¿Quieres ver un milagro?

¿Quieres ver un milagro?

Esmael alzó la vista.

Llovía muerte. La sentía. La notaba en los huesos. Salió de la cúpula de la torre y miró a su alrededor desde una de las plataformas exteriores. En Rocavarancolia se estaba produciendo una verdadera masacre: decenas, no, cientos de vidas llegaban a su fin. Casi era capaz de sentir cómo se extinguían. El ángel negro echó a volar.

—Altabajatorre… —murmuró, incrédulo, girando despacio en el aire para quedar encarado a las montañas.

El cielo sobre la residencia del demiurgo hervía de actividad, pero no era la de costumbre. El ángel negro entrecerró los ojos. Los ingenios de Denéstor Tul caían en picado, uno tras otro. Muertos. Las cometas se venían abajo, convertidas en meros pedazos de papel inerte y simples cuerdas, los soldados de plomo sucumbían al frío dictado de sus cuerpos sin corazón, las barcazas chocaban contra los riscos y se hacían añicos… Esmael vio cómo una gran mariposa construida con vidrieras de colores y diamantes se desarmaba y caía hecha pedazos. En las montañas llovían pájaros muertos, pájaros que nunca deberían haber estado vivos, y catalejos y prismáticos por los que nadie volvería a mirar. Sólo unas cuantas criaturas se mantenían en el aire, las que eran obra de otros demiurgos y aquéllas a las que Denéstor había fijado el hechizo de vida. Las demás caían montaña abajo, en absoluto silencio, con la silenciosa resignación de lo que nunca ha estado vivo. Esmael no podía ver el interior de Altabajatorre, pero sabía que allí dentro estaba teniendo lugar una escena semejante. El milagro desaparecía. La magia se esfumaba. Y eso sólo podía significar una cosa.

Denéstor Tul había muerto.

El ángel negro volvió a mirar a su alrededor, conmocionado. Prestó toda su atención a los sonidos que llegaban a él. La ciudad respiraba en sus oídos, el pulso de su inmenso corazón resonaba en las calles, en el viento, en los susurros de los monstruos que moraban en las tinieblas. Los edificios murmuraban, las sombras contaban historias negras entre las ruinas. Esmael lo escuchaba todo, con los dientes apretados, con su propio corazón batiendo ansioso en el pecho. De pronto a sus oídos llegó el sonido del bullir violento del agua; el frenesí carnívoro de las bestias marinas removiéndose en las profundidades, rabiosas; y el estruendo de lo que parecían ser decenas de barcos embistiéndose unos a otros. El mar, comprendió Esmael. Lo habían matado en el mar.

Echó a volar hacia allí. Se convirtió en un proyectil de oscuridad rumbo a la bahía. Alguien se había atrevido a matar al demiurgo de Rocavarancolia, al custodio de Altabajatorre. Eso era lo que de verdad lo enfurecía, no el hecho en sí de la muerte de Denéstor Tul. Denéstor era una criatura viva, precaria y mortal por definición, y lo que habían osado destruir allí era algo muchísimo más importante que eso: habían destruido uno de los pilares fundamentales del reino. Siempre había existido un demiurgo en Altabajatorre, siempre.

Llegó a la bahía como una rabiosa exhalación. Desde las alturas vio varios remolinos de agua haciendo estragos entre los navíos encallados. Una goleta se iba definitivamente a pique arrastrando consigo a media docena de pequeños barcos y a un buque de guerra gris. El agua era un caos de surtidores, espuma y bestias soliviantadas. Muchos barcos se hundían mientras otros emergían de nuevo a la superficie, tan recubiertos de crustáceos y algas que parecían más monstruos de las profundidades que embarcaciones. La geografía de la bahía de los naufragios estaba cambiando a ojos vista.

Esmael descendió en picado. Más allá de la barrera de arrecifes, una docena de tentáculos inmensos y purpúreos saltaron del agua, se cerraron en torno a una galera negra y comenzaron a arrastrarla bajo el mar. Algo había enloquecido a todas esas criaturas. Ni siquiera con la Luna Roja actuaban así. El aire no sólo apestaba a sal y a sangre, también hedía a magia primordial.

El ángel negro descubrió una figura agarrada a los arrecifes junto a los que se hundía la goleta. Era Ujthan. Se aferraba con una mano a las rocas mientras con el hacha que empuñaba en la otra se defendía como podía del ataque de una horda de tiburones. Las olas provocadas por el hundimiento de la goleta y el buque de guerra amenazaban con arrancarlo de los arrecifes, pero Ujthan no cejaba en la lucha, defendía su vida con fiereza, dando gritos que quedaban ahogados en el constante bramido del mar. Esmael voló hasta él entre el caos de barcos que zozobraban y el agua revuelta. Aterrizó sobre el lomo de un tiburón y le cortó la cabeza en tres partes con un rápido movimiento de alas. Luego saltó hacia las rocas, tomó a Ujthan de la cintura y lo arrastró sin contemplaciones a la cima de los arrecifes.

