La revelación

La revelación

El patio del castillo era un pandemonio de criaturas que saltaban, se retorcían y aullaban. La manada había enloquecido por completo. Los guardias de la puerta cruzaron una mirada preocupada. Hacía tiempo que nada las agitaba tanto. Una de ellas golpeó con su testuz los barrotes de la verja y la puerta entera vibró.

La mayor, un grandioso ejemplar gris, saltó sobre el tocón de un árbol muerto. Alzó su cabeza y aulló de tal forma que hasta el mismo castillo pareció estremecerse. Los demás se arremolinaron a su alrededor, bufando, gruñendo. El entramado de venas negras que cubría sus ojos les daba un aspecto más salvaje todavía, como si sus miradas se asomaran a través de ventanales destrozados o de intrincadas telas de araña.

Dama Serena las observaba asqueada desde una terraza de la torre sur. Los cortinajes raídos que pendían del umbral de la puerta se agitaban a su lado como criaturas fantasmales. Aquellas bestias le desagradaban profundamente. Todo en ellas le repugnaba, desde el pelaje sucio y maloliente hasta sus garras retorcidas.

—Hay muerte en la ciudad —anunció de pronto el vozarrón de Ujthan a su espalda—. La huelen.

Dama Serena se giró con rapidez al escuchar su voz. No le había oído entrar. Resultaba perturbador que un hombre tan grande fuera tan sigiloso.

—No es sólo muerte lo que huelen —aseguró ella. Luego lo miró de arriba abajo, sin ocultar el desprecio que sentía por él—. ¿Qué haces aquí, Ujthan? —preguntó. La zona del castillo en la que se encontraban estaba deshabitada, y era raro ver a alguien vagando por allí.

—Os buscaba —las sombras de la habitación cayeron sobre el rostro tatuado del guerrero, dándole una apariencia más siniestra si cabe.

—¿Ahora eres tú el emisario de Esmael? —preguntó la fantasma—. ¿Has sustituido al polvoriento como mensajero del ángel negro?

—No es mi intención molestaros, dama Serena —murmuró—. Y no, no vengo de parte de Esmael. Es otro asunto el que me trae hasta aquí.

Una corriente mágica sacudió a dama Serena. Sintió la sutil vibración de un campo de silencio extendiéndose a su alrededor. La fantasma contempló intrigada al guerrero. Ujthan era incapaz de hacer magia, era un guerrero y un despiadado asesino, pero no había ni un ápice de magia en su cuerpo, más allá de los tatuajes de las armas que lo cubrían. En las sombras le vio manipular algo con manos inseguras, un objeto hechizado, sin duda.

—Vengo de parte de alguien que puede cumplir vuestro deseo más ansiado… —dijo—. Alguien que puede concederos el olvido y extinguir la parodia de vida que lleváis…

La fantasma se echó a reír. Su risa, en aquel campo mágico, no creaba el menor eco.

—¡Qué sinsentido es éste! —flotó hacia el interior de la habitación—. ¿Otra vez lo mismo? —volvió a reír—. Dile a Esmael que se deje de estupideces. No tiene mi…

—No es Esmael quien me manda —insistió Ujthan. Y la voz del guerrero sonó tan brusca que dama Serena entrecerró los ojos. De pronto se percató de que había algo extraño en torno al guerrero, un aura de energía oscura que no casaba en absoluto con la esencia mágica de Ujthan.

—¿De quién hablamos entonces? —preguntó con severidad—. Y déjate de juegos.

Como única respuesta, Ujthan introdujo las yemas de dos dedos en su pómulo izquierdo, justo al lado del tatuaje de una daga. Dama Serena vio cómo tomaba suavemente una sombra situada junto al filo del arma y tiraba de ella. La fantasma se puso en guardia y comenzó a dibujar un hechizo de protección con una mano. Antes de haber ejecutado tres movimientos se detuvo, asombrada.

No era un arma lo que Ujthan estaba extrayendo de su carne. Era una criatura viva, un ser de color pardo que se iba desplegando ante sus ojos en una visión de pesadilla. No se sabía bien qué era brazo, torso, pierna o cabeza, todo era una misma amalgama de carne parda y vendas negras que surgía del rostro del guerrero y se iba vertiendo al suelo, como una catarata de gelatina grumosa. Una vez que se separó por completo de Ujthan, aquella criatura se sacudió como un perro recién salido del agua, se enderezó y dio un paso hacia dama Serena.

Lo reconoció al instante. Era Belisario. El espíritu entrecerró los ojos. «No —se corrigió—, es el cuerpo de Belisario, pero es otro el que lo habita. Algo mucho más poderoso y terrible. Algo muy antiguo». La fantasma, a su pesar, se estremeció.

—Permite que me presente —dijo aquel ser. Su voz era la voz de la devastación; su voz era el anuncio de la muerte y el dolor.

* * *

Bajaron las escalinatas que conducían al patio del palacete sumidos en un silencio tenso, casi sólido. Ricardo iba delante, con Lizbeth en brazos. El hechizo paralizador que la envolvía emitía un débil fulgor azulado que los bañaba a ambos y se derramaba a sus pies, iluminando los escalones que pisaban. Los puños crispados de la muchacha parecían más garras animales que manos humanas, hasta se diría que las uñas y falanges habían crecido. Su rostro seguía contorsionado en una mueca demoníaca. Habían tratado de quitarle la gargantilla pero había sido imposible, daba la impresión de estar soldada a su cuello.

Héctor se detuvo a mitad de las escalinatas mientras los demás alcanzaban el patio. Continuaban vestidos con la ropa de la fiesta y era tal el contraste entre ese atuendo y lo que acababa de ocurrir, que todo se le antojaba más absurdo e irreal aún. Los contempló desde las escaleras y se preguntó cómo habían podido confiarse tanto. Habían olvidado dónde se encontraban, y eso les había costado caro.

—Encerradla en las mazmorras de la torre y que Bruno se quede con ella —ordenó Héctor. Su voz era firme, aunque poca firmeza sentía en esos momentos. Las piernas le temblaban—. Quizá se recupere cuando despierte y vuelva a ser ella… Pero no podemos arriesgarnos —se volvió hacia el italiano—: Si el hechizo se desvanece antes de que lleguéis al torreón, paralízala otra vez.

