No hacer daño
Héctor salió a la superficie tosiendo y escupiendo agua. No sabía si le dolía más el orgullo o el golpe que se acababa de llevar; era la tercera vez en lo que iba de mañana que terminaba en el riachuelo. En aquel tramo, el agua le llegaba hasta el pecho y bajaba mansa y en calma. Miró a su alrededor en busca de su vara. La vio unos metros adelante, arrastrada por la corriente. Nadó hasta ella, la recogió y se dirigió a la orilla, intentando ignorar las risas de Ricardo.
—¡Has caído como un saco! —le gritaba desde lo alto del murete del puente—. Una puntuación de nueve sobre diez. ¡Te superas con cada zambullida!
—Venganza —gruñó él.
Dejó sus huellas húmedas en el adoquinado mientras subía hasta el puente con la vara en la mano derecha. Sabían que entraba dentro de lo posible que dieran con sus huesos en el agua, así que tanto Ricardo como él llevaban puestos tan sólo unos calzones cortos. Ricardo se puso en guardia al verlo llegar, levantó su vara y la cruzó ante su rostro, insultantemente seco.
—Vienes a por más, por lo que veo —comentó con una sonrisa—. ¿No has tenido bastante?
—Venganza —se limitó a repetir Héctor. Subió de un salto al muro, hizo un molinete con la vara y se aproximó amenazador a Ricardo.
Sobre sus cabezas destellaba el sol de Rocavarancolia. No había nadie a la vista y la calma era total. En el torreón estaban los demás, sólo faltaba Adrián, que de nuevo había salido a la caza del muchacho de los tejados; hasta el momento todos sus intentos habían sido en vano, pero no se rendía. Un pájaro negro soltó su retahíla de carcajadas posado en la azotea del torreón y echó a volar. Las diminutas salamandras que habitaban en el río nadaban junto a la orilla, en busca de los repugnantes insectos acuáticos de los que se alimentaban.
Los dos amigos se saludaron teatralmente sobre el murete del puente, se colocaron en poses de esgrima a cada cual más forzada y ridícula y, soltando un grito al unísono, reanudaron el combate. El muro era tan estrecho que resultaba complicado moverse y conservar el equilibrio a la vez. Durante unos minutos cruzaron sus armas despacio, lanzando golpes sencillos que paraban sin problema alguno. Poco a poco fue aumentando la velocidad de los ataques. Se miraban a los ojos, concentrados y sonrientes, hasta que la intensidad de la lucha hizo que sus sonrisas desaparecieran.
Ricardo atacó por la izquierda, veloz, lanzando un golpe tras otro. Héctor los iba deteniendo a medida que llegaban, sin fallar uno, pero cada vez con menor precisión. Además de parar los ataques tenía que corregir constantemente su posición en el muro para no caer de nuevo. Ricardo amagó un golpe a la derecha, Héctor cayó en la trampa y recibió un golpe en el costado que lo desequilibró por completo. Pero antes de caer de nuevo al agua tuvo tiempo de aferrar a Ricardo del brazo.
—¡Venganza! —exclamó jubiloso mientras caían los dos al río.
—¡Tramposo! —aulló Ricardo cuando emergió del agua. Sacudió la cabeza con fuerza, lanzando un tropel de gotas en todas direcciones.
—Lo siento, lo siento, lo siento… —dijo Héctor, sin sentirlo en lo más mínimo—. Compréndelo… era la única forma de hacer que te dieras un chapuzón. Sé que no es excusa, pero estoy avergonzado por mi comportamiento.
Héctor alcanzó la orilla antes de que su amigo se recuperara del todo. Se aupó y se sentó, dejando las piernas sumergidas. Ricardo se le unió al cabo de unos instantes.
—Rata traicionera —gruñó, frotándose un ojo—. Ahora entiendo por qué te estás quedando tan delgado: es la maldad, la maldad te consume…
—Ser malo sienta bien: adelgaza y estiliza —dijo él con media sonrisa en los labios—. Y es mucho más divertido.
Héctor tenía que reconocer que «la dieta Rocavarancolia», como a veces daba en llamarla Rachel, había surtido un efecto milagroso en él; no tenía ni idea de cuántos kilos había perdido en los últimos meses, pero ya debía de estar cerca de su peso ideal. Contempló de reojo su reflejo en el agua. Su rostro era mucho menos carnoso, y todavía parecía más consumido debido a su pelo, aquella desordenada melena negra que le llegaba hasta los hombros y que Lizbeth siempre insistía en cortarle. Su reflejo tenía el aire de un vagabundo melancólico en el que en ocasiones le costaba reconocerse. Natalia le había dicho que cada vez se parecía más a un músico callejero.
Los cambios no se limitaban sólo al aspecto físico, también había cambiado mentalmente. Se notaba más decidido y seguro de sí mismo. Y aunque fuera un sinsentido, todos esos cambios le daban miedo. Era como si de alguna manera estuviese desterrando al antiguo Héctor de su cuerpo, como si su propio ser lo estuviese olvidando, tal y como habían hecho los que le habían conocido en la Tierra. Esa pérdida de identidad, ese ir dejando atrás de un modo tan rotundo todo lo que había sido hasta entonces, era algo que le producía vértigo. Trataba de pensar lo menos posible en ello, pero a veces resultaba inevitable hacerlo.
Ricardo miró hacia atrás, hacia lo alto del torreón Margalar. La estrella de la esfera ya había llegado a las nueve menos cuarto. Suspiró y se dejó caer de espaldas sobre la orilla.
—¿Sabes? —dijo—. Creo que ayer fue mi cumpleaños… O puede que sea hoy, es difícil saberlo en este sitio. Nací el cuatro de marzo, hace diecisiete años…
—Oh —Héctor no supo qué decir.
Se tumbó también, con los brazos doblados bajo la cabeza, y dejó vagar su mirada por el cielo. No recordaba la última vez que había pensado en términos del tiempo de la Tierra. En Rocavarancolia siempre se sucedía el mismo día en un ciclo constante. Los nombres no tenían ningún significado allí. ¿Por qué llamarlo martes si no había diferencia alguna con el día anterior ni con el que le seguiría? ¿Qué más daba que fuera diciembre o marzo si siempre era otoño? No había estaciones, ni marcas naturales que delimitaran el paso del tiempo, ni siquiera estrellas con las que guiarse. Era como vivir en suspenso.
—Felicidades, supongo —dijo finalmente.
—Gracias, supongo —se puso a silbar muy bajito—. ¿Y sabes quién cumple años la semana que viene? —dio a su pregunta un tono entre enigmático y cantarín.
—Yo no. Nací el diez de julio…
—No, idiota. Ya sé que tú no. Marina. Marina cumple quince.
—Oh —dijo Héctor y cerró los ojos. Cada vez que escuchaba su nombre sentía una agradable calidez derramándose por su interior.
—No sé… —dijo Ricardo. Y volvió a silbar unos segundos antes de continuar hablando—: He pensado que sería buena idea pasar ese día en el cementerio… Ese lugar le gusta, ya sabes. Y quizá tú, en un ataque de caballerosidad, podrías hacerle un bonito ramo con las flores que hay por allí… Tener un detalle con ella, ya me entiendes.
—¿Cortar flores? Me miraría de arriba abajo y se pondría de morros, seguro. No, las flores le gustan vivas, no cor… —Héctor se incorporó de pronto. Aquella conversación se había adentrado de pronto en terrenos pantanosos—. ¿De qué hablas? —preguntó con exagerada sequedad—. ¿Por qué tengo yo que regalarle flores?
—Héctor, Héctor, Héctor… —canturreó Ricardo—. Ya va siendo hora de que te enteres: todo el mundo sabe que estás loco por ella.
—¡¿Qué dices?! —se tapó la boca, consciente del grito que acababa de soltar. Negó con la cabeza con la misma rotundidad y seguridad con la que hubiera negado que en aquel instante era de día si la vida le hubiera ido en ello—: Eso es una tontería, una estupidez. No sé de dónde has sacado esa idea, pero olvídala. No me gusta ni un poco esa chica. Nada de nada. Menos que nada. Debes de estar… —se fue quedando sin aliento a medida que hablaba. La mirada risueña de Ricardo le dejó bien claro que lo único que estaba logrando era ponerse en evidencia—. Oh… —alcanzó a decir—. ¿Todos? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Lo saben todos?
