Engendros y maravillas
Los días pasaban sin hallar el menor rastro de Marco.
Exploraron de cabo a rabo la prisión donde habían despertado hacía tanto tiempo: fueron de mazmorra en mazmorra, sin separarse unos de otros, asomándose a las grietas que se abrían en las paredes; deambularon por los alrededores del barrio en llamas, intentando no prestar atención a los alaridos de los desdichados atrapados allí; caminaron alrededor de las simas que se abrían al noroeste de la ciudad; y aunque tuvieron que recurrir a todo su valor para ello, se acercaron también a la inmensa catedral roja de Rocavaragálago. La simple visión de aquel gigantesco edificio de piedra lunar les encogía el alma: los altos muros estriados se levantaban hacia el cielo nuboso con una frialdad execrable. Tampoco allí encontraron nada.
—¿Y si algo lo ha arrastrado a las profundidades? —preguntó Marina la mañana que pasaron muy cerca del sitio donde aquel monstruoso murciélago la había atrapado a ella.
—¡No! —Natalia se giró hacia Héctor, espantada—. No pensarás hacernos bajar a ese lugar horrible otra vez, ¿verdad?
—¿Qué oportunidades tendría Marco de sobrevivir por sí solo allí abajo? —quiso saber Ricardo.
—Ninguna —contestó Héctor. Miró de reojo a Marina y recordó cómo había descendido tras ella sin pararse a sopesar ni una sola vez los posibles riesgos. Todo era diferente ahora. El subsuelo de la ciudad era algo que podía descartar por completo. Bajar allí era tentar a la suerte y él no estaba por la labor de permitir que eso ocurriera. Una vocecilla insidiosa dentro de su cabeza osó preguntarle: «¿Y si Marina volviera a desaparecer allí abajo? ¿No los arrastrarías de nuevo a todos tras ella?».
«No, no lo haría», se contestó a sí mismo, y saber que eso era cierto lo descorazonó.
En la tarde del octavo día de búsqueda, el grupo encaminó sus pasos hacia el cementerio de Rocavarancolia. Hasta el momento habían hecho todo lo posible para esquivar aquel lugar, pero las opciones se les agotaban y a Héctor no le quedó más remedio que ser consecuente y poner rumbo a esa zona. Notó cómo se inquietaban todos en cuanto quedó claro hacia dónde se dirigían.
Héctor recordaba muy bien la expresión de sus rostros cuando les describió cómo era el mausoleo donde dama Desgarro había llevado a Rachel.
—No puede ser —Marina negó con la cabeza al escucharlo—. ¿Un mausoleo sin terminar? No. Es imposible. Ésa no es la tumba de mi cuento.
Ese fallo en el guión, ese error en el relato profético de Marina había ensombrecido más aún el ánimo del grupo. Desde entonces el cementerio se había convertido en tema tabú. Nadie había hablado de visitar la tumba de su amiga ni mencionado la posibilidad de buscar a Marco allí. En un principio, Héctor pensó que el comportamiento de sus amigos se debía a que no querían enfrentarse a esa tumba a medio construir, a esa burla del destino; conocer su existencia no era lo mismo que confirmarla con sus propios ojos. Luego se dio cuenta de que la explicación era aún más sencilla: simplemente no estaban preparados para enfrentarse a lo que contenía aquella tumba. Visitar por primera vez la tumba de Rachel sería aceptar que ella estaba muerta.
Una bandada de pájaros negros los siguió durante su lento caminar hacia el cementerio, acosándolos con sus carcajadas. Cuando quedaban menos de cien metros para llegar a la hondonada, Marina se detuvo, cargó su arco y sin apuntar apenas, disparó una flecha a la nube de pájaros. Uno de ellos cayó atravesado de parte a parte. El resto enmudeció al instante y cambió de rumbo. Marina volvió a colgarse el arco, se apartó el pelo de la cara de un manotazo y reemprendió la marcha. Héctor nunca la había visto tan seria y sombría.
