Vísperas

Vísperas

Sarah estaba en el jardín delantero de la casa, dando los últimos toques al muñeco de nieve que construía junto a las escaleras del porche. La niña, envuelta en un plumífero rojo que le quedaba grande, retrocedió un paso y observó pensativa el muñeco. Al cabo de unos instantes, sacó una zanahoria retorcida de su bolsillo y la clavó en el centro mismo de la gran bola de nieve que coronaba su obra. Después colocó dos grandes botones negros en la parte superior y, para rematar la faena, trazó una amplia sonrisa bajo la zanahoria. Retrocedió otro paso y asintió complacida. Luego se giró hacia Héctor:

—¡Ven! ¡Corre! ¡Mira qué bien queda! ¡¿No soy genial?!

El joven estaba al otro lado de la calle, con las manos en los bolsillos de su blusón. Ese día se había puesto una capa larga de color verde oscuro, con los bajos deshilachados, y el fuerte viento norte había terminado enrollándosela alrededor de la empuñadura de la espada. Deshizo el lío sin apartar la mirada de Sarah. La niña volvió a llamarlo, pero él, como en tantas otras ocasiones, la ignoró. Ni por un momento se le ocurrió acercarse a la casa. Por si no fuera suficiente con los tentáculos de oscuridad que la rodeaban, durante sus últimas visitas había empezado a vislumbrar lo que de verdad se ocultaba bajo aquel espejismo: la cabeza de una gigantesca criatura de roca negra que emergía del suelo, todo boca, colmillos de piedra y hambrienta locura.

Ignoró la verdadera naturaleza del lugar y se concentró en memorizar cada detalle de la escena preparada para atraerlo: el pelo castaño de Sarah, las escaleras que tantas veces había bajado y subido, el resplandor del sol en los cristales de su cuarto… La visión que le mostraba la casa carnívora era más completa que sus propios recuerdos y eso, precisamente eso, era lo que le hacía regresar una y otra vez allí, aun a sabiendas de que aquello no era real. Era el modo más efectivo que había encontrado de aferrarse a su pasado.

Tras las cortinas del salón alcanzó a distinguir la silueta de su madre, de camino a la cocina. En algunas ocasiones se había asomado a la ventana o salido al porche para pedirle que entrara en la casa, pero no solía ser lo habitual. Su padre, en cambio, no se había dejado ver ni una sola vez.

Sarah se acercó a la cancilla del jardín y lo llamó de nuevo, ahora con más urgencia. Cuando rompió a llorar y le preguntó si estaba enfadado con ella, Héctor no pudo soportarlo más. Dio la espalda a la visión y echó a andar calle abajo, a grandes pasos, luchando contra la tentación de mirar atrás. Maddie le esperaba a la vuelta de la esquina, sentada en el suelo con la espalda apoyada contra la pared de una casucha oscura.

—Estás mal de la cabeza, Héctor —dijo mientras le tendía la mano para que la ayudara a incorporarse—. Eso que haces es enfermizo, peligroso y raro.

—Es que yo soy enfermizo, peligroso y raro.

—No me digas —dijo, fingiendo un bostezo.

Echaron a andar rumbo al torreón. Madeleine entrelazó el brazo de Héctor con el suyo. El muchacho la miró de reojo. Estaba preciosa. El pelo le había vuelto a crecer, aunque estaba lejos de la exuberancia de los primeros tiempos. Al mirarla, no pudo evitar pensar en Lizbeth y en lo que se había convertido. Sintió una punzada en el estómago.

—Deja de mirarme así —le pidió Madeleine—. Me pone muy nerviosa, ¿sabes?

—¿Y cómo te miro?

—Ya sabes cómo. Como si fuera a ponerme a aullar de un momento a otro. Es molesto.

—Lo siento —se disculpó él—. No era mi intención, de verdad… Pero es que a veces no puedo evitar pensar en lo que va a pasar. Y si ya es horrible para todos, en tu caso, en tu caso… —no fue capaz de terminar la frase.

—En mi caso, exactamente lo mismo —dijo ella—. ¿Qué tengo yo de especial que no tenga Lizbeth? ¿O Marina? —preguntó, entornando ligeramente los ojos.

—Que tú ya has perdido más que ningún otro… —contestó él—. Y prometimos a tu hermano cuidar de ti.

—Y lo estáis haciendo. Pero detener lunas queda fuera de vuestro alcance. Al menos de momento. Ya veremos de lo que termina siendo capaz Bruno.

El italiano había conseguido lo imposible: darles esperanza. Lo veían a todas horas entre libros, con su eterna chistera en la cabeza y el gabán puesto. Y aunque leer emoción alguna en su rostro resultaba una batalla perdida, verlo tan activo los animaba, les hacía creer que existía una posibilidad de burlar al destino. Héctor sabía que se engañaban. No había modo de escapar de la Luna Roja, y no era sólo porque dama Desgarro así se lo hubiera dicho, era algo que sentía en los mismos huesos. Pero no pensaba ser él quien les abriera los ojos. De hecho los envidiaba. Esperar sin esperanza alguna era todavía peor.

