En las tinieblas
Bruno abordó la bañera cuando ésta entraba en la plaza de la torre de hechicería. Caminó por el aire hasta ella, con el vuelo de su capa aleteando alrededor, y se dejó caer dentro sin que el espantapájaros que la pilotaba se inmutara. A continuación, hizo descender la comida hasta los que esperaban abajo. Desafiar la gravedad era un hechizo exigente y cuando se unió a ellos se le notaba cansado. Dejaron las provisiones a cargo de Lizbeth, en el torreón, y se dirigieron hacia el otro punto de aprovisionamiento, el situado en la plaza de la batalla petrificada.
Llevaban poco más de una semana haciendo acopio de víveres pero ya contaban con unas reservas más que aceptables; querían estar preparados para cualquier contingencia, no sólo con vistas a una posible marcha al desierto. Bruno había hechizado las mazmorras, convirtiéndolas en verdaderas cámaras frigoríficas. Ahora la escarcha cubría por completo las paredes y el suelo, y los barrotes congelados habían adquirido un aire de cristal quebradizo que en nada tenía que ver con su fortaleza real. Todos los días, el contenido de una bañera iba a parar allí. Su primera intención había sido la de hacerse con las provisiones de las tres, pero finalmente decidieron que con dos bastaría para cubrir sus necesidades y almacenar comida a buen ritmo.
—Y de ese modo el tipejo de los tejados no pasará hambre —había dicho Rachel mientras conversaban acerca de este asunto en el torreón.
—Hace tanto tiempo que no se le ve que es probable que esté muerto —dijo Héctor, sin apartar la mirada de Marina, interesado en ver cómo reaccionaba a sus palabras.
La joven le había dirigido una mirada extraña, difícil de interpretar, algo a medio camino entre la culpabilidad y el disgusto, aunque no dijo absolutamente nada. A quien sí afectaron sus palabras fue a Adrián:
—No ha muerto —aseguró con vehemencia—. No puede haber muerto. No así.
Desde que su adversario faltaba a la cita, el chico estaba más malhumorado que nunca. Se pasaba las horas en el patio, entrenando con desgana y lanzando miradas furtivas más allá de la muralla.
Mistral sabía que Darío se encontraba con vida. Denéstor le había dicho que el joven había sufrido un percance del que había salido bastante malparado aunque sus heridas no revestían gravedad. Según Denéstor, el potencial del brasileño era enorme, sólo por detrás del de Héctor, pero aun así resultaba sorprendente que hubiera logrado sobrevivir solo durante tanto tiempo. Se preguntaba si no habría alguien ayudándolo del mismo modo en que dama Desgarro y él ayudaban a los demás.
Mientras caminaban por una de las calles que desembocaban en la plaza de las tres torres, Mistral vio al pájaro metálico que portaba el ojo de dama Desgarro. Estaba posado en el quicio de una ventana observándolos pasar con la cabeza inclinada. Casi estuvo a punto de saludar. Una voz a su espalda lo sobresaltó.
—Esa ave nos vigila desde hace un tiempo considerable —era Bruno quien hablaba. Los rizos le habían crecido hasta el cuello, eran largos tirabuzones de pelo negro que le otorgaban un aspecto de bohemio abandono—. Lleva algo en el pico, ¿os habéis percatado? La distancia impide precisarlo convenientemente pero yo aseguraría que se trata de un ojo humano. ¿Qué opináis?
—Opino que tal vez pueda acertarle desde aquí —Marina colocó una flecha en el arco y dio un paso lateral. Aún no había terminado de alzar el arma cuando el pájaro batió sus alas y se alejó volando, llevándose su tétrica carga con él.
—De alguna manera nos tienen que vigilar los del castillo, ¿no? —dijo Natalia. Se había recogido el pelo en una coleta que le rozaba el hombro izquierdo, pero no había hecho nada por peinarse bien y por todas partes se le escapaban mechones revueltos.
—Acordaos de la mujer del saco —Rachel agitó las manos teatralmente ante su cara, como si pretendiera separarlas de sus muñecas—. Puede que sea su ojo, o el ojo de algo como ella…
—Qué asco —Marina fingió un escalofrío mientras se colocaba el arco al hombro y devolvía la flecha a su aljaba.
Hacía semanas que no sufrían ningún percance en la ciudad. Nada los acechaba ni les salía al paso. Lo último que Héctor recordaba que se hubiera salido de lo normal fue un grupo de espectros de aspecto aterciopelado que sobrevolaba el tejado de un caserón y que les había gritado todo tipo de insultos al verlos pasar. La fachada de aquel edificio se hallaba cubierta por una intricada red de venas y arterias azuladas, y de su interior llegaba el sonido del lento latir de un enorme corazón. Por supuesto, todo el lugar estaba rodeado por la niebla negra que Héctor creía obra del sortilegio de dama Serena.
