El palacete
Héctor se quitó la capa de paño negro, la hizo un ovillo e intentó meterla a presión en el zurrón. La había encontrado el día anterior mientras rebuscaba en un baúl del torreón y se había encaprichado de ella al instante. Lizbeth sonrió al verlo forcejear con la capa, incapaz de acomodarla dentro de la bolsa. Le había advertido que era demasiado grande para él y que acabaría harto antes de dar dos pasos, aunque Héctor no le había hecho caso. Había resistido hasta llegar a la plaza de la torre de hechicería, pero luego tuvo que rendirse y aceptar que Lizbeth tenía razón.
—Esta noche te la recortaré —le dijo ella deteniéndose a su lado—. Va a quedar genial, ya verás —sacó la capa de la mochila, la desplegó con dos sacudidas y la miró del revés y del derecho, con los ojos entornados, observando de cuando en cuando a Héctor—. Sí, con un poquito aquí y otro allá estará más que perfecta… —a continuación asintió, dobló la capa con una facilidad pasmosa y la deslizó dentro del zurrón de tal forma que no sobresalía ni una esquina.
Héctor sonrió y le dio las gracias.
Se dirigían hacia el oeste, más allá de la prisión donde habían despertado hacía meses. Sólo faltaba Adrián, de nuevo a la caza del muchacho por los tejados. Rachel iba delante y justo tras ella caminaba Marco, sumido en sus pensamientos. Madeleine, Marina y Ricardo ocupaban la segunda línea e inmediatamente después marchaban Bruno y Natalia, uno con su báculo y la otra con su alabarda.
Héctor miró a la rusa con el ceño fruncido. No se habían dirigido la palabra en los dos días transcurridos desde el incidente del patio y por lo que a él concernía no tenía intención de hacerlo en mucho tiempo. El recuerdo de esas sombras susurrantes todavía le espantaba. No podía evitar preguntarse qué hubiera sucedido de no aparecer Lizbeth. Nada más pensar en ella, sintió cómo la mano regordeta de su amiga se le colaba por el hueco del brazo. Se lo estrechó con fuerza.
—Quiere pedirte disculpas, pero no sabe cómo.
—No tiene por qué hacerlo, no pasó nada —dijo él con frialdad.
—Yo también tengo que pedirte perdón. Metí la pata. No tenías que haber ido a hablar con ella. Lo siento, lo siento mucho. Me equivoqué al decirte que lo hicieras… —se encogió de hombros—. Sé muy poco de asuntos del corazón, amor y todo eso… —soltó una risilla incómoda, algo triste. Luego suspiró—. Deberías haberle hecho caso a Maddie, las pelirrojas saben más de esas cosas.
Héctor sintió una profunda corriente de cariño hacia su amiga. Estuvo tentado de abrazarla pero un vestigio de su antigua timidez se lo impidió. En cambio dijo:
—Tú no tuviste la culpa de nada. No fui porque me aconsejaras que fuera, fui porque creí que era lo correcto. Nos equivocamos los dos.
Aceleraron el paso para reunirse con los demás, agarrados del brazo. Una bandada de pájaros negros rompió a reír desde las alturas y Héctor no pudo evitar pensar que por algún motivo que desconocía se estaban burlando de él.
* * *
Se adentraron en una zona de amplias avenidas arruinadas. Los escombros se amontonaban por doquier y los escasos edificios que se mantenían en pie estaban en tan mal estado que resultaba impensable arriesgarse a entrar en su interior. De hecho fueron testigos de cómo una casucha se venía abajo muy cerca de ellos. No era el primer derrumbe que contemplaban pero algo en la nube de polvo que se levantó desasosegó profundamente a Héctor. Durante un instante en el aire pareció flotar una inmensa calavera, con una demencial sonrisa de lobo incrustada en la blancura del hueso.
En cuanto se toparon con la primera encrucijada, Mistral tomó el mando de la marcha e indicó a Rachel qué dirección tenía que seguir, intentó hacerlo de la manera más natural posible, pero su tono de voz sonó más autoritario que de costumbre. La joven lo miró extrañada.
—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Hoy eres más jefe que nunca?
Él se echó a reír y la empujó con suavidad hacia delante, tratando de disimular su turbación.
En un principio había sido el azar lo que les había hecho evitar esa parte de la ciudad, pero luego fue el propio cambiante quien la esquivó a propósito. Entre las ruinas y edificios maltrechos que se desperdigaban por la zona había un soberbio palacete, en tan buen estado que sabía que el grupo lo querría explorar en cuanto lo vieran. Mistral había decidido que ése sería el último lugar que les mostraría antes de abandonarlos a su suerte; la visita al que sin duda era el edificio más hermoso de Rocavarancolia sería su modo de decirles adiós.
El palacete se encontraba en mitad de una avenida, frente a una larga línea de casonas macizas, con tejados a dos aguas invadidos de gárgolas. Rachel fue la primera en verlo. Se detuvo en seco, impresionada, con los ojos muy abiertos. Era la única construcción situada a ese lado de la avenida, pero llenaba el espacio con más rotundidad que la treintena de edificios que se desplegaban frente a ella.
Era de piedra gris, con forma de «U» redondeada, y había algo en sus ángulos y en su disposición sobre el terreno que tranquilizaba, que hacía pensar que no todo en aquella ciudad era horror. Lo que más llamaba la atención era la gigantesca cúpula que coronaba su centro: una maravillosa construcción de cristales negros y esmeralda. Bajo ella, en mitad de la fachada, se abría un gran ventanal ovalado rodeado de decenas de ventanas tan estrechas que parecían arañazos en el muro.
—Es precioso —Lizbeth se llevó las manos al pecho—. Precioso…
—Tenemos que verlo por dentro —dijo Madeleine. Los ojos le brillaban. Se volvió hacia los demás y los fulminó con la mirada—. Me habéis arrastrado por ruinas y estercoleros desde que llegamos, como se os ocurra negaros a entrar en esa maravilla no os hablaré en la vida —advirtió.
Nadie le llevó la contraria. Mistral sonrió satisfecho. No recordaba haber visto nunca a Madeleine tan emocionada y ya sólo por eso merecía la pena haberlos guiado hasta allí.
