El sueño y el despertar

El sueño y el despertar

Héctor no sentía, no pensaba, no era nada.

El mundo había dejado de existir. La realidad se había desintegrado para transformarse en un vacío inconcreto en el que no había ni puntos de referencia ni escala alguna. El espacio y el tiempo habían quedado en suspenso, sustituidos por una plácida sensación de calor y ausencia. Héctor flotaba allí, ajeno a todo, hasta a sí mismo. Era feliz. Sin identidad, sin ser, sin estar en ninguna parte. En aquel limbo quieto todo era paz.

Luego llegó el dolor. Fue una brutal lanzada que le partió en dos, haciéndole consciente de pronto de su propia existencia. La agonía le dio forma del mismo modo en que las manos del alfarero modelan la arcilla. Y con la llegada del dolor, la cómoda tibieza en la que había estado instalado dio paso a un calor insoportable. La nada se llenó de fuego.

Era imposible medir el tiempo en aquel infierno. Cada instante era una eternidad, cada segundo un vasto océano de tiempo lento. Había periodos en los que el dolor menguaba, aunque sin llegar a desaparecer del todo. En esos paréntesis, de cuando en cuando, alcanzaba a distinguir susurros lejanos. Llegaban del otro lado de la negrura y aunque era incapaz de descifrar su significado, le resultaba consolador oírlos: le hablaban de un mundo donde no todo era dolor y fuego.

—Está ardiendo pero no es una fiebre normal… Mi padre llegó una vez a los cuarenta grados y no abrasaba tanto como él.

—No se le puede poner la mano encima. Quema.

—Es el veneno del trasgo. Lo está consumiendo.

Cuando el dolor remitía prestaba toda su atención a los sonidos que llegaban de más allá de la oscuridad, ansioso por oír esas voces extrañas. Se aferraba a ellas desesperado aunque no entendiera nada de lo que decían. Eran su única tabla de salvación, una suerte de oasis en el infierno.

—Soy Maddie, chico. Ya está bien de vaguear. Te necesitamos, ¿vale? Hace una semana que no vemos a Adrián y Natalia cada día me pone más nerviosa… —la voz tembló, perdió firmeza—. Despierta, despierta de una vez, por favor…

Y en aquel tiempo sin tiempo, en aquella interminable noche sin sueños, continuó la existencia de Héctor, lanceado por el dolor y abrasado por el fuego, incapaz de hacer otra cosa que debatirse en la oscuridad y esperar la llegada de las voces cuando el sufrimiento le concedía una tregua.

—No te preocupes, Héctor, estás a salvo. Mis sombras te vigilan noche y día. Recupérate con calma, ¿de acuerdo? Todo está bien aquí. Todo está bajo control… Me obedecen, ¿sabes? Me tienen miedo.

Durante una eternidad, nada varió en las tinieblas. Hasta que más allá de la barrera que lo separaba de la conciencia le llegó otra voz. No era la primera vez que la oía, pero en esta ocasión tenía un matiz diferente: sonaba más cercana, más intensa.

—No te mueras, no te mueras… Por favor, Héctor, no te mueras… Prometiste estar a mi lado cuando saliera la Luna Roja. Me lo prometiste.

Intentó recordar a quién pertenecía esa voz, pero le resultó imposible. Era incapaz de ubicarla y eso le desquiciaba casi tanto como el dolor y el fuego. En esa voz había algo, algo que… De pronto notó una caricia suave en los labios, tan sutil como el aleteo de una mariposa. Fue tal la dulzura de aquel contacto que recordó al momento el nombre de la dueña de esa voz: Marina. Y con el nombre llegó el alivio. Una intensa corriente de aire fresco recorrió la ardiente penumbra de su inconsciencia; las telarañas que lo amortajaban desaparecieron y por fin, después de mucho tiempo, Héctor logró pensar con claridad. El dolor y el fuego todavía persistían, aunque lejanos y distantes. La voz había desaparecido, pero ya no le hacía falta. Su tabla de salvación era ahora otra diferente: el recuerdo de la joven que amaba. Pensó en ella, en su cabello oscuro, en sus ojos azules, en aquellos labios que acababan de besar los suyos. Con cada detalle que recordaba, se sentía revivir. Marina estaba al otro lado de la oscuridad. Y ése era motivo más que suficiente para volver.

Hizo un supremo esfuerzo por despertar, intentó abrir los ojos, pero todos sus intentos fueron inútiles; sentía los párpados fundidos a sus globos oculares. Trató de hablar y no encontró boca que abrir, ni lengua de la que servirse. Y lo mismo cuando intentó moverse. Era capaz de notar su carne, y aun así algo le impedía controlarla.

Una nueva voz llegó hasta él, una voz que procedía ahora del mundo brumoso y dolorido en el que habitaba.

—El amor es maravilloso —dijo—. Alocado e insensato, por supuesto, pero maravilloso. Una vez estuve enamorada. O quizá soñé que lo estaba… Qué importa, los sueños son reales mientras se sueñan.

Había alguien con él en el letargo. Una mujer. Trató de localizarla en el cenagal que era su conciencia, pero no lo logró. El mundo no era más que un sinfín de capas de oscuridad y dolor dispuestas unas sobre otras.

—Aturdido. Perdido. El muchacho da vueltas en un carrusel de tinieblas… Miradlo, miradlo… El violín gira y gira… Pero ni sabe que gira ni sabe que es un violín…

—¿Dama Desgarro? —preguntó dubitativo. Aquel nombre había aparecido de pronto en su cabeza, ligado a la imagen borrosa de una criatura blanca y flácida, plagada de pústulas y cicatrices.

—Ni dama Desgarro ni dama Serena —la voz se alejaba y acercaba, cada palabra era pronunciada a una distancia diferente. Tan pronto parecía susurrarle al oído como nacía más allá del horizonte de su inconsciencia—. Soy dama Sueño. Tuve otro nombre hace décadas. Puedes usarlo si se te antoja: me llamaban Casandra. A mí tanto me da uno como otro.

Los cortinajes de oscuridad que tenía ante sí se abrieron un instante y permitieron la entrada a una luminosa silueta. Era una niña vestida con un camisón de seda blanca. No aparentaba más de doce años. Tenía el pelo claro recogido en una elaborada trenza que le caía a un lado, poblada de diminutas horquillas de cristal con forma de mariposa. Le miró sin pestañear con unos impresionantes ojos azules. Llevaba una taza de cerámica violeta en las manos, con un motivo de sirenas entrelazadas adornando el borde.

—Bebe —le ordenó, tendiendo la copa hacia él.

—Es un sueño —comprendió Héctor.