La bañera con su estrafalario piloto al timón apareció entre la torre de madera y la de vidrio, reflejándose en la telaraña de grietas que cubría la estructura del edificio. Aceleraron el paso para ir a su encuentro. Héctor pronto se vio caminando otra vez entre los combatientes petrificados que se desperdigaban por la plaza. Aquel lugar seguía impresionándolo; era un monumento a la violencia, al sinsentido y la crueldad de la guerra. Los monstruos luchaban unos contra otros en un combate feroz e inmóvil. Espadas transformadas en piedra herían carne hecha roca. Las lanzas se cruzaban con garras y espolones y los colmillos se medían contra escudos y armaduras. Y como complemento horrible a ese espectáculo, el viento traía consigo los gritos de los que ardían en el barrio en llamas. No, aquella plaza no tenía nada que ver con las colosales estatuas que habían descubierto hacía apenas diez días.
Recogieron los víveres y regresaron al torreón. Lizbeth, con su diligencia habitual, ya había preparado la comida y dispuesto la mesa. Desde un principio la muchacha había asumido la responsabilidad de las tareas domésticas y las llevaba a cabo con una rapidez y eficacia asombrosas. Natalia la había definido como «un huracán al revés»: en vez de destrozarlo todo a su paso, lo dejaba más brillante y ordenado.
Después de comer salieron de nuevo a explorar la ciudad. Lizbeth fue con ellos esta vez. En el torreón sólo quedó Adrián, lanzando estocadas al aire en el patio mientras la mirada se le iba a la línea de tejados tras la muralla.
En el reloj de la fachada del torreón Margalar, la estrella de diez puntas estaba a punto de llegar a las ocho.
* * *
Héctor contempló la calle en la que se habían adentrado con el ceño fruncido; era una avenida zigzagueante, no muy ancha, con maltrechos edificios a ambos lados, todos medio hundidos en el pavimento, como si sus cimientos no hubieran podido soportar más su peso o como si el propio terreno estuviera devorándolos. No había señal de la niebla de advertencia, pero aun así el lugar le ponía los pelos de punta. Se detuvo al llegar a la altura de una casona de la que sólo asomaba ya del suelo la azotea, torcida y quebrada, y la parte superior de la última planta; el arco de un gran ventanal se abría a ras de calle en su fachada, como una mueca triste, como si la casa gritara mientras se hundía en la acera.
Marco se giró hacia él en cuanto se detuvo, pero los demás continuaron caminando, sin prestarle atención.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el joven negro, preocupado.
—Este sitio me da mala espina —contestó Héctor—. Será mejor que busquemos otro camino…
Marco asintió y ordenó retroceder a los demás. Todas las conversaciones cesaron en el acto y la intranquilidad los sumió en un tenso silencio. Héctor entrecerró los ojos y estudió la casona hundida, que ahora quedaba a su derecha, mientras se alejaban. De pronto, lo vio. En el ventanal se daban cita dos oscuridades diferentes: una era la oscuridad propia y natural del lugar y el momento del día, pero la otra era una silueta viva, una silueta viva e inmóvil que los acechaba agazapada entre las sombras. «Va a atacarnos en cuanto le demos la espalda», comprendió. Por un instante, su mirada y la mirada del ser al acecho se cruzaron. La cosa en la ventana se movió al verse descubierta. Una garra oscura salió a la luz y se apoyó en el alféizar para darse impulso fuera.
Héctor se llevó la mano a la espada y dio la voz de alarma justo cuando la criatura desplegaba unas espeluznantes alas membranosas y se lanzaba hacia ellos. Profería un chillido ensordecedor que se clavaba en el cerebro como un estilete candente.
Se trataba de un inmenso murciélago de alas negras y cuarteadas, de casi dos metros de altura. La cabeza era monstruosa, deforme e hinchada, con una mandíbula abultada y una nariz chata que parecía hundida en su rostro a puñetazos. Sus ojos eran enormes y estaban recubiertos por una capa de piel blancuzca. De su torso velludo surgían tres pares de brazos, largos y escuálidos. «Un vlakai, un demonio de las profundidades», se dijo Mistral al verlo aparecer; uno de los muchos engendros que poblaban las galerías y pasadizos subterráneos de la ciudad. Desenvainó sus dos espadas y se adelantó un paso.