—¿Qué está pasando? —le gritó en plena cara—. ¿Dónde está el demiurgo?

—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡Desapareció! —aulló el guerrero. Estaba chorreando. Se zafó del ángel negro, aún con el hacha ensangrentada en la mano—. ¡Fue el cofre, Esmael! ¡Un hechizo en el cofre! ¡Todo saltó hecho pedazos cuando Denéstor se acercó!

—¿De qué estás hablando? —Esmael lo zarandeó de un lado a otro. Las olas los salpicaban con violencia—. ¡Maldita sea, Ujthan! ¡Pon esa maldita cabeza vacía tuya a trabajar y explícate como es debido! ¡¿De qué cofre estás hablando?!

—Libros, contenía libros… —Ujthan jadeaba—. Escritos en ese idioma por el que Denéstor no paraba de preguntar. Solberino los encontró y vinimos a investigarlos. Cuando Denéstor se acercó al cofre, un hechizo de guardia se puso en marcha y el mundo se volvió loco.

Esmael soltó a Ujthan y se giró con rabia. El guerrero se dejó caer sobre las rocas, resoplando. No podía creer que un hechizo de protección hubiera sorprendido al demiurgo. No, Denéstor nunca hubiera sido tan descuidado. Y todo aquel caos en la bahía no lo podía haber provocado un hechizo de guardia normal. Allí había algo más.

Alguien lo llamó desde las alturas.

—¡Esmael! —alzó la mirada y se encontró a dama Serena, volando sobre su cabeza dentro de su esfera de luz esmeralda—. ¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué es toda esta locura?

A los pies de la fantasma, a cuatro patas, se hallaba Solberino, el náufrago, empapado hasta los huesos, tiritando de frío.

—Denéstor Tul ha muerto —gruñó el ángel negro y se zambulló en el agua.

* * *

Hurza, con los ojos cerrados y el rostro alzado, sonreía envuelto en las tinieblas de las profundidades marinas, muy lejos del lugar donde Esmael buscaba los restos de Denéstor. El poder del demiurgo fluía por su sangre como magma hirviente; era vida pura inyectada en sus venas. Por primera vez desde que había despertado en el decrépito cuerpo de Belisario, Hurza Comeojos se sentía realmente vivo. Levantó las manos en la oscuridad. Las terminaciones nerviosas de su cuerpo vibraban en sintonía con el pulso secreto del universo, su corazón latía al compás del movimiento de las estrellas y las tormentas solares.

Le embriagaba de tal manera la energía robada al demiurgo, que había estado tentado de salir en busca de Esmael para terminar de una vez con todo. Pero al final se había impuesto la prudencia. Esmael seguía siendo un ángel negro y no debía cometer el error de menospreciarlo.

Aguardaría. Lo único que necesitaba para enfrentarse con garantías al Señor de los Asesinos era recuperar el poder almacenado en su grimorio… Sí, necesitaba un vampiro para acceder a él, pero la Luna Roja pronto solucionaría ese problema. Y en cuanto recuperara lo que era suyo, nada ni nadie sería capaz de detenerlo. Ni siquiera la muerte del muchacho del torreón Margalar ensombrecería su triunfo. Retrasaría sus planes, eso era indudable, pero una vez que volvieran a abrirse los vórtices, sólo sería cuestión de tiempo que encontrara un cuerpo adecuado para albergar el alma de Harex. Y no importaba si tenía que esperar siglos para que eso ocurriera. Tardara lo que tardara, Hurza traería a su hermano de vuelta.

El primer Señor de los Asesinos sonrió. No era una criatura propensa al optimismo, pero en aquel momento, saboreando todavía el poder nuevo y magnífico que le había robado a Denéstor, no era capaz de concebir que algo pudiera salir mal.

* * *

Dama Desgarro no podía creerlo. Se resistía a admitir que el demiurgo hubiera muerto. Avanzó por el camino de piedra que rodeaba una de las plazoletas del cementerio, con las manos entrelazadas a la altura del pecho y expresión sombría. Hasta los muertos guardaban silencio.

El pájaro de metal que Denéstor le había regalado hacía tanto tiempo llevaba horas encaramado a lo alto del obelisco que ocupaba el centro de la plaza, con la vista perdida en el este, sin moverse apenas, encorvado: la viva estampa de la desolación. No había muerto junto a sus hermanos porque Denéstor había anclado en él el hechizo que le daba vida. Dama Desgarro lo llamó de nuevo y, de nuevo, el pájaro hizo caso omiso a su llamada. Se limitó a girar la diminuta bala de cañón que tenía por cabeza para mirarla un momento, antes de volver a fijar su atención en dirección al mar.