Avanzaron veloces, con Héctor cerrando la marcha. El palacete estaba libre de niebla de advertencia. La única zona cercana donde se divisaba aquella negrura estaba en una de las casas frente al palacete, lo bastante lejos como para no preocuparse.
El patio era un sinuoso entramado de senderos que se desplegaba entre lo que una vez debieron de ser parcelas ajardinadas, pero que ahora no eran más que solares de tierra reseca. Se dirigieron hacia la escalinata de azulejos negros y verdes que conducía al portón de entrada, observando con cautela las ventanas que salpicaban los muros del palacete. Tras el enorme ventanal que ocupaba el centro sólo se veía oscuridad.
Esperaron a los pies de la escalera mientras Rachel subía, inclinada hacia delante, como si intentara escuchar la magia del lugar. La joven apoyó las manos en el portón de hierro y asintió al comprobar, como ya sabía el cambiante, que estaba libre de encantamientos. Tomó luego la barra que hacía de tirador y trató de abrirla, empujando primero y tirando después. La hoja tembló pero no se movió.
—Está atorada… —murmuró Rachel, con las manos en las caderas—. Necesitaremos algo de músculo aquí arriba si queremos entrar.
Antes de que Ricardo y Marco subieran la escalinata, Bruno agitó su báculo, dibujó un extraño símbolo en el aire con la mano izquierda y las dos hojas de la puerta se abrieron hacia dentro sin hacer ruido. Lo primero que vieron fue una densa zona de tinieblas, una cortina de oscuridad que precedía a un gran recibidor, iluminado por una delicada luz verde.
Se reunieron todos alrededor de Rachel en el último tramo de escaleras. El aire que se respiraba ante la puerta era de una pureza increíble, en nada se parecía a la peste rancia de los lugares cerrados que estaban acostumbrados a encontrar. Héctor aspiró con fuerza, llenándose los pulmones de aquella inesperada frescura.
Rachel, tras cruzar una mirada con Marco, entró en el palacete. Al momento, las sombras de la entrada se ciñeron a su cuerpo como una capa fluctuante.
—Nada —anunció desde las tinieblas, y su voz se deshizo en un sinfín de ecos cantarines—. No hay rastro de magia. Entrad pero no os separéis de mí hasta que compruebe todo el lugar.
Fueron a parar a un amplio recibidor circular, de suelo y paredes de piedra gris. El techo, en cambio, era una pesada amalgama de grandes planchas de hierro que no encajaba con el resto del palacio; la sensación que provocaba aquel entramado era de asfixia, como si en cualquier momento fuera a caer y aplastarlos.
Dos grandes escaleras se disponían a ambos lados del recibidor, del mismo azulejo negro y verde que la escalinata de la entrada. Desde donde se encontraban, esas escaleras gemelas parecían hundirse como cuchillos en el techo enrejado, en una perspectiva extraña y forzada. No habían dado ni dos pasos fuera de la zona de sombras cuando se detuvieron todos casi al mismo tiempo, mirando hacia arriba, sorprendidos, boquiabiertos.
Lo que habían tomado como techo no era tal. Al salir de las sombras su perspectiva había cambiado y ahora podían ver el palacete tal y como realmente era. Por un alocado instante, Héctor pensó que el entramado que había pendido sobre sus cabezas acababa de estallar y que esa explosión había quedado congelada en el tiempo, al igual que las llamas del barrio incendiado, dejando las planchas de forja flotando inmóviles por todo el lugar. Tuvo que pestañear varias veces para comprender lo que estaban viendo. Las planchas que en un primer momento había creído colocadas en un mismo plano estaban suspendidas en realidad a distintas alturas por todo el palacio. Retrocedió un paso para regresar a la zona de tinieblas y las planchas desordenadas volvieron a equilibrarse, formando un techo sin fisuras aparentes que no era más que una ilusión óptica: si entrecerraba los ojos podía ver que las planchas flotaban en diferentes planos.
—Las habitaciones están en el aire… —escuchó decir a Marina—. Cielo santo. ¡Flotan en el aire!
Era cierto. El palacete constaba de una sola planta, una planta vasta y asombrosa en la que flotaban decenas de estancias de todos los tamaños y formas. La única semejanza entre ellas eran sus bases, de idéntico hierro forjado. La mayor de todas ocupaba tres pisos de altura y medía más de doscientos metros de largo, mientras que las más pequeñas eran meros soportes para adornos y estatuas. La mayoría ni siquiera tenía paredes.
Las escaleras no se hundían en ese falso techo como habían creído, sino que se prolongaban curvándose en el vacío, hasta perderse en la movediza niebla esmeralda que copaba las alturas. Del tallo principal de cada escalera brotaban decenas de nuevos tramos que se dividían a su vez en más ramales de ajedrezado negro y esmeralda, retorciéndose en el aire hasta aterrizar en los bordes de las habitaciones flotantes. Aquel despliegue de habitaciones y escalinatas producía una prodigiosa sensación de armonía; era como si el mundo entero se hubiera vuelto liviano de pronto, como si la realidad, la propia existencia, fueran menos pesadas y opresivas entre aquellas paredes.
—Es… magnífico —murmuró Ricardo, tan extasiado como los demás.
Los muchachos se desplegaron por el recibidor. Mistral los veía avanzar, incrédulos, entre la cristalina luz esmeralda que se filtraba a través de la cúpula. El cambiante sonrió.
—Os mato —dijo Maddie—. Me hacéis vivir en una torre inmunda teniendo este palacio aquí… Yo os mato.
—El torreón Margalar será feo, pero es seguro —le recordó Marco—. Y si tienes la peregrina idea de que nos mudemos aquí, ya puedes ir olvidándola…
—Además, Héctor se mataría en este sitio en menos de una semana —apuntó Rachel—. ¿No os acordáis de lo mucho que le gusta caerse por las escaleras?
—Eras más simpática cuando no entendía ni una palabra de lo que decías —le replicó el aludido.
Rachel le sacó la lengua y dijo algo en francés que hizo que Ricardo se echara a reír. El eco de su risa trepó por las escaleras, rebotó en las plataformas y se perdió en el alto techo envuelto en niebla.
