El trasgo

El trasgo

Faltaban veintisiete días para que saliera la Luna Roja.

En el reloj, la estrella se colocó a la altura de las once, tan próxima a la esfera escarlata de la luna que casi la rozaba. Héctor, a su pesar, volvió a mirarla en cuanto puso un pie fuera del torreón aquella mañana, ignorante de que aquel reloj con su fatídica cuenta atrás pronto iba a dejar de tener sentido para él.

—Por mucho que la mires no conseguirás detenerla —le advirtió Ricardo.

—Seguro que lo tengo más fácil que callar a esas dos… —murmuró de mal humor mientras cabeceaba en dirección al torreón. Todavía se alcanzaban a oír los gritos de Marina y de Natalia, enzarzadas en la enésima discusión de la semana.

—En eso tengo que darte la razón —dijo su amigo—. Pero ¿qué diablos les pasa?

Héctor se encogió de hombros. No comprendía a sus amigas. Últimamente se pasaban la mayor parte del tiempo discutiendo, casi siempre por los motivos más insignificantes y absurdos. Aquel día el grado de tirantez entre ambas había alcanzado una cota desconocida hasta entonces y habían terminado gritándose de manera tan desaforada que hasta Bruno acabó asomándose a la escalera para ver qué ocurría. Ricardo y Héctor no habían soportado durante mucho tiempo aquel clima de abierta hostilidad y decidieron que lo mejor era desaparecer un rato. Además, resultaba imposible mediar entre ellas cuando se encontraban así, de intentarlo lo único que se conseguía era que se olvidaran de sus disputas el tiempo justo para arremeter contra quien hubiera osado interrumpirlas hasta hacerlo huir. La más inteligente de todos era Madeleine: en cuanto avistaba un nuevo enfrentamiento desaparecía a toda velocidad en la mazmorra y se ponía a salvo tras el hechizo de silencio anclado en la puerta.

—Están atravesando una nueva fase, nada más —les había comentado la pelirroja—. Cuando la pasen serán más amigas que nunca, hacedme caso.

—Pero ¿y si terminan matándose antes de que eso ocurra? —preguntó Héctor y no del todo en broma.

—Bueno… —los labios de Maddie dibujaron una sonrisa maliciosa—. Entonces problema resuelto, ¿no?

Ricardo le apremió con la mirada cuando los gritos arreciaron en el torreón. Marina estaba llamándolos a voces para que se acercaran y dieran su opinión sobre lo que fuera que andaban discutiendo, mientras Natalia le gritaba que ni se le pasara por la cabeza mezclarlos a ellos en todo eso. Los muchachos aceleraron el paso, casi cruzaron el puente levadizo a la carrera.

—¿Te has enterado de por qué discutían? —preguntó Héctor.

—Creo que una ha escogido una blusa que la otra quería ponerse hoy… —suspiró y le empujó para que caminara más rápido mientras echaba una temerosa mirada hacia atrás—. O algo por el estilo. No me ha quedado muy claro ni he querido enterarme.

Se adentraron en las calles de Rocavarancolia sin más objetivo que dejar pasar el tiempo suficiente para que los ánimos en el torreón se calmaran. El azar acabó llevándolos al suroeste de la ciudad, cerca de un solar en ruinas al que nunca habían prestado demasiada atención. Tenía aspecto de haber albergado un gran edificio, pero de éste ya no quedaba más rastro que algún vestigio de muro en torno a su perímetro y alguna que otra montaña de cascotes. En el centro de aquel solar arruinado había aparecido un nuevo vórtice. No estaba allí la última vez que pasaron cerca, hacía menos de una semana. Era un chispazo de brillante luz que apenas alcanzaba el medio metro de alto y los quince centímetros de ancho. Se aproximaron a él, avanzando con cuidado por el terreno irregular, plagado de hundimientos y grietas. La luz verdosa y ambarina del vórtice pronto los iluminó a ambos. Aquel antiguo portal flotaba a metro y medio del suelo, hermoso y cegador, como una joya hecha de energía. Héctor alargó una mano hacia él, sin llegar a tocarlo. El juego de luces tintó su piel de brillantes colores. Aquello había sido la puerta a otro mundo.

—Dentro de medio año se abrirá un vórtice a la Tierra —dijo. Hacía tiempo que no pensaba en ello. La Luna Roja ocupaba tanto su pensamiento que le costaba pensar en lo que pudiera suceder después.

Ricardo no apartaba la vista de la flor de luz que giraba ante ellos.

—Eso fue lo que nos dijo Denéstor, sí —señaló—. Se supone que será entonces cuando nos den la oportunidad de volver a casa. Lo firmamos con nuestra sangre. Está en el contrato —la amargura en su voz era evidente.

—Cada año se me ofrecerá la oportunidad de regresar a casa o permanecer en Rocavarancolia si ése es mi deseo —murmuró Héctor. No sabía si ésas eran las palabras exactas, pero dudaba que se alejaran mucho—. Y lo harán. Denéstor no podía mentirnos… Nos dejarán marcharnos si queremos.

—Oh. Sí —Ricardo agitó la cabeza—. Claro que lo harán…

—Volver… —Héctor sonrió con desdén—. ¿Y dónde se supone que vamos a regresar? Nadie nos recuerda en la Tierra. Nadie. Y para cuando eso ocurra, la Luna Roja ya nos habrá transformado a todos. ¿Cómo podríamos volver así? Seremos monstruos…

—Quizá así nacen las leyendas en la Tierra… —murmuró el otro—. Todas esas historias de hombres lobo, vampiros y demás… Quizá sólo eran como nosotros… Gente que quiso regresar a casa.

Los dos contemplaron el vórtice en silencio, sumidos en sus pensamientos.

* * *

El mar estaba tan agitado que parecía a punto de escapar de su lecho. Las olas que golpeaban el acantilado se elevaban como enloquecidas columnatas de agua furiosa y sucia espuma. Los barcos chocaban unos contra otros bajo las continuas embestidas del mar y más de uno se fue definitivamente a pique. Bajo el agua turbia se daban cita monstruos de todas partes del océano: ballenas de color plata flotaban inmóviles mientras a su alrededor nadaban serpientes marinas; medusas del tamaño de buques de guerra se propulsaban luminosas como soles desprendidos del cielo; colosos de mil tentáculos batallaban sin cesar con las huestes de tiburones que los hostigaban. Los sirénidos se habían refugiado en las fosas más profundas y observaban, entre el terror y la reverencia, el paso de las inmensas sombras que iban y venían en lo que hasta hacía bien poco había sido su territorio.

Desde lo alto del faro, Solberino vigilaba las aguas. Ni siquiera él se atrevía a permanecer allí abajo con el mar en aquel estado. Había tenido más que suficiente en sus primeros tiempos en Rocavarancolia, cuando no le había quedado más remedio que convivir con las tempestades y los monstruos marinos, cuando cada día era una lucha constante por sobrevivir, sin más aliento que el que le proporcionaban los mensajes que llegaban desde el faro. Aquellas cartas le habían ayudado a mantenerse vivo durante años, sin ellas no habría tenido fuerzas para conseguirlo. Pero al final no habían resultado ser más que una broma espantosa, otra burla desproporcionada de aquella maldita ciudad.

—Ponte a mi servicio, náufrago, arrodíllate ante mí y yo, a cambio, haré realidad tu mayor deseo —le había asegurado Hurza Comeojos.

—¿Lo harás? —preguntó él, incrédulo de que fuera a cumplir semejante promesa—. ¿Destruirás Rocavarancolia por mí? ¿Asolarás esta ciudad hasta que no quede piedra sobre piedra? Porque eso es lo único que anhelo.

—Lo haré. Te doy mi palabra de que tarde o temprano arrasaré este lugar. Sí, Solberino, créeme cuando te digo que pocas promesas podré hacer a lo largo de mi vida tan fáciles de cumplir como ésa. Y no sólo me limitaré a destruir Rocavarancolia, te lo prometo. Haré pedazos este mundo y arrancaré de cuajo la Luna Roja del cielo. No quedará nada. Ni cenizas.

Solberino sólo tuvo que mirar a los ojos a aquella espantosa criatura para saber que estaba diciendo la verdad.

Paseó su mirada por las aguas embravecidas. Conocía el latir de las mareas y sabía que pronto llegaría un breve periodo de calma; el mar se tranquilizaría durante un tiempo antes de enloquecer de nuevo. Y entonces matarían a Denéstor Tul. Solberino sonrió, feroz. Pensaba devolver con creces a Rocavarancolia todo el dolor que ésta le había causado.

* * *

Por toda la ciudad se notaba la influencia del astro que se aproximaba. Criaturas que habían permanecido hibernadas durante meses despertaban de su largo sueño y se reintegraban a la vida. De uno de los muchos pozos de Rocavarancolia surgió una criatura mitad pájaro, mitad lagarto, cubierta de légamo verdoso; soltó dos gritos y echó a volar a trancas y barrancas hasta posarse en lo alto del arco del triunfo que conmemoraba el final de una guerra olvidada; allí permaneció largo rato, limpiándose pluma a pluma y escama a escama el barro que la cubría. Los cocodrilos que dormitaban sumergidos en una galería inundada abrieron los ojos casi al unísono y echaron a andar por los pasadizos oscuros, rumbo a la superficie en busca de sustento; de camino pasaron ante la gruta donde el cambiante sin nombre continuaba con su lento mecer, rodeado de huesos, escorpiones y ratas.

Pero no eran sólo animales los que revivían con la llegada de la Luna Roja. En lo más recóndito de una mansión medio derruida, algo se removió en un viejo ataúd apoyado en vertical contra una pared. La tapa cayó al suelo con estrépito y una figura envuelta en capas y capas de telarañas trastabilló fuera. Entre aquel caos de hebras enredadas emergió una mano esquelética y retorcida. Pronto, otra la siguió y se unió a su gemela en la tarea de quitarse de encima aquel enmarañado capullo. Las arañas correteaban enfurecidas mientras la criatura se desembarazaba del repugnante manto que la cubría. Después de largo batallar, salió a la luz un esqueleto humano, sin rastro alguno de piel, carne o músculos; simples huesos desnudos de los que aún pendían jirones de telaraña.

Aquel espanto abrió y cerró sus manos desencarnadas, estiró sus largos brazos y a continuación miró a su alrededor. Belgadeu, uno de los nigromantes más renombrados de la historia de Rocavarancolia, había creado aquella cosa hacía más de dos siglos; se había servido para ello de los huesos de dos centenares de magos muertos. Belgadeu había profanado sus tumbas en la isla cementerio de Echicia, un mundo vinculado, y allí mismo había pergeñado su horror, usando un hueso de cada mago, sólo uno. La intención del nigromante había sido crear al más poderoso hechicero que hubiera existido jamás, pero lo único que había conseguido era una criatura furiosa, sin gota alguna de magia en su ser. Belgadeu murió, pero su obra le había sobrevivido.

El esqueleto descubrió un sobre lacrado en la mesilla alta colocada junto al ataúd. Se acercó a ella con torpe caminar, quitándose todavía de encima telarañas, cogió el sobre, lo rasgó sin delicadeza y procedió a leer la carta que contenía. En ella le anunciaban que acababa de convertirse en miembro del Consejo Real y, por la fecha del membrete, debía de hacer varias semanas. Sin inmutarse por la noticia, el esqueleto dejó de nuevo carta y sobre en la mesa y tomó entre sus manos la prenda que colgaba del respaldo de la silla. Era una piel humana, la piel de Belgadeu, arrancada de su cadáver por su propia creación. El esqueleto se vistió con ella no sin cierta dificultad. Cuando se disponía a echarse sobre el cráneo la máscara que una vez había sido la cara del nigromante, un súbito movimiento en las sombras de una esquina le hizo detenerse.

