El fuego

El fuego

Los días transcurrían cargados de sombras y presagios. Un anochecer, varias docenas de siluetas brumosas se congregaron en las alturas y revolotearon sobre la ciudad durante horas, con ellos de testigos en las almenas del torreón. Bruno no pudo dar una explicación a aquel fenómeno. No parecían fantasmas, ni seres vivos, sino algo a medio camino entre unos y otros. Criaturas, quizá, procedentes de otra dimensión, como las sombras de Natalia. Aquellos seres, simples manchones de claridad, terminaron desvaneciéndose con la llegada de la noche.

Otro día se toparon con una manada de criaturas globulares, transparentes, enormes como elefantes, que flotaban en torno a un viejo caserón envuelto por completo en la niebla de advertencia de dama Serena; estaban adheridas a la fachada y hundían las largas protuberancias que surgían de su parte alta en las paredes del edificio. En el interior de cada uno de ellos se veían diminutas nubes de tormenta, cuajadas de relámpagos. Héctor tuvo la impresión de que aquellas criaturas fantasmales se estaban alimentando de la casa, pero qué estaban ingiriendo era algo que se le escapaba. ¿Magia quizá?

Esa misma tarde, al poco de regresar al torreón, un grito de Ricardo los hizo salir a todos al patio. Más allá del foso, en un solar entre ruinas, varias criaturas estaban enzarzadas en un fiero combate. Eran casi medio centenar, todas de la misma especie, semejantes a zorrillos sin cola, de un hirsuto pelo rojo.

Era una verdadera batalla campal sin bandos aparentes, un «todos contra todos» donde ni se pedía ni se daba cuartel. La fiereza de aquellos seres los asombró. La lucha duró más de dos horas y sólo terminó cuando quedó un único animal con vida. Éste lanzó un lastimero aullido después de acabar con su último congénere, como si fuera justo en ese instante cuando comprendiera lo que acababa de ocurrir allí. Se alejó al trote del solar, gimoteando y lanzando horrorizadas miradas hacia atrás.

La ciudad entera estaba cambiando.

Había movimiento en sus calles, más vida y, lo que agradecieron enormemente, más color. Las enredaderas marchitas que cubrían algunas fachadas revivieron y entre sus hojas reverdecidas comenzaron a nacer pequeñas flores de pétalos azules; en los jardines arruinados de parques y patios brotaron milagrosas briznas de hierba; no demasiadas, pero suponían toda una diferencia con respecto a la desolación anterior. Y con cada nuevo crepúsculo, más y más estrellas se hacían sitio en el cielo negro de Rocavarancolia, brillantes ascuas que se esforzaban en romper en pedazos la oscuridad. Una noche en concreto, todo un sector del cielo, hasta entonces de una negrura sin mácula, quedó cubierto por decenas de diminutas y pulsantes estrellas; fue como si una mano invisible hubiera espolvoreado la bóveda celeste con ellas. Las pequeñas auroras boreales que se repartían por la ciudad también aumentaban en número, aunque en mucha menor medida. La más grande de todas ellas estaba situada sobre los fosos donde una de las bañeras se empeñaba en bajar su carga. La aurora, un sedoso cortinaje de colores violáceos y escarlatas, tan alta como un hombre y tan ancha como tres, giraba despacio sobre sí misma repartiendo resplandores y centelleos por todo el lugar. La idea de que todos aquellos remolinos de luz hubieran sido en el pasado puertas hacia otros mundos resultaba mareante.

En la fachada del torreón Margalar, la estrella llegó a la altura de las diez y cuarto y seis días después alcanzó las diez y media. Faltaban cuarenta días para que saliera la Luna Roja. Cuando Bruno les comentó que llevaban cerca de medio año en Rocavarancolia les costó trabajo creerlo. Natalia aseguraba que tenía que haberse equivocado en sus cálculos, era imposible que llevaran tanto tiempo allí. Marina también dijo que debía de haber algún error, pero por lo contrario: tenía la sensación de que había transcurrido mucho más tiempo desde que Denéstor Tul los había sacado de su mundo.

—No he cometido el menor error. Estoy seguro al cien por cien de que en la Tierra hoy es veintidós de abril —dijo—. Hoy hace cuatro años que mi abuelo me regaló su reloj —lo sacó del interior del bolsillo de su gabán y lo miró fijamente. Se había parado en el mismo momento en que habían llegado a Rocavarancolia y por ahora todos sus intentos de ponerlo en marcha habían fracasado.

—¡Es tu cumpleaños! —exclamó Marina—. ¿Por qué no nos lo habías contado?

—Porque no es relevante —se limitó a decir él.

Tomó con delicadeza la ruedecilla que se encontraba en un lateral del reloj y procedió a darle cuerda. Cuando llegó al tope no se produjo ningún movimiento en las agujas. Bruno sacudió la cabeza y volvió a guardarse el reloj en el bolsillo; la cadena quedó pendiendo fuera, meciéndose de un lado a otro. Algo en aquel balanceo pendular llamó la atención de Héctor, pero no pudo precisar qué era. Se encogió de hombros y no le prestó más atención: sólo era la cadena de un reloj. Pronto lo olvidó.

* * *

Héctor, a veces, se tumbaba en su cama e intentaba abstraerse de todo cuanto le rodeaba. Quería averiguar si la Luna Roja había comenzado a afectarle del mismo modo en que afectaba ya a Ricardo y a Bruno, pero no notaba nada fuera de lo normal, y no sabía si alegrarse por ello o sentirse decepcionado.

Tanto Marina como Natalia le habían asegurado que ellas tampoco notaban nada, aunque albergaba serias dudas con respecto a la primera. Marina nunca había comido demasiado, pero en los últimos tiempos apenas probaba bocado. Cuando le preguntó acerca de ello, le aseguró que todo estaba bien, que simplemente había tomado la costumbre de picar entre horas y que por eso nunca tenía hambre cuando se sentaba a la mesa. Aquel mismo día, Marina comió con un apetito inusual; cuando terminó le enseñó el plato vacío y le preguntó en tono sarcástico si podía levantarse de la mesa ahora que se lo había comido todo. Héctor no hizo comentario alguno, como tampoco lo hizo al día siguiente, cuando Marina de nuevo apartó el plato sin apenas probarlo.

En lo que resultaba evidente que no había mejoría alguna era en las aptitudes mágicas del grupo, Natalia incluida. La rusa se había tomado en serio su decisión de aprender magia, pero por más horas que le dedicaba no lograba demasiados avances, le costaba un tremendo esfuerzo dominar hasta los hechizos más sencillos. Según Bruno, le faltaba concentración. Llevaba tres días intentando aprender el hechizo de intangibilidad, pero por el momento no lo había conseguido.

—Esto no es más que una pérdida de tiempo —le confesó a Héctor una tarde. Acababa de darse un baño en el riachuelo y todavía tenía el cabello húmedo—. Me agoto y no avanzo nada de nada. Y eso me pone de malhumor —bufó—. Y me pone de malhumor estar de malhumor. Tengo la impresión de estar siempre enfadada.

—Es que siempre estás enfadada. Eres una gruñona insufrible.

—Te odio.

Héctor pensaba que le iría mucho mejor si Bruno la ayudara, pero el italiano no parecía tener interés por hacerlo. Se había limitado a seleccionar los libros con los hechizos que creía más apropiados para ella y luego se había desentendido del asunto. Tenía cosas más importantes a las que prestar atención, aseguraba. Bruno no sólo se iba haciendo más poderoso a medida que pasaba el tiempo, también se volvía más audaz. Como quedó demostrado la tarde en la que informó a Héctor que había tomado la decisión de comenzar a explorar la ciudad en solitario.

—Hay lugares a los que tengo intención de entrar que considero de alto riesgo —dijo—. Hasta es probable que me adentre de nuevo en los pasajes subterráneos de la ciudad. No me veo capacitado para garantizar la seguridad de los que vengan conmigo, y por tanto es preferible que nadie lo haga.

A Héctor no le preocupaba demasiado que Bruno se aventurara solo en Rocavarancolia, estaba claro que de todos ellos era el mejor preparado para hacerlo, lo que le preocupaba era la suerte que podían correr ellos si les ocurría algo y el italiano no se hallaba cerca.

—Nada de lo que diga hará que cambies de opinión, ¿verdad? —le preguntó.

—Entiendo tu preocupación. Sé que será arriesgado, pero por desgracia las alternativas se nos van acabando. El tiempo comienza a apremiar y en los libros que hemos reunido hasta ahora no hay respuestas.

—¿De verdad piensas que vas a dar con algo que nos ayude? ¿Crees que ahí fuera hay algo que puede impedir que la Luna Roja nos transforme?

El italiano se tomó su tiempo para contestar:

—Prometí encontrar el modo de evitarlo y ésa es suficiente razón para no rendirme —dijo.

Héctor recordó que Alexander había prometido a Adrián llevarlo de vuelta a casa. Rocavarancolia no era buen lugar para hacer promesas.

