La trampa
Darío estaba en el centro de una amplia sala octogonal, espada en mano. En cada pared había dispuestos seis grandes espejos, todos diferentes: los había alargados, rectangulares, de marcos de madera vieja y nueva, labrada y no labrada, con forma de fauces abiertas, adornados de escamas, pulidos, brillantes… El de Sao Paulo giraba despacio sobre sí mismo, horrorizado. En todos los espejos se veía reflejada la imagen de un trasgo.
Y era su reflejo, lo sabía, aunque cada uno de ellos se empeñara en ofrecerle una imagen diferente a las demás. Algunos trasgos imitaban sus movimientos; otros se limitaban a permanecer inmóviles, observándolo con sus miradas monstruosas; otros se reían de él, señalándolo con sus largos dedos mientras se golpeaban el pecho. Había uno tan enorme que el espejo a duras penas lograba contenerlo: estaba inclinado hacia delante como un gigantesco gorila, con los nudillos apoyados en el suelo; su vello era de color púrpura y sus ojos, de un rojo centelleante, tan enormes en comparación con el resto de sus congéneres que parecían desorbitados. De todos ellos, sólo había uno que estuviera sentado; era pequeño y azul, y tenía las garras hundidas en la espesa mata de pelo que le cubría la cabeza y la boca abierta de par en par en un grito silencioso.
La mirada de Darío saltaba de monstruo en monstruo. Era incapaz de apartar la vista de ellos.
«Esto es lo que verás en el espejo cuando salga la Luna Roja». Al recordar las palabras de Roallen la rabia lo dominó.
Se abalanzó contra un espejo y lo reventó de un solo golpe de espada. Una lluvia de cristales y destellos se precipitó sobre él. Las esquirlas caían despacio, y en cada una de ellas se distinguía con claridad el reflejo de un diminuto trasgo que se burlaba a carcajadas de su inútil gesto.
Dio un grito y se lanzó contra otro espejo, uno ovalado, enorme, con un marco de hierro adornado con zarpas animales, que reflejaba un trasgo negro como el carbón, con la melena y el hirsuto pelo de las muñecas de un rojo sangriento. Lo ensartó con la espada con tal violencia que a punto estuvo de chocar contra el espejo. La hoja del arma atravesó el cristal. El monstruo se llevó las manos al estómago, rompió a reír y acto seguido el espejo estalló.
Darío saltó de un espejo a otro, frenético, rabioso, haciéndolos añicos a su paso, uno tras otro, mandoble desesperado tras mandoble desesperado. Pronto el suelo fue un mar de esquirlas desde las que asomaban los rostros burlones de los trasgos. No paró hasta que no quedó un espejo entero. Luego se desplomó de rodillas sobre los cristales rotos, exhausto, la cabeza agachada, los ojos cerrados, la espada caída a un lado. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se las limpió con violencia, quizá ellas también albergaran pequeños trasgos reflejados en su interior.
Durante unos instantes reinó el silencio en la sala octogonal. A continuación, detrás de cada uno de los marcos de los espejos rotos, apareció un trasgo, ya no meros reflejos, sino criaturas reales, tan sólidas como él. Darío inclinó la cabeza y la agitó en un impotente gesto de negación. No podía luchar contra tantos monstruos, y mucho menos contra el que anidaba en su interior, el que aguardaba a la Luna Roja. Era una batalla perdida. Los trasgos echaron a andar hacia él, despacio. Dejaron atrás los espejos y caminaron sobre las esquirlas. Los cristales crepitaban a su paso. Darío cerró los ojos, aceptando su destino. Decenas de ojos gélidos lo contemplaban. Los trasgos abrían sus fauces en sonrisas tan brutales que la parte superior de sus cabezas parecía a punto de desgajarse de la inferior. El círculo de monstruos se completó a su alrededor. Darío cerró con más fuerza los ojos. Y al hacerlo, despertó.
Ahogó un gemido, con el recuerdo de la pesadilla tan cercano que se le mezclaba con la realidad. Alzó las manos ante los ojos y el alivio al verlas todavía humanas estuvo a punto de hacerle llorar.
La pesadilla lo había alterado tanto que tardó en darse cuenta de que había alguien con él en la habitación. De pie ante su cama estaba el extravagante muchacho de la chistera y el gabán verde, con su báculo mágico cruzado a la espalda, observándolo con idéntica frialdad a la de buena parte de los trasgos de su sueño. Darío resopló. Su mano rota aleteó en busca de la espada que dejaba apoyada contra la cama, pero lo único que consiguió fue gritar de dolor.
—No traigo malas intenciones —le aseguró Bruno. Pero su voz era tan insustancial, tan carente de sentimiento o inflexión, que resultaba difícil creerle. Nadie cuerdo podía hablar así.
Darío se giró veloz hacia la izquierda, el lugar donde dejaba el arma desde que el trasgo le había destrozado la muñeca, la empuñó y amenazó a Bruno con ella. Sintió el soberbio tirón de la espada y por un momento estuvo a punto de perder el control, no por desearlo sino por la inseguridad con la que todavía usaba la mano zurda.
—¿Qué quieres? —preguntó. La voz salió quebrada de su garganta—. ¿Cómo me has encontrado?