La aparición del capullo de seda los pilló a todos por sorpresa, era como un inmenso dedo blanco señalando al cielo.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Ricardo.
Los ojos de Marina se habían abierto de par en par nada más descubrir aquella extraña estructura blanca. Sacudió la cabeza, incrédula, y anunció con la voz tomada por una intensa emoción:
—Es la tumba de mi cuento.
Héctor contempló cómo aquella insólita construcción se agrandaba ante sus ojos a medida que descendían la cuesta que conducía a la hondonada. Era una verdadera torre construida con tela de araña. Tenía más de veinte metros de altura y, aunque su aspecto fuera algo deslavazado, era evidentemente sólida. De su parte alta surgían seis cuernos que se curvaban hacia lo alto, construidos también con telarañas, aunque mucho más compactas que en el resto del edificio.
Avanzaron hacia allí escoltados por las voces de los enterrados en el cementerio.
—¡Visitas desde el reino de los vivos! ¡Peinaos las calaveras y abrillantaos los costillares! ¡Que reluzcan los esqueletos!
—Los colores. No los recuerdo. Los he olvidado. ¿De qué color era el cielo? ¿Verde? ¿Era verde? ¿Alguien me haría el favor de decirme de qué color era el cielo?
—En la caverna había un dragón irisado. Nunca había visto nada tan hermoso. Fue lo último que vi, es cierto… Pero mereció la pena. Sí, mereció la pena vivir sólo por ver a la magnífica criatura que me mató.
Se detuvieron ante la arcada de seda que llevaba al interior del mausoleo. Capas y capas de tela se precipitaban desde lo alto, finos cortinajes que unidos formaban las paredes exteriores de aquella inaudita construcción. Dos de esas cortinas caían sobre la arcada de acceso a modo de hojas de puerta. Héctor desenvainó la espada y retiró una de ellas. Después de asegurarse de que la hoja del arma no se quedaba adherida a la telaraña, comprobó la consistencia de la segunda cortina con la mano. La idea de que pudieran quedarse pegados a aquella cosa para que luego la araña se diera un banquete con ellos era demasiado inquietante como para ignorarla. La tela era suave al tacto y en absoluto pegajosa. Resultaba hasta agradable acariciarla. Recordó aquel largo paseo nocturno con la araña tras él, caminando en silencio, siempre a unos metros de distancia. Agitó la cabeza. ¿Qué podía llevar a un ser como ése a construir semejante monumento? No lo entendía.
Entraron de uno en uno, en absoluto silencio. Natalia se quedó más retrasada. Se detuvo al poco de atravesar las puertas de seda, observándolo todo con los ojos muy abiertos. La luz del día apenas lograba filtrarse entre las paredes de seda y una oscuridad taciturna se derramaba por los rincones. Cuando los ojos de Héctor se acomodaron a la penumbra, pudo ver que del alto techo caían estalactitas de tela enrollada. No podía decir si aquella construcción le gustaba o no. La presencia del sepulcro y de lo que contenía le impedía dar un juicio de valor en un sentido o en otro. Pero había algo indiscutible: aquel era el monumento más llamativo de todo el cementerio.
Los muchachos se dispusieron en círculo en torno a la tumba, sólo Natalia permaneció en la entrada, abrazada a sí misma. Se miraron a los ojos, indecisos, sin saber qué hacer a continuación. ¿Debían improvisar algún tipo de ceremonia? ¿Decir unas palabras en honor a Rachel? Con Alexander no habían hecho nada de eso, pero es que él no había dejado cuerpo al que honrar.
De pronto Bruno puso la palma de la mano sobre la seda que cubría el sepulcro. Madeleine, tras un momento de duda, colocó su mano sobre la del italiano. El siguiente en imitarlos fue Héctor. Luego les tocó el turno a Ricardo y Marina. Héctor miró a Natalia, todavía en la puerta. La muchacha suspiró apesadumbrada y echó a andar despacio hacia ellos. Era evidente que cada paso que daba le costaba un gran esfuerzo. Al fin llegó a la sepultura y puso su mano sobre las demás.