* * *

Denéstor Tul se acarició la arrugada mejilla gris mientras observaba cómo Belisario se inclinaba sobre la mesa en la que pronto iba a ser asesinado. El demiurgo asistía a aquella escena desde la perspectiva del criado que, ignorante del trágico final que le tenía reservado el destino, aguardaba en la puerta las órdenes del anciano. Denéstor no sólo veía a través de su mirada, también tenía acceso a todos sus pensamientos, a todas sus sensaciones. Notaba la mullida alfombra bajo sus desgastadas sandalias, respiraba el olor a polvo y agria senectud que despedía la sala de estudio y su ocupante, hasta era capaz de sentir el cansancio acumulado por el criado a lo largo de todo un día de trabajo en el castillo.

Belisario volvió su rostro vendado hacia él y musitó algo que Denéstor no alcanzó a entender. Tuvo que recurrir a los pensamientos del sirviente, más acostumbrado que él a las murmuraciones del anciano, para comprender sus palabras: «Enciende todas las luces. Quiero el estudio bien iluminado esta noche», había dicho.

El sirviente, y Denéstor con él, se apresuró a cumplir la orden. Primero encendió las velas y antorchas que estaban junto a la puerta. A continuación se encaminó hacia los candelabros que quedaban al otro extremo de la sala. Cuando estaba a medio camino, a punto de llegar a la mesa de Belisario, Denéstor Tul detuvo la imagen que estaba extrayendo de los recuerdos comunes de los sirvientes. El demiurgo dejó de acariciarse la mejilla para darse lentos golpecitos en la barbilla. Examinó con detenimiento la escena que tenía ante él. El cuerno con el que Belisario iba a ser asesinado estaba a la cabecera de la mesa, junto al montón de pergaminos sobre el que el anciano apoyaba sus manos vendadas.

Denéstor centró su atención en la mesa. Además del caos de pergaminos y el cuerno, en ella se podía ver un búho disecado; una cajita tallada que si Denéstor no recordaba mal, chillaba cuando la abrían; dos libros de historia antigua, uno dedicado a los orígenes de Rocavarancolia y el otro a los tiempos oscuros de los reyes arácnidos. Sobre ese libro habían colocado un tintero con su pluma y dos grandes velas de cera negra.

El primero en morir había sido el criado. Le habían atacado mientras encendía el candelabro situado al fondo de la estancia, junto a la puerta que conducía al dormitorio de Belisario. Según Ujthan, el asesino debía de haber estado escondido en esa habitación. Decapitó al sirviente de un solo tajo. Luego se encargó de Belisario. Al demiurgo la secuencia de acontecimientos, así como la forma de cometer los crímenes, le llamaba la atención. El asesino portaba un arma capaz de cercenar una cabeza de cuajo, pero curiosamente no había usado esa arma con la segunda víctima. Había preferido ese viejo cuerno para acabar con Belisario. Y luego se había llevado consigo la cabeza del criado. No, aquellos dos asesinatos no tenían sentido.

—Quién me iba a decir a mí que a mis años me iba a encontrar haciendo de detective —murmuró para sí.

Denéstor estaba en dos lugares al mismo tiempo. Mientras su mente vagaba por los recuerdos de los lacayos del castillo, su cuerpo se encontraba en los niveles inferiores de Altabajatorre, sentado en una gigantesca silla de patas articuladas. En el otro extremo de la sala, tumbado en una camilla de paja, descansaba uno de los criados. Entre ambos quedaba la nueva creación del demiurgo: un gran barril recubierto de pez del que surgían dos tubos vertebrados negros, unidos a los yelmos que tanto el demiurgo como el sirviente llevaban en sus cabezas. El tonel estaba relleno de plumas, relojes de arena y cáscaras de nuez pulverizadas. A Denéstor le había costado mucho tiempo preparar aquel ingenio; era una criatura viva, de inteligencia limitada, pero que cumplía a la perfección la función para la que había sido creada: conseguir que la mente del demiurgo fuera capaz de proyectarse a las mentes ajenas y acceder a los recuerdos que éstas albergaran.

Tenía la sospecha de que la dolencia que aquejaba a los sirvientes del castillo, esa debilidad exagerada que los hacía ir de un sitio a otro como almas en pena, estaba algo más que relacionada con el asesinato de uno de los suyos. Y además no podía olvidar el escalofriante presentimiento que le había asaltado al asomarse a los ojos de aquel criado. Podía equivocarse, desde luego, quizá todo aquello no fuera más que una absurda pérdida de tiempo, pero eran tan pocas las pistas que el asesino había dejado tras él que no le quedaba más alternativa que apurarlas todas.

Observó durante unos minutos la escena inmóvil. Aquél era el recuerdo del lacayo muerto, asimilado por la mente colmena que formaban los sirvientes del castillo. Si volvía a ponerlo en marcha vería cómo el desdichado hombrecillo llegaba hasta el candelabro, alzaba la mano en la que portaba el largo mechero con el que encendía las velas y moría antes de alcanzar la primera. Denéstor no quería acompañarlo en ese terrible instante; ya lo había hecho una vez y se negaba en redondo a sentir de nuevo el intenso y frío dolor con el que había terminado la vida del sirviente. Lo que hizo en cambio fue acceder a la mente del que estaba tumbado para rebuscar entre los recuerdos conjuntos de los criados el del primero en llegar a la escena del crimen.

La imagen que ahora le rodeó mostraba dos cadáveres: el del sirviente decapitado en la esquina y el del anciano Belisario, medio tumbado en la mesa. Detuvo la imagen del recuerdo en el punto exacto en que tenía una visión más completa de toda la mesa. Estudió la escena cuidadosamente. Luego la sustituyó por la imagen extraída de la memoria del sirviente muerto. Además de los dos cadáveres, había sutiles diferencias entre ambas. La situación de la silla de Belisario era distinta, por ejemplo, y los pergaminos situados ante él habían sido removidos.

Pero había algo más. Apartó el recuerdo del criado muerto para entrar otra vez en el del criado vivo. En el borde de la mesa, apenas a unos centímetros de la mano extendida del cadáver, descubrió tres manchitas azules, muy cerca del lugar donde había estado el cuerno. Denéstor las examinó con atención. No podía tocarlas, aunque no le hacía falta para darse cuenta de que eran frescas. Esas manchas no estaban allí cuando el primer sirviente, el que yacía muerto en la esquina, entró en la estancia. Comprobó que la tinta era la misma que llenaba el tintero situado sobre el libro. Había una pluma en vertical en un pequeño soporte junto a él. La estudió detenidamente. Era larga, de cañón blanco hueso y de pluma negra, la punta estaba manchada de tinta, tan fresca como la que ensuciaba la mesa.

Puso en marcha el recuerdo del criado asesinado desde el preciso instante en que entraba en la estancia y lo detuvo cuando le ofrecía la mejor visión del caos de pergaminos sobre el que se apoyaba Belisario. Lo primero que comprobó fue que también había manchas de tinta fresca en las vendas que envolvían la mano izquierda del anciano. A continuación, Denéstor fijó su atención en los pergaminos. Había casi una veintena, amontonados de mala manera unos sobre otros. El extremo de uno de ellos, de un sucio color grisáceo y colocado en segundo lugar en el montón, asomaba entre los demás. Se alcanzaban a leer las tres primeras líneas del texto y la escritura era fresca. Denéstor Tul frunció el ceño. Estaban escritas en un idioma desconocido para él.

Sustituyó el recuerdo del criado muerto por los de los criados vivos que se habían encargado de ordenar y registrar el despacho de Belisario. Los observó, saltando de uno a otro, mientras ponían orden en todo aquel caos. Vio cómo uno de ellos recogía los pergaminos que Belisario tenía sobre la mesa. Entre ellos no estaba el gris.

El demiurgo entrecerró los ojos. Había dado con algo.

Quienquiera que hubiera asesinado a Belisario no sólo se había llevado la cabeza del criado: había robado el pergamino. El anciano había estado escribiendo en él poco antes de que el criado llegara, Denéstor estaba convencido de ello; las manchas de tinta en las vendas y en la mesa lo evidenciaban. La vista de Belisario era casi nula y debía de haber supuesto un gran esfuerzo para él escribir con tan poca luz. ¿Por qué no había llamado a uno de los sirvientes para que lo ayudara? La respuesta le resultó obvia: para que nadie supiera qué estaba escribiendo, para que nadie pudiera hacer lo que ahora mismo estaba haciendo él: espiar lo escrito. El demiurgo examinó de nuevo el texto que se entreveía en el caos de papeles, trazado en aquella lengua extraña.

Denéstor volvió a martillear con sus dedos en el centro de su barbilla. Estaba convencido de que si averiguaba de qué idioma se trataba y lograba traducirlo, estaría más cerca de resolver el enigma de los asesinatos en el castillo.

—Ya puedes retirarte el casco —le ordenó al criado mientras él hacía lo propio—. Hemos terminado por hoy. Regresa a tus quehaceres.

El sirviente se incorporó despacio en la camilla y se quitó el armatoste que cubría su cabeza. Sus movimientos eran toscos, vacilantes. La palidez temblorosa de su rostro quedó a la vista. Pestañeó aturdido y miró al demiurgo.

—Espero haberle servido de ayuda, señor —murmuró con un hilo de voz.

—Lo has sido, mi buen amigo. Lo has sido —le comentó risueño Denéstor.

Pero su ramalazo de buen humor se disipó al contemplar la mirada vacía del criado. Sus ojos inexpresivos parecían observarlo desde una distancia infinita, desde un lugar donde ni el frío ni el calor tenían sentido. Contemplar esa mirada era contemplar la nada.