—¡Dejádmelo a mí! —gritó. Por suerte se trataba de un ejemplar solitario, por lo general los vlakai atacaban en manadas y eso sí hubiera supuesto dificultades.
Una fuerte pestilencia a excrementos y sudor los envolvió cuando la criatura llegó hasta ellos. Su chillido era ensordecedor. Mistral saltó a su encuentro, y justo cuando se iba a producir el choque, el vlakai dio un vigoroso golpe de alas y cambió de dirección. Las espadas del cambiante hendieron el vacío, lejos de su blanco. Se revolvió con rabia y trató de ir en su busca, pero Ricardo le estorbó el paso y perdió unos instantes valiosos en esquivarlo.
El monstruo se arrojó sobre Marina y la envolvió entre sus alas. Héctor gritó y detuvo la estocada que ya lanzaba por miedo a atravesarla también a ella. El vlakai abrió la boca, enseñó sus colmillos ennegrecidos y echó a volar de nuevo, llevándose a Marina sujeta entre sus seis brazos.
—¡Bruno! —aulló Héctor, señalando con su espada a la criatura que huía.
El italiano se alzó en el aire, aferrado con ambas manos a su báculo; la pajarera del extremo fulguraba; una potente llamarada cian nació en torno a ella y se hizo más y más brillante a medida que Bruno recitaba su hechizo. En el punto álgido del mismo, apuntó con el báculo al monstruo y gritó una sola palabra; una corta sílaba que sonó entre sus labios como una verdadera explosión. Al momento, una esfera de luz plateada salió despedida del extremo de la pajarera. El trallazo de luz impactó contra la espalda del murciélago, que culebreó en el aire aullando de dolor. Cuando parecía a punto de chocar contra el suelo, zigzagueó a ras de pavimento, se rehízo y enfiló a toda velocidad hacia la casona de la que había salido. De una de sus alas surgían volutas de humo grasiento. Héctor echó a correr hacia la casa hundida en el preciso momento en que el monstruo y Marina desaparecían por el ventanal.
—¡No! —gritó.
—Qué contrariedad —murmuró Bruno desde el aire antes de echar a volar él también en dirección a la ventana—. Estaba convencido de que lo derribaría.
Héctor y el italiano saltaron casi al unísono al reborde del ventanal, uno desde tierra y el otro desde el aire. Bruno proyectó el báculo hacia delante, dijo dos palabras y la pajarera se iluminó. La luz se esparció por el interior arruinado de la casa. El suelo, apenas a metro y medio de la ventana, estaba destrozado; una gran resquebrajadura se abría en la parte central, enmarcada por tablones a medio levantar, vigas truncadas y cascotes. Los dos muchachos saltaron desde el saliente al interior de la habitación y se aproximaron con cuidado al boquete inmenso que se abría en su centro. La pajarera iluminó la vasta galería subterránea a la que iba a parar. El suelo bajo sus pies crujía amenazador, pero al único sonido al que Héctor podía prestar atención era a los cada vez más lejanos gritos de Marina.
—¡Volved aquí los dos! ¡Volved ahora mismo! —les ordenó Marco desde fuera.
Ninguno le hizo caso. Bruno repitió las palabras mágicas, añadió una nueva, y la intensidad de la luz de su báculo se multiplicó por tres.
No lograron descubrir el final de la galería, pero sí vieron al monstruo que arrastraba a Marina a las profundidades con un lento batir de alas. Aún parecía aturdido por el disparo de Bruno y su vuelo era inseguro. Había llegado ya a la mitad de la zona iluminada del pasaje y avanzaba hacia la oscuridad a la que no llegaba la luz del báculo, con Marina pataleando desesperada entre sus brazos.
—¿Puedes derribarlo? —le preguntó a Bruno.
El italiano negó con la cabeza.
—No sin correr el riesgo de herir a Marina.
Héctor comprendió que sólo les quedaba una alternativa. Se asomó a la hendidura. Había unos cuatro metros de distancia hasta el suelo de la galería, pero el camino hacia allí estaba sembrado de cascotes y escombros. Casi sin pensarlo saltó a la piedra más próxima, y luego a otra, que tembló peligrosamente al aterrizar sobre ella. Sin aguardar a que el terreno se asentara bajo sus pies, saltó a otra montonera de escombros. Tras él fue Bruno, caminando por el aire, con la misma calma con la que descendería por una escalera. La luz de su báculo se desplazaba con él.
—¡No podéis bajar ahí! —les gritó Mistral desde arriba. Si lo hacían, morirían. Si bajaban a la oscuridad, sólo encontrarían la muerte. Rocavarancolia estaba exigiendo un nuevo sacrificio y resistirse a él sólo podía terminar en un baño de sangre—. ¡No sabéis qué puede haber ahí abajo!