—Lo haré —dijo. Había algo extraño en Bruno. Su rostro mostraba la frialdad acostumbrada, pero sus ojos tan pronto estaban fijos en el cuerpo de Lizbeth como saltaban a Héctor en la escalera o se alzaban hacia el ventanal de la fachada.

«Siempre hay que tratar de hacer el menor daño posible, pero a veces es inevitable hacer daño», le había dicho Lizbeth en el torreón y Rachel había asentido a su lado. El recuerdo de los ojos de la joven al nublarse con el rojo de la gargantilla le sacudió como un latigazo. Se estremeció.

—¿Y tú? —le preguntó Maddie. Se abrazaba a sí misma al pie de las escalinatas, aterida por un frío que en nada tenía que ver con el crepúsculo—. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a ocuparme de Rachel.

—Héctor… —Marina dio un paso hacia él. Era la única que lloraba.

A duras penas logró contener el impulso de retroceder. Sentía la necesidad de alejarse de ella, de poner entre los dos la mayor distancia posible. El recuerdo del calor de su cuerpo le parecía una blasfemia tras lo ocurrido, un insulto a Rachel, a Lizbeth, al mundo entero. No, en Rocavarancolia no había sitio para la felicidad ni para el amor, ni para nada que se le asemejara. Rocavarancolia era oscuridad y muerte. No había nada más. Y él había sido un idiota por haberse dejado llevar.

«¿Cuánto tiempo tarda en enfriarse un cadáver?», se preguntó de repente.

—Regresad al torreón. Encerrad a Lizbeth allí. Yo… —la voz le flaqueó. Esquivó la mirada de Marina, esquivó todas las miradas. Quería que se fueran. Quería estar solo cuanto antes para poder buscar un lugar oscuro donde derrumbarse, un lugar donde no llegara la luz—. Marchaos. Yo me encargaré de Rachel —repitió.

—Mi cuento… —susurró Marina.

Héctor asintió al cabo de unos segundos. Se encogió de hombros.

—Es lo que viene ahora, ¿no?

Se daba la vuelta para entrar de nuevo en el edificio cuantío Marco le detuvo. Se acercó a él a trompicones, con los ojos vidriosos. Por un instante, Héctor pensó que se disponía a a tacarle, pero lo que hizo fue más sorprendente aún: le abrazó con fuerza. Héctor se quedó inmóvil, aturdido bajo los brazos del alemán.

—Hagas lo que hagas no la entierres bajo tierra —le murmuró al oído—. Si lo haces, el eco de su conciencia se filtrará en el subsuelo y nunca dejará de hablar… Déjala descansar. Déjala descansar de verdad…

Luego redobló la fuerza de su abrazo, dejándolo casi sin aliento, antes de apartarse de él. Héctor le miró desconcertado, incapaz de comprender todo lo que implicaba la frase de Marco. En aquel momento lo único importante era lo que había ocurrido en el salón de baile.

* * *

En cuanto se marcharon, Héctor regresó al palacete. De nuevo el falso techo pendió sobre su cabeza. La luz que entraba a través de las bóvedas era cada vez más escasa. La belleza del lugar se enturbió en la oscuridad creciente. No había dado ni dos pasos dentro cuando las rodillas por fin le fallaron; no le quedó más remedio que sentarse en medio de la entrada para no desplomarse. Los nudillos de su mano derecha pulsaban de forma dolorosa, como si un diminuto corazón le hubiera nacido en cada uno de ellos. El recuerdo de su puño impactando contra Lizbeth le vino a la memoria con tal claridad que le dieron arcadas.

—No hacer daño… —alcanzó a murmurar.

Se levantó al cabo de un rato, pero sólo para ir a sentarse en las escaleras más cercanas. Aún no estaba preparado para subir y enfrentarse al cuerpo de Rachel. Fuera se escuchaba el viento, ese viento de Rocavarancolia que le resultaba ya tan familiar como ajenos le eran su propio cuerpo y sus pensamientos.

* * *

La monstruosa araña de la levita estaba inclinada sobre el cuerpo de Rachel, envolviéndola con su seda. Ya la había cubierto hasta la cintura y continuaba su tarea con tal concentración que no se percató de que Héctor se acercaba espada en mano. Cuando ya había salvado la mitad de la distancia que los separaba, aquel espanto se volvió hacia él. Cuatro de sus ocho ojos estaban bañados en lágrimas.

—Cuánto lo siento, niño. Cuánto lo siento… —bamboleó su cabeza con tristeza. Su voz era un desagradable regüeldo viscoso, casi parecía estar ahogándose en su propia saliva.

—Apártate de ella.

—Debo llevarla a la cicatriz de Arax, donde yacen los caídos. Ése es su lugar ahora. Los muertos deben estar con los muertos.

—No dejaré que la eches a los gusanos —la apuntó con su espada. La voz le quemaba en la garganta—. Rachel se merece mucho más que eso. Mucho más.

La araña torció la cabeza para mirarlo, luego la bajó en un ángulo imposible y fijó sus ojos en la muchacha muerta. Sus quelíceros se agitaron sin emitir el menor sonido. Retrocedió despacio, fija toda su atención en la espada. Héctor la bajó pero no llegó a envainarla. Los nudillos de su mano derecha continuaban pulsando.

Se acercó a uno de los cortinajes y tiró de él con fuerza. La cortina se desprendió con un fuerte chasquido y de forma tan violenta que tuvo que apartarse para no quedar cubierto por ella. La tela era demasiado grande y pesada para lo que tenía en mente. No le llevó mucho cortarla con la espada; lo hizo en diagonal, de manera descuidada. Luego respiró hondo durante un largo minuto, tomando fuerzas para lo que venía a continuación.

Se limpió las lágrimas con la palma de la mano y se aproximó al cuerpo inmóvil, con la espada ya envainada y la cortina en brazos. Miró espantado a Rachel, incapaz de concebir que poco antes hubiera estado bailando y riendo y ahora yaciera inmóvil en mitad de la pista de baile, desmadejada como un muñeco roto. Se acuclilló junto a ella y la liberó de la telaraña. Luego la envolvió con la cortina cortada. Lo hizo con delicadeza, como si temiera despertarla. Acto seguido levantó el cuerpo en brazos. Apenas pesaba. Y esa liviandad le sobrecogió aún más.

