Secuelas
Los días siguientes a la muerte de Rachel y la transformación de Lizbeth fueron días lentos y amargos. Una angustia pesada se extendió por todos los rincones del torreón Margalar, arrebatándoles el aliento y dejándolos exhaustos. El tiempo se llenó de horas vacías, de espacios en blanco en los que nada podía ser contenido. Deambulaban sin rumbo por el torreón o se sentaban a solas, sin mirarse y sin apenas hablar. Les abrumaba la dimensión de lo ocurrido y de lo que todavía quedaba por ocurrir. Rachel estaba muerta, Marco había desaparecido y la criatura que antes había sido Lizbeth permanecía encerrada en las mazmorras. El transcurrir del tiempo se convirtió en una siniestra maldición. Cada minuto que pasaba los acercaba más al fatídico momento en que la Luna Roja los transformaría también a ellos.
—¡Huyamos al desierto! —les rogó Marina, con lágrimas en los ojos, la noche en que Héctor les contó lo que les aguardaba—. ¡No será peor de lo que nos espera aquí! —señaló a Bruno, destemplada, temblando de pies a cabeza—. Tenemos un mago. No, ¡tenemos tres! Adrián y Natalia también podrán ayudar allí… —Héctor vio cómo la joven rusa fruncía el ceño al oír su nombre, hacía tiempo que había dejado de aprender magia—. ¡Nos llevaremos todos los talismanes y cargas que podamos y… y…
—No se puede huir de una luna, Marina —dijo Ricardo, la viva estampa de la desolación—. La tendremos sobre nuestras cabezas aunque vayamos al desierto, aunque huyamos al fin del mundo…
—¡Pero Rocavaragálago estará lejos!
—La mujer horrible del cementerio dijo que nada de lo que hagamos evitará la transformación —les recordó entonces Madeleine. El tono de su voz hizo que todos la miraran; había resignación en sus palabras y una frialdad más propia de Bruno que de ella—. Da igual dónde huyamos. Al desierto o al mar… Da igual. La Luna Roja nos cambiará. Y yo ya sé en qué me voy a convertir —señaló—. Lizbeth y yo teníamos los mismos sueños… Eran idénticos… No hace falta ser muy lista para saber qué significa eso: me transformaré en lo mismo que ella.
—No puedes saberlo —le contradijo Ricardo al cabo de un largo e incómodo silencio. Sus palabras habían supuesto un mazazo para todos—. No puedes estar segura de eso.
—¿No puedo? —se volvió hacia él con una serenidad extraordinaria—. No he estado más segura de nada en mi vida, Ricardo. Absolutamente de nada —afirmó. Héctor la miró asombrado. No era la misma que había comenzado a hablar unos minutos antes. Estaba cambiando, y en cierta medida era un cambio tan asombroso como el que se había producido en Lizbeth: Madeleine estaba madurando a ojos vista—. Me convertiré en loba —anunció.
Y cualquier duda que pudieran tener al respecto se disipó a la mañana siguiente al descubrir que ella era la única que podía acercarse a Lizbeth sin que ésta enloqueciera. No había parado de arrojarse frenética contra los barrotes en cuanto cualquiera hacía ademán de aproximarse, pero con Maddie fue diferente. En cuanto la vio entrar se tranquilizó, lanzó un gruñido que casi sonó como una interrogación y echó a andar celda arriba, celda abajo, sin dejar de mirarla, esperando, quizá, que la liberara. Madeleine se acercó a la puerta de la celda.
Ricardo le pidió que tuviera cuidado y ella le indicó que no debía preocuparse.
Lizbeth sólo había necesitado una noche para completar su cambio. Ese tiempo había sido suficiente para que duplicara su tamaño, su espalda se encorvara y sus brazos y piernas se convirtieran en robustas patas de zarpas descomunales. Un pelaje marrón, largo y enmarañado, la cubría ahora por entero. Su faz se había proyectado hacia delante hasta convertirse en un hocico deforme y una poderosa mandíbula. La boca contaba con dos juegos de colmillos concéntricos; el segundo, a mitad del paladar, era mayor que el exterior y cada una de sus piezas se curvaba hacia dentro a modo de anzuelo. Ya no quedaba indicio alguno de que aquel ser hubiera sido humano una vez. La nueva Lizbeth irradiaba energía y fortaleza. Irradiaba bestialidad. No quedaba ni rastro de la gargantilla con la piedra roja engarzada, era como si la carne de la loba la hubiera absorbido.
—En mis sueños yo también miro a través de esos ojos —dijo Maddie, aferrada con ambas manos a los barrotes que la separaban de Lizbeth—. Y ya miraba antes, en la Tierra, cada vez que me ponía ante un lienzo y quería pintar un cuadro…
De todos los cambios producidos en Lizbeth, ése era el más perturbador. Sus ojos estaban surcados de gruesas venas, de un marcado negro, que convertían su mirada en un par de vidrieras hechas pedazos. Ya no quedaba ni rastro de su dulzura, de su humanidad y, aun así, y eso era lo estremecedor, esos ojos eran lo único que recordaba a la antigua Lizbeth.
La loba se alzó sobre sus patas traseras, apoyó las delanteras en los barrotes y metió el hocico entre ellos para olfatear a Madeleine. Los colmillos del monstruo quedaban a centímetros del rostro de la joven. Maddie, lejos de amedrentarse, acarició la encrespada pelambrera de la loba a través de los barrotes.
Lizbeth se frotó contra su mano como un animal ansioso de cariño. Héctor asistió a aquella escena con un nudo en el estómago. Aquella criatura espantosa había matado a Rachel mientras él bailaba, perdido en un instante de absoluta y, ahora lo comprendía, inmerecida felicidad. Aquella criatura había sido su amiga, había reído y llorado con él, había compartido miseria, miedos y alegría, y ahora no era más que un animal embrutecido. Y Madeleine estaba destinada a convertirse en un ser semejante. La ciudad le había arrebatado a su hermano y ahora pretendía arrebatarle su belleza y su humanidad.
—Madeleine, apártate de ella —le pidió Ricardo mientras daba un paso en dirección a la mazmorra. Héctor estaba convencido de que los pensamientos de su amigo discurrían paralelos a los suyos. No temía por la seguridad de Madeleine. Sabía, como sabían todos, que Lizbeth no le haría daño, sólo quería que se apartara de ella para que la cercanía entre ambas no le recordara que ése era su destino, el destino que los aguardaba a todos: convertirse en algo ajeno a sí mismos, perderse en cuerpos extraños en un mundo incomprensible.
La loba se dejó caer a cuatro patas al ver que Ricardo se acercaba. Desnudó sus dientes y volvió a gruñir. Entre los resquicios de la primera hilera de colmillos podía intuirse la segunda.
—No, Lizbeth, no… —le pidió Madeleine—. Ricardo, no te acerques más, por favor, se pone nerviosa… Tranquila, Lizbeth, tranquila…
—No llames Lizbeth a esa cosa… —dijo Natalia con un hilo de voz. Estaba pegada a la pared, junto a la puerta, con los brazos cruzados ante el pecho y pálida como un cadáver—. Ese monstruo no es Lizbeth… Y no tendría que estar aquí… No, no… Deberíamos hacer algo con ella. Deberíamos… —dejó de hablar. Se llevó una mano a la garganta, como si intentara evitar que la palabra que se estaba formando en ella surgiera de entre sus labios.