—Por supuesto. En ocasiones te quedas tan embobado mirándola que entran ganas de darte de bofetadas.
—¿Lo sabe…? —el corazón se le desbocó en el pecho. Sacó las piernas del agua, como si abrasara—. ¿Lo sabe ella?
—Gracias al cielo, Marina es más lista que tú. Así que sí, supongo que lo sabe… —se encogió de hombros—. No es que hayamos hablado del tema, claro, pero…
—¿Esto es por haberte tirado al agua? —preguntó—. ¿Así es como te vengas?
Ricardo se echó a reír.
—Quizá. Pero eso no significa que no sea cierto —le lanzó un puñetazo al hombro. Héctor frunció el ceño—. ¿Cuándo vas a decirle algo de una vez?
—¿Decirle qué?
—No sé. Algo.
—¡Algo! —se mofó él—. Espera, espera. ¡Ya sé! ¡La invitaré a dar un paseo entre esqueletos! ¡Y luego quizá podamos ir a dar de comer a las hienas de Caleb o a escuchar los aullidos de los bicharracos de la montaña! Será delicioso. Una velada romántica perfecta.
Ricardo le miró con los ojos abiertos como platos.
—Eres idiota —dijo.
—No, soy realista.
—En ocasiones viene a ser lo mismo —le miró divertido. Héctor sonrió a su pesar. Los ánimos de Ricardo habían mejorado mucho tras la aventura subterránea. Haber estado a punto de morir le había sentado bien.
—Lo que quiero decir es que… —sacudió la cabeza. Le parecía absurdo estar hablando de ese tema. Aun así era importante para él que Ricardo comprendiera aquello—. Vale, me gusta, es verdad —dijo—. Pero mira, mira donde estamos: Rocavarancolia, la capital del horror, la tierra de las pesadillas… —se levantó de un salto y se paseó por la orilla señalando alternativamente de izquierda a derecha, como el jefe de pista de un circo que muestra sus atracciones—. ¡Pasen y vean! ¡Ruinas, magia negra y monstruos por doquier! ¡Y habrá más cuando salga la Luna Roja! ¡No se pierdan los hechizos desintegradores! ¡Ni las puñaladas en el estómago! —bajó los brazos y negó con la cabeza—. Estamos en Rocavarancolia, Ricardo… Aquí no hay sitio para el amor ni tonterías parecidas… El amor no nos podrá salvar.
—Repito: no me puedo creer que seas tan idiota.
—Y yo no me puedo creer que no entiendas lo que te estoy diciendo.
—No oigo más que estupideces. Excusas. Pero allá tú, es tu vida, vívela como te dé la gana.
Héctor se dejó caer de nuevo junto a él. Todavía se sentía acalorado. Metió las manos en el río y se refrescó la cara.
—Entonces ¿te gusta? —preguntó Ricardo.
—Uf —Héctor sonrió—. Muchísimo. Yo… —tragó saliva—. ¿Cómo no me iba a gustar? ¿Tú la has visto? —sonrió aún más al traerla a su memoria—. Tiene los ojos más hermosos del mundo —no quería ir más allá pero de pronto le resultó imposible detenerse. Ya no veía ruinas, ni desolación, sólo la veía a ella—. Cuando la miro, todo cobra sentido… —dijo—, cuando la miro sé quién soy y sé por qué gira el mundo. Es por ella, es por Marina.
—Estás enamorado.
—Lo sé. Es un fastidio.
De pronto algo le hizo volverse. Fue una premonición tan fuerte que antes de completar el movimiento supo a quién iba a encontrar a su espalda.
Natalia estaba inmóvil allí, mirándolo con los ojos muy abiertos y una expresión indescifrable en el rostro. Llevaba dos bocadillos en las manos.
—Imbécil —dijo con voz gélida.
Dejó caer los bocadillos y echó a correr de vuelta al torreón. Héctor la vio cruzar el puente levadizo, aturdido, y de pronto comprendió algo tan obvio que le causó estupor no haberse dado cuenta antes. Algo se movió a su espalda, fue un retazo de oscuridad que alcanzó a distinguir por el rabillo del ojo, un relámpago negro que saltaba del puente al río. Se giró deprisa y aunque no vio nada, comprendió que la sombra de Natalia, la que siempre le seguía, ya no estaba con él.
—Me equivoqué —escuchó murmurar a Ricardo—. Por lo visto no lo sabían todos.
* * *
Natalia se había encerrado en una habitación del segundo piso y se negaba a hablar con nadie. Lizbeth intentó averiguar qué había ocurrido, pero ni Ricardo ni Héctor dijeron nada. La joven no insistió, aunque se veía claramente que se moría de ganas de hacerlo. Héctor, sombrío, subió al dormitorio común. Marina estaba en la segunda planta, hablando en voz baja con Maddie, pero ni las miró al pasar. Se sentía tan culpable que le costaba trabajo centrarse.
Se tiró encima de la cama, con un brazo doblado sobre la cara.
Pero ¿por qué exactamente debía sentirse culpable? ¿Por sentir algo por Marina o por no sentir lo mismo por Natalia? Contempló las vigas del techo del torreón, el sinsentido de la situación lo desconcertaba y enfurecía a partes iguales. Creía a pies juntillas en lo que le había dicho a Ricardo: en Rocavarancolia no había espacio para tontos amoríos, no estaban en el colegio, estaban en una ciudad que podía matarlos si le daban una mínima oportunidad. Intentó vaciar su mente de todo pensamiento. Necesitaba calmarse, detener esa pulsación insoportable que le había nacido en las sienes.
Al cabo de un rato, la cabeza de Lizbeth asomó por el hueco de la escalera.
—Natalia quiere hablar con todos —le dijo. Por una vez habló despacio. Más que mirar a Héctor, parecía estudiarlo como si fuera un espécimen sumamente interesante.
—¿De qué? —preguntó alarmado.
La muchacha terminó de subir las escaleras. Rachel iba tras ella. Verlas aparecer, una tras otra, subrayó aún más la extraña pareja que formaban: delgada y alta una, toda rodillas y codos; baja y gruesa la otra, llena de una enérgica dulzura.
Rachel se sentó en el borde de la cama de Héctor mientras que Lizbeth permanecía de pie, con los brazos cruzados, sin apartar la mirada de él. Tardó unos instantes en contestar.
—No lo sé —dijo al fin—. No lo ha dicho, pero sí que es importante…
Héctor asintió despacio. Rachel lo miraba con una sonrisa en los labios. El joven frunció el ceño.
—Está bien. Vamos a ver qué quiere.
Lizbeth le cogió la mano antes de que pudiera levantarse de la cama. Se la estrechó con fuerza, con cariño.
—Siempre hay que intentar hacer el menor daño posible —dijo—, pero a veces es inevitable hacer daño. No es culpa tuya. No es culpa de nadie.
Él la miró sin comprender. Rachel asintió complacida, como si su amiga hubiera dicho una verdad fundamental.
—Es la vida —prosiguió Lizbeth—. Es así. No hay que darle más vueltas. En muchas situaciones no hay malos, ni buenos, ni vencedores, ni vencidos. El mundo, la mayor parte del tiempo, es gris.
* * *
El mundo era oscuro, terriblemente oscuro.
Bajo el agua, las sombras eran como gigantescos cuerpos celestes apiñados en un cielo diminuto. Ni el más débil rayo de sol llegaba de la superficie: allí abajo todo eran tinieblas, zonas de oscuridad movediza que se superponían unas a otras. Hurza caminaba por el fondo marino, hundido hasta los tobillos en el sedimento viscoso que se derramaba por el lecho del mar de Rocavarancolia. Arrastraba del antebrazo una sirena muerta, la cola descamada de la criatura ondeaba tras ella como una banderola lacia. Era la novena que asesinaba. Los ojos de aquellos seres sabían a sal y escamas y sus recuerdos estaban repletos de corrientes submarinas, de juegos entre algas y de turbulentas historias de amor. La cantidad de energía vital que le aportaban era escasa, pero mejor que nada.
