Almas condenadas
Héctor pensó que si existía algún sitio que se mereciera sin lugar a dudas el nombre de «desierto», era el que tenían delante. Ante sus ojos se abría una nada monótona y cruel, una ondulada manta de blancura y destellos que se extendía en todas direcciones, hasta perderse de vista. No había rastro de vida, ni de color alguno. Sólo arena blanca por doquier, el centelleo furioso del sol al reflejarse en las dunas y, aquí y allá, remolinos de arena recorriendo el desierto como fantasmas coléricos.
—Este lugar es horrible —murmuró Natalia.
Todos estuvieron de acuerdo. La perspectiva de adentrarse en aquel erial les puso los pelos de punta. A sus espaldas, la montaña parecía empujarlos hacia el interminable desierto blanco, como si los animara a dejar su abrigo y perderse en la inmensidad.
—¿Deberíamos ir muy lejos para librarnos de la catedral? —preguntó Marina.
Marco se encogió de hombros.
—Bastante, supongo… —respondió Ricardo.
Estaban en la boca del angosto desfiladero que los había conducido hasta allí. Después de una semana de reclusión en el torreón Margalar, recuperándose de las experiencias vividas bajo tierra, habían decidido, de una vez por todas, echarle un vistazo al desierto. Tardaron dos días en localizar los pasos de montaña de los que había hablado dama Desgarro y un día más en ponerse en marcha. Habían partido al amanecer, adentrándose en la fría penumbra de los desfiladeros. Aunque no era necesario realmente, Bruno, para alivio de todos, había encendido la pajarera de su báculo para disipar cualquier sombra que pudieran cruzarse en su camino. Habían avanzado durante horas por los estrechos pasajes que se abrían en la roca, impresionados por la grandeza de las montañas que circundaban Rocavarancolia.
La parte más dura del recorrido había sido la última. Primero se encontraron con la arena: granos blancos, casi transparentes, que pronto inundaron el suelo por completo dificultando su avance y señalando inequívocamente que se aproximaban al final del trayecto; después llegó el viento: rachas terribles que aullaban en el desfiladero, arrastrando consigo torbellinos de arena que apenas les permitían ver. Durante media hora avanzaron contra ese viento demoledor y la arena les arañaba la piel con saña y se les metía en la boca y en los ojos. El viento se calmó un poco cuando descubrieron la salida, como si quisiera darles un respiro para que pudieran contemplar en toda su nefasta magnitud el paisaje pavoroso del desierto Malyadar. No estaban preparados para aquello. Nada los había preparado para ese tremendo vacío.
«Aquí no hay esperanza para vosotros —aullaba el viento, levantando remolinos de arena grandes como edificios—. Aquí no hay nada más que muerte y agonía. Aquí es donde habitan la sed y el hambre, donde hasta los mismos dioses vienen a morir».
No permanecieron mucho tiempo contemplando aquella desolación; desanimados por el descubrimiento, emprendieron pronto el viaje de vuelta, perdidos todos en sus pensamientos. La visión del desierto Malyadar había sido un mazazo a sus esperanzas.
—Ya lo habéis visto —murmuró Marco cuando ya caminaban de regreso por la ciudad en ruinas. Rocavaragálago había quedado de nuevo atrás, roja y monstruosa—. Mala idea meterse en ese desierto. Muy, muy mala idea.
—Y aun así sigue siendo nuestra única posibilidad… —dijo Ricardo.
—Hay otra alternativa —señaló Bruno—. La más obvia y natural: quedarnos aquí y enfrentarnos a lo que quiera que emerja de Rocavaragálago. No desestiméis la idea a la ligera. Ese desierto sería nuestra perdición, sin duda alguna.
—Bruno tiene razón —dijo Natalia—. No sobreviviríamos en ese infierno ni un solo día. Ni con toda la magia del mundo de nuestra parte.