Y desde el otro lado de aquellos ojos vacíos, el primer Señor de los Asesinos acechaba.

* * *

La estrella de diez puntas llegó al punto de la esfera que hubiera correspondido a las once menos veinte de tratarse de un reloj de sol. El día era frío, el más frío de los que habían tenido desde que llegaron a Rocavarancolia. Los edificios y las ruinas amanecieron tiznados de escarcha y sobre el riachuelo se formó una fina capa de hielo. El tiempo en Rocavarancolia había enloquecido por completo. A un día de inusitado calor podía seguirle una jornada del más crudo invierno.

Marina y Héctor iban de camino a la plaza de las torres por una retorcida callejuela, envueltos ambos en dos gruesas capas. Caminaban despacio, sin prisa alguna. Del oeste llegaba la bañera voladora con su piloto cantarín a cuestas. Su voz apenas era audible en la distancia. Era la primera vez en varios días que salían a buscar alimentos. En las últimas semanas habían subsistido a base de las provisiones almacenadas, pero comenzaba a haber una alarmante escasez de fruta y habían decidido dedicar un día a proveerse de ella.

Bruno y Ricardo habían salido a interceptar las dos barcas que iban más allá de la cicatriz, mientras ellos se encargaban de la tercera. Natalia había preferido quedarse en el torreón y seguir peleándose con los libros de magia mientras Maddie hacía compañía a Lizbeth en la mazmorra.

—¡Vamos! —le apremió Marina. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío—. ¡Dímelo! Yo te lo he contado. Dos chicos. Uno se llamaba Marcos, iba conmigo a clase de inglés… El otro era el primo de una amiga mía y fue en su fiesta de cumpleaños, en uno de esos juegos ridículos de beso, verdad o consecuencia… —le tiró del brazo—. ¿A cuántas chicas has besado tú?

A pesar del intenso frío, era un día claro, de un magnífico azul. Las pocas nubes que se veían eran tan tenues que parecían un dibujo sin terminar.

—Esta conversación me incómoda —contestó él. Recordó el fugaz beso de Natalia en las tinieblas, pero lo apartó de su memoria con rapidez, sin siquiera tener tiempo de sentirse culpable por recordarlo—. No sé cómo ha empezado, pero quiero que se termine… —la empujó suavemente hacia delante. Marina resopló y le miró enfurruñada.

Habían ido a parar a una de las arterias principales de la zona. Marina caminó por delante unos metros, hasta que de pronto se giró hacia él y lo señaló con un dedo, acusadora.

—¡A ninguna! ¡No has besado a ninguna chica! ¡Por eso no lo quieres decir! ¡Te da vergüenza!

—Pero ¿por qué me torturas? ¿Qué te he hecho yo?

—Lo siento, no puedo evitarlo —le miró por encima del hombro y le guiñó un ojo—, estás encantador cuando te sonrojas…

—Malvada. Sádica —Héctor sonrió con malicia—. Yo también podría hacerte enrojecer si quisiera, ¿sabes? Pero soy un caballero y no lo haré.

—Amenazas, amenazas —se burló ella—. No tienes con qué avergonzarme.

—Te he visto desnuda —le soltó de pronto.

Ella frenó en seco y se volvió para mirarlo de frente.

—¡Mentira! —pero se llevó las manos a la cara cuando su expresión le dejó bien claro que no mentía. La sonrisa de Héctor se hizo mayor al ver aumentar el rubor de sus mejillas—. ¡No! ¡Es cierto! ¡Oh! ¿Cuándo? ¿Cuándo?

—Al poco de llegar. Os vi a ti y a Madeleine. No cerrasteis bien la puerta mientras os bañabais.

—¿Nos espiaste? ¡Vaya caballero que estás hecho!

—Tuve mi castigo. Me caí por las escaleras…

—¡Ese día! —de pronto sonrió, enarcó una ceja, pícara, y se acercó veloz a él.

—¿Te gustó lo que viste? —le preguntó mirándole a los ojos.

Héctor fue dolorosamente consciente de su proximidad, de su olor, del calor de su cuerpo apenas a un centímetro del suyo. Marina tenía el pelo enredado y una minúscula viruta de madera prendida en un mechón que caía sobre su frente. Su primer impulso fue quitársela, pero sus manos quedaron inertes. Si intentaba tocarla, moriría, estaba seguro; si alzaba una mano para acariciarla, caería fulminado antes de conseguir tocarla. Rocavarancolia lo mataría o, aún peor: la mataría a ella.

Y de pronto, como para confirmar aquel funesto augurio, el viento trajo hasta él un nuevo sonido: un cántico horrible que no tenía nada que ver con el espantapájaros del velero, era una letanía desagradable, inhumana.

Marina retrocedió al ver el cambio de expresión de su rostro. El brillo de sus ojos pasó de la picardía a la alerta. Dejó caer el arco de su hombro izquierdo a sus manos. Héctor desenvainó la espada y miró a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó la joven, ya con una flecha dispuesta.

—Viene de la plaza —susurró él.

Recorrieron en absoluto silencio el último tramo de camino. Era una sola voz la que cantaba, en una lengua que no parecía hecha para una garganta humana. Llegaron hasta el gran socavón en que terminaba la calle, justo a la entrada de la plaza, y parapetados desde allí espiaron el lugar.

Los monstruos y guerreros petrificados estaban inmóviles en la plaza, con sus sombras derramándose a sus pies, inmersos en aquella batalla perpetua que ninguno ganaría jamás. Una bandada de pájaros negros reía a carcajadas en la copa de uno de los altos árboles de piedra, apretados los unos contra los otros para resguardarse del frío. El sol daba de plano en la torre de cristal y su luz, reflejada en la red de grietas de la fachada, resultaba cegadora.

Marina fue la primera en verlo.

—Es Adrián —señaló hacia el centro de la plaza.

El joven estaba sentado en el lomo del dragón petrificado, apoyado con dejadez en el ala izquierda. Sostenía un libro abierto ante su rostro, un volumen delgado, encuadernado en una tela roja tan desgarrada que daba la impresión de estar forrado de telarañas escarlatas. Era él quien canturreaba aquella tonada horrible. Más que cantar daba la impresión de estar intentando imitar el crepitar de las llamas. Del cuello le colgaban un montón de amuletos, collares y colgantes; todos emitían un tenue fulgor sanguíneo.

Marina y Héctor se acercaron a él después de cruzar una mirada de extrañeza. Adrián parecía aún más pequeño montado a lomos del dragón. En cuanto los vio aproximarse, dejó de cantar, cerró el libro y les dedicó una sonrisa afectuosa. Héctor frunció el ceño. El horrible cántico podía haber cesado, pero él se sentía tan intranquilo como antes y no saber qué motivaba su inquietud le ponía todavía más nervioso. Había algo extraño en la plaza. Algo que antes no había estado allí.

—¿Ahora le cantas a las piedras? —preguntó Marina a los pies del dragón rampante. La garra del monstruo quedaba justo encima de su cabeza. Apoyó la mano extendida en el pecho de la bestia y miró hacia arriba—. Pasas demasiado tiempo solo. Si vuelves con nosotros al torreón, te dejaremos cantar a la araña del patio.

Adrián soltó una carcajada y palmeó al dragón de piedra, como un jinete satisfecho con el rendimiento de su montura. Tenía el pelo chamuscado y manchas de hollín en la cara y la ropa; una en concreto le cubría el ojo derecho por entero, como si alguien le hubiera sacudido un buen puñetazo.

—La oferta me tienta, pero no, lo siento. Las arañas gigantes no son mi tipo.

—Allá tú. Es encantadora cuando la conoces bien —hizo pantalla con la mano sobre su frente para poder ver mejor a Adrián. Los reflejos de la torre de cristal de vez en cuando envolvían al muchacho como una prenda de luz—. Vale, ¿se puede saber qué estás haciendo?

Adrián se rascó la cabeza, evidentemente incómodo con la pregunta. Tardó mucho en contestar.

—La última vez que pasé por el torreón, Bruno me dejó unos cuantos libros más sobre dragones y, bueno… he descubierto cosas bastante interesantes sobre ellos —les explicó—. Por lo visto son muy resistentes. Es probable que sean los seres vivos más duros que existen. Es por su metabolismo… Son capaces de adaptarse a su entorno y sobrevivir durante años en las condiciones más extremas.

—¿Estás diciendo que este dragón está vivo? ¡Vamos! ¡No puedes hablar en serio! —exclamó Marina—. ¡Por lo que sabemos puede llevar siglos convertido en piedra!

—Treinta años. Sólo lleva treinta años —dijo Adrián—. Esto que veis aquí es parte de la batalla que acabó con Rocavarancolia y cerró las puertas a otros mundos.

Adrián dejó el libro sobre el lomo del dragón y bajó de dos saltos; el primero le llevó a la punta del ala desgarrada del monstruo y el segundo directo al suelo. Aterrizó apenas a dos metros de Héctor. Despedía un fuerte olor a ceniza. Héctor frunció el ceño.

—Aun así —dijo Marina—. Treinta años son muchos años.

—Lo son, sí. Y a pesar de eso te aseguro que existe la posibilidad de que esté vivo —dijo Adrián—. Vale, es pequeña, pero existe.