Permanecieron en silencio largo rato, sin moverse apenas, con la vista fija en la telaraña que cubría la tumba de Rachel. Ella estaba allí, a apenas unos centímetros de distancia, inmóvil y fría, muerta en la oscuridad. Héctor cerró los ojos. «¿Sentirá nuestro calor? —se preguntó—, ¿sentirá que estamos aquí con ella?».
—Si me pasa algo, quiero que me incineréis —dijo de pronto Ricardo—. Y que luego arrojéis mis cenizas en el mar —giró la cabeza hacia Bruno—. Seguro que no te costará mucho trabajo hacerlo, ¿verdad? Caminar por el aire, me refiero, y esparcir mis cenizas más allá de los barcos naufragados… —el italiano negó con la cabeza. Ricardo sonrió y continuó hablando—: Mi madre adoraba el mar… Cuando murió arrojamos sus cenizas en una pequeña cala cerca de donde íbamos a veranear. Quién sabe…, quizá las corrientes mágicas de este mundo me lleven de nuevo algún día con ella.
—Yo no tengo el menor interés en lo que ocurra con mi cuerpo una vez que haya fallecido —dijo Bruno—. Es sólo un cuerpo. ¿Por qué debo preocuparme por él una vez que deje de usarlo?
—Te disecaremos y te pondremos en lo alto del torreón —dijo Marina.
—Nadie notará la diferencia —aseguró Ricardo.
Maddie soltó una risilla. Héctor sonrió. Era la primera vez que oía reír a alguien desde la noche del palacete.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Os habéis vuelto locos? —Natalia apartó la mano y los miró a todos de hito en hito—. ¡Callaos ya! ¡Nadie va a morir!
—Todos morimos —en la penumbra, Héctor no pudo ver los ojos de Bruno mientras hablaba, pero imaginó su mirada tan gélida como de costumbre—. Tarde o temprano todos morimos. Es algo inherente a la vida y al sentido común. Todo lo que tiene principio debe tener final.
—A mí enterradme aquí, en el cementerio —dijo Marina. Ya se lo había pedido a Héctor hacía unas semanas, pero ahora su tono de voz no era tan solemne como entonces: era el tono de alguien que habla de lo que quiere comer mañana o de la ropa que pretende comprarse—. ¿Creéis que habrá más mausoleos sin dueño? No me gustaría estar ahí fuera, con toda esa cháchara día y noche… Tiene que levantar dolor de cabeza.
—¡No! ¡Callaos! —Natalia dio un paso hacia atrás, con los puños apretados.
—A mi hermano se lo llevó el viento —murmuró Madeleine—. Que me lleve a mí también. Sí, será un bonito final… Incineradme como a Ricardo y esparcid mis cenizas por toda la ciudad. Desde lo alto. Desde muy alto…
—¡Basta! ¡Dejad de hablar de muerte!
—Tranquila, Natalia —dijo Ricardo—. Nadie piensa morirse mañana… No te asustes. Sólo estamos…
—¡Que te calles! —gritó histérica antes de salir corriendo del mausoleo. Las telarañas de la puerta se agitaron a su paso, como si estuvieran diciéndole adiós.
Héctor fue el primero en reaccionar e ir tras ella. Natalia corría veloz por un sendero de tierra y tuvo que esforzarse al máximo para recortarle terreno. Los muertos no callaban.
—¡Corre, niñita, corre! ¡No dejes que te atrape! ¡Te arrancará el alma y sorberá el tuétano de tus huesos! ¡Siempre lo hacen!
—¡Qué falta de respeto! ¡Corriendo por el cementerio! ¡Malditos seáis! ¡Dejad de recordarnos el movimiento!
