La Luna Roja

La Luna Roja

La Luna Roja se elevaba inmensa sobre la ciudad, rodeada de un nimbo sangriento que la hacía parecer más grande de lo que ya era. Las nubes de tormenta que cubrían Rocavarancolia no lograban eclipsarla; la luna se dejaba ver tras ellas, oscurecida y sombría, pero tan grandiosa como se vería en una noche despejada. Flotaba en el cielo con la altivez de los dioses que se saben adorados, con la rotundidad de las profecías seguras de cumplirse. La Luna Roja lo era todo y Rocavarancolia se postraba sin remedio a sus pies. La ciudad temblaba.

La tormenta redobló su furia. Los relámpagos caían en tan rápida sucesión que la planta baja del torreón Margalar quedó iluminada de forma permanente por una pulsátil luz rojiza.

Héctor, tirado todavía en el suelo, intentó serenarse, ajeno a la tormenta, al pájaro metálico y su ojo, al sordo dolor de su espalda… Ajeno a todo lo que no fuera la mano oscura que surgía de su muñeca. La abrió y cerró despacio, perplejo al comprobar que aquella cosa se doblegaba sin más ni más a su voluntad. Era su mano. Lo era. La sentía suya y a la par le resultaba tan extraña, tan aberrante a la vista, como el vacío que había contemplado hacía apenas unos instantes. Se sentó con la mano extendida ante él. Era de un negro tan brillante que casi podía distinguir el reflejo de su rostro en la palma. La giró para ver el dorso. La zona central estaba salpicada de cristales incrustados en la carne, más numerosos en torno a los nudillos. Eran como diamantes minúsculos. Comprobó su consistencia con la mano izquierda y los notó duros y fríos al tacto. Y afilados.

Pronto tu cuerpo entero será así, anunció en su mente dama Desgarro. Héctor se giró veloz hacia el pájaro. Mal que me pese, serás un ángel negro. La capacidad de regeneración de esos demonios es tan legendaria como su locura. No sólo te ha librado del veneno de Roallen, también ha hecho que te crezca una nueva mano.

—No soy un demonio… —murmuró él.

Se levantó y miró a su alrededor. El suelo era un caos de trastos hechos pedazos y de muebles volcados, pero aparte del desorden no parecía que el terremoto hubiera causado daños serios en el torreón. De sus amigas no había ni rastro. Allí sólo estaban el pájaro con el repugnante ojo de dama Desgarro en el pico y aquellas ascuas rojas que volaban por todas partes. La puerta principal del torreón permanecía entreabierta, pero dudaba mucho que las chicas hubieran salido fuera. Miró hacia las escaleras por las que acababa de rodar. Las mazmorras. Ahí era donde estaban. Se las imaginó a las tres encerradas junto a Lizbeth, transformadas todas ya en monstruos horrendos, en criaturas aún más desagradables que la misma dama Desgarro. Recordó la historia del náufrago y la farera y por un instante se vio a sí mismo y a Marina como sus protagonistas. Apartó esa imagen de su cabeza y echó a andar hacia las escaleras.

No había dado ni dos pasos cuando un fuerte golpe de viento abrió la puerta del patio de par en par. La tormenta irrumpió en tromba en el torreón Margalar. Y no sólo arrastraba agua con ella; entre las gotas oscuras y densas de lluvia caían también arañas, cientos de ellas. Pequeñas arañas de largas patas rojas y cuerpo negro que entraban en el torreón a una velocidad de vértigo. Héctor se cubrió la cara con un brazo y se volvió a medias para no recibir de lleno el impacto de aquella siniestra ola. Las arañas le golpeaban con tanta fuerza que la mayoría reventaba al hacerlo. Pronto el suelo fue un verdadero hervidero de ellas; correteaban enloquecidas de un lado a otro, en busca de grietas donde refugiarse antes de que el viento las arrastrara de nuevo. La puerta del patio batía de manera incesante, sin llegar a cerrarse nunca, y a cada golpe nuevas oleadas de agua y arañas medio ahogadas entraban en el torreón. Héctor corrió hacia la puerta, en pugna contra el viento y lo que arrastraba consigo. Las arañas crujían bajo sus pies descalzos. Aferró la puerta con ambas manos y la cerró de un sonoro golpe. Retrocedió, calado hasta los huesos, con decenas de arañas agonizando sobre él. Se las sacudió a manotazos. Estaba aturdido, mareado. La irrealidad de todo lo que sucedía amenazaba con volverlo loco. Se encaminó de nuevo en dirección a las escaleras.

—Marina… —murmuró.

Necesitaba verla. Necesitaba un asidero en aquella locura, un ancla que lo mantuviera cuerdo. El pájaro había abandonado el respaldo de la silla para posarse en el asiento y desde allí lo observó tambalearse en dirección a la escalera. Héctor lo fulminó con la mirada. Dama Desgarro era una de las culpables de lo que les estaba sucediendo. Ella y los demás habitantes de Rocavarancolia los habían condenado a aquella pesadilla.

Bajó las escaleras despacio, con su nueva mano encogida y pegada al estómago. La espalda le ardía. El dolor bajo sus omoplatos era tremendo; a cada paso que daba, a cada latido de su corazón, sentía cómo algo se desgarraba en su interior. Encontró la puerta a las mazmorras cerrada. Dos arañas corrían por la madera, una tras la otra. Respiró hondo. No quería abrir esa puerta. No quería saber qué aguardaba al otro lado. Pero no le quedaba alternativa. Se mordió el labio inferior, tomó la aldaba con la mano izquierda y abrió la puerta despacio.

Lizbeth estaba fuera de la celda.

La sorpresa al verla libre fue tan mayúscula que no se fijó en nada más, sólo en la gran loba marrón. Lizbeth alzó la cabeza y lo miró con sus ojos agrietados abiertos como ventanas al infierno. Desnudó sus colmillos y avanzó un paso. Héctor no había traspasado todavía el hechizo de silencio y no pudo escuchar su gruñido, pero eso no le restó ni un ápice de amenaza y ferocidad. Iba a cerrar ya la puerta para mantener presa a Lizbeth cuando descubrió a Marina y su mundo se derrumbó. La joven estaba tirada en el suelo, justo tras la loba, inmóvil. Estaba muerta. Héctor lo supo al instante. El brazo estirado, la palma vuelta hacia arriba y los dedos flexionados, apuntando en dirección a la puerta. No había pulso en esa muñeca. Ni latido alguno en su corazón. Marina estaba muerta. Lizbeth había acabado con ella. Héctor gritó, abrió la puerta de un tirón y se abalanzó dentro de la mazmorra, poseído por una furia que dejaba en nada a la que había sentido cuando se enfrentó a Roallen.

La loba saltó hacia él en cuanto puso un pie en la mazmorra. Héctor fue a su encuentro, sin dudarlo. Y justo cuando su nuevo puño volaba hacia el cráneo de Lizbeth, alguien tiró con fuerza de ella hacia atrás. Su puñetazo se perdió en el vacío, igual que la dentellada rabiosa de la loba. Lizbeth cayó desmadejada, se rehízo con una sacudida y volvió a la carga, pero de nuevo tiraron de ella antes de que el encontronazo se produjera.

—¡Lizbeth! ¡No! ¡Para! —escuchó gritar.

Miró hacia la voz. Por una fracción de segundo no fue capaz de reconocer a Madeleine. Estaba sentada tras Marina, con la cadena del collar de Lizbeth enroscada alrededor de la muñeca izquierda. Y era Madeleine, sin duda era Madeleine, pero al mismo tiempo no lo era. No la Maddie de su memoria, de su recuerdo. Su amiga estaba a media metamorfosis. Poco quedaba de la Madeleine que conocía. Un entramado de venas de color cobrizo comenzaba a marcarse nítidamente en el blanco de sus ojos y el verde de sus pupilas; las orejas, antes perfectas, eran ahora puntiagudas y alargadas, con el exterior recubierto de una pelusa rojiza que se prolongaba en sus mejillas y llegaba hasta el mentón; sus pómulos se habían hundido y su mandíbula inferior se había proyectado varios centímetros hacia delante, cambiando por completo su fisonomía. Una bestia estaba emergiendo en aquel rostro en otro tiempo hermoso y contemplarla en ese momento, a medio transformar, lo hacía todavía más terrible.

—¡Para! ¡Mierda! ¡Que pares! —gritó de nuevo mientras intentaba contener las frenéticas sacudidas de Lizbeth hacia delante. Tiró de la cadena con ambas manos haciendo palanca con los pies en el suelo, pero la loba seguía empeñada en abalanzarse sobre Héctor—. ¡Quieta, Lizbeth! ¡Maldita sea! ¡He dicho que quieta! —Madeleine gruñó. Fue un verdadero gruñido animal. Un sonido espeluznante.

La loba reculó al fin entre rugidos y mordiscos. Madeleine retrocedió en el suelo para asegurar su punto de apoyo. Resbaló al hacerlo y golpeó sin querer a Marina. Al ver moverse el cuerpo, Héctor se vino abajo; fue como si un agujero negro le hubiera nacido en mitad de las entrañas. Olvidó a Lizbeth y a Madeleine, olvidó su propio dolor. Cayó de rodillas cuando sus piernas se negaron a seguir sosteniéndolo.

—No sé qué le ha pasado —dijo Madeleine—. Estaba bien y de pronto se cayó y no volvió a levantarse.

Marina no tenía ninguna herida visible, ni un solo arañazo, por pequeño que fuera. No había sido Lizbeth quien la había matado, comprendió Héctor. Tardó unos instantes en percatarse de la voz que hablaba de nuevo en su mente.

Sé lo que parece, pero no está muerta. Ni viva, a decir verdad. Se encuentra en un estado intermedio. Latente. A veces la Luna Roja provoca este tipo de reacciones. Necesita poner en suspenso el cuerpo para que el cambio tenga lugar.

—No está muerta… —murmuró, atónito. Lo que sintió entonces estaba más allá del alivio. Era un sentimiento completamente nuevo y ponerle nombre sólo habría servido para limitarlo. Miró a Maddie, sin saber si echarse a reír o a llorar—. No está muerta —le anunció—. Es la luna, la Luna Roja. La ha dormido para cambiarla…

—Gracias al cielo —dijo ella. Ni siquiera su voz sonaba igual. Era más ronca y pesada, más parecida a un gruñido que a una voz humana—. Gracias al cielo —repitió. Echó la cabeza hacia atrás y exhaló un profundo suspiro. Luego lo miró fijamente—. Y tú has despertado al fin —dijo—. Estás vivo.

—Eso espero —se sentó también en el suelo, con las piernas cruzadas. La muchacha loba y él quedaron frente a frente, separados por el cuerpo inerte de Marina, con Lizbeth gruñendo amenazadora unos pasos más allá. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. La sensación de irrealidad y de pesadilla que lo embargaba era cada vez más agobiante. Se llevó las manos a la cabeza y se frotó las sienes con fuerza, como si con ese simple gesto fuera capaz de detener el flujo del tiempo, de frenar esa vertiginosa caída hacia el futuro.

—Tienes una mano nueva —dijo Maddie. En su voz no había rastro de sorpresa. Héctor, por supuesto, no mencionó los cambios que se estaban produciendo en ella.

—Y tú has sacado a Lizbeth de su celda —dijo en cambio.

Madeleine asintió.

—Me voy del torreón y me la llevo conmigo —le explicó con su nueva voz rasgada—. Es lo mejor. Si me encerráis, tarde o temprano encontraré el modo de escapar y cuando eso ocurra intentaré mataros —dijo—. Lo sé. No me preguntes cómo, pero lo sé. Lo más seguro para todos es que me vaya lo más lejos posible.

—¿Puedes controlarla? —preguntó señalando con la cabeza a la loba, que seguía vigilándolo sin dejar de gruñir por lo bajo.

—Ya lo has visto: a duras penas. Pero no creo que tenga problemas con ella. A no ser que nos topemos con Bruno, claro. Entonces la cosa podría complicarse. Lo odia. ¿Sigue arriba?

—Sigue arriba —contestó él y se estremeció al recordar el estado en que lo había dejado—. ¿Y Natalia? ¿Dónde está?

—Fuera. Se marchó en cuanto salió la luna. Dijo que sus sombras la llamaban…

—Sus sombras…

—Siempre tiene alguna rondando cerca. Ya ni se molestan en ocultarse —se inclinó hacia delante y bajó la voz—. No está bien, Héctor. Natalia no está nada bien. Ten cuidado con ella —«Y contigo», pensó él al entrever por primera vez sus afilados colmillos—. Es como si esas sombras se le estuvieran metiendo dentro. Volviéndola cada vez más y más oscura… Más… —de pronto cerró los ojos con fuerza. Un rictus de terrible agonía cruzó su rostro—. Duele —murmuró con un hilo de voz—. El cambio duele.

—Lo sé, lo sé —dijo él. Sentía como si alguien le estuviera despellejando la espalda con un cuchillo al rojo vivo.

Guardaron silencio unos instantes. Maddie miraba al suelo mientras Héctor contemplaba a Marina. Parecía una muñeca rota, un juguete abandonado. Resultaba difícil admitir que no estaba realmente muerta. Héctor se preguntó qué cambio estaría produciéndose en ella para que la Luna Roja tuviera que sumirla en aquel letargo. Fuera el que fuese, de momento no era perceptible a simple vista, no como los que estaban sufriendo ellos. ¿Sería algo todavía más radical? ¿La Luna Roja la había puesto en suspenso porque Marina no hubiera soportado la agonía de su metamorfosis? De nuevo recordó la historia de la farera y el náufrago. Se estremeció. A cada segundo que pasaba, sus pensamientos se volvían más y más sombríos.