—Te estás burlando de mí. La araña del patio no te querrá si te burlas de mí, te lo advierto.

—No, no. Escucha: se sabe que un mago de Yeméi convirtió en cristal a Belaicadelarán, el mayor de todos los dragones de su mundo… —le explicó—. El animal estuvo así más de quinientos años, hasta que otro hechicero decidió resucitarlo para que luchara en no sé qué guerra… Fue un hechizo complicado y le exigió muchísimo esfuerzo, pero al final lo consiguió: trajo de vuelta al dragón. Quinientos años, Marina… Cinco siglos transformado en cristal no acabaron con él. ¿Por qué iba a hacerlo un puñado de años convertido en piedra?

La joven alzó la vista y contempló las fauces entreabiertas del monstruo. Los ojos del dragón eran enormes y estaban desorbitados, fijos en el grupo de jinetes que lo hostigaban con sus lanzas. Marina parecía impresionada.

—¿Y qué se supone que haces cantándole? ¿Quieres entretenerlo hasta que vuelva a ser de carne y hueso?

—No le canto. Es un hechizo de restauración —se acarició dubitativo el pelo quemado, como si no estuviera muy seguro de continuar. Torció el gesto y observó a Marina atento a su reacción—. Quiero despertarlo —le anunció—. Eso quiero.

—Despertar a un dragón —repitió ella al cabo de un instante, boquiabierta—. ¿De verdad te parece buena idea? —señaló hacia la inmensa bestia con los dos brazos—. ¡Es un dragón!

—Un dragón de Transalarada, para ser más exactos… ¿No te parece hermoso?

Marina sacudió la cabeza.

—Muy bonito, sí. No me puedo creer que estés hablando en serio.

—Estoy hablando completamente en serio. Pero no te preocupes. El hechizo de restauración está fuera de mi alcance. Ni siquiera Bruno podría conseguirlo… Necesita más magia de la que tenemos, mucha más… ¿Quién sabe? Quizá cuando salga la Luna Roja seamos capaces de traerlo de vuelta —sonrió—. ¿Os imagináis lo que podríamos hacer con un dragón?

—¿Y tú te imaginas lo que podría hacer un dragón con nosotros? —se volvió hacia Héctor—. ¿Le estás oyendo? ¡Intenta despertar a esa cosa! ¡Dile algo! ¡No te quedes ahí callado!

Pero él apenas prestaba atención a la conversación. No podía dejar de mirar a Adrián mientras intentaba descubrir qué andaba mal en la plaza. Entrecerró los ojos y miró despacio en torno a él. Contempló los rostros de los hombres y los monstruos que batallaban a su alrededor. Era un compendio de muecas feroces, de gestos de dolor o de simple agotamiento. Detuvo la mirada en un grotesco ser con cola de escorpión que gritaba en absoluto silencio, atravesado de parte a parte por una lanza tan grande que tenían que enarbolarla al mismo tiempo dos criaturas acorazadas.

—¿Héctor? ¿Me estás escuchando?

De pronto se dio cuenta de qué era lo que fallaba. Era el silencio. El silencio en la plaza era mayor que de costumbre. Era prácticamente absoluto. Sólo se escuchaba el sonido del viento y el ocasional graznido de algún pájaro. Y allí siempre se habían oído los gritos de los que ardían en el barrio en llamas. Era un desagradable murmullo lejano, tan de aquel lugar como las criaturas petrificadas. Pero ya no estaban. Los gritos habían cesado. Y el silencio y lo que implicaba era tan atroz que dolía.

Héctor observó las manchas de ceniza y hollín que cubrían la cara de Adrián. Luego bajó la vista a sus manos. El dorso de la derecha estaba ennegrecido y la manga de la camisola tenía varias quemaduras. Un escalofrío recorrió su espalda, un escalofrío lento que fue mordiendo su columna vértebra a vértebra mientras ascendía.

—¿Qué has hecho? —le preguntó en un susurro, sin apenas separar los labios. Apretó los puños con fuerza.

La mirada que le dedicó Adrián fue de total indiferencia y eso le enfureció todavía más.

—¿Héctor? —preguntó Marina, confusa.

—¡¿Qué es lo que has hecho?! —repitió él. Dio un paso en su dirección, pero Adrián ni se inmutó.

—No sé de qué… —comenzó. De pronto su rostro se iluminó—. Ah… Te refieres a…

—A la gente… Al incendio… —se mordió el labio inferior.

—Los he matado —contestó Adrián con la voz henchida de orgullo y los ojos brillando—. Los he matado a todos. Me adentré en las llamas y acabé con ellos uno por uno. Tardé horas en hacerlo.

—Dios mío… —Marina se llevó una mano a la boca y retrocedió un paso, horrorizada.

—Te has vuelto loco —murmuró Héctor. No podía creer lo que acababa de oír—. Te has vuelto completamente loco.

—¿Por qué me miráis así? Hice lo que alguien debió haber hecho hace mucho tiempo. He puesto fin a su dolor.

Héctor se lo imaginó avanzando entre el caos de llamas quietas: una diminuta figura rubia inmersa en un laberinto de resplandores congelados, espada en mano, con su sombra multiplicada a sus pies, en busca de los lugares donde aquellos pobres desdichados gritaban. Lo vio flotando en el aire ante cascadas de llamas, atravesando incorpóreo paredes de fuego para poder llegar a todos y a cada uno de los que habían quedado atrapados en aquel infierno.

—¡¿A cuánta gente has matado?! —gritó, fuera de sí. Empujó a Adrián contra el dragón, retorciéndole el cuello de la capa con ambas manos.

—No era gente —le contestó él, con el tono de voz con el que se explica algo evidente a alguien a quien no se cree demasiado listo—. Eran monstruos. Cosas horribles… Deberías haberlas visto… Criaturas espantosas de ojos saltones y miembros deformes, seres grotescos de dos cabezas… —se libró de las manos de Héctor de un manotazo y se acercó aún más, para poder gritarle a la cara—. ¡Y llevaban treinta años quemándose vivos! ¡¿Me oyes?! ¡Treinta años ardiendo! ¡¿Crees que les molestará lo que he hecho?! —señaló con furia hacia el barrio en llamas—. ¡Me estarán agradecidos! ¡He acabado con su sufrimiento! ¡Eso se llama misericordia!

Héctor hizo una mueca. Adrián no podía engañarlo.

—¿Misericordia? ¿Dices que lo hiciste por misericordia? Quieres despertar a un dragón que lleva años convertido en piedra… ¿y no te paras a pensar en que quizá hubiera un modo de salvar a toda esa gente? —golpeó al dragón con todas sus fuerzas. Varias esquirlas de roca salieron despedidas. A continuación se forzó a respirar con calma, sin apartar su mirada de Adrián. Le resultaba imposible pensar que el joven que tenía ante sí era el mismo que había encontrado hacía meses subido a una fuente vestido con un ridículo pijama; el mismo que había salido huyendo cuando un murciélago flamígero entró por una tronera del torreón—. ¿Por qué lo hiciste? —preguntó. La calma de su voz no tenía nada que ver con la rabia que lo consumía.

—No era gente —insistió de nuevo el otro—. Eran monstruos…

—¡¿Por qué lo hiciste?! —aulló Héctor. Su mano voló hacia la empuñadura de la espada. La aferró, aunque no llegó a desenvainarla.

Marina dio un grito e intentó interponerse entre ambos, pero Héctor sólo tuvo que dar un paso lateral para impedírselo.

Por un instante, pareció que Adrián también iba a hacer ademán de desenvainar; en vez de eso, se echó hacia delante y le miró a los ojos.

—Porque sus malditos gritos no me dejaban concentrarme en el hechizo —le susurró—. ¿Estás satisfecho? Por eso lo hice. Para que se callaran de una vez.

Nadie dijo nada durante unos instantes. Sobre el árbol de piedra, los pajarracos negros reían a carcajadas.

—Eres un monstruo… —murmuró Héctor. Algo oscuro y siniestro se removió en su interior—. No has necesitado la Luna Roja para transformarte…

Dio un paso atrás. Y luego otro. Si no se alejaba, le saltaría encima. Si no se apartaba de él, se dejaría llevar por la rabia y le golpearía hasta que uno de los dos acabara tirado en el suelo.

—¿Lo sientes, verdad? —Adrián dio un paso en su dirección. El tono de su voz había cambiado. Ahora era casi amigable—. El fuego. Lo sientes. Lo veo en tus ojos.

—Cállate —siseó Héctor. Quería golpearlo. Quería hundirle el cráneo a puñetazos. Quería matarlo.

—Sí. Puedo verlo. Sientes el fuego. Te está pidiendo a gritos que me hagas daño.

—¡Estás loco! —le gritó. Retrocedió un paso más, impactado a su pesar de que Adrián hubiera podido describir de manera tan precisa lo que le estaba ocurriendo. Sentía como si por sus venas corriera fuego líquido. Todavía no había soltado la empuñadura de su espada, y todo su ser clamaba porque la desenvainara y se lanzara contra Adrián.

—Ese fuego es el que he sentido yo desde que Bruno me trajo de nuevo a la vida… —dijo Adrián—. No me deja dormir, y a veces ni pensar… Ese fuego es lo que me hizo buscar a ese tipo… El fuego lo es todo. Me consume. Me quema… Como os consumirá a vosotros.