—¿Qué loco engendro eres tú que se atreve a presentarse en mi hogar a hurtadillas? —preguntó el esqueleto, girándose a la vez que se encorvaba hacia la figura que lo vigilaba. Su voz era un traqueteo constante: el sonido que harían cientos de huesecillos agitándose dentro de una bolsa—. ¿Quién desprecia tanto la vida como para acecharme?

Las sombras de la esquina no tardaron en abrirse y un hombre fibroso y pardo, con un pequeño cuerno gris en la frente, emergió de ellas, su desnudez apenas cubierta por retales de vendas tan sucias que parecían negras.

—Alguien que ya ha muerto las suficientes veces como para valorar la vida en lo que de verdad vale: absolutamente nada.

—Eso es demasiado largo para ser un nombre —escupió el esqueleto—. Que tu lengua espabile o te la cercenaré. Te repito la pregunta: ¿quién eres?

—Me llamo Hurza y me conocen como Comeojos.

El esqueleto soltó una risilla bufa.

—Pues te advierto que poco podrás sacar de mí —se mofó mientras señalaba sus horribles cuencas vacías. De una de ellas, a modo de lágrima, pendía de un hilo una araña.

—Todo lo contrario. Una criatura como tú se ajusta a la perfección a mis planes —dijo Hurza, y su sonrisa fue todavía más aterradora que la sonrisa macabra y perpetua del ser que tenía ante él—. Escúchame, escúchame bien, hijo de Belgadeu, porque tengo algo que proponerte.

* * *

Denéstor Tul contempló cómo el libro al que acababa de dar vida volaba hacia el cielo cuajado de nubes que se dejaba ver más allá del techo inexistente de Altabajatorre. Ascendía con lenta elegancia, abriendo y cerrando sus cubiertas negras como si de verdaderas alas se tratara. Alrededor del libro pululaban otras creaciones del demiurgo, volando unas y aferradas a las paredes otras, la mayoría en movimiento constante, yendo de aquí para allá y dando a Altabajatorre el aspecto de un frenético hormiguero. Una pequeña polilla, fabricada con pedazos de vidrieras y cabos de vela, se dejó caer desde lo alto de una lámpara atornillada a un guantelete y planeó hasta posarse en el hombro del demiurgo.

Denéstor estornudó dos veces, se limpió la nariz con la manga de su túnica y, tras hacer crujir las articulaciones de sus dedos, volvió a concentrarse en el trabajo. Tomó otro libro del montón que se apilaba en el suelo y lo abrió en la mesa polvorienta que tenía ante sí. Repetidas una y otra vez en sus páginas amarillentas, estaban escritas las tres líneas de texto que había descubierto en el pergamino de Belisario. Antes de que terminara el día, por los cielos de Rocavarancolia volarían una veintena de aquellas insólitas aves, a la búsqueda de cualquier cosa, ya fuera libro, pergamino, tapiz o inscripción, que contuviera una sola palabra escrita en el mismo idioma del pergamino desaparecido.

En un primer momento, había intentado servirse de la magia para traducir aquel galimatías. El demiurgo sabía que en la biblioteca mágica del castillo había dos tratados esotéricos dedicados en exclusiva al arte de la logomancia, la magia especializada en el lenguaje, pero le había resultado imposible dar con ellos. Ambos habían desaparecido sin dejar rastro. No era raro que los libros se extraviaran en aquella biblioteca: algunos se desintegraban sin más debido a las altas concentraciones de energías místicas del lugar, otros escapaban a dimensiones paralelas, y hasta se había dado el caso de libros que atacaban y devoraban a sus congéneres, pero aun sabiendo eso a Denéstor le había resultado sospechoso que los dos únicos libros de logomancia que quedaban en el reino hubieran desaparecido al mismo tiempo. Había llegado a preguntarse si no habría una mano oscura involucrada en todo ello, pero no tardó en descartar esa absurda hipótesis: en aquel momento todavía no había hablado con nadie de la existencia de un pergamino robado, así que era un sinsentido pensar en intrigas y conspiraciones.

Sólo cuando le quedó claro que la magia tradicional no iba a servirle, se decidió a pedir ayuda. Tampoco tuvo suerte. Al parecer no había nadie en la ciudad que reconociera el idioma o supiera de algún hechizo para averiguarlo o traducirlo. Dama Ponzoña le había asegurado que podía elaborar una pócima a tal efecto, pero él se negaba a tomar nada preparado por aquella bruja estúpida. Para Denéstor Tul, que esa mujer y la perversa creación de Belgadeu fueran miembros del Consejo Real era la enésima prueba de la decadencia del reino.

Tampoco Esmael ni dama Desgarro le sirvieron de ayuda, aunque ambos prometieron investigar por su cuenta y mantenerlo informado si descubrían algo. El ángel negro se había mostrado extrañamente solícito: para asombro del demiurgo, le había tratado con una deferencia impropia en él. Aquel cambio de carácter le preocupaba, le hacía temer que Esmael anduviera tramando algo.

—Moveré mis hilos, consultaré libros a los que tú no puedes acceder y veré qué puedo encontrar… —dijo mientras estudiaba con los ojos entornados las frases que Denéstor había anotado para él. Estaban en el interior de la cúpula bulbosa en la que Esmael vivía desde hacía años. Hasta entonces, en las escasas ocasiones que Denéstor había acudido allí, el ángel negro lo había recibido en las pasarelas exteriores, pero ahora, por vez primera, le había invitado a pasar dentro.

—Te estaré profundamente agradecido si lo haces —dijo él—. Es poco lo que tenemos, lo sé… Pero quizá sea suficiente para ponernos sobre la pista del asesino.

De pronto, Esmael alzó la vista del pergamino para mirarlo fijamente.

—¿Has preguntado a Mistral? —dijo y en el tono de su voz, Denéstor creyó detectar un deje burlón—. Durante años acometió labores de espionaje en un buen número de mundos vinculados. Quizá conozca el idioma de ese pergamino.

—El cambiante sigue indispuesto —contestó él—. Se lo pregunté, pero no me dio ninguna respuesta… Al menos, ninguna lógica.

«¿Es mi nombre, Denéstor? —le había preguntado Mistral emocionado mientras aferraba con manos temblorosas el pergamino donde Denéstor había escrito las ininteligibles palabras de Belisario—. ¿Me has traído mi nombre? Léemelo, por favor… —dijo, tendiéndoselo de nuevo—. Yo no logro entenderlo».

Esmael sacudió la cabeza, apenado o al menos fingiendo estarlo. El demiurgo captó un brillo de regocijo en sus ojos. Sabía que el ángel negro había visitado a Mistral en más de una ocasión y eso le preocupaba. En el estado en que se encontraba el cambiante, cabía la posibilidad de que hablara más de la cuenta y si Esmael averiguaba que había estado interfiriendo en la cosecha, todo se iría al traste. Sería el final.

—Esos pobres metamorfos tarde o temprano acaban todos locos —Esmael se golpeó la sien con un dedo—. Tanto cambio los trastoca y acaban olvidando hasta quiénes son —le dijo—. Puede que más tarde le haga una visita… Quizá logre convencerlo para que abandone esa deprimente gruta y se aloje en un lugar más apropiado para un miembro del consejo.

Él mismo había intentado persuadir a Mistral para que regresara al castillo, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano. El cambiante apenas escuchaba lo que le decían, se iba hundiendo cada vez más en su insana locura, en esa estúpida obsesión por recordar el nombre que había tenido antes de que la Luna Roja lo transformara.

—Tengamos esperanza. Quizá recupere el juicio por sí mismo —dijo.

—Vana esperanza, demiurgo, vana esperanza. Más si cabe, si tenemos en cuenta que Mistral nunca se ha distinguido por su seso.

No, Denéstor no había tenido suerte interrogando a los habitantes de Rocavarancolia. Nadie sabía nada. Ni siquiera dama Serena le había servido de ayuda, y eso a pesar de que Denéstor creía recordar que tenía nociones de logomancia. La fantasma había observado el texto con expresión ausente y había negado lánguidamente con la cabeza.

—Lo siento, demiurgo, no puedo ayudarte —había dicho.

Y por eso, en último lugar, a Denéstor no le había quedado más remedio que recurrir a sus propias artes. Se trataba de un camino mucho más lento, pero tarde o temprano obtendría resultados. Centró su atención en el libro que tenía ante él.

Fue pasando una a una sus páginas, acariciando con exquisito mimo cada una de ellas, sintiendo cómo una parte infinitesimal de su propia esencia se traspasaba al interior del libro. Gracias a su poder, la vida comenzaba a abrirse paso en aquel objeto hasta entonces inerte; cuando eso ocurría notaba un estremecimiento en su interior, un pinchazo doloroso al que ya estaba más que acostumbrado. Las páginas que tocaba temblaban; bajo la cubierta rugosa se alcanzaba a escuchar un pulso lejano, cada vez más fuerte… El libro dio una brusca sacudida sobre la mesa y Denéstor se apresuró a apaciguarlo. Pronto lo dejaría libre para que marchara a cumplir su misión.

Y si fallaban, si los libros no encontraban nada que pudiera ayudarle, buscaría otras alternativas. Era un demiurgo, un hechicero capaz de crear todo aquello que pudiera concebir, y si había algo de lo que andaba sobrado era de imaginación. Tarde o temprano averiguaría qué había escrito Belisario en ese pergamino. Sólo era cuestión de tiempo.

El libro volvió a agitarse, levantando una nueva nube de polvo que le hizo estornudar otra vez. El demiurgo se removió molesto en la silla e hizo un gesto hacia un perchero cercano. Las cinco criaturas que colgaban de él saltaron al instante al suelo y de allí a la mesa. Eran pequeñas escobas articuladas, con cuatro recogedores en torno al mango. Denéstor hizo que la silla se desplazara hacia atrás y contempló cómo sus criaturas se afanaban en la mesa y alrededores. Resultaba extraño, pero en los últimos tiempos, parecía haber más polvo de lo habitual en el torreón. Por mucho que sus criaturas limpiaran, siempre había más.

—Me estaré desintegrando —dijo en voz alta—. Ya sabes, viejo: polvo eres y en polvo te convertirás…

Nada más pronunciar esas palabras, recordó que dama Sueño había profetizado que moriría pronto y el desasosiego se cernió sobre él. Se irguió en la silla y miró en derredor, como si temiera que algo lo estuviera acechando en ese preciso momento. Pero en Altabajatorre sólo estaban sus creaciones, decenas de seres milagrosos que revoloteaban, corrían, saltaban o permanecían inmóviles en su sitio, a la espera de las órdenes de su amo.

Denéstor sacudió la cabeza, espantó con un gesto su inquietud y esperó a que los limpiadores acabaran el trabajo antes de proseguir con el suyo, ajeno a la frustración del polvo que gritaba, en vano, su nombre.

* * *

Los libros del demiurgo sobrevolaban Rocavarancolia. La mayor parte del tiempo se limitaban a planear, abiertos de par en par, deslizándose por las rápidas corrientes de aire; sólo de cuando en cuando hacían aletear sus cubiertas para variar el rumbo. Las páginas, al frotarse unas contra otras, producían un murmullo bajo, casi inaudible. Los libros se leían a sí mismos mientras volaban por los cielos de la ciudad en ruinas.

Héctor alzó la mirada hacia ellos mientras Ricardo y él regresaban al torreón. A sus ojos no eran más que puntos de oscuridad recortándose en la claridad del día, pero había algo en su vuelo y en su forma que dejaba claro que no eran pájaros normales. No tuvo tiempo de especular sobre aquel misterio. Ricardo, a su lado, acababa de ponerse tenso y la alarma brilló en sus ojos.

Algo se aproximaba. Héctor lo sintió en sus huesos. Era un siseo, una corriente de aire que se acercaba desde atrás. Ambos muchachos se volvieron al mismo tiempo, desenvainando a la par sus espadas, para darse de bruces contra las tinieblas. Ante ellos pendía la oscuridad, una oscuridad desgarrada y rota que aleteaba rabiosa, nublando el día. Retrocedieron un paso.