—Me alegro de verte —le dijo de pronto la muchacha loba, todavía con la voz afectada por el dolor. Intentó sonreír, pero lo que le ofreció fue una mueca más que una sonrisa—. Me alegro mucho de verte. Estas últimas semanas… Dios… Han sido horribles. La espera ha sido horrible. Casi estaba deseando que llegara este día y todo terminara.

—No digas eso…

—Es la verdad. Para bien o para mal: todo ha terminado. Todo será diferente a partir de ahora. No puede ser de otro modo —se enderezó de pronto en el suelo. Héctor vio cómo sus fosas nasales se contraían y distendían violentamente. Había olfateado algo, comprendió. Madeleine se irguió para mirar tras él—. Héctor… Santo cielo, tu espalda… Está destrozada —dijo.

Héctor resopló. Ya era hora de enfrentarse a eso. Era un sinsentido retrasarlo más. Se llevó las manos atrás y palpó allí donde el dolor resultaba más intenso. Dos largas heridas verticales se abrían en su carne, encharcada de sangre, justo por debajo de cada omoplato. Los dos tajos discurrían en paralelo hasta llegar casi a la cintura.

—No es nada —dijo, con voz carente de toda emoción. Caía cuesta abajo, su mente y su ser se estaban distanciando cada vez más la una del otro. Ya no era Héctor. Era otra cosa, como Maddie, como Bruno. Algo a medio camino entre lo que había sido hasta entonces y lo que estaba destinado a ser—. Me están saliendo alas —admitió al fin. Y decirlo en voz alta tuvo el extraño efecto de tranquilizarlo.

«Me están saliendo alas», repitió para sí.

* * *

Esmael contemplaba la Luna Roja agazapado en lo alto de su cúpula, con la lluvia oscureciendo aún más su oscura piel. El fulgor de la luna teñía las nubes de rojo. Hasta los relámpagos caían tiznados por su luz sangrienta. Al oeste, Rocavaragálago daba la bienvenida a su madre; el edificio brillaba cegador, envuelto en un intenso remolino de ascuas rojizas que se proyectaba a tal altura que parecía querer tocar a la propia luna. Rocavarancolia entera olía a magia pura, a magia primordial. Olía a cambio. Los destellos de los vórtices muertos relumbraban en mitad de la tormenta, como pedazos de auroras boreales incrustados en el cielo, como relámpagos congelados en el tiempo y el espacio.

—¿Dónde estás? —preguntó Esmael entre dientes, irguiéndose en la cúpula y mirando a su alrededor—. ¿Dónde te escondes, bastardo?

En algún lugar se ocultaba la criatura que había asesinado a cuatro miembros del Consejo Real, el demiurgo de Rocavarancolia entre ellos. Esmael había tenido la absurda esperanza de que la Luna Roja lo hiciera salir de su escondrijo, pero por el momento no había indicio alguno de que eso fuera a suceder. El Señor de los Asesinos enseñó sus dientes a la noche enrojecida. Las ansias de matar lo consumían. La sangre hervía en sus venas. Al norte, la torre de marfil de Isaías, el vidente ciego, se vino abajo, incapaz de resistir por otro año más la tensión a la que la sometía la salida de la Luna Roja. El edificio, de un deslumbrante blanco, se partió en dos; la mitad superior se desplomó sobre la cicatriz de Arax mientras que la inferior lo hacía sobre uno de los burdeles de dama Espasmo. Esmael gritó en la tormenta y, fuera de sí, lanzó un seco puñetazo al aire.

—¡¿Dónde estás?! —aulló.

Levantó el vuelo y se impulsó en la noche, volando sin rumbo, sumido en sus siniestros pensamientos. La lluvia era tan intensa que a veces tenía la impresión de avanzar a través de un mar de alquitrán. La Luna Roja parecía arder en lo alto del cielo, asediada por los relámpagos y las nubes de tormenta.

El demiurgo había muerto y su cadáver ni siquiera descansaba en el Panteón Real como ordenaba la tradición. Los restos de Denéstor Tul habían sido pasto de los peces. Por si no fuera suficiente, al asesinato a traición del demiurgo había que añadirle ese insulto, esa vejación. ¿Quién estaba detrás de todo aquello? ¿Y qué pretendía? Esmael no tenía respuestas, sólo dudas y la certeza absoluta de que algo acechaba en las sombras, algo tan inasible como el viento. ¿Y qué podía hacer? No había rastro alguno que seguir ni modo de dar con el asesino. La magia se había revelado del todo inútil en aquel asunto y sus intentos de hallar alguna pista sobre el idioma del pergamino de Belisario tampoco habían conducido a nada.

Cerró los ojos al mundo que lo rodeaba para abrirlos en el interior del hechizo de vigilancia que había lanzado en la galería subterránea donde se ocultaba Mistral. El cambiante apareció en su mente, sentado en el suelo de la sucia caverna, con las rodillas flexionadas y la cabeza incrustada entre ellas, meciéndose despacio, indiferente a los temblores que amenazaban con derrumbar el techo sobre su cabeza. No era el único sortilegio que vigilaba a miembros del consejo: había otro en la habitación de dama Sueño, velando por la anciana dormida. Esmael no los había lanzado con intención de protegerlos, por supuesto: dama Sueño y Mistral no eran más que carnaza con la que tentar al asesino, dos miembros del Consejo Real prácticamente indefensos. Pero, por el momento, la presa se negaba a picar el anzuelo y él se sentía cada vez más estúpido y furioso por haberle tendido una trampa tan burda, tan obvia.

Contempló a Mistral. Había perdido la cuenta de las veces que había entrado en aquel hechizo en las últimas horas para espiar al cambiante. La patética criatura que decía no tener nombre se había convertido en el centro de sus obsesiones, en la pieza clave de un destino que se moría por reclamar.

Sólo tenía que agarrarlo del cuello y llevarlo ante Huryel. Resultaría sencillo hacerle confesar. Sería regente. El penúltimo paso de su glorioso destino. ¿Y qué le importaba a él la suerte que pudiera correr la cosecha de Denéstor? Huryel, en cumplimiento de las leyes sagradas del reino, le ordenaría ejecutar a los muchachos, sabedores ambos de que ése sería su último cometido como Señor de los Asesinos. De todos ellos sólo sobreviviría Darío, y con la Luna Roja en el cielo ya no tenía sentido alguno cuestionarse si valía la pena o no correr el riesgo de dejar el destino del reino en los hombros de un solo muchacho. En aquellos instantes, Darío se estaba convirtiendo en trasgo, y aunque su transformación no alcanzaría la plenitud hasta después de unas semanas, estaba claro que sobreviviría. Si no le quedaba otra alternativa, él mismo se encargaría de velar por su seguridad día y noche. Y podría hacerlo de manera abierta, sin esconderse, porque la salida de la Luna Roja había puesto punto y final al tiempo de la criba. Qué diablos, si se le antojaba podía encerrar a Darío en la más profunda mazmorra del castillo hasta que los primeros vórtices se abrieran en Rocavarancolia.

¿Por qué dudaba entonces? ¿Qué le impedía dar el paso que lo convertiría en regente?

—¡Déjate ver! —gritó a la noche. ¿Era aquella presencia oscura la que lo hacía vacilar? ¿El hechicero asesino era el culpable de que no diera de una vez por todas ese definitivo paso adelante?

«Todo esto es absurdo —se dijo—. Mi tiempo ha llegado. ¿Por qué me empeño en retrasarlo más?». Se contestó a sí mismo, con la voz maliciosa y burlona con la que tantas veces se había dirigido a Enoch el Polvoriento: «¿Cómo vas a gobernar tú, pobre desdichado, cuando no eres ni siquiera capaz de detener a la criatura que está masacrando el consejo? Ha dejado a Rocavarancolia sin demiurgo y Altabajatorre sin custodio y lo único que haces es lloriquear bajo la lluvia. Eres tan inútil como dama Desgarro. Es duro admitirlo, ¿no es así? Ya va siendo hora de que lo aceptes: no vales para regente. Y menos para rey. Confórmate con ser lo que eres: un asesino».

Voló hasta Rocavaragálago. El torbellino de ascuas que surgía de sus muros lo cegó unos instantes. Aquellas pavesas flotarían durante días por toda Rocavarancolia. Lo llamaban el polen de la luna y servía para acelerar el cambio de la cosecha. Esmael se aferró a la cúspide del pináculo más alto de la catedral y luego trepó a su punta erizada. Allí se agazapó. La piedra que Harex había arrancado a la Luna Roja ardía bajo Su cuerpo, pero no había fuego que pudiera compararse a su rabia. Apretó los dientes. Desde donde se encontraba tenía una visión privilegiada de Rocavarancolia. La ciudad parecía en llamas. Las nubes de tormenta lo inundaban todo, algunas tan bajas que los edificios rasgaban sus vientres cuando pasaban sobre ellos. Los relámpagos tatuaban la noche con su constante caer, la abrían en canal una y otra vez, como si de puñaladas se tratara.

Esmael contempló Rocavarancolia.

—Te he servido durante décadas —murmuró—. Ayudé a hacerte grande, aunque luego no fui capaz de impedir tu caída. He acabado con cientos de vidas en tu honor… Y arrasaría mil mundos con tal de que volvieras a ser, aunque sólo fuera por un segundo, tan grande como una vez fuiste. Soy tu siervo, Rocavarancolia. Vivo para servirte —inclinó la cabeza, atento al menor sonido, al más leve movimiento que se produjera ante sus ojos—. Dame una señal —rogó—. La que sea. Hazme una señal para saber qué camino he de seguir. Muéstrame tu voluntad y yo la cumpliré al momento.

Y en aquel preciso instante una cortina de claridad se abrió a ras de suelo dentro del torbellino de ascuas rojizas que rodeaba Rocavaragálago. Una pequeña silueta se tambaleaba allí abajo, en el centro de aquel repentino claro. No tuvo dificultad para distinguir de quién se trataba. Era Adrián. El muchacho que había pasado a cuchillo a todos los que habían quedado atrapados en el incendio quieto. Caminaba a trompicones, mirando a su alrededor con el aire de alguien que busca algo importante.

Esmael lo vio aproximarse al foso de lava que rodeaba la catedral. Se acomodó en el pináculo para observarlo mejor, preguntándose si el muchacho sería la señal que la ciudad le enviaba. No se advertía el menor cambio físico en él, continuaba siendo indudablemente humano, al menos en lo que a su aspecto se refería, pero el ángel negro sabía que los cambios más profundos a veces no se reflejaban en el exterior. Adrián salvó los últimos metros que lo separaban del foso y caminó, más inseguro todavía, por las baldosas ennegrecidas que lo bordeaban. Tenía la vista perdida en el burbujeante río rojo que rodeaba Rocavaragálago. De pronto cayó de rodillas, con el torso inclinado en dirección al foso. El resplandor de la lava sobre su cuerpo se impuso al fulgor de la luna. Por un momento, Adrián pareció incandescente.

Luego, muy despacio, introdujo la mano derecha en la lava.

* * *

Héctor salió de la mazmorra con Marina en brazos. Madeleine y Lizbeth iban delante. La enorme loba se había olvidado por completo de él y tiraba frenética de la cadena, deseosa de salir de una vez del torreón. La pelirroja la seguía, grotescamente encorvada. Resultaba evidente que sufría espantosos dolores. Había algo anómalo en su postura y a Héctor le costó reconocer de qué se trataba: la anatomía de Madeleine ya no estaba hecha para caminar a dos pies, tan sólo eso. Ya era más loba que humana. Madeleine estaba deseando abandonar aquella postura bípeda para poder marchar a cuatro patas.

Héctor contempló el rostro lívido de Marina mientras subían las escaleras. No se veía en ella el menor signo de vida. Le resultó imposible no recordar la noche en la que llevó el cuerpo de Rachel al cementerio. Y si el cadáver de su amiga le había parecido liviano en aquel entonces, más todavía le resultaba ahora el de Marina. Tenía la impresión de que podía pasarse la vida entera con ella en brazos sin llegar a cansarse nunca.

«Está vacía —le había dicho la monstruosa araña en la sala de baile, refiriéndose a su amiga muerta—. Lo que importa ya no está. Se ha ido».

«Pero esta vez no —se dijo Héctor—. Esta vez lo importante sigue aquí. No importa en qué se convierta. Seguirá siendo ella. Estoy seguro».

Maddie a duras penas conseguía contener los tirones que daba Lizbeth de la cadena. La loba estaba impaciente por salir del torreón. Desde que habían dejado atrás el hechizo de silencio, su nerviosismo había ido en aumento. No era extraño, tras semanas encerrada en aquella exigua mazmorra. Lo quería oler y ver todo y, al mismo tiempo, quería llegar cuanto antes a la puerta. Madeleine también tenía prisa por irse. Sus manos eran cada vez más grandes y toscas, y pronto no podría llevar a cabo tareas delicadas, como, por ejemplo, quitarle la cadena a Lizbeth.

Avanzaron entre el caos de la planta baja. Las arañas muertas crujían a su paso. Fuera continuaba la tormenta.