Anochecía. El viento había cambiado de dirección, ahora barría el suelo desde el oeste y se deshacía en lentas espirales por las calles. La temperatura, aunque fría, no alcanzaba los niveles de otras tardes. Los días iguales en la ciudad en ruinas habían quedado atrás. Una nueva estación había llegado a Rocavarancolia y la monotonía a la que se habían acostumbrado ya era cosa del pasado. En el cielo, entre las manchas violáceas del crepúsculo, se veía el clarear de doce estrellas, todas situadas en el este. La mayoría se agrupaba en dos constelaciones diferentes; Marina las había bautizado como el Tridente y la Lágrima, inspirada por los dibujos que formaban. Sólo una estrella, la primera que había aparecido y la más brillante de todas ellas, flotaba alejada del resto, distante y fría, como si se negara a formar parte de cualquier tipo de asociación. Más que una estrella parecía un pedazo de hielo incrustado en el cielo nocturno.

Una pareja de murciélagos flamígeros pasó volando sobre sus cabezas. Al verlos, los dos jóvenes desviaron la vista instintivamente hacia el suroeste. En la lejanía se escuchaban los alaridos de los que ardían en el barrio en llamas, lo bastante lejos como para ignorarlos, pero no lo suficiente como para no ver el resplandor de las lenguas de fuego quietas pulsando en el crepúsculo. Aquel espectáculo resultaba tan espeluznante como el primer día. El brazo de Madeleine apretó con más fuerza el suyo. Aceleraron el paso.

No tardaron mucho en enfilar la pendiente que llevaba al puente sobre el riachuelo. Hacia el este se veía el resplandor de una diminuta aurora boreal. Apenas medía treinta centímetros de largo y flotaba a metro y medio del suelo, iluminando con su resplandor cambiante los muros de una plaza porticada. Héctor contempló su resplandor melancólico durante unos instantes. No era la única aurora que había aparecido en la ciudad a lo largo de la última semana. Había decenas desperdigadas por toda Rocavarancolia, unas a ras de suelo y otras en las alturas. Según la opinión de Bruno y Ricardo, eran los restos de los vórtices que habían unido el reino con los mundos vinculados.

Continuaron su camino. Como cada vez que se aproximaba al torreón, Héctor hizo un supremo esfuerzo para no mirar el reloj que continuaba con su fatídica cuenta atrás en la fachada. Como siempre, fracasó. No había llegado a la mitad del puente levadizo cuando sin poder evitarlo alzó la mirada.

La estrella había superado ya la altura de las diez. Según los cálculos de Bruno faltaban menos de dos meses para que coincidiera con la luna.

Madeleine tiró de su brazo para que apartara la mirada de la esfera. Él bajó la vista hacia su amiga y sonrió como un niño pillado en falta. Entraron en el pasadizo que conducía a la puerta de la torre. Estaba cerrada, pero no fue necesario que llamaran, Bruno la había hechizado para que se abriera nada más percibir la cercanía de cualquiera de ellos.

El torreón se encontraba en absoluto silencio y no había nadie a la vista. Marina, Natalia y Bruno habían ido a pasar la tarde a un bosquecillo fantasma que habían descubierto hacía poco, y por lo visto no habían regresado aún. El bosque era un precioso lugar repleto de árboles y helechos translúcidos, donde se podía escuchar el trino de un sinfín de pájaros invisibles. Las muchachas se habían empeñado en ir a pasear y aunque les había costado una barbaridad conseguirlo, habían terminado convenciendo al italiano para que se tomara un respiro y las acompañara.

—¡¿No hay nadie en casa?! —preguntó a voces Héctor.

—¡En el patio! —escucharon gritar a Ricardo.

Héctor se encaminó hacia allí mientras Madeleine echaba a andar hacia las escaleras que bajaban a las mazmorras. La joven se desvivía por Lizbeth, le daba de comer, la cepillaba y hasta había intentado bañarla en una ocasión. Héctor, en cambio, hacía todo lo posible por evitar la mazmorra.

Abrió la puerta del patio y salió. La noche comenzaba a cerrarse por completo en los cielos de Rocavarancolia. Miró hacia la puerta que acababa de atravesar. Sentía un principio de inquietud por Marina y los demás. Era extraño que tardaran tanto en regresar.

Ricardo estaba a unos metros de la entrada. Tenía el torso desnudo y las palmas de las manos envueltas en vendas. Había dispuesto a sus pies dos montones de armas, en su mayor parte lanzas de distinto corte y longitud, y colocado más de dos docenas de dianas improvisadas por todo el lugar; las más grandes apoyadas contra el muro y el resto contra sillas y tablas en diferentes puntos del patio. Ricardo ya era un joven fornido al llegar a Rocavarancolia, pero en los últimos tiempos su masa muscular se había incrementado notablemente. Sus músculos parecían seres vivos que hubieran buscado refugio bajo su piel.

—Si pretendes exhibirte, lo siento, no hay nadie mirando —le dijo Héctor cuando llegó a su lado.

—No quería sudar con la ropa puesta, por eso me la he quitado —le explicó el otro con tono lúgubre—. Aunque la verdad no es que esté sudando mucho…

—¿Qué se supone que estás haciendo?

—Ver hasta dónde soy capaz de llegar —dijo mientras escogía una lanza del montón.

El arma que enarbolaba medía más de dos metros de longitud, era de madera oscura con la punta de acero estrecha y acanalada. Ricardo ni siquiera tomó impulso para lanzarla. Salió despedida de su mano a una velocidad endiablada, salvó silbando los más de cien metros que la separaban de la diana y se clavó en su centro exacto con un potente chasquido.

—Y lo veo y no me lo creo —Ricardo agitó la cabeza. El mango de la lanza todavía vibraba tras el impacto—. No, no me lo creo.