Las sirenas de Rocavarancolia en poco se parecían a las del mundo vinculado de Trumaria, las únicas que Hurza había conocido hasta entonces. Aquéllas eran criaturas de una belleza inaudita, de cabellos largos y sedosos y colas plateadas. Harex y él habían hecho una rápida incursión a ese mundo en sus primeros años en Rocavarancolia. Allí habían asesinado a diecisiete hechiceros y robado el arpón sacro del palacio real, una magnífica arma de jade, encantada de tal manera que no había superficie que no pudiera atravesar ni blanco que fallara. Recordó el intenso placer que le recorrió al arrojar aquel arpón al foso de lava de Rocavaragálago, casi creyó escuchar el alarido que profería la magia al extinguirse.
De la oscuridad submarina surgió una nueva sombra. Era una inmensa cabeza de alabastro, de más de catorce metros de altura, que reposaba inclinada en el lecho marino. Las aguas habían erosionado sus rasgos hasta borrarlos casi por completo. La boca de la cabeza estaba abierta y hacia allí arrastró el cuerpo muerto de la sirena, hacia el interior hueco de la estatua. El cadáver ascendió despacio y se unió al de sus ocho hermanas, flotando en lo alto.
Hurza alzó la vista; aunque la luz no llegara al fondo del mar, era consciente de que allí arriba aún era de día. Sólo tenía que asomarse a los ojos de los criados del castillo para comprobar que la desangelada claridad del sol de Rocavarancolia seguía reinando en lo alto. Se sentó en el suelo viscoso y cerró los ojos a la oscuridad, aguardando en silencio a que la noche envolviera el mundo para ponerse, por fin, en marcha.
* * *
—Veo cosas… —comenzó Natalia. Se hallaban todos sentados a la mesa principal de la planta baja. Adrián también estaba presente, había regresado en el intervalo en que Héctor había estado arriba—. No es algo que me haya pasado sólo aquí. Ya las veía en la Tierra. Las veo desde siempre, desde que era pequeña. Yo los llamo duendes, aunque no son como los de los cuentos. Son sombras…
Les contó la historia tal y como se la había contado a Héctor al poco de llegar; lo único que no mencionó fue el hecho de que él estaba al tanto de todo. Héctor tampoco lo dijo. Permaneció en silencio, sentado en una banqueta, con las manos apoyadas en el borde e inclinado hacia delante. Intentaba no mirar a nadie; al principio había sentido las miradas de todos orbitando a su alrededor, pero había logrado esquivar todas y cada una de ellas, luego la atención del grupo se centró en Natalia y se habían olvidado de él.
Al escucharla hablar, Héctor sintió una tristeza extraña y amarga. Con cada una de sus palabras notaba que perdía algo que hasta ese momento sólo les había pertenecido a ellos. Recordó el calor de la mano de ella en la suya en las primeras noches en Rocavarancolia. Recordó aquel torpe abrazo en la biblioteca y se sintió más vacío aún. Luego vino a su mente el movimiento fugaz que había intuido a su espalda junto al río y se preguntó si la sombra de Natalia lo había abandonado para siempre.
La joven dejó de hablar. Había finalizado su historia. Durante unos instantes reinó el silencio en la mesa. Ricardo fue el primero en romperlo. Antes de hablar negó con la cabeza, como si no diera crédito a lo que acababa de escuchar.
—¿Y has esperado hasta ahora para contárnoslo? —preguntó con sequedad—. ¿Llevamos más de cuatro meses en este sitio y nos lo cuentas ahora?
—Tenía mis motivos, ¿vale? —replicó Natalia, malhumorada. Intentaba sostener la mirada de Ricardo, pero no era capaz—. Os lo he dicho, ¿no? No son como mis duendes de la Tierra, son peligrosos… Si no lo entiendes es cosa tuya, no mía.
—¿Están aquí ahora? —preguntó Rachel, echándose hacia delante en la mesa. Todos miraron a su alrededor.
—Hay una pegada al techo, sobre la puerta del patio —contestó Natalia de mala gana. Muchos alzaron la vista hacia allí y ella negó con la cabeza—. No conseguiréis verla. Sólo yo puedo. En cuanto habéis mirado hacia allí ha saltado a una mesa y de ahí a un armario…
Mistral contemplaba a Natalia con el ceño fruncido. En Rocavarancolia había tal cantidad de entidades que no contaban con un cuerpo físico real o que sólo podían ser vistas en determinadas circunstancias o por ciertas personas que resultaba difícil saber cuáles eran las que veía ella. Ni siquiera él estaba seguro de conocerlas todas. A los centenares de fantasmas de Rocavarancolia, la mayoría a buen recaudo en la habitación infinita del castillo, se les unían las criaturas espectrales que habitaban entre dimensiones, los terrores informes surgidos de hechizos defectuosos, los fantasmas de los fantasmas muertos… Y tantas y tantas otras… Hablaría con Denéstor de ello, el demiurgo encontraría el modo de averiguar a qué criaturas se refería la joven.
—¿Hay alguien que quiera contarnos algo más? —preguntó Ricardo. Parecía haberse tomado el secreto de Natalia como una afrenta personal—. ¿Algo importante que se haya callado por motivos que sólo él o ella conoce?
Durante unos instantes todos guardaron silencio. Varios cruzaron miradas incómodas. Héctor bajó la cabeza y resopló. No podía hablarles de la niebla de advertencia; aquella voz en su mente le había dejado muy claro qué ocurriría si se averiguaba que estaba recibiendo ayuda. ¿Y si no era el único que guardaba algún secreto? ¿Y si todos tenían algo que ocultar?
De pronto Madeleine carraspeó y se echó hacia delante en su asiento.
—No sé si tiene importancia o no, pero desde hace un tiempo tengo sueños muy raros —dijo—. ¿Recordáis lo que os conté de los cuadros que pintaba en la Tierra? ¿Esos en los que dibujaba líneas quebradas para que parecieran estar cubiertos de telarañas? Pues así son mis sueños. Exactamente así. Más o menos todos son iguales: vagabundeo por Rocavarancolia y lo veo todo a través de esas grietas, esas marcas que lo enmarañan todo…
Lizbeth jadeó. Luego se llevó una mano al pecho y se puso rígida.
—¡Había olvidado lo de tus cuadros! ¡Santo cielo! —se estiró en la mesa, alargando su brazo rollizo hacia Madeleine como si pretendiera tomarla de la mano a pesar de la distancia que las separaba—. ¡Estoy teniendo esos mismos sueños! ¡Exactamente los mismos! —bajó la voz—: Sueño que tengo un velo en la mirada —agitó la mano ante sus ojos, sin dejar de hablar—, es como si mirara a través de un montón de vidrio agrietado. Además, las cosas tienen otros colores, no los que deben, son más cálidos, más vivos… ¡Son tus sueños! ¡Tus cuadros!
Madeleine asintió.
—Es mi sueño, tienes razón…
—Esto es muy raro —dijo Rachel—. Yo no sueño. No he soñado desde que llegamos. Al menos no lo recuerdo. Y en la Tierra siempre recordaba mis sueños.
—¿Alguien ha soñado lo mismo que Lizbeth y Maddie? —preguntó Marco. Nadie contestó. Algunos negaron con la cabeza y otros se limitaron a guardar silencio—. ¿Y algún otro sueño que le parezca extraño?
—Yo a veces sueño que escribo —dijo Marina. Héctor la miró de reojo, la joven parecía más insegura de lo habitual, hasta incómoda—. Lo curioso es que cuando estoy despierta, por mucho que lo intento, no consigo escribir nada… Es como si sólo tuviera inspiración mientras duermo.
—¿Recuerdas lo que escribes? —preguntó Marco.