Él sí lo sabía… Cientos de aberraciones se daban cita en las entrañas de la ciudad, algunas tan desconocidas para él como la fauna alienígena que podía poblar el planeta más lejano. Allí merodeaban los cadáveres pálidos que se alimentaban del tuétano de sus víctimas; los espectros errantes a la caza siempre de cuerpos que poseer… En las profundidades de Rocavarancolia todavía era posible encontrar a los descendientes de los seres humanos a los que Eradianalavela había injertado almas de bestias; o a los vampiros de Rádix, capaces de succionar la sangre, las vísceras y los huesos de sus víctimas con sólo tocarlas; y a criaturas aún más terroríficas que aquéllas. Y los peligros no se reducían sólo a monstruos: bajo la ciudad había escapes de magia asesina, turbulentas nubes de humo venenoso procedentes de la combustión de residuos mágicos… Descender a las entrañas de Rocavarancolia era buscar una muerte segura.
Pero Mistral sólo necesitó contemplar la resolución con la que Héctor avanzaba entre los escombros para entender que nada de lo que pudiera decir lo disuadiría. Héctor seguiría adelante aunque todos los demonios de todos los infiernos estuvieran aguardándolo a los pies de la montaña de escombros por la que bajaba.
—Marina está ahí abajo —le dijo Héctor y ése, para él, era el argumento definitivo; la frase capaz de hacerle marchar hacia la muerte sin dudarlo un solo instante. El monstruo y la muchacha todavía quedaban a la vista, aunque sus siluetas se difuminada ya en la oscuridad.
El cambiante se aferró a los bordes de la grieta, desesperado. Marina pronto estaría muerta, y cualquiera que fuera tras ella no tardaría en correr la misma suerte. Y aunque era una lástima que Héctor, en el que había tantas esperanzas depositadas, muriera, se trataba de una pérdida que Mistral era capaz de aceptar. Pero no la de Bruno, no la del único que había demostrado verdadera valía hasta el momento. Con él se esfumaría la principal baza con la que contaba el grupo de sobrevivir hasta la Luna Roja. Si lograba convencer al italiano para que no cometiera esa locura, quizá todavía tuvieran una oportunidad…
—¡Bruno! ¡Vuelve ahora mismo! ¡Es un suicidio bajar ahí! ¡No sabes qué te puedes encontrar! ¡No sabes con qué puedes enfrentarte!
Bruno le miró de reojo, mas la única respuesta que Mistral obtuvo de su llamada vino de los muchachos a su espalda.
—Y nosotros no podemos permitir que vayan solos —dijo Natalia, apoyando la palma de la mano en su hombro. Si lo que la joven pretendía con ese gesto era infundirle ánimos, no funcionó. Mistral sintió la presión de su mano como una puñalada. Pero era cierto. No podía dejarlos solos por el simple motivo de que los demás no se lo permitirían. Y tampoco podía dividir el grupo. Estaban demasiado lejos del torreón y era una locura abandonar a alguien allí arriba, no con el revuelo que habían causado. No le quedaba más alternativa que hacer que todos bajaran a aquel infierno de tinieblas y espantos.
«A la oscuridad entonces», se dijo el cambiante, y se volvió hacia los que quedaban a su espalda para organizar el descenso. Se preguntó cuántos de ellos volverían a ver la luz del día.
* * *
Avanzaban veloces por la galería. Ésta descendía en una pendiente irregular, tan pronunciada a veces que se las veían y deseaban para no resbalar. Pronto el techo quedó fuera del alcance de la luz del báculo de Bruno y tuvo que amplificarla para evitar dejar tras ellos la más mínima sombra donde el murciélago pudiera ocultarse.
La inmensa gruta era de origen natural, un lugar húmedo y rebosante de ecos que avanzaba en dirección oeste. No había más aportación visible de los moradores de Rocavarancolia que las columnas que aseguraban el techo. Las había a decenas, esparcidas sin pauta ni orden alguno, apiñadas en compactas manadas o velando solitarias por la integridad de la galería; eran de piedra negra, extraordinariamente finas. Se trataba a todas luces de columnas mágicas. A pesar de su número, su aspecto era demasiado frágil como para poder sostener por sí mismas el techo de la caverna y el peso de los edificios que se levantaban sobre ésta. Resultaba difícil concebir que Rocavarancolia quedara sobre sus cabezas.