—Todo es un sueño. Siempre. Ahora bebe o morirás. El veneno te quema por dentro. Tus amigos están haciendo todo lo posible para mantenerte con vida, pero necesitarán ayuda. Bebe o me llevaré tu alma y la guardaré en una estatua de cristal.

El muchacho tomó la taza entre unas manos que hasta ese instante había ignorado que tenía. Contempló con atención su mano derecha; por algún motivo le llamaba poderosamente la atención, a pesar de ser idéntica a la otra. Sacudió la cabeza. No quería pensar en eso. Lo importante ahora mismo era la taza. La niña aguardaba con evidente impaciencia a que bebiera de ella. Héctor miró dentro. Estaba llena de un turbio licor dorado. Entrecerró los ojos. En la superficie de aquel líquido se agitaban diminutos torbellinos y tifones. Bajo aquel licor había vida, un mundo entero de prodigios sumergidos: entrevió distantes ciudades acuáticas semiocultas entre selvas de coral rojo y negro, templos submarinos cubiertos de algas, sirenas recostadas en arrecifes…

Miró a la niña, impresionado. La copa que tenía entre las manos contenía mundos enteros.

—No puedo bebérmelo; si lo hago, los mataré.

—No están vivos. Son los últimos sueños de los marineros ahogados… Y es lo único que puede salvarte —y la muchachita lo dijo con tal seguridad que no le quedó más remedio que creerla.

Asintió decidido. Cerró los ojos y apuró la copa de un solo trago. Casi creyó escuchar el griterío de una muchedumbre aterrorizada cuando el licor pasó de la copa a su boca y luego a su garganta. El efecto fue inmediato. Nada más beber, el dolor desapareció. Y lo recordó todo. Hasta el último detalle de lo que había ocurrido en los últimos meses. Una sucesión rápida de imágenes lo arrastró desde la lejana noche de Halloween en la que había comenzado su odisea hasta el momento actual.

Dejó transcurrir unos segundos, aún con los ojos cerrados, intentando habituarse a su nueva realidad, sin saber si gritar de rabia o echarse a llorar. No lo había creído posible, pero echaba de menos la ausencia y la nada. Prefería mil veces el dolor a recordar todo lo que había perdido. Respiró hondo, contó hasta diez y abrió los ojos por fin.

Un mundo completamente nuevo se mostró a su mirada.

Todo era luz y estruendo. Un diáfano cielo azul se extendía sobre su cabeza, en una perspectiva extrañamente abierta, como si él mismo estuviera suspendido a gran altura. Se encontraba en una azotea de baldosas amarillentas bordeada por un almenar que le llegaba hasta el pecho. Podía ver a kilómetros de distancia. El horizonte se curvaba a lo lejos, asediado por montañas en llamas. Héctor sólo tuvo un segundo para situarse. Frente a él, un dragón rugía. El aliento de la bestia lo envolvió. Apestaba a pólvora y matanza, a sangre hervida y carne recién masticada.

El dragón, de escamas negras y doradas, medía más de treinta metros de longitud y su prodigiosa cabeza estaba recubierta de pequeños cuernos negros. Agitaba las alas con tal potencia que a cada sacudida se escuchaba una pequeña explosión. A su lomo se encaramaban varios seres simiescos, de un sucio color verde, embutidos todos en armaduras oxidadas. No dejaban de agitar las armas y hacer muecas en dirección a Héctor.

El dragón volvió a rugir. Sus ojos, dos soles negros, estaban fijos en él. El muchacho vio la doble hilera de colmillos curvos y el fulgor de las llamas que anidaban en su garganta y se preparó para morir en los segundos siguientes. Nadie podía contemplar un espectáculo semejante y sobrevivir.

De pronto, algo inmenso impactó contra el dragón y lo lanzó a más de doscientos metros de distancia. Varias de las criaturas que lo montaban cayeron al vacío, gritando desesperadas. Héctor retrocedió, sobrecogido. Ante sus ojos se alzaba ahora un gigante pétreo, casi tan grande como el dragón al que acababa de golpear. Su superficie era una confusa amalgama de bloques de piedra agrietada, puertas y ventanas retorcidas, barandillas, rejas y escaleras. Se habría dicho que alguien había moldeado un gran edificio hasta darle un aspecto casi humano. No dejaba de batir las alas que surgían de la parte alta de su espalda, forjadas con tuberías y canalones retorcidos. La respiración de aquel ser sonaba como una avalancha constante, como si dentro de su garganta se derrumbara el mundo.

El dragón se contorsionó en el aire, lanzando furiosas dentelladas al vacío. La enorme bestia agitó con fuerza las alas y, tras soltar un soberbio rugido, embistió contra su adversario. Cuando apenas los separaban unos metros, proyectó la cabeza hacia delante, abrió al máximo la mandíbula y escupió un torrente de fuego sobre el gigante. Las puertas y ventanas que salpicaban su carne pétrea quedaron envueltas en llamas, la misma roca empezó a arder. El coloso de piedra, ajeno a la llamarada, saltó sobre el dragón. El choque entre ambos resonó en el aire con una potencia demoledora. Una vaharada de aire caliente y pegajoso hizo retroceder a Héctor con tal violencia que casi cayó de espaldas.

Por unos instantes contempló un confuso desorden de garras, colmillos y extremidades de roca que golpeaban y mordían envueltos en lenguas de fuego. Luego, ambos combatientes salieron de su campo de visión, arrastrándose el uno al otro. La perspectiva que se abrió entonces ante él le permitió contemplar la verdadera dimensión de lo que sucedía a su alrededor. Las piernas le fallaron. El dragón y el gigante de roca no eran los únicos contendientes: el cielo hervía de maravillas enfrentadas. Había incontables focos de lucha esparcidos en las alturas: en algunos se combatía uno contra uno, pero en otros eran auténticas hordas las que se enfrentaban entre sí. Héctor vio casi una veintena de criaturas semejantes a la que había decapitado a Roallen azuzando a cuatro gigantes de piedra. Decenas de dragones negros combatían entre nubes hechas pedazos. La mirada de Héctor saltaba de un lugar a otro, casi sin tiempo para asimilar lo que veía. Lanzadas de luz restallaban por doquier. Un tiburón alado, partido en canal, cayó del cielo perseguido por un ser indescriptible, todo cuernos y afiladas garras; más allá de su estela sangrienta, dos hombres volaban el uno frente al otro, intercambiando golpes de espada a una velocidad demoniaca entre torbellinos de luz y oscuridad tan altos que eran como columnas que sustentaran el mismo cielo.