—¿Un infierno? —preguntó Lizbeth. Todavía tenía pesadillas con lo ocurrido la semana anterior bajo tierra—. Mirad dónde estamos… Pero ¿qué os pasa? ¿Os habéis acostumbrado tanto a este sitio que no veis cómo es? Si por mí fuera, me marcharía a ese desierto ahora mismo, sin esperar ni un minuto más.
—Tendremos tiempo para discutirlo —Rachel se acercó a ella y le pasó el brazo sobre los hombros—. No hay por qué decidirlo ahora, ¿verdad?
* * *
Llegaron al torreón Margalar agotados y desanimados. Marco llamó a Adrián desde la entrada para que bajara el puente levadizo; no obtuvo respuesta. Natalia y Ricardo lo llamaron también, pero por más que insistieron Adrián siguió sin dar señales de vida y el puente continuó alzado. Marco contempló el edificio con aire hosco y se giró hacia Bruno. No tuvo que decir palabra alguna. El italiano echó a andar por el aire, caminó sobre el foso y luego atravesó como un espectro los muros verdosos del edificio. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando el puente descendió con su estrépito habitual y las verjas del corredor se alzaron todas al unísono. Cruzaron con rapidez.
Bruno aguardaba en la puerta.
—El amigo de Adrián ha regresado —se limitó a decir.
Los muchachos intercambiaron miradas inquietas, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Héctor fue el primero en decidirse a salir fuera y los demás no tardaron en seguirlo. Adrián estaba en el centro del patio, vestido con una camisola gris y un pantalón oscuro. Luchaba con la concentración de costumbre aunque en su rostro se veía un rubor nuevo: era alegría, una alegría desenfrenada, casi frenética. No dio señal alguna de haberlos visto salir.
Héctor miró al tejado. Allí estaba su adversario, espada en mano, vestido con sus ropas grises habituales. Aunque sus movimientos parecían igual de ágiles que siempre, en ellos se entreveía, a veces, una ligera vacilación.
Darío sí se había percatado de la presencia del grupo en el patio, pero en su mente no eran más que mero ruido de fondo, tan importantes en aquel momento como las sombras del torreón o los adoquines del patio. Para él sólo existían Adrián y su espada, no había nada más en el mundo. Y sabía que necesitaba de toda su concentración para ganar aquel combate. Había creído estar completamente repuesto, aunque pronto advertió su error. Nada más iniciar la lucha, comenzó a molestarle el muslo derecho.
—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó Lizbeth en voz baja—. Es imposible. ¿Cómo saben que paran los ataques del otro? No lo entiendo. Os juro que no lo entiendo.
—Están locos —dijo Ricardo. No se preocupó en bajar la voz—. Eso es lo que ocurre. Los dos están locos y no hay que darle más vueltas.
En ese momento, Marina se adelantó un par de pasos al resto del grupo, como si buscara un mejor ángulo de visión para asistir a aquel duelo demencial. Héctor creyó ver cómo el chico de los tejados desviaba la mirada hacia ella. Sólo fue un segundo, un gesto que no llegó a concretarse. Adrián dio un rápido salto hacia delante consciente de la distracción de su adversario y lanzó un golpe en diagonal hacia arriba y a la izquierda, empuñando el arma con ambas manos. A continuación envainó la espada con rabia. Su oponente se quedó inmóvil por completo, parecía a punto de soltar el acero. Se llevó la mano izquierda al pecho, como si quisiera comprobar la gravedad de la herida que le había infligido Adrián.
Los dos muchachos se miraron directamente a los ojos, a pesar de la distancia, inmóviles, uno en el patio y el otro en el tejado. Héctor fue consciente de la fuerza de aquel cruce de miradas y de la intensidad del odio de Adrián. El fuerte viento agitaba su cabello de un lado a otro, como si fuera de una llama dorada. Le resultó imposible descifrar la expresión de su contrincante, la lejanía se lo impedía. De pronto, enfundó la espada, dio la espalda al patio y echó a correr. No tardó en desaparecer de la vista, oculto tras la línea irregular de azoteas. Adrián aún permaneció unos instantes inmóvil, luego se dirigió al torreón a grandes zancadas. Se hicieron a un lado para permitirle el paso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Rachel una vez que Adrián desapareció dentro del edificio.