—No va a volver… —le dijo dama Desgarro—. Más vale que lo asumas de una vez… Está muerto —pero ni aun así, ni diciéndolo en voz alta, logró asumirlo ella.

Una súbita corriente de aire a su espalda la hizo volverse. Dama Serena aterrizó a su lado, en silencio. No la había oído llegar.

—Esmael y los gemelos Lexel siguen rastreando el mar en busca del cuerpo… —le anunció, contemplando ella también al pájaro de Denéstor—. Pero por el momento no hay hechizo de búsqueda que valga. Quizá ya no haya nada que encontrar —añadió. Dama Desgarro pensó que parecía más fría y distante de lo habitual. ¿Le había afectado tanto la muerte del demiurgo como a la propia custodia del Panteón Real? ¿O era que le dolía ver cómo todos iban muriendo a su alrededor mientras ella seguía condenada a vivir su espejismo de vida?

—No podrán encontrarlo —gruñó la mujer marcada—. No con todas esas criaturas hambrientas pululando bajo el agua. Alguien le ha tendido una trampa, querida. Y estoy convencida de que ha sido la misma criatura que asesinó a Rorcual, Enoch y Belisario… Sólo que el muy cobarde no se ha atrevido a enfrentarse con Denéstor cara a cara…

—Esmael sospecha lo mismo.

—¿Y tú?

—No lo sé… —se encogió de hombros—. Quizá si localizásemos restos del cofre, podríamos averiguar algo. Pero todo lo que tenemos es tan vago, tan etéreo… —no encontrarían nada. Ella lo sabía. Se habían ocupado muy bien de ocultar cualquier rastro. Sólo hallarían residuos del hechizo primordial con el que Hurza había enloquecido a todos esos monstruos marinos, nada más.

—Me resulta inconcebible que ya no esté —dijo dama Desgarro. Sacudió la cabeza y apoyó las manos en el respaldo de uno de los bancos de forja negra que se repartían por la minúscula plazoleta—. Para mí, Denéstor Tul era tan parte de la ciudad como… no sé, como este cementerio, como la fortaleza de las montañas… Como la mismísima Rocavaragálago… —alzó la mirada para contemplar a la fantasma—. O como tú misma… Y ahora está muerto, dama Serena. Denéstor Tul se ha ido. Han matado al demiurgo de Rocavarancolia.

* * *

Denéstor Tul abrió los ojos y se preguntó si la densa y total oscuridad que lo rodeaba sería la muerte.

Pero si así era, y por el momento no tenía motivo para dudarlo, en aquella oscuridad había algo extraño: un olor fresco y vital fuera de lugar, un aliento a vida, a plenitud. Casi creyó percibir la fragancia de un sinfín de flores. Frunció el ceño, sorprendido de contar aún con ceño que fruncir. Dio un paso adelante y el milagro asombroso del movimiento le dejó aturdido, a punto de echarse a llorar por el alivio de sentirse vivo. En su memoria estaba grabado aquel último y fatal instante: la mirada despiadada de su asesino, el vuelo de la espada de cristal y el silbido del filo al cortar el aire, su desesperado e inútil salto hacia delante… Se llevó una mano a la garganta, allí donde se había hundido el arma, pero no encontró herida alguna.

Una voz salió a su paso en las sombras, una voz de niña, embargada por una tristeza infinita.

—No podíamos salvarte, demiurgo —Denéstor reconoció aquella voz como una de las muchas que usaba la anciana soñadora y el alivio que ya sentía se multiplicó por mil. Ni siquiera prestó atención a sus palabras.

—Un sueño. No ha sido más que un sueño… —dio gracias a los dioses. Ujthan no le acababa de atravesar con aquella espada helada, ni aquella criatura parda lo había decapitado. Lo había soñado todo—. Qué locura, qué locura… ¿Cómo puede ser un sueño tan real?

—Es ahora cuando sueñas, Denéstor —le aseguró una segunda voz, más madura que la primera, pero perteneciente a la misma mujer—. Es tu último sueño —añadió—. Mientras hablamos, tus restos se hunden en las aguas negras de la bahía, entre leviatanes y serpientes de mar… Tus asesinos dirán que un hechizo de guardia te dejó indefenso y que esa misma magia enloqueció a las bestias de las profundidades… —su voz cambió de pronto. Ahora era la voz de Ujthan, más desgarrada aún de lo habitual—: A docenas, Esmael. Se abatieron sobre nosotros a docenas. No pudimos hacer nada. Sólo luchar por nuestra vida. Ojalá hubiera sido más diestro, ojalá hubiera sido más rápido… Ojalá hubiera muerto yo y no Denéstor… —dama Sueño recuperó de nuevo su voz para añadir—: Esmael sospechará que todo ha sido una trampa para acabar contigo, pero por desgracia no mirará en la dirección en la que debe.