No sólo se combatía en el aire. La tierra era un hervidero de agitación. Un campo de batalla que se extendía a kilómetros a la redonda y cuyo centro era la torre donde se encontraba Héctor. Mirara donde mirara, sólo veía violencia y destrucción. Una horda de animales parecidos a elefantes, montados por gigantes velludos, cargaban contra las huestes de hombres armados que protegían el edificio. El aire estaba repleto de estallidos y gritos de dolor.

—¿No es una lastima? ¡Tanta belleza haciéndose pedazos! ¡Qué desperdicio!, ¿no estás de acuerdo conmigo?

Junto a Héctor estaba la niña que le había dado la copa. Sólo que ya no era una niña, había crecido hasta convertirse en una hermosa mujer adulta, con la misma trenza rebosante de mariposas y los mismos ojos abiertos de par en par. Ahora llevaba un vestido sin mangas, a franjas en espiral negras y verdes.

—Es un sueño —balbució Héctor—. Tiene que ser un sueño.

—Oh. Sí. Por supuesto que es un sueño. Pero también es historia. Los que tienen la manía de poner nombre a todo bautizaron a esta batalla como el Fin de Varago. La he reconstruido para ti gracias a los sueños de los que combatieron en ella…

—¿Por qué? ¿Por qué quieres que vea esto? ¿Qué tiene que ver conmigo?

La única respuesta de la mujer fue girar su cabeza para mirar tras ellos. Héctor la imitó.

Un sujeto alto, cubierto de pies a cabeza con una túnica color sangre, corría de un extremo a otro de la amplia azotea que coronaba la torre. Empuñaba un báculo de madera negra adornada con piedras preciosas, terminado en un poliedro irregular de cristal brillante. Había otras criaturas en la azotea, seres de piedra semejantes al que se había enzarzado con el dragón, aunque de tamaño mucho menor. Héctor vio a uno al que le sobresalía un banco de respaldo metálico de la espalda, entre ladrillos agrietados y lo que parecían pedazos de césped. También había hombres de carne y hueso, la mayoría armados con arcos. Resultaba evidente que el hombre de rojo era su líder.

—Estamos en Ataxia, un antiguo mundo vinculado —le explicó dama Sueño, mientras se abanicaba con una pluma de pavo real que había aparecido de la nada—. El encapuchado que ves correr fuera de sí es Varago Tay, custodio de Altabajatorre y uno de los demiurgos más poderosos que han existido jamás… Estás contemplando su final, Héctor. Siéntete privilegiado. Dio vida a la ciudad que ocupaba esta colina para enfrentarse a las huestes de Rocavarancolia.

—¿Está atacando a los suyos? —preguntó.

—¿Te sorprende? La traición es bastante común en nuestro reino.

El hombre de rojo se aproximó veloz hasta ellos, se apoyó en las almenas y contempló el curso de la batalla. Héctor no pudo ver su rostro bajo la capucha, pero la postura de su cuerpo denotaba gran tensión. Se marchó con rapidez y ordenó a un grupo de arqueros que protegieran aquel flanco de la torre. Cuando llegaron hasta ellos, el chico se percató de que no eran flechas lo que cargaban en los arcos, sino unas escuálidas serpientes sin ojos, con las bocas desproporcionadamente grandes para sus diminutas cabezas. Los arqueros dispararon los reptiles en dirección a un nutrido grupo de dragones que se aproximaba por el este. Héctor vio volar las serpientes hacia ellos, rectas como flechas. Los dragones que eran alcanzados se revolvían al instante y se abalanzaban contra los de su propio bando, dominados al parecer por esas extrañas criaturas.

—Ataxia era un mundo vinculado más, un pequeño planeta habitado por criaturas semejantes a los seres humanos —le explicó la mujer, ajena por completo al caos de la batalla—. Desconocían la magia y vivían ancladas desde hacía siglos en algo similar a la Baja Edad Media terrestre. Era un mundo pobre, sin interés para Rocavarancolia. No contaba con riquezas de ningún tipo y la esencia de sus gentes era demasiado débil para servir a Rocavaragálago. Imagino que quienquiera que tomara la decisión de vincular ese mundo lo hizo pensando en el futuro; quizá tenía la esperanza de que transcurridos unos siglos Ataxia o sus habitantes pudieran llegar a merecer la pena, no lo sé. Lo cierto es que tuvieron que pasar doscientos años para que se encontrara una utilidad a esa tierra insulsa.

»En aquel tiempo Rocavarancolia estaba inmersa en la conquista de otro mundo vinculado, un planeta llamado Mascarada, y las cosas no iban demasiado bien. Los habitantes de Mascarada resultaron ser muchísimo más duros de lo que en primera instancia se esperaba; eran magníficos en la batalla, no conocían el miedo y jamás retrocedían. Su magia era rudimentaria, pero había algo que desequilibraba la balanza a su favor: su tecnología, tan avanzada y extraña que escapaba por completo a la comprensión de Rocavarancolia. No era la primera vez que el reino mordía más de lo que podía tragar, otros mundos habían resistido con éxito la embestida de los nuestros. Cuando eso ocurría, cuando quedaba claro que no había posibilidad de victoria, nuestros ejércitos simplemente se replegaban, regresaban a Rocavarancolia y cerraban todos los vórtices que nos unían a esa tierra. Pero en esta ocasión, no iba a ser tan sencillo. Los habitantes de Mascarada habían desentrañado el misterio de los vórtices y habían ideado un artilugio capaz de abrir portales entre mundos. Y eso puso a Rocavarancolia, por primera vez en su historia, contra las cuerdas. Porque Mascarada no se iba a contentar con expulsar a los invasores, no, no eran ese tipo de civilización: no se detendrían hasta destruir por completo a quienes habían osado atacarlos.

Algo estalló de pronto en el cielo a sus espaldas. Héctor se giró veloz, con el eco de aquel estruendo resonando en sus oídos, y aunque no llegó a distinguir qué había explotado, si pudo ver un brutal rastro de sangre empotrado en el azul llameante del cielo y varias estelas de humo precipitándose hacia tierra. Cuando se volvía de nuevo, otro resplandor en las alturas le hizo alzar la vista. Por un segundo creyó que era el sol de Ataxia lo que contemplaba, pero era demasiado grande y desvaído para tratarse de eso. El corazón le dio un vuelco al reconocer lo que flotaba sobre sus cabezas: una proyección del reloj de la fachada del torreón Margalar, tan enorme que ocupaba medio cielo. En aquella fantasmagórica imagen, la estrella de diez puntas casi había completado su recorrido, y a punto estaba de llegar a la Luna Roja que coronaba la esfera. Héctor se volvió hacia dama Sueño. La mujer sonrió al ver la consternación en su rostro.