—¿Matarla? —terminó Marina, escandalizada—. ¿Eso pretendes hacer? ¿Quieres que la matemos?
—Nadie va a matar a nadie —aseguró Héctor con firmeza. No miró a Marina. Llevaba esquivándola desde la noche anterior. Cuando la veía recordaba el calor de su cuerpo y ese recuerdo le hacía estremecerse. Si no la hubiera tenido tan cerca… Si no hubiera estado tan irremisiblemente perdido entre sus brazos quizá se hubiera dado cuenta antes de que la gargantilla de Rachel llevaba un pedazo de Luna Roja incrustada. Apretó los puños con fuerza. Si no hubiera estado enamorado de Marina, era probable que Rachel continuara viva.
—No creo que sea conveniente matar a Lizbeth —intervino Bruno—. Y no sólo porque sería una medida desproporcionada y amoral. Debemos mantenerla viva para poder estudiarla y aprender de ella. Entre los libros que he conseguido hay varios que versan sobre licantropía y diversas transformaciones. Me gustaría investigar si el estado actual de Lizbeth es o no irreversible… —miró a Madeleine. Resultaba chocante descubrir que había más emoción en los ojos de Lizbeth al mirar a la pelirroja que en los del italiano.
Bruno era el único que no se había desembarazado de la ropa de la noche pasada. Seguía llevando el gabán, el chaleco negro, la camisa verde y la chistera encasquetada en la cabeza. Héctor se preguntó qué le hacía conservar una vestimenta de la que todos se habían apresurado a librarse.
—Mantenerla encerrada es una crueldad —dijo Madeleine. La loba se había tumbado en el centro de la celda y la miraba fijamente, atenta a todas y cada una de sus palabras.
—Pero es que no nos queda otra alternativa, Madeleine —dijo Héctor—. No podemos soltarla. Sería peligroso. Lo comprendes, ¿verdad? —acababa de imaginársela bajando a las mazmorras a hurtadillas en mitad de la noche y abriendo la puerta de la celda para dejar escapar a Lizbeth. Y acto seguido, la imagen que había acudido a su cabeza era la de ellos muertos en sus camas, donde la loba los había sorprendido mientras dormían—. Prométeme que no la liberarás, por favor.
Maddie se aferró a los barrotes y dedicó una larga mirada al monstruo tras ellos. Luego asintió.
—Lo… lo prometo.
—Chica lista —dijo Adrián mientras entraba en la mazmorra—. Si la sueltas, lo primero que hará será abrirte la garganta. Eso ni lo dudes.
No lo habían visto en toda la mañana. Apareció despeinado y ojeroso, con aspecto de no haber dormido absolutamente nada. Llevaba a la espalda un abultado hatillo del que sobresalía la empuñadura de una espada a dos manos, otra arma añadida a las dos que llevaba al cinto. Parecía alguien a punto de emprender un largo viaje. Se acomodó el saco al hombro y echó un vistazo a la bestia de la celda mientras se rascaba con fruición una oreja. Lizbeth se había incorporado otra vez y le gruñía, con el pelo del lomo erizado.
—Pobre Lizbeth. Qué destino más terrible —dijo él. Suspiró antes de añadir—: Si hay alguien que no se merecía acabar así, era ella. Siempre tan amable y cariñosa con todos…
—¿Dónde se supone que vas? —le preguntó Ricardo, señalando el hatillo a su espalda.
—Fuera de aquí. Me marcho del torreón. Definitivamente.
—Pero ¿qué dices? —preguntó Marina.
—Que me marcho —repitió él—. Y no hagamos una escena, ¿vale? Estaba claro que esto tenía que suceder tarde o temprano. Éste no es mi sitio. Lo sabéis tan bien como yo.
—¿Y dónde vas a ir? —le preguntó Héctor. No le sorprendió darse cuenta de que le resultaba indiferente que Adrián se quedara con ellos o no.
El muchacho se encogió de hombros.
—No lo sé. Me imagino que iré de aquí para allá. En Rocavarancolia hay mucho que ver y no quiero perderme nada.
—Te venció, ¿verdad? —le preguntó Ricardo. Le había estado estudiando con la intensidad que dedicaba a los textos que quería traducir—. Tanto tiempo preparándote para enfrentarte a él y cuando lo encuentras te da una paliza.
—Estuve a punto de ganar —le replicó el otro.
—Pero no lo hiciste. Te sigue llevando ventaja, ¿no es así? ¿Y piensas que es porque desde el principio vive solo en la ciudad? ¿Por eso te marchas? ¿Quieres curtirte como él?
—Te equivocas y por mucho. El que me vaya no tiene nada que ver con ese tipo. Anoche cometí un error. No era el momento adecuado para enfrentarme a él. Me equivoqué, y lo acepto, pero no es algo que me preocupe… Ya llegará mi hora.
—Vas a esperar a que salga la Luna Roja —dijo Marina—. Entonces lo buscarás…
Adrián sonrió. Estaba claro que la perspectiva del cambio le emocionaba. No tenía miedo a la Luna Roja. Sólo había que ver cómo le brillaban los ojos con su sola mención para adivinar que estaba deseando que llegara.
—Es la ciudad la que marca los ritmos —dijo—. Todavía no podéis escucharla, pero acabaréis haciéndolo, ya lo veréis. Rocavarancolia canta y nosotros bailamos a su son.
—Quizá yo también debería marcharme —apuntó Bruno. Se había quitado la chistera y la hacía girar a toda velocidad en sus manos—. Así os libraría de mi influencia nefasta. Dados los precedentes, mi presencia aquí no hace otra cosa que poneros en grave riesgo. Quizá lo más conveniente fuera que me retirara a la torre de la plaza. Allí podría proseguir con mis investigaciones y no estaría le…
—¡¿Qué dices?! —Madeleine se volvió como un relámpago hacia él provocando un gruñido desconcertado de Lizbeth—. ¿Has olvidado lo que pasó bajo tierra? ¡Sin ti estaríamos todos muertos!
—No. Tú no te vas —dijo Héctor, tajante—. Te necesitamos. A ti y a tus hechizos.
—Pero a mí no me necesitáis para nada —terció Adrián. Hizo una reverencia, inclinando exageradamente el cuerpo y agitando el brazo izquierdo. Las pulseras y colgantes que llevaba puestos tintinearon con el movimiento—. Me voy. Rocavarancolia me llama y no es educado hacerla esperar más. Lleva demasiado tiempo aguardándome. Por supuesto que pasaré a visitaros de cuando en cuando… A no ser que algo me mate allí fuera, claro…
Natalia gimió y se pegó aún más a la pared.
—¿Estás seguro de lo que haces? —le preguntó Ricardo.
El muchacho le miró dubitativo, luego negó con la cabeza, soltó una carcajada desprovista de humor y salió de la mazmorra a grandes pasos. Cuando pasaba junto a Natalia le revolvió el cabello con fuerza. La rusa le fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Estaba pálida y las manos le temblaban.