El suelo estaba encharcado y chapoteaban a la carrera, salpicándose unos a otros. No iban todo lo rápido que Héctor hubiera querido. Madeleine y Lizbeth eran incapaces de seguir el ritmo de los demás y no podían dejar a nadie atrás, no en aquel lugar espantoso. Era tal su desesperación que Héctor en ocasiones adelantaba a Rachel en la marcha. Dejó de hacerlo cuando la joven se frenó en seco al llegar a una zona mágica. Tuvieron que detenerse allí mientras ella caminaba de un lado a otro, rascándose sin cesar los antebrazos y el cuello, hasta dar con un paso seguro entre dos columnas. Luego reanudaron la marcha. Mientras corría, Héctor no dejaba de recordar a Marina en el cementerio, pidiéndole que la enterraran allí si algo malo le sucedía. Y no podía olvidar su cuento profético. Mientras corría, se veía ya llevándola en brazos al cementerio. Casi era capaz de sentir su peso y la frialdad de su cuerpo allí donde rozaba el suyo, casi podía ver sus labios violáceos y la palidez cadavérica de su rostro muerto. «No vas a morir», le había prometido a las puertas del mausoleo de cristal, y ahora esa promesa le parecía tan vana y estúpida que le daban ganas de dejar de correr y abrirse el cráneo a golpes contra las paredes.
Bruno avanzaba sobre ellos; corría más que volaba, como si el aire fuera sólido para él, con el báculo extendido hacia delante. Sombras tenebrosas se desprendían de las paredes de la galería al llegar la luz de la pajarera. Apenas se dejaban ver, o echaban a correr despavoridas hacia delante o se escurrían por las paredes rumbo a la oscuridad que el grupo dejaba tras de sí. A cada paso que daban, el nerviosismo de Mistral era mayor. Corrían hacia la muerte. Nadie saldría vivo de allí, estaba convencido. El destino del reino quedaría en manos de Adrián y Darío. Y al cambiante no le extrañaba nada que acabaran matándose el uno al otro.
Tras diez minutos de avance encontraron el arco de Marina, hecho pedazos en el suelo. Fue Mistral quien lo descubrió, en mitad de un charco.
—Tenemos que marcharnos, tenemos que salir de aquí —dijo. Había cogido el arco roto y lo esgrimía ante el grupo como si fuera la prueba irrefutable del sinsentido de aquella aventura—. Es demasiado tarde… Fue demasiado tarde en cuanto esa cosa la arrastró al túnel —notaba un extraño escozor en los ojos; una humedad amarga y pesada a la que se negaba a ceder—. La hemos perdido, ¿me oís? La hemos perdido… Y todos moriremos si no salimos de aquí cuanto…
En ese preciso instante, escucharon el penetrante chillido del murciélago, no muy lejos. Héctor miró a Mistral con todo el desprecio del mundo y luego echó a correr hacia allí. Pasó por delante de Rachel, a la que no le quedó más remedio que agarrarle del brazo para frenarlo en seco y reconquistar la cabeza de la marcha.
—Detrás, detrás, detrás —le advirtió con rabia mientras aceleraba el paso—. O te quedas detrás o te ato a una columna.
—¡Escuchadme, maldita sea! —aulló Mistral. Pero nadie le hizo caso.
Mientras corrían hacia los chillidos se toparon con una bifurcación en la galería, un segundo pasadizo que se unía al primero desde la izquierda. No dudaron ni un instante qué camino seguir. Los gritos se oían delante, cada vez más cerca, cada vez más frenéticos. No tenían nada que ver con los que la criatura había proferido al atacarlos, eran de naturaleza bien distinta aunque surgieran de la misma garganta. En éstos había dolor, dolor y angustia. Cesaron con brusquedad. Lo siguiente que escucharon fue un ruido blando y repugnante: el sonido de algo que chocaba contra el suelo tras caer de gran altura.
Apenas dos minutos después, descubrieron un bulto informe en la oscuridad, tirado en mitad de la caverna; luego la luz del báculo llegó hasta él, dotándolo de un contorno cada vez más claro y definido. Era el murciélago, caído de costado en un charco de agua sucia. Héctor jadeó al verlo. De pie ante el cadáver, visiblemente aturdida, se encontraba Marina, mirándolos con los ojos entornados, deslumbrada por la luz del báculo tras su travesía en la oscuridad.
—¿Chi… chicos? —dio un paso vacilante en su dirección. Luego pareció reconocerlos y echó a correr hacia ellos, de forma insegura pero veloz.
Héctor la observó aproximarse aturdido por el asombro, incapaz de creer que aquella chica fuera de verdad Marina. Estaba empapada de sangre y empuñaba en la mano una flecha partida por la mitad.
La joven se lanzó a sus brazos y a él no le quedó más remedio que abrazarla.