Héctor miró alternativamente a su amigo y a las dianas. Lo que acababa de presenciar era imposible. Y no era un hecho casual. Había otras seis lanzas clavadas en los centros de otras tantas dianas. Una de ellas había sido arrojada con tanta fuerza que había hundido un tercio de su asta en la madera.

—Marina se enfadará cuando sepa que tienes mejor puntería que ella… —dijo, intentando no parecer demasiado impresionado.

Ricardo sonrió ligeramente.

—Es tiempo de cambios, Héctor. Soy más fuerte, más rápido y más preciso… Y te juro que esta mañana me he levantado con más músculos de los que tenía anoche —empuñó otra lanza y la arrojó mientras se incorporaba. Se clavó limpia en el centro de otra diana. El tablón tembló y se vino abajo con estrépito—. Está pasando algo. Y no lo digo sólo por mí. Mira a Bruno: es capaz de lanzar hechizos que hace poco le dejaban inconsciente durante horas…

Héctor asintió. Las capacidades del italiano aumentaban a ojos vista. Había sido así desde el primer día, pero en los últimos tiempos ese progreso se había acelerado. Una semana antes había descendido flotando por las escaleras del torreón, pálido como un fantasma, con los ojos inyectados en luz negra. Había logrado ejecutar uno de los hechizos de búsqueda que hasta entonces estaban fuera de su alcance y decía haber encontrado el rastro de Marco. Los había guiado hasta la orilla de la cicatriz de Arax, allí donde el hombre de los arpones les dijo que había saltado su amigo. Permanecieron largo rato ante el río de huesos, aturdidos, en completo silencio, incapaces de creer que Marco hubiera optado por aquella salida.

Ricardo escogió otra lanza y comenzó a jugar con ella, lanzándola hacia arriba para volver a cogerla.

—Es la Luna Roja —dijo—. Nos está afectando como afecta a toda la ciudad. Todavía faltan semanas para que salga, pero ya ha empezado a cambiarnos.

Héctor se acercó al montón de armas y eligió una lanza de aspecto ligero, con la punta ancha y los bordes serrados. La levantó sobre su hombro y después de amagar un par de veces, la lanzó con todas sus fuerzas mientras saltaba hacia delante. El arma surcó el aire y fue a caer a unos veinte metros de donde se encontraban, a los pies de la diana que había escogido como blanco.

—No ha empezado ahora —dijo. No había sido un lanzamiento maravilloso, pero era mucho más de lo que había esperado conseguir—. Empezó en cuanto llegamos. Rocavaragálago nos ha estado cambiando desde el principio. Por eso el poder de Bruno aumenta día a día… O tú eres más diestro y fuerte. Y míranos a los demás. Ya has visto cómo manejamos las armas; vale, no somos expertos ni nada de eso, pero es imposible que hayamos aprendido tanto en tan poco tiempo, por muy buen maestro que fuera Marco. Y acuérdate de Rachel: aprendió a una velocidad asombrosa el idioma de Rocavarancolia…

—Eso no es tan raro. Hay gente que tiene un don extraordinario para los idiomas.

—Pero ¿tanto? Y no estamos hablando de un idioma de la Tierra… Es un lenguaje de otro mundo, una lengua de la que era imposible que tuviera referencias. Y échame un vistazo a mí —alzó los brazos y dio media vuelta para que su amigo pudiera contemplarlo bien—. Y recuerda cómo era cuando llegué aquí.

—Lo recuerdo, gordito —sonrió y arrojó la lanza, que voló recta y certera hasta el centro de una nueva diana.

—Y ahora estoy en los huesos. Y no ha sido sólo por la comida de este lugar y el ejercicio, te lo aseguro… Rocavaragálago nos ha estado moldeando a todos desde que llegamos.

—Pues ahora se está acelerando.

—Al menos contigo y con Bruno —dijo él—. Yo no noto nada extraño.

—Lo notarás. Está llegando, Héctor… —puso una mano sobre su hombro—. A veces cierro los ojos y creo que estoy a punto de verme tal y como seré cuando salga esa luna —suspiró, con la vista fija en una diana atravesada—. ¿Qué nos va a pasar? —preguntó.

Héctor se encogió de hombros.

—Madeleine se convertirá en loba y Natalia en bruja. De momento es lo único que sabemos.

Madeleine en loba y Natalia en bruja… Expresarlo en voz alta no servía para hacerlo real. Al menos el cambio de la rusa iba a ser mucho menos traumático del que esperaba a la pelirroja. Quizá ése fuera uno de los motivos por los que el ánimo de Natalia había mejorado tanto en los últimos días.

—Cuando salga la Luna Roja controlaré esas sombras —había dicho en cierta ocasión, apretando los puños con ira—. Y lo primero que haré será ordenarles que desaparezcan y me dejen en paz… O puede que haga que se maten unas a otras. Sea como sea, me libraré de ellas para siempre.

Desde lo ocurrido en el cementerio, nunca permitían que se quedara sola, siempre tenía a alguien cerca para evitar que las sombras la acosaran. Y resultaba evidente que a Natalia le encantaba tenerlos pendientes de ella, aunque no lo expresara de forma abierta o llegara incluso a quejarse amargamente de la falta de intimidad que aquello suponía.

—¡Pero si sólo falta que os metáis conmigo en el baño!

—Son demasiado pequeños como para que esas sombras tuyas te den guerra allí, así que confórmate con que te esperemos fuera, que ya es bastante —le replicó Madeleine—. Si lo que quieres es que te dejemos en paz, métete en un armario y quédate ahí todo el tiempo que te venga en gana.