* * *
Tomaron la escalinata de la izquierda. El tramo principal no tardaba en dividirse en tres grandes ramales. Rachel escogió el de la derecha, que bajaba en una pronunciada curva antes de dividirse en otros dos tramos de escalera retorcida. A medida que avanzaban por aquella colosal montaña rusa pudieron contemplar un sinfín de habitaciones y salas. Vieron dormitorios de ensueño; salas de recreo con divanes de terciopelo, escabeles de cristal y columpios colgantes; zonas de paseo con fuentes y bancos de hierro…
Lo que más impresionó a Héctor fue que, como había ocurrido con el falso techo al entrar, la perspectiva resultara engañosa allí arriba; prácticamente cambiaba a cada paso que daban, convirtiendo el palacete en un espacio en constante mutación. Una estancia vista desde arriba era diferente por completo contemplada desde abajo o desde un lateral. Todo fluctuaba, fluía. Era un enloquecido juego de perspectivas y arquitectura. Una sala observada desde una escalera parecía una selva rebosante de vegetación al quedar semioculta por los helechos que colgaban de las plataformas vecinas, para luego, desde arriba, convertirse en un elegante dormitorio. Desde otra curva de la escalera, esa misma habitación parecía vacía.
Rachel los guió hasta la estancia central del palacio, la única completamente cerrada con muros. La joven se acercó a la puerta ovalada que se abría en uno de ellos, acarició la manilla, esperó unos segundos y luego abrió la puerta. La negrura del otro lado era tan espesa que daba la impresión de que había una segunda puerta tras la primera. Rachel cruzó el umbral con Bruno siguiendo sus pasos.
—¿Puedes iluminar un poco esto? —le preguntó Ricardo.
—Espera un segundo. Quizá no resulte necesario.
En el suelo, ante ellos, había aparecido un diminuto chispazo, una salpicadura brillante que se proyectó despacio hacia arriba, convirtiéndose en una creciente columna de luz que no se detuvo hasta alcanzar el techo, situado a gran altura. Un poco más adelante, una nueva columna tomó forma, de igual modo que la primera. Poco a poco, aquí y allá, se fueron formando más y más columnas. La luz que irradiaban iluminó la gran estancia, transformando la negrura en claridad.
—Es una sala de baile —murmuró Madeleine con admiración.
Mistral asintió, aunque sabía que aquel lugar era mucho más que eso. En aquella sala se habían celebrado todo tipo de eventos: desde torneos de piromantes hasta conciertos de las fabulosas aves cantoras de Alarán, pasando por duelos de hechiceros y bodas reales. Se contaba que, en una ocasión, allí dentro se había sacrificado un dragón albino para mayor gloria del reino.
Los muchachos bajaron las escaleras que llevaban al suelo espejado de la sala. En el muro que quedaba a su derecha se encontraba el gigantesco ventanal que habían visto desde fuera. El tercio inferior del mismo estaba cubierto por cortinajes negros, corridos en su mayoría, mientras que en la zona alta dos grandes cortinas verdes se abrían a izquierda y derecha.
En el extremo opuesto a la entrada se levantaba un pequeño escenario ocupado por varias estatuas metálicas. Héctor y Marco se acercaron mientras el resto se desperdigaba por la sala. Se trataba de una orquesta compuesta por siete músicos tan extravagantes como los instrumentos que se disponían a tocar. Un engendro con aire de rata humanoide empuñaba entre sus zarpas dos varillas que parecía a punto de estrellar contra el tambor agujereado que tenía delante. Entre los músicos había un ser casi humano, con la piel de un intenso negro y un magnífico par de alas rojas plegadas a su espalda. Aquella criatura sujetaba en una mano un violín abombado mientras en la otra empuñaba una varilla recubierta de protuberancias. Del costado de todas las estatuas surgía una mariposa metálica: una llave con la que darles cuerda.
—Autómatas —dijo Héctor.
Se giró para buscar a Rachel, que en aquellos momentos, junto a Lizbeth y Marina, espiaba entre los cortinajes del ventanal. Estaba a punto de llamarla cuando vio que Marco, adelantándose a lo que tenía en mente, se había puesto a dar cuerda a uno de los músicos, un espigado ser azul, con ojos saltones y branquias en el cuello, sin preocuparle al parecer que aquella cosa pudiera estar hechizada. A medida que le daba cuerda, la criatura se iba enderezando y se llevaba a los labios una flauta retorcida. Cuando el mecanismo llegó al tope, el autómata sopló la flauta mientras sus dedos metálicos se movían veloces sobre ella. Lo primero que surgió del instrumento fue un impresionante bramido, luego una melodía dulce y suave se fue enredando y desenredando en el aire, con la cadencia de una canción de cuna convertida en vals.
—Música —murmuró Marina. Se llevó una mano a la boca, emocionada—. Había olvidado la música.
* * *
Después de abandonar la sala de baile, fueron de plataforma en plataforma, siempre con Rachel a la cabeza. Casi tan sorprendente como el mismo palacio era el estado en el que éste se encontraba. Apenas había polvo y suciedad y aunque algunas habitaciones parecían vaciadas a conciencia, la mayor parte estaba en perfectas condiciones, como si los habitantes del lugar se hubieran marchado un instante antes de llegar ellos.
A media tarde hicieron un descanso para merendar. Se sentaron en los bancos de madera que rodeaban un pequeño estanque. Apenas hablaron. Aquel lugar inducía al silencio, a la ensoñación.
Al poco tiempo de ponerse otra vez en marcha descubrieron una gran sala repleta de estanterías vacías. El cambiante deambuló entre ellas igual que todos, aun sabiendo que no iban a encontrar nada allí. Ese lugar había sido una importante biblioteca mágica, pero hacía tiempo que los pocos libros que no se habían llevado los magos de los mundos vinculados habían sido trasladados al castillo.
Otro ramal los condujo a una plataforma de paredes listadas en las que se desplegaban más de una veintena de grandes armarios, con espejos de marco de plata en cada puerta. Rachel se apresuró a abrir el más cercano y su contenido la hizo jadear emocionada. El armario estaba repleto de vestidos, a cada cual más espléndido. Las chicas se abalanzaron al momento hacia ellos. Natalia fue la única que se quedó donde estaba, resoplando indignada ante el comportamiento de sus amigas.