—Es como si estuviera vacía —dijo.

—Está vacía —le contestó dama Araña—. Lo que importa ya no está. Se ha ido.

Héctor asintió y con el cuerpo en brazos abandonó el salón de baile. Dama Araña fue tras él, guardando una prudente distancia. Lo siguió también cuando dejó atrás el palacio y se adentró en la ciudad en ruinas. La oscuridad era una espesa capa que envolvía al mundo del mismo modo en que la cortina envolvía el cuerpo de su amiga.

Aquel minúsculo cortejo fúnebre atravesó la noche ventosa de Rocavarancolia. El joven con su amiga muerta en brazos y la monstruosa araña bamboleándose detrás. Cruzaron por uno de los tablones que conducían al otro lado de la cicatriz de Arax. Una vez allí, Héctor se detuvo para orientarse. La ciudad era diferente en la oscuridad, como si con la noche el caos de ruinas que la formaba se hubiera desordenado todavía más. Algo se movió en las tinieblas, unos ojos amarillos y feroces lo espiaron desde un callejón, pero aquello, fuera lo que fuese, no hizo ademán de acercarse. Héctor miró a su alrededor, estaba completamente perdido, ni siquiera tenía muy claro desde qué dirección había llegado hasta allí. A su izquierda había un alto pedestal de mármol al que se encaramaban una docena de águilas de piedra negra con las alas alzadas. Nunca antes lo había visto.

Algo aleteó en la noche. Volvió otra vez la vista hacia el pedestal, pero las águilas permanecían inmóviles, simple piedra quieta. Al mirar de nuevo al frente, Héctor entrevió una rápida sucesión de destellos metálicos aproximándose veloces. Estaba a punto de dejar a Rachel en el suelo para desenvainar su espada cuando se percató de que se trataba del pájaro metálico que solía acecharlos, con aquel ojo humano bien sujeto en el pico. Nunca lo había visto tan de cerca. Le recordó a los pájaros de trapo que había invocado Denéstor en su habitación hacía mil años; aunque los materiales de unos y otro fueran distintos, algo en su diseño los hermanaba, como si fueran obra de un mismo artista.

El pájaro se posó a dos metros escasos de él, depositó el ojo en el suelo y graznó algo que sonó como un «ven». Tomó de nuevo el ojo y echó a volar. No fue lejos. Se posó en el pórtico de una casa negra, cubierta de tejados picudos y veletas fantasmagóricas, y agitó las alas con impaciencia, a la espera de que Héctor fuera tras él.

En cuanto el joven empezó a andar, el pájaro reanudó su vuelo. Héctor lo siguió a través de las laberínticas callejuelas de Rocavarancolia. De cuando en cuando el pájaro metálico echaba un vistazo atrás para asegurarse de que todavía estaba ahí. Dama Araña iba tras ellos, con paso torpe y lento, frotándose sus cuatro manos como si estuviera aterida de frío.

Tardaron más de una hora en llegar y, en todo el trayecto, Héctor no logró reconocer ni una sola calle, ni siquiera cuando al dejar atrás un muro de ladrillo rojo vio aparecer la profunda hondonada del cementerio. A Héctor le sorprendió la cantidad de luces que brillaban allí abajo. Era como asomarse a un decorado mágico, un escenario hecho de sombras, brillos y fulgores que poco tenía que ver con la ciudad que lo rodeaba. Aquel lugar parecía intentar compensar el cielo vacío de estrellas que pendía sobre Rocavarancolia. El pájaro se adentró en el cementerio y se posó en lo alto de un obelisco jaspeado.

Las voces de los muertos salieron a su encuentro en cuanto puso el pie en la rampa sur que bajaba a la hondonada.

—¡Ella no pertenece aquí! ¡Llévatela! ¡Llévatela! ¡No la queremos con nosotros! ¡Vete!

—Pobre niña rota, pobre niña muerta… Qué vacío deja a su paso. Qué silencio. Qué tristeza. Tráela, tráela. La arroparemos con nosotros en la cálida oscuridad…

—¡No! ¡Que se pudra lejos! ¡Bien lejos! ¡Saca sus huesos fríos de aquí! ¡Llévate esa carne que no siente y esa sangre que no corre!

—No los escuches. Déjala con nosotros. Cantaremos canciones de cuna para ella. Honraremos su memoria y jamás estará sola.

—¡Callaos! —aulló dama Desgarro, avanzando hacia Héctor a grandes zancadas desde una plazoleta. Los muertos enmudecieron al instante.

La custodia del Panteón Real llevaba una antorcha que iluminaba un vasto círculo a su alrededor. Su carne, cuajada de cicatrices y llagas, brillaba de forma espectral bajo la luz directa, haciéndola parecer más pálida y demacrada de lo que ya era. Daba la impresión de estar a punto de desmembrarse en cualquier momento. A Héctor no le sorprendió ver que le faltaba un ojo.

Dama Desgarro esperó a que completara los últimos metros de descenso y luego, sin decir palabra, le dio la espalda y enfiló una cuesta que bajaba entre dos mausoleos gemelos, de piedra azul y finas columnatas verdes. El pájaro metálico dejó la punta del obelisco y planeó hasta el hombro de la mujer.

La grotesca dama lo guió a través del cementerio. Las luces arrojaban sus sombras contra panteones y tumbas, haciéndolas a veces inmensas y a veces diminutas e insignificantes. Caminaron durante algunos minutos, hasta llegar a un mausoleo a medio construir donde se detuvieron. Sólo había levantadas dos de las cuatro paredes del panteón, altas y de piedra rojiza recubierta de jeroglíficos. Las dos paredes formaban una esquina sin techar sobre una plataforma de mármol en cuyo centro se levantaba un sencillo sepulcro blanco.

Dama Desgarro dejó la antorcha en un soporte metálico que surgía de una pared. Luego asió la losa que tapaba el sepulcro y la deslizó sin esfuerzo hacia un lateral, apoyándola en vertical contra la tumba. Se volvió hacia Héctor.