Bruno contaba en su biblioteca con varios libros sobre brujos y brujería y, tras saber que ése sería el destino de su amiga, todos habían querido leerlos, comenzando, por supuesto, por la propia interesada. En un principio, los dibujos que los ilustraban no habían resultado nada alentadores: mostraban a hombres y mujeres terriblemente desfigurados, con los rostros rebosantes de pústulas y bubas, llenos de insectos que daban la impresión de formar parte de su propia carne. A Héctor le había repugnado sobre todo el dibujo de una mujer sin ojos, con avispas en sus cuencas vacías y largas lombrices peludas como cabello. Había otras con pinzas de crustáceos en lugar de dedos, alacranes en la boca o cosas aún peores, tan repugnantes que movían a las náuseas sólo con contemplar el dibujo. Natalia había palidecido al verlas, pero Bruno se había apresurado a tranquilizarla, a su manera fría y robótica:

—No es real. Los brujos demacran su aspecto con la intención de causar pavor en sus enemigos. Todo lo que ves en esos dibujos son postizos, sortilegios o maquillaje. En tu caso, la Luna Roja no debería alterar tu aspecto físico.

—Entonces ¿seguiré siendo igual de fea con Luna Roja que sin ella? —había recuperado el color con la explicación del italiano.

—No hay nada feo en ti —contestó él, incapaz de comprender que la pregunta de Natalia era una broma. La joven se sonrojó y ese rubor dulcificó sus duros rasgos de tal manera que a Héctor le resultó difícil imaginar que pudiera llegar a parecerse a las brujas de los dibujos ni aunque se lo propusiera.

Según leyeron, los brujos eran considerados magos menores, ya que en raras ocasiones alcanzaban las cotas de poder que podían manejar aquéllos, pero había algo que los hacía tremendamente especiales, una característica con la que sólo ellos contaban: lo llamaban El Dominio.

—Dama Sargazo tenía el poder de controlar cualquier planta que creciera bajo las aguas —les explicó Bruno—. Cuentan que durante la guerra con Arfes fabricó un ejército de gigantes con algas y coral que acabó con la flota enemiga. Y también estaba dama Noctámbula, que dominaba las nubes de tormenta siempre y cuando fuera de noche; o Celsidro, que tenía poder sobre las águilas. Todos los brujos dominan una faceta de la realidad y, dependiendo de cuál sea ésta, unos son más poderosos que otros. Es muy diferente ser capaz de controlar las hojas de alerce, por ejemplo, que hacer que los huracanes cumplan tu voluntad. O dominar ese pueblo de sombras como harás tú…

—El Dominio… —murmuró Natalia, mirando fijamente un punto del torreón que en aquellos momentos quedaba oculto para los ojos de los demás—. ¿Lo has oído, pequeño monstruo? Cuando salga la Luna Roja os tendré bajo mi poder —dijo—. Seréis mías… Y ya veremos entonces quién mete miedo a quién…

Y tal vez era cosa de su imaginación, pero Héctor creyó escuchar un maléfico siseo proveniente de su espalda. Cuando se giró, por supuesto, no vio nada.

* * *

Héctor ayudó a Ricardo a llevar las lanzas a la armería. La noche era ya cerrada y el resto del grupo aún no había regresado.

—Estarán bien —le aseguró Ricardo cuando vio la forma en que miraba la puerta principal mientras se acercaban a las escaleras—. Bruno está con ellas. No puede pasarles nada malo estando él cerca.

Después de dejar las lanzas en la armería, entraron en las mazmorras.

La criatura que una vez fue Lizbeth abandonó de un salto el regazo de Madeleine en cuanto abrieron la puerta y dejaron atrás el encantamiento de silencio. La enorme loba marrón embistió contra los barrotes, desnudó sus hileras dobles de colmillos y les gruñó amenazadora. Era un espectáculo pavoroso. Y todavía más con Maddie dentro de la celda.

—¡Lizbeth! ¡No! —la joven tiró de la cadena con fuerza, pero la enorme loba marrón ni se inmutó. Aulló, gruñó, se dejó caer y corrió de un lado a otro de la celda, con sus ojos agrietados fijos en ellos.

Daba igual el tiempo que transcurriera, aquella monstruosa loba parecía incapaz de acostumbrarse a su presencia.

Enloquecía nada más verlos. Y con Bruno más que con cualquier otro. En cuanto el italiano asomaba por la puerta, era tal la furia que la dominaba que ni siquiera Madeleine se atrevía a acercarse a ella. Bruno la había hechizado en un sinfín de ocasiones, intentando dar con un modo de revertir su transformación y traer así de vuelta a su amiga, pero lo único que había logrado era que la loba lo odiara a muerte.

Maddie los miró desde la celda, extrañada por su presencia allí. Era raro que alguien que no fuera ella o Bruno bajara a las mazmorras.

Héctor se mordió el labio inferior, resopló y dio un paso adelante. El tema que quería tratar con ella le incomodaba, más si cabe tras la conversación que habían mantenido de camino al torreón; y la presencia de la loba gruñendo y lanzando bocados no mejoraba la situación.

—Vale —dijo ella, observándolos con suspicacia—. ¿Qué tripa se os ha roto?