—No lo sé —contestó Héctor.
No vieron a Adrián cuando entraron en el torreón, pero pudieron escucharlo en el sótano. Ricardo se acercó a las escaleras de caracol en el mismo instante en que el joven subía por ellas a toda velocidad, ajustándose el cinturón. Lucía dos espadas envainadas al lado izquierdo: una era la que acababa de usar en el patio; la otra, una preciosidad en metal negro y de guarda plateada. Cogió una camisa que colgaba de una silla y se la puso sobre la gris que ya llevaba. Luego abrió un armario y extrajo un grueso blusón de lana de un sucio color rojo. Se enfundó en él.
—¿Dónde se supone que vas? —preguntó Marco.
—Tengo cosas que hacer fuera —contestó Adrián. Estaba intentando colocar las vainas de sus armas de tal modo que no se estorbaran entre sí y ni siquiera levantó la vista de ellas al hablar.
—De todas las malas ideas que has tenido…
—Venir aquí se lleva la palma, sí. Pero Denéstor Tul me drogó con su maldita pipa, así que en el fondo no fue culpa mía, ¿verdad? —gruñó satisfecho cuando al fin colocó las espadas a su gusto—. Y ahora me voy. Digas lo que digas.
—Pronto anochecerá. No sabes lo peligroso que es salir ahí afuera de noche.
—Y tú tampoco —le replicó Adrián. Pasó a su lado sin mirarlo.
Marco, tras un momento de duda, fue tras él. Lo agarró por el hombro y le obligó a detenerse sin contemplaciones.
—¡Adrián! ¡Escúchame! ¡No voy a dejar que te sui…! —no terminó la frase.
Adrián se giró y le lanzó el hechizo de inmovilidad de manera fulminante, casi ni se entendieron las palabras del conjuro. Al momento una capa de energía azulada rodeó el cuerpo de Marco, que quedó en suspenso, con la boca abierta a mitad de palabra, una mano extendida en el aire y la otra alzada y recalcando su frase inacabada.
La sorpresa de todos fue mayúscula. Hasta Bruno parecía impresionado.
—¿Desde cuándo eres capaz de hacer magia?
—Desde siempre. No llego a tu nivel pero sé defenderme —Adrián se bajó el cuello del blusón y se abrió las camisas para que todos pudieran ver que llevaba varios collares y talismanes colgados—. Estaré bien ahí fuera —la inseguridad de antaño se reflejó de pronto en su rostro—. Oíd… no me paralicéis ni nada eso, ¿vale? Estaré bien. De verdad.
—No pienso hacerlo —Natalia se encogió de hombros—. Allá tú con lo que haces.
—Y yo no pienso inmiscuirme en asuntos que no me incumben en lo más mínimo —señaló Bruno.
—Pero ¿qué vas a hacer? —le preguntó Marina—. ¿Quieres matarlo? ¿Eso pretendes?
Adrián retrocedió un paso, sorprendido por la pregunta. Asintió con fuerza.
—Claro que voy a matarlo —aseguró—. ¿Para qué crees que me he estado preparando? —sacudió la cabeza, como si le resultara imposible entender cómo Marina le hacía semejante pregunta—. Me mató, ¿recuerdas? Ese bastardo me mató. No me conocía, no sabía quién era yo, pero no le importó… Me clavó su espada en el vientre. Yo no le había hecho nada y él me… —había tanta rabia en sus palabras que la voz se le estranguló en la garganta—. Me mató…
—Voy contigo —dijo Ricardo y avanzó resuelto hacia la silla donde había dejado sus armas.
Adrián negó con la cabeza.
—Tengo que hacerlo solo. Si no… ¿qué sentido tendría todo esto?