—Los duques de Barinion ordenaron levantar este mausoleo para su hija moribunda unos días antes de que el enemigo atravesara los vórtices —le explicó—. Supongo que tanto los duques como la niñita terminaron en la cicatriz de Arax, no lo sé… Sea como sea, nadie se quejará si la dejas aquí.

Aquella tumba no era lo que Héctor había esperado después de escuchar el cuento de Marina, no había nada grandioso ni memorable en ella, nada que la hiciera especial. El mausoleo a medio construir pasaba inadvertido entre el resto de las tumbas y panteones, pero no por eso dejaba de ser un buen lugar. Y era muchísimo mejor que la cicatriz de Arax.

Dama Desgarro se acercó a Héctor. Una vaharada de dulce podredumbre lo rodeó al momento: un olor a vida más allá de la vida, un aroma orgánico que hablaba de lo que crecía en secreto en lo más profundo de los bosques moribundos. La mujer extendió los brazos marcados hacia él.

—Yo la llevaré —le dijo con su voz deshecha—. Esa tarea me corresponde a mí. Custodia del Panteón Real, comandante de los ejércitos del reino y sepulturera…

Héctor dudó un instante pero luego le tendió el cuerpo de Rachel. Sólo cuando aquella criatura espantosa le liberó del peso del cadáver, fue consciente de todo el cansancio que se le había acumulado en los brazos. Los dejó caer e intentó ignorar las lanzadas de dolor que le llegaban desde los nudillos de la mano derecha.

Dama Desgarro llevó el cuerpo envuelto en la cortina hasta el sepulcro y lo tendió dentro, con la brusca torpeza de alguien que intenta ser delicado cuando no está acostumbrado a serlo. A continuación asió de nuevo la losa y la colocó sobre la tumba. El sonido de la piedra al chocar contra la piedra resonó de un modo extraño en el mausoleo inacabado, fue un chasquido macabro y reluctante, un ruido que a Héctor le hizo apretar los dientes y le puso el vello de punta. Ése bien pudiera haber sido el sonido del pasador de la gargantilla de Lizbeth al cerrarse en torno a su cuello. Héctor volvió a revivir en su mente el instante en que los dos fulgores sangrientos se abrían camino en los ojos castaños de su amiga.

—Eso es lo que va a pasar —dijo—. Lo que le ocurrió a Lizbeth… Eso es lo que nos va a pasar a todos.

No se dirigía a dama Desgarro, ni a la monstruosa araña que aguardaba unos pasos más atrás. Hablaba para hacer real aquella pesadilla, para sacarse la verdad de encima. Pero sobre todo hablaba para librarse de las espantosas estrellas rojas que habían estallado en los ojos de Lizbeth.

—La Luna Roja nos cambiará… —continuó—. Nos cambiará como ha cambiado a Lizbeth.

Dama Desgarro guardó silencio, sin saber qué hacer o qué decir. Lo había visto todo. El pájaro que portaba su ojo había estado posado en uno de los tejados frente al palacete y desde allí había sido testigo del duelo de Adrián y Darío, y de la muerte de Rachel.

—Os cambiará, pero no tiene por qué ser tan traumático como el cambio de vuestra amiga —dijo al fin. Habló muy bajo, en un intento vano por conseguir que su voz no sonara tan horrible como de costumbre. Su garganta destrozada no era la más apropiada para consolar a nadie—. Hay transformaciones más amables, más…

—¿Para eso nos habéis traído aquí? —murmuró Héctor, interrumpiéndola. Apretó los puños. Nunca había sentido tanta rabia ni tanta impotencia—. ¿Para convertirnos en monstruos?

—¿Monstruos? —preguntó dama Araña.

—Rocavaragálago y la Luna Roja aumentarán vuestra esencia mágica —dijo dama Desgarro—. En la mayoría de los casos ese aumento se verá acompañado de cambios físicos y mentales. La transformación es necesaria, niño, de no llevarse a cabo toda esa nueva energía acabaría con vosotros… Os abrasaría.

—Malditos seáis… —gruñó Héctor y dio un paso hacia atrás—. Malditos seáis todos…

Negó con la cabeza. No habría espantos saliendo de las paredes rojas de Rocavaragálago. Los monstruos serían ellos, los muchachos que Denéstor Tul había traído desde la Tierra: la cosecha de Samhein.

Miró con rabia a dama Desgarro.

—¿Cómo nos podéis hacer esto? —le preguntó, sin dejar de negar con la cabeza—. ¿Qué clase de seres sois vosotros? —retrocedió otro paso. Tenía los puños crispados y temblaba de furia—. ¡Nos lo habéis quitado todo! ¡Nos arrancasteis de nuestro mundo! ¡Hicisteis que todos nos olvidaran y ahora esto! ¡Ahora esto! No… no puede haber criaturas más despreciables que vosotros…

Dama Desgarro entrecerró su único ojo y avanzó un paso. No había esperado gratitud alguna por parte de Héctor, pero tampoco estaba preparada para tanto desprecio, por justificado que éste estuviera.

—Maldice todo lo que quieras, muchachito —su voz se había convertido en hielo. La furia de Héctor había encendido la suya propia—. Grita lo que quieras. Maldíceme a mí y al universo entero… No cambiará nada. La Luna Roja saldrá y Rocavaragálago se pondrá en marcha… Nada de lo que hagas podrá detener eso… Nada…

—Monstruo —dijo Héctor. Y puso tanto odio y furia en esa palabra que fue como si la pronunciara por primera vez.

Dama Desgarro le mostró la ruina rota y ennegrecida que tenía por dentadura. La mano de Héctor bajó hasta la empuñadura de su espada. El aroma pútrido de la mujer aparecía ahora punteado con un olor nuevo, un olor a ponzoña y a amenaza.

—Sí —gruñó dama Desgarro, alargando la palabra en un siseo maligno mientras se inclinaba hacia él—. En eso mismo os convertiréis todos: en monstruos… Mírame, niño, y contempla tu futuro. No hay esperanza para vosotros. Vuestros cuerpos cambiarán con la Luna Roja, algunos de tal forma que os resultará imposible reconoceros. Y no sólo vuestros cuerpos. Vuestra misma alma se volverá oscura. Y esa oscuridad os llevará muy lejos… Para cuando se oculte la Luna Roja no quedará nada humano en vosotros… ¿Me oyes? Nada.