—¿Dónde vais a ir? —preguntó Héctor.

—No lo sé. Supongo que a las montañas, pero todavía no lo tengo claro. Me dejaré guiar por mi instinto. Creo que eso es lo que tengo que hacer…

—Bruno encontrará la manera de traeros de vuelta. Estoy convencido.

Maddie guardó silencio unos instantes. Tiró de la cadena de Lizbeth, que gruñía amenazadora en dirección a las escaleras. Debía de haber captado el olor del italiano arriba. La pelirroja suspiró. Pero ya no sonó como un suspiro, fue una especie de gañido animal.

—¿Sabes lo que más miedo me da? —le preguntó, con la vista perdida—. Que si llega ese momento y Bruno encuentra la manera de ayudarnos, yo no quiera regresar… —sacudió la cabeza—. Es difícil de entender, lo sé. Y todavía es más difícil de explicar. Pero es que… Todo es más intenso ahora, Héctor. Todo. Los olores, la vida. Tú mismo… —se acuclilló para palmear el lomo de Lizbeth. Héctor vio cómo sus vértebras se marcaban con nitidez contra su blusa, de hecho, dos de ellas habían desgarrado ya la tela. La loba tiró de la cadena en dirección a la puerta, después gruñó interrogativamente y Madeleine asintió con la cabeza—. Ya vamos, cariño, ya vamos —luego miró de nuevo a Héctor. Sonreía, pero si había el menor atisbo de hermosura o alegría en esa sonrisa, él no fue capaz de distinguirlo—. Es cierto, Héctor. Todo es más real. Más pleno. Y… me encanta esta sensación… Dios, la adoro… A pesar del dolor, a pesar de que ahora mismo los huesos me duelen tanto que me los arrancaría a mordiscos… A pesar de todo… me siento bien. Me siento completa. Y sé que cuando termine el dolor, cuando el cambio se haya completado, será todavía mejor. Por eso tengo miedo… ¿Y si luego no quiero volver a ser humana?

—Claro que querrás.

—No lo sabes, Héctor. No puedes estar seguro porque ni yo misma lo estoy —hizo una señal con la cabeza en dirección a la puerta—. Tenemos… tenemos que irnos ya.

A continuación dio una fuerte palmada a Lizbeth en un costado y echó a andar, decidida, sin mirar atrás.

—Si me vuelves a ver, ten cuidado, por favor —le advirtió cuando entraban ya en el pasadizo que conducía al exterior—. No sé lo peligrosa que podré llegar a ser. Y bueno… no tengo que decirte nada sobre Lizbeth, ¿verdad?

—No —contestó él—. Ya sabemos lo peligrosa que puede resultar ella.

Madeleine asintió. Parecía a punto de añadir algo más, pero finalmente se limitó a sacudir la cabeza y cerrar el portón a su espalda. Por unos instantes, Héctor las escuchó avanzar por el pasaje, luego sólo pudo escuchar el viento y la tormenta. El muchacho se quedó a solas entre los muebles volcados y las arañas muertas, con Marina en sus brazos. No se había sentido tan solo y desamparado en toda su vida. Era como si lo único vivo en el mundo fuera él. Apretó los dientes y se dirigió a las escaleras después de echar una última mirada a la puerta por donde acababan de salir Madeleine y Lizbeth.

No te preocupes por tus amigas, escuchó en su mente. La manada cuida de los suyos. Estarán bien.

—¡¿Que estarán bien?! —preguntó Héctor con rabia. Buscó con la mirada al pájaro metálico. Lo encontró encaramado a uno de los pocos armarios que permanecían de pie—. ¡Ninguno de nosotros estará bien nunca! ¡Mira en qué nos habéis convertido! ¡Mira lo que nos habéis hecho!

Puedes soltar todo el veneno que quieras por esa boquita tuya, querido, pero procura no decir nada que delate que hemos tenido trato antes de hoy. Si es que aprecias tu vida y la vida de tus compañeros en algo, claro.

Héctor gruñó.

—Vete de aquí. Déjame en paz. Dile a tu pájaro que se lleve tu ojo al infierno.

No soy tu enemiga, Héctor. No me trates como si lo fuera. Sólo vengo a prevenirte. La hora de la criba ha llegado a su fin, pero eso no significa que ya no exista peligro. Ni mucho menos. A medida que vuestros cuerpos cambien, ganaréis en confianza. Es inevitable. Ocurre siempre y os ocurrirá a vosotros. Y ya sabes lo que sucede en Rocavarancolia con los que se confían.

Héctor no contestó. Siguió su camino hacia las escaleras, sin mirar en ningún momento al pájaro.

Y otra advertencia, continuó dama Desgarro: el peligro no sólo vendrá de la ciudad, puede llegar de cualquier parte, de los lugares más insospechados. Escúchame, Héctor, escúchame bien: puede llegar hasta de tus propios compañeros. Prepárate para lo peor, porque quizá debas tomar decisiones realmente duras en los próximos días.

Héctor se detuvo en seco. No podía ignorar lo que implicaban aquellas palabras.

—¿De qué estás hablando?, ¡¿qué intentas decirme?!

Lo que trato de decirte, Héctor, es que puede que no te quede más alternativa que matar a alguno de tus amigos. Deberás estar preparado para ello. Si es que de verdad quieres sobrevivir.

—¡¿Matarlos?! ¡Nunca estaré preparado para hacer eso! —se giró a toda velocidad hacia el pájaro—. ¡Qué locura! ¡Nunca les haré daño!, ¡¿me oyes?! ¡Nunca se me ocurriría hacer nada semejante!

Ojalá no tengas que hacerlo.

Héctor negó con la cabeza. Recordó cómo acababa de saltar sobre Lizbeth, cómo la había golpeado aquella noche aciaga en el salón de baile. De nuevo sintió que las rodillas le temblaban. Se apoyó en la pared para no caer, ignorando el dolor de su espalda y lo que bullía en su interior.

—Éramos niños, poco más que niños… —dijo, con un hilo de voz, la mirada perdida en el rostro pálido de Marina—. ¿Cómo habéis podido hacernos esto?

Tú lo has dicho. Erais niños. Pero habéis crecido. Para bien o para mal todos lo hacemos.

* * *

Daba igual el lugar del castillo donde se hallara, Hurza siempre encontraba el modo de dar con ella. Dama Serena apartó la mirada de la Luna Roja en cuanto la trampilla de la torre se abrió para dejar paso a Ujthan. La tormenta empapó al guerrero al instante, pero no pareció importarle. Se irguió chorreando agua sin apartar la vista de la Luna Roja, luego parpadeó varias veces y miró a su alrededor, como si hubiera recordado de pronto qué le había conducido allí. Tardó en percatarse de que dama Serena no estaba en la torre, sino flotando más allá de las almenas, entre los centelleos de los relámpagos y el volar de las ascuas de Rocavaragálago. No hubo necesidad de palabras entre ellos. La presencia del Ujthan sólo podía significar una cosa: Hurza requería su presencia.

El castillo parecía más que nunca una ruina abandonada. Los pequeños terremotos provocados por la aparición de la Luna Roja habían desplazado muebles, tirado armaduras, candelabros y adornos, y llenado de polvo pasillos y habitaciones. Ujthan y dama Serena avanzaban por la fortaleza en silencio, sin mirarse siquiera; era evidente que ambos se sentían incómodos en compañía del otro. No era para menos. Habían asesinado a Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre. Eran traidores, y aunque estaban lejos del arrepentimiento, al menos tenían dignidad suficiente como para sentirse avergonzados. De poco consuelo les servía saber que en aquellos tiempos el reino era un hervidero de conspiradores.

A dama Serena le había costado asimilar que Mistral, dama Desgarro y el propio Denéstor habían quebrantado las leyes sagradas para ayudar a la cosecha. No conocía lo suficiente a Mistral para saber si entraba dentro de su naturaleza hacer algo semejante, pero nunca lo habría esperado del demiurgo ni de la custodia del Panteón Real. Aun así, los recuerdos que Hurza había robado a Denéstor no dejaban lugar a dudas.

—¡Entreguémoslos al regente! —había pedido dama Ponzoña al enterarse. La noticia la había vuelto loca de alegría—. ¡Huryel los desterrará y sus huesos se pudrirán en el desierto! ¡Sí! ¡Sus calaveras servirán de nidos a mis pequeñuelas! ¡Al desierto con ellos!

—Qué gran idea —dijo con sorna dama Serena. La necedad de aquella bruja resultaba agotadora—. Así allanaremos el camino a Esmael para que se convierta en regente de Rocavarancolia. Si hay algo que ahora mismo no nos conviene es que el ángel negro sea más poderoso de lo que ya es. Por el bien de nuestra propia conjura debemos mantener en secreto la suya.

La muerte de Denéstor Tul había enloquecido por completo a Esmael. Dama Serena no lo había visto tan fuera de sí desde el final de la guerra y no quería ni imaginarse de lo que sería capaz si se hacía con las Joyas de la Iguana, las reliquias encantadas que heredaban todos aquellos que se ponían a la cabeza del reino, ya fueran reyes o regentes en ausencia de éstos.

A ella también le había afectado el asesinato de Denéstor Tul. No su muerte propiamente dicha, sino las extraordinarias circunstancias que la habían acompañado. Hurza no sólo le había quitado la vida; le había robado también todo su poder, su misma esencia y hasta el último de sus recuerdos. Si existía un modo más brutal de asesinar a alguien, dama Serena no lo conocía. Y además, por si con todo lo anterior no bastara, Hurza mantenía el alma de Denéstor confinada dentro de la espada con la que le había dado muerte. Dama Serena se estremecía al pensar en las docenas de espíritus que aullaban desesperados en el interior del arma. El calvario que sufrían, encerrados por toda la eternidad en aquella prisión de cristal, se parecía demasiado al suyo propio como para no intentar interceder por ellos.

—Ten por cierto que los liberaré en cuanto Esmael ya no suponga un peligro —le aseguró Hurza tras escucharla—. Y confío en que no te lo tomes como un favor personal. Era algo que tenía pensado hacer desde un principio. He pasado siglos dentro de un cuerno y, aunque no guardo recuerdos concretos de ese periodo de tiempo, mi alma no salió indemne de tan largo confinamiento.

Las antorchas perpetuas iluminaban con su luz mortecina y maltrecha el camino de la fantasma y el guerrero a través del ala este del castillo. No se cruzaron ni con criados ni con miembros de la guardia. Ujthan caminaba delante, a grandes pasos, sombrío y taciturno. A veces, al pasar junto a algún ventanal, se detenía unos segundos para mirar fuera. Dama Serena también aprovechaba esos instantes para contemplar la Luna Roja. Había estado admirándola durante horas, desde que su brillo se había hecho evidente en el horizonte. Aquella luna era de una hermosura brutal.

—Hay algo nuevo en el aire —murmuró Ujthan, asomado a una ventana. Era la primera vez que hablaba—. Es como si no fuera la misma luna.

—La ciudad está cambiando. Siempre lo hace con la Luna Roja. Lo sabes.

—No es sólo eso. No es sólo eso —aseguró. Se apartó de la ventana, con los ojos entrecerrados y una expresión indescifrable en el rostro—. Esta vez hay algo más.

Dama Serena contempló la inmensa luna a través de la ventana. Ujthan tenía razón: en la atmósfera se notaba una vibración nueva, una confluencia de fuerzas como no había sentido en décadas. Nuevos vientos soplaban en Rocavarancolia, y lo que pudieran traer consigo estaba a punto revelarse.

No tardaron mucho en llegar al cortinaje raído que ocultaba la entrada a la sala de la paradoja. Ujthan alargó su mano tatuada hacia la cortina y, nada más tocarla, ésta se transformó en la puerta de bronce que ya les era tan familiar. El guerrero la abrió y se hizo a un lado para permitir que la fantasma entrara primero.

Dama Serena había creído que Hurza viajaba en el interior de Ujthan, pero el nigromante se encontraba en la sala, sentado a la cabecera de la mesa. Estaba inclinado sobre un pergamino amarillento en el que escribía a gran velocidad con una pluma enorme. No levantó la cabeza al oírlos entrar. La estancia estaba saturada de magia negra, las energías que se daban cita allí eran estremecedoras. Dama Serena podía verlas, concentradas la mayoría alrededor del propio Hurza; eran tentáculos de negrura sin igual, siniestros torbellinos de luz negra que tenían al Comeojos como centro.

El cambio que se había producido en él tras hacerse con la esencia de Denéstor era impresionante. Costaba trabajo reconocer que ese cuerpo había pertenecido alguna vez al anciano Belisario. Hurza había ganado volumen y masa muscular pero, sobre todo, presencia: el hechicero irradiaba ahora una fuerza que poco o nada tenía que ver con la fortaleza física. Sus rasgos se habían afilado todavía más, los ojos, desmesuradamente grandes, despedían ahora un maléfico fulgor que parecía taladrar todo cuanto miraba. El cuerno de la frente había crecido y era ya idéntico en todo detalle al que Belisario había usado para liberar el alma del primer Señor de los Asesinos. De lo que Hurza no había conseguido librarse era del desagradable color pardo de su piel. Al menos, pensó la fantasma, Rorcual había conseguido dejar su huella en la criatura que lo había asesinado, aunque dudaba mucho que eso satisficiera en lo más mínimo al alquimista.