—No, se me olvida siempre. Cuando lo sueño sé que es importante y a veces hasta me doy cuenta de que estoy dormida y me digo que tengo que recordarlo cuando despierte, pero nunca lo consigo. Por mucho que me esfuerce, lo olvido todo nada más abrir los ojos.
—¿Y tú, Bruno? —preguntó el cambiante mirando al italiano, sentado al otro extremo de la mesa—. ¿Has tenido algún sueño extraño últimamente?
Bruno negó con la cabeza.
—Mis sueños actuales son idénticos a los que tenía en la Tierra —y cuando parecía que ésa iba a ser toda su respuesta, continuó hablando—: Sueño que estoy en un escenario vacío, sin decorado ni adorno alguno, encarado hacia un interminable patio de butacas que se extiende hasta donde abarca la vista. Sólo la primera fila está ocupada. Allí se sientan los muertos. Todos los que han fallecido por mi influencia, quiero decir. Allí están mis padres, mis tíos, mi abuela… Los niños del salón de infancia, mis sirvientes y tutores… —parecía a punto de añadir otro nombre, pero tras mirar a Madeleine lo dejó pasar. La pelirroja se removió incómoda en la silla—. Todos me observan sin pestañear. Parecen ansiosos. En el sueño me da la impresión de que esperan a que haga algo para ellos. Un número, un truco de magia. No lo sé. No sé qué quieren los muertos. De cuando en cuando miran a la derecha, hacia los cortinajes negros que cubren la entrada del teatro, como si aguardaran la aparición de nuevos espectadores.
—Qué angustia —murmuró Rachel—. ¿Y qué pasa luego? ¿Llega más gente? ¿Haces lo que esperan?
—¿Pasar? —Bruno volvió a negar con la cabeza, de manera lenta y mecánica, como un preciso artilugio de relojería—. No pasa absolutamente nada. Continúo inmóvil ante los muertos hasta que despierto. Y cuando vuelvo a dormirme regreso allí, a ese mismo escenario vacío, y durante toda la noche los muertos y yo nos miramos.
—Estás loco, ¿sabes? —dijo Adrián. Estaba echado hacia atrás en su silla, con los pies apoyados en la mesa. Había invocado una diminuta bola de fuego que hacía rodar entre los dedos de su mano izquierda, primero en una dirección y luego en la otra. Sus ojos seguían sin pestañear la trayectoria de la esfera—. Muy, muy loco.
* * *
Natalia y Lizbeth se quedaron en el torreón mientras los demás salían a explorar la ciudad; la primera dijo encontrarse algo cansada y la segunda comentó que «iba a aprovechar la tarde para adecentar un poco la torre», aunque era evidente que lo que de verdad pretendía era hacer compañía a Natalia. Héctor agradeció la ausencia de la joven rusa. Lo ocurrido le había alterado profundamente y tenerla cerca no mejoraría la situación. Con Marina era distinto. No habían cruzado ni una palabra ni una mirada en todo el día, pero había algo amable en ese esquivarse mutuo, algo consolador. A veces tenía la impresión de que ella le estaba mirando y que sólo apartaba la vista cuando él la buscaba a su vez.
Adrián los acompañó hasta que cruzaron la cicatriz de Arax, luego se despidió y echó a andar por el aire hasta el tejado plano de un edificio de cinco plantas. Le vieron palmear la cabeza de una gárgola roja antes de perderlo por fin de vista, con la mano apoyada en la empuñadura de una de sus espadas. Los demás continuaron su camino, en silencio. Llevaban unos días explorando el noroeste de la ciudad, en concreto la zona comprendida entre el cementerio y las afueras. Lo único reseñable que habían descubierto en ese tiempo eran las ruinas de otra torre de hechicería. Mistral sabía que era casi imposible que encontraran algo útil en esa parte de la ciudad, ya que había sido la más castigada durante la batalla; la mayoría de los vórtices usados por el ejército enemigo para irrumpir en Rocavarancolia habían estado allí: aquellas calles y plazas habían sido testigos de la ferocidad de la que habían hecho gala tanto atacantes como defensores en los primeros compases de la lucha.
Tras unas horas de caminar sin rumbo, acabaron vagabundeando por una amplia explanada sembrada de escombros. Las fachadas de los edificios calcinados que bordeaban aquel desastre los vigilaban como gigantes melancólicos a punto de desplomarse. El viento campaba a sus anchas por el lugar, dibujando símbolos sin sentido entre los cascotes y el polvo y desordenando sus ropas y cabellos.
Héctor se agachó para recoger un hermoso pedazo de azulejo de color azul claro, con un ojo irisado grabado en el centro, que parecía haber formado parte de algún gran mosaico. Cuando se levantó, Marina estaba frente a él. No la había oído acercarse, daba la impresión de que el viento la acababa de depositar allí por arte de magia. La joven sonreía aunque se le notaba algo tensa. Se retiró el cabello de la frente, agitado por el viento.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
Lo sabía, por supuesto que lo sabía. Lo había sabido desde el primer día. Héctor le devolvió la sonrisa y la miró a los ojos, atrapado en el torbellino de sentimientos que se le despertaba con su sola presencia.
—Bien —dijo—. Estoy bien.
Ella asintió satisfecha, como si con esa parca respuesta tuviera más que suficiente, como si, de hecho, no hubiera esperado más. Se disponía ya a irse, pero de pronto se detuvo a medio giro, se volvió hacia él y le acarició la mejilla con tal suavidad y rapidez que Héctor pensó que lo había imaginado. Luego se marchó junto a Rachel, que remoloneaba hurgando con una vara entre cerámica rota mientras fingía no mirarlos.
Cuando finalmente emprendieron el regreso al torreón, Marina y él caminaban la una junto al otro, sin dirigirse la palabra ni mirarse, pero tan próximos que les hubiera bastado estirar los dedos para tocarse.
* * *
—No me ha dicho nada en todo el día, ¿te lo puedes creer? —le dijo Lizbeth a Héctor poco después de que llegaran al torreón—. Pero nada de nada. Se ha pasado todo el rato tirada en la cama mirando al techo. Cuando habéis llegado se ha ido al patio —le arregló el pelo con rapidez, de manera automática—. ¿Por qué no hablas con ella?
—¿Y qué le digo? —preguntó él.
—No lo sé. Pero dile algo. Así no puede estar.
—No le hagas caso —le aconsejó Maddie. Estaba pelando una pera con una pequeña navaja. Era la única que se encontraba lo bastante cerca para escucharlos—. Lo mejor es que la dejes en paz unos días. Ya se le pasará. Y no te sientas mal, es una tontería. Tú no has matado a nadie.
—Pero… —se mordió el labio inferior.
No sabía qué hacer. Lo más cómodo era seguir el consejo de Madeleine, aunque sólo por eso, por comodidad, no por convencimiento de estar tomando la decisión correcta. Ése precisamente sería el camino que seguiría el antiguo Héctor: dejarlo pasar, no hacer nada y esperar que las cosas se solucionaran por sí solas.
Negó con la cabeza.
—Tengo que hablar con ella —murmuró y se encaminó hacia el patio. Lizbeth sonrió. Madeleine se encogió de hombros y dio un mordisco a la pera.
Natalia estaba en la muralla que rodeaba el patio, contemplando con expresión ausente la ciudad en ruinas. Héctor la observó durante unos minutos desde la puerta del torreón. Respiró hondo y cruzó el patio. Subió las escaleras que llevaban a lo alto de la muralla y una vez allí la llamó:
—Natalia…
Ni siquiera se volvió hacia él. El viento agitaba su pelo mal peinado.
—Vete.
—Esto no tiene ningún sentido, ¿vale? No sé por qué estás así…
—He dicho que te vayas.
—Eres mi amiga. No quiero que lo pases mal por algo que yo haya hecho o haya dicho. No puedes…
—¡Que te vayas! —Natalia al fin lo miró. Y había tal rabia en su mirada que para Héctor fue como recibir un golpe en pleno pecho. Retrocedió un paso.
—Yo… —comenzó.