—¡Gracias al cielo que estáis aquí! —dijo ella unos instantes después, apartándose de él tras estamparle un sonoro beso en la mejilla—. ¡Creí que no lo contaba! ¡Qué miedo he pasado!
Lo soltó para abrazar a Madeleine con todas sus fuerzas. Luego hizo lo mismo con Lizbeth, que jadeaba sin aliento tras la carrera.
—Respirar… —acertó a decir—… jame respirar…
—¿Miedo? —Marco contempló el cadáver del monstruo, tenía una multitud de heridas en el pecho y la garganta. De todos los posibles finales que podía haber imaginado para aquel rescate, el que tenía ante sí era el que hubiera creído menos probable—. No se nota. Por lo que parece te has bastado muy bien para rescatarte tú sola.
—Estaba desesperada. Y perdí el arco —les explicó—, así que no me quedó otro remedio que apuñalarle con las flechas… —se estremeció al recordarlo—. Cuando le clavé la primera quiso soltarme, aunque no se lo permití. Trepé a su espalda y… —volvió a estremecerse—. El túnel estaba oscuro y cuando caímos no sabía desde qué altura lo hacía. Me agarré con fuerza a esa cosa y ella amortiguó la caída, y aun así… Debí de perder la conciencia, sólo un momento, pero me desmayé… Luego abrí los ojos y todo era oscuridad.
Bruno la examinó a la luz de su báculo.
—A simple vista no pareces tener daño alguno, de todos modos me gustaría lanzarte un hechizo de curación general.
—Espera, espera —dijo ella y se contorsionó para librarse de la túnica manchada de sangre—. Estoy hecha un asco… —volvió la cabeza para mirar acusadora a la criatura muerta—. Esto es culpa tuya, ¿me oyes? Si me hubieras dejado en paz, tú no estarías muerto ni yo pringosa…
Se acuclilló junto a un charco y metió las manos dentro. Luego las restregó con fuerza en su túnica, embadurnando tanto la prenda como su piel.
—Quiero quitarme de encima esta sangre, quiero quitármela de encima… —se mordió con fuerza el labio inferior. Parecía a punto de romper a llorar.
—Lo mejor será que salgamos de aquí cuanto antes —dijo Marco. Habían tenido suerte de encontrar a la chica con vida, pero permanecer más tiempo allí era como hacer al desastre.
—Sí, por favor, sí, sí —dijo Lizbeth. Tenía una mano en el pecho y seguía respirando de manera agitada—. Mientras corríamos vi cosas escurrirse por las paredes… Cosas horribles…
—Todos las vimos —señaló Natalia—. Y parecían tenernos bastante miedo, por cierto.
—No huían de nosotros, Natalia —le advirtió Marco—. Huían de la luz.
—Dado el entorno en que viven, es relativamente normal que sean fotofóbicas —señaló Bruno—, pero ahora que tenemos lo que vinimos a buscar es un riesgo innecesario permanecer más tiempo aquí —contempló el monstruo muerto—. Porque no todas las criaturas que habitan este lugar temen la luz —a continuación se acercó a Marina, que seguía empeñada en limpiarse la sangre con el agua encharcada, y le lanzó un rápido conjuro de curación. La joven ni se inmutó, continuó frotándose las manos y la ropa, ensuciándose más que limpiándose, mientras la luz ambarina sanaba sus magulladuras.
Lizbeth la ayudó a levantarse del suelo.
—Vamos, vamos —le dijo—. Ya has oído a Bruno, tenemos que salir de aquí, cariño. Tenemos que marcharnos. En casa podrás darte un baño.
Ella asintió y se dejó llevar.
La luz del báculo de Bruno se reflejaba en lentas ondas en el piso encharcado. Emprendieron el regreso a buen ritmo. Héctor no podía dejar de mirar a Marina, que caminaba junto a él, frotándose las manos de manera compulsiva. Sólo entonces, con ella a salvo, alcanzó a comprender la magnitud de la locura que acababa de cometer. Los había arrastrado a todos al peligro. Luego negó con la cabeza. Él no había arrastrado a nadie. Si por él hubiera sido, se habría internado en aquel túnel solo. «Y es muy probable que a estas alturas estuviera muerto», se dijo.
—¿Estás bien? —le preguntó a Marina en un susurro—. ¿De verdad estás bien?
Ella asintió.
—Lo estoy, sí. Pero tendré pesadillas durante el resto de mi vida. Oídme, gente, gracias por venir a por mí… —dijo. Alargó la mano para acariciar el hombro de Marco, que la precedía en la marcha.