—Una sombra de Natalia… —susurró Héctor.

La criatura, una cortina oscura de tres metros de alto y medio de ancho, flotaba sobre ellos contorsionándose de manera atroz. Las decenas de estrechas extremidades que cubrían su torso se sacudían en el aire como látigos furiosos. La cabeza de la sombra, un óvalo coronado por una enredada osamenta, se estiró hacia la derecha. Un tentáculo en espiral salió despedido de lo que se podía considerar su boca para señalar en dirección oeste.

—Heeeeeeeeeeeeeector —dijo aquella cosa.

Él se estremeció al oír su nombre. Casi estuvo a punto de dejar caer la espada.

—Natalia tiene problemas —Ricardo le aferró del brazo y tiró de él hacia delante.

Héctor avanzó unos pasos a trompicones, sin apartar la mirada de la negrura que lo llamaba. La sombra retrocedió, se hizo a un lado mientras continuaba señalando hacia el oeste.

—Heeeeeeeeeeeeeector —repitió.

Él asintió y empuñó con fuerza su espada.

—Llévanos hasta ella —pidió.

La oscuridad replegó sus finas extremidades y dejó que se la llevara el viento. Fue como contemplar a una medusa impulsándose bajo el agua, la elegancia de aquella criatura espectral era inaudita. Corrieron tras ella. Héctor se mordió el labio inferior, tenso. Desde que había llegado a Rocavarancolia había perseguido bañeras voladoras, gritos, pájaros de metal y ahora sombras tenebrosas. No pudo evitar pensar en el faro del acantilado, engañando con su nefasta luz a los barcos para que naufragaran en los arrecifes. Así se sentía mientras iba en persecución de aquel andrajo oscuro: corriendo por enésima vez hacia su perdición.

* * *

La sombra entró en la plaza de las tres torres, retorciéndose en las alturas como una cometa que hubiera escapado de su dueño y disfrutara eufórica de la libertad. Héctor y Ricardo se parapetaron en la hondonada próxima a la torre de madera e inspeccionaron la plaza desde allí. Las sombras habían tomado el lugar. Estaban por todas partes: planeaban sobre la batalla petrificada como cuervos ansiosos de darse un festín con los restos, se aferraban con seudópodos neblinosos a las fachadas de las torres, colgaban de los árboles, se enredaban alrededor de los guerreros y monstruos petrificados… Las había de todas las formas y tamaños, todas de ese color tan oscuro que era más un desgarro en la visión que un verdadero color.

El asombro de los muchachos ante semejante reunión no duró mucho; el tiempo que tardaron en darse cuenta de que hasta la última de las sombras miraba en la misma dirección: hacia los gigantescos árboles petrificados del extremo opuesto de la plaza, más allá de las ruinas de la cuarta torre. Allí, frente al mayor de todos ellos, una criatura grisácea bramaba enloquecida, lanzando feroces golpes contra el tronco del árbol. Con cada una de sus embestidas volaban esquirlas de piedra.

Aquella cosa se agazapó en la base del árbol, permaneció unos instantes inmóvil, como si estuviera recuperando el aliento, y luego se incorporó de un salto para asestar un golpe brutal al árbol. Una esquirla de piedra del tamaño de su cabeza salió despedida a más de veinte metros de distancia. El monstruo aulló y retrocedió unos pasos. Entonces pudieron verlas: Natalia y Marina estaban en el interior del árbol, refugiadas en un gran hueco del tronco. El fondo de la oquedad era lo bastante ancho como para permitir que ambas se resguardaran dentro, mientras que la entrada era demasiado estrecha para que la criatura que aullaba fuera pudiera acceder. Aquel ser saltó hacia delante, se aferró a la corteza de piedra e introdujo uno de sus largos brazos por la abertura. Durante unos segundos se contorsionó pegado a la madera petrificada pero no consiguió nada. Volvió a embestir contra la piedra y de nuevo una lluvia de esquirlas salpicó el aire.

El viento de pronto convirtió el griterío del monstruo en palabras comprensibles:

—¡Escorpiones y serpientes! —aullaba—. ¡Meses comiendo arañas y gusanos! ¡No es vida para un trasgo! ¡Harto! ¡Roallen está harto! ¡Quiero carne! ¡Carne tierna!

Medía más de dos metros y medio, y aunque tenía espaldas anchas y huesudas, su cintura era casi inexistente. Las extremidades eran largas, fibrosas, y sus antebrazos estaban cubiertos por una revuelta maraña de pelo. Los dedos eran largos, de garras afiladas. A cada golpe que daba nuevas esquirlas de roca saltaban del árbol. Se estaba abriendo camino a través de la piedra.

—Va a matarlas… —susurró Héctor.

Ricardo señaló hacia delante con la cabeza. Adrián estaba en la entrada de la plaza, muy cerca de ellos, agazapado tras el cuerpo caído de un gigante. Vigilaba al trasgo que continuaba, imparable, con la destrucción del árbol.

—Vamos —dijo Ricardo, encaramándose al borde de la depresión y haciéndole una señal para que Héctor lo siguiera.

—¡Carne fresca y limpia! —clamaba el trasgo—. ¡Un último banquete tras el último banquete! ¡Por todas las llamas de todos los infiernos, yo os juro que Roallen comerá bien una última vez!

El alboroto del monstruo impidió que escuchara la carrera de los muchachos hasta Adrián. Ricardo y Héctor se dejaron caer a su lado, pero él ni los miró. El gigante caído tenía las piernas arqueadas y el joven espiaba por el hueco que quedaba entre ellas y el suelo. Héctor no lo había vuelto a ver desde el encontronazo que habían tenido en aquel mismo lugar.

—¿Cómo es que no haces nada? —le preguntó Ricardo, aferrándole con fuerza del hombro—. ¿Por qué no estás con ellas? ¿Por qué no las estás ayudando?

—Porque ese monstruo me supera —contestó Adrián. Se libró de un brusco tirón de la mano de Ricardo—. Me supera, ¿vale? Y a vosotros también. Esa cosa no es una alimaña de Rocavarancolia, es algo más.

—¿Y tus hechizos? ¿Y tu magia? —quiso saber Ricardo.

Adrián negó con la cabeza.

—Estoy seco. No me queda ni una gota de energía en todo el cuerpo.

—Llevas toda la mañana intentando despertar al dragón —comprendió Héctor.

—Si hubiera sabido que hoy tocaba ataque de trasgo, me habría reservado algo —replicó con rabia—. Estas cosas siempre suceden en el peor momento.

Héctor apoyó la espalda contra el antebrazo del gigante y trató de serenarse…

—¿No te queda ningún talismán cargado? —preguntó mientras intentaba hacer oídos sordos a los ruidos que llegaban desde el árbol—. ¿Nada?

Adrián los miró por primera vez.

—Nada —contestó. Señaló hacia la torre más cercana—. Estaba allí, echando una cabezada para recuperar energías, cuando las oí gritar y salí fuera.

—¿Qué viste?

—Las dos corrían hacia el árbol y la plaza estaba llena de espantajos. Esa cosa iba tras ellas, pisándoles los talones. Natalia le plantó cara cuando vio que las iba a atrapar, pero poco pudo hacer… El trasgo le quitó la alabarda e intentó atravesarla con ella. Fue entonces cuando un puñado de sombras se le echó encima. Las hizo pedazos, pero le entretuvieron lo bastante como para que ellas se refugiaran en el árbol.

—No se podían haber quedado discutiendo en el torreón, no… —se quejó Ricardo.

Héctor arriesgó una mirada sobre el gigante de piedra. Las sombras flotaban por doquier, dando a la escena un aire de pesadilla surrealista. El árbol donde estaban las muchachas era un hervidero de ellas, se enroscaban en el tronco y se mecían en las ramas, aferrándose a ellas con tentáculos y garras.

—¿Por qué esas sombras intentaron ayudarlas y éstas no hacen nada? —preguntó Ricardo—. Sólo miran. Si atacaran todas juntas, el trasgo no tendría ninguna oportunidad… ¿Por qué no lo hacen?

—Porque por lo que parece la mayoría no tiene el menor interés en salvarlas —contestó Adrián—. Por eso. Se han reunido aquí para ver morir a Natalia.

—Pero una vino a buscarnos… —dijo Héctor—. Nos trajo aquí para que la ayudáramos…

—No tiene sentido —señaló Adrián—. Si lo que quería de verdad es salvarla, debería haber ido a por Bruno. Es el único que tiene una oportunidad contra esa cosa… —movió la cabeza negativamente—. No, esa sombra no os ha traído para ayudar, os ha traído para que el trasgo os mate también.

Ricardo soltó una maldición y se pegó todavía más al suelo mientras espiaba bajo el gigante. La expresión de su rostro era de concentración total. Estaba evaluando al trasgo, comprendió Héctor. Su amigo permaneció un largo minuto sin moverse de donde estaba, sin ni siquiera pestañear.

—Tienes razón. Necesitamos a Bruno —dijo—. No podremos salir de ésta sin magia.

—Iré a buscarlo —se ofreció Adrián—. Soy el más rápido de los tres y no debería necesitar mucho tiempo. Está en el torreón, ¿verdad?

Ricardo y Héctor asintieron a la par.

—¡Os huelo! ¡Puedo oleros! —gritó Roallen en ese momento. Héctor sintió un repentino nudo en la garganta al pensar que se refería a ellos. Pero el trasgo seguía ante el árbol—. ¡Oléis a vida! ¡Y yo comiendo alacranes en el desierto! ¡Más de un año de arena y hambre! ¡Que acabe! ¡Que acabe!

Ricardo se volvió hacia Adrián.

—Hazlo —le ordenó—. Corre. Ve a por Bruno.

—Por muy rápido que vaya, el árbol no aguantará tanto —les advirtió Adrián.

—Déjanos eso a nosotros. Lo entretendremos hasta que lleguéis. Y ahora largo. Corre todo lo rápido que puedas.

El muchacho asintió con firmeza y se levantó a medias. Corrió agazapado hasta la hondonada. Unos segundos después lo vieron emerger al otro lado, erguido ya, corriendo a toda velocidad. No miró atrás ni una sola vez.

—Adrián tiene razón —dijo Héctor—. Ese árbol no resistirá mucho tiempo. Va a atraparlas…

—Esperaremos hasta el último momento antes de intervenir. Eso haremos… Tenemos que arañar todo el tiempo posible. Y puede que ni siquiera nos haga falta Bruno. Quizá podamos nosotros solos con esa co… —se calló de pronto. El monstruo se había apartado del árbol y miraba a su alrededor, frenético, buscando algo— ¿Qué está haciendo? ¿Qué es lo que está haciendo?

Durante unos instantes el trasgo quedó oculto a su vista tras una línea de lanceros. Cuando volvió a aparecer empuñaba la alabarda de Natalia.

—Se le ha agotado la paciencia —murmuró Héctor. Se levantó espada en mano—. Tenemos que ir —dijo con apremio—. Tenemos que ir ya.

Saltó sobre el cuerpo del gigante y echó a correr hacia el árbol, con Ricardo pisándole los talones. No habían dado más que unos pasos cuando vieron cómo una luz azulada y viscosa rodeaba de pronto al trasgo. Los dos muchachos frenaron en seco. Estaban en campo abierto, en un claro de la batalla petrificada, entre un grupo de duendes y un unicornio encabritado, a menos de cien metros de Roallen. El trasgo estaba inmóvil en mitad de un paso, cubierto por una fina película azul.

—Natalia lo ha congelado —dijo Ricardo. Su voz sonaba extrañada y Héctor comprendía el motivo: si podía paralizarlo, ¿por qué no lo había hecho antes? ¿Por qué se habían dejado atrapar en aquella ratonera? Tardó poco en descubrir la razón.

—No del todo. Se mueve. Mira. Lo hace más despacio, pero sigue moviéndose.