—Está loco… —dijo Marina después de que le hubieran escuchado subir por las escaleras—. Eso es lo que le pasa: está loco.
—Pues que se lleve su locura lejos —gruñó Natalia—. No lo necesitamos aquí.
Cuando salieron de las mazmorras, Lizbeth se puso a aullar, Era un sonido lastimero y terrible, parecido al que llegaba desde las montañas, pero sin quedar atenuado por la distancia. Resultaba ensordecedor escucharlo tan cerca. Bruno se volvió tu la puerta, enarboló su báculo y, tras agitarlo en dirección a lis mazmorras, comenzó a canturrear un hechizo que nunca antes le habían visto lanzar. A medida que se prolongaba su canto, el aullido de Lizbeth fue disminuyendo en intensidad. Cuando se hizo el silencio, Bruno bajó el báculo, proyectó un brazo hacia delante y trenzó un extraño arabesco con los dedos.
—¿Qué le has hecho? ¿Cómo es que se ha callado? —le preguntó Marina.
Bruno negó con la cabeza a su manera robótica y precisa.
—He tejido un muro de silencio en la puerta de la mazmorra y a continuación he anclado el hechizo a ella para que no se disipe. Lizbeth sigue aullando dentro, pero nosotros no podremos escucharla.
—Gracias al cielo… —dijo Natalia.
Héctor miró hacia atrás mientras subía las escaleras. No fue el único. La puerta que daba a las mazmorras estaba cerrada y gracias al hechizo de Bruno ni el menor sonido la traspasaba. Pero allí estaba Lizbeth, aullando encadenada a la pared.
«Todo es frágil y efímero —pensó Héctor; se sentía algo mareado—. Todo está siempre a un solo paso de derrumbarse…». Se fijó en Madeleine, que le precedía en la escalera. Cada uno de sus pasos, como siempre, era de una elegancia sublime, un paso de baile al son de una música que sólo ella parecía escuchar. Héctor recorrió con la mirada la tersura de su brazo cuando lo apoyó en la pared. Madeleine era la belleza encarnada. «Da igual cuántas puertas cerremos o cuántos hechizos nos protejan: la Luna Roja nos hará pedazos a todos».
* * *
Después de tres días de esperar en vano el regreso de Marco, Héctor decidió que había llegado la hora de salir a buscarlo. Desde la muerte de Rachel, el único que había abandonado el torreón Margalar, y para no volver, había sido Adrián. Los demás no parecían tener la intención de volver a salir a la ciudad y Héctor comprendía muy bien sus motivos. Aquel torreón era su único oasis de seguridad en mitad de la amenaza constante de Rocavarancolia. La tentación de permanecer allí y salir sólo cuando fuera realmente necesario era demasiado fuerte.
—No podemos esperar más —dijo—. Tenemos que intentar encontrar a Marco. O al menos tratar de averiguar qué le ha ocurrido.
Estaban cenando en la mesa del patio, todos excepto Madeleine, que había bajado a ver a Lizbeth y todavía no había regresado. La pelirroja se pasaba las horas en las mazmorras. Al principio, Héctor había puesto reparos a que permaneciera tanto tiempo sola con la loba; aunque en su fuero interno supiera que Lizbeth no iba a hacerle daño, no podía dejar de pensar que si algo ocurría, ellos ni siquiera podrían oírlo al estar al otro lado del muro de silencio anclado a la puerta. Finalmente, dada la obstinación de Madeleine, no había tenido más remedio que ceder.
—Está muerto —dijo Marina mientras apartaba el plato del que apenas había probado bocado—. Si Marco no ha regresado es porque está muerto. No va a volver ni lo vamos a encontrar por mucho que busquemos.
A Héctor hacía tiempo que había dejado de sorprenderle el ánimo oscuro del que solía hacer gala su amiga. De hecho en aquel momento compartía su pesimismo. Había muchos interrogantes con respecto al comportamiento de Marco, pero comenzaba a sospechar que no podría resolverlos jamás. Aun así, vivo o muerto, tenían que intentar dar con él. Se lo debían. Y no sólo eso. Hora a hora veía cómo los ánimos del grupo decaían. Era difícil no ceder a la tentación de dejarse llevar, de rendirse a la angustia y permitir que el tiempo transcurriera mu hacer nada más que lamentarse. Y no podía permitirlo.
Debían salir del torreón, enfrentarse de nuevo a Rocavarancolia, no consentir que la oscuridad terminara con ellos. Buscar a Marco serviría para empujarlos de nuevo a la vida.
Curiosamente, fue Bruno quien avivó sus esperanzas de hallarlo con vida.
—Te equivocas, Marina —dijo. Había abierto el reloj de su abuelo en un extremo de la mesa y se dedicaba a hurgar en sus tripas al mismo tiempo que cenaba—: Si estuviera muerto, yo lo sabría —señaló—. Lo vería en mis sueños, y no sucede tal cosa. Sigue vivo, os lo aseguro. Lo que deberíamos averiguar es qué lo mantiene lejos del torreón Margalar.
—Yo no quiero salir ahí fuera —dijo Natalia, en voz tan baja que sólo la escuchó Héctor, sentado a su lado. La joven le miró de reojo y negó con la cabeza—. No, no quiero salir.
—Puedes quedarte en el torreón si quieres —le dijo él—. Nadie te dirá nada…
Natalia agachó la cabeza y soltó un bufido.
—Tampoco quiero quedarme aquí… —dijo.
* * *
Salieron al día siguiente, al poco de amanecer. Un silencio opresivo se cernió sobre ellos en cuanto atravesaron la puerta del torreón. La única nota de color en el grupo era el verde de la chistera y el gabán de Bruno, los demás vestían sobrios tonos oscuros, todo negros y grises apagados. Estaba claro que el italiano había decidido llevar permanentemente aquella vestimenta. El día anterior, Maddie le había preguntado el porqué de su obstinación en continuar con la misma ropa. Él se quitó la chistera y miró en su interior como si allí dentro estuviera la respuesta.
—Me gusta. Es una mera cuestión de estética —Héctor creyó notar una pequeña vacilación en su voz, como si se guardara algo para sí, algo que no se atrevía a confesarles.
—Allá tú. Pero lávala de cuando en cuando o si no apestarás…
Bruno dijo entonces tres palabras, sacudió la mano izquierda dos veces y sus ropas recobraron el brillo que habían perdido en los últimos días, las manchas desaparecieron sin dejar rastro y hasta la más diminuta arruga se alisó al momento.
—Eso no representará el menor problema —señaló.
Fue al verle realizar aquel simple hechizo cuando Héctor comprendió el verdadero motivo que le hacía seguir con esas ropas. Con ellas parecía un mago, pero no un hechicero de novela o de película fantástica, sino un prestidigitador de feria, de vodevil: el tipo de mago que subiría al escenario al que él subía todas las noches en sus sueños.
En cuanto dejaron atrás el puente levadizo fueron conscientes del hueco que había dejado Rachel en el grupo. Su ausencia, de algún modo, se había diluido entre las paredes del torreón, pero en el exterior se hizo dolorosamente palpable. Rachel siempre había encabezado todas las marchas y ahora ese vacío ante ellos los machacaba a cada paso que daban. Después de unos momentos de duda en los que nadie parecía querer marchar en cabeza, Héctor tomó ese puesto. Por suerte para él, tanto Ricardo como Bruno recordaban con bastante fiabilidad los lugares en los que Rachel había detectado magia, y donde no llegaba su propia memoria o la de sus amigos allí estaba la niebla negra para alertarle.