El hijo de Belgadeu también se hallaba en la estancia, de pie, en absoluto silencio. Por su postura parecía haber estado contemplando el cofre que contenía el cuerno de Harex, aunque en aquel momento tenía vuelta la cabeza hacia la puerta. Ni saludó ni le saludaron. Dama Serena observó a aquella criatura con repugnancia. Llevaba puesta la piel de su creador y, como de costumbre, no se había molestado en colocársela bien. El efecto que provocaba el esqueleto vestido con la piel desollada de Belgadeu era perturbador. Las aberturas de los ojos y la boca no coincidían con sus cuencas vacías ni con su mandíbula, y las oquedades donde una vez habían estado las orejas del nigromante quedaban perdida una en la sien y la otra a un lado de la barbilla. Por lo menos, aquel horror tenía la decencia de llevar encima una capa negra que ocultaba a la vista el resto de su cuerpo.

A dama Serena le bastaba ver qué clase de criaturas había puesto Hurza a su servicio para comprender la locura que había cometido al unirse a él. Al menos en aquel momento no estaban presentes ni Solberino ni dama Ponzoña. Todavía se estremecía al recordar cómo se había reído el náufrago mientras asesinaban a Denéstor. Hasta aquel día no había sido consciente del verdadero alcance de la locura de Solberino; aquel hombre odiaba la ciudad, la odiaba con una pasión desmedida, fuera de toda lógica; si en sus primeros tiempos en Rocavarancolia había sobrevivido gracias al amor que sentía por la criatura del faro, ahora era ese odio lo que lo mantenía con vida. En cuanto a dama Ponzoña, ya había quedado demostrado que no había límite alguno para su estupidez. Poco después de la muerte de Denéstor, se la había encontrado en un pasillo de la fortaleza y había comenzado a preguntarle detalles sobre lo ocurrido, sin importarle al parecer que pudiera haber o no alguien escuchando. «¿Sangró mucho cuando Hurza le cortó la cabeza?», se había atrevido a preguntar. Dama Serena estuvo tentada de matarla allí mismo.

Sí. Había sido una locura unirse a Hurza. Pero ya no había vuelta atrás. El asesinato del demiurgo había supuesto el punto sin retorno para todos. La única alternativa que les quedaba era seguir adelante.

—Esto sólo puede terminar en un baño de sangre —murmuró en una de las reuniones mantenidas en la sala de la paradoja, la primera a la que asistió el hijo de Belgadeu. Ujthan fue el único en escucharla y la había mirado sorprendido; no por sus palabras, sino por la pesadumbre con la que las había pronunciado. Más sorprendida quedó ella cuando el guerrero se inclinó hacia delante y le replicó con un contundente «por supuesto».

Dama Serena frunció el ceño. La concentración de magia en la sala de la paradoja iba en aumento. Había dado por hecho que se trataba de un efecto producido por la salida de la Luna Roja, pero ahora se daba cuenta de su error. Apartó la mirada del hijo de Belgadeu y prestó atención a Hurza. El hechicero continuaba encorvado sobre la mesa, escribiendo con movimientos tan enérgicos que parecía a punto de rasgar el papel. La fantasma se estremeció al contemplar la turbia fosforescencia que despedía el pergamino. Hurza estaba preparando un sortilegio, y no un sortilegio cualquiera, comprendió: ante ella estaba naciendo magia nueva, algo sólo al alcance de los altos hechiceros. No le extrañó que Hurza hubiera elegido ese momento para realizarlo. A la salida de la Luna Roja era cuando el poder de todos los habitantes de Rocavarancolia alcanzaba su cima, su punto álgido.

La pluma echaba chispas mientras se desplazaba sobre el papel. Hurza no dejaba de mascullar para sí, y las pocas palabras que se alcanzaba a oír no tenían significado ni sentido alguno, parecían simples sílabas unidas al azar. De pronto, la pluma se volvió incandescente. Hurza se aferró al borde de la mesa con la mano izquierda mientras continuaba escribiendo con la derecha, aún más rápido que antes. Tenía la frente perlada de sudor y un rictus de verdadero sufrimiento le deformaba el rostro. La luz, tanto de la pluma como del pergamino, se hizo más y más brillante. El tono de voz de Hurza subió un grado. Sus palabras eran igual de ininteligibles que antes, pero ahora despertaban en la mente de dama Serena sensaciones extrañas y desagradables. Era como si estuviese escuchando un idioma que no sólo no estaba preparada para entender sino que nunca debería haber sido puesto en palabras: el lenguaje de las tinieblas y lo prohibido, de la tristeza y la nada.

La pluma comenzó a derretirse en la mano del nigromante. Dama Serena la vio fluir entre sus dedos para ser absorbida de inmediato por el papel. Los tentáculos sombríos que habían rodeado a Hurza empezaron a replegarse también. De pronto, con un potente ruido de succión, tanto la oscuridad del hechicero como los restos de la pluma desaparecieron tragados por el pergamino. Hurza se echó hacia atrás en la silla.

—Ya está —el tono de su voz dejaba claro que la tarea que acababa de realizar lo desagradaba profundamente—. Ya está terminado —miró al fin a dama Serena. Intentó sonreír pero lo único que mostró su rostro fue una mueca de hastío y cansancio—. Me he permitido la libertad de prepararte un obsequio, mi buena amiga. Se aproxima el final y ahora más que nunca debemos ser prevenidos. Nunca se sabe cuándo una sorpresa de última hora puede arruinar los planes mejor elaborados. Y no dejaré que eso suceda aquí. Este hechizo será una de nuestras salvaguardas contra lo inesperado —a un gesto de su mano, el pergamino voló hacia dama Serena, girando despacio para quedar encarado a ella—. Hubiera preferido lanzarlo yo mismo, pero no he encontrado la manera de hacerlo —dijo—. Dada la peculiar naturaleza del sortilegio necesito que sea un fantasma quien lo ejecute. Cuento contigo para ello.

Dama Serena estudió el pergamino con los ojos entrecerrados. El poder que contenía aquel pedazo de papel era abrumador. Emitía un leve resplandor plateado y si prestaba atención podía llegar a escuchar un murmullo procedente de su interior, como si entre las fibras del pergamino alguien estuviera sosteniendo una enconada discusión consigo mismo.

Sólo encontró dos líneas de texto escritas en la parte superior de la hoja y correspondían a un sencillo conjuro de absorción. Cuando lo lanzara, el hechizo que Hurza acababa de preparar se transmitiría de manera directa del pergamino a su mente. Era un modo brusco de aprender magia, pero efectivo. Dama Serena dudó, no le gustaba la idea de meter algo en su cabeza sin saber de qué se trataba con exactitud.

Antes de que pudiera decidirse, Ujthan carraspeó y dio un paso en dirección a la mesa.

—Hurza —comenzó—, si mi presencia aquí no es necesaria, me gustaría marcharme. Tengo que… —señaló hacia la puerta con evidente urgencia—. Tengo que irme.

Hurza, sin dejar de mirar a dama Serena, asintió con la cabeza mientras hacía un gesto con la mano en dirección a la puerta. El hijo de Belgadeu hizo extensiva a sí mismo la invitación a dejar la sala y en cuanto Ujthan abrió la puerta echó a andar hacia allí. Dama Serena también sentía la llamada de Rocavarancolia, y de no haber sido por el pergamino que flotaba ante ella y la mirada expectante de Hurza, los hubiera seguido fuera. Algo estaba a punto de suceder en la ciudad en ruinas. No era una premonición, era una certeza absoluta.

—Dudas —dijo el Comeojos una vez que el hijo de Belgadeu cerró la puerta tras él.

—Me gustaría saber de qué sortilegio se trata antes de absorberlo. Sólo eso.

—Tu desconfianza me abruma —replicó él—. Memorizar el hechizo no tendrá el menor efecto secundario en ti, te lo aseguro. A excepción, claro está, del pequeño trasvase de poder que he incluido en el mismo para que puedas lanzarlo con éxito.

«Ayudé a matar a Denéstor Tul —se dijo dama Serena, contemplando de reojo el conjuro de absorción—. Ya no hay vuelta atrás».

No tardó ni un segundo en lanzar el hechizo. En cuanto lo hizo, el pergamino que tenía delante comenzó a vibrar. En su superficie fue apareciendo por fin el verdadero sortilegio de Hurza. Intentó descifrar las palabras a medida que afloraban en la hoja en blanco, pero no tenían sentido alguno para ella. De pronto, aquellas extrañas palabras se desprendieron del papel y flotaron en el aire, entre el pergamino y ella, como insectos retorcidos. La hoja brilló de nuevo y un instante después un potente chorro de luz negra pasó del pergamino a la fantasma, arrastrando las palabras flotantes consigo. Dama Serena sintió cómo el sortilegio penetraba en su interior. Un escalofrío recorrió su ser. Fue como si, por primera vez en siglos, alguien hubiera logrado lo inconcebible: tocarla. La sensación la maravilló. Por unos instantes, lo que tardó el conjuro en pasar por completo a su interior, se sintió viva de nuevo. Sólo por eso ya había merecido la pena asesinar a Denéstor Tul.

Todavía no se había sobrepuesto de la absorción del hechizo cuando la naturaleza y el propósito de éste se le desvelaron. Era un hechizo de dominio, el más poderoso que había tenido la oportunidad de conocer en toda su existencia como humana y como fantasma. Pero no sólo era el poder de aquel sortilegio lo que la sorprendía, era el modo en el que estaba concebido. Nunca había visto un hechizo elaborado de una manera tan magistral; tan armónico, tan perfecto y preciso en diseño y forma. Era bello y puro, de una sencillez sublime. Era una magia que en nada tenía que ver con la que llevaba siglos practicándose no sólo en Rocavarancolia, sino en todos los mundos que conocía.

Se giró al instante hacia Hurza, atónita.

—¿Qué diablos eres tú? —preguntó.

Dama Serena no había esperado realmente que Hurza respondiera, pero por el modo maquiavélico en el que sonrió, se dio cuenta de que pensaba hacerlo.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo llegó la magia a la realidad? —le preguntó el Comeojos—. ¿Qué fue lo que hizo que de pronto esa turbulencia sin par se colara dentro del orden del universo? ¿No has sentido curiosidad por saber cómo se originó todo?

—La magia siempre ha estado presente. Es algo bien sabido. El orden lleva dentro de sí el caos. Cuando la realidad nació con sus normas y leyes, ya contenía en su interior el modo de trastocarlas…

—Eso no es más que filosofía barata, elucubraciones de taberna… De lo que yo te hablo es de hechos incontestables. Hechos probados. Créeme cuanto te digo que hubo un tiempo en el que la magia no existía, dama Serena. Y lo sé porque yo estaba presente cuando la magia irrumpió en la realidad. Yo estaba allí.

Dama Serena tardó unos instantes en reaccionar.

—No, no puede ser… —dijo. Aquello era imposible. Era absurdo—. No puedes ser tan antiguo… Nadie puede… —no sabía si echarse a reír o encolerizarse ante tamaña insensatez. Creía que iba a obtener respuestas y Hurza sólo le ofrecía patrañas—. Si piensas que voy a creerme eso aunque sólo sea por un… —pero la expresión de Hurza la hizo vacilar. Contempló su cuerno y luego desvió la vista hacia el cofre donde se encontraba el de Harex. ¿Cuántas veces habían muerto y resucitado?, se preguntó la fantasma, ¿cuántas veces habían vuelto a la vida antes de que aquella goleta encallara ante las costas de Rocavarancolia?—. ¿Vosotros? —se atrevió a preguntar—. ¿Me estás diciendo que vosotros trajisteis la magia?

—No. Nosotros aniquilamos a las nauseabundas criaturas que se atrevieron a hacerlo.

* * *

El pájaro metálico abandonó el torreón Margalar con el ojo de dama Desgarro bien sujeto en su pico. Un relámpago descomunal iluminó buena parte del cielo en el preciso instante en que extendió sus alas para tomar una corriente de aire ascendente. El trueno que lo siguió fue ensordecedor.

La comandante de los ejércitos del reino permanecía en absoluto silencio, sentada en uno de los bancos de mármol del vestíbulo principal del Panteón Real y atenta a todo lo que ocurría en la ciudad. Había dejado las puertas del mausoleo abiertas y no le importaban ni el viento ni las ocasionales trombas de agua que se colaban por ellas. Ni siquiera había prestado atención a las arañas que habían buscado refugio dentro de sus cicatrices.

La tormenta no concedía tregua. Dama Desgarro sabía el riesgo que corría permitiendo que el pájaro de Denéstor volara entre tanta descarga eléctrica, pero en aquellos instantes la seguridad de su ojo y de la creación del demiurgo le importaban poco. Tenía que ver qué estaba ocurriendo en la ciudad. Desde hacía treinta años las noches de Luna Roja no habían sido más que tristes recordatorios de la gloria perdida y del futuro negro que los aguardaba, pero esta noche era diferente. Al fin había cachorros vivos en la ciudad y eso lo cambiaba todo. Absolutamente todo.

Acababa de dejar a Héctor y a Bruno a los pies de la cama donde habían acostado a Marina, velando aquel sueño que no era sueño. El joven de la chistera estaba hecho un manojo de nervios. Era al que más le estaba afectando el cambio y no era para menos; las múltiples barreras que había construido entre sus sentimientos y él a lo largo de toda una vida de soledad se habían venido abajo en cuanto asomó la Luna Roja. Y eso, unido por supuesto a las sutiles alteraciones que se estaban produciendo en su cuerpo y en su mente, lo había trastornado por completo. Esperaba que no perdiera del todo la cabeza, sería una verdadera lástima para el reino que eso ocurriera.