El trasgo, tras unos instantes de absoluta inmovilidad, había echado a andar de nuevo, despacio, encorvado hacia delante como si luchara contra un fuerte viento. La luz azulada del sortilegio se iba desgarrando a su alrededor; con cada paso que daba nuevas grietas y brechas se abrían en la capa de magia que lo cubría. El hechizo sucumbió al fin y Roallen, como si quisiera recuperar el tiempo perdido, salvó la distancia que le separaba del árbol en una carrera explosiva, tan rápida que tomó por sorpresa a los dos jóvenes. El trasgo enarboló la alabarda sobre su cabeza y apuntó al hueco del tronco.

—¡No! —aulló Héctor en el preciso instante en que Roallen hundía el arma en el agujero donde se refugiaban sus amigas.

El trasgo se giró hacia ellos como una exhalación. Extrajo de un tirón el arma del árbol mientras retrocedía. Junto a la alabarda emergió una silueta que por un momento pareció ensartada en ella. Era Natalia, pataleando en el aire, aferrada con ambas manos al mástil del arma. La punta le había desgarrado la capa, pero parecía ilesa. Roallen arrojó la alabarda y a la chica hacia la derecha y se encaró con ellos. Las sombras de la plaza habían comenzado a murmurar con voces grotescas e inhumanas: era un murmullo creciente, el rumor de un mar que empezaba a encresparse.

—¿Héroes? —ladró Roallen—. ¿Salvadores de damiselas en apuros? ¿Valientes caballeros? ¡Llamad a los juglares! ¡Que compongan canciones en su honor! ¡Que escriban poemas para ensalzar su gloria! —la boca enorme, desproporcionada y sin labios, se abrió en una parodia de sonrisa—. O mejor aún: traed cocineros y fogones. Porque eso es lo que vamos a necesitar aquí.

Natalia se levantó a trompicones. Asió la alabarda y dio un par de pasos en dirección al trasgo, cojeando. Roallen no le prestó atención. Ni a ella ni a Marina, cuando salió del árbol, con el arco dispuesto y el pelo alborotado. El trasgo sólo tenía ojos para Ricardo y Héctor.

—Resistir hasta que venga Bruno —le susurró Ricardo—. Sólo tenemos que resistir hasta que venga Bruno.

Roallen gruñó. Héctor y Ricardo llegaron hasta él. Se pusieron en guardia, con las armas alzadas. El trasgo se irguió en toda su estatura. Apestaba a pantano y a fiebre, a hambre y locura. El círculo de sombras vivas se estrechó en torno a ellos. El mundo entero estaba hecho de tinieblas y susurros.

—No tenéis ninguna oportunidad, mocosos —les advirtió Roallen. Sobre su espalda se agitaban los últimos restos del hechizo de inmovilidad de Natalia—. No os engañéis. Cuando os quiera muertos, muertos os tendré…

—Vete —dijo Héctor, y su voz le sonó tan extraña que no pudo reconocerla como suya—. Déjanos en paz y será como si no hubiera sucedido nada. Te olvidaremos y nos olvidarás.

El trasgo desnudó sus dientes de nuevo.

—Soy Roallen Melgar. He cabalgado mantícoras y entrechocado cráneos de gigantes en mundos temibles —su voz estaba henchida de orgullo y rabia—. Estrangulé con mis manos a un dragón celeste y luché en la batalla de Almaviva… ¿De verdad creéis tener alguna oportunidad conmigo?

«Habla, sigue hablando», le animó mentalmente Héctor. Cada segundo que ganaban era precioso.

Las sombras sisearon. El viento aulló. El tiempo había quedado en suspenso en la plaza. El trasgo giraba sobre si mismo, sin apartar la mirada de los muchachos. Y de pronto, sin previo aviso, Marina disparó el arco. Héctor y Ricardo la miraron horrorizados. En el mismo instante, Natalia se abalanzó sobre el trasgo y ambos, sin elección ya, saltaron también hacia delante. Una décima de segundo después, algo detuvo el golpe de Héctor de manera tan brusca que la vibración de la espada le acalambró el brazo. Roallen había detenido su arma al vuelo. El puño izquierdo del monstruo se cerraba alrededor de la hoja sin importarle que el filo se clavara en la palma de su mano. Héctor tiró con todas sus fuerzas, pero el arma ni se movió; era como si estuviera clavada en piedra. En la otra mano el trasgo aferraba de igual modo la espada de Ricardo, tan inofensiva como la de Héctor. Roallen sonreía. La alabarda de Natalia ni siquiera le había rozado. En cuanto a la flecha de Marina, se había mal clavado en su espesa melena, sin llegar a alcanzar el cráneo.

Roallen soltó una insidiosa risilla y al momento se escucharon dos chasquidos. Héctor notó cómo el arma que empuñaba quedaba libre. El trasgo levantó los brazos, abrió las manos y dejó caer las hojas rotas de las espadas. Ricardo maldijo. Natalia retrocedió dos pasos y alargó la mano derecha, dispuesta a lanzar un nuevo hechizo. La sonrisa del monstruo se agrandó.

—Ahora es cuando morís todos —anunció.

Lo siguiente que supo Héctor fue que volaba. Chocó con violencia contra un caballo de piedra y cayó a plomo sobre el adoquinado. Meses atrás, un golpe de ese calibre hubiera bastado para dejarlo fuera de combate, pero ahora sólo lo aturdió. Sacudió la cabeza e intentó centrarse. En la plaza se escuchó un grito estremecedor seguido de la risotada del trasgo. Héctor alzó la mirada. Roallen acababa de atravesar a Ricardo con su propia espada rota. La punta quebrada emergía por la espalda del muchacho, teñida de rojo. Ricardo aullaba de dolor.

Se lanzó hacia delante en un vano intento por alcanzar al monstruo que lo mataba y Roallen ni se inmutó. A sus pies yacían Natalia y Marina, inmóviles ambas. El trasgo reía, reía a carcajadas. Las manos de Ricardo se aferraron a su garganta y comenzaron a apretar, pero Roallen continuó riéndose.

—¡No! —gritó Héctor. Por un delirante momento pensó que no era así como Ricardo debía morir, que no había la menor grandeza en caer atravesado por una espada rota en manos de un engendro famélico—. ¡No! —repitió, incapaz de reaccionar. No era justo. No podía suceder así.

—¡Soy Roallen! —gritó el monstruo, retorciendo el arma con saña en el cuerpo del muchacho—. ¿Me oyes, Rocavarancolia? ¡Tu hijo ha vuelto del destierro!

De pronto Ricardo quedó inmóvil, sus manos soltaron el cuello del trasgo y colgaron inertes. Luego todo fue quietud. Hasta Roallen paró de reírse. El trasgo, con gesto impávido, tiró de la espada para liberarla y Ricardo, muerto, cayó como un fardo entre las dos muchachas.

Su asesino, espada en mano, se acuclilló veloz junto a Marina, la agarró del pelo y le levantó la cabeza. Al momento la joven abrió los ojos. Eso bastó para que Héctor reaccionara al fin. Echó a correr, forzando sus piernas al máximo. Pero era tarde, muy tarde. Roallen alzó la espada, empapada en sangre, listo para descargarla contra una nueva víctima y Héctor se vio tan lejos que aulló desesperado, consciente de que no podía llegar a tiempo. Gritó, impotente. Ricardo estaba muerto. Como Alexander. Como Rachel. Por mucho que corriera nunca lograría salvar a nadie.

En ese instante una figura oscura embistió al trasgo. Se escuchó el silbido de algo afilado cortando el aire y luego el grito de dolor y sorpresa del monstruo. Roallen se llevó una mano al costado y gruñó otra vez. El muchacho de los tejados estaba ante él, señalándolo con su espada. Jadeaba, encorvado hacia delante, envuelto en dos capas de color arena. El pelo liso, largo y sucio le cubría media cara. El único ojo al descubierto mostraba una fiera determinación.

—Magia… —croó Roallen sin apartar la mirada del arma que le había herido—. Una espada de bausita… un arma de cobardes. En la última batalla maté a muchos que las llevaban. No tuve piedad de ellos.

Darío no dijo palabra alguna. Toda su atención estaba fija en la criatura que tenía delante. La espada tiraba de su mano, pero él hacía todo lo posible por frenarla. El trasgo le enseñó los dientes. Se preguntó si había sido Roallen quien había terminado con el anterior dueño del arma. ¿Sería posible tal casualidad? ¿Era por eso por lo que la espada parecía más ansiosa que nunca de entrar en acción?

Roallen lo observaba con avidez mientras el viento agitaba su enmarañada melena. Darío todavía se preguntaba qué le había llevado a seguir a aquella criatura tras descubrirla merodeando por la ciudad. Había sido una suerte de corazonada, un impulso al que no había podido resistirse. Nada más verlo tuvo la extraña certeza de que en aquel ser residía la clave de un misterio aún por desvelar.

Marina empezó a gritar pero Darío ni la miró. La muchacha había descubierto el cadáver de su amigo en el suelo. Héctor se arrodilló junto a ella, evitando fijarse en Ricardo y en la sangre que corría por el adoquinado. Natalia se incorporó de pronto, tosiendo. Vio el cuerpo tirado junto a ella y palideció.

—Ricardo… —murmuró Marina—. No, no, no… Ricardo…

—Ahora no… —dijo Héctor mientras pasaba una mano por su cintura para ayudarla a incorporarse.

El trasgo y Darío permanecían inmóviles, mirándose fijamente el uno al otro, a sólo unos pasos de donde se encontraban ellos. Natalia se levantó también, con la vista fija en el cadáver. Su expresión no había variado desde que había recuperado la consciencia. Dos rápidas lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Marchaos —les ordenó Darío mientras les hacía un gesto con la mano desarmada para que no se acercaran—. ¡Fuera de aquí! ¡¿Me oís?! ¡No podéis hacer nada contra él! —un temblor casi imperceptible sacudió su espalda antes de que gritara otra vez—: ¡Marchaos!

Se abalanzó sobre Roallen con su último grito todavía en los labios. Dejó que fuera la espada quien lo guiara. El trasgo esquivó el ataque echándose hacia atrás.

Héctor rodeó la cintura de Marina con su brazo y trató de hacerla avanzar. Ella asintió, se zafó de él y avanzó por sus propios medios. Natalia parecía indecisa entre huir y unirse a la lucha, pero finalmente fue tras ellos después de dirigir una mirada desolada al cuerpo de Ricardo. No frenaron la carrera ni cuando Marina recogió su arco tirado junto a un árbol.

—No os vayáis muy lejos —graznó el trasgo mientras se agachaba para esquivar un nuevo mandoble.

«Está jugando con nosotros», comprendió Héctor. No le quedó la menor duda de que Roallen pondría punto y final a aquella pelea en cuanto se le antojara.

El trasgo no tenía problema alguno para esquivar las acometidas de su contrincante con un sinfín de piruetas a cual más grotesca. Más que un combate, aquello parecía una pantomima.

—Ricardo está muerto —murmuró Natalia de pronto.

—¡No pienses en ello! —insistió Héctor.

—¡¿Y él?! —exclamó Marina, le aferró del antebrazo c intento frenarlo—. ¡No podemos dejarlo ahí!

—¡Claro que sí! —contestó sin pensarlo un instante—. No tenemos otra alternativa, Marina… Esperemos que resista hasta que Bru…

El día se oscureció de pronto. Todas las sombras de la plaza habían levantado el vuelo a un mismo tiempo y los sobrevolaban, convertidas en un confuso manto de extremidades retorcidas, ojos desorbitados y alas amorfas. Héctor apretó los dientes y corrió bajo aquel negro y pesado dosel. No había cielo sobre sus cabezas, tan sólo oscuridad, y era tan cerrada que resultaba imposible ver por dónde avanzaban. Natalia soltó un grito y se encaró con el mar de negrura que se cernía sobre ellos.

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritaba mientras intentaba espantar a las sombras a manotazos—. ¡Desapareced de mi vista! ¡Marchaos! ¡Fuera!