—Magia. Conjuros de búsqueda de nivel medio, nada demasiado complejo. Al menos no ahora —dio un paso en dirección a la cama. Darío alzó el arma y se echó hacia delante, dispuesto a saltar sobre el italiano a la menor señal de amenaza. Bruno levantó las manos—. Permíteme incidir en el hecho de que no vengo con intención de causarte ningún mal. Todo lo contrario. Me han pedido que cure tus heridas y es a eso a lo que he venido.
Darío vaciló.
—¿Que me cures? ¿Quién… quién te lo ha pedido? —no pudo contenerse y antes de que Bruno respondiera añadió ansioso—: ¿Ha sido ella?
El rostro del joven siguió tan inexpresivo como siempre. Era perturbador tenerlo delante.
—¿Ella? No, no ha habido ninguna «ella» —señaló—. Por paradójico que resulte, es Adrián quien me envía.
—Adrián… —murmuró Darío desilusionado. Por lo visto aquel demente quería que estuviera en las mejores condiciones posibles para su próximo encuentro. Estuvo tentado de rechazar la oferta, pero la muñeca le dolía demasiado como para negarse. Extendió el brazo hacia el italiano, sin bajar el arma.
Bruno se acercó a él. Tenía los ojos fijos en su mano mal vendada. Los dedos que se dejaban entrever estaban amoratados e hinchados. Darío sentía un angustioso latido en cada uno de ellos. En esta ocasión no había ocurrido lo mismo que la mañana siguiente a su duelo en los tejados con Adrián, cuando despertó en el callejón y se dio cuenta de que la herida en su costado no era más que un rasguño superficial, ni de lejos tan grave como había creído en un primer momento. Ahora el dolor era tan intenso que había estado tentado de cortarse la mano y arrojarla lejos, como si así hubiera podido librarse de esa agonía.
El italiano, sin importarle en lo más mínimo que la hoja de la espada estuviera a centímetros de su garganta, alzó las manos en un gesto de prestidigitador y con un elegante movimiento las colocó en torno a su muñeca, sin llegar a tocarla. Darío no podía apartar la mirada del rostro del joven. Su inexpresividad era total, casi parecía una pizarra en blanco a la espera de que alguien dibujara una sonrisa, o pintara una lágrima bajo un ojo.
Cuando empezó a canturrear en voz baja, Darío sí detectó cierta emoción, pero no podía asegurar que no fuera algo inherente al hechizo. Apenas tuvo tiempo de pensar en ello. El alivio que sintió fue inmediato. El dolor menguaba al ritmo del cántico de Bruno. Bajó la espada y por segunda vez desde que había despertado estuvo a punto de llorar de alivio. El dolor se iba, le abandonaba, sentía cómo sus huesos rotos se ensamblaban, cómo los tendones destrozados volvían a la vida y la carne magullada sanaba… Cerró los ojos.
—Ya está —anunció Bruno.
Y en efecto, ya estaba. Ni la más pequeña incomodidad o dolor. Darío abrió y cerró la mano, giró la muñeca, primero en un sentido y luego en otro. Todos los movimientos fueron perfectos, todo funcionaba como debía. Miró al joven de la chistera verde, profundamente agradecido. Estaba a punto de expresar ese agradecimiento en palabras cuando recordó quién lo había enviado.
—¿Tienes alguna herida más? —le preguntó Bruno—. ¿Cualquier otra cosa que pueda curar?
—No —le espetó con malas maneras—. Ya has terminado aquí. Puedes marcharte por donde has venido.
Bruno no se inmutó. Se limitó a asentir con la cabeza mientras miraba en derredor. Recorrió con la vista la pequeña habitación que Darío había convertido en su hogar; estaba en la segunda planta de un acuartelamiento militar situado en el norte de Rocavarancolia. Si el desorden de la estancia —con sacos, mantas y cestas de comida por doquier— llamó su atención, no hubo manera de saberlo.
—No le diré a Adrián dónde estás —dijo de pronto. Parecía no tener la menor intención de irse. Darío frunció el ceño—. No tengo nada contra ti, ni te deseo ningún mal.
—Díselo a tu amiguito. Me la tiene jurada.
—Adrián no es mi amigo. No es amigo de nadie —su vista dejó de vagar por el cuarto para centrarse en su espada—. Me han contado lo que dijo Roallen sobre tu arma. Es mágica —no era una pregunta.
Bruno se lo quedó mirando con esa fijeza apática que tan inquietante resultaba. Darío se revolvió incómodo en la cama y decidió que ya era hora de salir de ella, se sentía estúpido metido entre mantas mientras el otro permanecía fuera. Se levantó sin dejar de girar la muñeca hasta entonces destrozada. El italiano retrocedió un paso, sin apartar los ojos de la espada. Darío comprendió lo que quería y se sorprendió cumpliendo su deseo. Tomó el arma por la hoja y se la ofreció por la empuñadura. Si Bruno hubiera querido matarlo, podía haberlo hecho mientras dormía.
El joven mago empuñó el arma. Lo hizo de manera desmañada, sin gracia. La espada se estremeció de forma alarmante en su mano, y a Bruno no le quedó más remedio que contrarrestar su brusco movimiento tirando de ella hacia atrás.
—Intenta abalanzarse sobre ti —dijo.
—Sí. Eso es lo que hace, siempre intenta clavarse en quien tenga delante. Sea quien sea —resultaba duro reconocerlo pero le dolía que el arma se revolviera contra él. Se sintió traicionado—. Por eso herí a Adrián aquel día… No fui yo, fue la espada…
Bruno asintió despacio. Darío escrutó su rostro, en busca de alguna emoción, en busca de alguna reacción a lo que había dicho, pero allí no había nada. Ni lástima, ni comprensión. Sólo frialdad.