—Queda poco tiempo, es cierto. Pero aún tenemos más que suficiente para que termine la historia —guardó silencio unos instantes, con los ojos cerrados y la sonrisa todavía en los labios—. ¿Por dónde iba? ¡Ah! Mascarada, Ataxia… La guerra. Sí. La situación, como te decía, era desesperada —continuó la mujer—. Las legiones de Mascarada pronto atacarían Rocavarancolia, y a la vista de lo que había ocurrido en su mundo, las posibilidades de derrotarlos eran prácticamente nulas. Por eso se optó por tomar medidas drásticas. Ni misericordia ni piedad. Rocavarancolia usaría contra el enemigo uno de los hechizos más crueles y destructivos que se conocían en aquel entonces: usarían la Negrura. Un nombre ominoso y adecuado para el conjuro en cuestión. La Negrura es un sortilegio que destruye al instante y por completo el mundo sobre el que se lanza. No queda nada, absolutamente nada. Ni cenizas. Pero para que un hechizo de tal magnitud funcione, no sólo se requiere del poder conjunto de un buen número de hechiceros, se necesita también un sacrificio inicial tan brutal como el propio sortilegio en sí. Para hacer funcionar la Negrura, debe ofrecerse en sacrificio el alma de un planeta. Para acabar con Mascarada, Rocavarancolia tenía que destruir antes otro mundo.

—El alma de un planeta… —repitió Héctor. El concepto era abrumador. Casi tanto como hablar de la destrucción de planetas enteros.

—Sí, niño. Los mundos tienen alma. Todo lo que está vivo cuenta con una; almas pequeñas o enormes, diminutos chispazos de luz o destellos cegadores. Lo mismo da, en el fondo tanto unas como otras son idénticas en esencia. Por lo común, el alma de un mundo no está ubicada en un solo lugar: se encuentra dividida en varias partes y repartida por toda su superficie. Reunirías es una tarea ardua y conseguirlo, en el mejor de los casos, puede llevar meses. Y Rocavarancolia no disponía de ese tiempo. Pero estaba Ataxia. El único mundo conocido cuya alma estaba concentrada en un solo punto: un bosque gigantesco en el trópico del planeta. Sólo tenían que mandar una expedición allí y hacerse con ella. Nada más. Una misión sencilla en un mundo inofensivo. Le arrebatarían el alma, condenando así al planeta a una muerte lenta. Ataxia agonizaría durante décadas hasta quedar convertido en una roca estéril flotando en la nada. Un final terrible, sin duda; si te interesa mi opinión, todavía más atroz que la destrucción instantánea que tenían reservada para Mascarada.

»Una pequeña guarnición se puso en marcha rumbo a ese bosque, encabezada por el hombre que aquí ves: Varago Tay, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre. No eran muchos los que lo acompañaban. Ataxia era un mundo inofensivo y poca oposición podían encontrar a sus planes. Pero algo se torció, algo del todo inesperado. Varago no fue capaz de arrancar el alma del planeta. No tuvo valor. Porque eso hubiera significado destruir el bosque que la albergaba, y no podía hacer eso.

—¿Era un bosque encantado?

—No. Simplemente era hermoso, el lugar más hermoso que los monstruos de Rocavarancolia habían contemplado jamás. Varago y sus hombres no daban crédito a lo que veían. La mera visión de ese lugar cambió su existencia, ¿comprendes? El alma de Ataxia, de algún modo, cambió la suya. Decidieron preservar el bosque de la destrucción, aunque eso significara enfrentarse a los suyos, aunque significara el final de Rocavarancolia. El rey intentó hacerles entrar en razón, pero todo fue inútil. Varago se negaba a escuchar; el bosque lo había enloquecido. Juró defenderlo con su vida. A Rocavarancolia no le quedó más remedio que retirar efectivos situados en la primera línea de defensa para derrotar al demiurgo rebelde y hacerse con el alma del planeta. Y ésta es la batalla que contemplas ahora. Varago y los suyos, aliados a los primitivos habitantes de Ataxia, se enfrentan a las huestes del reino comandadas por el mismísimo rey de Rocavarancolia.

—¿A ellos no les afectó el bosque?

Dama Sueño negó con la cabeza.

—El rey sabía a lo que se enfrentaban, por eso se encargó personalmente de escoger a los que marcharían con él a Ataxia: cohortes de no muertos, duendes y trasgos, demonios negros… Lo peor de cada casa. Criaturas que ni por asomo se verían afectadas por la belleza de lugar.

—¿Y qué ocurrió?

—El demiurgo fue derrotado, por supuesto. Por muy poderoso que fuera, se enfrentaba a una fuerza muy superior. Varago cayó.

Algo aulló de dolor muy cerca de ellos. Héctor se apoyó en un hueco entre las almenas y miró hacia abajo. Una criatura trepaba por la fachada, una especie de dragón sin alas.

Tenía el lomo erizado de lanzas y flechas, y decenas de criaturas rocosas se aferraban a sus escamas y la golpeaban con saña para detener su avance. Lo que más impresionó a Héctor fue la mirada de la bestia: el dolor y la agonía que se reflejaba en ella eran tan insoportables que por un segundo creyó sentirlos en su propia carne. El dragón bramó y se soltó de la torre, ya sin fuerzas para continuar, y cayó a la muerte, arrastrando consigo a los seres de piedra que seguían golpeándolo, ciegos de rabia.

Héctor apartó la vista, asqueado, y se volvió hacia dama Sueño.

—No quiero ver más —dijo—. Páralo. Páralo ya.

—Está bien, niño pusilánime. Saltemos al final.

El mundo que los rodeaba se aceleró, los combatientes en el aire y en tierra se convirtieron en difusos borrones. Héctor alzó la mirada hacia el cielo. La estrella de diez puntas y la Luna Roja seguían allí, firmes entre el caos de figuras brumosas y resplandores, cada vez más cerca la una de la otra. Cuando el tiempo se frenó y volvió a su cauce normal, todo había cambiado. La torre estaba ennegrecida y buena parte de sus almenas se habían venido abajo. En un extremo de la azotea, de rodillas, se encontraba Varago Tay, rodeado de una turba de criaturas simiescas y de unos seres pálidos y demacrados que no podían ser otra cosa que muertos vivientes. Había cadáveres y pedazos de criaturas de piedra esparcidos por todas partes.