Héctor apartó la mano de la empuñadura del arma y contempló a la grotesca mujer, asombrado. Acababa de comprender algo tan obvio que la revelación le dejó unos instantes sin aliento.

—A ti también… Santo cielo… ¿También te engañaron? Eras como nosotros… y la Luna Roja te convirtió en… eso.

Dama Desgarro soltó un gruñido.

—¡Apártate de mi vista! —aulló, intentando en vano sacarse de la cabeza el recuerdo de otros tiempos, cuando su piel era suave y su corazón impulsaba sangre cálida por sus venas y no cieno—. ¡Vete con los tuyos! Lárgate, ¡corre, corre, corre! —hizo un gesto brusco con la mano, una sacudida en dirección al camino—. Regresa junto a tus hermosos amigos… Y grábate en la memoria el rostro de la niña que amas porque dentro de poco es probable que no puedas mirarla sin sentir ganas de vomitar.

La mención de Marina le hizo trastabillar. No podía apartar la vista de dama Desgarro. Aquellos miembros abotargados y marcados, cada una de las espantosas cicatrices que cubrían su cuerpo pálido, habían cobrado ahora una dimensión nueva y terrible. De pronto imaginó a Marina convertida en algo parecido a aquella cosa y sintió vértigo.

Dio dos rápidos pasos hacia atrás. La sombra de la araña cayó sobre él un segundo mientras se apartaba de su camino.

Se volvió hacia ella. Por un momento el rostro monstruoso del arácnido quedó frente al suyo; los ojos que se ocultaban tras los monóculos aparecían agigantados y negros, con una expresión de perpleja estupidez en ellos. Las dagas de sus quelíceros estaban recubiertas de baba grisácea y viscosa. ¿Acabaría alguno de sus amigos convertido en un ser tan espantoso como aquél?

—Monstruos —susurró Héctor, pero ya no era un insulto, era una fría premonición—. Monstruos, monstruos, monstruos…

Dio la espalda al mausoleo y echó a correr.

* * *

No necesitó la guía del pájaro de metal para regresar al torreón. Avanzó como un espectro por las calles oscuras, una sombra entre sombras. Buena parte del trayecto la hizo llorando; eran lágrimas de rabia, dolor e impotencia. No podía dejar de pensar en Rachel, en Lizbeth, en Marco y sus palabras en la escalinata del palacete, en la Luna Roja y en lo que les iba a ocurrir cuando saliera… En su cabeza, en sus turbulentos pensamientos, no había sitio ni para el sosiego ni para la esperanza.

Cuando avistó el torreón en la distancia se detuvo y se forzó a tranquilizarse. Se limpió la cara con la manga. No quería que en su rostro quedara prueba alguna de haber llorado y para comprobar que así era, desenfundó su espada y observó su imagen reflejada en el filo. Luego reanudó la marcha. La estrella de la fachada había llegado a la altura de las nueve menos diez.

En la planta baja del torreón esperaban Madeleine, Marina, Natalia y Bruno. La pelirroja y el italiano estaban sentados solos, uno en cada punta de la inmensa sala. Marina y Natalia, en cambio, se encontraban juntas en un diván recubierto de pieles cerca de las escaleras. La rusa tenía las piernas flexionadas sobre el asiento y se abrazaba desolada a sus rodillas. Por la postura de Marina en el diván, Héctor comprendió que había estado consolándola. Al ver a sus amigos, sintió una nueva oleada de angustia. No podía dejar de imaginárselos como criaturas horribles, como monstruos plagados de cicatrices y llagas. Volvió a recordar a Lizbeth, saltando hacia Rachel y asestándole aquel golpe mortal.

Madeleine fue la única que se levantó al verlo entrar. Se acercó a él y, sin mediar palabra, le besó en la mejilla.

—¿Ya está? —preguntó.

Él la miró largo rato antes de asentir. Madeleine era la única que se había quitado el vestido de la fiesta. Se había puesto una fea túnica oscura, arrugada y vieja. Y aun así se la veía casi tan radiante y hermosa como con aquel maravilloso vestido verde y blanco. Le resultaba imposible concebir que toda aquella hermosura pudiera perderse con la llegada de la Luna Roja.

—Ya está —dijo. Para su sorpresa no le tembló la voz a pesar de la desolación y la debilidad que sentía—. ¿Dónde están los demás?

—Ricardo está abajo con ella —contestó Madeleine. Lo miraba de modo extraño, como si no lo reconociera o como si en su rostro hubiera algo de lo que antes no se había percatado—. Adrián todavía no ha vuelto… Y no sabemos dónde está Marco. Se marchó en cuanto llegamos.

—Dijo que tenía algo importante que hacer, algo que no podía retrasar más —señaló Marina desde el diván. Héctor ni siquiera la miró. Si la miraba ahora, se derrumbaría, estaba convencido de ello.

—¿Hacer algo? ¿El qué?

Madeleine se encogió de hombros.

Héctor frunció el ceño. Marco sabía más de la naturaleza del cementerio de lo que debía, y eso daba un nuevo significado a todo lo que aquel muchacho había hecho por ellos. Sin él, las cosas hubieran sido muchísimo más duras; sin él, Héctor dudaba que hubieran sobrevivido tanto.

De pronto un vivido recuerdo del día de su llegada acudió a su mente: Alexander había querido bajar a por armas a la cicatriz de Arax y el alemán, mientras buscaba un punto donde descender, había hecho rodar algunas piedras por el borde. Había sido a propósito, comprendió Héctor, Marco sabía que algo peligroso los aguardaba allá abajo y ése había sido el modo de ponerlos sobre aviso.

Pero ¿cómo sabía tanto sobre Rocavarancolia? ¿Alguien le estaba ayudando como dama Serena le ayudaba a él o había algo más? ¿Y dónde había ido? ¿Qué era eso tan importante que tenía que hacer?