—Es la primera arma claramente mágica que veo —comenzó, más interesado al parecer en la espada que en sus palabras—. Sabía de su existencia, por supuesto, pero en todo el tiempo que llevamos en Rocavarancolia no había tenido la oportunidad de ver ninguna.
—La encontré en la grieta de los esqueletos… El… el trasgo dijo que era un arma de bausita, o algo por el estilo… Y por la forma en que lo dijo me dio la impresión de que existen muchas de este tipo —«un arma de cobardes», había señalado.
Bruno, se diría que satisfecho con su escrutinio, le devolvió la espada. Darío la tomó con su mano recién sanada, domó su intento de revolverse para atacar a Bruno, la enfundó y la dejó junto a la cama.
—¿Cómo está tu amigo? —preguntó entonces. Había sido testigo de la lucha entre el trasgo y el joven, desde la seguridad de un tejado al que había trepado a duras penas tras recuperar la conciencia.
—¿Héctor? Vivirá o morirá. Aún no lo sabemos. Curamos sus heridas, pero no podemos hacer nada contra el veneno del trasgo.
—Veneno… —murmuró Darío.
—Eso es. La mordedura de esas criaturas es altamente infecciosa. E inmune a las curaciones mágicas, al menos a las que nosotros conocemos. Si lo mantenemos con vida hasta que salga la Luna Roja, existe la posibilidad de que sobreviva, pero será una tarea ardua —dio un paso en dirección a la ventana—. Debo irme. Dadas las circunstancias, no quiero alejarme durante mucho tiempo del torreón.
Darío asintió y se sentó de nuevo en la cama. Se resistía a darle las gracias. El italiano agachaba ya la cabeza para salir por la ventana cuando algo le detuvo. Se quedó inmóvil, con la vista perdida en el vacío. De pronto parpadeó y se giró hacia él.
—Ella no me mandó —dijo—, lo hizo Adrián —su voz seguía sin tener la menor inflexión, pero ahora hablaba mucho más deprisa—. Pero sí me pidió que te agradeciera lo que hiciste en la plaza. Salvaste su vida.
Darío se tensó al borde de la cama. Se aferró las rodillas con fuerza y contempló al italiano, inmóvil en la ventana. Sus miradas se cruzaron.
—Hice lo que tenía que hacer, nada más —dijo.
Bruno se movió, dispuesto al fin a irse, pero de nuevo vaciló.
—También me pidió que averiguara tu nombre —añadió, esta vez sin mirarle.
—Darío. Me llamo Darío —se apresuró a contestar él. El corazón le latía con fuerza.
—Darío —repitió despacio Bruno, como si quisiera comprobar cómo sonaba aquel nombre—. Adiós, Darío. Espero que todo te vaya bien —dijo antes de desaparecer por la ventana.
El brasileño permaneció largo rato con la mirada perdida una vez que Bruno se hubo marchado. Estaba aturdido por la corta visita de aquel muchacho y, sobre todo, por sus palabras finales. Sonrió al recordar la manera en que había titubeado y se arrepintió de no haberle dado las gracias entonces. No por haberle curado, por supuesto, no por eso. Le hubiera gustado darle las gracias por mentirle: Marina no le había pedido que le agradeciera nada ni preguntara su nombre. Era probable que ni siquiera supiese que Adrián lo había mandado allí. Aquella vacilación había sido la de alguien que miente sin estar acostumbrado a hacerlo. Darío se preguntó qué podía haber visto Bruno en él para mentirle de esa manera torpe e ingenua. No lo sabía. Pero el mero hecho de que lo hubiera intentado demostraba que todavía quedaba esperanza para él. Luego su mirada se desvió hacia el pequeño espejo roto que colgaba torcido en una pared y su buen humor desapareció nada más ver su reflejo.
* * *
«Vuestro reino no vale nada». ¿Cómo se atrevía esa mocosa ingrata? ¿Qué sabía ella de Rocavarancolia? Denéstor Tul gruñó e hizo el enésimo intento en lo que iba de semana por apartar de su mente las palabras de Natalia, pero de nuevo, por enésima vez, fracasó. «Lo habéis construido sobre una montaña de cadáveres… ¿Y qué puede valer algo construido con esos cimientos?».
Para agravar más si cabe su malhumor, otro de los libros que había mandado en busca de pistas sobre el pergamino de Belisario había muerto poco antes de amanecer. Era el tercero que caía en los últimos días; los dos primeros habían sido devorados por alimañas, pero en este caso había sido la magia lo que había terminado con él. El libro exploraba la torre Serpentaria cuando Denéstor sintió su muerte; como ocurría siempre que una de sus criaturas moría, notó una repentina lanzada en el pecho. A pesar del enlace mental que mantenía con la mayoría de sus creaciones, no había podido precisar qué había ocurrido exactamente y por eso se preparaba para visitar la torre. Lo más probable era que el libro se hubiera acercado demasiado a donde no debía y un conjuro de guardia lo hubiera fulminado, pero, aunque fuera una posibilidad remota, no podía descartar que el hechizo estuviera protegiendo algo relacionado con el pergamino desaparecido. Para estar seguro no le quedaba más alternativa que investigarlo en persona, no podía arriesgarse a enviar a otra de sus creaciones y que corriera la misma suerte.