Un dragón de un blanco inmaculado se acercaba desde el norte. Tenía cuatro alas; las superiores eran enormes y anchas, mientras que las que le nacían a mitad de lomo eran estrechas y alargadas. No tardó en llegar hasta ellos. Llevaba la cabeza espigada cubierta por un yelmo de plata labrada del que sobresalía un cuerno afilado y sus ojos, dos estrechas ranuras horizontales, eran de un cegador color rojo. Tras trazar un círculo perfecto en el aire, aterrizó en el centro de la torre. La ventolera provocada por sus cuatro alas despeinó a Héctor y arrancó un par de mariposas de cristal de la trenza de dama Sueño. La mayor parte de los engendros que habían tomado el lugar se postraron en el suelo en cuanto la gigantesca bestia tocó tierra; sólo unos pocos permanecieron en pie, aunque con la cabeza inclinada en señal de reverencia. El dragón se inclinó también, pero no como atención a los presentes, sino para permitir que su jinete descendiera. Héctor vio cómo un enorme trasgo saltaba del lomo del dragón a la azotea.

—Su majestad Castel, el octavo rey trasgo de Rocavarancolia —anunció dama Sueño—: El destructor de mundos.

Héctor no pudo evitar sobrecogerse. Su aspecto era aún más feroz que el de Roallen. Era todo músculo y vigor; no tenía nada que ver con el trasgo famélico que los había atacado. Sus ojos eran diminutos, dos pequeños puntos negros que casi costaba percibir sobre el hocico chato. Ceñía su frente una fina corona de oro e iba vestido con una armadura de plata blanca y una capa roja con el borde negro y dorado.

Varago Tay suspiró al ver acercarse al trasgo. Uno de sus guardianes le retiró la capucha de la túnica, dejando al descubierto un rostro gris y apergaminado, de ojos negros y nariz ganchuda. A Héctor le recordó inmediatamente a Denéstor Tul. Saltaba a la vista que aquel ser era de la misma especie que el duende.

El trasgo se detuvo ante el ser arrodillado. Su presencia empequeñecía a todos los presentes, y no sólo por sus más de tres metros de altura: aquella criatura irradiaba una grandeza abrumadora.

—Varago —gruñó el trasgo, e hizo un brusco gesto de saludo en dirección al hombre gris.

—Majestad… —Varago inició una reverencia que no llegó a concluir, las criaturas que lo sujetaban se lo impidieron. Gruñó dolorido y alzó la cabeza hacia el rey trasgo. Podía estar agotado, pero aún tenía fuerzas para desafiar al monarca, al menos con la mirada—. Lamento que los acontecimientos no nos hayan dejado más alternativa que enfrentarnos en el campo de batalla —hablaba entre jadeos entrecortados—. Ninguno de los dos deseábamos que sucediera esto.

—No me insultes, demiurgo. Si tú no lo hubieras querido, no habría pasado. Te rebelaste contra mí, contra el reino. Traicionaste a Rocavarancolia en su momento de mayor necesidad.

—Hice lo que tenía que hacer.

—Y yo haré lo que debo hacer —hizo un gesto en dirección a alguien situado tras él—. Traed mi espada.

Una de las criaturas simiescas se aproximó con rapidez al dragón y tomó la gigantesca espada enganchada a la silla de montar. Se trataba de un arma de más de dos metros y medio de longitud, con la empuñadura curva, enfundada en una vaina oscura. El simio se la colocó sobre el hombro y regresó junto al monarca, encorvado por el peso de la espada. El trasgo la empuñó y la levantó sin esfuerzo alguno, todavía dentro de la vaina.

—Ni siquiera te has detenido a mirar el bosque —gruñó Varago—. Antes de arrasarlo, míralo, por favor. Tienes que comprender por qué lo he hecho. Tienes que saberlo.

—Inclinadlo —ordenó el trasgo mientras retiraba la vaina de la espada y la dejaba caer. El mismo simio que la había traído se apresuró a recogerla. La hoja del arma era negra. Todas las criaturas reunidas en la azotea observaron expectantes.

—Por favor… Hazme caso, Castel. Contempla el bosque. Aunque sólo sea una vez —insistió Varago mientras sus captores le forzaban a inclinarse. Uno de ellos tiró de su túnica hacia atrás para que el cuello quedara a la vista—. ¡Castel! —aulló, estirando la cabeza en dirección al rey—. ¡Míralo!

—Fue lo primero que hice al venir, Varago —dijo, y empuñando el arma con ambas manos la alzó sobre su cabeza—. Y si he de serte sincero, no me ha emocionado en lo más mínimo.

Héctor se giró para no ver lo que se avecinaba. El recuerdo de la decapitación de Roallen seguía fresco en su memoria. Cerró los ojos con fuerza. Ignoró el silbido del arma al cortar el aire, el desagradable chasquido carnoso que llegó después y el ruido blando de la cabeza al caer al suelo.

—Está hecho —escuchó decir al trasgo. Pero él no se volvió. Se limitó a abrir los ojos y contemplar el vuelo de los dragones y las quimeras en el cielo manchado de guerra, agotado de soñar, cansado de contemplar maravillas y milagros. El mundo entero hedía a muerte. Héctor se preguntó cuándo terminaría todo, cuándo llegaría la paz, la calma…

—Majestad —dijo al cabo de unos instantes una voz gutural y pesada a sus espaldas—. Todo está dispuesto. Los hechiceros preparan ya el conjuro de extracción. En unos minutos el alma de Ataxia será nuestra y podremos emprender el regreso. Quizá le agrade ver cómo se consume el bosque, me han asegurado que será un espectáculo digno de ver.

Cuando el rey trasgo habló, su voz sonó diferente, sonó hastiada, amargada.

—Que detengan el conjuro —ordenó—. Haz que paren. Que dejen esa alma donde está.

—¿Majestad? ¿El bosque? No comprendo…

—No hay nada que comprender, necio. Aquí hemos terminado. Volvemos a Rocavarancolia. Enterrad la cabeza de Varago en ese maldito bosque y cargad el cuerpo en mi dragón. Será enterrado en el Panteón Real. Y haz reunir al consejo, querré verlos en cuanto regrese. Vamos a necesitar otro mundo al que robarle el alma.

En ese mismo instante algo cambió dentro del sueño. La atmósfera se suavizó de repente, el aire llegó a sus pulmones libre del hedor a matanza. Héctor se giró despacio. Seguía en la azotea, pero en lo alto de aquella torre sólo quedaban dama Sueño y él. Los monstruos y los cadáveres habían desaparecido.

—Cerraron el vórtice —dijo la mujer. Hablaba despacio, sin dejar de mirar el lugar donde habían obligado a Varago a inclinarse. La expresión de su rostro era indescifrable—. Desvincularon Ataxia y buscaron otro mundo al que robarle el alma. Tras muchas vicisitudes lo consiguieron y Rocavarancolia venció: Mascarada fue destruida. Y Varago consiguió lo que quería: el bosque sobrevivió.