—No… —Denéstor notó cómo la voz le fallaba. La imagen de su propio cuerpo cayendo a las profundidades le estremeció. No tenía sentido. Nada de lo que estaba ocurriendo allí tenía sentido. Aquella anciana majadera no podía venir a decirle que todo lo que había sentido en los últimos minutos no era más que un espejismo, un sueño, y que en realidad estaba muerto, hundiéndose en el mar… No podía ser tan cruel. Nadie podía ser tan cruel.

—Jamás encontrarán tu cadáver… —dijo la soñadora desde la profunda oscuridad que lo rodeaba—. Y Esmael pasará mucho tiempo buscándolo, tenlo por cierto.

—No, no, no… —Denéstor subrayaba cada una de sus negativas con bruscas sacudidas de cabeza. Se tapó los oídos para no oír aquella sarta de disparates, pero el rugido de su sangre en las sienes le enfureció. Era real. Estaba vivo—. ¡Deja de jugar conmigo, dama Sueño! Deja de asustarme. ¿Qué está ocurriendo? ¡No estoy muerto! ¡Estoy aquí! ¡Hablando contigo! ¡Y no soy un fantasma!

—No lo eres —dijo otra voz, anciana y cascada—. Eres mucho más que un fantasma, mucho más. Eres conciencia. Eres sueño. Tomé tu pensamiento y tu alma entre mis manos y los traje aquí conmigo cuando exhalabas tu último aliento. Era lo único que podía hacer. ¿Me perdonas, Denéstor? No podía salvarte, viejo amigo…

—No podía salvarte hasta que estuvieras muerto —añadió otra voz de mujer, la misma mujer, pero en otra etapa de su existencia.

—No… —Denéstor negó de nuevo. Se tocó la cara con ambas manos. La sentía. Era capaz de notar su tibieza, las marcadas arrugas en sus mejillas, las lágrimas que corrían por ellas.

—Sí —le replicaron varias voces al unísono.

—Estás muerto, demiurgo —añadió una dama Sueño, situada junto a él—. Tu cuerpo al menos lo está. El resto está aquí, a salvo dentro del sueño…

—Muerto… —murmuró él. Alzó las manos ante sus ojos pero no alcanzó a distinguirlas. Todo estaba sumido en una oscuridad impenetrable, casi sólida. Se preguntó si eso sería lo que le aguardaba a partir de entonces.

Se sintió desfallecer. Dio un paso hacia atrás, casi tambaleándose. Había suelo bajo sus pies, un suelo blando, terroso.

Pero no era el lugar donde se encontraba lo que le preocupaba ahora. Regresó a su mente la imagen de la criatura parda, emergiendo espada en mano del cuerpo del guerrero tatuado.

—¿Quién me mató? —preguntó a la oscuridad—. ¿Qué era eso que se ocultaba en Ujthan? ¡Se parecía tanto a Belisario! ¿Qué era?

—El pasado. La historia viva de Rocavarancolia hecha carne de nuevo. La criatura que orquestó tu muerte es Hurza Comeojos.

Le costó trabajo asimilar aquella información.

—¿Hurza? ¡Es imposible! ¡Murió hace siglos! Debe de haber…

—El alma de Hurza habitaba en el cuerno de Belisario —dijo una voz.

—Su más preciada posesión —añadió otra.

—El anciano asesinó al sirviente y luego se clavó el cuerno para que el alma de su señor poseyera su cuerpo —dijo una tercera—, sin importarle que su espíritu quedara destruido en el proceso.

Las voces de dama Sueño se multiplicaron. Pronto hubo docenas de ellas, todas la misma, explicándose en la oscuridad, desgranando para él misterios y secretos. No sólo le hablaron de cómo Hurza había asesinado a Rorcual y dado por muerto al polvoriento Enoch. También le contaron cosas que ya sabía y muchas otras que ignoraba. A coro le narraron cómo habían llegado Hurza y Harex al reino y desde qué mundo lejano y sangriento habían partido. Le contaron lo que los dos hermanos se proponían hacer y cuál era el propósito con el que habían fundado Rocavarancolia. Le contaron lo que Hurza había hecho con sus ojos y por qué. Cuando escuchó eso, estremecido, Denéstor detuvo aquel pandemonio de voces. Se llevó la mano al pecho y descubrió que allí se alojaba el espejismo de un corazón latiendo.