Descendió por la escalera de cuerda que caía por la cara norte de la torre, con una diminuta tarántula de cristal correteando sobre la cabeza. La araña era un eficaz detector de maleficios y pensaba usarla para dar con el hechizo asesino. Había decenas de encantamientos activos en la última planta de la torre Serpentaria y cualquiera de ellos podía ser el culpable de la destrucción del libro.
A su pesar, sus pensamientos volvieron a Natalia y lo que le había dicho en la plaza. «¿Qué puede valer algo que se levanta sobre pilas de niños muertos?», se había atrevido a preguntar aquella descarada.
¿Cómo se atrevía a juzgarlos? Precisamente ella, que tan agradecida debería estarle por traerla a Rocavarancolia. ¿Qué destino le hubiera aguardado en la Tierra si no? Ya estaba tocada por la magia antes incluso de que él la encontrara; era capaz de ver lo oculto para la mayoría y eso, sin duda, la hubiera terminado condenando. Las pastillas podían haber adormecido su don, pero sólo habría sido cuestión de tiempo que dejaran de surtir efecto. Si Natalia se hubiese quedado en la Tierra, tarde o temprano habría terminado loca, como tantos otros que eran rozados por la maravilla en un mundo donde los milagros no tienen cabida.
Denéstor puso un pie en tierra y echó a andar con paso rápido hacia el portón de Altabajatorre, sintiéndose ridículo por estar todavía tan afectado por las recriminaciones de la muchacha.
«Te estás comportando como un idiota —se dijo—. La niña no sólo no sabía lo que estaba diciendo, sino que además estaba alterada por lo ocurrido. ¿Qué te pasa, viejo loco? Has escuchado cosas infinitamente peores sobre Rocavarancolia. ¿Por qué te afecta tanto ahora?».
Denéstor gruñó. Conocía la respuesta a esa pregunta, pero le daba un miedo atroz expresarla con palabras, darle forma, aunque sólo fuese en su mente. Era mucho más sencillo despotricar sobre aquella chiquilla ingrata que abrir esa puerta y enfrentarse a todas sus dudas, a todos sus miedos.
No, la niña no sabía nada. Nada de nada.
—La Luna Roja le abrirá los ojos —sentenció Denéstor. Tomó a la inquieta tarántula entre sus dedos y se la guardó en uno de los múltiples bolsillos de su túnica—. Aún no has visto nada, niña, espera y verás. Espera y verás.
Las poleas y cadenas que abrían el enorme portón de Altabajatorre se pusieron en marcha en cuanto Denéstor se aproximó a la salida; las dos hojas de la puerta se abrieron ante él con su habitual estrépito y el demiurgo salió a la claridad de la mañana.
Se encontró con Ujthan y Solberino inmóviles a escasos metros del portón. Lo primero que pensó al verlos fue que había ocurrido otra tragedia. La tensión de ambos hombres era tan evidente que parecían a punto de echar a correr.
—¿Qué sucede —preguntó preocupado—. ¿Hay reunión del consejo? ¿Ha pasado algo malo?
—¿Qué? —Ujthan dio un paso hacia atrás.
—No, no ha ocurrido nada malo, demiurgo —dijo Solberino. Su rostro se suavizó. Tomó del antebrazo a Ujthan y le obligó a avanzar el paso retrocedido. El gesto extrañó a Denéstor; no había creído que existiera tanta familiaridad entre ambos. De hecho, por lo que recordaba, era la primera vez que veía a Solberino tocar a alguien—. Nos tomó por sorpresa ver que la puerta se abría cuando nosotros nos aprestábamos a llamar a ella, tan sólo eso —explicó con su voz ronca y arrastrada—. Pero no venimos con malas noticias. Al contrario: creemos que son buenas. En un barco de la bahía me he topado con varios libros escritos en el idioma por el que andabas preguntando. Al menos estoy casi seguro de que se trata del mismo.
—¿Varios libros?
—Eso es. Siete u ocho. Aunque todo hay que decirlo: no se encuentran en las mejores condiciones.
—¿Y dónde están? ¿Los habéis traído con vosotros?
—No, no, no. No me he atrevido a tocarlos, demiurgo —le contestó el náufrago—. No es la primera vez que un libro se me deshace en las manos y tampoco es la primera que alguno me suelta un bocado al ir a cogerlo. Cosas mágicas, ya sabes. Y yo siempre digo: deja las cosas mágicas para los que entienden del tema.
—¿Dices que son libros de magia?
Solberino se encogió de hombros.
—Huelen a magia en todo caso. No sé si serán ellos o el arcón donde se hallan.
Denéstor observó a los dos hombres, meditabundo. Había pasado por alto los barcos naufragados a la hora de impartir sus órdenes a los libros rastreadores; como era habitual en los habitantes de Rocavarancolia, no solía considerar aquel caos de buques a medio hundir como una parte real de la ciudad. Mandó una orden mental a los libros más cercanos a la bahía para que se aprestaran a investigar, luego les pidió a Ujthan y Solberino que aguardaran en la puerta y entró de nuevo en Altabajatorre. Eran buenas noticias, sin duda, aunque le preocupaba el estado en el que podían hallarse los libros. Ya había comenzado a esbozar en su cabeza una criatura capaz de traducir textos escritos en lenguajes desconocidos, pero para hacerla funcionar necesitaría introducir en ella la mayor cantidad posible de palabras en ese idioma, muchísimas más de las que ahora tenía.