«Si fuera tú, empezaría a considerar seriamente la opción de centrarlo a bofetadas», le había aconsejado a Héctor cuando Bruno rompió a llorar por enésima vez. El muchachito ingrato había soltado un gruñido por toda respuesta; una reacción muy propia de un ángel negro, tuvo que reconocer ella. Le había sorprendido mucho el cambio de Héctor; las metamorfosis de los demás habían sido evidentes desde mucho antes de que saliera la Luna Roja, pero la suya fue un misterio para todos hasta esa misma noche.

El pájaro remontó el vuelo y Rocavarancolia se extendió ante la vista de dama Desgarro, entre la lluvia rápida y los relámpagos. Descubrió a Natalia, rodeada por una multitud de oscuras y contrahechas onyces, cerca del torreón Margalar. Dama Desgarro todavía no se había acostumbrado a que esas esquivas criaturas se mostraran de forma tan abierta. Hasta hacía pocas semanas, hubiera sido capaz de contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que había conseguido verlas, pero desde el ataque de Roallen su comportamiento había variado sustancialmente. Observó a la muchacha con cierta preocupación. En aquellos momentos la rodeaban decenas de sombras. Y había muchísimas más dispersas por toda la ciudad. Centenares, tal vez miles. Y aunque eran seres de consistencia frágil, podían provocar serios daños si Natalia les ordenaba atacar Rocavarancolia. La niña bruja estaba sentada en cuclillas, hablando con una sombra más grande de lo normal. La cabeza de la onyce, un obús plagado de zarcillos y bulbos, se encontraba apenas a unos centímetros del rostro de Natalia.

Hacia el oeste corrían las dos lobas, una todavía a media transformación y la otra atrapada en un cuerpo que jamás alcanzaría la plenitud. Se dirigían hacia las montañas. Allí, en el patio del castillo, aullaba la manada, ansiosa por acogerlas en sus filas. Madeleine se había desprendido al fin de sus ropas y mostraba su nuevo cuerpo a la tormenta, cubierto por completo de pelo rojo. Apenas quedaba ya nada de humana en ella.

Dama Desgarro la contempló desde las alturas cuando la loba se detuvo sobre una roca para aguardar a su compañera, que era incapaz de seguir su ritmo. Aun a media metamorfosis y con el pelo apelmazado por el aguacero, resultaba evidente que Madeleine iba a convertirse en un soberbio ejemplar. Ya superaba en tamaño a Lizbeth, que a su lado parecía todavía más contrahecha y deforme de lo que era.

Las dos lobas pasaron muy cerca de Rocavaragálago en su camino hacia las montañas. Ambas desviaron la mirada hacia allí al mismo tiempo. Lizbeth desnudó sus colmillos y gruñó, amedrentada por la gigantesca construcción. La colosal catedral roja fulguraba en medio de las embestidas de la tormenta, rodeada de un enorme torbellino de ascuas incandescentes. El viento se deshacía en aullidos desesperados en torno a sus torres.

Una silueta caminaba de regreso a la ciudad por la planicie que rodeaba Rocavaragálago, empequeñecida por la mole del enorme edificio que quedaba a su espalda. Era Adrián. Parecía completamente ausente, sumido en una suerte de profundo trance. Levantó la cabeza hacia las nubes en el preciso instante en que un rayo cayó a tierra, a escasos metros de donde se encontraba. El muchacho se tambaleó por el impacto, pero no llegó a detenerse.

«Lo hemos conseguido —se dijo dama Desgarro. De sus ojos fluyeron detritus y pus negro, lo más parecido a lágrimas que habían vertido en décadas—. Lo hemos conseguido, Denéstor. Hemos hecho lo imposible: hemos salvado Rocavarancolia… Que los dioses nos protejan ahora…».

Fuera del Panteón Real, los muertos seguían hablando.

—Que alguien nos quite de encima estas pesadas losas —murmuró uno enterrado en lo alto de una loma rodeada de estatuas sedentes—. Que alguien coloque ojos en nuestras cuencas vacías. Que nos dejen ver qué pasa, que nos dejen ver qué ocurre.

—¿Lo sentís? —preguntó otro—. ¿Podéis sentirlo? Hasta los gusanos se me estremecen esta noche. ¿Es la Luna Roja?

—Todo es diferente ahora. Todo. Lo noto en los huesos.

—Siempre es diferente. La luna cambia al mundo.

—Pero nunca son la misma luna ni el mismo mundo.

* * *

—¿Quieres recuperar tu nombre? ¿Eso es lo que quieres?

El cambiante abrió los ojos al momento, sorprendido por aquella voz inesperada. Miró a su alrededor, pero en la caverna no había nadie. Había sido un sueño, comprendió, había vuelto a caer en otro de esos pesados duermevelas tan habituales en los últimos tiempos. No era de extrañar. Cada día que pasaba estaba más débil. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba entre tinieblas. Pero ése era su lugar. Ahí era donde debía estar. En la oscuridad. Apartado de todo y de todos.

El mundo volvió a temblar. Casi creyó escuchar el repiqueteo de los esqueletos de la cicatriz de Arax al chocar unos contra otros. Un trueno retumbó en la distancia y en su cabeza sonó como el bramido de un animal herido de muerte. Otro edificio se vino abajo. Era como si allí fuera se estuviese terminando el mundo. Quizá eso mismo era lo que estaba sucediendo. Quizá llegaba el final.

Se preguntó si habrían muerto ya todos los niños. Lo último que sabía de ellos era que Roallen había matado a Ricardo y que Héctor agonizaba en el torreón Margalar, envenenado por el mordisco del trasgo. No había tenido más noticias desde hacía tiempo, desde que dama Desgarro había venido a anunciarle que Denéstor Tul había muerto y que, por primera vez en siglos, no había demiurgo alguno en Altabajatorre.

—Es el final, dama Desgarro —le dijo él. La noticia no le había afectado demasiado. ¿Por qué iba a hacerlo? Estaba aguardando el fin del mundo y la muerte de Denéstor no era más que otra señal de que éste se aproximaba—. Esto es lo que nos merecemos. Esto es lo que nos hemos ganado.

—No sabes lo que dices, Mistral. Estás loco y te vas a morir aquí, en esta maldita oscuridad. Te vas a morir solo y loco.

—Yo no soy Mistral. No sé quién es Mistral.

El cambiante cerró los ojos mientras el mundo temblaba a su alrededor. Suspiró. No habían pasado más que unos instantes cuando volvió a escuchar aquella voz:

—Puedo decirte tu nombre. Puedo hacerlo.

Abrió los ojos de nuevo, pero esta vez no se encontró con la familiar y mortecina penumbra de la galería, esta vez se encontró contemplando de frente la piedra rugosa de Rocavaragálago. Estaba ante la catedral roja, apenas a unos metros del foso de lava que rodeaba la enorme construcción. Rocavaragálago se erguía ante él, inmensa, rotunda y nefasta; sus torretas y contrafuertes salían disparados hacia la noche, como surtidores de sangre que se hubieran solidificado de pronto. La Luna Roja brillaba alta en el cielo, pero por su posición y tamaño debía de estar a punto de terminar su ciclo. Hacía frío, un frío terrible que ni siquiera el calor del foso de lava lograba conjurar. Se miró las manos. Eran pequeñas: las manos de un muchacho. Tardó un instante en reconocerlas. Eran las suyas. Sus manos, las manos del niño que había sido. Se echó a temblar. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se había vuelto loco al fin?

—Es fácil olvidar tu verdadero nombre, mucho más fácil de lo que nadie puede imaginar, no te martirices —dijo alguien a su espalda. Una mujer a juzgar por su voz. Mistral no se volvió hacia ella. Aquellas manos temblorosas lo tenían hechizado. Se las llevó a la cara. El rostro que palparon también era el suyo. La mujer se colocó junto a él—. Todavía recuerdo el día en que vinimos aquí los cuatro y nos desprendimos de nuestros nombres —hizo una larga pausa antes de continuar hablando—: Qué ingenuos fuimos. Con qué facilidad dejamos de lado todo lo que habíamos sido, con qué rapidez renegamos de nuestro pasado para abalanzarnos hacia el futuro.

—Dama Brisa —murmuró. Estaba soñando. Pero era un dulce sueño, preferible un millón de veces a las pesadillas que lo acosaban cada vez que cerraba los ojos.

Por fin la miró. La cambiante mostraba su aspecto de muñeco mal hecho. El caos de cuerdas que le daba forma ni siquiera intentaba simular un cuerpo femenino, no era más que un tosco espantajo. Dama Brisa le observó con los hoscos orificios que tenía por ojos. Los nudos que formaban sus labios se curvaron hacia arriba en una sonrisa apenada. Luego empezó a cambiar. No hubo una sola cuerda alrededor de su cuerpo que no comenzara a retorcerse y tensarse. Se fusionaban unas a otras a gran velocidad, los nudos se deshacían para anudarse de nuevo en puntos diferentes de su anatomía. Lo que antes parecía cuerda muerta, se fue convirtiendo en carne viva. Pronto tuvo delante a una niña morena con un vestido azul oscuro que no era más que su propia piel estirada y coloreada. Era mucho más guapa de lo que recordaba.

La niña sonrió.

—Dama Brisa, sí —dijo—. Ése fue el nombre que escogí. Como tú elegiste Mistral. Fue aquí. Aquí mismo. A la orilla del foso de Rocavaragálago. Lo recuerdo como si fuera ayer.

—¿Y mi nombre? —se apresuró a preguntar él—. ¿Lo recuerdas también?

—Lo recuerdo —le hizo saber—. Y puedo decírtelo si eso es lo que quieres.

—¡No hay nada en este mundo que desee tanto!

Dama Brisa le miraba con una profunda tristeza. Sacudió la cabeza.

—Aunque no puedo dártelo sin más —aseguró—. Me gustaría, créeme, pero no puedo hacerlo. A cambio de tu nombre debo arrancarte una promesa. Hay algo que necesito que hagas. No ahora. No inmediatamente, mas sí en el futuro cercano. Es algo horrible pero, a la vez, del todo necesario.

—Lo que sea. Haré lo que sea. Dime mi nombre, por favor.

—Recapacita. Piénsalo bien antes de aceptar.

—No hay nada que pensar. Dime qué quieres que haga y lo haré. Pídeme que me arranque el corazón y me abriré el pecho con mis propias manos para entregártelo.

Dama Brisa negó con la cabeza.

—Aún no puedo decírtelo. Es arriesgado que lo sepas antes de tiempo. Muy arriesgado. Pero debes prometerme que la próxima vez que alguien te visite en sueños y te pida que hagas algo, lo harás, cueste lo que cueste, sea lo que sea. Por horrible y desagradable que te parezca. Promételo y te devolveré tu nombre.

El cambiante asintió con vehemencia.

—Lo prometo. Lo prometo. Lo prometo.

Dama Brisa sonrió. Él recordó cómo había llevado su cadáver a la cicatriz de Arax y lo había arrojado, sin ceremonia alguna, a las pilas de muertos que anegaban la grieta. Pero allí estaba de nuevo, viva en sus sueños.

Se acercó a él, apoyó con dulzura la mano en su hombro y le susurró al oído, al fin, su nombre.

* * *

Adrián contemplaba con maravillado deleite las llamas quietas que envolvían el edificio que marcaba el comienzo del barrio incendiado. Estaba a escasos centímetros de las tres grandes lenguas de fuego que ardían ante el portón de la casa. Aquellas llamas llevaban treinta años allí, ardiendo sin terminar de arder, tan parte de la ciudad ya como las piedras sobre las que se sustentaba. Las ascuas rojas de Rocavaragálago flotaban en el aire y su movimiento en torno al fuego producía la impresión de que el incendio era algo vivo y no inerte.

Esmael lo espiaba desde las sombras de un callejón cercano, con los ojos convertidos en dos atentas rendijas. La tormenta siseaba a su alrededor. El mundo estaba hecho de sombra y luz quieta.

De pronto, Adrián hundió la mano derecha en el fuego. Fue un movimiento tan brusco que no pareció premeditado sino fruto de un repentino impulso. Durante una décima de segundo no ocurrió nada, pero luego el color rojo de las llamas se fue haciendo más y más intenso en torno al punto exacto donde hundía su puño. Adrián dio un grito y, al mismo tiempo el fuego, con un ensordecedor estallido, regresó a la vida. Empezó a rugir enfebrecido, acelerado, como si quisiera recuperar en unos segundos todo lo que no había podido consumir en treinta años de inmovilidad. Aquella rápida resurrección comenzó a extenderse a las llamas más próximas. El fuego trepó por la fachada de la casa, corrió por el suelo, saltó en el aire…

Adrián retrocedió un paso. Extrajo la mano del fuego para extenderla de nuevo al momento, pero sin llegar a tocarlo esta vez. Las llamas enloquecieron con su gesto. El incendio entero se convirtió en una única ola flamígera que restalló en la tormenta y se abalanzó hacia las manos de Adrián que, eufórico, empezó a gritar a pleno pulmón. Torbellinos llameantes salían por las ventanas y puertas calcinadas, por las grietas de las paredes y el suelo, para unirse a la inmensa lengua de fuego que se precipitaba sobre el muchacho. La noche estalló en llamas y las mismas manos que las habían devuelto a la vida las absorbieron a velocidad de vértigo. En pocos segundos, el único rastro que quedó del incendio de la casa fue el fuego que envolvía las manos de Adrián. El joven brillaba tanto como los relámpagos del cielo.