—¡También hay ropa de hombre! —exclamó Marina. Se desplazó a toda prisa hasta Héctor, lo tomó del antebrazo y lo arrastró hacia el armario. Antes de que pudiera reaccionar, Marina ya estaba sacando prendas del interior y extendiéndolas ante él, sopesando al parecer cuáles podían quedarle mejor.
Ricardo se echó a reír cuando Madeleine se acercó a él para llevarlo también hasta un armario. Mistral sonrió. Había un brillo nuevo en los ojos de sus amigos, un regreso a tiempos pasados, cuando rebuscar en armarios y cajones era un placer maravilloso. Sólo Bruno y Natalia permanecían ajenos al revuelo, y aunque la joven tenía el ceño fruncido los ojos se le iban hacia uno de los armarios abiertos, como si hubiera algo allí que no pudiera evitar mirar.
Rachel se abrazó con fuerza a uno de los vestidos. Era una preciosa blusa negra, con los puños ceñidos bordados en plata. Alzó la prenda ante sí, tomó con su mano el extremo de una manga y comenzó a bailar entre los espejos y armarios, tarareando la canción que había tocado el flautista en la pista de baile.
Lizbeth se hizo con un vestido blanco con una larga falda plisada e imitó a su amiga, girando la una en torno a la otra.
El cambiante observaba la escena con los brazos cruzados. Mientras veía bailar a Rachel y Lizbeth se dio cuenta de que acababa de encontrar un modo más adecuado de decirles adiós.
—Oíd… —dijo. Estaba nervioso a su pesar—. Se me acaba de ocurrir algo… Es una tontería, lo reconozco, pero aun así… No sé, creo que nos lo merecemos… ¿Qué os parece si, para variar, nos relajamos por una vez? —sonrió de oreja a oreja—. Olvidemos Rocavarancolia, vamos a olvidarnos de todo por un rato. ¡Hagamos una fiesta!
* * *
Héctor metió dos dedos entre el cuello rígido de la camisa y su garganta e intentó abrir hueco entre ambos. El traje le picaba por todas partes; tenía la piel tan acostumbrada a las telas ásperas que aquella inesperada suavidad le incomodaba. Examinó a sus amigos de reojo, preguntándose si se sentirían tan extraños como él embutidos en las ropas que las chicas habían elegido para ellos.
Marco y Ricardo vestían trajes semejantes al suyo: camisas y pantalones de seda, zapatos ligeros y chaquetas entalladas. El de Ricardo, como el de Héctor, era de un sobrio color negro, con bordados blancos en mangas y cuello, y le quedaba tan estrecho que en algunos puntos el tejido se hinchaba como si las costuras fueran a ceder en cualquier momento. En cambio, a Marco, a pesar de su tamaño, su traje le sentaba como un guante. Las chicas habían escogido para él un conjunto blanco con ribetes grises.
Bruno llevaba puesto un largo sobretodo de color verde oscuro, chaleco y pantalones negros, y una camisa también verde cuyos puños sobresalían como pequeños remolinos de las mangas del gabán. Pero lo más llamativo de aquella vestimenta era su chistera esmeralda, con una cenefa negra en el ala. Héctor tenía que admitir que aquel atuendo le sentaba bien, aunque dada su inexpresividad más parecía un muñeco de porcelana que una persona viva.
—¿De verdad pensáis que esto es buena idea? —preguntó—. Es evidente que me refiero a realizar una fiesta en este emplazamiento. No sé si dadas las circunstancias es lo más apropiado.
—No va a ser una verdadera fiesta, sólo un rato de baile y música… —le contestó Marco—. Nos vendrá bien un poco de diversión para variar, sobre todo a las chicas. No te preocupes, nos marcharemos antes de que anochezca.
—No me gusta bailar —dijo el italiano después de uno de sus acostumbrados largos silencios.
—¿Lo has hecho alguna vez? —le preguntó Ricardo.
—No. Pero sé que una experiencia de ese tipo no me resultará gratificante en grado alguno.
Héctor le miró de arriba abajo, suspiró y sacudió la cabeza.
Aguardaban desde hacía rato en el último tramo de la escalinata que conducía a la habitación donde sus amigas se estaban preparando. A veces las oían cuchichear y reírse dentro. Héctor se pasó una mano por la cabeza. Lizbeth, antes de hacerles entrar en un cuarto próximo para que se cambiaran, les había arreglado el pelo de manera rápida, recogiendo sus desordenadas melenas en unas coletas que aunque improvisadas tenían aspecto de ser capaces de soportar vendavales sin venirse abajo. Sólo Bruno llevaba el pelo suelto, su cabello rizado fluía en largos bucles bajo la chistera.
Héctor se apoyó en la barandilla y alzó la vista hacia la extensión de niebla esmeralda que se mecía bajo las cúpulas. La luz era diferente allí arriba, más cálida y amable.
—¿Estáis ahí? —escuchó decir a Lizbeth tras la puerta.
—Llevamos media vida esperando —le contestó Ricardo.
—Ya está. Hemos terminado. Ahora salimos.
—¡No nos miréis directamente u os quedaréis ciegos! —les advirtió Rachel antes de abrir la puerta de par en par.
Héctor pestañeó incrédulo al verlas salir, tan sorprendido como ante cualquiera de los muchos prodigios de los que había sido testigo en Rocavarancolia. La espera había merecido la pena. Decir que estaban espléndidas era quedarse cortos. Los peinados que había improvisado Lizbeth casaban a la perfección con los vestidos que lucían —maravillas de algodón ligero y seda en negro, verde y blanco— y con el elegante brillo de las joyas que las adornaban. Dentro de la habitación debían de haber encontrado también maquillaje, ya que algunas llevaban sombra de ojos y los labios pintados. Todos las contemplaron boquiabiertos. Estaban tan acostumbrados a verlas desaliñadas que aquella transformación resultaba casi mágica.
—¿Qué os pasa? —les preguntó Natalia frunciendo el ceño—. ¿Estáis todos tontos? —su pelo, recogido en un moño alto, dejaba al descubierto sus diminutas orejas, completamente rojas.