—Lo sabías —le recriminó a dama Sueño—. Tú lo sabías. Desde el principio… Cuando murió Belisario y entré en tu sueño… Sabías lo que estaba ocurriendo… ¡Y no me lo dijiste!

—No es un solo futuro el que se me presenta en sueños, demiurgo… Son multitud: todas las posibilidades de lo por venir, todos los posibles caminos y sendas, por retorcidos e improbables que éstos sean… Cuanto más lejos quiero mirar, más difícil resulta concretar lo que va a suceder: los futuros se mezclan y confunden. Pero sí, lo sabía, Denéstor. Lo sabía. Supe que Hurza entraría en escena desde la noche de Samhein. Desde que trajiste al niño y todo se puso en marcha.

—Podías haberlo evitado… —insistió él—. Sólo tenías que habernos contado lo que se proponía hacer Belisario y nada de esto habría ocurrido… Lo habríamos detenido.

«Y yo seguiría vivo…».

—No podíamos hacer más de lo que hicimos —dijo ella—. Créenos. No era el momento. No, no lo era. Cualquier movimiento inapropiado hubiera significado el fin de Rocavarancolia… Ya te lo he dicho, Denéstor: no sólo veo un futuro, veo todos los posibles futuros, todas las alternativas… Y antes de que llegara Hurza, Rocavarancolia no tenía futuro alguno. Todos los caminos, absolutamente todos, acababan con nuestra extinción. Pero ahora, en cambio, con Hurza en juego, aunque resulte incongruente… se abren nuevas posibilidades… Algunas son horribles, pero otras… Oh… Denéstor… Otras son gloriosas.

—Perdónanos, Denéstor. Perdónanos… —dijo otra de sus múltiples voces.

—¡No! —gritó él—. ¡No puedo perdonarte porque no te comprendo! No entiendo tus motivos. No entiendo por qué me has traído aquí… ¿Qué pretendes? ¿Qué persigues con esto? ¿Quieres mi perdón? ¿Eso es lo que buscas? ¿Perdón por permitir que me maten?

—¿Quieres saber por qué estás aquí, Denéstor? —le preguntó a su vez una dama Sueño niña desde un lugar cercano a él—. Te hemos salvado porque te amamos. Te hemos salvado porque amamos Rocavarancolia. Porque amamos este reino. A pesar de todo.

Una nueva voz se unió a la conversación. Una voz que no pertenecía a dama Sueño pero que, como la de Ujthan poco antes, a buen seguro salía también de sus labios. Era la voz de Natalia:

—Vuestro reino no vale nada. Lo habéis construido sobre una montaña de cadáveres… ¿Y qué puede valer algo con esos cimientos?, ¿qué puede valer algo que se levanta sobre pilas de niños muertos?

—Dime, Denéstor —la voz de dama Sueño regresó. Ahora parecía provenir de las alturas—, ¿te atreves ya a responder a esas preguntas?

—Todo reino exige sacrificios —contestó él, sin que la voz le flaqueara. Sacudió la cabeza—: Pero no es de eso de lo que estamos hablando aquí —añadió con firmeza.

—Te equivocas, viejo amigo —replicó dama Sueño—. Precisamente de eso es de lo que estamos hablando.

Poco a poco la oscuridad que los envolvía se fue aclarando; lo hizo de forma tan gradual que los ojos del demiurgo no notaron la menor molestia; fue una transición dulce, suave. Denéstor miró a su alrededor a medida que las sombras se aclaraban y un nuevo paisaje llegaba para sustituirlas: una ondulante pradera de hierba alta mecida por el viento. A lo lejos se divisaba el contorno giboso de una cordillera nevada. El cielo era de un límpido color azul. Denéstor Tul respiró hondo y sus pulmones se llenaron de aire y de vida. Aquel paisaje era un bálsamo para el alma.

Había dos dama Sueño con él. Una era tal y como la recordaba de la última visita a sus aposentos: una anciana marchita y apagada, tan arrugada como él; la otra era una preciosa niña de pelo plateado, vestida con un camisón blanco, que llevaba en el vuelo de su falda varios ramilletes de flores. Las dos eran igual de altas.

—Trece años —dijo la dama Sueño anciana, acariciando con dulzura el pelo de su réplica—. Ésa era mi edad cuando aquel duendecillo me trajo aquí. Me robaron de mi casa con falsa palabrería. Me engañaron para venir a este reino de sombra y tinieblas, a esta oscuridad salvaje que rebosa horrores —la anciana levantó la vista y contempló embelesada el enorme y brillante sol que presidía aquella escena. Sonrió bajo su luz. La niña mantenía la falda ahuecada con una mano mientras con la otra iba colocándose flores en el pelo—. Lo más sorprendente de todo fue cómo terminé amando este lugar, a pesar del lugar en sí mismo. Rocavarancolia es la tierra de los milagros, aunque éstos, en su mayoría, sean perversos… —era la primera vez en décadas que no escuchaba en la voz de dama Sueño rastro alguno de locura—. Amo esta tierra, demiurgo. La amo tanto que haría cualquier cosa por ella: hasta destruirla.