Y para sorpresa de todos, las sombras obedecieron.

Lo hicieron de manera tan brusca que fue como si se hubieran desintegrado. Héctor captó por el rabillo del ojo remolinos de tinieblas, y comprendió que eran los ecos de los espantos al salir de su campo de visión. El cielo azul apareció de nuevo sobre sus cabezas y no quedó el menor rastro de oscuridad en la plaza. La repentina claridad los deslumbró.

Héctor miró por encima de su hombro.

* * *

Darío resopló y volvió a la carga.

El trasgo saltaba de un lado a otro, tan pronto se agachaba como se contorsionaba en el aire. Sus movimientos eran caóticos, sin sentido, pero lograba esquivar los ataques de Darío una y otra vez.

El joven sentía crecer la desesperación del arma en su mano a cada mandoble fallado. Dudó un segundo entre dejar que siguiera siendo ella quien llevara la iniciativa o tomar el control, y fue en ese mínimo instante de vacilación cuando Roallen le saltó encima y le agarró de la muñeca. Se la estrujó y retorció sin piedad, con la boca abierta en una carcajada burlona y silenciosa. Darío sintió cómo bajo la carne los huesos estallaban hechos pedazos.

La espada se deslizó entre sus dedos sin fuerza. Aulló de dolor. El mundo entero tembló ante sus ojos. Las piernas se le doblaron. Lo único que impedía que cayera al suelo era la mano del trasgo que aún sujetaba con firmeza su muñeca hecha añicos. Roallen se agachó y recogió la espada caída, sin aflojar su presa. El arma parecía ridículamente pequeña en aquella zarpa. Sus diminutos ojos negros recorrieron el acero de arriba abajo, luego pasaron a Darío.

—Hace falta algo más que esto para derrotarme —dijo con desprecio, y arrojó la espada lejos.

El trasgo le soltó y Darío se desplomó al fin. Por un segundo se quedó inmóvil en el suelo, con la vista fija en el cielo azul de Rocavarancolia. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Fue un solo segundo, pero en ese intervalo de tiempo no hubo dolor, ni temor, ni dudas. Un segundo de paz y calma. Sólo él contemplando el cielo. Luego la sombra de Roallen le cayó encima y no tuvo más remedio que regresar a la inmediata realidad. Se incorporó a medias, apoyado en los codos. A unos metros de distancia estaba el cadáver del muchacho del torreón Margalar.

El trasgo soltó un ruido extraño, una mezcla entre carcajada y gruñido, y se abalanzó sobre Darío. Este tuvo que tragarse otro grito cuando su muñeca destrozada chocó contra los adoquines. Tenía a Roallen montado a horcajadas sobre su vientre y su hedor lo llenaba todo. El trasgo le aferró de la pechera de la camisa, lo tumbó y se inclinó hacia él, siseando. Darío resopló aterrado. Por primera vez en toda su vida se sintió indefenso por completo. Los pequeños ojos negros del trasgo estaban fijos en los suyos y era tal la locura y la furia que transmitían que supo, sin lugar a dudas, que iba a morir en los instantes siguientes.

Se maldijo por haber sido tan estúpido como para meterse en una pelea que no era la suya; se maldijo por no haber aprendido la lección, por no haber dejado de luchar contra los designios de Rocavarancolia, por buscar la luz y el calor en un mundo frío. Se maldijo por estar enamorado.

Roallen le lanzó un fiera dentellada. Darío vio las hileras gemelas de colmillos bajando veloces en busca de su cara. No cerró los ojos ni siquiera cuando las fauces se cerraron a apenas unos milímetros de su nariz.

—Mírame bien, niño —siseó el trasgo. Su saliva le salpicó la cara, caliente, viscosa—. Mírame bien… —repitió—. Porque esto es lo que verás en el espejo cuando salga la Luna Roja. Tienes sangre de trasgo en tus venas. La huelo. Y eso te acaba de salvar la vida. Los trasgos no se matan entre ellos.

Y de un solo golpe lo dejó inconsciente.

* * *

—¡No! —exclamó Marina cuando les llegó el primer grito de Darío. Héctor se giró sin frenar la carrera. Roallen empuñaba la espada de su adversario mientras éste se inclinaba ante él, aullando de dolor. El trasgo retorcía con saña su mano derecha.

Héctor se tragó una maldición. Marina trastabilló delante, pero la agarró de los brazos y la obligó a seguir corriendo. Ella le miró con lágrimas en los ojos.

—¡No tardará en venir a por nosotros! —gritó Natalia.

Roallen había saltado sobre Darío después de arrojar la espada lejos. El repiqueteo del arma al chocar contra los adoquines sonó como una burla.

—¡No! —aulló Marina, y se revolvió en sus brazos mientras intentaba hacerse con el arco. Le miró con el rostro descompuesto—. ¿Por qué quieres que muera? ¡¿Qué te ha hecho?! ¡Tenemos que ayudarle! —le suplicó entre lágrimas.

—¡No podemos hacerlo! —le gritó él—. ¡¿Es que no lo has visto?! ¡Nos ha destrozado sin pestañear!

—¡Ya viene! —gritó Natalia.

Roallen había echado a correr hacia ellos, dejando atrás el cuerpo inmóvil del muchacho y el cadáver de Ricardo. Corría a cuatro patas, a gran velocidad. Héctor sólo necesitó ver la potencia de su arrancada para comprender que nunca lograrían superarlo en campo abierto.

—¡Tenemos que escondernos! —gritó mientras señalaba hacia los restos de la torre destruida—. ¡Corred hacia las ruinas! ¡Nos ocultaremos allí!

* * *

Lo único que quedaba en pie de la torre era la planta baja; el resto parecía haberse desvanecido en el aire. Como si alguien armado con un hacha descomunal hubiera talado el edificio a la altura del primer piso y una vez concluida la tarea se hubiera llevado consigo el resto de la estructura, sin dejar el más mínimo cascote o escombro.

Entraron a la carrera por una grieta del muro. No era la primera vez que se adentraban en esas ruinas. Las habían explorado a conciencia al poco de iniciar sus expediciones. Rachel no había detectado rastro alguno de magia en aquel caos de habitaciones devastadas, y tampoco hallaron nada que pudiera resultarles útil.

Fueron a parar a una sala semicircular, con dos grandes mesas en el centro y varias sillas caídas. La alfombra que pisaban estaba arruinada, llena de agujeros y salpicada de humedad y excrementos animales.

Avanzaron a través del laberinto de pasillos y estancias, sin acelerar el paso, esquivando los muebles destrozados y los muros que se habían venido abajo tras años a la intemperie. Miraban en todas direcciones, sumidos en un tenso silencio, atentos a cualquier sonido. No tenían la menor duda de que Roallen los estaba buscando. Cada giro en una esquina o cada puerta abierta representaba una nueva posibilidad de toparse con él.

Natalia se detuvo de pronto y señaló hacia la derecha. El trasgo estaba a unos cincuenta metros de distancia, encaramado a lo alto de un muro. Avanzaba hacia el sur, alejándose de su posición.

Verlo tan lejos les dio suficiente confianza como para detenerse a recuperar el aliento. Estaba claro que no podían abandonar el edificio sin que Roallen los descubriera, desde lo alto del muro el monstruo tenía una visión privilegiada de todo el terreno que rodeaba a la torre. Su única alternativa era esperar a Bruno. Perdieron de vista al trasgo tras un muro agrietado, pero no tardó en reaparecer. Se irguió y oteó en torno. Se pegaron a la pared más cercana, expectantes. Nadie habló. Hasta intentaban respirar lo más bajo posible.

Roallen les dio la espalda otra vez y continuó su búsqueda rumbo al sur, encaramado a los tabiques como un inmenso insecto.

—Bruno no puede tardar mucho… —aseguró Marina en voz baja—. No puede tardar mucho —insistió, como si a fuerza de repetirlo fuera a acelerar la aparición del italiano.

—Ha matado a Ricardo —murmuró Natalia. Miró a sus amigos, y por la expresión de su rostro, Héctor comprendió que quería que pusieran en duda esa afirmación. Que lo negaran, que le dijeran que era un error, que Ricardo estaba vivo, desmayado en la plaza.

El trasgo desapareció una vez más de su vista, simplemente se dejó caer al otro lado de la pared con un movimiento tan grácil como el de un nadador que salta despreocupado al agua. Aguardaron unos segundos, expectantes, pero Roallen no volvió a aparecer. Entre las ruinas sólo se escuchaba el ruido del viento.

—Vámonos —ordenó Héctor.

En ese preciso instante la pared tras él tembló y retumbó. Dos brazos largos y fibrosos atravesaron el tabique justo cuando se giraba para apartarse. Marina gritó. Las garras del trasgo se cerraron en torno a los brazos de Héctor y tiraron de él hacia atrás. El impacto contra la pared fue tremendo, tanto que el tabique se vino abajo entre ambos, separándolos en la caída. Héctor cayó sobre un montón de escombros. Rodó por el suelo, intentó levantarse y una garra le aferró del tobillo. Uñas afiladas como cuchillas se hundieron en su carne. El muchacho aulló y pateó la mano que le aprisionaba con todas sus fuerzas. Roallen le soltó al momento.

Avanzó a cuatro patas durante unos segundos. La nube de polvo provocada por el derrumbe flotaba por doquier. Oyó gritar a Natalia, pero fue incapaz de entender sus palabras. La cabeza le daba vueltas, los oídos le zumbaban. Resultaba inconcebible que el trasgo se hubiera movido tan deprisa. Tosió una bocanada de polvo y trató de levantase.

Roallen se alzó a su espalda, sucio de yeso y polvo, y le saltó encima antes de que pudiera recuperar la vertical. Héctor le lanzó un puñetazo al estómago y fue como golpear una roca. Sintió cómo sus nudillos se resquebrajaban, pero también pudo escuchar el resoplido del trasgo y supo que le había hecho daño. Roallen rugió y le lanzó una brutal dentellada. Héctor apenas tuvo tiempo de levantar los brazos para protegerse la cara. Un intenso ramalazo de dolor le hizo chillar. Nunca hubiera creído que nada pudiera doler tanto.

—¡Monstruo! —escuchó gritar a Natalia, horrorizada.

Las dos chicas cargaron a un mismo tiempo contra el trasgo. Marina desenfundó la daga que llevaba al cinto y lo apuñaló con todas sus fuerzas, pero la hoja ni siquiera penetró su gruesa piel. Roallen se revolvió, Marina logró esquivar el puñetazo sesgado que le lanzó, pero Natalia recibió una patada en la cadera y cayó de rodillas. Héctor aullaba de dolor. El suelo polvoriento estaba salpicado de sangre. Mientras miraba, nuevas gotas cayeron a su alrededor, rápidas como lluvia de tormenta. Toda esa sangre era suya, comprendió. Alzó las manos ante su rostro y horrorizado descubrió que ya no tenía mano derecha que alzar: había desaparecido a la altura de la muñeca, cercenada por los colmillos del trasgo.

Roallen se cernió de nuevo sobre él. Una vez más se escuchó un grito y, acto seguido, un destello azul envolvió al trasgo, que se quedó inmóvil, paralizado por el hechizo de inmovilidad que le acababa de lanzar Natalia. Los ojos del monstruo se desorbitaron. Otro hechizo de parálisis cayó sobre él. Y un tercero. Héctor se arqueó contra el suelo, sin parar de gritar. El mundo se desvaneció ante sus ojos envuelto en una cegadora y turbia llamarada blanca.

Cuando recuperó la conciencia, Natalia y Marina le llevaban casi en volandas. Corrían por un pasillo estrecho, con los tabiques destrozados a media altura. La realidad era un borrón sangriento, el mundo un continuo ir y venir de sombras y tinieblas.

«Me llevan con Rachel —pensó Héctor, embarcado en el delirio—. Estoy muerto y me llevan al cementerio». Intentó pedirles que no le enterraran bajo tierra, pero le resultó imposible pronunciar palabra.