Héctor contempló a la mujer largo rato. De pronto, un súbito presentimiento le hizo levantar la vista al cielo. Sobre sus cabezas, la luna y la estrella coincidían al fin. El momento tan temido había llegado. La Luna Roja estaba saliendo en Rocavarancolia. Y no era en esta delirante ensoñación donde él debía estar. Debía estar despierto, junto a sus amigos, al otro lado del sueño, en la pesadilla, afrontando lo que fuera que estuviera pasando en la ciudad en ruinas. Iba a pedirle a dama Sueño que lo mandara de regreso, pero comprendió que sería inútil hacerlo; él no tenía ni voz ni voto en aquello. No podía elegir cuándo tenía que terminar ese sueño, de igual manera que no había tenido nada que ver con su comienzo.

—¿Por qué me has mostrado esta carnicería? —preguntó en cambio.

Dama Sueño no contestó, se limitó a darse la vuelta y caminar despacio hacia las almenas, con los brazos cruzados bajo el pecho y acariciándose los hombros con las manos. Héctor fue tras ella.

—¿Se supone que debo aprender algo de todo esto? —quiso saber—. Déjame pensar: ¿que hasta los monstruos pueden tener su parte noble? ¿Eso es? ¿Que nada es tan terrible como parece? ¿Algo así? ¿Eso es lo que tengo que aprender?

Dama Sueño le miró con severidad. Héctor fue consciente por primera vez del extraordinario poder de la mujer que tenía ante sí. Pero eso no lo acobardó. Sostuvo su mirada sin pestañear siquiera.

—No es a mí a quien debes preguntarle qué has aprendido —le respondió dama Sueño—. Tienes que preguntártelo a ti mismo… —sonrió de manera tan repentina que Héctor, tomado por sorpresa, dio un paso atrás—: Y como soy de naturaleza curiosa, por favor, apiádate de mí y respóndete en voz alta. Así podré oírte.

Héctor suspiró. Luego se encogió de hombros. Si no quedaba otro remedio, le seguiría el juego a aquella mujer. Qué más daba.

—Lo único que he visto aquí ha sido muerte y destrucción —dijo—. Nada más. Seres despedazándose unos a otros sin piedad. Me has mostrado la guerra, dama Sueño. Me has enseñado lo horrible que puede llegar a ser el mundo y lo crueles que pueden llegar a ser los que lo habitan. No, no he aprendido nada. Porque no me has enseñado nada que yo ya no supiera.

—¡Pobre tonta! —exclamó ella y se dio una palmada en la frente—. ¿Ya lo sabías? Perdóname, Héctor. Y yo aquí, haciéndote perder el tiempo… —parecía genuinamente sorprendida—. Los soñadores no estamos muy bien de la cabeza, ¿sabes? Perdemos el norte con facilidad… —sonrió de nuevo y algo en su sonrisa le hizo comprender a Héctor que eso no era todo—. Pero hay algo que… —comenzó—. No sé, quizá sea una nadería, pero me ha llamado poderosamente la atención… Es probable que no tenga importancia alguna, claro. La cuestión es que llevamos aquí, en lo alto de esta torre, un largo rato y en todo ese tiempo… —resopló y Héctor frunció el ceño—. ¿Cómo explicarlo?: cuando no estabas mirándome a mí mientras te aburría con mi historia, andabas con la vista perdida en la luna y la estrella del cielo o en los batallones de espantos que se masacraban a nuestro alrededor. ¿Y sabes una cosa, Héctor? —le miró fijamente y en el brillo de sus ojos quedó claro que estaba disfrutando el momento—. En todo ese tiempo, ni siquiera has mirado el bosque.

Y señaló hacia su derecha.

Héctor miró por encima de las almenas. Y lo vio. Dama Sueño tenía razón. Había estado siempre allí, pero él no se había detenido a contemplarlo ni una sola vez, más atento al caos que lo rodeaba que a aquel paisaje. Y nada más poner la vista sobre él, comprendió por qué Varago Tay había traicionado a Rocavarancolia. Nadie que tuviera corazón podía resistirse a la rotunda y absoluta belleza de aquel paraje y permanecer impasible. Héctor sólo pudo contemplar el bosque durante un instante; de pronto, mientras su mirada ansiosa intentaba abarcar de parte a parte aquella maravilla, mientras trataba de memorizar hasta el último detalle de lo que veía, el bosque desapareció envuelto en un torbellino de negrura.

—¡No! —gritó horrorizado al verlo desaparecer. La torre y el mundo que la rodeaba se desvanecieron también—. ¡No! ¡Ahora no! ¡Maldita sea! ¡No te lo lleves! ¡Déjame verlo!

—Quizá eso era lo que pretendía enseñarte —dijo dama Sueño, ya inmersa en las tinieblas—. Que lo que de verdad importa es el bosque, no lo que ocurre a su alrededor. Pero es tan fácil extraviarse en lo obvio, en el ruido… O quién sabe, quizá todo esto no sean más que delirios de una vieja loca —guardó silencio. Héctor aún sentía el tacto de la almena en la que se apoyaba, pero hasta eso se iba desvaneciendo—. No hay tiempo para más, Héctor —dijo dama Sueño—. Es la hora. Hora de que abandones mi sueño para que puedas regresar al tuyo y despertar.

—¡Espera! —gritó él.

—Adiós, mi querido violín —la voz se oía cada vez más y más lejana. No era sólo la oscuridad lo que le separaba de dama Sueño, había universos enteros entre ambos—. Con suerte no volveremos a vernos nunca más.

Y se hizo el silencio. Un silencio tan desorbitado que fue como si nunca hubiera existido sonido alguno. Por un segundo, Héctor estuvo solo en la oscuridad. Fue sólo un segundo. Luego llegó la luz.

* * *

Despertó de manera tan brusca que el corazón le dio un vuelco en el pecho; lo sintió removerse como si estuviera mal sujeto a la arquitectura interna de su cuerpo y pudiera desprenderse de él en cualquier momento. Se incorporó hasta sentarse en la cama. Hacía frío, un frío atroz. Sentía la piel tirante, agrietada… Todo era penumbra. De pronto, escuchó un silbido cerca, un ruido extraño que no alcanzó a situar pero sí a identificar: el de las sombras de Natalia al desplazarse. Miró a su alrededor. El mundo no era más que una confusa mezcla de siluetas informes y colores apagados.