Héctor la alcanzó cuando enfilaba ya una de las rampas que salían de la hondonada. La tomó del antebrazo y la obligó a detenerse y volverse hacia él. Las lágrimas corrían a raudales por el rostro de la joven.
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó. Natalia miró horrorizada a espaldas de Héctor. Él se giró veloz, aunque no alcanzó a ver nada—. Son tus sombras, ¿verdad? No es por Rachel, ni por la Luna Roja… Son tus sombras.
—Aquí todo es sombra y penumbra —murmuró con tristeza un cadáver.
Natalia dio un fuerte tirón para librarse de Héctor, pero en vez de echar a correr de nuevo, cerró los ojos y agachó la cabeza.
—No me dejan en paz, ¿vale? —lloraba a lágrima viva—. Están por todas partes y quieren volverme loca…
El resto del grupo llegó hasta ellos. Madeleine y Marina se pusieron tras la joven, mientras Ricardo y Bruno permanecían más retrasados, cerca de Héctor. El italiano lo observaba todo con los ojos muy abiertos y la cabeza algo ladeada.
—Me gruñen… Me amenazan —murmuró Natalia—. Aparecen de la nada y me susurran cosas terribles. Saltan sobre mí cuando menos me lo espero… y justo cuando van a caerme encima se apartan y me señalan con sus garras retorcidas. Yo… —tragó saliva. Héctor la atrajo hacia él y la abrazó con fuerza—. Están por todas partes. Y quieren hacerme daño… quieren volverme loca… Me odian… Me odian. No les he hecho nada, pero ellas me odian…
Héctor se conmovió al notar la fragilidad de la muchacha que tenía en brazos. Al principio había achacado su comportamiento a la muerte de Rachel y a la revelación de lo que iba a sucederles cuando saliera la Luna Roja. Desde lo ocurrido en el palacete, Natalia se había mostrado taciturna y silenciosa, pero es que todos, en mayor o menor medida, habían actuado así desde entonces.
—Te ayudaremos en lo que podamos, ¿vale? —dijo Madeleine—. Algo podremos hacer para evitar que te acosen esas cosas.
—¿Ayudarme? —Natalia se apartó de Héctor y los miró a todos con el rostro descompuesto—. ¿Qué vais a hacer para ayudarme si ni siquiera las veis? ¡No podéis hacer nada! ¡Nadie puede!
—Intentaremos averiguar qué son esas criaturas —le aseguró Bruno—. En cuanto regresemos al torreón me pondré a…
—¡Pero es que yo ya sé qué son!, ¡y eso lo hace todavía peor! ¡Sé lo que son! ¡Lo sé! ¡No son duendes! ¡No son sombras! ¡Son fantasmas! ¿Me oís? ¡Son fantasmas!
—¿Fantasmas? —le preguntó Marina—. ¿Qué quieres decir?
Natalia se aferró las muñecas y comenzó a retorcérselas, visiblemente nerviosa. Miró a su alrededor, más allá del grupo. Le temblaba el labio inferior. Héctor se preguntó qué engendros estaría viendo en aquel momento y se estremeció. La muchacha negó con la cabeza y cerró los ojos.
—Lo supe la noche del palacete… —comenzó—. Cuando… Cuando ocurrió lo que ocurrió… Cuando Lizbeth mató a… Hubo algo más, algo que vosotros no visteis… En el mismo momento en que Rachel cayó al suelo, en el techo, justo encima de ella… —vacilaba tanto al hablar que era difícil seguir el hilo de lo que contaba—, se abrió un agujero en el aire, fue como si el mundo se desgarrara… Y a través de ese agujero surgió la sombra… Primero sacó los brazos, tan largos que parecía que no iban a terminar de salir nunca. Salían uno tras otro, tantos que perdí la cuenta… Luego surgió el resto del cuerpo, hinchado y negro… Era algo repugnante, viscoso y denso; era como humo, humo líquido si algo así puede existir… Cuando salió por completo, se pegó al techo, me miró con rabia y saltó fuera de mi vista… —abrió los ojos y se encaró al grupo mientras se limpiaba prácticamente a golpes las lágrimas que bañaban su cara—. ¡Apareció al morir Rachel! ¿Qué más puede ser aparte de un fantasma? ¡Era el fantasma de Rachel! ¡Y me odiaba!