Primero se centraron en el palacete y sus alrededores, pensando que quizá algo había empujado a Marco a regresar al escenario de la tragedia. Sólo Bruno y Ricardo se atrevieron a entrar en el palacete; los demás aguardaron afuera, sentados en las escalinatas, de espaldas al edificio, sin mirarlo siquiera. Esperaron durante más de una hora a que sus amigos salieran ni haber encontrado dentro rastro alguno de Marco. El resto del día lo dedicaron a explorar el noroeste de Rocavarancolia.
Deambularon durante horas por calles y plazas en ruinas, a la sombra de chabolas, torres retorcidas y caserones recubiertos de hiedra cristalizada; caminaron por solares cuyo suelo ennegrecido estaba marcado por huellas de dragones y gigantes y se asomaron a fosos sin aparente fondo en los que revoloteaban bandadas de luces fugaces.
Héctor no tardó en ser consciente de lo inútil de aquella búsqueda. Rocavarancolia era enorme y estaba tan llena de recovecos y escondrijos que sólo un milagro les permitiría encontrar a Marco. Podía estar en cualquier parte, podían pasar a centímetros de él sin llegar verlo. Pero Héctor se negaba a rendirse. Debía mantener en movimiento al grupo, aquella búsqueda inútil era mil veces mejor que permanecer sin hacer nada en el torreón Margalar.
De cuando en cuando, Bruno se elevaba sobre los edificios en ruinas y escudriñaba la ciudad desde las alturas, con los faldones del gabán verde aleteando a su alrededor y las manos en la chistera para evitar que se le volara.
—¿No hay algún hechizo que sirva para localizar personas o algo por el estilo? —le preguntó Héctor cuando tomó tierra tras una de sus ascensiones.
—Existen. Tengo catalogados cinco sortilegios de búsqueda y rastreo, pero todos sin excepción sobrepasan mis capacidades.
El segundo día de batida fue tan infructuoso como el primero. Se dedicaron a rastrear la zona este de la ciudad, sin llegar a los acantilados ni cruzar la grieta que partía en dos Rocavarancolia. Regresaron al recinto de las gigantescas estatuas y esta vez la belleza que tanto los había deslumbrado cuando las descubrieron sólo sirvió para ponerlos nerviosos. Miraban las estatuas de soslayo, como si esperaran que en cualquier momento una nueva trampa saltara sobre ellos. A media tarde entraron en el anfiteatro de Caleb y sus hienas. Las bestias comenzaron a gruñirles desde los corrales en cuanto atravesaron las puertas. Tres de ellas se aproximaban ya hacia ellos amenazadoras cuando apareció Caleb, con los ojos desorbitados, temeroso de que hubieran acudido allí para terminar lo que habían empezado semanas atrás. Fue Marina quien le preguntó por Marco.
—El muchachote grande de piel oscura que venía con nosotros. ¿Lo has visto?
—Yo no veo nada. Yo no sé nada. Nada —se había abrazado al cuello de una hiena y los miraba aterrado—. No sé. No sé. Los cachorros vienen y van. Y yo nunca sé nada. No es culpa de Caleb no saber. Por favor, no hagan daño a los niños de Caleb sólo porque Caleb sea estúpido, por favor, mis niños no…
Sus esperanzas de encontrar a Marco con vida recibieron un duro varapalo al tercer día, cuando decidieron peinar la zona de los acantilados y el faro. Caminaban siguiendo el borde del precipicio, escudriñando desde las alturas el caos movedizo de barcos semihundidos, cuando una voz a su espalda les hizo girarse. Se trataba del hombrecillo de pelo rubio y lacio con el que ya se habían topado una vez. Llevaba un gran saco al hombro y marchaba con un curioso vaivén, como si le costara un gran esfuerzo caminar por tierra firme. Héctor no pudo evitar fijarse en los dos arpones que llevaba cruzados a la espalda.
—No estáis buscando donde debéis… —les dijo mientras se encaminaba hacia el borde del acantilado. Su voz era amarga y desabrida, la voz de alguien que ha permanecido en absoluto silencio durante años—. El niño negro saltó a la cicatriz de Arax para ser pasto de los gusanos… Si queréis encontrarlo, buscadlo allí, aunque os resultará complicado dar con él si sus huesos no son del mismo color que su piel.
Ricardo y Natalia se apresuraron a cortarle el paso. La muchacha empuñaba la alabarda con ambas manos y el joven llevaba la espada a medio desenvainar.
—Mientes —dijo Ricardo—. Marco nunca haría eso.
El rubio enseñó sus dientes ennegrecidos en una mueca feroz y burlona.
—¿Con todo lo que os ha pasado todavía me venís con lo que puede o no puede hacer alguien? —sacudió la cabeza—. ¿No os ha enseñado nada esta ciudad?
—Marco nunca haría eso —insistió Ricardo.
—Tu Marco saltó a la grieta la misma noche en que a tu amiga le dio por aullar. A lo mejor comprendió lo que se avecinaba y decidió poner fin a su vida. Allá él. Y ahora apartaos de mi camino u os echo de comer a las sirenas.
Por unos instantes, Ricardo y Natalia permanecieron desafiantes ante el hombre de los arpones. Héctor se apresuró a interponerse entre ellos.
—Basta —dijo—. Dejad que se marche.
—Chico listo —gorjeó el hombrecillo y siguió su camino.
Héctor arrugó la nariz al percibir la peste a pescado podrido que despedía. Lo observó mientras se alejaba. No había nada monstruoso en él; estaba sucio y demacrado, pero era indudablemente humano. La Luna Roja no parecía haberle afectado, o si se habían producido cambios en él no quedaban a la vista.
Llegó al borde del acantilado, se aseguró el saco entre los arpones de su espalda, como si éstos fueran un arnés, e inició el descenso a pulso. Héctor se acercó hasta el mismísimo borde para contemplar las evoluciones de aquel singular personaje. Descendía por la pared escarpada con la agilidad de un simio; de hecho daba la impresión de estar más cómodo bajando por el precipicio que caminando por terreno firme. Cuando el hombre saltó a la cubierta reventada de un bajel envuelto en algas y moluscos, Héctor desvió la mirada hacia el faro. Se preguntó si ese hombre podía ser el protagonista del cuento de Marina.
—O se equivoca o miente —dijo Bruno. Se quitó la chistera y miró en su interior, un gesto que ya comenzaba a resultarles familiar a todos—. No está muerto. Si lo estuviera, lo vería en mis sueños.
—Seguiremos buscando —le aseguró Héctor—. Si está vivo, lo encontraremos.
Sólo cuando se alejaba del acantilado se dio cuenta de que ni por un segundo había sentido vértigo al asomarse a él.
* * *
Un penetrante zumbido despertó a Esmael.