Pestañeó varias veces y al hacerlo sintió algo desprenderse de sus párpados. No eran legañas: era hielo. No podía dejar de temblar. Intentó serenarse. Había pasado mucho tiempo inconsciente y la desorientación era normal. Tenía que habituarse a la realidad, al mero hecho de estar despierto. Sacudió la cabeza. El mundo se fue aclarando poco a poco ante sus ojos, las formas comenzaban a dibujarse a su alrededor. Lo primero que vio, entre tinieblas llorosas, fue el muñón vendado en que terminaba su brazo derecho. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. De la mano cortada llegaba un latido acelerado, una suerte de frenético golpeteo de tambor. No era dolor, era otra cosa. Algo diferente.

Apretó los dientes y de nuevo miró a derecha e izquierda, tratando de no pensar en ese hueco en su propio cuerpo. Su visión cada vez era más clara. Se encontraba en una habitación del torreón Margalar, la misma que ya habían usado antes como enfermería. Tanto la cama como las paredes y el techo estaban cubiertos de hielo. En el aire flotaban cientos de estrellas rojas, un sinfín de ascuas luminosas que revoloteaban por todas partes de manera lenta, melancólica. No había ni rastro de sombras. Todo el lugar se hallaba iluminado por el suave resplandor rojizo que se colaba a través de las troneras. Fuera aullaba la tormenta, pero el sonido que llamó su atención no procedía del exterior sino del mismo cuarto en el que se encontraba: era un sollozo constante, un llanto por lo bajo casi inaudible.

Héctor miró en esa dirección y descubrió a alguien sentado en una silla junto a la puerta, semioculto en las tinieblas rojizas; estaba reclinado hacia delante, con las manos en el regazo. Bajo aquella luz resultaba muy complicado distinguir quién era.

—¿Hola? —dijo después de no poco esfuerzo. Su propia voz le resultó extraña, ajena.

La figura sentada no dio visos de haberlo oído. Continuó encorvada, llorando muy bajo.

Héctor retiró la sábana que lo cubría y bajó de la cama, vestido sólo con un calzón negro. Llevaba días inconsciente, pero su cuerpo no daba muestra alguna de debilidad. Más bien al contrario: en cuanto se puso en marcha sintió una desconcertante sensación de fortaleza.

La piedra helada del suelo se le antojó nueva bajo los pies descalzos; la torre entera, bañada en aquella pulsante luz rojiza, daba la impresión de estar recién construida; hasta el propio aire parecía renovado. Aquel mundo no era el mismo que recordaba. O quizá no se trataba de eso, quizá era él quien había cambiado. Las pavesas rojas seguían con su lenta danza en la habitación, con la parsimonia y delicadeza con la que caen los primeros copos de nieve del invierno. Una de esas partículas revoloteó hasta Héctor y se le posó en la mejilla. Se la quitó de encima de un manotazo. Desvió la mirada hacia una tronera, pero no se atrevió a acercarse. El resplandor sangriento que se colaba por ellas era la luz de la Luna Roja y aún no estaba preparado para enfrentarse a ella. En vez de eso dio un paso en dirección a la figura que lloraba.

No reconoció de inmediato a Bruno, a pesar de que vestía el gabán de siempre y tenía entre las manos la chistera esmeralda. El pelo rizado le caía en desordenados bucles, cubriéndole buena parte del rostro. Las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas.

—¿Bruno? —llamó dubitativo.

El italiano alzó la vista despacio, lo descubrió a su lado y sonrió.

—Héctor —murmuró—. ¡Héctor! —se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía los ojos húmedos, pero la radiante sonrisa que le dedicaba desterró de un plumazo toda tristeza de su cara—. Lo siento, lo siento mucho… Ni me he enterado de que despertabas… —dejó caer la chistera al levantarse de la silla. Sin mediar más palabra se acercó a él y le envolvió en un fuerte abrazo—. Qué alegría verte despierto…

Héctor fue incapaz de reaccionar. Permaneció atónito entre los brazos del italiano. Bruno debió de percatarse de su perplejidad, porque se apartó de él rápidamente. Parecía avergonzado.

—Perdona… No sé comportarme… Y supongo que me llevará un tiempo aprender… —le observaba con vivo interés, como si quisiera comprobar que sus rasgos seguían siendo los mismos—. Me alegra ver que estás bien y quería demostrártelo. ¿El abrazo no era oportuno? —quiso saber.

Por un instante, Héctor no supo qué contestar. Que Bruno le abrazara era una de las cosas más insólitas que le habían ocurrido en Rocavarancolia. Sacudió la cabeza.

—Olvídalo. No me lo esperaba. Sólo eso. ¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.

—Ha salido la Luna Roja y ahora todo es… Todo es… —daba la impresión de ser incapaz de verter en palabras sus pensamientos y que eso, lejos de frustrarlo, le fascinaba. Sorbió por la nariz y le miró a los ojos—. Todo es diferente, ¿comprendes? —se agachó para recoger su chistera, se la puso y echó a andar a grandes zancadas hacia la tronera más cercana—. Y todo es magnífico y a la vez… —dejó de hablar, presa de un repentino ataque de llanto. Las pavesas de fuego se agitaban a su alrededor, inquietas por su presencia.

—La Luna Roja… —murmuró Héctor. Estaba ahí fuera. Sólo tenía que acercarse para verla. No lo hizo. Se quedó donde estaba, inmóvil.

El italiano asintió. Se sosegó y respiró hondo.

—Rocavaragálago se ha puesto al fin en marcha. Oh —se llevó la mano a la boca, como si acabara de recordar algo sumamente importante—. Oh —repitió, girándose hacia Héctor. De nuevo las lágrimas rodaban por sus mejillas, a raudales, tan rápidas que era como ver dos riachuelos desbordados—. ¿Puedes sentirlo? ¿El bullir de la sangre? ¿La vida a tu alrededor? El latido. Aquí y ahora. ¿Lo notas? —volvió a mirar fuera, sonriendo y abriendo los brazos en cruz—. El latido del mundo.

En ese momento el torreón Margalar se estremeció. Fue una brusca sacudida que hizo que ambos se tambalearan. En la distancia se escuchó el estruendo de lo que podía ser un edificio viniéndose abajo. Luego nuevos ruidos de derrumbe salpicaron la ciudad. Rocavarancolia entera temblaba. El temblor apenas duró unos segundos pero Héctor sintió que sus ecos perduraban en su cuerpo, como si la misma onda sísmica que acababa de recorrer la ciudad se cebara ahora con él. El picor de su muñón se recrudeció, las palpitaciones se hicieron más rápidas. Apretó los dientes y a su pesar se acercó a Bruno, que continuaba mirando embelesado por la tronera. Le aferró del hombro y le obligó a volverse hacia él, sin mirar en ningún momento la curva roja que se intuía en el cielo más allá de la ventana.