—No le escuches —Marina le agarró con fuerza del brazo y tiró de él hacia atrás. Héctor soltó la espada de inmediato—. No le hagas caso. Tienes razón, Héctor: está loco. Esta ciudad le ha vuelto loco.

—Esto no tiene nada que ver con la locura —Adrián se volvió hacia ella—. ¡Tiene que ver con despertar! Denéstor tenía razón cuando nos dijo que nos traía al lugar donde debíamos estar. ¡En la Tierra estaba ciego y ahora veo! ¡Aquí seremos lo que debemos ser!

—¿Asesinos? —le preguntó la joven con desprecio.

—No —contestó Adrián y señaló al dragón con un vigoroso ademán—. Seremos poder, ¿me oís? Sin debilidad, ni miedo. Seremos todo lo que queramos ser… ¡Es absurdo luchar contra eso! ¿No lo veis?

—Prefiero no decirte qué es lo que veo —dijo Héctor. La mano de Marina todavía en su brazo le reconfortaba. Sentía cómo la rabia iba cediendo, pero el recuerdo de aquel fuego se mantenía candente en su memoria. No quería pensar en ello. No estaba preparado para hacerlo.

Adrián les dio la espalda y tras lanzar un hechizo de levitación empezó a ascender rumbo al lomo del dragón. Cuando ya llegaba se detuvo, se giró a medias hacia ellos y los contempló desde lo alto, con la capa aleteando al viento. Sus ojos centelleaban.

—Por mucho que luchéis, por mucho que os esforcéis, no podréis impedirlo. Vosotros también sucumbiréis al fuego.

Y lo único que os diferenciará de mí será que yo habré recorrido ese camino antes.

—Nunca seremos como tú —le dijo Héctor.

—Eso, supongo, es algo que sólo el tiempo dirá.

* * *

—El demiurgo se está acercando demasiado —dijo Hurza con su voz de sepulcro hambriento—. Debo matarlo. No puedo retrasarlo mucho más.

—Sí, sí… Denéstor debe morir. Sí, sí… —canturreó la bruja que se sentaba al otro extremo de la mesa. Era una mujer grotesca, vestida con un harapiento vestido de boda. Bajo la sucia y polvorienta seda de su vestimenta se agitaban las víboras azuladas que dominaba. Había docenas de ellas enroscadas alrededor de su cuerpo, cambiando de posición sin cesar.

Dama Serena la observó con repugnancia mal disimulada. Dama Ponzoña era el último miembro que se había unido al pequeño grupo de Hurza. La bruja, una desagradable criatura que vivía en una cueva en las montañas, también formaba parte del Consejo Real de Rocavarancolia. Había ocupado el puesto de Rorcual, asesinado por el mismo ser que ahora proclamaba llegada la hora de acabar con Denéstor Tul. Dama Serena no entendía el motivo que había llevado a Hurza a incluir a aquella bruja en sus intrigas. Dama Ponzoña era estúpida hasta el paroxismo, una mujercilla desquiciada que no podía aportarles nada bueno. No, no sabía por qué Hurza la quería con ellos, pero eran tantas las cosas que ignoraba de él que ya comenzaba a dar por sentado que nunca entendería sus acciones y motivaciones. El primer Señor de los Asesinos era un enigma para dama Serena, algo incomprensible. Y el único capaz de liberarla de la condena de ser un alma errante, que era lo que en realidad importaba.

—Sólo necesito mi grimorio para ello —le había asegurado la primera noche que habló con ella, envueltos en la esfera de silencio—. Una vez que recupere el poder que deposité en sus páginas, podré darte el descanso que mereces.

—No podrás —dijo dama Serena—. Porque ya no es el libro que conociste. Un hechizo de sangre lo protege y sólo un vampiro puede usarlo ahora sin ser destruido.

—Lo sé. Lo sé. El destino quiso que yo asesinara al último antes de conocer ese detalle, pero el destino también ha querido que pronto haya un nuevo vampiro en Rocavarancolia.

—¿Uno de los cachorros de Denéstor?

Hurza asintió.

—El torreón Margalar ya hiede a chupasangre —aseguró—. Cuando se ponga la Luna Roja, su cambio será total y yo estaré más cerca que nunca de acceder al poder del libro. Y te prometo que lo primero que haré cuando eso ocurra será matarte.

—¿Y qué vas a pedirme a cambio?

—Tu lealtad absoluta hasta entonces, por supuesto. En Rocavarancolia hay seres que no verán con buenos ojos ni mi regreso ni mis planes. Tal vez no me quede otra alternativa que enfrentarme a ellos antes de estar realmente preparado. Si eso ocurre, necesitaré de tus habilidades para derrotarlos.

—¿Y si me niego? ¿Qué me impediría contarle a Denéstor y a Esmael lo que sé? Como bien has dicho, ahora no tienes poder para destruirme.

—No podría impedir que me delates. Cierto es. Y el demiurgo y el asesino acabarían conmigo. Sí. Me destruirían sin duda alguna. Y con mi muerte es probable que tú perdieras la última oportunidad de alcanzar el olvido. ¿Merece la pena correr semejante riesgo?

Dama Serena no contestó. La respuesta era obvia.

La fantasma paseó la mirada por la pequeña mesa a la que se sentaban. Además de la desagradable dama Ponzoña y el propio Hurza, allí estaba Ujthan, el inmenso guerrero que se había convertido en el más fiel abanderado del renacido Señor de los Asesinos, y Solberino, el náufrago. Resultaba sorprendente ver cómo había medrado aquel hombre en Rocavarancolia. Había pasado de ser una simple víctima del faro a sentarse en el Consejo Real y ahora, por capricho de Hurza, a formar parte de aquella turbia conspiración. Como en el caso de la bruja, se preguntó qué utilidad podía tener Solberino en sus planes; el náufrago podía ser un superviviente nato, pero no por eso dejaba de ser un humano normal y corriente. Dama Serena también se preguntaba cómo había logrado Hurza comprar su lealtad. A Ujthan le había prometido una guerra, a ella la destrucción, ¿qué podía anhelar Solberino?

Los cinco estaban reunidos en una pequeña sala romboidal, de paredes negras, sin ventanas ni el menor adorno superfluo. Lo único reseñable era un pequeño cofre oscuro, situado en el centro de la repisa que recorría a media altura una pared, y un armario que más parecía un ataúd colocado en posición vertical. Aquella estancia se encontraba dentro del castillo, pero estaba protegida por una magia tan antigua y poderosa que ni uno de sus habitantes conocía su existencia.

Ujthan fue quien la condujo hasta ella dos semanas atrás, envueltos ambos en un conjuro de silencio y otro de tiniebla. El guerrero se detuvo ante un ajado cortinaje, en mitad de un pasillo del ala sur de la fortaleza. Dama Serena de nuevo tuvo el dudoso placer de ver emerger a Hurza de la carne del guerrero, como si no fuera más que otra arma inscrita en su cuerpo. Una vez que puso pie en tierra, el primer Señor de los Asesinos avanzó en la esfera de silencio hasta tocar un punto en concreto del cortinaje. Y de pronto, esa cortina raída se convirtió en una puerta de bronce labrado.

—La sala de la paradoja —le explicó Hurza mientras aferraba la manilla de la puerta—. Sólo los que son guiados hasta ella por alguien que ya ha estado en su interior son capaces de verla.

Nada más entrar, dama Serena se fijó en el cofre negro. Sintió de inmediato la pulsación de un antiguo poder en su interior, un caudal de energía de tal calado que le costó un gran esfuerzo resistir el impulso de acercarse y abrirlo.

Desde entonces, habían celebrado ya dos reuniones allí. Aquélla era la tercera.

—El demiurgo debe morir, sí, sí, sí —repitió la bruja, meciéndose de atrás hacia delante. Una leve llovizna del polvo y la mugre de su vestido cayó al suelo de la estancia.

La muerte de Denéstor Tul. Ese era el motivo por el que Hurza los había convocado aquella noche. Era evidente que llegaba la hora que dama Serena había estado temiendo: la de enfrentarse al resto de Rocavarancolia. Había abrigado la esperanza de que su traición no tuviera que hacerse efectiva jamás. Una vez que Hurza consiguiera hacerse con la energía depositada en su grimorio, podría enfrentarse no sólo a Denéstor, sino también a Esmael. Pero las investigaciones del anciano comenzaban a resultar peligrosas. Si seguía por el camino que ahora llevaba, no tardaría en averiguar que la amenaza que se cernía sobre Rocavarancolia provenía de su más lejano pasado. El idioma en que Belisario había escrito el pergamino era un antiguo dialecto de Nazara, el primer mundo vinculado, un lenguaje que usaban los seguidores de Hurza y Harex. Había pocas referencias tanto a ese dialecto como al culto de los dos hermanos, pero existían, y si alguien podía dar con ellas, ése era Denéstor Tul.

—No será sencillo terminar con él —aseguró el espíritu—. Es el demiurgo más poderoso que ha tenido Rocavarancolia en siglos. En la guerra lo vi enfrentarse al cónclave de hechiceros de Faraian y sólo sus hechizos conjuntos lograron vencerlo a él y a sus criaturas.