* * *

Mistral marchaba por las calles de Rocavarancolia tapándose los oídos con las manos para no escuchar los aullidos que llegaban de las montañas. Había estado tentado de cegar sus pabellones auditivos, convertirlos en dos amasijos de carne inútil para que aquel terrible sonido no encontrara el modo de abrirse camino hasta él. Pero ya era tarde. Llevaba los aullidos de la manada grabados a fuego en su cerebro, igual que el grito de Alexander al quedar atrapado por la maldición de la torre Serpentaria.

Todo había sido inútil. Su presencia no había supuesto diferencia alguna, no había provocado más que muerte y sufrimiento. Una vocecilla en su mente le aseguraba que se equivocaba, que había evitado que fueran muchos más los que murieran, pero no le prestaba atención. Era una voz que llegaba de muy lejos, y tan débil que no parecía creerse a sí misma. Primero había asesinado al alemán, estrangulándolo con las mismas manos que ahora apretaba contra sus oídos.

Después había sacrificado a Alexander para salvar a Adrián y a Natalia. Y ahora había caído Rachel, víctima de la insensata idea de celebrar una fiesta en Rocavarancolia.

Y sin embargo, ¿podía haber sido de otro modo? ¿Cómo pretendía salvarlos cuando su primer acto había sido asesinar a uno de ellos? Sacudió la cabeza. Su objetivo no era salvar a los niños. Su objetivo era salvar al reino. Al menos al principio. Pero ¿y luego? ¿Qué ocurrió luego? ¿Por qué se había quedado en el torreón Margalar durante cuatro largos meses?

—Porque se lo prometí a Alexander —murmuró Mistral—. Le prometí cuidar de su hermana…

¿Era ése el verdadero motivo? No, ésa era la excusa a la que se había aferrado a lo largo de ese tiempo. El verdadero motivo era otro, no la promesa, sino a quién se la había hecho: Alexander. Ahí estaba la clave. Recordó al pelirrojo, aterrado al borde de la muerte, enfrentándose al final con una entereza que a él le desarmó. Pero ¿cuál era la diferencia entre ser valiente y fingirlo? ¿La misma que había entre ser un monstruo y fingir ser normal? ¿A eso se reducía todo?

Y recordó de nuevo a Alexander, después de que le sorprendiera llorando mientras Adrián agonizaba. El cambiante le había formulado una pregunta semejante en aquel momento: si el resultado es el mismo, ¿qué importa ser un héroe o fingirlo? El pelirrojo se había mostrado tajante. Mistral repitió su respuesta en un susurro ahogado:

—Que yo sé que miento…

Salió de una bocacalle oscura y se encontró de frente con los quebrados bordes de la cicatriz de Arax. Se acercó tambaleándose, sin despegar todavía las manos de sus oídos, y se detuvo en el mismísimo borde de la grieta que había creado el rey Sardaurlar con su espada mágica. La blancura de los esqueletos que poblaban la enorme grieta irradiaba un tétrico resplandor en las tinieblas. Decenas de cuencas vacías lo observaban desde allí, manos descarnadas le señalaban con el descaro con el que la muerte señala a la vida. En la cicatriz de Arax se mezclaban los huesos de los monstruos y los hombres, los esqueletos de amigos y enemigos yacían juntos, hermanados en la blancura y el silencio.

Por primera vez en más de un siglo, Mistral pensó en otros tiempos, en otro mundo, una tierra con un sol cálido y brillante, con noches estrelladas, abrazos y dulzura. Intentó recordar cómo se había llamado en aquel lugar, pero le resultó imposible, Rocavarancolia le había arrebatado su nombre del mismo modo que le había arrancado su humanidad. No importaba. Era Mistral, el cambiante, el metamorfo, un monstruo más. Un patético monstruo que durante meses se había engañado fingiendo ser normal. A eso se reducía todo.

Dio un paso al frente, ante la mirada expectante de un sinfín de calaveras, y saltó a la cicatriz de Arax. El soniquete de los esqueletos al agitarse reverberó en la noche, cada vez más y más fuerte a medida que los gusanos ciegos aceleraban en su dirección, pero Mistral no podía oírlos. En su mente seguía escuchando, una y otra vez, los aullidos de la manada en la montaña y los gritos de Alexander atrapado en la puerta.

* * *

Bruno había desactivado el hechizo de frío de las mazmorras y aunque la temperatura ya era normal, en la atmósfera se notaba una extraña sequedad, como si las moléculas del sótano aún no se hubieran recuperado del repentino cambio de ambiente. Ya no había provisiones en las celdas y Héctor supuso que las habían trasladado a las habitaciones de arriba. Ricardo estaba acuclillado ante una de las celdas, llevaba puesta todavía la ropa de la fiesta. Ni siquiera le miró cuando entró en la estancia. Su rostro, su postura, hasta su misma sombra, reflejaban el abatimiento más profundo. Héctor se acercó. El suelo estaba completamente encharcado.

El estómago se le encogió al ver a Lizbeth. Se echó hacia delante y se agarró con fuerza a los barrotes, tragándose un sollozo. La visión de los nudillos enrojecidos de su mano derecha le hizo apartar las manos al instante, ocultarlas de su vista como si fueran algo obsceno. La chica estaba tirada en el suelo, cerca de la pared, hecha un ovillo, con el vestido empapado y revuelto.

—Bruno la durmió al poco de dejarla en la celda —le explicó Ricardo—. Se puso… Se puso muy violenta… Se lanzó contra los barrotes y temimos que se hiciera daño…

Héctor asintió.

El proceso que se había iniciado cuando la gargantilla se cerró en torno al cuello de Lizbeth no había terminado todavía. La joven estaba cambiando físicamente. Las manos eran más estrechas, los dedos más largos y las uñas habían cobrado un tono cobrizo que iba virando al negro. Los pies se habían abierto camino a través de los zapatos de hebilla que se había puesto para la fiesta y al verlos Héctor no pudo evitar pensar en zarpas. Su rostro también se estaba transformando: la mandíbula inferior se había proyectado hacia delante mientras que la frente parecía haber retrocedido. Cada vez había más de animal en Lizbeth y menos de humano. Héctor cerró los ojos. Respiró hondo. Seguían escuchándose aullidos que venían de las montañas.