—Es un asunto delicado, no sé cómo preguntarte esto… —comenzó Héctor. Miró a Ricardo, solicitando ayuda, pero el muchacho se encogió de hombros. La idea de hablar con los demás sobre los posibles cambios que estuvieran notando había sido suya y por tanto suya era la responsabilidad de hacerlo—. Así que seré directo y desagradable… —tomó aliento antes de continuar—: ¿Has notado algo raro en los últimos tiempos? Creemos que la Luna Roja ya ha comenzado a afectarnos, a afectarnos de verdad y puede ser que tú…

—No me lo puedo creer. ¿Con quién he estado hablando hace un rato? —miró con el ceño fruncido a Héctor—. ¿Me estás preguntando si me sale pelo en sitios donde antes no tenía? ¿O si me está saliendo rabo?

—Eh… —alcanzó a decir él. A su pesar, las mejillas se le encendieron. Resopló—. No sé, cualquier cosa que no te parezca normal… A simple vista eres la de siempre, pero…

—No. No me pasa nada —se acercó a los barrotes y los miró con sus espléndidos ojos verdes—. Todo está en su sitio y sigue como debe. Os lo enseñaría, pero no estáis preparados para ver algo así…

La joven sonrió de manera malévola y, aunque quizá se tratara de una ilusión óptica, Héctor creyó ver que sus colmillos eran más grandes de lo que debían. Madeleine bajó la mano hasta el hocico de la loba, que comenzó a frotar su cabeza contra la palma abierta sin dejar de vigilarlos.

—¿Nos contarás cualquier cosa que te ocurra? ¿Lo que sea?

—¿Tenéis miedo de que me coma a alguien antes de que salga la luna o qué? —cruzó los brazos bajo el pecho y los miró fijamente—. ¿Estáis pensando en encerrarme ya con Lizbeth?

Héctor no supo qué contestar. Su única intención había sido averiguar si la joven, como Ricardo, había empezado a sentir la cercanía del cambio. Hasta el momento no había pensado siquiera en qué hacer con ella cuando saliera la Luna Roja y mucho menos en darle vueltas a la posibilidad de que su amiga pudiera volverse peligrosa antes de que eso sucediera.

—Si notaras que puedes convertirte en un riesgo para nosotros, ¿nos lo dirías? —preguntó.

—Si me diera cuenta de que puedo haceros algún daño, yo misma me encerraría en una celda —contestó ella.

La puerta de las mazmorras se abrió en ese momento y Natalia asomó su cabeza despeinada por la abertura.

—Por si os interesa saberlo, hemos tenido problemas serios, muy serios —les soltó con rostro sombrío—. Y ha sido culpa de Marina.

Ricardo y Héctor intercambiaron una mirada preocupada y siguieron a Natalia fuera de la mazmorra. Allí se encontraron con Bruno y Marina, aguardando en las escaleras, de pie él y sentada ella; la joven estaba más pálida de lo habitual. Héctor suspiró aliviado al ver que estaba bien.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a Bruno, mirando de reojo a Marina. La muchacha se apartó el pelo de la cara y resopló.

—Tuvimos un pequeño percance mientras regresábamos —contestó el italiano—. Nada grave, como podéis observar, los tres nos encontramos en perfectas condiciones.

—¡Marina activó un hechizo raro en una calle! —exclamó Natalia—. No miraba por dónde iba, pisó una estrella dibujada en el suelo y dejó suelto a un demonio. ¡Hasta un ciego se hubiera dado cuenta de que era un encantamiento!

—¡No lo vi, listilla! —se quejó la otra, fulminándola con la mirada—. ¡Le podía haber pasado a cualquiera!

—¡Pero te ha pasado a ti! ¡Todo te pasa a ti!

—¡Eso es mentira!

Héctor respiró hondo y le pidió a Bruno que contara lo sucedido. Madeleine salió de las mazmorras a tiempo de escuchar las explicaciones del italiano.

—Natalia lo ha resumido a la perfección. Un encantamiento se activó al paso de Marina. Era un hechizo de guardia. La losa debía de estar situada en la entrada de un edificio importante, aunque de éste ya no quedaba más rastro que una montaña de cascotes. Hemos de suponer que el sortilegio formaba parte de su sistema de seguridad. Habían encadenado a la piedra un demonio protector y cuando Marina la pisó, el demonio quedó libre. Era un ser grotesco, una especie de gigante jorobado sin cabeza, de color gris, con cuatro brazos y una multitud de tentáculos recubiertos de ojos que nacían de su espalda y su pecho.

—Tenía una boca enorme a la altura del estómago, llena de colmillos largos y negros —añadió Natalia y simuló un exagerado escalofrío—. ¡Y apestaba a comida rancia! ¡Qué cosa más horrible!

—Sucedió todo tan rápido que para cuando quise reaccionar ya había atrapado a Marina.

—Fue asqueroso —intervino la muchacha. Su voz era apenas un susurro. Había apoyado la cabeza en las palmas de las manos y mantenía la vista fija en el suelo. Madeleine se acercó hasta ella y le acarició el cabello—. Me sacudió de un lado a otro… Yo gritaba y gritaba. No podía hacer otra cosa. Me llevó a su boca y entonces… entonces…

—Intenté petrificarlos a ambos —continuó Bruno—. No quería lanzar nada más expeditivo por miedo a dañar a Marina, pero el demonio estaba protegido contra la magia directa y el hechizo sólo la transformó en piedra a ella. La arrojó entonces a un lado y luego vino a por mí.

—¡Marina se rompió en pedazos cuando el monstruo la tiró!

Héctor miró horrorizado hacia la joven. Marina parecía hundida. Se mordió el labio inferior y resopló.

—Yo lo único que sé es que me desmayé —dijo—. Lo último que recuerdo es que tenía frente a mí los colmillos de esa cosa y que todo se volvió negro. Luego perdí la consciencia.