Abrió los ojos al instante, no hubo transición alguna entre sueño y despertar, ni un solo momento de desconcierto. Pasó de un profundo sueño a estar completamente alerta. El ángel negro colgaba boca abajo de una de las plataformas exteriores de la cúpula de cristal que era su hogar en los últimos tiempos. Abrió las alas y se dejó caer. Era noche cerrada en Rocavarancolia, tan oscura que por un momento creyó estar precipitándose a un abismo sin fondo. El cielo se encontraba cubierto por una espesa capa de nubes que no dejaba pasar el brillo de las escasas estrellas que se daban cita sobre la ciudad; ni siquiera la luz de la Emisaria, la más brillante de todas, podía salvar esa tupida barrera. Esmael tomó una corriente ascendente y se dejó llevar hacia arriba. El zumbido había cesado tras cumplir su cometido: llamar su atención.
Semanas atrás había sembrado Rocavarancolia de hechizos localizadores, todos con el mismo objetivo y blanco: Mistral. Pero el maldito cambiante debía de estar bien protegido y aquellos conjuros no habían sido más que un gasto inútil de energía. Muchos se habían disipado con el paso del tiempo y otros habían sido víctimas de las criaturas sedientas de magia que merodeaban por la ciudad aunque, por lo visto, alguno había logrado mantenerse activo y continuar la búsqueda.
Y ahora alertaba a su creador de que su misión había tenido éxito. Esmael sentía la pulsación del hechizo tirando de él hacia el sur. Ante sus ojos veía desplegarse un fino hilo de luz. En el otro extremo se encontraba su objetivo.
Planeó sobre la ciudad, siguiendo el sinuoso rastro de magia. A medida que avanzaba, éste se hacía más y más nítido. O los sortilegios de protección de Mistral se habían gastado o al cambiante ya no le importaba que dieran con él. Sobrevoló la cicatriz de Arax, remontándola hacia el oeste, hacia su nacimiento, hacia el punto exacto donde Su Majestad Sardaurlar había golpeado con su espada treinta años antes. Algo ululó a lo lejos, fue un sonido mortecino que casaba perfectamente con la lúgubre noche que se cernía sobre la ciudad. El rastro del cambiante terminaba en plena cicatriz, entre un montón de huesos apilados contra la pared norte de la grieta.
El ángel negro aterrizó en la orilla. Plegó las alas y se encaminó hacia el borde de la cicatriz. La gigantesca calavera de un mamut de guerra presidía la cima de una montaña de huesos; las cuencas de sus ojos eran como soles ciegos que lo contemplaran con desidia. Miró hacia abajo. Sí, no había ninguna duda: el rastro de Mistral conducía allí dentro.
Esmael se hizo intangible y saltó a la grieta. Los gusanos de Arax no representaban ningún peligro para él, pero no quería interrupciones en su búsqueda. Atravesar los esqueletos de la cicatriz le provocó una desagradable sensación de ahogo. Era difícil concentrarse en el rastro con tanta muerte derramada a su alrededor. Pero allí estaba, centelleando entre quijadas y calaveras, contoneándose entre tibias y costillares.
«Aquí es donde la muerte se estanca, aquí es donde tarde o temprano desembocamos todos», pensó Esmael mientras los huesos de los muertos atravesaban sus propios huesos. Sacudió la cabeza para librarse de tan sombríos pensamientos y se concentró en el tirón del hechizo.
Lo siguió hasta una brecha abierta en el fondo de la cicatriz; era lo bastante amplia como para poder atravesarla en estado sólido, pero no se solidificó hasta pasar al otro lado. La abertura conducía a la curva de una de las muchas galerías que recorrían el subsuelo de Rocavarancolia. El rastro del cambiante continuaba por el pasillo de piedra, rumbo al oeste.
Avanzó por el pasadizo tras la tenue línea de luz. Marchaba aferrado al techo como un enorme insecto. No le gustaba adentrarse en la red de túneles subterráneos de la ciudad, sus alas no estaban hechas para esos estrechos pasajes y se sentía asfixiado y constreñido, fuera de lugar. Recordó la breve escaramuza que había tenido lugar en túneles parecidos a aquéllos durante la batalla de Rocavarancolia, cuando se enfrentó al traidor Alastor mientras éste guiaba una avanzada enemiga rumbo a una de las torres de guerra. Esmael había estado a punto de morir decenas de veces en la larga defensa de la ciudad, pero en ninguna ocasión estuvo tan cerca como en aquélla.
La oscuridad a su alrededor era cenicienta y desabrida y el aire tan seco que estaba desprovisto de todo aroma. Quizá se estaba adentrando en una trampa, semejante a la que aquel hechicero desconocido había tendido a Enoch, sólo que ahora usaba como cebo el rastro de Mistral y no sangre de sirena. Pero él no era un vampiro estúpido cegado por el hambre: era un ángel negro, una de las criaturas más mortíferas que había dado la creación; no, si aquello era una trampa, no caería desprevenido en ella.
Para alivio de Esmael, el pasillo de piedra fue a desembocar en una amplia galería, iluminada por una brumosa luz esmeralda. Se dejó caer del techo del pasadizo y se agazapó en la entrada, alerta. El rastro de Mistral terminaba allí dentro.
Aquella sala había sido uno de los muchos almacenes de alimentos que se encontraban diseminados por toda la ciudad. Las hileras de barriles apilados hacía tiempo que se habían venido abajo y la mayoría de los toneles estaban reventados por el suelo. A ese desorden había que añadirle las telarañas rojas que infestaban las paredes y la parte alta de la arcada que conducía a la sala. La única fuente de luz provenía precisamente de los abdómenes fosforescentes de las arañas que dormitaban en sus telas. El techo no era muy alto y quedaba justo bajo la cicatriz de Arax; los huesos que habían caído a través de sus grietas formaban montoneras en el suelo de la gruta.
Mistral estaba sentado ante la mayor de ellas. Se mecía despacio de atrás hacia delante, con las piernas flexionadas de tal forma que apoyaba el mentón en las rodillas. Esmael no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a un cambiante en su forma original. Era raro conseguirlo: los cambiantes aborrecían su verdadero cuerpo y procuraban no dejarse ver cuando lo adoptaban. Esmael los comprendía. Había algo extremadamente patético en su apariencia. Quizá era ese aire de juguete deslavazado, de muñeco hecho con prisas… Todos los cambiantes sin excepción parecían toscas marionetas fabricadas con largas cuerdas blancas, entrelazadas hasta conseguir una forma casi humanoide. Nunca medían más de metro y medio, aunque su aspecto era compacto en grado sumo, como si fueran cientos y cientos los metros de cuerda reatada que les daban forma. Mistral era más pequeño que la media, apenas alcanzaba el metro veinte y todavía parecía más pequeño agarrotado como estaba ante el montón de huesos.
Esmael se acercó despacio, observando con desaprobación aquel lugar polvoriento y abandonado. De un tonel caído surgieron varias decenas de alacranes albinos, bulleron a su alrededor frenéticos y con igual frenesí regresaron al barril en cuanto les quedó claro que Esmael no era una presa adecuada para ellos.
—¿Qué se supone que estás haciendo aquí, Mistral? —preguntó el ángel negro.