—El mismo que tiene ahora: ninguno —gruñó Lizbeth—. Piensa bien en lo que vas a hacer, muchachito…
—Durante semanas no he hecho otra cosa que pensar en ello.
Se dirigió al fin a la puerta. Por un instante, Héctor pensó en detenerlo, en intentar convencerle de que se olvidara de aquella locura. Le resultaba inconcebible que realmente estuviera pensando en matar al otro joven. Le recordó eufórico en lo alto de la fuente de las serpientes o haciendo ese ruido burdo con la mano en la axila la primera noche que pasaron en el torreón. Era imposible que ese Adrián y el que tenía ahora delante fueran la misma persona. Pero entonces recordó a Marina, contemplando embobada al muchacho moreno junto al pozo y algo oscuro y viscoso se removió en su interior, un sentimiento nauseabundo que casi le impulsó a desear suerte a Adrián en su búsqueda. Apartó la mirada cuando pasó a su lado, avergonzado de sus propios pensamientos.
—Adrián —Madeleine le llamó justo cuando se disponía a abrir el portón de la torre. El muchacho se volvió a mirarla—. Acaba con él —se limitó a decir.
Adrián asintió, abrió la puerta y, casi cuatro meses después de hacerlo por última vez, salió del torreón Margalar. Allí le aguardaba el crepúsculo, bañando con su fulgor sangriento las ruinas de Rocavarancolia.
* * *
En esos mismos momentos, veintiocho criados deambulaban de un lado a otro por los pasillos y estancias del castillo, pálidos, consumidos, vestidos todos con idéntico uniforme negro desgastado. La mayoría había superado con creces la edad adecuada para desempeñar sus tareas, eran lentos y torpes y apenas podían luchar contra el desorden y la suciedad que poco a poco se iban adueñando de todo. La decadencia del reino también se reflejaba en la servidumbre de la fortaleza.
Pero aquellos veintiocho criados servían perfectamente a los propósitos de Hurza. El primer Señor de los Asesinos seguía envuelto en el capullo de luz brillante, fortaleciendo aquel cuerpo que le habían regalado. Mientras tanto observaba, vigilaba y aprendía, asomado a aquellas miradas vacías y cansadas.
Vio cómo dama Serena atravesaba uno de los muros y se deslizaba por el aire, distante y fría, sin prestar la menor atención al sirviente que en su intento de limpiar una mancha de humedad de un cuadro estaba destrozando la pintura. En uno de los pasillos, a través de los ojos de otro criado, vio a Ujthan, el guerrero tatuado, inmóvil ante una de las grandes armaduras que se alineaban contra la pared. Era de acero claveteado y por su altura y complexión debía de haber pertenecido a un trasgo. Ujthan temblaba al contemplarla, conmovido casi hasta las lágrimas. Él tampoco prestó atención al criado cuando éste pasó a su lado. Hurza no podía imaginar qué ensoñaciones poblaban la mente del guerrero, pero se las imaginaba plagadas de escenas de guerra, combate y muerte.
Observó luego a Enoch, el vampiro hambriento. Estaba sentado a una de las mesas de la biblioteca del castillo, rodeado de libros tan polvorientos como él. Sus enormes ojos leían con avidez el grueso volumen que tenía ante sí. De vez en cuando se dirigía al sirviente que se encontraba de pie junto a la puerta doble de la biblioteca. Hurza sentía la intensa repulsión que el vampiro causaba en los criados como un latido constante en sus sienes. Hacía veinte años, en un ataque de desesperación, Enoch había mordido a uno de los sirvientes y a punto había estado de matarlo. Un miembro de la guardia salvó al pobre desdichado en el último momento, cuando ya apenas corría sangre por sus venas. Todos los criados recordaban con una repugnancia difícil de describir cómo los afilados colmillos de Enoch se habían hundido en su yugular y sorbido la sangre.