—Hombres lobo —murmuró—. Eso es lo que son. Hombres lobo. Monstruos… Para eso robaban niños en los mundos vinculados. Quieren monstruos… Rocavaragálago no abrirá ninguna puerta a los infiernos. Seremos nosotros los que nos convirtamos en monstruos. Por eso estamos aquí.

Ricardo se incorporó a su lado, sobresaltado, y miró hacia la escalera que se veía más allá de la puerta, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando.

—¿Se lo dirás a los demás? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Les dirás lo que pasará cuando salga la Luna Roja?

—Lo sabías —comprendió Héctor.

Ricardo suspiró.

—No estaba seguro —dijo—. El texto era confuso y yo… Sencillamente no podía creérmelo. Me resistía, no… No quise creerlo… Elegí la explicación más sencilla, y además encajaba tan bien con el texto original que hasta llegué a creer que era la verdad… Pero no lo es… no del todo al menos…

—Monstruos…

Ricardo inclinó la cabeza y la apoyó contra los barrotes.

—No se lo digas a los demás, por favor. No les hagas eso. No les hará ningún bien saberlo.

Héctor no contestó. Era incapaz de apartar la mirada de Lizbeth, aovillada en el suelo. Su pecho subía y bajaba, despacio; su respiración era un gruñido entrecortado, amenazante aun en sueños. Aquello que yacía en el suelo de la celda en nada se parecía a su amiga. ¿Habría alguna forma de invertir el proceso? ¿Existiría un modo de evitar lo que iba a ocurrir cuando la Luna Roja surgiera? ¿Huir al desierto, quizás?

No. No había esperanza alguna. Dama Desgarro se lo había dejado muy claro. No tenían escapatoria. No había salida posible. Aquello que contemplaba en la celda era su destino.

—Monstruos —volvió a repetir.

* * *

La mano del callejón estaba inmóvil, con la palma extendida hacia arriba, como la de un mendigo que pide limosna. El poderoso brazo que salía entre los barrotes parecía una prolongación de la piedra del muro más que algo que una vez estuvo vivo. Las escamas que cubrían sus siete dedos estaban manchadas con el barro del callejón, las garras sucias de porquería. Darío había dejado un pedazo de carne sobre la enorme palma abierta con la absurda esperanza de que el monstruo reviviera al sentir el alimento en su mano. Ahora estaba sentado ante el brazo, meciéndose despacio. La sangre que manaba de su costado se mezclaba con el barro que ensuciaba sus botas y su pantalón. Lentamente, Darío fue cayendo de costado, como si se estuviera quedando dormido, con los ojos todavía fijos en la palma inmóvil.

Esmael le vio desplomarse en el callejón embarrado y quedar tan inerte como la mano muerta. El ángel negro estaba acuclillado en el tejado de la casa situada frente a la callejuela, con los brazos apoyados con dejadez en sus muslos.

A su alrededor, la ciudad se agazapaba entre las sombras, inmensa y oscura. Casi le parecía oírla respirar. Rocavarancolia olía a devastación. Por fin, aquella noche, se había mostrado en todo su esplendor; por fin había mostrado hasta dónde era capaz de llegar. Esmael pensó en ella como una bestia gigantesca que, después de la masacre, yacía satisfecha en su guarida.

Ante él agonizaba el niño solitario. En la cicatriz de Arax, los gusanos ya habrían dado cuenta del joven oscuro que en un rapto de locura había decidido terminar con todo entre los esqueletos de un millar de espantos; aquel gesto tan insensato y cobarde había sorprendido a Esmael, le resultaba difícil imaginar que aquel chico pudiera llegar a tal extremo, pero Rocavarancolia era experta en sacar lo peor que cada uno llevaba en su interior.

La niña regordeta lo había podido comprobar de la manera más cruel. La gargantilla con el pedazo de Luna Roja engastado había acelerado su cambio. Esmael había oído hablar de aquellas joyas hechizadas, pero era la primera vez que veía sus efectos. Habían sido artefactos muy usados en el pasado, aunque sólo en momentos de crisis, cuando Rocavarancolia necesitaba una gran cantidad de efectivos y no podía esperar a la llegada de la Luna Roja para conseguirlos. Esas joyas podían acelerar la metamorfosis de la cosecha, pero las criaturas resultantes nunca llegaban a desarrollar todo su potencial. Lizbeth jamás alcanzaría el cambio pleno; estaba condenada a permanecer en un estado híbrido entre su antiguo ser y el que hubiera alcanzado de haber sido transformada por Rocavaragálago y la Luna Roja, por magia primordial y no por aquel burdo sustituto.

Esmael miró al este. En el cielo, tras meses de negrura, solitaria, brillaba una estrella. Se preguntó si los niños encontrarían algo de consuelo en su luz, si les aportaría un poco de esperanza descubrir aquel tenue resplandor donde antes no había más que oscuridad. Esperaba que no. Esperaba que no se dejaran engañar por las apariencias y comprendieran que esa estrella no auguraba nada bueno. Aquella estrella era conocida como la Emisaria, y era la primera de las muchas que poblarían el cielo nocturno de Rocavarancolia antes de la llegada de la Luna Roja.

* * *

Héctor y Ricardo regresaron con los demás en cuanto escucharon arriba la voz agitada de Adrián. El muchacho se volvió al verlos subir las escaleras. Sus ropajes se encontraban en un estado lamentable, revueltos y empapados en sangre.

—¿Qué te ha pasado? —Héctor avanzó a grandes pasos hacia él—. ¿Estás herido?

—Estoy bien. Estoy bien —contestó Adrián. Su voz sonaba cascada y la palidez de su rostro era tal que casi parecía un fantasma o un muerto resucitado. Tenía los labios cubiertos de sangre seca—. ¿Y Rachel? ¿Qué es eso de que Lizbeth la ha matado? ¿Qué…? ¿Qué diablos ha pasado aquí? ¿Qué trata de explicarme este idiota? —señaló a Bruno, que estaba de pie a su espalda, con la chistera entre las manos—. ¿Dónde está Lizbeth? —miró a su alrededor, su cabeza parecía brincar sobre su cuello, como si no estuvieran bien conjuntados—. ¿Y Marco? ¿Dónde está Marco?