Y entonces pudo sentirlas. Las sombras de Natalia habían saltado la muralla y se agolpaban ahora a su espalda; las notó con la misma certeza con la que notaba el suelo bajo sus pies o la furia que hacía temblar a su amiga. Se retorcían allí, a decenas, a centenares quizá. Las sombras siseaban a su espalda. Era un pandemonio de susurros maléficos pronunciados por lenguas hechas de oscuridad y bruma. Lo único que logró entender, entre palabras tan ajenas a lo vivo y lo humano que le resultaba difícil reconocerlo, fue su propio nombre. Héctor imaginó una montaña hecha de sombras y oscuridad, un tsunami de tinieblas dispuesto a arrollarlo. Si miraba hacia atrás, las vería. Si miraba hacia atrás, aquellas sombras lo despedazarían.
—¡Natalia! ¡No! —Lizbeth había aparecido por la puerta del torreón y avanzaba a la carrera hacia ellos—. ¡Detente por favor! ¡Para!
Natalia miró hacia la joven que se acercaba. Luego desvió la vista hacia la espalda de Héctor, boquiabierta y temblorosa.
—Santo cielo —murmuró.
Detrás de Héctor se escuchó un prolongado siseo. Se dio la vuelta, con el corazón en la garganta, a tiempo de ver cómo las últimas sombras se dispersaban y salían de su campo de visión. Las criaturas de Natalia eran cuajarones sombríos, retales de tinieblas de las más diversas formas y tamaños. Durante una décima de segundo pudo ver un ser oscuro, con forma de monstruosa cometa plagada de seudópodos de niebla negra.
—Las he visto… —buscó a Natalia con la mirada. La joven retrocedió hacia las escaleras, pálida, temblorosa—. Tus sombras… Las he visto…
—¡Déjame en paz! —aulló la muchacha y echó a correr. Pasó como una exhalación junto a Lizbeth, que intentó detenerla sin éxito.
Más allá del muro, Héctor escuchó de nuevo cómo algo pronunciaba su nombre, algo que no estaba dotado de boca ni cuerdas vocales. No se volvió esta vez.
* * *
La noche, poco a poco, fue tragándose el cielo de Rocavarancolia. Las sombras se derramaron entre las ruinas y borraron los bordes de los edificios, convirtiéndolos en fantasmagóricas siluetas encajadas entre tinieblas. La oscuridad fluyó como alquitrán pegajoso por las laderas de las montañas, reptó por los muros del castillo y se coló por troneras y ventanas.
Los dos guardias de la puerta principal permanecían firmes en sus puestos, ocultos sus rasgos por los cascos con forma de cabeza de dragón. Tras la verja, la manada deambulaba de un lado a otro, apática. En la fortaleza todo era calma y silencio.
Enoch pasó la hoja del libro con manos temblorosas. Estaba leyendo el relato de la batalla del Desconsuelo, una de las más sangrientas que habían tenido lugar durante la guerra que Rocavarancolia había sostenido contra el mundo vinculado de Esolvilda. Aquella campaña había supuesto la primera gran derrota del reino y había frenado en seco las aspiraciones de conquista del rey Graya, el sucesor del malogrado Harex en el trono. Pero eso no significaba nada para Enoch, lo que de verdad le importaba era que durante esa batalla había tenido lugar el primer acto heroico documentado de los suyos. Ciento veinte vampiros habían logrado lo que todos los ejércitos de Rocavarancolia no habían conseguido en los cinco años de contienda: derrotar a las huestes del general Piedad, una legión de guerreros cuya fama de invencibles había quedado bien demostrada a lo largo de la guerra. Los vampiros cayeron sobre ellos con la ferocidad que da saberse derrotados. El combate duró casi un día entero y en ese tiempo los dos bandos se exterminaron el uno al otro. No hubo ni prisioneros ni supervivientes. Según contaba la leyenda, el último vampiro, atravesado por media docena de lanzas y a punto de morir, había saltado sobre Piedad y había acabado con él en medio de un mar de cadáveres.
—Esolvilda… —susurró Enoch, lleno de orgullo. Su voz apenas despertó ecos en la enorme estancia.
La biblioteca ocupaba el ala norte del edificio central y en ella se amontonaban miles de volúmenes, allí estaba recogida buena parte de la obra literaria de Rocavarancolia y una amplia selección de libros de los mundos vinculados. Había una segunda biblioteca en la fortaleza, más pequeña y selecta, donde se guardaban los compendios mágicos, los libros de hechizos y los grimorios, pero Enoch procuraba mantenerse alejado de ella; la magia de ese lugar le despertaba dolor de cabeza. El silencio en la sala era tan sepulcral que el aire daba la impresión de estar embalsamado.
De pronto un fuerte olor a sangre fresca llegó hasta él, tan repentino e inesperado que fue como recibir un violento golpe en pleno rostro. El vampiro se levantó de un salto de la silla, con los ojos desorbitados, tambaleándose. Miró a su alrededor. El aroma era tan penetrante que todo su ser se retorció bajo su embrujo. Venía de fuera.
Tiró la silla al dirigirse a trompicones hacia la puerta. Avanzó por los pasillos acelerando el paso, apoyándose en las paredes y en los muebles que hallaba en su camino, unas veces para buscar apoyo y no caer y otras para darse impulso. Enoch era incapaz de contener el ansia. Al doblar una esquina tropezó con algo que no alcanzó a distinguir y rodó por el suelo. Durante unos instantes avanzó de rodillas. Se levantó al fin, aferrándose a un tapiz desgarrado, y continuó su carrera.
Subió las escaleras de la torre principal. En el mundo sólo había espacio para el aroma que tiraba de él; el resto de la realidad se había sumido en las tinieblas, en las sombras; lo único real eran esa marca en el aire y el vacío de sus entrañas.
El olor procedía del salón principal. Se lanzó a la carrera hacia la puerta, con los brazos levantados y la boca desencajada. La empujó y se precipitó dentro, tan rápido que volvió a resbalar. El olor allí era tan denso que casi pudo sentir el sabor de la sangre en la garganta. En el suelo, sobre un inmenso charco de un deslumbrante rojo, yacían tres cadáveres decapitados. En algún punto enterrado de su mente, Enoch los identificó como las sirenas de los arrecifes, pero ni siquiera se preguntó cómo habían llegado allí, se limitó a avanzar de rodillas hacia los cuerpos, sediento.
Hasta que vio al extraño sentado a la mesa del consejo. Enoch se quedó inmóvil, atravesado por una repentina corriente de pánico. Había algo diabólicamente equivocado en aquel sujeto. Estaba sentado con las piernas cruzadas en la cabecera de la mesa, vestido tan sólo con jirones de tela sucia. Era de color pardo, escuálido, con las costillas marcándosele en el pecho de tal manera que se habrían dicho a punto de salir a la superficie, los brazos eran largos y sin rastro alguno de musculatura, la cabeza calva y afilada, de mejillas chupadas y cuencas hundidas. Pero lo más llamativo de aquel ser eran sus ojos, aquella mirada era dueña de una fuerza tan inverosímil que parecía fuera de lugar en aquel cuerpo. En la mano derecha empuñaba una espada de cristal.
Alguien habló a la espalda del Enoch. No fue más que un susurro desconcertado e inquieto.
—Belisario…
Enoch se volvió pero no vio a nadie tras él. Estaba tan aturdido que tardó un instante en reconocer que la voz que acababa de oír era la de Rorcual. Miró de nuevo al extraño. Sí, el alquimista invisible tenía razón. Era Belisario, aunque mal mismo tiempo, no lo era. El anciano no había despedido jamás aquella rotunda energía.
—No —dijo la cosa sentada a la mesa—. Belisario está muerto. Yo soy Hurza.
Las puertas del salón del trono se cerraron con estrépito en el mismo instante en que una fuerza invisible constriñó el cuerpo de Enoch y lo inmovilizó. El vampiro intentó gritar pero su grito no fue más que un patético silbido. La magia bullía en la sala del trono, era una llamarada de plata, de ceniza. Los tentáculos del Trono Sagrado se agitaban de un lado a otro, presintiendo la muerte inminente.