—Oh. Sí, sí, sí… —el vampiro se volvió otra vez hacia el sirviente, su sombra enjuta fue multiplicada y proyectada por las velas y antorchas a las altas estanterías atestadas de libros—. ¿Y cómo olvidar a dama Mordisco? ¿Sabes lo que hizo? ¿Lo sabes? —sonrió desnudando su sucia dentadura—. Frenó las acometidas de la flota de Barbaespesa en la isla del Muérdago durante seis largos años —era tal la admiración que sentía al recordar los actos heroicos de su estirpe, que la voz le fallaba—. Ella y sus hordas de vampiros resistieron lo indecible hasta que desde Rocavarancolia volvieron a abrir el vórtice que unía el reino con ese maldito mundo… Sí, sí, Oh… Cuánto maltrato ha sufrido mi raza. ¡Qué injusta es la historia! —volvió su atención hacia otro libro. Sus manos esqueléticas prácticamente se abalanzaron hacia él—. ¡Y qué me dices de dama Irhina y Balderlalosa, la primera soberana vampiro y su dra…!
Hurza dejó de escuchar. Una presencia invisible acababa de entrar en la biblioteca, el criado había sentido la corriente de aire y el sonido amortiguado de unos pies descalzos sobre el suelo. Era Rorcual, el inútil alquimista del reino, comprendió el Señor de los Asesinos, acechando a Enoch como era su costumbre. El vampiro olvidaba sus penurias reviviendo las glorias de su raza, ignorante de que a pocos metros de distancia alguien dejaba de lado sus propias desdichas espiándolo a él.
Poco tenía que ver aquel consejo con el que los había traicionado. La mayoría eran seres patéticos, caricaturas mal dibujadas de los portentos que habían estado destinados a ser. «¿Por esto nos asesinaron? —se preguntó Hurza—. ¿A esto era a lo que querían llegar?».
De todos ellos, sólo Esmael resultaba digno de la Rocavarancolia magnífica que Hurza tenía en su memoria, de aquella Rocavarancolia de la que su hermano y él habían perdido el control. Hurza aún se preguntaba cómo pudo ocurrir. Cómo, sin que se percatasen de ello, habían terminado conviviendo con seres que no sólo los igualaban en poder sino que, además, y eso era lo peor, no los temían. Había intentado convencer a Harex de que aún estaban a tiempo de contener la traición que se gestaba en el seno del reino, de que aún era posible devolver las aguas a su cauce. Sólo debían acabar con varios conspiradores, los más poderosos, aniquilarlos para así subyugar al resto. Todavía recordaba las palabras de su hermano:
—Si hacemos eso, sabrán que nos sentimos amenazados. Sabrán que, en cierto modo, los tememos. Y eso alentaría a más traidores. No. Acabar con estas víboras sólo serviría para mostrar a otras que es posible mordernos y tarde o temprano alguna lo lograría. Es hora de irnos. Es hora de dejar que nos saquen de escena.
—Yo no temo a nada —había replicado Hurza.
—Por eso yo soy el rey y tú mi siervo —se había limitado a contestar Harex.
Hurza se asomó a los ojos de los dos criados que en ese momento se encontraban en los aposentos del regente de Rocavarancolia. El anciano Huryel yacía medio hundido en las mantas acuosas de su enorme lecho, sumido en un agitado duermevela; un aparatoso collar rodeaba su cuello y una fina tiara de bronce coronaba su cabeza: esas piezas formaban parte de las Joyas de la Iguana, los artefactos mágicos más poderosos del reino. Al contemplarlos, Hurza sintió una punzada de rabia y odio. Denéstor Tul se hallaba con el regente, aunque Huryel no daba muestra alguna de ser consciente de su presencia. Hurza se forzó a apartar la mirada de las joyas para estudiar al demiurgo. El hechicero estaba desgastado y su declive era más que evidente, hacía tiempo que había dejado atrás la cima de su poder, pero aun así sólo había que observarlo un instante para comprender que, llegado el momento, sería una presa dura de roer.
Denéstor suspiró.