—Conozco de sobra las capacidades de Denéstor Tul —comentó Hurza. Sus rasgos seguían siendo los de Belisario, pero al mismo tiempo habían dejado de serlo. Era como si dos rostros diferentes pugnaran por dominar aquella carne parda. Los ojos se le habían agrandado un tanto; la nariz, que antes había sido bulbosa e hinchada, se había empequeñecido y en el centro de la frente comenzaba a surgir una pequeña protuberancia ósea—. No me gusta la idea de enfrentarme directamente a él. Por eso necesito un plan alternativo —Hurza se reclinó en el asiento. Las palmas de sus manos se apoyaron en el borde de la mesa como arañas sedientas—. Y por eso os he convocado aquí. Debemos encontrar un modo sencillo de terminar con el demiurgo.

—¿Y si una de mis niñas le hiciera una visita? —rió dama Ponzoña mientras alargaba teatralmente un brazo. Una víbora asomó la cabeza por la manga, siseó y volvió a ocultarse—. ¿O veneno en su bebida, quizá? Conozco un bebedizo que convertirá su sangre en agua y otro que hará que hasta el último de sus huesos estalle.

Hurza ni se dignó contestar. Por la mirada que dedicó a la bruja, dama Serena comprendió que la despreciaba tanto como ella misma. Lo que le llevó de nuevo a preguntarse por qué motivo la había incluido en sus planes.

—Debo ser yo quien termine con él. Eso es algo fuera de toda discusión. He de matarlo con mis propias manos. El demiurgo de Rocavarancolia se merece ese honor.

Dama Serena se estremeció. Cerró los ojos un instante, incapaz de creer que estuviera ahí, pensando en la mejor manera de acabar con Denéstor. No se sentía particularmente unida a él, por supuesto, como no se sentía unida a nada que estuviera vivo, pero el demiurgo despertaba en ella cierta simpatía. Rechazó ese pensamiento con firmeza. No podía permitirse el lujo de sentir compasión. Debía blindarse ante ese nauseabundo sentimiento. Que muriera el demiurgo, sí, que la creación entera sucumbiera si ése era el precio que había de pagar por terminar con su penuria.

—Lo ideal sería que su muerte pareciera fruto del azar —comentó Solberino. Dama Serena no recordaba haberle escuchado hablar en ninguna reunión del Consejo Real, pero siempre se mostraba participativo en las que tenían lugar en la sala negra—. Sí. Eso sería lo más oportuno. Otro asesinato en el consejo sería contraproducente dada la situación, en cambio si tuviera la apariencia de una muerte accidental…

—Los magos no sufren accidentes —terció Ujthan—. Y menos los demiurgos, siempre tienen a sus criaturas cerca para salvarlos de cualquier apuro…

—Entonces no nos quedará más remedio que ser sutiles —apuntó Solberino.

—¡Una emboscada! ¡Lo tomaremos por sorpresa! —dijo la bruja, golpeando la palma de su mano izquierda con su mano derecha—. ¡Saltaremos sobre él cuando menos se lo espere y le haremos pedazos!

—Aun así. Aunque lo hallemos desprevenido, venderá cara su piel —señaló dama Serena. De nuevo recordó a Denéstor en la batalla de Rocavarancolia, a lomos de un dragón de bronce y rodeado por una miríada de sus creaciones, encarado a los diecisiete magos de Faraian. Logró acabar con cuatro antes de que lo redujeran—. Y no podemos permitirnos el lujo de un enfrentamiento largo. Las perturbaciones que provoca un combate mágico atraerían a la ciudad entera, da igual lo potentes que sean los hechizos de interferencia y camuflaje que usemos… Debemos terminar con él con rapidez.

—De un solo golpe entonces —siseó dama Ponzoña—. Un certero y preciso golpe…

—Quizá yo pueda facilitar las cosas —murmuró Ujthan levantándose de la silla. Se llevó una mano a la espalda y hundió los dedos bajo su omoplato derecho. Por la expresión de su rostro quedaba claro que no estaba del todo convencido de lo que estaba haciendo.

Dama Serena pudo ver cómo los fuertes dedos del guerrero aferraban uno de los tatuajes de su espalda y lo extraían despacio de la carne. Primero salió un largo mango curvo, de hueso tallado con innumerables runas, luego le siguió la hoja de un espadón de acero verde recubierta con las mismas runas de la empuñadura.

—Conseguí esta espada en Nago —explicó Ujthan mientras empuñaba el arma ante ellos. Medía más de dos metros de larga y él la sostenía con una sola mano, con la misma facilidad con la que hubiera manejado un cubierto—. Es una de las armas míticas de ese mundo —continuó—. Su nombre es Glosada, la matamagos…

Hurza estudió la espada con interés. Era inusualmente ancha y alrededor de las runas el verde de la hoja cobraba un tono más brillante. Dama Ponzoña enseñó sus dientes ennegrecidos y se inclinó hacia delante.

—Apesta a poder… —murmuró. Se aferró al borde de la mesa y al instante la madera alrededor de sus dedos cobró un nauseabundo color amarillo—. ¿Qué es? ¿Qué es?

—En Nago hicieron una cruzada para terminar con todos los hechiceros de su mundo y ésta fue el arma más poderosa que forjaron para luchar contra ellos —dijo Ujthan.

Dama Serena observaba admirada el arma que blandía el guerrero. Apenas quedaban armas mágicas en Rocavarancolia, los ejércitos de los mundos vinculados se habían llevado con ellos todas las que habían encontrado. De conocer el arsenal mágico inscrito en el cuerpo de Ujthan, hubieran terminado con su vida al instante. Desvió la mirada hacia Hurza y vio en sus ojos un brillo extraño, mezcla de avaricia y ansiedad. Ujthan continuó hablando:

—Absorbe la magia de aquel a quien toca —les explicó—. Un simple arañazo basta para que el mago más poderoso quede seco, sin un ápice de energía en su cuerpo…

—Quiero esa arma —ordenó Hurza con tono autoritario.

Ujthan tragó saliva e intentó que nadie se percatara de su consternación. Sintió como si de pronto hasta el último de sus tatuajes se hubiera convertido en puro hielo.

—Y yo se la regalaría de buen grado, mi señor —dijo. Le tembló la voz y eso le hizo sentirse todavía más inseguro—. Pero… pero sólo yo puedo blandir las armas vinculadas a mi cuerpo. Si cualquier otro las empuña, se convierten en polvo…

El primer Señor de los Asesinos observó detenidamente a Ujthan. A lo largo de su vida, el guerrero se había enfrentado a las criaturas más espantosas en más de una docena de mundos, había combatido en un sinfín de batallas, encarándose cien veces a la muerte en cada una de ellas, pero nada era comparable a ser el blanco de la mirada del Comeojos. Cada vez que Hurza lo miraba era como si unos largos y afilados dedos hurgaran en su alma. Inconscientemente aumentó la fuerza con la que empuñaba a Glosada. Fue entonces cuando se dio cuenta del tremendo error que acababa de cometer. Acababa de desvelar la existencia de aquella espada por impulso, en un intento de ser útil, pero lo que había hecho en realidad era revelarle a Hurza que tenía en su poder un arma capaz de vencerlo. Y al hacerlo había perdido por completo esa ventaja.

—Quiero comprobarlo por mí mismo —Hurza sonrió con frialdad. Casi eran peores sus sonrisas que sus miradas—. Déjame empuñar una de tus armas, Ujthan. Cualquiera de ellas. Asegurémonos de que lo que dices es cierto.

El guerrero vaciló de nuevo. Miró a los demás ocupantes de la mesa, buscando apoyo sin encontrarlo. Luego se dejó caer en la silla. Había exactamente ciento veintiocho armas tatuadas en su cuerpo y él las amaba a todas por igual. Todas representaban algo especial, desde la primera que había conseguido hasta la ultima. Aquellos tatuajes formaban parte de su ser. Lo que le estaba pidiendo Hurza era equivalente a cortarse una mano o un pie.

—Le doy mi más solemne palabra de honor de que digo la verdad —insistió. Consiguió que su voz sonara firme esta vez—. Nadie que no sea yo puede usar mis armas…

—Me han traicionado tantas veces que me prometí a mí mismo no confiar nunca en nadie —Hurza tendió una mano al guerrero y lo miró fijamente. De nuevo sintió Ujthan aquellos dedos fríos hurgando en su interior.

Tragó saliva y asintió despacio. No le quedaba más remedio que ceder. Respiró hondo. Le costó gran esfuerzo decidir qué arma entregarle. Al final optó por el arco largo que había conseguido en su primera batalla. Le habían mandado destacado para acabar con un centinela enemigo y después de hacerlo se quedó con su arco como trofeo. Dejó a Glosada en la mesa, extrajo con dedos temblorosos el arco de su muñeca y se lo tendió a Hurza.

En cuanto la mano del Comeojos se cerró alrededor del arco, éste se convirtió en polvo. El primer Señor de los Asesinos asintió complacido.

—Cuando todo haya terminado, cuando ya no quede nadie en Rocavarancolia que pueda hacerme frente, buscaremos el modo de desvincular esa espada de tu carne sin que se destruya —le dijo mientras se frotaba las manos para librarse de los restos del arco. Su mirada pendía de nuevo sobre el guerrero, funesta y lúgubre. Ujthan vaciló otra vez pero terminó asintiendo. A continuación, Hurza paseó la mirada sobre todos los reunidos en aquella estancia—. Ya tenemos con qué asestar el golpe, pero aún falta decidir cómo y cuándo vamos a hacerlo.