Miró a su alrededor. Altabajatorre, como siempre, era un hervidero de vida. A un solo gesto descendieron de las alturas dos grandes libros, de cubiertas blancas, dotados de un corto tubo acanalado en la parte superior del lomo. Esos libros beberían literalmente las palabras de los que se encontraran en el arcón, se las robarían de sus páginas para anotarlas en las suyas. No tendrían que tocarlos para hacerse con su contenido. Echó un último vistazo a Altabajatorre, su vista se deslizó por la caótica fauna artificial que la poblaba. Negó con la cabeza, con la tarántula del bolsillo y los libros debería ser más que suficiente.
No había dado ni un paso en dirección a la puerta cuando un repentino remolino de polvo se le echó encima. Altabajatorre, al no tener techos, era un lugar propicio a las corrientes, pero aquello era ridículo, casi daba la impresión de que aquel remolino polvoriento se había abalanzado sobre él a propósito. Denéstor estornudó varias veces, se sacudió el polvo de encima a manotazos y echó a andar para reunirse con los hombres que aguardaban fuera.
* * *
Hundida en el centro de su enorme lecho, dama Sueño, a pesar de seguir profundamente dormida, abrió los ojos de par en par. Tras largos meses de sueño sus pupilas se habían hecho tan pequeñas que casi habían desaparecido del iris. Sus labios agrietados se movieron despacio, murmurando palabras en voz tan baja que el criado sentado a la cabecera de la cama, al otro lado del dosel, no llegó a escucharlas:
—Perdónanos, Denéstor… De haber podido salvarte, lo hubiéramos hecho. De haber podido…
* * *
Era un día luminoso y claro.
Las nubes, de un blanco rutilante, se esparcían por el cielo como manadas de bestias perezosas que se hubieran detenido a descansar en las alturas. Sobre una de ellas, enorme y plana, se posaban dos pájaros de humo color turquesa, de largos picos retorcidos.
Las alas del perchero en el que montaba Denéstor batían el aire con fuerza mientras sobrevolaba Rocavarancolia rumbo a los arrecifes. Denéstor Tul se sujetaba con una mano al tronco del perchero mientras se inclinaba hacia delante. Tras él volaban los dos libros en blanco y, un poco más retrasado, un segundo perchero, bastante más voluminoso que el suyo, en el que viajaban Ujthan y Solberino. El náufrago había pretendido hacer el trayecto a pie, pero Denéstor se había negado en redondo. Como poco hubieran sido dos horas largas de marcha, y él ardía en deseos de poner cuanto antes sus manos sobre los libros.
A sus pies se desplegaba la ciudad, un desordenado tapiz donde primaban las sombras y los tonos grises; era desde el cielo desde donde mejor se apreciaba la devastación que la guerra había causado en Rocavarancolia. Denéstor pudo ver las huellas cárdenas en la roca donde antaño se alzaron las torres dragoneras, a medio camino entre las estribaciones de la montaña y Rocavaragálago. Hasta la última de ellas había sido derribada por el enemigo. No habían tenido suficiente con los más de ochenta dragones muertos durante la batalla ni con el casi centenar que se llevaron de Rocavarancolia a sus propios mundos; también habían tenido que destruir las torres donde habían vivido aquellas magníficas bestias. Durante un tiempo, Denéstor se había preguntado qué les había impulsado a hacer algo tan drástico, tan brutal. Si ya no quedaban dragones en Rocavarancolia, ¿por qué destruir esas magníficas construcciones? ¿Qué sentido tenía eso? Las dragoneras eran hermosas torres policromadas de más de cien metros de altura, con extraordinarios bajorrelieves adornando su superficie; aquellas torres eran una de las maravillas de la ciudad y había sido un crimen destruirlas, un sinsentido. Eso fue lo que había pensado en un primer momento, hasta que Esmael le abrió los ojos.
—Las destruyeron para arrebatarnos toda esperanza —dijo—. Por si nos daba por pensar al ver las dragoneras que existía la más mínima posibilidad de que los dragones regresaran. Por eso lo hicieron. Fue su manera de decirnos que todo había terminado, que nos habían vencido totalmente. Fue su manera de decirnos que los dragones jamás volverán a volar sobre Rocavarancolia.
Por eso, en los primeros tiempos tras la derrota, muchos habían intentado desencantar al único dragón que quedaba en Rocavarancolia: el dragón de Transalarada petrificado en la plaza del Estandarte. Pero todo había sido inútil. La piedra continuaba siendo piedra y daba la impresión de que así seguiría por los siglos de los siglos. La magia capaz de deshacer el hechizo que dama Basilisco había lanzado durante la última batalla estaba fuera del alcance de los pocos que habían sobrevivido a la guerra. Denéstor suspiró al recordar a la hechicera. Sólo él sabía qué le había ocurrido realmente aquella noche, y sólo él sabía que dama Basilisco no había sido una simple baja más en la batalla.
—¡No seréis vosotros quienes acabéis con Rocavarancolia! —había aullado la hechicera desde las alturas, montada en Cefal, su tiburón alado. La mayor parte de la armadura del escualo había desaparecido y el animal sangraba por una herida brutal en un costado. La propia hechicera mostraba claras señales de fatiga—. ¡No sois más que ratas! ¡¿Me oís?! ¡Ratas traidoras y cobardes! ¡Ratas que atacan al amparo de la oscuridad!