—Al final nos enterrarás a todos, viejo amigo —dijo. Acercó su marchita mano gris a la frente azulada del regente y la acarició con cariño. La piel de Huryel estaba viscosa al tacto, cubierta por una fina película de agua.
Los ojos del regente se abrieron de pronto. Dos densas lágrimas cayeron por sus mejillas. Una de ellas se coló por las branquias palpitantes de su cuello.
—No es mi intención hacerlo, Denéstor —dijo Huryel. Su voz burbujeaba, pero sonó mucho más clara de lo que lo había hecho en las últimas semanas—. Son esas malditas arpías y sus malditos bebedizos. Se obstinan en no dejarme marchar —el regente tosió con fuerza—. Hasta en sueños me dan sus asquerosos potingues. Que se las lleven los diablos, que se las lleven… Al final tendré que ordenar a Esmael que las mate para que me dejen morir en paz.
Denéstor sonrió. Dama Desgarro sabía que ahora que contaba con su apoyo se convertiría en regente del reino sin problemas, pero de todos modos seguía desvelándose por mantener a Huryel con vida. A la custodia del Panteón Real no le interesaba el poder que conllevaba ser regente, lo único que quería era mantener apartado a Esmael de él.
—Aún no ha llegado tu hora, Huryel. No nos prives de tu compañía todavía.
—Demiurgo zalamero. Ya no hay claridad en mi mente, sólo fango y putrefacción —tosió de nuevo. Se pasó una mano temblorosa por los labios húmedos y preguntó—: ¿Cómo está la cosecha?
—Los once siguen vivos.
—¿Seguro que esas brujas no les dan sus pociones también a ellos? —gruñó—. Tanta resistencia comienza a resultar sospechosa, ¿no crees?
—Están teniendo suerte —contestó él—. Lograron entrar pronto en la torre Serpentaria. Sin la magia la mayoría hubiera muerto ya.
Denéstor se preguntó qué ocurriría si Huryel se enterase de que tres miembros del consejo estaban traicionando al reino y ayudando a los niños. El demiurgo suspiró. Por mucho aprecio que sintieran el uno por el otro, Huryel seguía siendo regente de Rocavarancolia, conocía muy bien cuál era su deber y le gustara o no, lo cumpliría sin dudarlo: los conspiradores serían desterrados al desierto y la cosecha exterminada. Y así se escribiría el final del reino. Sintió una punzada de culpabilidad al pensar que lo mejor para ellos sería que Huryel muriera. Con dama Desgarro de regente no habría ya nada que temer.
Huryel ladeó la cabeza para poder mirar más allá de las ventanas del muro. La oscuridad tremolaba tras ellas, agitada por los aullidos de la manada y el viento. Un murciélago llameante destelló a lo lejos.
—¿Cuánto queda para que salga esa luna maldita? —preguntó.
—Noventa y nueve días.
—Noventa y nueve eternidades… Hace unos meses soñé con dama Sueño. O esa vieja chalada soñó conmigo, no lo sé. Me aseguró que sobreviviría lo suficiente para ver la Luna Roja otra vez. No quise creerlo, pero ya ves, va camino de tener razón.
—¿Te mostró algo más en tu sueño?
—¿No te parece suficiente? —rezongó Huryel. Torció el gesto como si alguien le acabara de asestar una puñalada. Resopló, gimió, alzó una mano y la dejó caer sobre su pecho. En cada uno de sus dedos había, al menos, tres anillos, todos diferentes y magníficos: más piezas de las Joyas de la Iguana—. No acaba, Denéstor. Esta agonía mía no acaba —el suspiro que exhaló sonó como si tuviera la garganta repleta de agua y de pronto se hubiese puesto a hervir—. Voy a aprovecharme vilmente de ti, demiurgo. Tengo algo que pedirte. Y como soy el maldito regente no te podrás negar o haré que Esmael te corte esa fea cabeza tuya.
—Pídeme lo que quieras.