Se tambaleó con los antebrazos ardiendo. De su nariz y su boca salían largas hilachas de humo negro. Adrián retrocedió dos pasos y alzó las manos incendiadas ante su rostro. Las llamas que lamían su carne eran de un vivo color rojo. Sonrió y su sonrisa, afilada, animal, candente, se llenó de humo. Luego rompió a reír a carcajadas. Su piel brillaba como si todo el fuego del averno se hubiera refugiado en su interior.

Esmael estudió al muchacho con suma atención. Adrián se había convertido en un piromante, un brujo capaz de dominar el fuego. Las llamas no sólo se doblegaban a su voluntad; eran parte de su esencia y, al mismo tiempo, el núcleo de su poder. Y aunque resultaba difícil calibrar en aquellos momentos el alcance de sus capacidades, sólo con contemplar lo que acababa de hacer, sospechaba que no sería un piromante ordinario.

Fue Arador Sala, el más poderoso de los tres piromantes que participaron en la batalla de Rocavarancolia, quien incendió aquella parte de la ciudad. El brujo había lanzado aquel sortilegio abrasador sobre la vanguardia del ejército rival mientras éste se adentraba en aquel laberinto de callejas rumbo a Rocavaragálago. Su plan había sido cerrar el paso al enemigo para que no les quedara más alternativa que avanzar por las zonas mejor defendidas de la ciudad, pero no había podido llevarlo a término. Por una de esas casualidades terribles que tantas veces se dan en la batalla, el hechizo con el que dama Basilisco había petrificado a los que combatían en la plaza cercana alcanzó también a Arador, de forma tan repentina que el brujo no pudo hacer nada por esquivarlo.

Arador Sala se convirtió en piedra a veinte metros de altura y se hizo pedazos al chocar contra el suelo. El incendio debería haber muerto con él, pero de algún modo el hechizo de dama Basilisco interfirió con el del piromante y las llamas, en vez de extinguirse, quedaron en suspenso, atrapando en su interior a todos los que ardían. Esmael recordó los inútiles intentos que hicieron los hechiceros del enemigo por rescatarlos una vez que la batalla terminó. Sólo un piromante podía apagar un incendio provocado por uno de los suyos, y todos los piromantes de Rocavarancolia —el único de los dos bandos que contaba con ellos en sus filas— habían muerto en la batalla. Esmael tenía que reconocer que durante los años que siguieron a la derrota había obtenido un siniestro placer al escuchar los alaridos de aquellos desgraciados. Hasta que aquel muchacho, el mismo que acababa de sofocar uno de los cientos de incendios que asolaban aquella zona de la ciudad, los había matado a todos.

Adrián ni siquiera se inmutó cuando el edificio cuyas llamas había absorbido se derrumbó. Permaneció inmóvil contemplando embelesado la cascada de fuego que cortaba el otro lado de la calle mientras a su izquierda las ruinas se desplomaban como deberían haberse desplomado treinta años antes, entre nubes de ceniza y humo. Luego el muchacho miró más allá, hacia las calles en llamas que se adentraban en el corazón de aquel infierno. Esmael frunció el ceño. Esperaba que no tuviera la maravillosa idea de extinguir por completo el incendio de Arador Sala. Sólo el mero hecho de intentarlo acabaría con él. Aunque Adrián ya estuviera capacitado para obrar maravillas, su cuerpo todavía no estaba listo para manejar semejante caudal de poder. Esmael había visto cómo muchos morían en su primera noche de Luna Roja cuando, borrachos de poder, trataban de llevar a cabo proezas para las que no estaban preparados.

Pero Adrián no tardó en dejar claro que tenía otra idea en mente. Apartó la vista de las llamas y miró hacia el este. Luego echó a andar hacia una bocacalle próxima que descendía en esa dirección, con los brazos envueltos todavía en llamas y el paso inseguro. Esmael se replegó en las sombras cuando pasó junto a él, apenas a un metro de distancia.

El ángel negro sonrió en la oscuridad. Sabía dónde se dirigía.

* * *

Bruno se había venido abajo nada más verlo entrar en la habitación con Marina en brazos. El italiano rompió a llorar, histérico, angustiado, echándose la culpa a gritos de que todos los que le rodeaban acabasen muertos. Héctor no había encontrado modo de hacerle entender que no estaba realmente muerta. El muchacho se encontraba tan fuera de sí que ni siquiera lo escuchaba. Al final, cuando ya estaba a punto de darse por vencido y liarse a bofetadas con él, como le aconsejaba dama Desgarro, Bruno pareció percibir algo en Marina que hasta entonces había pasado por alto. Se serenó al momento, de esa forma tan brusca y desconcertante con la que ahora pasaba de un estado anímico a otro.

—Espera —dijo mientras se inclinaba ante el rostro pálido de la joven—, hay algo en ella… Un retazo de vida que no es vida, lo siento, lo noto. Un aliento a flores mustias y a polvo… A acuarelas y seda…

Héctor consiguió explicarle al fin que Marina no estaba muerta, sino inmersa en algo similar a un coma profundo. Bruno no le preguntó cómo lo había averiguado, ni siquiera pareció extrañarle que el pájaro metálico los vigilara desde una tronera.

Tras acostar a Marina y examinar con atención su nueva mano durante un rato, Bruno se ofreció a curarle la carnicería que tenía por espalda, pero Héctor rehusó. ¿De qué hubiera servido? Lo que se ocultaba bajo su carne se limitaría a abrirse camino de nuevo. Ni siquiera le dejó lanzar algún hechizo que mitigara el dolor. Éste había disminuido lo bastante como para hacerse tolerable, o quizá, simplemente, había acabado por acostumbrarse a él.

Héctor dejó a Marina al cuidado de Bruno y bajó otra vez las escaleras. No paraba de abrir y cerrar su nueva mano; notaba su fuerza, su vigor. Al contemplarla sintió de pronto un estúpido arrebato de euforia y a punto estuvo de poner a prueba su fortaleza golpeando las paredes. En vez de eso, miró su mano izquierda. No se había producido el menor cambio en ella; ni en la mano, ni en el brazo ni en ninguna otra parte de su cuerpo que quedara a la vista. Sacudió la cabeza y se dirigió al portón. La perspectiva de salir de la torre le seguía desagradando, pero tenía que hacerlo. Natalia estaba fuera y tenía que verla, necesita saber que se encontraba bien. Justo cuando se disponía a abrir la puerta, un furtivo movimiento junto a unos barriles caídos le hizo mirar hacia allí. Por un momento pensó que era otra araña, pero pronto se dio cuenta de su error: era el reloj de Bruno el que correteaba furtivo por el suelo, el reloj que le había regalado su abuelo. Avanzaba a trompicones sirviéndose de sus agujas y de su tapa como si fueran patas y arrastrando su cadena a modo de cola. Estaba vivo, el reloj de Bruno estaba vivo. Héctor lo vio desaparecer bajo un montón de platos rotos para aparecer luego al otro lado.

—¿Y a ti qué te ha pasado? —le preguntó.

El reloj, por suerte, no contestó.

Héctor se encogió de hombros y abrió la puerta. La tormenta y el viento aguardaban al otro lado del pasadizo. El mundo entero esperaba al otro lado. Y la Luna Roja.

Tomó aliento y se adentró en el pasaje. El suelo estaba encharcado y lleno a rebosar de arañas muertas y piedras arrastradas por el viento. Él continuaba descalzo, vestido tan sólo con el calzón negro con el que había despertado. No se le había pasado por la cabeza, la idea de vestirse o ponerse botas. Se preguntó qué haría con sus camisas cuando le terminaran de salir las alas; quizá tendría que rasgarles la espalda, o simplemente dejar de llevarlas. El hecho de preguntarse algo tan prosaico en aquel momento le hizo sonreír. La espalda apenas le dolía ya, pero la opresión que sentía en ella, sobre todo bajo los omoplatos, iba en aumento. Podía notar las alas removiéndose bajo la carne, como si fueran un nuevo par de brazos que estuvieran ansiosos por salir a la luz y desperezarse. Se llevó una mano a la espalda y la retiró empapada de sangre.

Por fin salió del torreón Margalar. La lluvia le saltó encima y un súbito golpe de viento hizo que se tambaleara hacia la izquierda. Al menos no llovían arañas ni nada que se le pareciera; del cielo sólo caía agua, tibia y rápida, que pronto lo dejó chorreando. Y no era una sensación desagradable. Había algo primitivo en caminar casi desnudo bajo la tormenta, algo primordial. Alzó la mirada al cielo. Y allí, entre las nubes y la danza parpadeante de los relámpagos, contempló la Luna Roja por primera vez.

Estaba preparado para cualquier cosa, pero no para el hecho de que fuera tan hermosa. Descubrirlo lo dejó sin aliento durante un buen rato. Se veía veinte veces mayor que la luna de la Tierra y el doble de brillante. Héctor se sintió ingrávido en su presencia, como si en cualquier momento fuera a desprenderse del suelo y flotar hacia ella. No le extrañó en absoluto que Rocavarancolia la recibiera con terremotos y tempestades. Si la luna terrestre era capaz de provocar las mareas e influir en el comportamiento humano, ¿qué no podría hacer el inmenso astro que flotaba allí arriba?

En la superficie de la Luna Roja se distinguían con toda claridad los cráteres, montañas y valles que conformaban su geografía. Había una gran cordillera en la zona oriental que se enroscaba sobre sí misma como una gigantesca serpiente dormida y, muy cerca de ella, una altiplanicie perfectamente esférica espolvoreada de cráteres. Pero lo que más llamaba la atención de su superficie era, desde luego, el sinfín de cañones y grietas entrecruzadas que atravesaba buena parte de su ecuador. Según los pergaminos que había traducido Ricardo, Harex había arrancado de allí las rocas con las que levantó Rocavaragálago, aunque Héctor dudaba que el hechicero hubiera sido el único causante de aquellas marcas.

Tuvo que hacer un considerable esfuerzo para apartar la vista de la Luna Roja. Miró a su alrededor en busca de alguna señal de Natalia o sus criaturas y, aunque los ojos se le iban una y otra vez al cielo, no le costó mucho hallarla. Hacia el sur, muy cerca del torreón, se agitaba una verdadera multitud de sombras; daba la impresión de que en esa parte de la ciudad se había declarado un incendio de vibrante negrura. Héctor frunció el ceño al verlas. Eran los mismos seres que habían abarrotado la plaza de las tres torres cuando atacó Roallen, los mismos que habían animado al trasgo a acabar con ellos. Atravesó el puente levadizo y se encaminó hacia allí. El viento cambiaba de dirección a cada segundo, tan pronto le empujaba promontorio abajo como le obligaba a retroceder. La luz de la Luna Roja y el resplandor de los relámpagos iluminaban su camino.

Las sombras estaban reunidas en una plazoleta rectangular cercada de edificios en ruinas. Había docenas, tanto en el aire como agazapadas en tierra. Sus seudópodos neblinosos y sus cuerpos hechos jirones se agitaban al viento con tal ímpetu que parecían a punto de desgarrarse. La primera línea de espantos se giró hacia él cuando todavía le faltaba un buen trecho para llegar a ellos. Poco después los imitó el resto, tanto los que sobrevolaban la plaza como los que estaban en tierra. Sus cabezas brutales y oscuras le contemplaron inexpresivas, en absoluto silencio. En cuanto alcanzó el final de la cuesta que conducía a la plaza, se movieron todas a la par, a una velocidad explosiva; la mayoría desapareció de su vista tan rápidamente que fue como si nunca hubieran estado allí. No se marcharon lejos. Héctor era capaz de oírlas murmurar a su espalda.

Natalia estaba en el centro de la plaza, acuclillada junto a la única sombra que permanecía en tierra. Ambas se encontraban sobre uno de los muchos pedestales sin estatua ni monumento que se repartían por la ciudad. Héctor se acercó despacio. Mas de una docena de sombras se retorcía todavía sobre la plaza, como sucias banderolas arrastradas por el viento. Una abrió de par en par sus muchas bocas y siseó su nombre, pero él ni siquiera la miró. Natalia no parecía ser consciente de su presencia. Seguía hablando con la siniestra criatura que tenía delante y, aunque Héctor no podía escuchar lo que decía, por su postura tensa y la expresión de su rostro se adivinaba que estaba enfadada. De pronto, el monstruo se alzó sobre un sinfín de extremidades brumosas y miró a Héctor desde la cima de la grotesca formación de burbujas que tenía por cabeza. Era, con diferencia, la mayor de todas las sombras que Héctor había visto hasta entonces. Los largos tentáculos que emergían de su espalda se anudaron despacio unos a otros hasta convertirse en un par de alas descomunales. La criatura las desplegó de un golpe, agitó la cabeza de izquierda a derecha y luego salió despedida rumbo a las alturas. Natalia la siguió con la mirada hasta que se perdió de vista entre las nubes de tormenta y luego se giró hacia él. Se miraron bajo la lluvia. El pelo de la muchacha se había oscurecido hasta más allá del negro.

—Héctor —dijo.

—Natalia —contestó él.