—Tu error es comprensible, Natalia, pero esas entidades no son fantasmas —dijo Bruno. Ella lo miró con el ceño fruncido—. Si me permites explicarme, creo estar en disposición de arrojar algo de luz sobre la naturaleza de esas criaturas —se llevó las manos al ala de su chistera y la giró ciento ochenta grados en su cabeza antes de continuar hablando—: Ya sabéis que Rocavarancolia es terreno propicio de encrucijadas entre dimensiones, aquí el tejido de la realidad es frágil y maleable y es relativamente fácil que se rompa. Hurza y Harex, los fundadores de la ciudad, se aprovecharon de eso para abrir vórtices que comunicaran este mundo con otros, y Denéstor Tul utilizó esa misma característica para entrar en la Tierra y traernos aquí. Esas sombras tuyas, Natalia, son habitantes de otro plano, entes que moran entre los pliegues de las distintas dimensiones.
—Pero apareció cuando Rachel murió…
—A veces este tipo de criaturas se comportan como insectos. Igual que la luz atrae a las polillas, a ellos los atraen los fenómenos más dispares. Puede que a la especie en concreto que te acosa le atraiga la muerte. Quizá cada vez que alguien muere en Rocavarancolia se abra un pequeño vórtice entre este mundo y dondequiera que habiten, y se vean forzados a pasar a este lado. Esto ya son sólo elucubraciones, por supuesto. Necesitaría investigar más sobre el tema para…
—¿Y por qué sólo las veo yo?
—Te equivocas. Tú no eres la única que puede verlas, eres la única a la que se muestran de forma abierta, lo cual es notablemente distinto. Recuerda que Lizbeth y Héctor llegaron a verlas en una ocasión. Y cuando aquella alimaña te atacó al poco de llegar a Rocavarancolia, uno de esos seres salió en tu defensa. Marina pudo verlo, aunque en aquellos momentos no distinguió de qué se trataba con exactitud.
—¿Y qué significa todo eso? ¡No lo entiendo! ¿Por qué me ayudan si me odian?
—Quizá sea exactamente por eso —aventuró Ricardo—. Quizá te odien porque algo más fuerte que ellas las empuja a ayudarte. Y a lo mejor eso no les hace mucha gracia…
—Oh. Qué chico más listo, qué gran banquete para gusanos será su cerebro —gorjeó de pronto una voz muerta desde una tumba cercana—. Niña llorosa, niña asustada, te odian porque cuando salga la Luna Roja no les quedará más remedio que obedecerte. Por eso te odian y por eso intentan volverte loca…
Todos se volvieron hacia la sepultura. Era una gran tumba de piedra blanca, con los laterales agrietados y la losa cubierta parcialmente de musgo. Bajo la lápida, un muerto hablaba:
—Te aborrecen, te detestan… —resultaba imposible distinguir si se trataba de una voz de hombre o de mujer—. Bailarán hasta la extenuación el día en que mueras… Porque cuando salga la Luna Roja no tendrán más remedio que cumplir tu voluntad. Serás su dueña, su ama y señora. La reina de las sombras oscuras. Unos las llaman onyces, otros sibilas… ¿Qué más da cuál sea su nombre? Son la oscuridad cuajada, la muerte que te envuelve, el beso que te asfixia… —su voz vibraba como el zumbido de millares de insectos—. Con cada muerte violenta, una puerta se abre y se ven forzadas a entrar por ella… Pobres criaturas, las atrae la violencia pero luego no son capaces de encontrar el camino de regreso a casa. Eso las vuelve locas. Deben permanecer en un mundo que no es el suyo hasta que su esencia se extingue —soltó una risilla demencial—. Oh, niña, qué poderosa bruja serás cuando la luz de la Luna Roja te bañe… ¡Quién tuviera ojos para poder verte!