El cambiante lo miró sobresaltado. Su cara era una trama de cuerdecillas blancas que intentaban imitar rasgos humanos. La nariz estaba formada por varios nudos mal hechos; la boca no era más que un espacio vacío entre dos cuerdas tensas enlazadas en los extremos; los ojos, dos oquedades hundidas que parecían excavadas a propósito para reflejar una melancolía desesperada. Mistral, sin apartar la vista de Esmael, introdujo sus largos dedos trenzados en su pecho y hurgó allí durante unos instantes.
—Qué fatalidad. Olvidé recargar mis hechizos de escudo —murmuró apático. Había extraído de su cavidad torácica un amuleto metálico de forma hexagonal. Suspiró, lo arrojó lejos y retomó su balanceo.
Esmael dejó pasar unos segundos antes de volver a insistir.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Esperando a que todo se derrumbe —contestó el cambiante sin dejar de mecerse—. Éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para aguardar el fin del mundo. ¿Quieres acompañarme? Hay sitio de sobra y provisiones en abundancia, si no tienes nada en contra de las ratas y los murciélagos, claro.
—El humor no es una de tus escasas virtudes. No sigas por ese camino. Te he hecho una pregunta sencilla y quiero una respuesta clara.
—Ya te la he dado: espero el final. No hay esperanza, Esmael. Nuestro mundo se derrumba. Y aunque sea lo mínimo que nos merecemos, no quiero ver cómo ocurre. Llámame pusilánime si se te antoja. O llámame cobarde. No me importa. Me quedaré aquí. Donde no puedo hacer daño a nadie ni nadie puede hacerme daño a mí. A no ser que hayas venido precisamente a eso… ¿Has venido a matarme, Señor de los Asesinos?
—¿Matarte? Qué solemne tontería. Eres un miembro del consejo y llevas meses desaparecido. Por eso estoy aquí. Te estaba buscando.
—¿Estabas preocupado por mí? —preguntó Mistral con sorna.
—Si tu intención es irritarme vas por buen camino —gruñó él—. No, no estaba preocupado por ti. Quería saber si estabas vivo o muerto, sí, pero no porque me interese en lo más mínimo tu salud. Deja que lo repita: eres miembro del Consejo Real de Rocavarancolia. Eso significa que tienes unas responsabilidades que cumplir. Y si no puedes hacerlo, otro deberá ocupar tu lugar —«alguien a quien pueda convencer de que soy mejor alternativa para la regencia que esa espantosa dama Desgarro», podía haber añadido.
—¡Responsabilidades! —exclamó el cambiante—. ¿Nuestro mundo se derrumba y me vienes con responsabilidades? No hay esperanza, Esmael. Tú más que nadie deberías saberlo. Rocavarancolia está acabada.
—Hace sólo unas semanas te hubiera dado la razón. Pero cada vez falta menos para que salga la Luna Roja y todavía quedan cachorros vivos.
—Morirán. Todos morirán. Uno tras otro, sin que quede ninguno… Y eso será lo mejor que nos pueda suceder, óyeme. Nos merecemos la extinción. Nos la hemos ganado a pulso. Somos dañinos y perversos, asesinos y depravados… Somos monstruos. ¡Monstruos! —Mistral golpeó el suelo con rabia—. Y nada de lo que hagamos cambiará nunca eso… —añadió con amargura.
Fue entonces cuando Esmael descubrió las ropas. Estaban enrolladas en el suelo, muy cerca de donde se sentaba Mistral. Tardó sólo un segundo en reconocerlas. Era el traje que el muchacho negro había llevado en la fiesta que tan mal había acabado para la cosecha de Denéstor, el mismo traje blanco con el que había saltado a la cicatriz de Arax. Y nada más verlo, Esmael supo dónde había estado Mistral en los últimos meses y qué había estado haciendo. La revelación le arrancó un escalofrío. Parpadeó, sacudió la cabeza, y miró al cambiante con la perplejidad dibujada claramente en el rostro. Mistral permanecía cabizbajo, sin mirarlo, ignorante aún de haber sido descubierto. La siguiente revelación le dejó tan anonadado como la primera: Denéstor lo sabía y lo amparaba. ¿Cuántos más estaban al tanto de esa conspiración?, se preguntó Esmael. ¿Dama Desgarro? ¿Dama Serena?
Respiró hondo. Las consecuencias de todo aquello comenzaban a dibujarse con diáfana claridad en su mente. Por primera vez en treinta años, el pulso de Esmael se aceleró. Nunca había estado tan cerca de ver cumplidos sus sueños, comprendió. Sólo tenía que arrastrar a aquella patética criatura ante el regente, hacerle confesar y dar así un vuelco completo al futuro gobierno del reino. Huryel no tendría piedad, no podía tenerla, las leyes de Rocavarancolia eran muy claras con respecto a las interferencias en la cosecha. Todos los implicados serían desterrados al desierto. Y aunque dama Desgarro no lo estuviera, cosa que dudaba, sus aspiraciones para alcanzar la regencia se quedarían en nada con la expulsión de Mistral y Denéstor del consejo.
Apartó la mirada del montón de ropas para observar al cambiante, que seguía meciéndose, indiferente al largo silencio del ángel negro. La regencia le esperaba, y luego… Esmael no podía creer en su suerte. Daba vértigo sólo pensarlo. La situación sería peligrosa y complicada, no lo dudaba. Huryel no se contentaría con desterrar a los culpables de interferir en la cosecha, además no le quedaría más alternativa que acabar con toda la cosecha contaminada con su influencia. Hasta el último muchacho del torreón Margalar sería ejecutado. Únicamente quedaría Darío con vida, el eterno solitario. Pero la esencia del brasileño era fuerte y sería más que suficiente para que los vórtices se abrieran otra vez. Un nuevo comienzo para el reino, con él al mando: lo que siempre había deseado.
Sería arriesgado, sin duda. Todas las esperanzas de supervivencia de Rocavarancolia quedarían depositadas en un único joven. Pero faltaban menos de dos meses para que saliera la Luna Roja y si Darío sobrevivía hasta entonces, todo iría bien… Y además estaría él protegiéndolo desde las sombras, como había hecho tantas veces, como había hecho la noche en que Darío estuvo a punto de morir desangrado tras su duelo con Adrián. Durante décadas había usado su sigilo y su destreza para matar, pero no tenía inconveniente alguno en usarlos ahora para preservar la vida de aquel muchacho.
De pronto Mistral alzó su cabeza de muñeco viejo y lo miró fijamente. Esmael sonrió con desprecio. Había llegado el momento, había llegado la hora de tomar el destino del reino en sus manos. Sin embargo, justo cuando iba a anunciar a Mistral que su necia conspiración había quedado al descubierto, el cambiante habló:
—¿Recuerdas tu nombre, ángel negro? —le preguntó. Esmael parpadeó, confuso. No había esperado una pregunta semejante—. El nombre que tenías antes de que te trajeran aquí. ¿Lo recuerdas? —Mistral movía de un lado a otro su cabeza trenzada mientras continuaba con su maniático balanceo—. Porque yo llevo días intentando recordar el mío…, mi nombre verdadero, y no lo consigo…
—Yo siempre me llamé Esmael —contestó. Miró de reojo la ropa enrollada, como si temiera que se hubiera desvanecido mientras Mistral le distraía con su extravagante pregunta—. No vi motivo para cambiarlo —añadió.