Huryel le dedicó una mirada turbia. Toda la fatiga y toda su agonía estaban presentes en esos ojos rasgados, de un sucio c olor blancuzco.
—Mátame. Haz que pare. La vida me duele. Acaba conmigo y dame descanso. Libera mi alma de este cuerpo demolido…
Denéstor titubeó.
—No…, no puedo hacerlo, regente… No podéis pedirme eso… No. Yo…
—Lo sabía. Siempre serás un sentimental. Ojalá yo tuviera fuerzas para hacerlo… Pero estoy tan débil que ni siquiera puedo morirme —sus párpados se cerraron despacio y nuevas lágrimas fluyeron de sus ojos tristes. Denéstor esperó a que se hubiera dormido del todo para salir de la habitación. Sentía los sordos latidos de su corazón golpeando contra el pecho y, a la par, lo notaba muy lejos, como si se encontrara en el fondo de un profundo abismo.
Saludó con la cabeza al guardia que custodiaba los aposentos del regente y echó a caminar pasillo arriba. Las articulaciones de sus escuálidas rodillas crujían con cada paso que daba. Pensar en el final de Huryel le hizo pensar en el suyo propio. Suspiró de nuevo. Llevaba demasiado tiempo vivo como para temer a la muerte, pero aun así, la incertidumbre de lo que podía aguardarlo al otro lado le hacía temer la llegada de ese momento.
Al doblar una esquina se encontró con un sirviente apoyado en la pared, con notables signos de malestar. Estaba doblado hacia delante, con las manos en las sienes. El jarrón que debía de haber estado limpiando yacía hecho añicos a su alrededor. Por un instante, Denéstor pensó en continuar su camino, pero el recuerdo todavía fresco de Huryel agonizando y la idea de su propia muerte le hicieron detenerse ante el pálido hombrecillo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
El criado se sobresaltó al escuchar su voz. Le miró con sus ojos vacíos y pestañeó levemente.
—Sólo es debilidad, amo Denéstor, nada más… —el labio inferior le tembló de manera incontrolada. Tragó saliva, se rehízo y continuó hablando mientras se pasaba una mano por la frente perlada de sudor—. Últimamente nos pasa a menudo, aunque nos recuperamos con rapidez… Recogeré este desastre enseguida, no se preocupe, amo.
Denéstor asintió. No era la primera vez que veía síntomas de flaqueza en el servicio del castillo, pero de un tiempo a esta parte todos parecían más enfermizos que de costumbre.
—¿Y desde cuándo dices que os aqueja esa extrema debilidad? —quiso saber, entornando los ojos y acercándose aún más al sirviente.
—Comenzó con la muerte de nuestro compañero, pero ha empeorado en las últimas semanas.
Denéstor introdujo una mano en su túnica y extrajo un pequeño escarabajo hecho con un camafeo y las puntas de un peine. Lo apretó y una suave luz plateada emergió de su lomo. El insecto artificial saltó a su hombro. Una tenue claridad rodeó al hombre gris y al criado pálido.
—No es la primera vez que uno de vosotros muere de manera violenta. Durante la batalla final muchos moristeis en la torre norte, cuando los dragones del enemigo nos atacaron…
El criado asintió. El espanto que le causaba aquel recuerdo se dejó ver en sus ojos.
—Fue horrible, amo Denéstor. Horrible.
—Lo imagino. ¿Tardasteis tanto tiempo en recuperaros de aquello?
—No. En unos días todos nos encontrábamos en condiciones de llevar adelante nuestras tareas sin merma alguna de nuestras facultades.
—Pero esta vez es diferente —murmuró Denéstor Tul. Sus dedos se prendieron del cuello de su túnica blanca y lo recorrieron de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Tuvo que ponerse de puntillas para examinar el rostro del criado. Su palidez cadavérica movía al espanto—. ¿Qué es lo que sientes exactamente? —le preguntó—. Lo que sentís… —se corrigió.