Miró hacia atrás: esperaba ver a la araña caminando solemne a su espalda. Pero sólo vio a Roallen, paralizado. Sus ojos enloquecidos estaban fijos en ellos y una sonrisa demencial desfiguraba aún más su rostro, una sonrisa que se hizo todavía mayor mientras Héctor le miraba. Las capas de hechizo que le cubrían se estaban viniendo abajo. No tardaría en salir de su inmovilidad y entonces estarían perdidos. No había posibilidad de escape. Alex, Rachel, Marco, Ricardo… Rocavarancolia había ido acabando con ellos de uno en uno. Y ahora había llegado su turno. Los nombres de sus compañeros muertos resonaban en su mente mientras se desangraba.

Perdió pie y cayó al suelo. Sus amigas intentaron en vano hacer que se incorporara. No había dónde huir. Nunca lo había habido.

—Levántate, Héctor —le pidió Marina, con lágrimas en los ojos—. Levántate por favor…

De pronto toda la violencia contemplada en los últimos minutos se le vino encima. Fue un alud de imágenes entrelazadas que lo dejó sin aliento. Los gritos del joven de los tejados, de Ricardo al morir, los suyos, los del propio Roallen. Héctor sintió algo removerse dentro de él. Algo ardiente y furioso. Había estado siempre allí, en su interior. Era el fuego del que le había hablado Adrián, pero no sólo era fuego: era oscuridad, una oscuridad hambrienta y viscosa.

Y Héctor se rindió a ella.

—Cúrame la mano —gruñó extendiendo el muñón sangrante a Natalia.

—No hay tiempo, Héctor… —le replicó ella—. Tenemos…

—Haz lo que puedas. Sólo haz lo que puedas… —insistió. Y la determinación que había en su rostro y en sus palabras hizo que ella obedeciera.

El dolor de su mano mutilada se convirtió en algo lejano. Notaba un desagradable hormigueo que iba en aumento conforme el hechizo le sanaba. Era como si el lugar donde antes había estado su mano se hallara cubierto ahora de centenares de criaturas diminutas y todas le estuvieran mordiendo a la vez.

Roallen rugió a su espalda y comenzó a caminar hacia ellos, a cada paso que daba más hebras de magia se despegaban de su cuerpo y más velocidad ganaba. Se quedaban sin tiempo. Héctor apartó la mano bruscamente de Natalia y al mismo tiempo le arrebató la daga a Marina.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella—. ¿Qué es lo que estás haciendo?

—Voy a matar al trasgo —contestó él.

El fuego corría por sus venas y era tan intenso que no comprendía cómo no se abrasaba. Se incorporó despacio. Los ojos le brillaban.

—¡No! —exclamó Marina.

—¡Héctor! —Natalia le miró furiosa—. ¡¿Te has vuelto loco?!

—Corred —les ordenó con voz ronca—. Salid de aquí. Roallen es mío.

Salió trastabillado, sin comprobar si las chicas obedecían sus órdenes. Chocó contra la pared y el estucado saltó por los aires, hecho pedazos. Alzó la cabeza. El pasillo fluctuaba ante su mirada, iba y venía en rápidas oleadas salpicadas de brillantes puntos rojos, esferas perfectas marcadas todas ellas en su ecuador. Pestañeó varias veces, las lunas rojas se desvanecieron y la imagen se centró. Roallen ya corría hacia él, con los brazos alzados y la boca abierta en una mueca horripilante.

El muñón curado a medias palpitaba, pero no le prestó atención. Todavía le quedaba una mano. Y el fuego. Un súbito destello verde en las alturas le hizo alzar la vista. Distinguió una esfera de luz esmeralda aproximándose desde las montañas. Y más cerca aún, alta en el cielo, planeaba una criatura sombría, con unas impresionantes alas rojas abiertas de par en par. No les prestó atención. Sólo importaba una cosa:

—¡Trasgo! —aulló, y aceleró el paso hacia el enemigo que ya llegaba.

Roallen lo recibió con un potente derechazo en la mandíbula que ni siquiera intentó esquivar. Una luz cegadora estalló ante sus ojos. La cabeza le dio una sacudida, pero él se mantuvo firme, lanzó su brazo hacia delante y apuñaló al trasgo en el vientre. Y esta vez la hoja se abrió camino en la carne del monstruo. Los dos se precipitaron dentro de una habitación. El mundo, de nuevo, era rojo.

Roallen se abalanzó sobre él con la boca enorme desencajada. Héctor se echó a la izquierda y lanzó una patada baja justo cuando su oponente llegaba a su altura. Su pierna barrió el suelo y zancadilleó al trasgo, que salió despedido hacia delante, chocó contra un robusto armario y dio con sus huesos en tierra. Héctor saltó sobre su pecho y lo usó como trampolín para subir a la parte alta del armario. Apoyó la espalda contra la pared, hundió los talones en el resquicio que quedaba entre el muro y el mueble y lo derribó sobre su adversario justo cuando éste se incorporaba. El impacto del armario sobre la criatura fue demoledor. Héctor aterrizó a trompicones a unos metros de distancia. Todo era fuego. Su corazón se deshacía en gritos en su pecho, en su cabeza pulsaban soles forjados a rabia y devastación. Se giró a tiempo de ver cómo la parte superior del armario estallaba hecha pedazos y Roallen emergía entre ellos, aullando desaforado, con los brazos levantados sobre su cabeza como si maldijese a la creación entera.

En el suelo, muy cerca, estaba el cuchillo de Marina. Se arrojó hacia él, pero el monstruo lo interceptó justo cuando sus dedos acariciaban la empuñadura. El choque fue brutal, una nueva andanada de violencia y furia. Rodaron el uno sobre el otro. Las garras de Roallen buscaban su cara, su cuerpo, pero él siempre tenía una finta preparada para librarse de ellas, o un golpe que desviaba su trayectoria. No pensaba. Todo en él era instinto y rabia. Su cuerpo respondía a los ataques con una resolución y una fiereza que eran más animales que humanas. Una puerta se vino abajo cuando ambos chocaron con ella. Después de atravesarla salieron despedidos en direcciones opuestas, rodando uno y dando tumbos el otro. Héctor fue a dar contra un montón de maderos podridos y, por un instante, perdió de vista a Roallen. Se levantaron casi a la vez, pero Héctor tuvo que quitarse de encima los restos de los tablones y eso fue suficiente para que el trasgo atacara primero. Agachó la cabeza para esquivar el zarpazo que buscaba su cara, pero no pudo hacer nada para apartarse de la trayectoria de la segunda garra. Se hundió con tanta fuerza en su estómago que el impulso lo levantó del suelo.

Ni siquiera gritó. Se echó hacia delante y golpeó a Roallen en pleno hocico, fue un golpe seco dado por puro instinto, como si hubiera sabido desde siempre que aquella nariz chata era uno de los escasos puntos débiles del trasgo. Roallen se apartó de él profiriendo un fuerte alarido, y los cinco estiletes que se habían hundido en su vientre se retiraron con él. Héctor tropezó al intentar retroceder y a punto estuvo de caer al suelo, tuvo que dar un torpe medio giro para equilibrarse. De pronto contempló, a escasos centímetros de su cara, las fauces abiertas de un leopardo de piedra blanca. De algún modo habían regresado al exterior, a la plaza de los combatientes petrificados. Roallen y él se interponían entre cuatro lanceros a caballo y un leopardo bicéfalo de más de dos metros de altura.

Héctor se giró hacia el trasgo. Roallen sacudía la cabeza de un lado a otro mientras apoyaba el dorso de su garra en el hocico lastimado. El muchacho saltó hacia uno de los jinetes, aferró con su única mano el tallo de la lanza petrificada y tiró de ella con todas sus fuerzas, ignorando el dolor brutal que le retorcía las entrañas y la nauseabunda sensación de estar respirando sangre. La piedra cedió con un sonoro crujido y él se hizo con buena parte del extremo superior de la lanza. Bajó el arma y cargó. Roallen abrió los brazos de par en par, como si estuviera deseando estrecharlo contra su pecho.

Guerreros y monstruos de piedra contemplaban aquella última acometida. En algunas de sus caras todavía se distinguía el salvajismo demente de los que quieren morir matando. Y fue al ver esas muecas de ciega ferocidad cuando Héctor sintió que perdía pie. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué bestia irracional se había convertido? Su propio salvajismo lo desarmó. Aquello que corría hacia el trasgo no era él, no podía serlo. Dudó. Y nada más hacerlo, el fuego que ardía en sus venas se extinguió. Se detuvo al llegar hasta Roallen; la lanza de piedra se deslizó de su mano y cayó al suelo. Héctor quedó inmóvil frente al monstruo, contemplándolo como si fuera la primera vez que lo veía. Roallen siseó y lo derribó de un solo golpe. Héctor cayó junto a uno de los muertos petrificados. Por un segundo sus rostros quedaron frente a frente. El guerrero había muerto con los ojos abiertos y aunque uno estaba descascarillado por el paso del tiempo, en el otro todavía se podía observar una expresión vacía y fría.

«¿Así mirarán mis ojos cuando esté muerto? —se preguntó Héctor—. ¿Qué será lo que vea entonces?».

Roallen se acuclilló ante él, con las palmas de las manos apoyadas en el suelo. El trasgo intentaba reírse pero apenas le quedaba aliento y lo único que salía de su boca eran jadeos entrecortados. Se acercó avanzando a cuatro patas y se inclinó para poder mirarle a los ojos.

—¿De verdad creías poder vencerme? —preguntó con la voz tomada.

Héctor tosió, sin fuerzas siquiera para levantarse. Ya no había fuego en sus venas, el relámpago había cesado. De la energía que lo había sostenido en los últimos minutos no quedaba nada. Estaba roto, sin fuerzas. Vencido.

—Maldito crío… —el trasgo lo estudió con atención—. Creías que podías vencerme… —ya no había burla alguna ni en su voz ni en sus gestos y lo que se entreveía en sus ojos era sincera admiración—. Lo creías. De verdad lo creías…

Roallen sacudió de un lado a otro la cabeza, como si quisiera espantar un pensamiento molesto. Alzó la garra derecha y se preparó para asestar el golpe definitivo. Héctor cerró los ojos.

—¡No! ¡Apártate de él, cosa inmunda! —escuchó entonces. Era Natalia, y oír su voz le dolió tanto como la herida del vientre. Roallen bajó la zarpa, enseñó los dientes y gruñó. Héctor se giró en dirección a la voz; tuvo que hacer un gran esfuerzo para enfocar la mirada pero al final vio lo que no quería ver: allí estaban las dos, Natalia y Marina.

El trasgo se levantó, no sin dificultades, y avanzó encorvado hacia ellas, abriendo y cerrando las manos. Sus garras repicaban al entrechocar unas con otras.

—Como queráis —dijo—. Me alejaré de él… Sí. Para acercarme a vosotras.

—No… —murmuró Héctor, desolado, a punto de romper a llorar. No le habían hecho caso. Tenían que haber huido mientras él se enfrentaba al trasgo. Al menos hubiera muerto sabiendo que les había dado una oportunidad. Ahora su muerte no tendría sentido. Todo habría sido en vano. No había podido salvar ni a Ricardo ni a Rachel y ahora tampoco podría salvarlas a ellas. No podía hacer nada excepto mirar. Se retorció en el suelo, buscando en vano energías para levantarse, pero ni siquiera fue capaz de flexionar las piernas.

Roallen se acercaba despacio hacia las muchachas.

—¡Quieto! —ordenó Marina mientras aseguraba la flecha en el arco.

—¿Quieto? —replicó el trasgo, burlón. Su pecho bajaba y subía a espasmos.

El monstruo estaba agotado y sangraba por más de una docena de heridas. Lo habían puesto contra las cuerdas, comprendió Héctor. Habían estado a punto de derrotarlo. Marina disparó una flecha. Roallen saltó hacia delante y la desvió de un manotazo, pero ya no había frescura alguna en sus movimientos.