—Tontos y deslumbrados —puntualizó Ricardo, y les dedicó una elegante reverencia con un sombrero imaginario—. Estoy convencido de que nunca ha habido tanta belleza reunida en estos salones.
—¡Qué idiota! —exclamó Natalia, e hizo un gesto de desdén en el que no pudo disimular la sombra de una sonrisa.
Rachel devolvió la reverencia a Ricardo con más gracia si cabe. Llevaba un vestido blanco con la falda del mismo suave tono verde que la chaquetilla. Dada su delgadez, el vestido le quedaba grande, pero las chicas se las habían ingeniado para estrechárselo con alfileres en los lugares apropiados. La única joya que portaba era una ancha gargantilla de plata adornada con una piedra roja en el centro.
—No es la ropa, somos nosotras. Es lo que tiene ser guapas —dijo levantando una mano con aire presumido—. Con sólo lavarnos un poco y ponernos cuatro tonterías estamos estupendas —luego sonrió, dio dos rápidos pasos hacia delante e hizo un exagerado mohín con los labios, pintados de rojo—. ¡¿Os lo podéis creer?! ¡No me había maquillado nunca! ¿Cómo estoy?
—Preciosa —contestó Mistral. Todas lo estaban.
A pesar de sus diferencias, casi todos los vestidos tenían un corte similar. Eran vestiduras de gala, con faldas acampanadas, de vuelo amplio. La mayoría llevaba zapatos de tacón corto.
La más cambiada sin duda era Natalia. Su vestido era de seda blanca, con bordados alrededor del escote y un lazo negro en el talle. Un collar de perlas realzaba su cuello, que parecía más fino que nunca. No podía estarse quieta, a cada segundo alzaba una mano para tocarse el cabello y comprobar que todo estaba en su sitio o tiraba de algún pliegue del vestido para acomodárselo mejor.
La más hermosa de todas, como de costumbre, era Madeleine. Su vestido era verde, de un verde idéntico al de sus ojos. Llevaba también un collar de esmeraldas que caía sobre su amplio escote. El vestido era tan ceñido que en cuanto la vio, Héctor pensó en la ocasión en que la había sorprendido desnuda en el torreón.
Pero aunque la pelirroja fuera la más hermosa, a los ojos de Héctor Marina la eclipsaba, a Maddie y a todas, de un modo tan abrumador que para él era como si en la escalinata sólo estuviera ella. Fue la última en salir, peleándose con el tirante izquierdo, que insistía en resbalar por su hombro. Vestía un vestido negro, de espalda abierta, sin mangas ni bordados. Lizbeth le había peinado el cabello hacia atrás, sujetándoselo con horquillas y una bella tiara de plata.
El vestido de Lizbeth era el más sencillo, amplio y blanco, con un gran lazo a la cintura. Estaba radiante, pero más por la expresión de su rostro que por su indumentaria. Lizbeth miraba a todos y a cada uno de ellos como si fueran obra suya, como si hubiera sido ella quien los hubiera creado y dado forma. En sus ojos castaños se veía orgullo y sincera alegría.
—Estáis todos guapísimos —dijo—. Guapísimos.
* * *
En un lateral del escenario encontraron un mecanismo de cuerda que servía para poner en marcha a todos los autómatas a un tiempo. Había un regulador junto a él y aunque las indicaciones que aparecían al lado eran bastante crípticas, supusieron que servía para elegir el número de piezas musicales que se quería escuchar.
Los siete autómatas se fueron enderezando a medida que Marco giraba la mariposa metálica del escenario, con el resto del grupo desperdigado por las cercanías. Las cabezas de los músicos adoptaron posturas de firme concentración mientras sus manos y garras policromadas se disponían sobre arpas, violines y demás instrumentos. De su interior llegaba un nervioso traqueteo, como si estuvieran impacientes por ponerse a la tarea. La criatura oscura desplegó sus alas rojas al mismo tiempo que apoyaba el curioso violín en su barbilla y colocaba la varilla sobre las cuerdas. Un autómata simiesco desenroscó las chimeneas que salpicaban el piano que tenía ante él y colocó sus manos velludas sobre las teclas.
Cuando Marco llegó al tope del mecanismo, todos los músicos, a la vez, empezaron a tocar. Un chirrido espantoso recorrió la sala, tan desagradable que todos se taparon los oídos. Hasta las cristaleras vibraron. No tuvieron tiempo de preocuparse. Dentro de aquella desafinada algarabía pronto comenzó a hacerse evidente la existencia de música. Poco a poco los compases se fueron ordenando, la armonía se hizo con el caos y aquel espantoso ruido se fue transformando en algo diferente: una melodía dulce y lenta que incitaba a moverse.
Rachel se arrojó prácticamente en brazos de Marco. Fueron los primeros en empezar a bailar, con más entusiasmo que ritmo. Luego Lizbeth tomó de la cintura a Maddie y comenzaron a danzar también, entre risas, acercándose provocadoras a Bruno. El italiano retrocedió, aferrado a su báculo, tan robótico en sus movimientos como la orquesta a su espalda.
Héctor tuvo la extraña sensación de que acababa de caerse dentro de un sueño, un sueño hecho de música y de los destellos de luz de las columnas. Alguien le tomó del brazo, sin demasiada fuerza, pero con firmeza. Se giró para encontrarse a Marina mirándolo fijamente. Se sintió como si le acabaran de retirar el suelo bajo los pies.
Marina señaló con la barbilla hacia Natalia, que charlaba nerviosa con Ricardo a unos metros de distancia, sin decidirse aún a comenzar el baile.
—Dile que está muy guapa, corre —Marina le empujó en dirección a la pareja.
—¿Qué? —susurró él, incrédulo. Era a ella a quien quería decírselo. A ella que estaba tan radiante que se le detenía el corazón cada vez que la miraba.
—Que se lo digas. Ve. Ve. Y deja de mirarme como si no me hubieras visto nunca.
—Es que es… —tragó saliva. Hablaban en susurros. La música los rodeaba, los mecía. Podían estar inmóviles pero ya habían comenzado a bailar—. Es que es así como me siento siempre que te veo. Cada vez que te miro… es como si fuera la primera vez…
Marina enrojeció. Sonrió. Se llevó una mano a la tiara, la detuvo a medio camino y volvió a empujarlo hacia delante, negando con la cabeza.
