corazón —se quedó pensativa, con la mirada perdida, conmovida de nuevo por la injusta muerte de Frank Prescott.

Frank tenía poco más de cincuenta años y rebosaba buen humor, bondad y sencillez. Jo lo había querido y había confiado en él sin reservas. A su muerte, le había llorado más que a sus propios padres. Hasta donde le alcanzaba el recuerdo, Frank Prescott había sido el núcleo de su existencia.

—Hace casi seis meses —rezongó Duffy mientras la observaba. Cuando Jo levantó la mirada, le tendió una taza de café.

—Sí, ya lo sé —ella tomó la taza y dejó que le calentara las manos que la gélida mañana de marzo había enfriado. Se sacudió resueltamente la melancolía. Frank no habría querido dejar tristeza tras él. Jo se quedó mirando el café y luego bebió un sorbo. Como cabía esperar, sabía fatal—. Se rumorea que vamos a seguir el itinerario del año pasado a rajatabla. Trece estados —sonrió y vio que Duffy daba un respingo al probar el café antes de tragárselo—. No serás supersticioso, ¿verdad? —sonrió de nuevo, consciente de que Duffy guardaba un trébol de cuatro hojas en la cartera.

—¡Qué va! —contestó, indignado, y se puso colorado bajo las pecas. Dejó la taza vacía, rodeó el escritorio y se sentó. Cuando hubo juntado las manos sobre el cartapacio amarillo, Jo comprendió que iba a hablarle de negocios. A través de la ventana abierta oía ensayar a la banda—. Deberíamos estar en Ocala mañana a las seis —comenzó a decir. Jo asintió con la cabeza dócilmente—. Habrá que tener levantada la carpa antes de las nueve.

—El desfile acabará sobre las diez, y la primera función empezará a las dos —concluyó Jo con una sonrisa—. Duffy, no irás a pedirme que me ocupe de la exhibición de animales raros en la pista lateral, ¿verdad?

—Habrá mucha gente —contestó él, eludiendo hábilmente su pregunta—. Bonzo dice que hará buen tiempo.

—Bonzo debería ceñirse a las caídas de culo y los monociclos —miró a Duffy, que estaba mordisqueando la colilla del puro apagado—. Está bien —dijo con firmeza—, acaba de una vez.

—En Ocala se nos unirá alguien nuevo, al menos temporalmente —frunció los labios mientras la miraba a los ojos. Los suyos eran de un azul desvaído por la edad—. No sé si acabará la temporada con nosotros.

—Vamos, Duffy, ¿no irás a traernos a un novato a estas alturas? —preguntó Jo—. ¿Qué es? ¿Un escritor aventurero que quiere escribir una epopeya sobre el decadente mundo del circo? Se pasará un par de semanas trabajando de peón y luego irá diciendo por ahí que se lo conoce todo al dedillo.

—Dudo que vaya a trabajar de peón —masculló Duffy. Encendió una cerilla y encendió el cigarro. Jo frunció el ceño y se quedó mirando el humo que luchaba por subir hacia el techo.

—Es un poco tarde para añadir una atracción nueva, ¿no crees?

—No es un artista —Duffy masculló una maldición en voz baja y luego volvió a mirarla a los ojos—. Es el dueño.

Jo se quedó callada un momento. Estaba inmóvil, como Duffy la había visto algunas veces cuando adiestraba a un león joven.

—¡No! —se levantó bruscamente y sacudió la cabeza—. El no. Ahora no. ¿Por qué tiene que venir? ¿Qué es lo que quiere?

—Es su circo —le recordó Duffy. Su voz era al mismo tiempo áspera y compasiva.

—Nunca será su circo —replicó Jo con vehemencia. Una ira que rara vez mostraba iluminó e hizo brillar sus ojos—. Es el circo de Frank.

—Frank está muerto —contestó Duffy en tono tranquilo y expeditivo—. Ahora el circo le pertenece a su hijo.

—¿Su hijo? —dijo Jo. Levantó los dedos y se apretó las sienes.

Se acercó lentamente a la ventana. Fuera, el sol se derramaba sobre las cabezas de los artistas. Observó a los trapecistas, que se dirigían a la pista vestidos con gruesas batas sobre las mallas. El guirigay de lenguas mezcladas le era tan familiar que apenas lo notaba. Apoyó las palmas en el alféizar de la ventana y, dejando escapar un pequeño suspiro, refrenó su malhumor.