Por tradición, la mayoría de los transformados por la Luna Roja cambiaba de nombre poco tiempo después; era un modo de romper con su antigua vida. Si no recordaba mal, él fue el único de su cosecha que decidió mantener su nombre. Era demasiado orgulloso como para desechar su pasado. Podía ser insignificante en comparación con todo lo que le esperaba en Rocavarancolia, pero era suyo.
—Recuerdo el día en que los cambiantes elegimos nuestros nombres… —Mistral había dejado de mecerse. Ahora permanecía inmóvil, contemplando la nada con sus ojos huecos y sombríos—. Nos reunimos ante Rocavaragálago y arrojamos a la lava hasta la última de nuestras pertenencias. Nos quedamos desnudos ante la catedral y renegamos de nuestros nombres. Éramos cuatro: Mistral, Alisios, dama Brisa y Huracán… No sé quién tuvo la idea… Vientos nuevos, dijo alguien, soplan vientos nuevos… Amoldémonos a ellos —suspiró—. Y esos malditos vientos se los acabaron llevando a todos. A Alisios lo mataron cuando intentaba infiltrarse en la corte de un mundo vinculado, transformado en chambelán. Dama Brisa y Huracán murieron en la batalla de la ciudad. Sus huesos están en la cicatriz de Arax. Yo mismo llevé a dama Brisa hasta allí… Se me deshacía en los brazos.
Esmael recordó la nauseabunda sensación que le había embargado al atravesar los esqueletos de la cicatriz. Un escalofrío recorrió su espalda y se bifurcó al llegar al tallo de sus alas; fue un relámpago de hielo que le dejó aterido. Cabía la posibilidad, aunque fuera ínfima, remota, de que acabara de atravesar los huesos de alguno de sus amigos.
Pensó en Dionisio, el gigantesco borracho de ojos eternamente llorosos con el que había compartido tienda de campaña durante la conquista del mundo de Alfilgris. Siempre llevaba una enorme maza claveteada con él, no se apartaba de ella ni siquiera al dormir. La amaba tanto que hasta le había puesto nombre; Esmael intentó recordar cuál era, pero no lo consiguió. Dionisio había muerto en la primera carga de los ejércitos enemigos. Un ogro a caballo le había arrebatado la maza de las manos y le había golpeado brutalmente con ella en plena cara.
Recordó a dama Fiera, la radiante y salvaje Fiera, ángel negro como él; recordó el modo en que reía, como si con cada carcajada estuviera a punto de crear un nuevo mundo donde todo fuera perfecto. Ella lo había tomado bajo su cargo tras su transformación y le había ayudado a familiarizarse con su nuevo cuerpo. Con el tiempo la había superado, tanto en poder como en escalafón en el reino, pero eso no les había importado: el vínculo que se forjó entre ambos era demasiado fuerte como para que la ambición o la envidia lo pusiera a prueba. Dama Fiera había muerto defendiendo el sur de la ciudad del ataque de las hordas de dragones de Balgor. Cuando cayó estaba tan cubierta de sangre, que gritaba, entre carcajadas, que se había transformado en un ángel rojo.
La lista de nombres era interminable: Malazul, Bocafría, Dorna, Sandor, dama Hiena, Valaka, Drug… Todos habían muerto en la última defensa del reino. Glorin, Tajnada, dama Lenta, dama Esencia… Esmael desvió de nuevo la vista hacia el montón de ropa y de pronto le pareció sumamente arriesgado confiar el destino del reino a un solo muchacho. Dos meses eran mucho tiempo y más en Rocavarancolia…
—Perdimos mucho en esa batalla —afirmó con voz ronca. Algo en el tono de su voz despertó el interés del cambiante.
—Yo ya había perdido lo más importante mucho tiempo antes, Esmael —dijo—. Perdí mi nombre, el verdadero, y con él todo lo bueno que hubo alguna vez en mí… Y ahora reniego del que tengo. No, no quiero ser Mistral. Te doy mi nombre, asesino. Haz con él lo que se te antoje. Arrójalo al foso de Rocavaragálago, si es tu deseo. Que arda. Que ardamos todos.
Esmael se quedó mirando largo rato al cambiante, sin decir palabra. Intentó recordar otra vez cómo se llamaba la maza de Dionisio, pero no lo logró. Gruñó frustrado y miró a su alrededor. Sobre su cabeza discurría un río de muerte. Y hasta el último de los esqueletos que yacía entre las quebradas paredes de la cicatriz de Arax había tenido nombre una vez, absolutamente todos. Desde la criatura más vil y despreciable hasta la más noble y valerosa, tanto los que habían dado su vida por el reino como los que lo habían hecho mientras intentaban destruirlo. Pero en definitiva los nombres no eran más que palabras, caracteres inertes. Lo que de verdad importaba era que todos aquellos huesos fríos habían tenido una vez carne alrededor, corazones palpitantes que habían impulsado la sangre en sus venas, ojos con los que contemplar la creación entera, manos con las que tocar… Toda aquella muerte había estado viva una vez.
La regencia podía esperar, decidió. No tenía por qué delatar al cambiante en ese preciso instante. Esperaría a que la Luna Roja estuviera a punto de salir para visitar a Huryel y desvelarle la conspiración de Mistral y Denéstor. La tentación era fuerte pero esperaría. Se lo debía a dama Fiera, a Dionisio, a Bocafría, a Glorin… Y no sólo a ellos: se lo debía a todos los muertos del reino, a todos los que habían perecido por su gloria. No podía fallarles. No podía dejar que su ambición provocara la ruina de Rocavarancolia.
Salió despacio de la galería, sin despedirse del cambiante, que continuó meciéndose en las tinieblas verdosas, indiferente a su partida. Cuando Esmael se hizo intangible para salir a la superficie puso mucho cuidado en no atravesar de nuevo la cicatriz de Arax. No quería sentir más huesos que los suyos dentro de su carne.
* * *
Adrián tardó más de una semana en volver a dejarse ver por el torreón. Se habían topado con él varias veces mientras buscaban a Marco, así que no habían tenido motivos para preocuparse. Por lo que les contó, se dedicaba simplemente a vagar de un lado a otro. Quería verlo todo, aseguraba, sin dejarse nada. Héctor se preguntaba cuánto tiempo tardaría en aparecer en los sueños de Bruno.
Los estaba esperando en el torreón cuando regresaron tras otra infructuosa jornada de búsqueda, sentado a una mesa de la planta baja, con un libro abierto ante él y otros tres apilados a su lado.
—Quiero seguir aprendiendo magia —les comunicó mientras ellos se desembarazaban de sus capas y se quitaba las botas. Los saludos que habían intercambiado no habían sido demasiado efusivos, pero a Adrián no pareció importarle—. Y por más que busco no encuentro un solo libro de magia por toda la ciudad, al menos ninguno escrito en un idioma que pueda entender. Me he tomado la libertad de escoger unos cuantos de la biblioteca. Espero que no te importe prestármelos un tiempo —dijo mirando a Bruno—. Te doy mi palabra de que los devolveré en las mismas condiciones en las que me los llevo.
—Podías habértelos llevado sin más ni más, ¿no? —le dijo Natalia.
—¿Por quién me tomas? Eso no hubiera sido nada educado.