—Si se me permite la osadía —intervino el náufrago, acomodándose en la silla—. Creo que tengo una idea al respecto que puede servirnos a la perfección.

La fantasma, la bruja, el guerrero y el monstruo renacido escucharon atentamente sus palabras. Era el verdadero esbozo de un plan y, mientras lo escuchaba, dama Serena se preguntó si Solberino lo estaba improvisando sobre la marcha o si era algo que ya tenía preparado de antemano. El plan no resultaba demasiado complicado y ahí residía su principal virtud. Sólo dama Ponzoña le encontraba pegas, pero a nadie le importó su opinión. A pesar de ello, la reunión se alargó durante horas. El asesinato de un demiurgo era algo en lo que nada se podía dejar al azar.

Finalmente, cuando apenas quedaban dos horas para el amanecer, Hurza dio por concluida la asamblea. Dama Ponzoña fue la primera en marcharse, se había quedado dormida durante la parte final de la reunión, pero nadie se había tomado la molestia de despertarla. Ujthan, todavía afectado por la pérdida del arco, fue el siguiente, caminaba encorvado y pesaroso, sin dejar de acariciar el lugar donde había llevado inscrita el arma. Miró de reojo a Hurza cuando pasó a su lado, pero no dijo nada; había prometido obediencia a aquel monstruo y la promesa de un guerrero era sagrada; ahora su destino y el de Hurza estaban unidos. Solberino salió después, visiblemente complacido consigo mismo; el brillo mortecino de sus ojos era el de un alma oscura y torturada que de pronto encuentra algo de alegría en su existencia. Dama Serena y Hurza fueron los últimos en salir.

El espíritu vaciló antes de traspasar el umbral. Se detuvo y miró el cofre negro de la pared; por un segundo había sentido un fuerte rebrote de magia en su interior. Dama Serena se sentía extrañamente vacía. Planear la muerte de Denéstor Tul la había afectado más de lo que esperaba. Eso no iba a detenerla, por supuesto, pero sí hacía que se planteara cuestiones que hasta entonces no le habían importado. Hasta ese mismo instante, por ejemplo, no había tenido interés alguno en saber cuáles eran los planes de Hurza. Sabía que quería controlar Rocavarancolia, pero desconocía el motivo, ignoraba si todo lo que ansiaba era el poder, o si había algo detrás.

Decidió que había llegado la hora de averiguar más.

—¿Qué hay dentro del cofre? —preguntó—. Siento bullir la magia en su interior. Y es magia ansiosa, magia que quiere ser liberada.

Hurza se volvió hacia ella y la observó con su rostro inescrutable.

—Nada que deba preocuparte —contestó tras unos instantes de silencio—. Para cuando ese cofre se abra, tú ya no estarás con nosotros.

—Y pagaré un alto precio por ello —contestó—. Traicionaré al reino que una vez goberné. Traicionaré todo lo que fui en vida, todo en lo que creí… Por eso necesito res…

—¿Traición? —la interrumpió Hurza bruscamente. Sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Te atreves a hablarme a mí de traición? Tú y los tuyos habéis pervertido la esencia de Rocavarancolia, la habéis desviado de su verdadero cometido, de su verdadera senda —bajó la voz hasta convertirla en un susurro venenoso—: La habéis convertido en una burla —Ujthan se asomó a la puerta para ver qué los entretenía, pero Hurza la cerró ante sus narices con un solo gesto de su mano. Luego volvió a encararse con la fantasma—. ¿Quieres saber qué contiene la hornacina? Te lo diré: dentro está lo que queda de mi hermano Harex, el fundador de este reino al que dices estar traicionando —dio un paso hacia ella y volvió a hablar, con la voz estrangulada por la rabia—: Nosotros levantamos esta ciudad de la nada —dijo—. Nosotros bajamos la Luna Roja del cielo, esculpimos Rocavaragálago y abrimos puertas a otros mundos. Nosotros somos los traicionados. Nos asesinaron. Les dimos la vida, les dimos poder… y ellos nos asesinaron… ¡¿Y me hablas de traición?! No, esto no es traición: es justicia.

Dama Serena contempló de nuevo el cofre. La magia que había allí dentro se hallaba lejos de estar muerta. Era una magia viva, pulsaba como el corazón de un sol dormido. Fue entonces cuando comprendió qué contenía.

—El cuerno de Harex… —murmuró.

—Sí. Así es —Hurza asintió, más calmado—. Y dentro su alma. Aguarda desde hace siglos el momento de regresar a la vida. Y cuando lo haga, cuando de nuevo vista un envoltorio mortal, nos pondremos de nuevo a la cabeza del reino y todo será como debió ser en un principio. Oh, sí. Esta vez nos encargaremos de que así sea.

—Pero sigo sin comprender… —dijo dama Serena—. ¿Qué es lo que buscáis? ¿Cuál es ese verdadero propósito de Rocavarancolia del que hablas?

Hurza parecía dispuesto a contestar, pero de pronto la expresión de su rostro cambió. Se acarició con desgana el cuerno que estaba naciendo en su frente y sonrió.

—Basta de preguntas, dama Serena. Ya conoces todo lo que debes conocer —dijo—. Y permíteme que te recuerde algo que te dije en nuestra primera conversación: ¿quieres delatarme? ¿Quieres traicionarme? Adelante. Ni siquiera intentaré evitarlo. Ve a hablar con el ángel negro si ése es tu deseo y cuéntale qué está ocurriendo aquí. Me condenarás a mí, pero también te condenarás a ti misma —y sin más palabras salió fuera.

La fantasma dedicó una última mirada al cofre y le siguió, todavía más confusa que antes. La puerta de bronce se cerró tras ellos y todo quedó en silencio.

Durante largo rato nada se movió en la pequeña estancia de las paredes negras, hasta que, de pronto, el polvo bajo el asiento que había ocupado dama Ponzoña comenzó a agitarse. Al principio fueron pequeños remolinos, olas inquietas que cesaban tan pronto nacían; luego, poco a poco, el polvo fue ganando dominio de sí mismo y sus movimientos se fueron haciendo más fluidos y precisos. Lenta pero inexorablemente, dibujando una tenaz estela en las baldosas sucias, los restos de lo que una vez fue Enoch el Polvoriento avanzaron hacia el resquicio que quedaba entre la puerta de bronce y el suelo.

* * *

Héctor se despertó de madrugada, sin aliento y envuelto en sudor. Había tenido una pesadilla horrible, pero la olvidó en cuanto abrió los ojos; sólo le quedó la angustia que le había provocado. Se incorporó en la cama y miró a su alrededor, aturdido y, a su pesar, amedrentado por el mal sueño. Se percibía más luz de lo normal, una claridad taciturna se colaba a través de la trampilla abierta en el techo. Héctor se extrañó al verla así: siempre la cerraban por la noche. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio que había dos camas vacías: una era la de Bruno y otra la de Marina. El italiano le había asegurado que no saldría nunca de noche y Héctor supuso que se encontraría abajo, con la nariz metida entre sus libros o intentando un nuevo hechizo con Lizbeth. Salió de la cama, se echó la capa sobre los hombros y se dirigió a la trampilla. Natalia se removió en su cama y, al mirar hacia allí, descubrió a la muchacha despierta y observándolo.

—Marina está arriba, salió hace un rato —le susurró, y antes de que él pudiera responder palabra, se envolvió en la manta y le dio la espalda.

Maddie y Ricardo también estaban despiertos; ninguno de los dos se movió ni se dirigió a él, pero se adivinaba por su forma de respirar y la postura bajo las sábanas. El propio Héctor había tardado horas en conciliar el sueño y sólo para darse de bruces contra una pesadilla. Estaban inquietos y no era para menos. Lo que había hecho Adrián los había trastornado a todos, hasta al mismísimo Bruno. El italiano se había tenido que sentar al oír la noticia y eso había resultado todavía más perturbador.

—¿Y si hice algo mal cuando lo curé? —se preguntó—. Prácticamente fue mi primer hechizo y existe la posibilidad de que cometiera un error… —no pudo continuar hablando. Se quitó la chistera y comenzó a girarla de forma maniática mientras su mirada pasaba de uno a otro, esperando una respuesta.

—Tienes que dejar de echarte la culpa cada vez que pasa algo malo —le dijo Madeleine. Y para aumentar aún más su turbación le quitó la chistera de las manos, volvió a colocársela en la cabeza, y se sentó en su regazo. Le miró a los ojos largo rato antes de hablar—: Escúchame, Bruno. A pesar de lo que puedas pensar, no eres el centro del universo ni el responsable de todo lo que ocurre a tu alrededor, ¿vale?

El italiano titubeó pero acabó asintiendo. Desde entonces había permanecido en silencio, todavía más ausente que de costumbre. Héctor se preguntaba si estaría dándole vueltas a las palabras de Madeleine.

Subió los escalones que habían improvisado con cajas y un barril y luego trepó por la trampilla. Fuera le esperaba el frío de la noche y un desapacible viento que no parecía decidirse sobre la dirección en la que debía soplar.