—Me alegra ver que has conseguido despertarte —hasta su voz había cambiado. Ahora despedía una fuerza y una pasión de las que antes carecía—. ¿Qué te parece? —le preguntó mientras se giraba a medias para contemplar la Luna Roja—. ¿Habías visto alguna vez algo tan hermoso?

—Una vez, hace poco. En sueños. Pero sólo fue un segundo. Luego desperté.

Se sentó junto a ella. Natalia dedicó una mirada fugaz a su espalda destrozada pero no hizo el menor comentario. La joven llevaba una camiseta negra sin mangas y una falda del mismo color con los bajos desgarrados. Aquella ropa le sentaba particularmente bien; Héctor pensó que de algún modo hacía juego con la tormenta y sus sombras. Una de ellas pasó volando sobre sus cabezas, un nubarrón de oscuridad que se impulsaba a través de la lluvia con más de diez pares de alas.

—Dijiste que lo primero que harías sería librarte de ellas —le recordó él.

—He cambiado de opinión —contestó Natalia con una sonrisa burlona—. No les queda más remedio que obedecerme, les guste o no, así que sería una tontería desprenderme de ellas, ¿no crees?… —ahora que estaba frente a la joven, Héctor pudo ver que sus rasgos también se habían oscurecido, era como si alguien los hubiera repasado metódicamente con un pincel negro. Nunca la había visto tan hermosa. En aquella primera noche de Luna Roja, Natalia parecía más real que nunca—. Quieren que te mate, ¿sabes? —le soltó de pronto—. Dicen que me hiciste daño y que debes pagar por ello.

—¿Te hice daño?

—No. Me lo hice yo sola. Pero ya pasó. No te preocupes. No dejaré que te maten, al menos de momento. Intenta no hacerme cambiar de idea.

—Haré lo posible.

La joven sonrió. Alargó el brazo y le acarició su mano humana.

—Al fin salió la Luna Roja, Héctor. Y no se ha terminado el mundo ni nada parecido. ¿Por qué teníamos tanto miedo?

—Porque era normal tenerlo. Yo todavía lo tengo. Miedo a lo que nos espera. Miedo a en lo que nos vamos a convertir —alzó su mano oscura ante ella. Los diminutos cristales incrustados en su piel resplandecieron a la luz de un relámpago—. Miedo a todo…

—Pues no pareces asustado.

—Lo estoy. Te lo prometo. Que no se me note, es otra cosa. ¿Tú no lo estás?

Natalia negó con la cabeza.

—No. Estoy emocionada. Eufórica. Pero no asustada. Por primera vez en toda mi vida me siento bien. Es como si de pronto todo cuadrara. Como si por primera vez todo fuera como debe ser…

—Maddie dijo algo parecido antes de marcharse con Lizbeth. Dijo que le daba miedo no volver a querer ser humana de nuevo…

—La entiendo. La entiendo muy bien —de pronto soltó una risilla—. Pasaron cerca de aquí las dos. Bueno, lo cierto es que dieron un rodeo para esquivarme. La pongo nerviosa, ¿sabes? Mis sombras y yo ponemos nerviosa a la mujercita loba.

—Está preocupada por ti. Dice que te has vuelto oscura.

—¿Y has venido a comprobar si es cierto?

—No. He venido a ver cómo estabas. Y si dices que estás bien, te creeré.

—Gracias por preocuparte —se pasó las manos por el cabello mojado y se lo colocó detrás de las orejas. Luego miró al oeste. Desde la plaza se alcanzaban a distinguir los muros de la prisión donde habían despertado tras la noche de Samhein. Hacia allí miraba Natalia—. Te di una buena el día en que nos conocimos, ¿te acuerdas?

—¿Cómo lo iba a olvidar? Me estuvo doliendo la frente durante horas.

—Te lo merecías. Todavía no lo sabía, pero te lo merecías. Eras un quejica insoportable. ¿Te pedí perdón por pegarte?

Héctor hizo memoria.

—Creo que sí —dijo, sin estar seguro—. No lo recuerdo bien. Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

—Poco más de siete meses. No es tanto tiempo, si lo piensas bien.

—Siete meses pueden ser toda una vida.

—Quién nos lo iba a decir entonces, ¿verdad? Que algún día tú y yo íbamos a estar así, sentados bajo la tormenta, de camino a convertirnos en vete a saber qué… Tú con tu mano nueva y yo con mi ejército de sombras… —el murmullo de éstas, que hasta ese momento había permanecido en un segundo plano tras la lluvia, aumentó de pronto. Natalia frunció el ceño, se llevó las manos a la cabeza y se masajeó las sienes—. Basta ya… ¿Me oís? Basta de tanta tontería, basta de tanta estupidez —alzó la mirada y contempló iracunda a las sombras que revoloteaban sobre la plaza—. ¡He dicho: basta! —gritó—. ¡No voy a matarlo! ¡Así que callaos de una vez! ¡Que os calléis! —se hizo el silencio. Natalia bufó enfadada y volvió a mirar a Héctor—. Lo siento. Lo siento mucho.

—Vaya. Por lo visto la tienen tomada conmigo…

—¿Contigo? ¡Oh! No, no, no… No es a ti a quien se refieren ahora. Es a Adrián. Quieren que mate a Adrián, o al menos que les deje matarlo a ellos. Llevan toda la noche con lo mismo… Dicen que es nuestra última oportunidad, que luego será imposible hacerlo. Me tienen harta…

Héctor recordó lo que dama Desgarro le había dicho en el torreón Margalar sobre las decisiones difíciles que le aguardaban. Se preguntó si Adrián sería una de ellas. O si lo sería la muchacha sentada a su lado.

—¿Por qué quieren matarlo?

—No les gusta. No les gusta lo que es ni en lo que se va a convertir. Va a ser un brujo, igual que yo. Adrián será un piromante. Dominará el fuego.

Héctor frunció el ceño. Le vino a la cabeza la imagen de Adrián caminando entre las llamas del barrio incendiado, espada en mano, asesinando a todos los atrapados allí. Luego lo recordó al poco tiempo de llegar a Rocavarancolia, huyendo despavorido ante los murciélagos flamígeros o empalideciendo con la sola mención del fuego. Por un instante estuvo tentado de pedirle a Natalia que hiciera caso a sus sombras y acabara con él.

La joven suspiró. Su rostro quedaba desdibujado bajo el aguacero.

—Madeleine tiene razón —dijo—, me estoy volviendo oscura, signifique eso lo que signifique. Creo que forma parte de mi metamorfosis… La Luna Roja ha cambiado a Madeleine por fuera pero a mí me está cambiando por dentro —le miró de reojo—. ¿Te diste cuenta de que hace un rato llovieron arañas? —él asintió—. Me moría de ganas de hacerme un collar con ellas. ¿A quién se le puede ocurrir semejante majadería?

«A una bruja», pensó Héctor, pero tuvo suficiente sentido común como para no decirlo en voz alta.

—¿Y si me vuelvo malvada? —preguntó de pronto Natalia, acercándose repentinamente a él—. ¿Y si pierdo el control y hago cosas de las que pueda arrepentirme?

—Ése es un peligro que corremos todos. En Rocavarancolia, en la Tierra o en cualquier otro lugar… Es algo con lo que debemos aprender a vivir.

Ella sonrió y se le acercó todavía más, prácticamente se abalanzó sobre él. Quedaron el uno junto al otro, con sus cuerpos tan juntos que ni la lluvia podía pasar entre ambos. Héctor fue consciente de lo cerca que estaban los labios de Natalia de los suyos. Sentía su aliento en la cara, y era cálido y dulce.

—Pero es que todavía no sabes de lo que soy capaz —susurró Natalia, mirándolo a los ojos—. No puedes ni imaginar qué clase de pensamientos cruzan ahora por mi cabeza. No sabes nada de las tinieblas que se agitan en mi interior ni de las fuerzas que retuercen mis entrañas —los labios de Natalia relucían bañados en la tormenta. Dibujaron una sonrisa diabólica, llena de lluvia—. La oscuridad se cierne sobre mí, Héctor. Si me pierdo en ella, ¿vendrás a buscarme?

—Iría al infierno por ti —dijo con la voz entrecortada.

—Qué detalle —le contestó ella. Soltó una carcajada y se apartó de él con la misma brusquedad con la que se había acercado—. Puede que ése sea el destino que nos aguarda, Héctor. Ir al infierno. Todos nosotros. Desde el primero al último. Y quizá no sea tan malo como parece.

Una sombra eligió ese momento para aterrizar junto a ella. Era pequeña, del tamaño de un pastor alemán, con decenas de patas y una cabeza que recordaba a la de un delfín. Le susurró algo a Natalia al oído. La joven arrugó el ceño y gruñó por lo bajo. Se quedó pensativa bajo la lluvia un instante y luego miró a Héctor.

—Tengo que dejarte —le anunció con desgana—. Me reclaman. Se empeñan en que hay algo que debo ver y tiene que ser ahora. Algo relacionado con Adrián… No me van a dejar en paz hasta que vaya con ellas.

Se levantó del suelo y Héctor, tras una breve vacilación, la imitó. Al cambiar de postura sintió dos brutales punzadas en su espalda. Apretó los dientes. El dolor regresó, más fuerte que nunca. El arriba y el abajo se confundieron ante sus ojos y a punto estuvo de caer desplomado. Natalia continuaba hablando, pero él no podía escucharla. En su cabeza resonaban tambores de guerra.

—¿Héctor?

El dolor era insoportable. Lo que fuera que se ocultaba bajo su carne pugnaba por ganar la libertad y en su lucha parecía querer partirle en dos. El mundo se convirtió en un borrón de formas y colores. Alargó la mano en busca de algún apoyo y Natalia le agarró del brazo.

—¡Héctor!

La miró aturdido. Parpadeó para centrar la vista y luego retrocedió unos pasos, hasta casi caer del pedestal. El dolor seguía siendo terrible, pero ahora, por lo menos, era capaz de pensar con lucidez. Creyó escuchar la risa de las sombras tras él, aunque bien pudo haber sido producto de su imaginación.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.

—Es la espalda —alcanzó a murmurar—. Es como si me reventara por dentro…

—¿Quieres que me quede contigo? —quiso saber, visiblemente preocupada—. Por mí se pueden ir a paseo ellas y lo que quieran enseñarme.

—No hace falta. Vete. Estoy mejor, en serio. Ahora estoy mejor… —mintió. Le costaba trabajo hasta respirar. Sentía la espalda apelmazada, empapada, y sabía que no era sólo agua lo que corría por ella. No quería ni imaginarse el aspecto que podía tener—. Se acerca el momento… Y duele. Duele muchísimo.

Se sentó con cuidado en el pedestal. El dolor se reavivó durante un instante al doblar la espalda. Cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza. ¿Por qué no terminaba todo de una vez?

—Me quedo, no te puedo dejar así… —dijo Natalia, e hizo ademán de sentarse junto a él.

—Sí, sí que puedes… —le cortó él mientras con un brusco movimiento de su mano evitaba que se le acercara—. Estaré bien —le aseguró—. Vete con ellas. Vete, por favor… Yo… —gimió, resopló y luego la miró fijamente. Tuvo que tomar aliento antes de hablar—: Sé lo que va a ocurrir ahora y, si te soy sincero, prefiero estar solo cuando ocurra.

—¿Estás seguro?

—Seguro. Segurísimo. Vete por favor —y se mordió los labios para no gritar. Se aferró con ambas manos al borde del pedestal—. Vete…

Natalia lo miró extrañada. Parecía dolida ante su rechazó, pero Héctor no tenía fuerzas para seguir explicándose. Luego la joven asintió levemente, le dio la espalda y alzó la vista al cielo. Cuando habló lo hizo en la misma lengua incomprensible que usaban sus criaturas, y en sus labios sonó todavía más horrible.

Al momento varias sombras se desprendieron de las nubes y se posaron ante ella. Héctor, a pesar del dolor, no pudo evitar levantar la cabeza y mirar. Las sombras se fundieron unas con otras ante su amiga y formaron con sus cuerpos el inicio de una brumosa escalera que pronto se elevó más allá del pedestal. Después de echar un último vistazo a Héctor, Natalia empezó a ascender por ella. Sus pies se hundían ligeramente en los peldaños, como si éstos no fueran del todo sólidos, pero avanzó con la misma seguridad con la que había bajado y subido mil veces la escalera del torreón Margalar. Los escalones que iba dejando atrás se mantenían unos instantes en el aire antes de que las sombras que los formaban se dispersaran, siseando en su lengua oscura; unas se perdían en la noche y otras volaban de regreso a la cabeza cambiante de la escalera de sombras. Natalia siempre encontraba un nuevo tramo en el que apoyarse, aunque una décima de segundo antes no hubiera habido nada más que vacío ante ella. El remolino de turbulentas sombras comenzó a moverse hacia el sur, con ella siempre en la cúspide, subiendo más y más.

Héctor la vio perderse en la oscuridad rojiza de la noche, mientras resoplaba de puro dolor; a duras penas lograba contener las ganas de gritar y retorcerse. Luego, cuando la muchacha no fue más que una sombra entre sombras, despacio, muy despacio, se tumbó de costado en el pedestal y se abrazó a sí mismo bajo la tormenta.