El hombre abandonó la mesa y se acercó despacio al vampiro arrodillado y al alquimista invisible. En sus andares había algo de insecto, de animal carroñero, de pesadilla en movimiento. El primer Señor de los Asesinos desnudó sus dientes, mostrando al mundo los colmillos que le habían crecido mientras se reponía bajo el agua. Eran negros y afilados, y tras ellos se adivinaba una oscuridad aún más insondable que las tinieblas de la noche o las profundidades del mar.
* * *
—Si el rubio usa la magia, el otro no tendrá oportunidad alguna —comentó el gemelo Lexel de la máscara negra y los ropajes blancos.
—Pero no la usará, rata necia —le replicó su hermano con desprecio—. Eso desvirtuaría su victoria y lo sabe. Quiere enfrentarse en igualdad de condiciones a él. Y ahí entra la espada mágica, mientras la conserve tiene la victoria asegurada.
Esmael bostezó. Estaba sentado entre dos almenas de la torre norte del castillo. Bajo las mismas se desplegaba una pequeña terraza que bordeaba el contorno de la estructura. Allí se encontraban los dos gemelos, junto a Ujthan, el guerrero, y uno de los criados de la fortaleza. Ninguno era consciente de la presencia del Señor de los Asesinos sobre sus cabezas. Los tres miembros del consejo estaban demasiado ocupados contemplando a Adrián y a Darío a través de los catalejos alados. Como no podía ser de otro modo, los gemelos habían cruzado apuestas sobre cuál de los muchachos saldría victorioso sobre el otro.
Ujthan rió entre dientes.
—Qué más da. Esos dos nunca se encontrarán. Si uno está en el norte, el otro lo busca en el sur. El destino no quiere que sus caminos se crucen.
Esmael sabía que no era el destino lo que impedía que ambos jóvenes se enfrentaran, sino el empeño de Darío en esquivar a su adversario. A decir verdad, el comportamiento del muchacho le defraudaba. En primera instancia, de toda la cosecha, había sido Darío quien mayor interés había despertado en él.
Esmael miró al este. Sobre la prisión flotaba el cachorro de pelo rubio, alto en el cielo, escrutando la ciudad en ruinas. Darío estaba al sudeste, cerca del barrio en llamas, bien oculto en un edificio viejo. Adrián pronto descendería a los tejados y continuaría la caza a pie, incansable, tenaz. Las preferencias del Señor de los Asesinos hacía tiempo que se habían inclinado a favor del rubio. Le gustaba la locura insana que brillaba en sus ojos; le hacía sentir nostalgia de otros tiempos.
La manada rompió a aullar y a correr en el patio. Esmael les dedicó una mirada meditabunda y al instante frunció el ceño. No era extraño que aquellos engendros enloquecieran de golpe, pero había algo en el modo en que ahora levantaban sus cabezas que a Esmael no le terminaba de gustar. Casi parecían señalar a un punto en concreto de las alturas.
De pronto se puso rígido en el almenar. El viento había traído un sonido ajeno a la noche, un grito que no era un grito, sino un silbido ahogado. El Señor de los Asesinos se irguió y prestó atención a los ruidos que llegaban a él, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Ignoró el aullido del viento y la agitación de la manada. Dejó a un lado la insulsa charla que tenía lugar a sus pies y prestó atención a la noche. Permaneció unos minutos atento e inmóvil, como una gárgola más de las muchas que se aposentaban en las cornisas y salientes del castillo, hasta que un nuevo sonido llegó a él con una claridad terrible, diáfana. Un sonido que hacía más de treinta años que no escuchaba: el ruido de un cuerpo al ser despedazado por el Trono Sagrado de Rocavarancolia.
Esmael desplegó sus alas y saltó al vacío. Se detuvo con un potente aleteo ante la terraza, aunque hasta la última fibra de su ser le gritara que cada segundo era crucial.
—¡Al salón del trono, Ujthan! ¡Ahora! —ordenó. Luego se dirigió al criado que había retrocedido asustado ante su repentina aparición—. ¡Que la guardia y los tuyos se desplieguen en la torre y en el edificio principal! ¡Rápido! ¡Lexel, vigilad las ventanas! ¡Que no salga nadie!
Reemprendió entonces el vuelo, forzando sus alas para que le llevaran a la máxima velocidad. Giró en el aire e irrumpió por un ventanal de la fachada en el preciso instante en que alguien salía precipitadamente de la estancia, cerrando el portón tras de sí. Esmael apenas necesitó cinco segundos para atravesar la sala de parte a parte. Vio los cadáveres de las sirenas, y el montón de polvo que una vez había sido Enoch y comprendió que habían usado la sangre de esas desdichadas criaturas para atraer al vampiro.
No se detuvo a abrir la puerta, se limitó a atravesarla. En cuanto aterrizó en el pasillo, en mitad de una tormenta de astillas, varias sombras metálicas se le echaron encima. Alguien acababa de arrojarle las tres armaduras pesadas que se alineaban frente a la sala principal. Esmael endureció el filo de sus alas, se impulsó hacia delante y de dos batidas partió en pedazos una de las armaduras mientras esquivaba las otras dos.
El pasillo chisporroteó de magia pura viniendo a su encuentro, era una llamarada plateada que hacía temblar y retumbar las paredes a su paso. El ángel negro tejió con los dedos de su mano derecha un hechizo de dispersión mientras se catapultaba hacia el frente. La temperatura en el pasaje se cuadriplicó. Los lienzos, tapices y muebles vibraron y se convirtieron en cenizas.
Atravesó la corriente de aire abrasador, hundió las garras de su mano derecha en la piedra del pasillo y se impulsó hacia delante, mientras mantenía la mano izquierda extendida frente a él, frenando el hechizo calórico y empujándolo de regreso a su fuente.
Dobló la esquina y vio cómo las cinco puertas que se disponían en la prolongación del corredor se cerraban a un mismo tiempo. Se adentró entre ellas, alerta. A su izquierda tenía las escaleras que conducían a la planta inferior y dos de las puertas que acababan de cerrarse; al otro lado, las otras tres, una de ellas enorme, situada junto a otro tramo de escaleras.
Le llegó el sonido amortiguado de pasos tras la primera puerta a la izquierda. La abrió de un tirón mágico y entró como una exhalación, preparando ya un hechizo de devastación y ruina. El criado que se encontraba dentro dio un grito y retrocedió a tal velocidad que cayó sobre la alfombra. Esmael gruñó y salió fuera. Una potente fuente de hechicería se manifestó de pronto en la habitación contigua, fue un bramido de magia que hizo vibrar la puerta de la estancia. Ni siquiera se habían molestado en camuflarla.
Esmael voló en diagonal y abrió la puerta. Daba a una sala pequeña, semivacía, en el centro de la cual flotaba un sinfín de hebras de magia enredadas, bucles de colores vivos y palpitantes que se enrollaban y morían como peces fuera del agua. Tomó una de las hilachas entre los dedos. El rastro de magia se enredó en su índice y se desvaneció al instante. El resto de los residuos mágicos siguió su mismo camino. El ángel negro se llevó las yemas de los dedos a la nariz y las olfateó.
Ujthan lo halló en esa misma postura unos minutos después. El enorme guerrero había llegado corriendo desde el mirador y a pesar de su extrema corpulencia ni siquiera jadeaba. Lo único que había acelerado su corazón había sido la masacre del salón principal. Se detuvo ante la puerta, con un alfanje en la mano, una lanza en la otra y el rostro desencajado por la expectación.
—¿Qué? ¿Qué? —preguntaba, mirando a un lado y a otro, ansioso de encontrar algo que matar.
—Se ha transportado fuera —anunció el ángel negro sin mirarlo. Se frotó las puntas de los dedos con aire pensativo. Había una cantidad tal de hechizos amortiguadores en el castillo que resultaba difícil ejecutar magia de transporte entre sus muros, tan difícil como realizar magia destructiva, pero aquel intruso había puesto en práctica tanto una como otra—. Convoca al consejo de inmediato, Ujthan —una sonrisa se dibujó en sus labios—. Estos tiempos se acaban de volver sumamente interesantes.