—¿Crees que eso es lo que nos merecemos? ¿La destrucción?

Dama Sueño negó con la cabeza.

—Lo que nosotros nos merezcamos o no carece de importancia. Ya no —suspiró antes de continuar hablando, todavía con el rostro alzado hacia el sol—: ¿Sabías que intenté prevenir a Sardaurlar para que olvidara sus locos planes de conquista? Yo sabía lo que iba a suceder si se dejaba guiar por su ambición. Lo vi en mis sueños: todos los futuros posibles nos traerían la derrota. Pero el rey no me escuchó. No tenía tiempo para los desvaríos de una soñadora loca, dijo —apartó la mirada del sol para mirar al demiurgo—. Fue entonces cuando aprendí que el único modo posible de cambiar el futuro es ser sutil, Denéstor.

—¿Quieres ver un milagro? —le preguntó entonces la dama Sueño niña, dando un paso hacia él.

—Quiero entender —contestó sin mirar a la muchacha de las flores en el pelo, con sus ojos fijos en la anciana—. Quiero saber qué estás tramando, dama Sueño. Quiero saber de una vez por todas por qué me has traído aquí.

—Para enseñarte un milagro —le contestó ella.

—¿Quieres verlo? —repitió la niña. Se había acercado a él y tiraba de su túnica con insistencia.

Denéstor, por fin, bajó los ojos hasta ella. En la falda de su camisón ya no quedaban flores, tan sólo algún que otro tallo roto. Su cabello estaba coronado por una espléndida tiara de flores trenzadas. La muchacha estaba radiante y su aspecto era de tal inocencia, de tal pureza, que los ojos del demiurgo se llenaron de lágrimas. Esa era la dama Sueño del pasado. La niña que había llegado a Rocavarancolia hacía tanto, tanto tiempo. Denéstor Tul sintió cómo algo cedía en su interior. Y todas sus dudas se despejaron de golpe:

«Un reino que se levanta sobre niños muertos no vale nada. Da igual lo que consiga, da igual las maravillas que contenga…».

—¿Cómo te llamas? —preguntó, de nuevo con la voz rota. No podía apartar la mirada de la niña.

—Casandra —contestó ella. La sonrisa que le dedicó fue tan radiante que Denéstor Tul se sintió inundado de luz, una luz nueva que en nada tenía que ver con la del sol que colgaba del cielo.

—Casandra —repitió y comprendió al fin por qué era tan importante para Mistral recordar su verdadero nombre.

Tomó en su mano temblorosa la pequeña mano que la niña le tendía y se dejó conducir valle abajo, embriagado por esa luz nueva. Sí. Quería ver un milagro. Lo necesitaba con todo su corazón, con toda su alma herida y cansada. El mundo comenzó a cambiar de nuevo. Primero fue una sutil vibración en el aire. Luego, creyó distinguir la silueta de una multitud de edificios neblinosos que se levantaban en la distancia. Pestañeó para centrar su visión. Era cierto. A cada paso que daban un nuevo paisaje se concretaba ante ellos: una ciudad de bruma.

Entornó los ojos y siguió caminando con la niña de la mano. Vio cómo una forma borrosa en lo alto de un montículo se convertía, conforme se acercaban, en un colosal arco de piedra blanca con labrados dorados en la base y la estatua de un caballo alado encabritado en la parte alta; el arco era tan enorme que bajo él podían desfilar ejércitos enteros. El valle tras el monumento se fue poblando de siluetas fantasmales, de surtidores de humo que, poco a poco, se solidificaban y ganaban detalles: una ventana aquí, un tragaluz allá, una escalera que se abría camino entre barandillas mitad humo y mitad forja verde, una cristalera espléndida de bordes indefinidos… Hasta convertirse en edificios de una innegable solidez. Y cuanto más se acercaban, más y más líneas de edificios aparecían, una tras otra, siguiendo siempre la misma tónica: primero neblina, luego humo y, por último, materia sólida.