Marina estaba apoyada en el murete del almenar, mirando hacia el este. La chica se había puesto una capa escarlata sobre la camiseta sin mangas y los pantalones cortos que solía usar para dormir. El viento indeciso agitaba con brío su cabello, ella intentaba controlarlo con una mano, pero era una tarea condenada al fracaso. Héctor la llamó en voz baja antes de auparse fuera: no quería sobresaltarla al aparecer de improviso. Ella se giró, se apartó el pelo alborotado de la cara y le sonrió; no fue una gran sonrisa, era algo forzada y estaba cargada de melancolía.

—¿Tampoco tú puedes dormir? —le preguntó cuando llegó hasta ella.

Marina negó con la cabeza. Parecía totalmente abatida.

—Ha sido Adrián. Me ha trastocado lo que ha hecho —se estremeció al recordarlo—. ¿En eso vamos a convertirnos? ¿En criaturas sin corazón?

—Yo… —suspiró. ¿Qué podía decirle? ¿Que todo iría bien? ¿Que ellos nunca se convertirían en nada semejante? ¿Y cómo hacerlo si desconocía por completo lo que iba a ocurrir? La seguridad con la que había plantado cara a Adrián había quedado atrás. Ahora sólo tenía dudas—. Ojalá lo supiera, ojalá tuviera una respuesta… Pero no la tengo. No sé qué nos va a pasar. Y es aterrador no saberlo. Y más después de lo que ha ocurrido esta tarde, más después de haber estado a punto de… —no completó la frase. Notó que el aliento le faltaba. Había evitado pensar en ello, pero ahora el recuerdo del fuego y la furia era demasiado fuerte como para ignorarlo.

Marina lo miró sin decir nada. Héctor guardó silencio y contempló la ciudad en sombras. Habían aparecido tres estrellas más y se distinguía claramente el fulgor de los vórtices cerrados que ardían aquí y allá. Algo aulló en la distancia. Se preguntó si Lizbeth estaría haciendo lo mismo en la mazmorra.

—Si no hubieras estado conmigo en la plaza… —comenzó, aún sin mirarla—, si no me hubieras tocado como lo hiciste y cuando lo hiciste… habría saltado sobre él. Lo hubiera hecho, sí… Porque Adrián tenía razón, ¿sabes? —se pasó una mano por la frente y retiró el cabello que la cubría, pero al instante el viento volvió a agitarlo ante sus ojos—. Sentía ese fuego: me quemaba. Mis venas estaban en llamas y hasta la última fibra de mi ser me pedía que lo matara…

La mano de Marina buscó la suya sobre la almena. Él la retiró antes de que llegara a rozarle, pero lo hizo de tal modo que pareció un movimiento casual, exento de brusquedad.

—Pues entonces me alegro de haber estado contigo —dijo ella, sin dar importancia a su desaire—. Más que nada porque no hubieras tenido ninguna oportunidad. Adrián es mejor que tú con la espada. Y sabe magia. No le habrías durado ni dos segundos.

—Lo sé, lo sé… Me habría dado una paliza… o algo peor. Pero no es eso lo que me preocupa —suspiró, apoyó ambos brazos entrelazados en la almena—. Es el fuego. Ese fuego que me consumía, esas ganas de hacer daño… —la miró—. ¿Era yo? ¿O era la Luna Roja? Y si ése es el efecto que ya causa en mí, ¿en qué me voy a convertir cuando salga? ¿Y si Adrián también tiene razón en eso? ¿Y si al final acabo siendo como él?

—Tú no eres así. No eres como Adrián.

—No lo sé. Ya no lo sé —se encogió de hombros—. Creo que puedo confesar oficialmente que estoy muerto de miedo.

—Ya somos dos —dijo ella. Respiró hondo, como si estuviera tomando fuerzas para continuar hablando—. Porque yo también siento el efecto de la Luna Roja —confesó—. Algo le está pasando a mi vista —sonrió con tristeza al ver su mirada preocupada—. No, no es lo que piensas. No estoy perdiendo visión, es justo lo contrario: la estoy ganando. Cada vez veo mejor. A mayor distancia y más claro. Hasta de noche —señaló hacia uno de los nuevos puntos de luz que habían surgido en el oeste—. Mira hacia allí, hacia ese vórtice o lo que sea, ¿lo ves?

—Lo veo —dijo. Estaba lejos, pero no demasiado. Percibía los resplandores violetas y escarlatas de la pequeña aurora girando en la noche como una fantasmal rosa de colores equivocados.

—Está rodeado de mariposas —dijo. La voz le temblaba—. Son transparentes, pero las veo perfectamente. Se llevan pedacitos de magia entre las patas, vete a saber dónde. Quizá se alimenten con ella, o hagan nidos. No lo sé… —dos lágrimas rodaron por sus mejillas—. Sólo salen de noche… Creo que son tan frágiles que la luz del sol las mataría…

Héctor apartó la mirada del vibrante punto de luz para mirarla a ella. Marina sí que parecía frágil aquella noche. Siempre había sido pálida, pero ahora lo era todavía más. El cono de su piel estaba más cerca del blanco que del rosáceo.

—Eso no es todo, ¿verdad? —preguntó—. No sólo es tu vista. Hay algo más… —algo que le había impedido contarle antes que su visión estaba mejorando, porque no podía confesar eso sin que se reflejara en su rostro que no era lo único que estaba cambiando en ella.

—Sí… Yo… No es… —se pasó una mano por el pelo y bufó. Héctor comprendió el tremendo esfuerzo que estaba haciendo para contarle aquello—: Lo que me dijiste el otro día, eso de que apenas comía, ¿te acuerdas? —él asintió con la cabeza—. No es lo que parece… La comida cocinada no me entra, sólo con verla me siento fatal. Empezó hace unas semanas y la cosa va a peor… Pero no te mentí cuando te dije que como bien… Te lo juro, no te engaño… Lo hago cuando nadie me ve… porque es repugnante y me da miedo, pero no puedo evitarlo, es lo único que me apetece comer… —la voz se le quebró en la garganta. Tomó aliento y continuó hablando—: Como la comida que Madeleine aparta para Lizbeth… Eso es lo que como: carne cruda —se tapó la boca con la palma de la mano, sorprendida de haber revelado su secreto.

Héctor se agarró con fuerza a la almena, como si en vez de estar en un edificio estuviera en una embarcación a merced del temporal y en cualquier momento pudiera salir escupido por la borda. Cerró los ojos unos segundos, buscando algo que decir. Esta vez lo encontró.

—No sé lo que nos espera —repitió—. Puede que llegue la Luna Roja y nos convirtamos todos en criaturas horribles… O quizá Bruno dé con una solución que nos libre de esa maldición… O puede que mañana mismo Rocavarancolia nos mate y acabe con esta pesadilla… —sacudió la cabeza. Por un instante había pensado que quizá eso fuera lo mejor, que quizá el camino que había elegido Marco era el más sensato. Rechazó la idea, horrorizado—. Pero si sucede, si llegamos vivos al final, si no nos queda más alternativa que ver salir esa luna… —la miró a los ojos antes de continuar hablando—. Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, estaré contigo. Te lo prometo. No me apartaré de tu lado. Sé que no es mucho consuelo, pero…

Marina sonrió.

—Sirve —dijo—. Por supuesto que sirve…

Hizo ademán de acercarse a él, pero vaciló y se quedó donde estaba. Se llevó una mano al cuello y se mordió el labio inferior.

—Pero… —comenzó. Había enrojecido súbitamente.

—¿Qué? —preguntó él.

—Esta noche necesito algo más —dijo sin mirarlo—. A partir de mañana la promesa de que estarás a mi lado bastará. Será suficiente… Pero esta noche hay algo que… Yo…

—¿Qué es lo que pasa? —quiso saber, con el corazón en un puño.

—Nada, nada… No pasa nada… —vaciló—. Es que… Por esta noche, sólo por esta noche: ¿te importaría abrazarme, por favor? Aunque sólo sea un segundo. Sólo un abrazo. Sólo eso.

Héctor se quedó congelado en el almenar, tan paralizado como las criaturas de la plaza. Asintió despacio. Podía hacerlo, claro que podía. De hecho no deseaba otra cosa que tenerla entre sus brazos: sentir su cuerpo contra el suyo y no soltarla jamás. Pasó torpemente un brazo sobre sus hombros, ella se giró y enterró el rostro en su pecho. Los dos temblaban. Durante un segundo la mano derecha de Héctor quedó muerta en un costado de Marina, le costó un gran esfuerzo moverla para poder abrazarla y cruzar esa maldita línea que los separaba.

«Sólo una vez. Será sólo una vez», pensó.

Se abrazaron en la oscuridad mortecina de la noche de Rocavarancolia, con fuerza desesperada, como si no hubiera nadie más en el mundo. Como si el vacío los cercara y sólo se tuvieran el uno al otro.

Sobre el torreón Margalar, más allá de las nubes, a medio camino entre las auroras y las estrellas, envuelto en jirones de tinieblas turbias, Hurza los vigilaba.

* * *

Y una nueva estrella, fría y lejana, se abrió paso en la noche. Y una nueva aurora se prendió en la ciudad en ruinas. Y la Luna Roja siguió su trayecto en la oscuridad del espacio, colosal como una inmensa gota de sangre que se desprendiera de la herida de un ser primordial.