—¿Qué clase de hijo es el que nunca se molesta en visitar a su padre? En treinta años, nunca vino a ver a Frank. Nunca le escribió. Ni siquiera fue al entierro —se tragó las lágrimas de rabia que le subían a la garganta y adensaban su voz—. ¿A qué viene ahora?

—Tienes que aprender que la vida es una moneda con dos caras, niña —dijo Duffy con viveza—. Tú ni siquiera habías nacido hace treinta años. No sabes por qué se fue la mujer de Frank, ni por qué no le visitaba el chico.

—No es un chico, Duffy, es un hombre —Jo se dio la vuelta y él vio que se había dominado de nuevo—. Tiene treinta y uno o treinta y dos años, y es un abogado de éxito con un elegante bufete en Chicago. Está forrado, ¿lo sabías? —una leve sonrisa jugueteaba en sus labios, pero no alcanzó sus ojos—. Y no sólo por los juicios y las minutas que cobra. También había mucho dinero por parte de su madre. Dinero de rancio abolengo. No entiendo qué va a hacer un abogado rico de ciudad en la carpa de un circo.

Duffy encogió sus anchos y redondeados hombros.

—Puede que busque una forma de desgravar impuestos. O quiera montarse en un elefante. Podría ser cualquier cosa. Puede incluso que quiera hacer inventario y vendernos pieza a pieza.

—¡Duffy, no, por favor! —la emoción volvió al semblante dejo—. No puede hacer eso.

—Claro que puede, caramba —masculló Duffy mientras apagaba el puro—. Puede hacer lo que se le antoje. Si quiere liquidar, liquida.

—Pero tenemos contratos hasta octubre…

—Eres demasiado lista para caer en eso, Jo —Duffy frunció el ceño y se rascó el borde del pelo—. Puede pagar para cancelarlos o cumplirlos. Es abogado. Si quiere romper un contrato, ya se le ocurrirá cómo. Puede esperar hasta agosto, cuando empecemos a negociar de nuevo, y dejar que caduquen —al ver que Jo estaba angustiada, dio marcha atrás—. Oye, niña, no he dicho que vaya a vender, he dicho que podría hacerlo.

Jo se pasó una mano por el pelo.

—Habrá algo que podamos hacer.

—Podemos enseñarle beneficios al final de la temporada —dijo Duffy con sorna—. Podemos demostrarle al nuevo dueño lo que podemos ofrecer. Creo que es importante que vea que no somos un espectáculo de mala muerte, sino un circo de tres pistas con números de primera clase y que además da beneficios. Debería ver lo que levantó Frank, cómo vivió, lo que se proponía. Creo —añadió mirando a Jo— que tú deberías encargarte de su educación.

—¿Yo? —Jo estaba demasiado perpleja para enfadarse—. ¿Por qué? A ti se te dan mejor las relaciones públicas. Yo domo leones, no abogados —no pudo evitar que un asomo de burla se filtrara en su voz.

—Tú eras la que estaba más unida a Frank. Y no hay nadie que conozca este circo mejor que tú —frunció de nuevo el ceño—. Además, tienes cerebro. Nunca pensé que todos esos libracos que leías sirvieran de algo, pero puede que me equivocara.

—Duffy —sus labios se curvaron en una sonrisa—, el que me guste leer a Shakespeare no significa que pueda tratar con Keane Prescott. Me pongo furiosa con sólo pensar en él. ¿Cómo voy a comportarme cuando le tenga cara a cara?

Duffy se encogió de hombros antes de fruncir los labios.

—Bueno, si crees que no puedes hacerlo…

—No he dicho que no pueda hacerlo —masculló Jo.

—Naturalmente, si te da miedo…

—A mí no me da miedo nada, y menos aún un abogado de Chicago que no distingue el serrín de la casca —se metió las manos en los bolsillos y se puso a pasear por la habitación—. Si su señoría Keane Prescott quiere pasar el verano en el circo, haré todo lo que esté en mi mano para que su estancia sea memorable.

—Pórtate bien —le advirtió Duffy mientras Jo se acercaba a la puerta.

Ella se detuvo y le lanzó una sonrisa inocente.

—Duffy, ya sabes que tengo mucho tacto —para demostrarlo, cerró con un portazo.

El amanecer planeaba sobre el horizonte cuando la caravana del circo se detuvo en un amplio descampado de hierba. Los colores eran apenas una promesa en el cielo gris pálido. A lo lejos se veían, uno tras otro, los naranjales. Su fragancia asaltó a Jo al bajarse de la cabina del camión. «Hace un día perfecto», pensó, y luego respiró hondo, con ansia. Para ella, no había panorama más hermoso que un amanecer luchando por su vida.