Denéstor fue testigo de cómo las más impresionantes torretas que hubiera visto jamás irrumpían de la nada, tan magníficas que, en comparación, las mismísimas dragoneras palidecerían. Vio surgir de la tierra palacios exquisitos, con terrazas movedizas en sus fachadas, rodeados de estanques donde el agua se mezclaba con el fuego; contempló cómo dos montañas de humo se convertían en dos castillos negros de triple muralla, con infinitas torres retorcidas disparadas hacia el cielo; divisó un gigantesco anfiteatro alrededor del cual florecían cúpulas de cristal jaspeado y bruma… Mirara donde mirara, Denéstor Tul encontraba una nueva maravilla: edificios salpicados de vidrieras que quitaban el aliento; monolitos oscuros que flotaban en el aire y giraban con lentitud en torno a minaretes blancos; puentes vivos que recorrían las calles y los cauces de los dos ríos gemelos que atravesaban la ciudad… Mirara donde mirara, Denéstor Tul veía un milagro.

Y aunque nunca había visto aquella ciudad, la reconoció al instante.

—Rocavarancolia… —dijo, sin aliento.

—Rocavarancolia —le confirmó la dama Sueño que caminaba ante ellos—. Pero no la Rocavarancolia de nuestro pasado, la que fundaron los dos hermanos a sangre y fuego; ni la que nos legó Sardaurlar con sus sueños de conquista… Lo que ves ante ti, mi buen amigo, es la Rocavarancolia que puede llegar a ser.

La niña se echó a reír.

—Pero eso no es todo, Denéstor —le advirtió—. Espera y verás. Espera y verás.

Nuevas figuras brumosas empezaron a aparecer ante sus ojos en cuanto coronaron la colina en la que se elevaba el gigantesco arco de triunfo. Como había ocurrido con los edificios de la ciudad, las siluetas fueron concretándose a medida que se acercaban. Eran estatuas, estatuas de brillante cristal. Las primeras estaban colocadas en la misma entrada del arco. Denéstor se acercó a la más próxima. No le sorprendió comprobar que era una estatua de Ricardo, el muchacho muerto a manos del trasgo Roallen. Se trataba de una réplica perfecta, tallada con maestría en un material a medio camino entre el cristal y el diamante. A pocos metros de distancia se encontraba la de Rachel, la joven neutra a la magia, con los brazos cruzados bajo el pecho y una mirada maliciosa asomada a sus ojos cristalinos. Justamente tras ella estaba la estatua de Alexander, el pelirrojo se apoyaba con dejadez contra la pared del arco, tenía en los labios una sonrisa leve, como si se riera de un chiste muy gracioso; a su lado, un poco más retrasado, se hallaba el muchacho negro al que Mistral había estrangulado para ocupar su puesto.

Tras ellos estaban los demás: todos los niños muertos a lo largo de los últimos treinta años en Rocavarancolia, todos esculpidos a la perfección, hasta el más mínimo detalle. Denéstor vio a los dos chicos devorados por Roallen en su primera noche en la ciudad; a la niña que había caído fulminada por un hechizo funesto en mitad de la calle; a tres que murieron de puro terror cuando las mandíbulas de la casa trampa se cerraron sobre ellos…

El demiurgo miró a la anciana y frunció el ceño, sin comprender.

—¿Estatuas en honor a los niños muertos? —preguntó—. ¿Por eso has construido esta Rocavarancolia? ¿Para honrar su memoria?

—Mira en su interior —le pidió ella.

En el mismo instante en que la anciana soñadora habló, Denéstor captó un repentino brillo en la estatua que tenía ante sí. Se inclinó y entornó los ojos. Había algo dentro del cristal. Parecía una mariposa hecha de luz, del tamaño de la palma de su mano. La vio revolotear en el interior hueco de la estatua, provocando un sinfín de diminutos reflejos y arco iris.

—Sus almas… —dijo, atónito, mientras se volvía de nuevo hacia dama Sueño—. Has encerrado las almas de los niños dentro de las estatuas.

—Así es, Denéstor —dijo dama Sueño—. No me queda más remedio que declararme culpable de tamaña atrocidad. Pero deja que diga en mi descargo que no hay nadie aquí que no esté por su propia voluntad —a continuación le dedicó una sonrisa cargada de satisfacción—. Tomé sus conciencias y sus almas en el preciso instante en que morían, exactamente igual que he hecho contigo, demiurgo, y los traje conmigo a lo más profundo del sueño.

Denéstor tocó la estatua de Ricardo y tuvo que apartar la mano al instante. El cristal ardía.

—Esas estatuas son la única manera con la que cuento para burlar la muerte ya consumada —le explicó la anciana—. Las almas permanecen en suspenso dentro de esas réplicas de los cuerpos que habitaron. Son burbujas de tiempo lento dentro del sueño…

—Son hermosas… —dijo Denéstor. El alma de Ricardo era una mariposa incandescente, dotada de múltiples alas de luz de distintos tamaños y colores. Resultaba maravilloso contemplar sus evoluciones en el interior del cristal. Sus movimientos eran tan gráciles, que en comparación era como si el resto del universo hubiera permanecido inmóvil desde el mismo instante de su creación. Miró a la estatua de Rachel y vio el reflejo del alma de la muchacha que en aquel momento recorría el brazo de cristal de la estatua—. Pero ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué retienes aquí las almas de los niños?