—Es difícil de explicar, amo Denéstor… Es un frío intenso, un terrible vacío y… —se llevó una mano temblorosa a la altura de las sienes antes de continuar hablando—: un peso desmedido aquí… Y a veces… —suspiró con fuerza—. A veces tenemos la impresión de estar ahogándonos… Sentimos cómo los pulmones se nos van llenando de agua, agua salada…
Denéstor frunció el ceño. El mapa de arrugas que era su rostro se plegó aún más. Miró directamente a los ojos del criado, buscando en ellos algún síntoma de enfermedad, locura o hechicería. No encontró nada, pero un siniestro escalofrío le recorrió la espina dorsal, un negro presentimiento que le atenazó las entrañas y le secó la garganta.
Al otro lado de aquella mirada, Hurza se removió inquieto en su capullo.
* * *
Adrián regresó de madrugada. Subió por la escalera, con una espada envainada en la mano, y se dejó caer en su cama, vestido con las mismas ropas con las que había salido, sin soltar el arma. Muy pocos habían logrado conciliar el sueño en su ausencia y Héctor no había sido uno de ellos. Se había pasado horas dando vueltas en la cama, sin dejar de imaginarse a Adrián flotando sobre el foso y traspasando los muros del torreón Margalar, tan fantasmagórico como dama Serena. «Me mató», había dicho el muchacho antes de salir del torreón, y Héctor estaba cada vez más seguro de que eso era lo que había ocurrido, o algo tan parecido que la diferencia no tenía importancia. El joven de los tejados había matado a Adrián y la magia de Bruno había hecho que algo nuevo ocupara su cuerpo vacío, algo completamente ajeno a lo que fue Adrián. O quizá aquella tremenda oscuridad ya estuviera dentro de él, aguardando el momento adecuado para hacerse con el control.
—No lo he encontrado —murmuró Adrián aunque nadie había preguntado nada—. Pero mañana volveré a intentarlo, sólo es cuestión de tiempo que dé con él.
Mistral se incorporó en su cama para poder observarlo. El cambiante se había pasado casi una hora inmóvil en la planta baja, víctima del hechizo paralizante de Adrián. Le costaba creer la facilidad con la que el chico se había librado de él. Había sido humillante. ¿Cómo podía protegerlos de Rocavarancolia si la ciudad ya estaba dentro de todos y cada uno de ellos? Asomaba en la mirada de Natalia cuando sus ojos se perdían en el vacío, en las pesadillas de Lizbeth, en el cambio de Madeleine, en la tensión con la que Héctor miraba a veces a Marina…
—Marco.
Adrián había vuelto la cabeza hacia él.
—Siento mucho lo de antes —le dijo—. Pero no podía dejar que me detuvieras, ¿lo entiendes?
—No pasa nada —le aseguró.
De todos ellos, era a Adrián, sin duda, al que más había afectado la ciudad. Ya pertenecía a Rocavarancolia en cuerpo y alma.
* * *
Hurza alargó una mano en la vibrante luminosidad de su crisálida. Hundió las uñas, teñidas aún de pardo, en la superficie del capullo y procedió a desgarrarlo. Lo hizo de un solo movimiento, de arriba abajo. Luego se incorporó despacio mientras las paredes de energía de la crisálida se rasgaban y caían a su alrededor como pétalos de una flor que se abriera. El cuerpo de Belisario seguía siendo reconocible, pero irradiaba una energía y un vigor que antes no tenía.
El primer Señor de los Asesinos extendió la palma de la mano ante sus ojos y la cerró con fuerza. La energía mágica chisporroteó en torno a su puño. La observó satisfecho. Era un sucio resplandor de plata y relámpagos negros, no se acercaba ni de lejos a la que había podido convocar en el pasado, aunque era un buen comienzo. Echó a andar sobre las tablas húmedas del barco hundido. Aún había partes de su cuerpo envueltas en las vendas de Belisario, sucios retales de tela podrida que le daban el aspecto de algo recién desenterrado.
El plan que había trazado era muy sencillo:
Primero el libro, después el niño.