El aire era vagamente frío. Se subió la cremallera de la sudadera gris mientras veía al resto de la troupe salir de sus camiones, coches y caravanas. El silencio de la mañana se vio roto muy pronto por las voces. El trabajo comenzó de inmediato. Mientras se sacaba la gran carpa del camión, Jo fue a ver cómo habían pasado sus leones el viaje de ochenta kilómetros.

Tres mozos descargaron las jaulas de viaje. Buck era el que más tiempo llevaba con Jo. Había trabajado para su padre, y en el ínterin entre la muerte de este y el debut profesional de Jo, había montado un pequeño número con cuatro leones macho. Era tan tímido que para él había supuesto un alivio dejar de actuar. Para Buck, dos personas eran una multitud. Medía un metro noventa y era tan fuerte que de cuando en cuando hacía de Hércules el Forzudo en la pista lateral. Tenía una impresionante cabeza de pelo rubio y crespo, y una barba abundante y rizada. Sus manos eran anchas, de dedos gruesos y fuertes, pero Jo recordaba aún su ternura cuando habían ayudado a una leona a dar a luz dos cachorros.

Pete era tan menudo que parecía un enano al lado de Buck. Tenía una edad indefinida. Jo calculaba que andaba entre los cuarenta y los cincuenta años, pero nunca estaba del todo segura. Era un hombre callado, de piel semejante a la caoba pulida y voz grave y profunda. Había acudido a ella cinco años antes en busca de trabajo. Jo nunca le había preguntado de dónde venía, ni él se lo había dicho. Lucía una gorra de béisbol y nunca se le veía sin un chicle entre los dientes. Leía los libros de Jo y era el rey indiscutible de la mesa de póquer.

Gerry tenía diecinueve años y era más ansioso. Medía casi un metro ochenta y dos y aún ostentaba la desgarbada delgadez de su juventud. Su madre era costurera y su padre vendedor de recuerdos, o «carnicero de caramelos», como se decía en la jerga del circo. Gerry soñaba con trabajar en la gran jaula, y, dado que ese había sido también su sueño, Jo lo había aceptado al fin como aprendiz.

—¿Cómo están mis niños? —preguntó al acercarse. Se detuvo junto a cada una de las jaulas para calmar a los nerviosos leones, llamándolos por su nombre hasta que se que tranquilizaron—. Han hecho muy bien el viaje. Hamlet está todavía un poco nervioso, pero es su primer año en la carretera.

—Es un mal bicho —masculló Buck mientras veía a Jo moverse de jaula en jaula.

—Sí, ya lo sé —contestó ella distraídamente—. Y también es muy listo —se echó a la espalda la gruesa trenza en que se había recogido el pelo—. Mirad, ahí viene la gente del pueblo —un par de coches y algunas bicicletas entraron en el descampado.

Eran personas de las poblaciones periféricas que querían ver cómo se levantaba la carpa y asistir a la vida del circo desde el otro lado, aunque fuera sólo un momento. Algunos se limitarían a observar, mientras que otros echarían una mano con los postes y ayudarían a tender y armar la lona. Ganarían con ello una entrada para la función y una experiencia inolvidable.

—No dejes que se acerquen a las jaulas —le ordenó Jo a Pete antes de acercarse a la lona todavía desinflada. Buck iba renqueando a su lado.

La explanada bullía llena de cuerdas, cables y gente. Seis elefantes armados con sus arreos holgazaneaban en la cerca de estacas, junto a la cual permanecían sus cuidadores. Mientras los peones tiraban de las cuerdas, la polvorienta lona marrón iba inflándose como una enorme seta.

Se colocaron los postes en el centro y a los lados. La lona amortiguaba el ruido de los trabajadores. Por el este, el sol se alzaba deprisa, pintando el cielo de rosa. Se oían las voces del encargado de la lona, las risas de los chiquillos aventureros y, de cuando en cuando, un juramento. Mientras se metían los postes de los entrepaños en la carpa todavía deshinchada, Jo le hizo una seña a Maggie, la gran elefanta africana. Maggie bajó obedientemente la trompa. Jo apoyó un pie en el hueco que formaba y se encaramó a su lomo ancho y grisáceo.