Llevaban más de cuarenta horas combatiendo. Denéstor estaba junto a ella, montado en su exhausto dragón de bronce. Era uno de los escasos momentos de respiro que les había concedido la batalla; los focos de lucha en el sur de la ciudad se habían desperdigado y ellos se encontraban en un claro momentáneo en la refriega. Dama Basilisco se aferró con fuerza al reborde de la coraza que protegía la cabeza de Cefal y miró trastornada a su alrededor. Las columnas de fuego, humo y magia desatada se elevaban por toda Rocavarancolia. Destellos de energía pura centelleaban en el crepúsculo como fuegos de artificio. Las sombras de los dragones y las quimeras se proyectaban sobre los edificios y los ejércitos que se enfrentaban. No importaba a cuántos mataran, el enemigo seguía entrando a raudales por los vórtices abiertos. La guerra y el horror campaban a sus anchas por la ciudad. Un edificio estalló hecho pedazos en el este. Denéstor reconoció el torreón Alborada, el torreón en el que había vivido durante sus primeros meses en Rocavarancolia, cuando no era más que un niño recién cosechado. Se sintió desfallecer.
—No, no caeremos así… —insistió dama Basilisco—. Pero hasta las ratas pueden matar a un dragón si atacan a traición y en suficiente número… —la hechicera era una de las magas más poderosas de Rocavarancolia y fue de los primeros en darse cuenta de que todo estaba perdido—. No nos merecemos este final, Denéstor. Rocavarancolia no será arrasada por estos bárbaros, te lo juro por mi alma negra… —le dedicó una mirada en la que la desesperación y la furia se mezclaban a partes iguales—. ¡¿Quieren una masacre?! ¿A eso han venido? ¡Está bien! ¡Yo les daré una masacre! —exclamó mientras se erguía en su tiburón—. ¡Que la muerte y la destrucción nos arrastren a todos! ¿Me oís, malditos? ¡¿Podéis oírme!? —fue tal la energía mística que rodeó de pronto a la mujer que su cabello estalló en llamas—. ¡Nadie sobrevivirá para decir que Rocavarancolia cayó! ¡Nadie!
Y para asombro del demiurgo, la hechicera comenzó a lanzar uno de los sortilegios más poderosos y destructivos de los que se tenía constancia: la Canción de la Roca. Todos los seres vivos que en aquel momento se encontraban en Rocavarancolia serían transformados en piedra, no sólo en la ciudad, sino en el planeta entero. Todo sería roca y desolación. Los primeros en caer petrificados fueron los que combatían en la plaza del Estandarte, justo bajo dama Basilisco y Denéstor. El hechizo no hizo distinción alguna entre amigos y enemigos. Todo era carne que volver piedra, vida que destruir. Y fue entonces, al ver cómo las ondas de magia empezaban a sobrepasar los límites de la plaza, cuando el demiurgo comprendió el verdadero alcance de los planes de la mujer: la Canción de la Roca se abriría camino por todos y cada uno de los vórtices abiertos en la ciudad, extendiéndose así a los mundos vinculados y destruyéndolos también, tanto a los que estaban implicados en la batalla como a los que ni siquiera sabían que Rocavarancolia existía. Y Denéstor no podía permitir que eso ocurriera, no podía dejar que su muerte arrastrara consigo a tantos inocentes.
No tuvo tiempo de ser sutil, no con aquel hechizo amenazando con transformarlo en piedra en cualquier momento. Ordenó a una de sus creaciones que se lanzara sobre la hechicera que, con los brazos alzados y los ojos en blanco, continuaba con su conjuro. La creación del demiurgo, una erizada criatura con forma de pterodáctilo hecha de flechas y garfios, se lanzó sobre dama Basilisco y su montura y los despedazó de un solo golpe antes de precipitarse al vacío, convertida ella también en piedra. Durante mucho tiempo Denéstor se preguntó si dama Basilisco había sido consciente en algún momento de su traición. Esperaba que no.
Y así Rocavarancolia cayó, pero cayó sola.
«Vuestro reino no vale nada. Lo habéis construido sobre una montaña de cadáveres…», se había atrevido a decir Natalia. ¿Qué diría de saber lo que Denéstor Tul había evitado aquel día? ¿Cuántos mundos había salvado él asesinando a alguien que lo consideraba un amigo?
Denéstor, Solberino, Ujthan y los dos libros en blanco pronto sobrevolaron el torreón Margalar. Allí continuaba la lucha a vida o muerte entre Héctor y el veneno del trasgo; una lucha sobre cuya resolución el demiurgo no era nada optimista. Tenía una idea bastante aproximada tanto del poder de Bruno como de la fortaleza de Héctor, y ni uno ni otra eran rivales para lo que corría por sus venas. La lucha no tardaría en decantarse a favor del veneno; era extraño que no lo hubiera hecho ya. Lo mejor, pensó Denéstor, era que lo dejaran ir. El joven no lograría resistir los veintidós días que todavía faltaban para la llegada de la Luna Roja.
El demiurgo apartó la vista del torreón y se centró en su objetivo.
El océano que bañaba las pedregosas costas de Rocavarancolia era una quieta pátina azul, salpicada por los inquietos destellos del lánguido sol que colgaba del cielo. La agitación de los últimos días había remitido, pero aquella calma no engañaba al demiurgo, sabía que era sólo momentánea y que lo peor estaba por llegar.