—Deja de decir tonterías. Dile que está muy guapa, corre o no te dejaré bailar conmigo.
Héctor asintió con fuerza, consciente de lo serio de la amenaza, y se acercó a Ricardo y Natalia. Al verlo aproximarse, Ricardo se apartó de la joven rusa de forma tan brusca que ella frunció el ceño.
—Te queda muy bien el vestido —le dijo Héctor. Natalia se volvió hacia él, sorprendida por su repentina aparición—. Estás guapísima. En serio.
Ella lo miró fijamente y había tal alivio en su rostro que por un instante Héctor temió que fuera a echarse a llorar. Pero de pronto la muchacha sonrió, era una sonrisa franca, maravillosa y nueva, un relámpago que iluminó su cara.
—Gracias —dijo con un hilo de voz. Su sonrisa se hizo aún mayor—. Tú también estás muy guapo. Pero no pienso bailar contigo, así que ni se te ocurra pedírmelo —le sacó la lengua—. Ya tengo pareja, ¿sabes? —y con dos rápidos pasos se acercó hasta Ricardo que, riéndose, la tomó en sus brazos y la elevó en una magistral demostración de agilidad.
—Dan ganas de bailar en el aire —dijo Madeleine. Alzó la mirada hacia el techo con expresión soñadora y giró sobre sí misma.
—¿Quieres hacerlo? —preguntó Bruno. Algo en su postura había cambiado, su rigidez natural había cedido, no del todo, pero sí lo suficiente para percatarse del cambio—. Puedo hechizarte para que lo hagas.
Madeleine se lo quedó mirando unos instantes, con media sonrisa en los labios. Parecía conmovida por la invitación del italiano.
—No, no —dijo al fin—. Acabaría rompiéndome algo, seguro. Prefiero bailar a ras de suelo —y alargó los brazos hacia él, con un movimiento lleno de elegancia—. ¿Me harías el honor de ser mi pareja?
Bruno pestañeó despacio. En sus ojos, por un momento, se vio brillar la duda. Luego asintió más despacio todavía. Dejó apoyado su báculo en la pared y, con brusquedad, tomó a Madeleine de la cintura con una mano mientras con la otra estrechaba una de las suyas. Mistral detuvo su baile con Rachel sólo para contemplar aquel milagro. Lizbeth, que danzaba junto a ellos, también se detuvo tan pasmada como todos.
—Deja que te lleve yo, ¿de acuerdo? —le pidió Madeleine.
Bruno asintió con tal energía que la chistera dio un salto sobre su cabeza. Cuando el cambiante vio cómo la pareja empezaba a bailar sonrió satisfecho. Sí, aquélla era la despedida que se merecían. Soltó a Rachel y, tras hacer una reverencia a Lizbeth, comenzó a bailar con ella.
Marina y Héctor estaban frente a frente en un extremo de la sala mientras los demás bailaban algo alejados. Ella le miraba a los ojos, con una sonrisa pícara asomándole a los labios. Él apenas podía sostener su mirada.
Marina pasó un brazo sobre sus hombros. Héctor la miró, indeciso, tan aturdido por el contacto que aunque sabía lo que se esperaba de él tenía miedo de hacerlo. Ella sacudió la cabeza, le tomó de la mano y la condujo hasta su cintura. El calor que irradiaba su cuerpo bajo la seda se extendió en ondas lentas por su mano.
—No sé bailar.
—Es fácil. Sigue la música e intenta no pisarme.
Entrelazó los dedos de su mano derecha con los de ella. Sonrió, asintió decidido y se dejó llevar al son de la música de los autómatas. Ni siquiera pestañeaba, los ojos de él fijos en los de ella, los más hermosos del mundo.
—¿Eres real? —le preguntó—. ¿De verdad eres real?
—No —le contestó Marina, sin dudarlo un segundo, mirándolo con la misma intensidad con la que la miraba él—. Ninguno lo somos, ¿no lo sabías? Sólo somos espejismos en una ciudad encantada. Si cierras los ojos muy fuerte, todos desapareceremos.
—Entonces no volveré a cerrar los ojos jamás.
* * *
Darío los veía bailar tras la enorme cristalera del palacete. No llegaba a distinguir la música, pero a veces el viento traía consigo alguna nota dispersa que, paradójicamente, le hacía sentirse aún más alejado de la escena que tenía lugar tras el cristal. El brasileño estaba acuclillado entre dos gárgolas contrahechas y jorobadas en el borde del tejado, tan inmóvil como ellas. Cualquiera que le hubiera visto lo habría tomado por otra estatua de piedra. Tenía la cabeza cubierta por la capucha de su capa y a los pies su saco, repleto de comida.
Llevaba tanto tiempo espiándolos que tenía las piernas acalambradas. Cada vez que veía a Marina en brazos de Héctor sentía una suerte de vacío estallándole en pleno estómago, un vacío voraz que le succionaba de repente entrañas, pensamiento y alma. Pero no podía apartar la mirada. Nunca había visto nada tan hermoso, ella estaba radiante en ese traje de noche negro. Se maldijo por ser tan estúpido.
—Podría matarte ahora mismo —escuchó tras él.
El vacío de su interior se convirtió en puro hielo. Se levantó despacio, frotándose las piernas para reavivar la circulación de la sangre. Luego se volvió. A su espalda estaba Adrián, envuelto en un caos de ropajes rojos agitados por el viento, con la espada desenvainada. Apuntaba a su cuello.
—Sería tan sencillo… —hizo un movimiento rápido de izquierda a derecha, como si ensayara el corte en su garganta—. Zas, zas… —murmuró mientras lo hacía. Luego dio un paso atrás y envainó el arma. Llevaba una segunda espada envainada junto a la primera.
—No tiene por qué ser así —dijo Darío. Se quitó la capucha para que el otro pudiera verle los ojos—. Escucha… No quise hacerte daño en la escalera. Lo único que quería era marcharme y que me dejarais en paz. Fue la espada la que…
—Desenvaina.
—No.