* * *
Hurza se tambaleaba en los sombríos pasadizos del castillo, al borde del desmayo. Su desesperada estratagema había dado resultado: Esmael había creído que el sortilegio transportador le había llevado lejos de la fortaleza cuando todavía permanecía en ella. La breve escaramuza con el ángel negro había mermado tanto su poder que un hechizo de transporte a más distancia le hubiera agotado por completo y eso, dadas las circunstancias, habría supuesto su muerte. La mayor parte de su escasa energía estaba concentrada en mantenerlo vivo.
Si algo había aprendido a lo largo de su vida era a esperar lo imprevisible, por eso era capaz de aceptar con entera naturalidad la paradoja que representaba haber tenido que asesinar al último vampiro de Rocavarancolia para averiguar que su grimorio estaba hechizado de tal modo que ahora sólo un vampiro podía tocarlo sin ser destruido. Aquello no era más que un golpe del destino, algo que podía aceptar y tolerar. Pero lo que jamás hubiera podido imaginar era que todos sus planes pudiesen estar a punto de fracasar por culpa de un alquimista estúpido. Era tan ridículo, tan esperpéntico, que a pesar del dolor que le retorcía las entrañas y le abrasaba la garganta, no podía parar de reír. Eran carcajadas mínimas, un grotesco murmullo entrecortado que brotaba entre sus labios pardos.
Rorcual había tomado tantas pócimas y bebedizos en sus intentos por hacerse visible que había acabado envenenando hasta la última célula de su cuerpo. Los ojos del alquimista no sólo le habían aportado sus recuerdos y su esencia vital, también habían vertido en su interior toda la ponzoña absorbida a lo largo de los años. Rorcual había conseguido sobrevivir tomando cerca de una docena de antídotos al día, mientras que a él no le quedaba otro remedio que usar la magia para mantener ese torrente de veneno a raya.
Se detuvo bajo la arcada que ponía fin al pasadizo que seguía; más allá se bifurcaba en dos ramales, uno descendía hacia las catacumbas mientras el otro llevaba a las plantas superiores. Apoyó la espalda contra la piedra y cerró los ojos. Un hechizo de localización se acercaba hacia él, ondeando en el aire como una serpiente multicolor. Hurza conjuró un sortilegio de interferencia y lo lanzó sobre el hechizo que pasó a su lado, ignorándolo por completo. Luego desnudó los dientes y se tragó un grito.
No sólo el veneno le lastraba, había olvidado lo perturbador que era asimilar la esencia y la memoria de un vampiro. Había absorbido prácticamente todos los recuerdos de Enoch, pero su esencia se le había hecho jirones en pleno proceso. Todavía notaba el amargo sabor del polvo en su garganta. No, no le gustaba matar vampiros. Las almas marchitas de esas criaturas se rebelaban siempre en el momento de la muerte.
Cerró los ojos e intentó serenarse, abstraerse del dolor y analizar con calma la situación. Su mirada depredadora se asomó a los ojos de los criados que se desplegaban por el castillo. A su vista se fueron abriendo pasillos, habitaciones y terrazas; distintas perspectivas que le proporcionaban una imagen general de lo que estaba ocurriendo en la fortaleza y sus alrededores. Los pasillos estaban tomados por la Guardia Real y las criaturas de Denéstor. Toda la guarnición del castillo se hallaba en alerta, hombres sombríos embutidos en viejas cotas de malla que caminaban a grandes zancadas con las armas desenvainadas, acompañados por docenas de creaciones del demiurgo. También las había fuera, sobrevolando la fortaleza y los riscos cercanos, atentas a todo movimiento y rastro de magia. Los hermanos Lexel completaban la vigilancia en el exterior, levitando cada uno de ellos en un extremo de la fortaleza, envueltos en el caos de sus ropajes agitados al viento.
Por los pasillos marchaban también docenas de sortilegios de búsqueda y rastreo, algunos demasiado poderosos como para que Hurza pudiera burlarlos en el estado en que se encontraba. Los olía avanzar en su dirección, arrastrando tras ellos su pestilencia a plata. Aún tardarían unos minutos en llegar hasta él, pero una vez que lo alcanzaran, estaría perdido.
El primer Señor de los Asesinos de Rocavarancolia entrecerró los ojos y se forzó a respirar despacio. Sólo tenía un lugar donde ir.
* * *
La sala del trono apestaba a masacre y carnicería. Los sirvientes ya habían retirado los cadáveres de las sirenas y los restos invisibles del alquimista, pero aún no habían limpiado la sangre ni el montón de polvo que una vez había sido Enoch. Denéstor Tul, de pie ante el trono, se preguntó si sería él el siguiente en morir. El pesar y la melancolía le invadieron.
El menguado Consejo Real había ido ocupando su sitio a la mesa de reuniones. El lugar de honor seguía vacante, igual que los asientos de Mistral y dama Sueño y, por supuesto, los de Enoch y Rorcual. El último en llegar había sido Solberino, el náufrago. A Denéstor no se le escapó la media sonrisa que había esbozado el hombre al ver cómo los criados retiraban el cuerpo de la última sirena.
—Usó la sangre para atraer a Enoch —el hombrecillo gris caminó hacia la mesa de reuniones, alzando el bajo de su túnica para evitar que rozara el empedrado ensangrentado—. El vampiro era sin lugar a dudas su objetivo principal… La presencia del alquimista debió de resultar algo inesperado.
—O quizá no. Rorcual tenía la costumbre idiota de acechar a Enoch, quizá el asesino lo sabía —dama Serena flotaba cerca del Trono Sagrado con aire pensativo; los tentáculos que habían descuartizado a Rorcual la atravesaban inofensivos. La fantasma soltó un lánguido suspiro. Las muertes del vampiro y el alquimista la habían afectado profundamente, no por la pérdida de sus vidas, por supuesto, sino por una cuestión de simple y pura envidia: ella no podía morir.
—Por todos los cielos —gruñó Ujthan—. ¿Quién en su sano juicio querría matar a estos dos inútiles?
—Nos están exterminando —dijo Esmael. Estaba de pie tras una silla, con las manos afianzadas en el respaldo—. Eso es lo que están haciendo. Primero Belisario, y ahora Rorcual y Enoch. Si seguimos a este ritmo, pronto hasta Caleb, el loco de las hienas, tendrá la oportunidad de formar parte del consejo.
Dama Desgarro alzó la mirada y estudió al ángel negro con atención. Ni por un momento había sospechado que Esmael estuviera implicado en los asesinatos. Estaba convencida de que había algo más siniestro que él envuelto en todo aquello. Y ése era un pensamiento inquietante. Resultaba perturbador pensar que se enfrentaban a algo más oscuro que Esmael.
—Transportó a tres sirenas dentro del castillo y usó magia de combate entre nuestros muros. Y lo que me resulta más sorprendente en todo este asunto: logró esquivarte —al ver cómo se torcía el gesto del ángel negro se apresuró a añadir—: Y no, no es un insulto ni una recriminación, sólo quiero hacerme una idea de a qué nos enfrentamos.
—A un gran hechicero —señaló Denéstor, ya sentado en su asiento. Un criado de manos temblorosas le sirvió una copa de vino a un gesto suyo—. Eso es obvio.
—Lo es. Lo es —continuó dama Desgarro—. Pero ¿de dónde ha salido? No puede haber aparecido en Rocavarancolia por arte de magia, por muy gran hechicero que sea…
—Dejaron a alguien atrás —Ujthan el guerrero se enderezó en su silla y miró a todos los presentes—. El enemigo dejó a uno de los suyos en la ciudad con orden de exterminarnos si veía la más mínima posibilidad de que pudiéramos recuperarnos…
—Tonterías, tonterías —dijo el demiurgo—. Si alguien quisiera echar tierra sobre nuestras esperanzas, le resultaría más sencillo acabar con los niños que venir al castillo a matarnos.