Dejaron atrás el acantilado para sobrevolar el cementerio de barcos naufragados. De cuando en cuando, las estelas de los monstruos marinos que infestaban la zona rasgaban la superficie del agua. En uno de los muchos claros que se abrían entre los buques, Denéstor distinguió el esqueleto de una bestia tan enorme que su tamaño rivalizaba con el de los mayores barcos de la bahía. Una multitud de aves se dispersaba entre los barcos y arrecifes, posadas en lo que quedaba de los mástiles, en las quillas destrozadas, en las cubiertas hechas pedazos… Su griterío era ensordecedor. El mar apestaba a sangre y a carroña.
Denéstor Tul frenó el vuelo de su perchero y se giró hacia los hombres que marchaban a su espalda. Solberino se aferraba desesperado a su montura; su rostro mostraba un enfermizo tono violáceo. El náufrago tomó aliento y señaló al nordeste. Dijo algo que el demiurgo no alcanzó a comprender pero que Ujthan le tradujo al instante:
—La goleta rojiza encallada en la barrera de arrecifes a tu izquierda —le indicó—, la que está medio aplastada por el buque de guerra. Allí están los libros.
Denéstor no tuvo problemas en localizar el barco. Era una goleta desarbolada sobre cuya popa se apoyaba la quilla de un gigantesco buque gris de forma tan brutal que casi había partido al otro barco en dos. La proa se inclinaba hacia arriba, prácticamente en ángulo recto, y sólo se mantenía a flote porque la quilla estaba encajada entre los bordes afilados de la línea de arrecifes. La sensación de desastre inminente que le produjo aquel barco fue tremenda. Daba la impresión de estar a punto de hacerse pedazos en cualquier momento.
—¿Tenemos que entrar ahí? —preguntó Denéstor.
—No es tan arriesgado como parece, demiurgo —le aseguró Solberino con un hilo de voz. El perchero de los dos hombres se había situado a su altura—. El arcón se encuentra en un camarote de fácil acceso desde la cubierta de proa —tragó saliva y se agarró con más fuerza aún a la madera. La mayor parte del tiempo tenía los ojos cerrados—. ¿Podemos bajar de una vez, por piedad?
Denéstor frunció el ceño, con el principio de una sospecha bullendo en su interior, pero entonces vio a sus propios libros revoloteando alrededor del barco y comprendió que, en efecto, allí estaba lo que buscaban. No lo pensó más.
Hicieron descender los percheros, rumbo a la goleta y el buque. Al momento, las inmediaciones de los dos barcos y la quebrada hilera de arrecifes se convirtieron en una confusión de pájaros que huían espantados. Solberino no esperó a que su perchero se posara sobre los restos; en cuanto estuvo a una distancia prudencial saltó al casco. Se puso en cuclillas, respiró hondo y se irguió. Ujthan y Denéstor pronto estuvieron a su lado. El demiurgo no hizo ademán alguno de bajar del perchero; la quilla levantada de aquel barco no le inspiraba la menor confianza y no pensaba poner un pie en ella si no era necesario.
Frente a ellos se alzaba el buque de guerra, oscureciendo el día. A sus pies, la cubierta de la goleta caía casi en vertical hasta el agua. Solberino se acuclilló de nuevo, justo al borde de la quilla, y señaló hacia abajo.
—La escotilla está a unos treinta metros de distancia —indicó. Denéstor descubrió una larga escala de cuerda atada a la baranda de la goleta y colgando cubierta abajo—. Bajad en esas cosas diabólicas si se os antoja, pero yo ya he tenido bastante por hoy; con vuestro permiso, prefiero mis cuerdas —y nada más terminar su parlamento, saltó por la cubierta, se afianzó a las sogas entrelazadas y comenzó a bajar a buen ritmo.
Denéstor azuzó a su perchero y descendió en paralelo a la cubierta. Tras él se levantaba la inmensa quilla del buque de guerra, recubierta de mugre, algas y moluscos. A medida que el demiurgo perdía altura entre los dos barcos, las sombras fueron ganando terreno a la claridad del día.
Solberino se detuvo junto a una abertura en la cubierta y los aguardó allí, envuelto en las sombras que arrojaban la goleta y el buque. Denéstor salvó los últimos metros que lo separaban del náufrago y, tras acercar el perchero a la escotilla abierta, se asomó al interior. Era la entrada a un camarote sombrío y húmedo. El náufrago soltó las cuerdas, se aferró a la madera y entró por la escotilla.
La oscuridad era casi total dentro. De las mangas de la túnica de Denéstor salieron dos docenas de pequeñas luciérnagas de madera, con velas minúsculas adheridas a sus abdómenes que se encendieron al momento. Su luz movediza iluminó el lugar. El demiurgo entró despacio, con los ojos entornados. Era una estancia diminuta, con una cama volcada y rota en una esquina, una taquilla desvencijada y lo que parecían ser los restos de una silla. Lo que más llamaba la atención era el cofre colocado en la pared frente a la puerta. Era bastante grande, de madera negra, con los bordes reforzados con planchas de hierro.
Solberino aguardaba en mitad del camarote, observándolo con la cabeza inclinada y una extraña expresión de avidez en su rostro aguileño. Denéstor frunció el ceño. El cofre era demasiado grande para aquel lugar. O bien su dueño le había tenido tanto aprecio como para sacrificar espacio vital y comodidad por tenerlo cerca, o alguien lo había metido allí con el barco ya encallado. Y ésa era la explicación más probable, dado el perfecto estado en el que se encontraba si se comparaba con el resto de los enseres. Se volvió hacia Ujthan. El guerrero lo miraba con fijeza.