Héctor no contestó a ninguna de sus preguntas. Se limitó a observar en silencio la mirada demente de Adrián, su locura había alcanzado un nuevo grado. El muchacho había cruzado un nuevo umbral esa noche. Tras él, Bruno seguía girando la chistera de un lado a otro de manera maniática. ¿Aparecería Rachel en sus sueños ahora? ¿Ocuparía un lugar entre el público que lo observaba noche tras noche? ¿Y dónde estarían ahora las sombras de Natalia? ¿Desde qué esquinas los acechaban? ¿Volvería a escribir Marina cuentos que se hicieran realidad?

«¿Qué somos?», se preguntó Héctor. La única respuesta que le llegó fue la constante pulsación de los nudillos de su mano derecha. Había saltado sobre Lizbeth sin dudarlo un segundo, había actuado de manera instintiva, como si la violencia fuera algo innato en él, tan parte de su esencia como lo era su propia carne. «¿Qué somos y en qué nos vamos a convertir?».

Sacudió la cabeza, miró de reojo a Ricardo y suspiró con fuerza.

—Hay algo que debéis saber —anunció.

* * *

Dama Araña se detuvo un instante al descubrir el lejano destello de la estrella Emisaria. Emitió un largo y musical cloqueo y, tras frotarse satisfecha las cuatro manos, prosiguió su tarea con más entrega si cabe. La aparición de la primera estrella siempre la ponía de buen humor.

Completó un nuevo giro alrededor del mausoleo, sin dejar de segregar su seda. Trepó luego por el muro de tela que construía y se dejó caer por el otro lado, reforzando la pared interna.

En poco más de tres horas había levantado ya un llamativo capullo blanco de siete metros de altura que no había tardado en despertar el interés de los muertos.

—¡Teje una almohada para mí, dama Araña! —le pidió uno—. ¡Estoy harto de que la madera del ataúd me raspe la calavera!

—¡Una funda para mi tumba! —decía otro—. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Que me oculte de la vista del cielo y la Luna Roja!

Dama Araña, sin prestarles atención, proseguía tenaz con su tarea, canturreando una vieja canción de cuna. Su primera intención había sido, simplemente, improvisar unas paredes y un techo para el mausoleo inacabado, pero mientras se dedicaba a esa labor, un súbito rapto de inspiración le había hecho cambiar de idea y embarcarse en un proyecto más ambicioso.

Primero había construido un túnel de tela desde el sendero a la entrada del panteón y luego, tomando como apoyo ese pasadizo y las paredes del edificio, había comenzado a levantar una estructura acampanada. Una vez finalizada ésta, pensaba añadirle saledizos y colgaduras, y quizá, para terminar, una corona de espinas en la parte alta. Se había propuesto hacer de aquel mausoleo el más llamativo de todo el cementerio.

La aparición de la Emisaria no era lo único que había contribuido a mejorar su humor. El estar haciendo algo por la niña muerta la llenaba de alegría y orgullo. Le hubiera gustado que el cachorro maleducado estuviera allí para que pudiera ver lo que estaba construyendo en honor de su amiga.

—¿Un monstruo? —soltó una risilla mientras se dejaba caer hasta el ecuador del mausoleo, se aferró con garras y zarpas y procedió a secretar seda en círculos—. ¿Haría esto un monstruo, niño ingrato? No, no, no… Un monstruo no haría esto te lo aseguro —bailoteó sobre los muros blancos, imaginando lo avergonzado que se sentiría el joven de estar allí presente. No le costó trabajo imaginárselo pidiéndole perdón—. Claro, claro que acepto tus disculpas; no faltaba más, mi buen muchacho. Comprendo que el momento era doloroso y que cualquiera puede perder los nervios en situaciones así…

—¿Qué se supone que estás haciendo? —escuchó decir a los pies del mausoleo.

Dama Araña se quedó inmóvil, agarrada con sus ocho extremidades a la pared de seda. Giró la cabeza y descubrió a dama Desgarro al otro lado del sendero. Tenía los brazos cruzados ante el pecho y observaba la construcción de tela blanca con una expresión entre curiosa e irritada. Las fauces de dama Araña se abrieron en una sonrisa babosa.

—No podía dejar el mausoleo así —le explicó—. La Luna Roja se aproxima y con ella vendrá el mal tiempo. Pensé que lo mejor era que la niña tuviera un techo de verdad sobre su cabeza…

—¿Un techo sobre su cabeza? —dama Desgarro emitió un ruido extraño, estrangulado, casi una carcajada—. Allá tú. Pierde el tiempo como se te antoje.

—No pierdo el tiempo. Oh. No, no, no… Lo hago por la niña, sí, pero no sólo para ella —apartó la mirada de dama Desgarro para mirar a la estrella que brillaba solitaria en lo alto—. El niño aprenderá. Cuando vea el hermoso mausoleo que he levantado para su amiga no le quedará otro remedio que darse cuenta de que no somos monstruos. Aprenderá. Sí. Lo hará, lo hará —volvió a mirar a la mujer marcada, buscando la aprobación en su rostro para no sentirse ridícula. Para su consuelo la encontró, al menos eso creyó—. No debió llamarnos esas cosas tan horribles. No, no debió hacerlo. Eso estuvo mal.

—Es lo que ve.

—No. No. Estuvo mal. Muy mal —dama Araña aferró una hebra de su tela con tres manos y tiró de ella para comprobar su resistencia. Dos ojos observaban ahora a dama Desgarro, cuatro estaban atentos a la operación que llevaba a cabo y los dos últimos no dejaban de vigilar a la Emisaria—. No mira. No sabe mirar. Y así no puede distinguir la verdad. No, no puede.

—¿Y cuál es esa verdad? —preguntó dama Desgarro.

—No somos monstruos —contestó la araña, sin dudarlo un instante. Sus ocho ojos se fijaron de nuevo en ella. El resplandor de una antorcha cercana hizo brillar sus monóculos—. Somos hermosos —dijo—. Somos maravillas. Como lo es todo este mundo que nos rodea, como lo es esa luna que se aproxima. ¿Monstruos? No. No somos monstruos. Somos milagros.