—Marina se hizo añicos al chocar contra el suelo —continuó Bruno—. Pero sabía que se encontraría a salvo mientras siguiera convertida en piedra, así que me centré en el demonio. Como ya os he dicho, estaba protegido contra magia directa. Primero levanté una barrera de inercia en torno a Natalia para protegerla y luego me escabullí como pude, con el monstruo detrás, procurando mantener siempre la distancia justa para que creyera que no le costaría mucho atraparme. Picó el anzuelo y me persiguió. Una vez que consideré que estaba lo bastante lejos de Natalia y de los pedazos de Marina, me encaré con él y le arrojé un edificio encima.

—¿Que hiciste qué? —preguntó Héctor, inclinándose hacia delante. No podía haber oído bien.

—Un hechizo de dislocación. Le lancé encima un edificio de tres plantas. Lo arranqué de sus cimientos y lo tiré sobre él. Me pareció lo más efectivo y lo más rápido, dadas las circunstancias. Podía haber actuado de otro modo, por supuesto… pero no tenía tiempo de ser sutil, no con Marina hecha pedazos… —se quitó la chistera, miró en su interior y volvió a encasquetársela con firmeza en la cabeza—. Tuvimos que encontrar hasta el último fragmento, ubicarlo en su lugar y recomponerlo todo antes de que el hechizo revirtiera y Marina volviera a ser de carne y hueso. Eso fue lo que de verdad nos retrasó. No podíamos permitirnos cometer el menor error. Fue un proceso laborioso.

—Un puzle… En eso me convertí. En un puzle en mitad de la calle. Qué horror. Me duele la cabeza y la boca me sabe a arena… —abrió la boca de par en par y sacó la lengua mientras hacía una mueca de asco. Luego se levantó del escalón, apoyándose insegura en Madeleine—. ¿Podemos subir, por favor? Me muero por un trago de agua.

Una vez arriba, continuaron hablando sobre lo ocurrido. Natalia les contó lo impresionante que había sido ver a Bruno perseguido por aquel horror tentacular. El italiano les aseguró que no había corrido riesgo alguno; su única preocupación había sido la de no agotar sus reservas mágicas. Sabía que lo complicado de verdad vendría una vez que acabara con el monstruo y tuviera que ensamblar a Marina. Héctor no dejaba de imaginársela despedazada en el suelo, una imagen que le enfurecía y aterraba a partes iguales. Cuando Natalia se puso a hablar de lo complicado que había sido colocar las piezas en su lugar y mantenerlas sujetas mientras el italiano las fundía entre sí, no pudo soportarlo más. Se volvió hacia ella y la miró severamente. Tuvo que esforzarse para no levantar la voz.

—Si Bruno no hubiera estado con vosotras, ahora estaríais las dos muertas —dijo—. Las dos. Y si eso hubiera pasado, no habría sido por culpa de Marina. No. Habría sido por tu culpa —Natalia resopló desde la silla donde se había dejado caer, estaba claro que sabía lo que venía a continuación—: No podemos seguir corriendo riesgos teniendo un solo mago de verdad cuando podemos tener dos. No, conociendo como conocemos esta ciudad.

—No me lo puedo creer. Ella mete la pata y tú la tomas conmigo.

—Marina ha cometido un error esta tarde, es cierto… —intervino Ricardo. Natalia le miró con cara de pocos amigos. Por el tono de su voz quedaba claro que no iba a ponerse de su parte—. Pero tú llevas cometiendo uno más grave desde hace mucho más tiempo. Héctor tiene razón: has de volver a aprender magia y debes hacerlo cuanto antes.

—¡Pero es que yo no quiero! —estalló ella—. ¡Además, aunque aprendiera, nunca podría hacer lo que hace Bruno! ¿Cómo iba yo a tirarle una casa encima a esa cosa?

—Nadie te está pidiendo que aprendas a tirar casas —dijo Héctor—. Sólo que aprendas lo necesario para que puedas ponerte a salvo a ti y a los demás en caso de apuro.

—¿Me vais a obligar a aprender magia? —preguntó Natalia, mirándolos de hito en hito—. ¿Eso es lo que estáis diciendo? ¿Sin importar lo que yo opine?

—Si no nos dejas otra alternativa, sí, lo haremos —aseguró Ricardo.

—¡Oh! ¿Y cómo vais a hacerlo? ¿Me ataréis a una mesa y me pondréis los libros delante?

—¿No hay ningún hechizo que pueda quitarle esa maldita testarudez de mula que tiene? —le preguntó Ricardo a Bruno.

El italiano negó con la cabeza.

—A pesar de la evidente mejoría de mis capacidades, la magia que altera el comportamiento todavía está lejos de mi alcance.

—Estáis exagerándolo todo —apuntó Madeleine, moviendo la cabeza negativamente—. Hay modos más sencillos de hacer las cosas. Dejadme a mí.

Se acercó a la rusa, que no apartaba la vista de ella, encogida en la silla. La pelirroja se arrodilló ante Natalia, la tomó de la mano y la miró a los ojos. Cuando habló lo hizo en un tono tan suave y a la par tan amenazador que Héctor sintió un punto de inquietud en la boca del estómago.

—Existe la posibilidad de que un día nuestras vidas dependan de un hechizo que tú no hayas querido aprender, preciosa —dijo Madeleine—. Y si eso ocurre y morimos, la culpa de nuestra muerte será tuya y sólo tuya, ¿me entiendes? ¿Podrás vivir con ese peso sobre tu conciencia? Yo no podría, te lo aseguro.