—¿Y quién ordena que me detenga? —preguntó—. ¿Vosotras? —esquivó una segunda flecha e hizo una torpe reverencia mientras se aproximaba tambaleándose—. ¿Su majestad No Soy Nadie y la princesa Puntería Funesta? —como réplica, una tercera flecha se clavó hasta media asta en su pecho. El trasgo se la arrancó de un tirón y la arrojó lejos—. Lo siento, pero el mundo no funciona así. Vosotras no sois nadie para ordenarme que me detenga. Los corderitos se limitan a temblar cuando los lobos se acercan… Eso hacen. No puedes pedirle a la tempestad que se detenga ni a la muerte que pase de largo cuando llega el momento…

—¡Pero yo sí puedo! —exclamó una voz severa a sus espaldas—. ¡Detente, trasgo! ¡Te lo ordena Denéstor Tul, demiurgo de Rocavarancolia y custodio de Altabajatorre!

Dos proyectiles surcaron la plaza, dos sombras aceradas que se abalanzaron sobre Roallen tan rápidas que el trasgo no pudo esquivarlas. Eran dos grilletes metálicos, unidos por una cadena de eslabones negros. Se cerraron alrededor de sus muñecas, lo levantaron del suelo y lo arrastraron hacia atrás, apartándolo de las jóvenes. Roallen aulló. Tiró hacia delante pero no consiguió liberarse de los grilletes que lo remolcaban. Otro par de cepos llegaron veloces hasta él y se cerraron en torno a sus tobillos. El trasgo cayó hacia delante.

—¡Estás quebrantando la ley, Denéstor! ¡Interfieres en la cosecha! —aulló, con los ojos desorbitados—. ¡Y eso está prohibido!, ¿me oyes?: ¡prohibido!

A Héctor el simple hecho de girar la cabeza para mirar a Denéstor Tul le costó un gran esfuerzo. Allí estaba, en medio de la plaza, el hombrecillo gris que los había sacado de la Tierra hacía tanto tiempo, vestido con la misma túnica que aquella aciaga noche de Halloween, y aunque en apariencia estaba tan arrugado y marchito como en aquel entonces, tanto su porte como su voz mostraban ahora una energía abrumadora. Tras Denéstor flotaban un gran perchero con alas de cigüeña y una cimitarra blanca a la que le habían sustituido la empuñadura por un candelabro de tres brazos, cada uno con su correspondiente vela encendida. La llama de la que ocupaba el brazo central se avivó y la espada voló en línea recta hacia Roallen, que seguía debatiéndose en el suelo.

—¡No puedes inmiscuirte! —insistía el trasgo fuera de sí; de su boca desencajada surgían espumarajos de saliva y sangre—. ¡No puedes! ¡No puedes! ¡Está prohibido!

—Tienes razón. No puedo entrometerme en lo que ocurra entre Rocavarancolia y la cosecha, cierto es —dijo Denéstor con toda la calma del mundo. Se subió al pie del perchero y éste echó a volar hacia Roallen. La vela izquierda se encendió y la cimitarra giró hacia ese lado—. Pero tú ya no perteneces a esta ciudad. Te expulsamos. No deberías estar aquí.

—¡Eso es ridículo y lo sabes! ¡Estás interfiriendo, hasta un ciego lo vería!

—¡Denéstor! —la burbuja de luz verde que Héctor había visto aproximarse desde las montañas había llegado a la plaza. Descendió a ras de suelo y tras deslizarse a gran velocidad hasta ellos, frenó en seco a unos metros de Roallen y el demiurgo. Dentro se encontraba dama Serena, rodeada por un sinfín de minúsculos relámpagos de plata—. ¡El trasgo tiene razón! —gritó furiosa—. ¡No puedes intervenir! ¡Libéralo! ¡Libéralo ahora mismo!

—¿Que lo libere? —Denéstor la miró, perplejo—. ¿Te has vuelto loca, mujer?

—Eres tú quien ha perdido la razón —siseó la fantasma—. Tenemos prohibido interferir. Con tu comportamiento estás infringiendo la misma ley que mandó a Roallen al desierto. Libéralo ahora mismo, libéralo antes de que sea tarde… —los relámpagos que rodeaban su cuerpo se avivaron, por un instante quedó casi oculta tras la red de destellos—. Que los cachorros se encarguen de él, si es que pueden… Es la ciudad la que debe juzgar quién muere y quién vive, no tú.

—¡Te lo he dicho, Denéstor! ¡Estás interfiriendo! ¿Lo ves? ¡¿Lo ves?! ¡Dama Serena me da la razón! —de nuevo se debatió inútilmente—. ¡Suéltame!

Héctor miró asombrado a la mujer de verde. Era ella quien le había hechizado para que pudiese esquivar las zonas peligrosas de Rocavarancolia, ella quien le había asegurado que era la última esperanza para el reino. ¿Por qué quería verlo muerto ahora? Tuvo que apartar la vista, ya no le quedaban fuerzas ni para mantener la cabeza erguida. Vio cómo el pájaro metálico de dama Desgarro, con el ojo de la espantosa mujer bien sujeto en su pico, se posaba de manera desmañada sobre el casco de un guerrero petrificado. El dolor le impedía pensar con claridad. Se llevó la mano al destrozo que era su estómago y gimió.

—Creo que Denéstor Tul lo ha dejado claro, mi querida amiga —dijo una nueva voz. La criatura de alas rojas que Héctor había entrevisto sobrevolando la plaza acababa de aterrizar con una elegancia exquisita ante el espíritu enfurecido—. La intención del demiurgo no era la de salvar a nadie. Lo único que pretendía era detener a Roallen, sin importarle en lo más mínimo qué tareas tenía el trasgo entre manos en ese momento… Nuestro díscolo amigo no debería haber regresado a Rocavarancolia. Ha sido muy desconsiderado por su parte no morirse en el desierto.

El recién llegado casi podría haber pasado por humano de no haber sido por sus alas rojas y el intenso negro de su piel, salpicada en algunos puntos de diminutos destellos. Como única vestimenta llevaba unos pantalones largos de color gris oscuro. Aquella criatura era de una hermosura salvaje. Al verlo, a Héctor le vino a la mente una pantera que hubiera cobrado forma humana. En cada uno de sus pasos se dibujaba una amenaza; en cada movimiento, la promesa de una muerte rápida. Y de pronto recordó haber visto antes una criatura semejante: en el salón de baile del palacete, con un violín entre las manos.

—Esmael… —balbució Roallen. El trasgo retrocedió en el suelo. Su voz era muy distinta ahora, no había en ella rastro de hostilidad, desafío ni orgullo, tan sólo temor—. Por favor, por favor… Sabes cómo soy, sabes quién soy… Es el hambre, el hambre me vuelve loco…

Denéstor Tul no salía de su asombro. Todo aquello resultaba inconcebible. ¿Esmael lo apoyaba mientras que dama Serena le ordenaba que liberara al trasgo?, ¿qué estaba ocurriendo? Miró alternativamente a uno y a otro, desconcertado. Dama Serena era uno de los miembros del consejo que menos atención prestaba a las leyes del reino; las acataba, por supuesto, pero no era una defensora a ultranza de las tradiciones, como era el caso de Esmael o del regente, o el suyo hasta hacía bien poco.

—Esmael, Esmael, por favor, Esmael… —el trasgo, todavía de rodillas, alzó sus manos encadenadas hacia el ángel negro, implorando piedad—. Te lo ruego, amigo… Recuerda la batalla de Almaviva… Tú y yo… Nos superaban en número y allí estábamos los dos, espalda contra espalda… luchando como furias, como hermanos… Recuerda, Esmael, recuerda: tú y yo combatimos juntos en la batalla del Fin del Mundo…

—Claro que lo recuerdo. Me salvaste la vida tantas veces como te la salvé yo, o quizá más… Y te estaré siempre agradecido por eso, Roallen. Pero recuerdo que te dejamos muy claro qué ocurriría si regresabas a Rocavarancolia —Esmael se giró hacia Denéstor Tul. Todos sus movimientos parecían estudiados pasos de baile—. ¿Cuál es el castigo por volver del destierro, Denéstor?

—La muerte —contestó el demiurgo. Descendió de un salto del perchero y alargó su mano hacia Esmael—. Pero espera, no nos precipi…

—¡Esmael! —gritó dama Serena al mismo tiempo, consciente como el demiurgo de lo que estaba a punto de suceder.

El ángel negro desplegó las alas, endureció su filo y decapitó al trasgo de un solo tajo, con un movimiento tan prodigioso como certero. El cuerpo sin vida de Roallen se desplomó hacia delante y su cabeza rodó lejos. Héctor jadeó, horrorizado. Las alas rojas de Esmael centellearon un instante al sol de la tarde, relucientes, a continuación las plegó con un sonoro estallido que dejó flotando en el aire diminutas perlas de sangre.

Héctor sintió un nudo en la garganta. Nada ni nadie le había preparado para presenciar algo tan horrible y definitivo como lo que acababa de ver: un asesinato a sangre fría, la ejecución de un ser indefenso… Él había querido matar a Roallen apenas unos minutos antes, pero ahora que veía su cadáver, todo aquello le parecía lejano e irreal. La única realidad, tan rotunda y nauseabunda que sentía ganas de gritar, era que aquel ser había estado vivo un segundo antes y ahora no era nada más que materia muerta y vacía, meros despojos tirados a los pies de su asesino.

—Asunto concluido —anunció Esmael. Luego se dirigió al espectro—. Te doy mi palabra de que nadie interferirá ahora en lo que haga el trasgo… Roallen ya ha pagado el precio por volver a Rocavarancolia. Si consigue levantarse, no seré yo quien lo detenga.

Héctor gimió. En su recuerdo vio a Ricardo cayendo de nuevo, a Alexander deshaciéndose en cenizas a las puertas del torreón de hechicería, a Rachel muerta en la sala de baile… La vida no era nada, la vida sucumbía siempre, frágil como el cristal. Tosió con fuerza y el dolor de su abdomen se multiplicó. Una sombra se cernió sobre él. Era Natalia. La muchacha se acuclilló a su lado y sacudió la cabeza. Había lágrimas en sus ojos. Héctor se preguntó si eran por él, por Ricardo, por los que habían muerto antes o por los que todavía quedaban por morir.

—Estúpido. Bobo. Idiota. Más que idiota. De todos los idiotas… —alargó las manos hacia sus múltiples heridas, sin parar de llorar. No le quedó más remedio que dejar de insultarlo para poder concentrarse en el hechizo de curación.

—Te besé… —dijo él, alargando la mano hacia ella, presa del delirio—. Te besé en la oscuridad. La luz… tan bella, tan frágil… No dejes que se apague… No dejes que se apague nunca…

—Os habéis ganado el destierro —susurró dama Serena, mirando alternativamente a Esmael y a Denéstor—. Los dos.

—No habrá destierro para nadie, fantasma —gruñó Esmael. Matar a Roallen le había puesto de mal humor—. Lo único que hemos hecho aquí es cumplir la ley. Y nadie nos desterrará por ello —se acercó al espíritu a grandes pasos—. ¿Por qué querías libre al trasgo? ¿Tanto odias la vida que quieres ver cómo Rocavarancolia entera queda reducida a nada? ¿Eso pretendes?

Dama Serena fulminó al ángel negro con la mirada. Esmael no sabía lo que acababa de hacer. Aquélla había sido la última oportunidad de aplazar lo inevitable. Con la futura vampira muerta, Hurza habría perdido la oportunidad de recuperar el poder de su grimorio y eso, probablemente, habría retrasado sus planes. Pero ahora ya era tarde. De pronto se sintió furiosa consigo misma. ¿Qué era lo que había intentado retrasar? ¿Qué vana esperanza la había llevado a intentar frustrar los planes de Hurza aunque fuera de aquella manera indirecta y torpe? ¿Ganar tiempo? ¿Para qué? ¿Para ver si por casualidad dama Desgarro o el propio Esmael daban con el modo de acabar con ella y librarse así de su promesa a Hurza? ¿Por qué lo había hecho? ¿Para acallar su conciencia?