—¿Dónde están las chicas? —preguntó con voz ronca. El picor de su brazo se había extendido a otras partes de su cuerpo. Ahora lo sentía también en su vientre y en la espalda, justo bajo los omoplatos. Eran escalofríos rápidos, corrientes eléctricas que mordían su piel a intervalos cada vez más cortos.

—Bajaron poco después de anochecer. Yo me quedé contigo. No me gusta dejarte solo con las sombras de Natalia… No me fío de ellas —se acarició el cuello de manera lánguida, sin parar de llorar, luego se detuvo y contempló las yemas de sus dedos como si fueran la cosa más maravillosa del mundo. Sonrió—. Y salió la luna, la inmensa luna… Y el cielo sobre Rocavaragálago se llenó de estrellas… —casi parecía estar cantando—. Y el mundo entero cambió. Y yo me vine abajo y… —se miró las palmas de las manos, repentinamente serio—. Si esto dura mucho, me volveré loco… Tengo que controlarme. Tengo que controlarlo. ¿Cómo lo hacéis vosotros? ¿Cómo resistís este torrente de sentimientos cada segundo de cada día? ¡Qué locura!

Héctor negó con la cabeza. Tenía que salir de allí.

—Voy a buscarlas.

Bruno asintió distraído y se volvió otra vez hacia la ventana. Cerró los ojos mientras la luz rojiza le bañaba el rostro. La plácida sonrisa de sus labios contrastaba con el raudal de lágrimas que fluía bajo sus párpados. Héctor caminó de espaldas unos instantes, sin apartar la vista del italiano, impactado todavía por su transformación. Resopló y salió deprisa.

Bajó por las escaleras más rápido todavía. Cuando llegaba al último tramo, un nuevo temblor, más fuerte que el anterior, sacudió el torreón. Héctor perdió el equilibrio a mitad de un paso y rodó escaleras abajo, dando tumbos a cual más violento. Su cabeza golpeó con fuerza contra el suelo pero no sintió dolor alguno. Permaneció tumbado, conteniendo la respiración, mientras a su alrededor el mundo temblaba. Finas hilachas de polvo se desprendían desde las vigas del techo. Una estantería se vino abajo con estrépito y sembró el piso de platos y vasos rotos.

Héctor apretó los dientes. Las lanzadas en su muñeca y en su espalda latían otra vez en sintonía con el terremoto. Se hizo un ovillo en el suelo, aferrándose el muñón con la mano izquierda. Le ardía como si estuviera recubierto de lava. De pronto el temblor cesó, de forma tan brusca como había comenzado, pero él continuó a merced de las salvajes corrientes eléctricas que recorrían su ser: de su espalda a su muñeca y vuelta a empezar, frenéticas y brutales. A su alrededor revoloteaban verdaderas nubes de chispas rojizas; algunas se le adherían al cabello y a la piel, pero él ya no hacía nada por quitárselas de encima. La puerta del patio estaba abierta y por ella entraba la tibia luz roja del exterior, extendiéndose por el suelo como una brillante marea de sangre.

Eso que sientes es la Luna Roja; la Luna Roja y Rocavaragálago transformando tu cuerpo, escuchó en su mente. Héctor abrió los ojos de par en par. Era la misma voz que le había despertado en su primer día en Rocavarancolia: la voz de dama Serena. Intentó ponerse de pie, pero a lo máximo que llegó fue a arrodillarse en el suelo, apretando el muñón contra su pecho.

En el respaldo de una silla estaba posado el pájaro metálico que le había guiado al cementerio, con el ojo de dama Desgarro bien sujeto en el pico.

—Dama Desgarro… —murmuró con un hilo de voz.

Héctor se mordió el labio inferior. Las imágenes temblaban ante sus ojos. No era dama Serena quien le había estado hablando en su mente durante el discurso de bienvenida, comprendió, no había sido ella quien le había hechizado para que fuera consciente de los peligros de Rocavarancolia. Había sido dama Desgarro, el monstruo, el espanto del cementerio, no la fantasma.

Dama Desgarro, sí. Así es… Comandante de los ejércitos del reino y custodia del Panteón Real para unos, y simple y despreciable monstruo para otros. Dama Desgarro. Ésa soy yo. No tengo ni la belleza ni la elegancia de dama Serena, ni inspiro la misma confianza, por supuesto… ¿Quién va a fiarse de una criatura tan horripilante como yo? Tú no, desde luego.

Héctor cerró los ojos y se tragó un grito de dolor; las lanzadas en su muñón se habían vuelto insoportables. Era como si alguien le estuviera clavando con saña miles de agujas de hielo y fuego, sin parar ni un solo segundo. Algo empezó a agitarse bajo las vendas de su brazo, algo que pugnaba por salir al exterior, mordiendo su carne con fiereza despiadada. Cayó hacia atrás. Retrocedió tumbado estirando el brazo ante él en un intento inútil por alejarse de ese siniestro bullir de vendas, de ese dolor inhumano que lo desgarraba.

Es la hora, niño, dijo la mujer en su mente rebosante de dolor. Ya no hay vuelta atrás. No hay camino de regreso. Ni para ti ni para nadie.

Las vendas se hicieron pedazos. Héctor gritó y trató de alejarse de la agonía de aquella extremidad cortada. Algo estalló en su muñón. Héctor aulló mientras contemplaba, con los ojos desorbitados, cómo una nueva mano emergía de su carne herida. Era una mano de un negro intenso, con las uñas cortas y puntiagudas, y el dorso salpicado de brillos. Una mano que era suya, indudablemente suya. A través del caos de vendas que era su muñeca alcanzaba a distinguir donde la piel rosada daba paso a aquella nueva carne. Cayó otra vez de espaldas, manteniendo aquella zarpa en alto, alejada todo lo posible de él. El dolor había cesado, pero no podía sobreponerse al estupor que le causaba aquella cosa al final de su brazo.

Fuera, en el reloj de la fachada, la estrella de diez puntas y el símbolo de la Luna Roja se encontraban por fin en lo alto de la esfera, ocupando el mismo lugar, una sobre otra, la estrella al fin había alcanzado a la luna. De pronto se escuchó un fuerte chasquido en el interior del mecanismo, varios engranajes se pusieron en movimiento y, tras un ligero temblor, la Luna Roja comenzó a moverse mientras la estrella permanecía inmóvil en el lugar donde durante tanto tiempo le había aguardado su compañera.

Dentro, la voz de dama Desgarro habló de nuevo en su cabeza. Bienvenido a Rocavarancolia, Héctor, anunció. Bienvenido a la ciudad de los monstruos. Ahora sí. Ahora ya eres uno de nosotros.