Natalia se la quedó mirando en absoluto silencio, con los ojos muy abiertos. Madeleine sonreía, era una sonrisa franca y amistosa, pero en ella se entreveía algo más que una amenaza velada. De nuevo Héctor creyó ver que sus colmillos eran mayores de lo que él recordaba.

La rusa resopló, gruñó y se levantó a regañadientes.

—Está bien, está bien —concedió—. Pesados. Idiotas. Intentaré aprender lo que pueda. Pero no porque quiera. Lo haré para no tener que escucharos nunca más.

* * *

Ninguno tuvo demasiado apetito aquella noche y la charla en la mesa resultó incómoda y artificial. Marina parecía todavía afectada por lo ocurrido y comió menos aún de lo que era habitual en ella. Fue la primera en levantarse, se disculpó con el grupo y salió al patio para tomar el aire mientras los demás continuaban con la cena. Héctor no tardó en ir tras ella. Su amiga le preocupaba.

La noche era mucho más fresca de lo habitual y una suerte de vaho tembloroso rodeaba todos los objetos del patio; era una película de humedad brillante que dotaba a la realidad de una consistencia ultraterrena. La estatua del rey arácnido nunca había parecido tan real, daba la impresión de estar a punto de descender en cualquier momento de su pedestal.

Marina se había sentado con las piernas cruzadas en una silla de asiento acolchado y se había tapado de mala manera con una manta. Con cada una de sus exhalaciones brotaba ante su rostro una temblorosa flor de vaho que no tardaba en desvanecerse. Héctor sacudió la cabeza.

Por mucho que le pesara, estaba enamorado de ella. Y era agotador tener que luchar día tras día contra ese sentimiento. Amaba el azul de sus ojos, su modo de caminar, la forma en que se sujetaba el pelo recién levantada. Amaba sus silencios, sus palabras, el sonido de sus pasos… Pero no pensaba rendirse. No, no sucumbiría. Había trazado entre ambos una línea que ninguno de los dos debía cruzar jamás. El amor no tenía cabida en Rocavarancolia, desde luego que no, el amor no los podría salvar en aquella ciudad horrible. No le importaba lo alto y fuerte que pudiera gritar su corazón, no pensaba escucharlo.

Caminó hacia ella, evitando mirarla directamente. Se dejó caer en la silla contigua a la suya y miró hacia el cielo, hacia las escasas estrellas de Rocavarancolia, antes de hablar.

—No estás bien —dijo.

Ella negó con la cabeza. Lo hizo de forma abrupta, una sacudida rápida a cada lado.

—No, claro que no —respondió malhumorada—. ¿Cómo iba a estarlo? Un bicho sin cabeza ha intentado devorarme por pisar la baldosa que no debía, me han convertido en piedra y luego me han roto en pedazos. Eso puede con cualquiera, ¿sabes?

—Pero no contigo. Y no son muchos los que pueden decir que los han hecho pedazos y han sobrevivido para contarlo.

Ella le miró con sus ojos azules. Y la frialdad de su mirada desarmó a Héctor por completo.

—Se te da muy mal consolar a la gente, ¿lo sabías? —le soltó en tono huraño—. ¿Y a qué viene esta súbita preocupación por mí? —preguntó—. ¿Te has cansado ya de no hacerme caso o qué?

—No… yo… —Héctor se echó hacia atrás en la silla, arrepintiéndose ya del impulso de haber ido tras ella—. Te hago caso, claro que te hago caso… ¿De dónde has sacado esa idea?

—Llevas evitándome desde la noche del palacete y lo sabes.

—Eso son imaginaciones tuyas —mintió—. Yo no evito a nadie, ¿por qué iba a hacerlo?

—Eso es lo que me pregunto yo.

—Pues te equivocas, en serio… —se removió incómodo en el asiento—. Puede… puede que parezca más distante que antes… pero no es por ti, te lo aseguro, es porque tengo muchísimas cosas en la cabeza. Todo lo que nos está pasando… Lo que nos espera…

—Sí, claro… —se subió la manta hasta la barbilla, sin mirarle—. Un montón de cosas en la cabeza, por supuesto, por supuesto… Pero eso no te impide hablar con los demás, ¿no? O irte de paseo por ahí con Maddie, ¿verdad?

—Yo… —Héctor se apartó el pelo de la frente y suspiró. Se sentía atenazado por una absoluta y terrible incapacidad para pensar con claridad—. Es que… —tragó saliva—. No hago más que pensar en la noche del baile, ¿vale? —comenzó apresuradamente, sin saber muy bien adónde le iba a llevar todo aquello—. En Rachel y la gargantilla y en que tenía que haberme dado cuenta antes de que había algo raro en ella… Pero estaba distraído bailando contigo y…

—¿Me esquivas porque te sientes culpable por bailar conmigo? —le preguntó, y el tono de su voz dejaba muy claro lo mucho que le ofendía esa idea.

«Te esquivo porque te quiero», pensó Héctor y fue un pensamiento tan intenso que por un segundo temió que ella hubiera podido oírlo.

—Te esquivo a ti porque no puedo esquivarme a mí mismo… —dijo en cambio, y las tremendas ganas de llorar que sintió al instante le dejaron muy claro que aquello no estaba tan lejos de la verdad como podía suponer—. Porque no pude salvar a Rachel… No fui lo bastante rápido… —se le quebró la voz en la garganta—. Me faltó un segundo, sólo un segundo… Si hubiera reaccionado un segundo antes habría conseguido salvarla. Estoy convencido.