—Entonces será mucho más sencillo de lo que esperaba —Adrián empuñó de nuevo la espada. El silbido que produjo al salir de la vaina sonó como el siseo de una serpiente.
Darío entrecerró los ojos. Si algo había aprendido en la infinidad de peleas que había tenido a lo largo de su vida era a juzgar a un adversario por su mirada. Así era capaz de averiguar si se enfrentaba a un bravucón que huiría a las primeras de cambio o si se trataba de alguien que no cejaría en su empeño, costara lo que costase. Desenvainó también. Pocas veces había visto la determinación de Adrián.
—No puedes ganar —le advirtió—. Es una espada mágica. Hace lo que le da la gana… —y como refrendo a sus palabras, Darío sintió cómo el arma tiraba de él hacia delante, dispuesta a tomar el gobierno de su mano a la primera oportunidad—. Da igual lo hábil que seas, encontrará el modo de matarte…
—Gracias por el aviso.
Adrián se abalanzó sobre él. Darío detuvo el ataque levantando el arma a media altura, en ese momento la espada se hizo con el control y se disparó hacia delante y en vertical, corrigiendo el ángulo en el último instante para atacar por el flanco derecho, completamente desprotegido. Adrián detuvo el golpe, pero trastabilló al hacerlo. Se apoyó con la cadera en una de las gárgolas y se recompuso justo cuando la espada de Darío saltaba a su garganta, ávida de sangre. Adrián retrocedió y contempló impresionado el arma de Darío.
—No puedes vencer.
Saltaron el uno hacia el otro en el crepúsculo ventoso. El viento se arremolinó en torno a ellos mientras golpes y contragolpes se sucedían, rápidos, fulgurantes. De cuando en cuando llegaba alguna nota perdida del palacete, un eco de música apagada que se intercalaba con el sonido del acero contra el acero. Tras la cristalera agrietada seguían bailando y riendo, ajenos a esa otra danza que estaba teniendo lugar a escasos metros de distancia.
Adrián se agachó, evitando por escasos centímetros que el filo de su adversario le cortara la garganta. Tuvo que impulsarse hacia la izquierda para esquivar un nuevo ataque. El brasileño aguardó a que Adrián se rehiciera antes de volver a la carga.
Era una lucha desnivelada y Darío lo sabía. Adrián no sólo se enfrentaba a él, también luchaba contra la voluntad del arma que empuñaba. Le resultaba sorprendente que el combate estuviera durando tanto. Y más aún que, de vez en cuando, su adversario tuviera la oportunidad de pasar al ataque.
La pelea los llevó hasta la mitad del tejado. Luchaban en el más absoluto silencio, con los ojos saltando a la mirada del contrario y de ahí a sus manos y a sus pies. Darío retrocedió. Se observaron, jadeantes, sudorosos. Por un momento el brasileño estuvo tentado de pedirle a Adrián esa segunda espada que llevaba al cinto para igualar la lucha. Pero desechó la idea con rapidez. Otra de las cosas que había aprendido en las calles de Sao Paulo era a no desaprovechar nunca las ventajas que uno pudiera tener.
Saltó de nuevo. Adrián le recibió con una sonrisa. Otra vez los golpes se sucedieron con despiadada rapidez. Los dos giraban y danzaban, con los dientes apretados y el corazón enloquecido. Tras un ataque demoledor de Adrián, Darío sintió cómo el arma se revolvía en su mano al encontrar una falla en la defensa de su adversario. Esta vez Adrián no pudo parar el golpe ni esquivarlo. La hoja le atravesó de parte a parte, entró por el estómago y salió por la espalda, con tal potencia que sus pies dejaron de tocar el tejado. Por unos instantes se mantuvieron inmóviles en mitad de la noche, mirándose aún a los ojos en aquella postura demencial. Luego Darío retrocedió, arrastrando la espada con él. Adrián cayó al tejado y rodó despacio hasta la hilera de gárgolas. Allí quedó, mirando al cielo y respirando de manera entrecortada.
—Te lo dije… —murmuró Darío. Se acercó al saco que había dejado junto al alero, se lo echó al hombro y miró a Adrián—. Te lo dije —repitió. Le temblaba el labio inferior. Enfundó la espada y dedicó una última mirada a la fiesta tras la cristalera. No, aquel mundo no era para él, jamás podría pertenecer a un mundo en el que hubiera sitio para la música y la luz. Él pertenecía a las tinieblas, a la violencia y el frío. El único calor que le estaba destinado era el de la sangre recién derramada—. Te lo dije. Te lo dije. Te lo dije…
Se marchó tambaleándose con una mano apoyada en el costado, allí donde la espada de Adrián, en la última embestida, le había hecho un profundo tajo. Si hubiera mirado hacia atrás hubiera visto cómo el caído se revolvía en el tejado, comenzaba a agitar las manos y a canturrear entre dientes. El colgante con forma de cabeza de bebé de tres ojos que llevaba al cuello empezó a brillar, pero se apagó en cuanto un gemido de dolor interrumpió la canción y el sortilegio.
* * *
En el palacete, el tiempo se había desviado de su curso habitual, Héctor lo notaba ahora con una cadencia nueva y mágica; lo sentía avanzar no sólo al compás del latido de su corazón acelerado, sino al de la música, el baile y, sobre todo, al ritmo del cuerpo de Marina. Sentir la suavidad de la curva de su cintura y el calor de su mano en la suya le producía una cálida sensación de pertenencia y vértigo. Bailaban al son de la melodía de los autómatas, girando por la pista de baile. Sus reflejos avanzaban bajo sus pies, neblinosos como fantasmas, pero igual de radiantes y veloces que ellos.
Envuelto en aquel tiempo lento vio a Lizbeth y Rachel: habían dejado de bailar y cuchicheaban risueñas, en el centro del salón, tan cerca la una de la otra que sus frentes casi se tocaban. Hermosas y radiantes ambas en sus trajes de noche, damas perfectas en un mundo maravilloso hecho de música. La pequeña muchacha tomó el vuelo de su falda y dio dos vueltas rápidas sobre sí misma. Rachel se llevó una mano a la boca y se echó a reír, antes de repetir su misma pirueta.