—Tampoco lo es entrar en casa de alguien cuando no está y ponerte a registrar sus cosas.
—Tienes que hacer algo con tu mal humor, Natalia. Algún día te acabará estallando una vena.
—Si te has ido del torreón, te has ido. Ven de visita si quieres, pero cuando estemos nosotros.
Bruno inspeccionó detenidamente los libros que había escogido Adrián. No solía poner trabas a que los demás tuvieran acceso a la pequeña biblioteca que había ido reuniendo a lo largo de los meses, pero le gustaba llevar un estricto control del paradero de cada uno de los libros. Durante una semana había puesto el torreón patas arriba sólo para encontrar un estudio sobre gatos mágicos que había extraviado Natalia. Al final habían dado con él en el fondo de una cesta de ropa.
Héctor observó al italiano con preocupación mientras examinaba los libros. Bruno estaba pálido y cada día que pasaba parecía más y más cansado, y no era para menos. No sólo participaba como los demás en la búsqueda de Marco, también repasaba una y otra vez sus libros en busca de sortilegios que tal vez se le hubiesen pasado por alto y que pudieran ayudar a encontrar a su amigo. Pero es que no era sólo Marco quien ocupaba su tiempo, también se dedicaba a investigar sobre licantropía y otras transformaciones para intentar dar con el modo de revertir el estado bestial de Lizbeth y, al mismo tiempo, prepararse para lo que iba a suceder cuando saliera la Luna Roja. No había día que no probara un nuevo hechizo con la loba, pero de momento todas sus probaturas se habían saldado en fracaso. Héctor le obligó a tomárselo con más calma cuando una mañana lo encontró desmayado en la mazmorra.
—Vas a terminar reventado —le advirtió con severidad—. Y no nos podemos arriesgar a que te pase algo. Eres demasiado importante para nosotros.
—Por eso mismo hago lo que hago, Héctor. Dadas las circunstancias soy el más capacitado para intentar encontrar una solución. ¿No estás de acuerdo conmigo?
—¿Y si no hay solución? —le preguntó él, mientras contemplaba a la bestia enjaulada.
Bruno guardó un largo silencio antes de contestar:
—La hay —dijo—. Tiene que haberla. Y os prometo que la encontraré.
El italiano colocó los libros que Adrián le había pedido uno sobre otro y asintió mecánicamente con la cabeza.
—Puedes llevártelos —anunció al cabo de unos instantes—. Aunque debo advertirte que sólo uno te será de verdadera utilidad. Los conjuros y sortilegios recogidos en los otros están por completo fuera de nuestro alcance —puso una mano sobre el volumen más grueso de la mesa, un libro encuadernado en piel roja y arrugada—. Y éste no es un libro de magia —dijo—, es un tratado sobre dragones, sin nada de hechicería útil en sus páginas.
—Bueno, no todo va a ser estudiar, ¿verdad? —dijo Adrián, con una sonrisa de oreja a oreja—. Deja que me entretenga con algo.
No tardó mucho en marcharse. Por lo visto quería pasar la noche en una torreta plagada de ruidos misteriosos que había encontrado cerca de la plaza de la fuente de las serpientes. Poco tiempo después de que Adrián abandonara el torreón, Héctor se acercó a Natalia. La visita de Adrián y el estado de franco agotamiento de Bruno le habían dado en qué pensar y necesitaba comentar algo con ella.
La rusa estaba sentada en una silla en el otro extremo del torreón, con los pies subidos al asiento y el mentón apoyado en las rodillas. Tenía los ojos entrecerrados y un pedazo de carne en una mano al que de cuando en cuando daba un mordisco apático.
—¿Tienes un momento? —le preguntó él.
—Sí, pero sólo uno —respondió con aspereza—. En cuanto acabe de comer me iré a la cama. Estoy reventada de tanto ir de aquí para allá. ¿Cuándo vamos a dejar de buscar a Marco?
—Cuando lo encontremos.
—Qué pérdida de tiempo —rezongó.
—Es lo que tenemos que hacer. Él haría lo mismo por nosotros, ¿no crees?
—No, no lo haría. Haz memoria: se marchó, Héctor. Marco se marchó. Nos abandonó. ¿Y sabes una cosa? Creo que el tipo de los arpones tiene razón. Creo que Marco comprendió lo que nos iba a suceder en cuanto vio lo que le pasó a Lizbeth y decidió que lo mejor que podía hacer era matarse. Y fue a ese lugar horrible y saltó.
—¿De verdad piensas eso? —le preguntó con preocupación.
Ella se encogió de hombros.
—Yo qué sé. Estoy tan cansada que no sé ni lo que pienso. Había ido a la despensa a buscar algo de fruta y mira lo que he traído sin darme cuenta… —sacudió la carne que tenía en la mano y una leve lluvia de grasa cayó sobre la mesa—. Un pedazo de vete tú a saber qué…
Héctor sonrió y se sentó junto a ella. Marina los observaba desde el otro extremo del torreón, pero él apartó la vista al instante, sin permitir siquiera que sus miradas se cruzaran. Poco después escuchó cómo la muchacha se marchaba escaleras arriba.
—¿Qué quieres? —le preguntó Natalia. Le miraba con aire suspicaz.
—Hablar contigo —se frotó la barbilla antes de continuar—. Sé que la magia no te gusta, pero tal y cómo están las cosas sería bueno que tuviéramos otro mago. Adrián se ha marchado y no podemos depender siempre de Bruno.
El resto del grupo seguía siendo inútil de cara a la magia, y no era por no intentarlo. Cada vez que probaba suerte, Héctor notaba en su interior aquel rebullir de extrañas energías que nunca llegaban a concretarse. Recitaba las palabras y hacía los gestos convenientes, tal y como venían explicados en los libros, pero justo cuando se aproximaba el final, cuando ya sentía la consumación del sortilegio a flor de piel, todo se venía abajo.
—Sabes que me cuesta horrores aprender un solo hechizo —dijo Natalia con el ceño fruncido.
—Lo sé, pero también sé que terminas aprendiéndolos… Mira dónde estamos y mira por todo lo que estamos pasando. Vamos a necesitar toda la ayuda posible y no nos podemos permitir ningún lujo. No te estoy pidiendo que te pongas al nivel de Bruno, sólo que aprendas hechizos básicos que nos ayuden en caso de apuro…
Natalia agachó la cabeza.
—No lo sé, Héctor… —dijo en voz baja. Se pasó una mano por el pelo y resopló—. No sé qué decirte. Y menos ahora, que estoy tan cansada… Te prometo pensarlo ¿vale? —y sin decir ni una palabra más ni permitirle hablar, se levantó de la silla y se fue.
Héctor la observó desaparecer por las escaleras, alzó la vista al techo y suspiró, abatido…
—No es fácil ser el jefe, ¿verdad? —le preguntó Ricardo. Estaba sentado con Bruno a una mesa cercana, él cargaba talismanes mientras el italiano, en silencio, tan concentrado que parecía estar a mundos de distancia, mantenía enterrada la cabeza en un libro.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó, volviéndose hacia él—. Yo no soy el jefe de nada.
—Lo que tú digas —dijo Ricardo con una sonrisa en los labios.