—Lo que pretendo, Esmael —dijo con amargura, en un vano intento de convencerse a sí misma—, es hacer bien las cosas…

Esmael miró a dama Serena con desprecio.

—Si tanto te empeñas en hacer las cosas bien, te aconsejo que consideres cambiar de nombre, eso de «Serena» ya no te cuadra… Histeria, Insensata o Loca casan mucho mejor contigo…

La mirada que le dedicó la fantasma fue de puro hielo. No hubo más palabras entre ellos. El espíritu alzó el vuelo. La vieron perderse en el cielo azul de Rocavarancolia, dejando tras ella retazos de relámpagos y zarcillos de un brillante color esmeralda.

—Buen viaje, maldita demente —murmuró Esmael.

Héctor apenas prestaba atención a lo que ocurría en la plaza. Lo único que sentía era el picor y la tirantez que le provocaban la magia al curarlo. Cerró los ojos. Pronto perdería la conciencia. Notaba cómo se le escapaba de entre los dedos, era como si algo lo empujara con delicadeza hacia el desmayo. Abrió los ojos de nuevo, sobresaltado, necesitaba ver a Marina antes de desmayarse, necesitaba irse del mundo con su imagen en la memoria por si nunca más volvía a despertar. La descubrió a un paso de Natalia, con el arco todavía cargado. Apuntaba de manera alternativa hacia Denéstor y el asesino de Roallen y de cuando en cuando desviaba la vista hacia él. También lloraba, pero a pesar de las lágrimas no le temblaba el pulso. Héctor se dejó caer en la inconsciencia, abrazado a su imagen, al recuerdo de sus ojos azules, los ojos más hermosos del mundo, los ojos que nunca más volvería a ver.

* * *

Denéstor percibió el ataque mágico unos instantes antes de que lo alcanzara. Era un potente sortilegio de aturdimiento pero no tuvo problemas para interceptarlo. Trenzó una barrera mística con una mano, atrapó el conjuro y acto seguido lo arrojó hacia el cielo. Luego se encaró a su atacante mientras se preparaba para repeler cualquier otro hechizo.

Bruno acababa de entrar en la plaza, volando a gran velocidad, en posición vertical, con los faldones de su gabán verde agitándose en el aire, el báculo en una mano y la otra apoyada en la chistera. A su lado estaba Adrián. El muchacho rubio no se mostraba tan seguro en el aire como su compañero y en cuanto tuvo oportunidad puso pie en tierra. Luego desenfundó las espadas que llevaba al cinto y echó a correr hacia Denéstor Tul mientras Bruno lanzaba un nuevo hechizo, más precipitado que el anterior y, por tanto, menos poderoso.

—¡Basta! —gritó Esmael. Fue él quien desarboló el ataque mágico de Bruno mientras se interponía entre Adrián y el demiurgo—. ¡Quietos los dos! ¡Ahora mismo!

Ninguno obedeció. Adrián se lanzó sobre Esmael con una agilidad felina. El ángel negro esquivó sus mandobles, sin dar la sensación de haberse movido, y atrapó de las muñecas al chico, alzándolo en el aire.

—He dicho quieto —le dijo. Adrián se hizo intangible a una velocidad asombrosa y Esmael se encontró sosteniendo el vacío. Reaccionó al instante. Trazó un hechizo de confusión y hundió su mano en el cuerpo etéreo de Adrián, provocándole una sacudida eléctrica que lo dejó retorciéndose de dolor en el suelo—. Aquí ya ha terminado todo, guardaos vuestra furia para cuando sea necesaria… —dijo mientras se incorporaba y se volvía hacia Bruno—. Hoy ha muerto uno de los vuestros y otro no tardará en seguirlo, ¿no os parece suficiente para un solo día?

Bruno aterrizó ante ellos. No varió un ápice ni su postura ni su gesto. Se limitó a mirar al ángel negro y al demiurgo para luego pasear la vista entre sus compañeros. La pajarera de su báculo apuntaba al suelo, rodeada de un turbio manchón de energía escarlata. Denéstor se preparó para desarmar al joven si éste hacía ademán de alzar el báculo. Pero el italiano parecía no tener intención de atacar. Su vista estaba fija en el cuerpo de Ricardo, muerto a los pies de los árboles de piedra.

—Ricardo ha muerto —aunque su voz sonara tan distante y fría como de costumbre, se veía claramente que algo estaba a punto de ceder en él—. ¿Quién dices que no tardará en seguirlo? ¿Héctor?

Denéstor asintió.

—¡No! —gritó Natalia, y se levantó de un salto, mostrándole al demiurgo las palmas de sus manos, aún tiznadas con hebras de magia—. ¡No va a morir! ¡Lo he curado! ¿No me has visto? ¡Lo he curado!

—Has curado sus heridas, pero no es suficiente con eso, niña —su pesar no era fingido. Había depositado muchas esperanzas en aquel muchacho—. El mordisco de los trasgos es tremendamente venenoso. Su saliva es mortal. Y por desgracia, la hechicería capaz de salvar su vida se encuentra muy lejos de vuestro alcance…

—¿Ni siquiera yo…? —comenzó Bruno.

El demiurgo negó con la cabeza.

—Aún te queda mucho por aprender. Y tu cuerpo todavía no está preparado para según qué hechizos.

—¡Cúralo tú entonces! —le exigió Natalia—. ¡Si puedes hacerlo, hazlo! ¡No le dejes morir!

—Eso es imposible —el demiurgo negó abatido con la cabeza. Aquella niña no sabía lo que le pedía—. No puedo hacerlo. No, no puedo…

—¿No puedes o no quieres? —le preguntó Marina, apretando los puños y temblando de pura rabia—. Es esa estúpida ley vuestra de no interferir, ¿verdad? Eso es lo que te impide curarlo.

—Has dado en el clavo, muchachita —intervino Esmael, adelantándose al demiurgo que miraba desolado a la joven—. Las leyes de Rocavarancolia son las que rigen y dan sentido a nuestra existencia. Y ni Denéstor Tul ni yo estamos dispuestos a quebrantarlas, ¿verdad, demiurgo?

Denéstor no contestó. El dolor de la muchacha lo desarmaba.

—Si lo salvo —explicó—, será sólo para que el Consejo Real y el regente ordenen su ejecución inmediata y mi destierro al desierto. No podemos interferir en la cosecha… Es la ley.

—¡Vuestras leyes son estúpidas! —estalló Natalia—. Si no lo salváis y muere, será culpa vuestra… ¡Sólo vuestra!

—Oh. Supongo que tendré que vivir con esa carga sobre mi conciencia —dijo Esmael con sorna.

Adrián gimió a sus pies, intentó incorporarse, pero al ir a apoyar la mano en el suelo, ésta lo atravesó con limpieza. Bruno se acercó a él, sin dejar de prestar atención a las dos criaturas que los acompañaban en la plaza.

—Maldito seas —murmuró Marina con la voz cargada de desprecio, sin apartar la vista del demiurgo—. Todo esto es por tu culpa —le dijo—. ¡De no haber sido por ti estaríamos a salvo en nuestras casas! ¡De no haber sido por ti, Ricardo estaría vivo! ¡Y Alexander y Rachel! ¡Y Marco no se habría suicidado! ¡Nos engañaste! ¡Nos manipulaste para que creyéramos que esto era un juego!

—Cumplí mi deber con el reino —dijo Denéstor. No pensaba dejarse amilanar por aquella muchachita. Y menos después de haberle salvado la vida—. Como lo he hecho en tantas otras ocasiones y como espero seguir haciéndolo durante todo el tiempo que me reste de vida.

—¿Y estás orgulloso de eso?, ¿de servir a este reino? —preguntó Natalia—. Vuestro reino no vale nada. Lo habéis construido sobre una montaña de cadáveres… ¿Y qué puede valer algo con esos cimientos?, ¿qué puede valer algo que se levanta sobre pilas de niños muertos? Estáis enfermos. Qué pena me dais. Y qué asco… —se había acuclillado junto a Héctor y contemplaba su rostro con expresión sombría. Tocó su frente y retiró la mano nada más hacerlo, como si acabara de recibir un fuerte calambrazo. Se mordió el labio inferior. Parecía decidida a no volver a llorar—. Toda esta ciudad debería arder hasta los cimientos. Y vosotros, malditos asesinos, deberíais arder con ella… Es lo mínimo que os merecéis.

Esmael dio un paso hacia ella e inmediatamente Bruno se puso en guardia y alzó su báculo.

—Me voy a marchar antes de que decida que una cabeza cortada no es suficiente —gruñó el ángel negro—. Ya ves, niña insensata. La ley de no interferir te acaba de salvar la vida —desplegó sus alas, alzó la vista al cielo y levantó el vuelo. No miró hacia atrás mientras se alejaba.

Denéstor se quedó solo junto a los muchachos y sus miradas recriminatorias.

—Arder… —se escuchó murmurar a Adrián. El joven se sentó como pudo, medio hundido en el pavimento, y trató de sujetarse la cabeza con ambas manos, pero sus dedos intangibles atravesaron limpiamente el cráneo—. Hasta los cimientos… —resopló. Continuaba aturdido.

El demiurgo contempló a Héctor, inconsciente en el suelo. «Esencia de reyes», había dicho Belisario al ver la muestra de esencia de aquel muchacho. Qué poco importaba ahora todo aquello. Suspiró con tristeza. Allí no quedaba nada por hacer y con su presencia lo único que lograba era crispar todavía más los ánimos. Subió a la base del perchero, le dio la orden de despegar y al instante las enormes alas de cigüeña se desplegaron, batieron en el aire y lo impulsaron hacia arriba. La cimitarra voladora fue tras él. Notó las miradas de los muchachos según ascendía, clavadas en su espalda. No se había elevado más que unos metros, cuando detuvo a su creación y se giró de nuevo hacia el grupo. No podía dejarlos así. El demiurgo señaló con la cabeza a Héctor.

—Dadle agua en abundancia y procurad mantenerlo frío… —se dirigió a Bruno—: ¿Conoces los hechizos de impulso? —el italiano asintió—. Lánzale uno al día, el más pequeño que puedas generar, directo al corazón, eso debería ser suficiente para que continúe latiendo —aquélla era magia peligrosa, demoledora en sus niveles superiores; un hechizo de impulso de alto nivel lanzado sobre una placa tectónica podía partir en dos un continente—. Y conjuros de curación nívea cada hora, día y noche, ¿me oyes? Día y noche… No purgarán el veneno, pero evitarán que sus órganos se colapsen y la sangre se coagule… Escuchadme bien: la única oportunidad que le queda es que lo mantengáis con vida hasta que salga la Luna Roja, ¿comprendéis? Y no quiero engañaros: aun así es una posibilidad remota… —miraba en todo momento al italiano, prefería aquellos ojos apáticos y vidriosos a las miradas acusadoras de las muchachas—. Sólo sobrevivirá si la Luna Roja lo transforma en un ser capaz de resistir el veneno del trasgo. Y son pocas, muy pocas, las criaturas capaces de eso…

Denéstor volvió a mirar al muchacho tendido. «Vuestro reino no vale nada. Lo habéis construido sobre una montaña de cadáveres… ¿Y qué puede valer algo con esos cimientos?, ¿qué puede valer algo que se levanta sobre pilas de niños muertos?», sacudió la cabeza negándose a continuar por ese camino. Si lo hacía, corría el riesgo de acabar como Mistral, meciéndose en la oscuridad y preguntándose una y otra vez cuál había sido su nombre antes de que la Luna Roja lo convirtiera en lo que ahora era.

* * *

Y Héctor, tras sus párpados cerrados, se hundió sin remedio en la profunda inconsciencia, en la negrura absoluta.