Héctor inició un nuevo giro con Marina y perdió de vista a sus amigas. Su pareja de baile sonrió y sus ojos, los ojos más hermosos del mundo, se fijaron en los de él. Héctor sintió la necesidad de abrazarla aún más fuerte, de acercarse a ella y dejar fluir al fin aquel torrente de sentimientos que le había inundado desde la primera vez que la vio. Su cuerpo no podía contener tantos sentimientos, era imposible, del todo imposible. De nuevo la música los hizo girar, ella se separó de él, sólo un poco, para volver a aproximarse al instante, más cerca aún de lo que estaba antes. La mano de Marina se afianzó sobre su hombro y la de él resbaló de su cintura a su cadera.
Otra vez el baile le dejó encarado a Lizbeth y Rachel. Lizbeth señaló la gargantilla que su amiga llevaba al cuello, con la lágrima roja en el centro. Rachel dijo algo, hizo un gesto de asentimiento y se llevó las manos al enganche que cerraba la joya al mismo tiempo que la otra recogía su pelo y desnudaba su garganta.
Héctor danzó más rápido aún, arrastrando a Marina con él. La chica soltó una carcajada y se precipitó en sus brazos. La música hizo un requiebro y el baile se volvió lento. Ya no había separación entre ambos. Y él fue consciente de cada curva de su cuerpo, de cada pliegue de su ropa y de su respiración jadeante enredándose en la suya.
Completaron otro giro y de nuevo Lizbeth y Rachel quedaron ante su vista. La primera sostenía la gargantilla alrededor de su cuello, sus dedos, cortos y regordetes, a punto de cerrar el broche tras la nuca. Rachel la observaba risueña y, de manera distraída, se rascaba la garganta, en el punto exacto donde su piel había estado en contacto con la joya. Héctor y Marina giraron a la par y volvió a perderlas de vista. Tardó un segundo en darse cuenta de lo que acababa de ver. En su mente estalló como una bomba la imagen de la mano de Rachel rascándose el cuello. En lo siguiente que pensó fue en que el rojo de la lágrima de la gargantilla era el mismo rojo de Rocavaragálago, el color de la catedral hecha de Luna Roja. Luego ya no pensó en nada más.
Soltó tan rápido a Marina que la joven casi se cae. Héctor se giró hacia Lizbeth y Rachel como una exhalación.
—¡No te lo pongas! —aulló, pero ya era tarde, los dedos de Lizbeth habían dado con el pasador.
La piedra de la gargantilla centelleó una sola vez. Como si fuera un eco de aquel fulgor, en los enormes ojos de Lizbeth brillaron dos estrellas rojas gemelas. Su mirada, siempre viva y alegre, se nubló con un resplandor escarlata que parecía surgir del mismo infierno. La expresión de su rostro se deformó, sus rasgos se retorcieron y su cara dejó de serlo para convertirse en una máscara bestial. La muchacha se encorvó como si todo el peso del mundo hubiera caído de pronto sobre sus hombros. Héctor corría dando gritos mientras Marina luchaba para recuperar el equilibrio.
Lizbeth gruñó. No era un sonido humano. Era el inicio de un aullido. Los mismos aullidos que llegaban todas las noches desde las montañas. La Luna Roja brillaba en la mirada de la joven, escarlata y sangrienta.
De pronto saltó hacia Rachel que observaba atónita a su amiga, incapaz de reaccionar. Héctor vio cómo el brazo de Lizbeth se catapultaba hacia ella, con la mano convertida en una espantosa garra. El impacto contra el cuello de Rachel fue brutal, el golpe la levantó del suelo y la hizo volar varios metros antes de caer y quedar completamente inmóvil. Héctor llegó hasta Lizbeth, tratando de no pensar en el horrible chasquido que acababa de oír.
—¡Lizbeth!
Intentó alcanzarla pero ella escapó de un salto, le gruñó y se abalanzó sobre él enseñándole los dientes. Aquello no era Lizbeth, aquello no tenía nada que ver con su amiga. El fulgor rojo de su mirada lo cegó un segundo. Lanzó un violento ataque hacia la sombra que se le venía encima. Sus nudillos golpearon contra la mandíbula de Lizbeth al mismo tiempo que las uñas de la joven desgarraban su ropa y arañaban la carne bajo ella.
Lizbeth cayó al suelo, se revolvió y quedó a cuatro patas, gruñendo y babeando. Héctor escuchaba gritos a su espalda, alguien le llamaba, alguien le pedía que se apartara. Otra voz llamaba a Bruno a gritos. Y la música de los autómatas seguía desenredándose por la pista de baile, ajena al caos. Era la misma música a cuyo ritmo habían bailado Marina y él apenas unos segundos antes. Lizbeth saltó hacia él, con el rostro convertido en una mueca feroz. Héctor no trató de esquivarla y fue a su encuentro. La boca de la muchacha se cerró a unos centímetros de su cara. Él la apartó a un lado con la mano izquierda y a continuación la golpeó con la derecha con todas sus fuerzas. Fue un puñetazo demoledor que dejó inconsciente a Lizbeth y a él tambaleándose.
Permaneció inmóvil durante unos instantes, en la misma postura en que se había quedado tras golpear a Lizbeth. El tiempo se había detenido definitivamente en el salón de baile; Héctor cerró los ojos despacio deseando que nunca más volviera a ponerse en marcha. Con los ojos cerrados todo era calor y consuelo, en la oscuridad y con el tiempo detenido nada podría dañarlo jamás. Todo estaría bien. Tras la cálida tiniebla de unos párpados cerrados nada podía alcanzarlo.
Pero el tiempo se puso en marcha de nuevo cuando alguien a su espalda, con un hilo de voz, anunció:
—Está muerta.
—No… —murmuró él y señaló a Lizbeth—. Respira, aún respira… No… —se giró y descubrió a Madeleine de rodillas junto a Rachel.
—Está muerta —repitió la pelirroja, más alto esta vez. Se volvió hacia el italiano que permanecía inmóvil con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta—. ¡Bruno! ¡Haz algo! ¡Está muerta, maldita sea! ¡Ven aquí! ¡Haz algo!
En ese instante, Natalia rompió a gritar.