—Pero ¿qué es lo que quiere? —preguntó dama Desgarro—. ¿Qué busca? ¿Sólo muerte? ¿O hay algo más?
—Ahora mismo no estamos en condiciones de saberlo —Denéstor señaló a uno de los medidores de magia que deambulaban por la sala del trono. Eran pequeñas criaturas de patas de alambre, creadas con ceniceros, tazas y cabezas de muñecas de porcelana—. Y no lo averiguaremos ni con mis cachivaches ni con magia alguna, os lo aseguro. Y tampoco lograremos contactar con los espíritus de Rorcual y Enoch, del mismo modo que no pudimos hacerlo con los del criado y Belisario.
—Y entonces ¿qué propones, demiurgo? —gruñó el Lexel vestido de negro, ganándose una mirada de odio de su hermano—. ¿Que nos quedemos mano sobre mano a la espera de que otro de nosotros muera? ¿Eso pides?
—En absoluto. Sólo señalo que nos encontraremos los mismos callejones sin salida que hallamos en el caso de Belisario, pero eso no implica que no podamos buscar nuevos cursos de acción —miró de reojo a uno de los criados que aguardaban órdenes a la entrada de la sala, pálido y encorvado. Tenía una idea clara de qué rumbo iba a seguir a continuación para investigar, aunque no pensaba compartirlo con el resto del consejo. No de momento al menos.
Esmael paseó la mirada por los asientos vacíos que habían pertenecido a Enoch y Rorcual.
—Estamos de acuerdo entonces en que nos enfrentamos a un brujo de gran calibre y que lo único que sabemos a ciencia cierta es que se está tomando muchas molestias para exterminarnos —se llevó una mano a la cara y acarició su mejilla despacio, pensativo, sin apartar la mirada de Denéstor Tul—. Ya han muerto tres miembros del consejo. Y yo me pregunto… Algo insignificante y nimio, una tontería que quizá no tenga absolutamente nada que ver con lo que está ocurriendo, pero que creo que podría llegar a quitarme el sueño si no lo averiguo de una vez por todas —entrecerró los ojos. Se inclinó hacia delante, sin apartar la mirada de Denéstor Tul—. ¿Dónde está Mistral, demiurgo? ¿Dónde se esconde el cambiante mientras nos van matando?
* * *
Mistral estaba a punto de perder la paciencia y regresar al torreón cuando apareció la mariposa azul del demiurgo. Se coló por la abertura del techo del retrete del patio y revoloteó en el pequeño cubículo hasta posarse en la pared, justo frente al cambiante.
—Ya me marchaba, Denéstor —le dijo a la mariposa—. Esta vez te has tomado tu tiempo para acudir.
—Escucha, Mistral. Tienes que abandonar el torreón cuanto antes.
—Por todos los cielos y los infiernos, otra vez no —era ridículo que todas las conversaciones con él comenzaran siempre de idéntico modo—. Escucha: hoy ha ocu…
—No, Mistral. No. Escúchame tú. Atiéndeme aunque sólo sea por una vez en tu vida: Enoch y Rorcual están muertos. Los han asesinado esta noche en el castillo.
Aquella noticia dejó helado al cambiante. Se apoyó en la pared con la mano derecha y se inclinó hacia delante, hasta casi rozar el cuerpo del insecto artificial con la nariz.
—¿Quién? —alcanzó a preguntar.
—Un hechicero. No sabemos más —la voz de la mariposa no tenía inflexión alguna—. Burló las protecciones del castillo para entrar y lo hizo de nuevo para salir. No sabemos quién es ni qué busca. No sabemos nada, sólo que hasta el último de nosotros puede estar en peligro.
—¿Y los niños?
—Si los niños también son su objetivo, poco podrás hacer para protegerlos. Tienes que abandonar el torreón, ¿me oyes? Tu presencia aquí hace tiempo que no es necesaria y lo único que conseguirás es ponerlos en peligro. Más todavía si ese mago pretende terminar con todo el consejo y averigua dónde estás.
—Yo… —Mistral se llevó una mano a la frente, aturdido.
La mariposa revoloteó a su alrededor.
—Tienes dos días —le advirtió el demiurgo—. Si no has dejado el torreón para entonces, nos obligarás a tomar medidas. Encontraremos el modo de sacarte de ahí a la fuerza, ¿me oyes?
* * *
Ujthan subió las retorcidas escaleras que conducían a sus estancias. Habían pasado horas desde que el hechicero había asaltado la fortaleza, pero él seguía con los nervios a flor de piel. Su corazón latía a un ritmo frenético, salvaje; era un golpeteo insistente que hacía hervir la sangre en sus venas. La muerte había visitado Rocavarancolia impregnando con su aroma hasta la última piedra del castillo. Y eso le traía tantos buenos recuerdos que a duras penas conseguía contener las ganas de echarse a llorar.
Nada más abrir la puerta, tuvo el presentimiento de que algo iba mal. Cruzó los brazos ante su pecho sin atravesar el umbral. La mano izquierda acarició el tatuaje del látigo que adornaba su hombro derecho mientras la otra mano rozaba la empuñadura de una cimitarra tatuada en su hombro izquierdo, las yemas de los dedos de Ujthan se hundieron en su piel, aferraron las armas pintadas y las extrajeron de su carne con un siseo. Luego dio un paso dentro de la habitación. Los latidos de su corazón se frenaron de pronto, lo que le embargaba ahora era la calma tensa del inicio de la batalla.
Atravesó el corto recibidor. La puerta de su dormitorio se encontraba abierta. Frente a ella estaba su cama, deshecha, con las mantas en el suelo. Dos armaduras pesadas flanqueaban el lecho y un sinfín de armas decoraba las paredes, también había estandartes y tapices que representaban las batallas más gloriosas del reino. Un caballo disecado a la derecha, junto a la ventana, estaba equipado con una coraza dorada y una silla de montar oscura.
El intruso se hallaba de pie, de espaldas a la puerta, contemplando un tapiz.
—Te esperaba —anunció con voz gutural y gastada antes de volverse despacio hacia él.
Ujthan tardó unos instantes en reconocerlo, y fue más por los restos de vendas que le cubrían que por sus rasgos.
—Belisario… —se echó hacia atrás, frunciendo el ceño—. ¿Qué encantamiento te ha traído otra vez al mundo de los vivos?
—No. No soy Belisario aunque vista su cuerpo. El anciano se dio muerte para que yo pudiera vivir de nuevo. Soy Hurza, fundador del reino del que eres defensor.
—¿Hurza? —Ujthan gruñó y sacudió la cabeza. Aquello no podía estar pasando—. El Comeojos murió hace siglos. No puedes ser él. No hay magia que devuelva a la vida algo que lleva muerto cientos de años…
Dio un paso hacia delante y alzó la cimitarra. La criatura que decía ser el primer Señor de los Asesinos ni siquiera se inmutó al verlo aproximarse. Exhalaba tal aura de poder que el guerrero sintió cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba. Nunca se había enfrentado a nada semejante. Chasqueó el látigo y se detuvo apenas a dos metros del intruso, con la espada dispuesta para descargar un golpe. Desde donde se encontraba no podía fallar.
—Con esas armas no conseguirás derrotarme —dijo aquella cosa, señalando lánguidamente la cimitarra—. Puedes intentarlo si es tu deseo, y compartir el destino de Rorcual y Enoch, o bien puedes enfundarlas y escuchar lo que vengo a proponerte.
La intensidad de la mirada de aquella criatura hizo que Ujthan se estremeciera de pies a cabeza. Sintió un frío mortal recorriendo el interior de su esqueleto, una ráfaga de hielo que mordía el mismo corazón de sus huesos. Esos ojos lo habían visto todo.
—Habla. Habla rápido, antes de que te corte ese cuello ridículo.
—No lo harás. Porque te conozco, Ujthan. Sé quién eres. Sé qué quieres. Y yo puedo conseguírtelo —Hurza sonrió—. Te traigo la guerra, una guerra como nunca te has atrevido a soñar… Y sólo tienes que jurarme lealtad para conseguirla.