La anciana se volvió hacia él y le sonrió de nuevo.

—No sólo son las almas de los niños —le dijo.

Señaló más allá del arco bajo en el que se encontraban. En la plaza embaldosada a la que conducía éste, se agitaba un verdadero mar de niebla. Eran centenares las siluetas reunidas allí, todavía brumosas e inconcretas por la distancia, pero ya lo bastante claras como para distinguir que la mayor parte eran demasiado grandes para ser muchachos. La dama Sueño niña volvió a tomarle de la mano y él se dejó guiar entre las estatuas de los muertos, con la anciana precediéndolos.

El aire de la plaza se llenó con los destellos de centenares de almas atrapadas en cristal. Luego, poco a poco, las estatuas fueron apareciendo ante sus ojos. A los primeros que reconoció Denéstor fue a los dos hermanos Rotos, representados ambos con la misma armadura con la que habían muerto en la batalla de Rocavarancolia; luego apareció dama Sapiencia, la bruja que dominaba el curso de los ríos, envuelta en su capa hecha jirones, con una criatura de agua enroscada en el brazo izquierdo.

—Por todos los cielos y todos los infiernos… —musitó el demiurgo. Cada vez más rostros familiares surgían de la niebla.

—Empecé a recoger almas durante la batalla, cuando los nuestros caían a centenares —le explicó la anciana divertida ante su turbación—. Entonces inicié mi propia cosecha. Supe que era necesario hacerlo. Supe que algún día, tarde o temprano, las necesitaría para intentar cambiar el rumbo del destino… —y las manos de la anciana comenzaron a agitarse en el aire, como si estuviera dirigiendo una orquesta que sólo ella podía ver—. ¡Qué arduo fue todo! ¡No puedes ni imaginarlo! No tuve ni un instante de respiro durante toda la batalla, ni uno solo… Tanta muerte por todas partes, tantas almas liberándose… Y yo debía actuar deprisa, rauda como una centella… Me hice con el alma de Annais Perlaverde cuando las flechas de los duendes de Aval lo derribaron de su halcón. Tomé todas las de la familia Madariaga cuando su casa fue destruida por el autómata de Arfes. Extraje la de dama Esencia de su cuerpo destrozado en el mismo instante en que aquel tigre blanco la escupió al mar…

Los habitantes muertos de Rocavarancolia fueron apareciendo ante Denéstor, al principio al mismo tiempo que dama Sueño los nombraba, pero luego fue imposible contenerlos. Almas presas en cristal soñado. Miles de ellas. El demiurgo distinguió entre la multitud a dos de los que había llamado amigos, dos de las personas que más había apreciado en toda Rocavarancolia: el duque Desidia, con su hacha de dos hojas asomando a la espalda y, muy cerca de él, dama Korma, vestida con su túnica espolvoreada con polvo de Luna Roja y su espectacular melena rozando el suelo. Más allá vio a Balear Bal, demiurgo como él, y rivales durante mucho tiempo por el puesto de custodio de Altabajatorre. Surgían a docenas: magos y brujas, guerreros y nobles, trasgos y licántropos…

—¿Los trajiste a todos? —preguntó.

—No. Sólo a las almas que merecían la pena ser salvadas. Sólo a las que todavía recordaban lo que era la luz.

—Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que…? —Denéstor calló. La respuesta a su pregunta estaba ante sus ojos, desplegada en la plaza y en las calles aledañas, y era tan obvia que le había costado verla—. Un ejército… —murmuró y dio un paso atrás, sintiendo cómo se aceleraba en su pecho un corazón que ya no tenía—. Estás preparando un ejército…

—Eso es, Denéstor. Un ejército. Acampa en mis sueños desde hace treinta años y llega la hora de ponerlo en marcha. El enemigo ya está en posición y pronto convocará a sus propias huestes. Llega la batalla, demiurgo. La batalla de nuestras vidas —la anciana soñadora se acercó a él y le tomó de ambas manos, mirándole a los ojos—. No puedo prometerte la redención ni puedo devolverte la vida, mas puedo hacer que tu muerte tenga un sentido… Quédate conmigo y podrás irte de este mundo como de verdad te mereces: luchando por Rocavarancolia, pero por una Rocavarancolia por la que valga la pena morir. Quédate conmigo. Puede que no consigamos la victoria pero te prometo que, ocurra lo que ocurra, alcanzaremos la gloria.