El sol, que se iba elevando por momentos, lanzó sobre el descampado los primeros rayos de luz. El perfume de la flor de azahar se mezclaba con el olor de los arneses de cuero. Jo había visto levantar la carpa a la luz del alba en incontables ocasiones. Pero cada vez era especial, y la primera vez que la alzaban cada temporada era la más especial de todas. Maggie levantó la cabeza y trompeteó como si le alegrara estar allí otra temporada. Joe se echó a reír y dio unas palmadas sobre su áspera y arrugada grupa. Se sentía libre, fresca e increíblemente viva. «Si tuviera que atrapar un instante en una botella», pensó de repente, «sería este. Luego, cuando fuera muy vieja, lo sacaría y me sentiría joven otra vez». Sonriendo, miró a la gente que pululaba allá abajo. Le llamó la atención un hombre parado junto a un rollo de cable. Como de costumbre, se fijó primero en su complexión. Tener un cuerpo bien proporcionado era esencial para un artista circense. Aquel tipo era fibroso y se mantenía muy erguido. Jo se fijó en que tenía buenos hombros, aunque dudaba que hubiera mucho músculo en sus brazos. Iba vestido de manera informal, con vaqueros, pero saltaba a la vista que era de ciudad. Tenía el pelo de un hermoso rubio oscuro, y la brisa matutina se lo había revuelto de modo que le rozaba la frente. Iba muy bien afeitado y tenía una cara estrecha y de mentón firme. Era una cara atractiva. Su rostro no era suave y hermoso, pensó Jo, como el de Vito, el funambulista, sino más vivo e inquieto. A Jo le gustaba su cara; le gustaba la forma de su boca alargada y seria, la estructura ósea que se adivinaba bajo la piel morena. Pero, sobre todo, le gustaba la franqueza de sus ojos color ámbar, que la miraban fijamente. Eran, pensó, como los de Ari, su león favorito. Estaba segura de que llevaba un rato observándola antes de que ella bajara la mirada. Consciente de ello, le impresionó su descaro. Seguía mirándola fijamente, sin hacer esfuerzo alguno por disimular su interés. Ella se echó a reír, impasible, y se apartó la trenza del hombro.

—¿Quieres montar? —preguntó alzando la voz. Por su vida habían pasado tantos extraños que no podía mostrarse distante. Vio que él levantaba las cejas al oír su ofrecimiento. Quería saber si sólo se parecía a Ari en los ojos—. Maggie no te hará daño. Es dócil como un corderito, sólo que más grande —vio al instante que había comprendido el desafío.

Él cruzó la explanada de hierba hasta situarse a su lado. Jo pensó que se movía bien. Tocó el flanco de Maggie con la vara de madera que llevaba. El elefante dobló con desgana las patas delanteras. Jo alargó el brazo. Con una agilidad que la sorprendió, el hombre se montó en el animal y se deslizó tras ella.

Jo se quedó callada un momento, algo sorprendida por el temblor que había recorrido su brazo al darle la mano. El contacto había sido muy breve. Llegó a la conclusión de que se lo había imaginado.

—Arriba, Maggie —dijo, dándole otra palmada al animal. Maggie obedeció con un suspiro elefantino, bamboleando a sus pasajeros de un lado a otro.

—¿Siempre montas a desconocidos? —preguntó una voz tras ella. Era una voz suave y bien modulada, una voz de locutor.

Jo sonrió por encima del hombro.

—Es Maggie quien les monta.

—Cierto. ¿Eres consciente de que es sumamente incómoda?

Jo se echó a reír con genuino alborozo.

—Deberías recorrer con ella un par de kilómetros en un desfile callejero con una sonrisa en la cara.

—Paso. ¿Eres su cuidadora?

—¿De Maggie? No, pero sé manejarla. Tienes los ojos como uno de mis gatos —le dijo—. Me gustan. Y, dado que parecías interesado en Maggie y en mí, te pedí que subieras.

Esta vez fue él quien se echó a reír. Jo giró la cabeza. Quería verle la cara. Había regocijo en sus ojos, y sus dientes eran blancos y rectos. Le gustó su sonrisa, y respondió con otra.

—Es fascinante. Me has pedido que me monte en un elefante porque tengo los ojos igual que tu gato. Y, no es por ofender a la señora que tengo debajo, pero te estaba mirando a ti.

—¿Ah, sí? —Jo frunció los labios, pensativa—. ¿Y eso por qué?

Él la observó unos segundos en silencio.

—Es extraño, creo que no lo sabes realmente.

—No lo preguntaría si lo supiera —contestó ella, cambiando de postura ligeramente—. Sería una pérdida de tiempo hacer una pregunta cuya respuesta ya conozco —se movió de nuevo, apartándose de él—. Agárrate. Maggie tiene que ganarse su bala de heno.