—Dánoslas cuando hayamos salido de aquí —le replicó éste, incómodo.
Las tinieblas los acompañaban en su regreso.
Bruno había reducido la luz de la pajarera. Ahora el círculo lumínico que los rodeaba, aun siendo amplio, no alcanzaba a iluminar ni las paredes ni el techo. Más allá del resplandor, en la zona de tinieblas que precedía a la oscuridad, se vislumbraban las criaturas que habitaban el lugar. Se mantenían fuera del alcance de la luz, pero no demasiado lejos. Héctor vio cómo un ser inmenso se dejaba caer del techo al poco de pasar ellos: una criatura jorobada que parecía caminar apoyándose en los nudillos; tuvo un atisbo de una mandíbula abultada y de unos colmillos retorcidos que brillaban como diamantes. Se preguntó qué ocurriría si la luz del báculo se extinguiera. Observó a Bruno. El italiano había comenzado a sacar todos los talismanes de reserva del zurrón y se los iba colocando al cuello y en las muñecas. No era un gesto muy tranquilizador.
—Silencio —ordenó de pronto Marco, alzando una mano para hacer que el grupo se detuviera.
Se escuchaba un redoble de tambores, procedente de algún punto indeterminado delante de ellos. Prestaron atención. Los golpes eran irregulares, y se oían cada vez más cerca. Tardaron unos instantes en identificarlo como un ruido de trote. Algo se aproximaba. Algo enorme. El sonido de su galope pronto originó ondas concéntricas en los charcos de la caverna.
—Esto no me gusta nada —dijo Madeleine y retrocedió un paso.
Aguardaron expectantes en el centro del círculo de luz que proyectaba el báculo. Ricardo puso una mano en el hombro de Rachel y la hizo retroceder para ocupar su lugar, con la espada desenvainada y el escudo que siempre llevaba a la espalda en el brazo. A su izquierda se encontraba Natalia, con la alabarda cruzada ante ella, y a la derecha Marco, con sus dos espadas dispuestas.
Héctor escuchó cómo el italiano lanzaba un hechizo. Al instante los ojos de Bruno se nublaron con una niebla blanquecina. Se quedó mirando fijamente la oscuridad y si gracias al encantamiento descubrió qué era lo que se aproximaba, su rostro no dio muestra de ello. En cualquier caso, el sonido del trote sonaba más y más cerca. La caverna retumbaba.
De pronto Bruno, para sorpresa de todos, saltó hacia Rachel, la agarró de los hombros y se la llevó casi en volandas hasta la pared más cercana, la que quedaba a su izquierda. Allí la empotró contra una grieta abierta en la roca, una brecha de medio metro de ancho y tres de alto. Ella se quejó, pero él la ignoró por completo y comenzó a levantar una pared de piedra ante ella. Cogía las rocas del suelo, las apilaba unas sobre otras y con un leve pase de manos las fundía entre sí.
—¿Qué haces? —protestaba ella—. ¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco?
—Intento salvarte la vida —le dijo—. Y por desgracia tu neutralidad mágica en esta ocasión no nos beneficia.
Rachel intentó saltar el muro, pero el italiano, sin ningún tipo de delicadeza, le propinó un soberbio empujón para que se estuviera quieta. El ruido atronador se oía cada vez más cerca. Ya distinguían una sombra nueva inmersa en la oscuridad y su tamaño les quitó el aliento. Se escuchó un rugido en el túnel y luego un sonido ensordecedor: el ruido que haría un gigante al soplar por un cuerno inmenso.
«Estamos acabados —pensó Mistral—. Rocavarancolia está acabada».
—No tiene miedo a la luz… —dijo Ricardo—. Viene directo hacia ella.
—Sea lo que sea es demasiado grande —murmuró Natalia. La alabarda temblaba en sus manos—. No podremos paralizarlo…
—No, no podremos —aseguró Bruno. Se acercó a ellos después de terminar de recluir a Rachel en la pared y pedirle que permaneciera quieta y en absoluto silencio. Sus ojos seguían rodeados de un espeso nimbo blanco—. Mi magia no está preparada para enfrentarnos a eso que llega —les advirtió haciendo gala por enésima vez de su calma enfermiza. A Héctor le dieron ganas de abofetearlo. Que no perdiera los nervios ni en una situación así era desquiciante—. Y dudo que vuestras armas tengan la menor oportunidad contra él. Es demasiado grande y parece demasiado fuerte. Cogeos de las manos —dijo alargando la suya hacia Madeleine—. Y os rogaría que lo hicierais sin más dilación, porque ya está aquí. Ya llega.