* * *

Esmael aterrizó en el tejado plano del templo de los Suicidas Abnegados y se agazapó entre el sinfín de gárgolas cenicientas que poblaban su cornisa, todas con sus sogas bien anudadas al cuello. Desde allí contaba con una vista privilegiada del dragón de Transalarada. La bestia había quedado convertida en piedra a media embestida, con sus fauces abiertas de par en par y la garra disparada hacia delante en dirección a los jinetes que intentaban abatirla con sus lanzas. La piedra resplandecía bajo la intensa lluvia.

Adrián no tardó en aparecer. Esmael lo vio avanzar entre los guerreros y los monstruos de piedra en dirección al dragón. El muchacho apoyó una mano en el lomo de un caballo encabritado y al momento la piedra se ennegreció bajo su toque. Dejó la marca de su mano humeando en la roca y se aproximó al dragón; caminaba despacio, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, como si, de hecho, toda su existencia anterior no hubiera sido más que el preámbulo de lo que se avecinaba y quisiera saborear con calma esos últimos instantes de vida intrascendente, insignificante.

Esmael no pudo reprimir el impulso de asomarse de nuevo al hechizo de vigilancia que pendía sobre Mistral. Necesitaba ver al cambiante una vez más, comprobar que la puerta que le conduciría a la regencia continuaba abierta, sucediera lo que sucediese en aquella plaza. El ángel negro frunció el ceño al descubrir que Mistral había abandonado su forma original. Lo que ahora se mecía en la penumbra de la gruta no era un burdo muñeco hecho con cuerdas blancas, sino un niño de unos trece años, de piel broncínea y ojos verdes. Esmael se preguntó cuál sería el propósito de ese cambio, si es que de verdad tenía alguno y no era una nueva vuelta de tuerca en la locura de Mistral. No tuvo mucho tiempo de pensar sobre ello: Adrián había llegado hasta el dragón.

El muchacho se detuvo a un metro escaso de la criatura. Ambos componían una curiosa estampa bajo la lluvia: los dos completamente inmóviles, aunque la inmovilidad del dragón estuviera cargada de violencia y la del joven de una calma inhumana. Adrián, con las manos envueltas en llamas y la cabeza medio alzada, miraba a los ojos del monstruo, como si pretendiera devolverle a la vida con la única ayuda de su fuerza de voluntad.

Había sido en esa misma plaza donde Rocavarancolia había vivido su último momento de gloria, apenas una semana antes de que los vórtices del norte comenzaran a escupir ejércitos enemigos y todo terminara. Esmael recordaba muy bien aquella tarde. La plaza del Estandarte lucía muy diferente entonces: la cuarta torre, la que había sido construida con hielo mágico de Arfes, se elevaba solemne junto a sus hermanas, perfectas todas, sin una sola grieta que mancillara su superficie, y en el aire a gran altura flotaba la quinta torre: la construida con piedra ingrávida; el suelo de la plaza estaba embaldosado con azulejos multicolores y, en su mismo centro, dos minotauros de plata flanqueaban uno de los mayores vórtices que se abrían en Rocavarancolia. El portal conducía a Almaviva, un mundo feroz poblado por criaturas feroces, híbridos de reptiles y humanoides, que montaban en dragones capaces de escupir hielo. Además, Almaviva aventajaba a Rocavarancolia tanto en hechicería como en ciencia, y en los más de diez siglos que llevaba vinculada al reino, ni un solo rey había cometido la locura de intentar conquistarla. Pero Sardaurlar había jurado no detenerse hasta que el último de los mundos vinculados estuviera bajo su dominio, y cuando le llegó el turno a Almaviva, hacia allí fueron sus ejércitos. La guerra contra los dragones de hielo duró más de dos años y en todo ese tiempo la victoria pareció siempre una utopía imposible. Hasta la última batalla, la que fue, sin duda, la más salvaje y cruenta de todas las que se habían librado durante el reinado de Sardaurlar. Y contra todo pronóstico y esperanza, Rocavarancolia venció.

El regreso fue glorioso. Esmael nunca olvidaría el instante en que Sardaurlar emergió por el portal, montado en su halcón gigante y bañado por la luz ambarina del vórtice. El rey, tan exhausto como todos ellos, desenvainó su espada bajo el cielo de Rocavarancolia, la misma arma con la que poco después excavaría la tumba de la mayor parte de los que combatieron aquel día junto a él, y lanzó al aire un grito de victoria y júbilo. La plaza se vino abajo. El nombre de Sardaurlar salía de millares de gargantas a un tiempo. Esmael estaba a su lado, eufórico tras la batalla y, por una vez, se dejó llevar y unió su voz al griterío ensordecedor de la multitud que desbordaba la plaza. Nunca antes habían estado tan cerca de ser derrotados y por eso el sabor de la victoria resultaba aún más dulce. El cielo estaba tomado por dragones, magos y quimeras. Los trasgos y los muertos revividos de los nigromantes bailaban enfebrecidos; la manada aullaba entre licántropos verdaderos y hombres escorpión; los gigantes jaleaban a Sardaurlar entrechocando sus lanzas sobre el lomo de los mamuts acorazados; los guerreros alzaban sus armas ensangrentadas en su honor; hasta los vampiros sonreían entre los cuajarones de sombras que los protegían del sol.

Esmael se preguntó cuántas veces había revivido ese momento, cuántas se había torturado al pensar que la mayoría de los que aquel día celebraban la victoria pronto iban a estar muertos, apilados unos junto a otros en la fosa común que partiría la ciudad en dos. En Almaviva habían estado a punto de conocer la derrota; qué ignorantes, qué ingenuos habían sido al creer que tras burlarla allí no habría nada que pudiera detenerlos. Mientras ellos aclamaban a Sardaurlar, los ejércitos enemigos se estaban poniendo en marcha. No había sido nada más que una gran mentira, un espejismo que había llegado a Su punto álgido en esa misma plaza, cuando después de ver la muerte y la destrucción tan cerca, hasta el último de ellos se creyó inmortal.

Adrián, sin variar un ápice su postura, comenzó a levitar hasta quedar cara a cara con el dragón de piedra. En todo el tiempo que había permanecido inmóvil, ni un solo relámpago había hollado el cielo de Rocavarancolia. Era como si la tormenta también se hubiese detenido a mirar.

Esmael se irguió entre las gárgolas suicidas. No era el único que vigilaba la plaza. Vio a la muchacha bruja, muy alta en el cielo, sobre una ola de onyces oscuras que parecía una nube de tormenta más. Las sombras siseaban sin cesar a su dueña, pero ella no les prestaba atención: la bruja sólo tenía ojos para Adrián y el dragón. Los hermanos Lexel también flotaban en el aire, uno sobre la torre norte y el otro sobre la torre sur. Sus posturas eran idénticas allí arriba: los brazos cruzados ante el pecho; la cabeza inclinada, hacia la izquierda uno, a la derecha el otro; hasta el aleteo de sus capas parecía simétrico. Dama Araña espiaba desde una esquina arruinada de la torre de hielo, su aspecto resultaba más patético de lo habitual con su levita empapada y el pelaje apelmazado; muy cerca de ella estaba el pájaro metálico de Denéstor Tul, con el ojo de dama Desgarro. El hijo de Belgadeu también se encontraba allí, apenas a unos metros del dragón, tan inmóvil como los combatientes petrificados. Vio a Ujthan, acuclillado en el centro de la plaza, en el punto exacto donde se había abierto el vórtice hacia Almaviva; el guerrero apoyaba expectante su mano derecha en el suelo mojado mientras con la izquierda se frotaba, una y otra vez un tatuaje situado en su espalda, como si quisiera borrarlo a fuerza de restregones. Vio también a la arpía dama Moreda posada en un ventanal de la torre norte, con sus alas de buitre plegadas a su espalda; en el hueco del brazo derecho sujetaba la cabeza de Alastor, el traidor, la mezquina rata inmortal que él mismo había decapitado. Descubrió a dama Ponzoña, recubierta de víboras y riéndose entre dientes junto a uno de los árboles de piedra; a Derende, el hechicero negro al que una rémora de Almaviva había dejado sin magia y sin esperanza alguna de recobrarla y que desde el final de la guerra vivía como un ermitaño en el subsuelo; a Solberino, semioculto en las sombras; a Laertes y Medea, los dos brujos malditos… Media Rocavarancolia estaba presente.

Adrián alzó los brazos y comenzó el sortilegio de restauración ante las fauces abiertas del monstruo. Había repetido el hechizo tantas veces que no le hacía falta el libro para lanzarlo. Su voz dejó de ser una voz para convertirse en un desagradable crepitar, en un chisporroteo de palabras que nacían calcinadas en su garganta; la voz de Adrián era la voz de la ceniza, la llama era su palabra y el humo su verbo. Muchos hechiceros habían intentado antes ese mismo sortilegio, y la mayoría habían sido más poderosos de lo que probablemente aquel muchacho sería jamás, pero ninguno de ellos había sido un brujo del fuego y ahí estribaba la diferencia. La magia y la esencia de los piromantes estaban en conexión con los dragones. El fuego los hermanaba. En el fondo no importaba qué hechizo usara Adrián para traer de vuelta al dragón, lo que de verdad importaba era que el fuego que corriera por sus venas fuese lo bastante poderoso como para que el dragón respondiera.

Mientras observaba a Adrián, regresaron a su memoria las palabras con las que Sardaurlar había homenajeado a los vencedores de Almaviva, ignorantes de lo que se fraguaba en mundos que creían inofensivos, ignorantes de que el fin del imperio estaba a punto de llegar.

—¡Contemplaos! —aulló Sardaurlar desde el lomo de su halcón mientras los señalaba con Arax. Su voz reverberó en la plaza, imponiéndose a la multitud que gritaba su nombre—. ¡Contemplaos unos a otros! ¡Sois más grandes que vosotros mismos! ¡Sois tan grandes que ni siquiera la Historia os puede contener! ¡Miraos, hijos del infierno! ¡Ahora sois leyenda!

El ángel negro resopló, expectante, impaciente, sin apartar la mirada del dragón de piedra y Adrián.

—Hazlo, niño, hazlo —le animó desde las alturas—. Que el fuego llame al fuego. Que termine la maldición de la piedra quieta. Sácanos de aquí. Sácanos de esta oscuridad, de este triste olvido… Llévanos de regreso a la gloria, de vuelta a la leyenda. Despierta al dragón.

* * *

El dolor paró. Lo hizo abruptamente, sin previo aviso. En un momento Héctor se encontraba en la cima de la más pura agonía y al instante siguiente todo era calma.

Permaneció largo rato inmóvil bajo la lluvia, resollando como una fiera agotada. Aguardaba el retorno del dolor. Ni por asomo creía que aquella tregua fuese a resultar permanente. Pero los minutos transcurrieron, uno tras otro, lentos, tensos, y nada sucedió.

Finalmente decidió que ya había llegado la hora de probar fortuna y moverse. Primero se enderezó despacio en el suelo y, a continuación, más despacio todavía, se dio media vuelta y se sentó. Por primera vez desde que había despertado, no sentía dolor alguno, sólo una leve incomodidad en la espada y un escozor vago e impreciso. Aun así, necesitó unos minutos más para serenarse y reunir el valor suficiente para levantarse. En cuanto recuperó la verticalidad se tambaleó hacia atrás, desequilibrado. Era como si el peso de su cuerpo se hubiera redistribuido de una forma nueva por completo. Intentó compensarlo echándose hacia delante y a punto estuvo de resbalar en la piedra mojada. Fue entonces cuando las notó agitarse. Se tapó la boca con ambas manos, la oscura cubriendo la humana, como si temiera ponerse a gritar en cualquier momento. Las sentía. Sentía sus alas. Las notaba pegadas a la espalda; colgaban de ella, pesadas, demoledoramente reales, tan parte de su ser como la carne ensangrentada de la que surgían. Se preguntó si sería capaz de moverlas, pero la mera idea de intentarlo le hizo apretar aún con más fuerza las manos contra la boca.

Tenía alas.

Alzó la vista al cielo. Ya no le parecía tan lejano, tan inalcanzable. Apartó las manos de la boca, con los ojos fijos en la danza quebrada de los relámpagos y en la solemne quietud de la Luna Roja. Las dimensiones del mundo habían cambiado. Fronteras que antes había creído inamovibles acababan de saltar hechas pedazos. Dio un paso hacia delante y sus alas lo dieron con él.

Por primera vez en su vida fue consciente de las fuerzas que lo anclaban a la superficie. Pero ahora esa sujeción, ese agarre, no era más que un espejismo. Tenía alas. Podía burlar la fuerza de la gravedad cuando se le antojara. Dio dos pasos hacia delante, con la vista fija en los dibujos caóticos de los relámpagos en el cielo. Creyó percibir una pauta en ellos, como si no fuera el mero azar lo que les daba forma entre las nubes. Era como si cada relámpago fuese un signo de un lenguaje secreto, una letra de un alfabeto hasta entonces desconocido para él.

«Vuela», le pedía la tormenta.

Todo era movimiento. Acción y reacción. Todo estaba conectado. Como lo estaban los huesos, músculos y tendones de las alas a su espalda. Los puso en marcha. Era lo que tenía que hacer.

«Vuela», le ordenaba la Luna Roja.

Héctor se adelantó un paso y se quedó al borde del pedestal. Desplegó las alas de un golpe y ese sonido, vibrante y violento, se impuso en sus oídos al estruendo de la tormenta, al aullar del viento y al lejano rugir de un dragón al despertar.

Después saltó.