Los postes colgaban entre la lona y el suelo en ángulos de cuarenta y cinco grados. Las cadenas del elefante fueron rápidamente enganchadas a los anillos metálicos de la base de los postes. Jo hizo avanzar a Maggie al mismo tiempo que sus compañeros. Los postes se deslizaron por el suelo y luego se alzaron, arrastrando con ellos la lona. La carpa cobró vida bajo el cielo matutino.

Una vez hecho su trabajo, Maggie se movió entre los entrepaños y salió a la luz de día.

—Precioso, ¿verdad? —murmuró Jo—. Cada día nace de nuevo.

Vito pasó por allí y llamó a Jo en italiano. Ella lo saludó con la mano y le respondió en su lengua. Después, ordenó a Maggie que volviera a arrodillarse. Esperó a que desmontara su pasajero para bajarse. Al quedar cara a cara, le sorprendió que fuera tan alto. Echó la cabeza hacia atrás y calculó que medía sólo cinco centímetros menos que Buck.

—Parecías más bajito cuando estaba encima de Maggie —le dijo con su habitual candor.

—Y tú parecías más alta.

Jo se echó a reír y le dio unas palmaditas a Maggie detrás de la oreja.

—¿Vas a ver la función? —sabía que quería verla, y sabía que ella quería volver a verlo. Aquello le pareció al mismo tiempo extraño y fascinante. Los hombres siempre habían ido por detrás de sus gatos, y los que llevaban una vida sedentaria nunca le habían interesado.

—Sí, voy a ver la función —él tenía una leve sonrisa, pero la observaba pensativamente—. ¿Tú actúas?

—Hago un número con mis gatos.

—Entiendo. No sé por qué, pero te imaginaba haciendo acrobacias en el trapecio.

Jo le lanzó una sonrisa despreocupada.

—Mi madre era trapecista —alguien la llamó, y al mirar vio que necesitaban a Maggie para levantar la carpa lateral—. Tengo que irme. Espero que te guste la función.

Él la tomó de la mano antes de que pudiera llevarse a Maggie. Jo se quedó parada, sorprendida de nuevo por el estremecimiento que le subió por el brazo.

—Me gustaría verte esta noche.

Ella lo miró a los ojos. Eran francos y descarados.

—¿Por qué? —la pregunta era sincera. Jo sabía que ella también quería verlo, pero ignoraba el motivo.

Esta vez fue él quien se echó a reír. Pasó suavemente un dedo a lo largo de su trenza.

—Porque eres preciosa, y siento curiosidad.

—Ah —Jo se quedó pensando. Nunca se había considerado guapa. Sí llamativa, quizás, cuando se ponía su traje y estaba rodeada por sus gatos, pero en vaqueros y sin maquillaje, tenía sus dudas. Aun así, era una idea interesante—. Está bien, si no hay problema con los gatos. Ari no está muy bien.

Una sonrisa se dibujó en las comisuras de su boca.

—Lamento oírlo.

La llamaron de nuevo, y los dos se volvieron a mirar.

—Veo que te necesitan —dijo él inclinando la cabeza—. Quizá puedas decirme quién es Bill Duffy antes de irte.

—¿Duffy? —repitió Jo, sorprendida—. ¿No estarás buscando trabajo? —parecía incrédula, y él sonrió.

—¿Por qué no?

—Porque no encajas con ningún tipo.

—¿Es que hay tipos? —preguntó, entre interesado y divertido. Jo sacudió la cabeza, irritada.

—Claro que sí, y tú no encajas en ninguno de ellos.

—La verdad es que no busco trabajo, por decirlo así —le dijo él sin dejar de sonreír—. Pero estoy buscando a Bill Duffy.

Insistir iba en contra del carácter de Jo. En el circo se guardaba y se respetaba la intimidad. Se hizo sombra en los ojos con la mano y miró a su alrededor hasta que vio a Duffy supervisando el levantamiento de la tienda de la cocina.

—Ahí está —dijo, señalando con el dedo—. Es el de la chaqueta a cuadros rojos. Sigue vistiéndose como un altavoz.

—¿Un qué?

—Supongo que podrías llamarlo un locutor —montó ágilmente en la apacible Maggie—. Es un término de la gente corriente, no de la del circo —le sonrió y urgió a Maggie a caminar—. Dile a Duffy que ha dicho Jo que te dé un pase —gritó por encima del hombro; luego le saludó con la mano y se alejó.

El amanecer había acabado. Era por la mañana.