—¿Bruja? ¿Una bruja yo?
Bruno se aproximó a la carrera a la tumba.
—¿Acaso sabes en qué nos vamos a convertir? —le preguntó al ocupante de la sepultura—. ¿Sabes en qué nos transformará la Luna Roja?
El muerto no respondió a su pregunta.
—La oscuridad que vibra, salta y mata… —en su voz indescriptible había ahora un deje de nostalgia—. Yo lo vi, ¿sabéis, niños queridos? Estaba con ella cuando arrojó su ejército de sombras contra el bastión del hechicero demente que había osado levantarse en armas contra el reino. Qué hermosa era dama Umbría, qué hermosa… Su cabello eran culebras y sus ojos escarabajos… Sus manos arañas retorcidas y sus muñecas escorpiones… Con cada uno de sus gestos conjuraba legiones de tinieblas asesinas. No le guardo ningún rencor, no me malinterpretéis. Sus sombras derrotaron al hechicero y nos dieron la victoria, no fue culpa suya que acabaran también con nosotros… Una vez que comenzaron a matar fue imposible detenerlas. No hicieron distinciones entre amigos y enemigos.
Nadie movió un solo músculo mientras el muerto hablaba. Permanecieron inmóviles en su sitio, con los ojos fijos en la piedra blanca de la sepultura. Respiraban despacio, aturdidos ante el discurso inconexo del ocupante de la tumba. El resto del cementerio guardaba un silencio atento.
—¿Qué seremos? ¿En qué nos convertiremos? —insistió Bruno.
—Una bruja, seré una bruja…
—Seréis silencio —anunció otro muerto. La tumba desde la que habló era de mármol negro y estaba en lo alto de un montículo adornado con la estatua de una mujer que lloraba de rodillas.
—Seréis lluvia y nieve, calor y vida. Flor y guadaña —añadió otro.
—Engendros y maravillas. Atrocidades… Milagros… —apuntó un tercero.
Poco a poco, un verdadero coro de voces muertas fue surgiendo de la tierra. Aquella amalgama de voces ponía los pelos de punta.
—Ala, hocico, garra y sed —canturreaban los muertos. Casi creían escucharlos mecerse en el interior de sus sepulturas al compás de aquel vibrante sonsonete—: Colmillo y fuego, perdición y gritos. Eso seréis… Sí, en eso os convertiréis. Nada más y nada menos. En la muerte que camina y en la noche que toma forma humana… Seréis putrefacción y carroña, olvido y crepúsculo…
—Vámonos de aquí, por favor —rogó Natalia con un hilo de voz. La tierra retumbaba bajo sus pies—. Salgamos de aquí…
Héctor miró a su alrededor. Estaba rodeado de muertos que cantaban y sombras que no alcanzaba a ver. Asintió con fuerza. Ya habían tenido suficiente.
—Vámonos… —dijo.
Echaron a andar a grandes pasos hacia la cuesta, perseguidos por las voces de los muertos que continuaban clamando bajo tierra. No callaron ni siquiera cuando los muchachos salieron del cementerio. Siguieron con la misma cantinela durante largo rato, perdidos todos en el delirio, hasta que sus conciencias se fueron adormeciendo y sus voces apagando.
—Seréis vida nueva y frenesí, locura y destrucción —dijo por fin el último muerto, el primero que se había dirigido a ellos. A medida que las fuerzas le fallaban, el volumen de su voz polvorienta fue descendiendo. Sus últimas frases no fueron más que susurros tan débiles que ni siquiera atravesaron la piedra de la lápida—. Y tiempo después, seréis nosotros: huesos, polvo y podredumbre. Seréis silencio, luego nada. Después, quizá, leyenda.