—Los libros, Denéstor —le apremió—. Los libros.
El demiurgo vaciló un momento, luego asintió y se aproximó despacio hacia el cofre, chapoteando en el agua encharcada que cubría el suelo. Solberino se apartó para permitirle el paso y Denéstor se inclinó hacia delante, todavía a una distancia prudencial del arcón, alerta. Había casi una docena de libros dentro, enormes y gruesos volúmenes encuadernados en cuero. Olían a magia, era cierto. Reconoció en sus cubiertas caracteres semejantes a los del pergamino de Belisario. Solberino tenía razón: era el mismo idioma. Denéstor dejó salir la tarántula de cristal de su bolsillo y ésta saltó al interior del cofre, en busca de hechizos de guardia.
—Es extraño… —dijo el demiurgo mientras contemplaba las evoluciones de la araña sobre los libros con el entrecejo fruncido—. Este lugar apesta a antiguo, pero la magia del cofre parece nueva… —desde dentro del arcón, la tarántula le hablaba en un idioma que sólo él podía escuchar. Denéstor asintió con la cabeza—. Son hechizos recientes, en efecto, en efecto… Y no siento nada maléfico en ellos, los únicos sortilegios que detecto se han extinguido hace poco y son simples sortilegios para ocultar el contenido del cofre a hechizos loca… —sus ojos se abrieron de par en par cuando la tarántula descubrió, en el fondo del arcón, los dos libros de logomancia desaparecidos de la biblioteca.
De pronto, una esfera de silencio se cerró en torno a él. Los contornos del mundo se difuminaron. Denéstor se giró hacia Ujthan y se topó cara a cara con dama Serena, emergiendo etérea de la carne del guerrero. La fantasma movía las manos reforzando el hechizo que los rodeaba con una nueva capa de magia de contención; la expresión de su rostro era de una tremenda frialdad, parecía no estar realmente allí. Ujthan enarbolaba un enorme espadón de hoja verde en su mano.
El demiurgo se quedó paralizado un segundo, incapaz de encontrar sentido a aquella escena.
—¿Qué está…? —pero antes de terminar la pregunta supo cuál era la respuesta. Y supo que iba a morir.
—Lo siento mucho, Denéstor —dijo Ujthan. Y con un movimiento veloz y preciso hundió la espada en su vientre.
El dolor, como una explosión, sacudió todo su ser. Pero más terrible todavía fue la impresionante sensación de vacío que le siguió cuando Ujthan retiró el arma de un tirón. Denéstor, herido de muerte, retrocedió dos pasos y tropezó con Solberino. El náufrago lo miraba con una desquiciada sonrisa de oreja a oreja. Disfrutaba cada segundo. El demiurgo intentó llamar a sus criaturas, a cualquiera de ellas, pero ni sus palabras ni sus pensamientos lograron atravesar la barrera levantada por dama Serena en torno a él. Y no le quedaba ni un ápice de magia en su cuerpo para defenderse. Aquella espada lo había vaciado por completo.
Una segunda criatura comenzó a emerger del cuerpo de Ujthan. Un ser pardo, con las costillas marcadas penosamente en su pecho. Era Belisario, pero no, no podía serlo, Belisario no tenía un cuerno en la frente… Y además, Belisario estaba muerto. Era su asesinato lo que estaba investigando, era un pergamino escrito por él lo que le había conducido allí… No, no tenía sentido. Denéstor retrocedió otro paso, con las manos aferradas a la herida abierta en su vientre. Sintió que las rodillas se le doblaban, pero no llegó a caer. Solberino lo mantuvo erguido, sujetándolo con fuerza desde atrás, ofreciéndoselo al engendro que emergía de Ujthan. Reía. El náufrago reía a carcajadas. La nueva criatura, la que no podía ser Belisario, se desperezaba a medio salir del guerrero. Empuñaba una espada de cristal, una espada llena a rebosar de humo negro. Dama Serena había abandonado por completo el cuerpo de Ujthan y, sin mirar en ningún momento a Denéstor, con la vista perdida en la nada, seguía trenzando hechizo sobre hechizo en torno a ellos; como si lo que estaba ocurriendo allí no tuviese relación con ella. La otra criatura le miró a la cara, y al ver la insondable oscuridad que moraba en aquellos ojos, Denéstor perdió pie. El náufrago lo empujó hacia delante.
—No… —alcanzó a decir el demiurgo.
No, no podía morir así, no en la ignorancia. No sin saber el motivo, sin conocer el porqué. No se merecía eso. El mundo no podía ser tan injusto, tan cruel. Pensó de nuevo en las palabras de Natalia mientras contemplaba la sombría oscuridad de los ojos del ser que se disponía a matarlo. No podía morir así, no ahora, no cuando tenía tantas dudas de que su vida, realmente, hubiera merecido la pena.
Belisario levantó la espada sobre su cabeza, preparado para descargar el golpe final. Denéstor se zafó de Solberino y se lanzó hacia delante en un desesperado intento por dar vida al arma y doblegarla a su voluntad, aun a sabiendas de que en su cuerpo no quedaba energía para tal cosa.
Un tremendo fogonazo de hielo y oscuridad lo sacó del mundo.