Marina se le quedó mirando largo rato, con las manos aferradas con fuerza a la manta. Le contemplaba con una expresión inescrutable, como si ni siquiera ella supiera cómo debía tomarse aquello. Sacudió la cabeza y se hundió en la silla.

—Yo… —comenzó la muchacha. Suspiró de nuevo—. Un segundo, un solo segundo y el mundo entero cambia para siempre… Algo que haces, algo que no dices… y ya no hay vuelta atrás… Es sorprendente todo lo que puede ocurrir en un intervalo de tiempo tan minúsculo —contempló la noche cerrada más allá de la muralla, con la barbilla levantada y los labios entreabiertos rodeados por la blancura de su respiración—. Estuve a punto de ponerme esa gargantilla, ¿sabes? —dijo—. Madeleine esparció sobre una cama las joyas que había encontrado y nos pusimos a escoger lo que más nos gustaba. Y yo vi la gargantilla con esa piedra roja y me encantó… Pensé: «Mira, qué genial me quedará con el vestido negro». Y justo cuando alargaba la mano para cogerla, Rachel se me adelantó y la cogió ella… Si hubiera visto esa gargantilla un segundo antes, a lo mejor sería yo quien estuviera ahora en esa mazmorra…

Ambos se sumieron en un silencio extraño, un silencio que Héctor estaba deseoso de romper, pero por mucho que pensaba no encontraba una manera natural de hacerlo. Y mucho menos de dar con la forma de consolar a Marina. El silencio entre los dos siguió prolongándose en aquella noche fría, sin visos de tener final. Hasta que Marina volvió a hablar:

—Natalia tiene razón —dijo—. No me fijé por dónde iba. Estaba pensando en las musarañas, en lo bonito que es el bosquecillo fantasma, en lo mucho que les hubiera gustado a Lizbeth y a Rachel, y… me distraje como una tonta y pisé esa cosa… Y es cierto: si Bruno no hubiera estado con nosotras, ese monstruo nos habría matado a las dos… y no habría sido culpa de Natalia, digáis lo que digáis, habría sido culpa mía. Sólo mía —suspiró—. Da igual lo que hagamos. Esta ciudad nos acabará matando a todos.

—No digas eso, ni lo pienses.

—¿Y cómo no lo voy a pensar? Fíjate hoy… ¿Qué hubiera ocurrido si Bruno y Natalia no hubieran encontrado todas las piezas? ¿O si hubieran puesto una, sólo una, un milímetro mal?

Él también se había hecho esas preguntas una y otra vez a lo largo de la noche.

—Pero las encontraron todas. Y las pusieron donde debían. Eso es lo que importa. Daremos con el modo de vencer a esta ciudad. Estoy convencido de que de alguna manera todo esto terminará bien —y en ese preciso instante, a pesar de las circunstancias, a pesar de todo lo que había ocurrido, Héctor se dio cuenta de que no lo decía sólo por animarla: creía firmemente en sus palabras—. No puede terminar de otro modo. No sería justo.

—¿Justicia? —Marina se echó a reír—. ¿Hablas de justicia en un lugar como éste? ¿Te encuentras mal? —sacó una mano de debajo de la manta y la apoyó en el brazo de la silla de Héctor, luego se inclinó hacia él—. Mírame a los ojos y dime que de verdad crees que todo esto acabará bien —le pidió.

Héctor parpadeó confuso. No podía sostener su mirada, pero no porque no creyera en lo que decía, sino porque si miraba directamente a esos ojos todos sus esfuerzos para olvidar lo que sentía por ella quedarían reducidos a nada. Si la miraba a los ojos, lo único que podría decir sería que la quería. Y no podía permitir que eso ocurriera.

—¿Ves? —dijo Marina, malinterpretando su vacilación—. No puedes —le dio una palmada cariñosa en el brazo y se levantó de la silla—. Al menos sé que te cuesta trabajo mentirme. Algo es algo.

—No es eso, no es eso… —se apresuró a decir él cuando ella ya se marchaba hacia el torreón.

—Entonces, ¿qué es?

Héctor se encogió de hombros. El frío de la noche le atería por dentro. No podía decirle lo que estaba pensando, no podía decirle que nada le gustaría más que pasarse la vida entera mirándola. La batalla en su interior recrudecía. Alzó la mirada hacia las estrellas, en busca de inspiración, en busca de alguna frase que le sirviera para salvar la situación. Pero lo único que consiguió al contemplar las frías estrellas de Rocavarancolia fue que el súbito ramalazo de optimismo que le acababa de embargar se hiciera pedazos. ¿Cómo podía haba pensado siquiera por un segundo que todo aquello tendría un buen final? ¿Cómo se había atrevido? Para Alexander, Rachel y Marco ya no había final feliz posible. Estaban muertos Rocavarancolia los había matado.

No, ahora lo veía claro, aquella historia no tenía posibilidad alguna de tener un final feliz.

Marina, cansada de esperar su respuesta, sacudió la cabeza y echó a andar hacia la puerta, pero antes de llegar a ella se detuvo de nuevo, con una mano ya apoyada en el pomo.

—No todo lo que ocurrió en esa sala de baile fue horrible, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz.

—No —contestó él—. Durante unos segundos… —se calló de pronto, consciente de lo que estaba a punto de decir.

—Ni se te ocurra callarte ahora. Acaba la frase. ¿Durante unos segundos qué?

—Durante unos segundos fui completa y absolutamente feliz.

Y aunque no podía verla, Héctor supo que Marina sonreía.