Héctor estrechó la mano de Marina mientras alguien le tomaba de la otra mano en el preciso instante en que el monstruo irrumpía en el círculo de luz, bramando atronador. Era una criatura inmensa, de más de cuatro metros de altura y cerca de quince de largo, semejante a un cocodrilo velludo, de un sucio color gris, con una larga cola prensil acabada en un aguijón. Mistral no había necesitado magia alguna para verla aproximarse en la oscuridad del túnel. La había reconocido al momento: era una quimera, un ser creado por taumaturgos a base de unir mágicamente los animales más dispares. Aquella bestia arremetió contra ellos con la potencia de un tren que descarrila. Se lanzó a por Ricardo, el más adelantado. Mistral vio la expresión de horror absoluto del joven un instante antes de que las fauces de la quimera se cerraran sobre él. La galería se llenó de gritos.
Cuando la criatura echó la cabeza hacia atrás, Ricardo seguía en su sitio, indemne, pálido y perplejo. Reculó y cayó al suelo, con los labios temblorosos. Héctor jadeó. Su mano seguía unida a la de Marina y a la de Natalia, pero no sentía su contacto. Bruno los había vuelto intangibles a todos, comprendió. El monstruo, furioso, lanzó otra dentellada al joven caído, y una vez más sus colmillos lo atravesaron sin hacerle el menor daño. Aun así Ricardo gritó. La quimera bramó furiosa, incapaz de comprender qué ocurría, incapaz de entender por qué su boca no se llenaba con la carne de sus presas. Rugió de nuevo antes de lanzar otro mordisco a un blanco distinto, a Bruno en esta ocasión. El italiano ni se inmutó. Se limitó a atravesar las mandíbulas de la bestia, sin esperar siquiera a que éstas se abrieran por sí mismas. Emergió entre los colmillos, impasible.
—Guardad la calma —les pidió, levantando la voz por una vez para hacerse oír sobre el escándalo del monstruo—. Sería oportuno alejarnos del lugar donde he ocultado a Rachel, no queremos que esta bestia le cause daño por accidente.
Hicieron lo que les decía, trastabillando en el piso encharcado. Héctor apenas notaba el suelo bajo sus pies y al mirar hacia abajo vio cómo sus botas lo traspasaban hasta la altura del tobillo; era una sensación extraña, como caminar sobre una nube. Lizbeth tropezó y cayó al suelo, blanca como el papel. Las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas. Su cuerpo atravesó a medias las rocas. No se levantó, permaneció tumbada donde había caído, con los ojos cerrados y negando con la cabeza una y otra vez.
—¡Bruno! —gritó Natalia, que se había quedado más rezagada—. ¡Nos estamos alejando demasiado! ¡Nos alejamos demasiado! —desesperada señalaba con su alabarda en dirección al lugar donde habían dejado a Rachel.
La zona estaba en sombras pero pudieron ver claramente, entre las embestidas del monstruo y sus mordiscos inútiles, cómo tres criaturas descendían veloces por la pared en dirección a Rachel. Eran una especie de polillas de cabeza picuda que reptaban hacia la grieta con brazos esqueléticos, terminados en una única uña retorcida. Sus abdómenes eran grotescos globos segmentados rodeados por un pulsante entramado de venas.
Bruno se colgó el báculo al hombro, juntó las manos y lanzó un nuevo hechizo. Una explosión de luz se extendió por todo el pasadizo como una riada de incontenible claridad. Al momento, las criaturas que acechaban a Rachel desplegaron sus alas y echaron a volar, dando gritos. Y no fueron las únicas que huyeron del repentino resplandor. Ambos extremos del túnel hervían de engendros; los había a decenas: criaturas sombrías, dantescas, seres tentaculares de rostros pálidos, insectos del tamaño de hombres, alimañas indescriptibles con el esqueleto aflorando de su cuerpo, grotescos engendros mitad reptil, mitad vegetal… Sólo pudieron verlos durante un fugaz instante, el tiempo que tardaron en zambullirse otra vez en las tinieblas. La explosión de luz duró muy poco, la claridad se replegó y pronto el único resplandor que quedó en la galería fue el del báculo.
El italiano retrocedió unos pasos para que la luz iluminara el lugar donde estaba escondida Rachel. No podían alejarse más si querían protegerla y eso dificultaba la situación. Siendo intangibles como eran, no habrían tenido problemas para escapar del túnel, pero si lo hacían condenarían a Rachel; como bien había dicho Bruno, su neutralidad mágica jugaba ahora en su contra. Héctor contempló al italiano. El sudor comenzaba a perlar su frente y mostraba evidencias de fatiga. Y si algo estaba claro era que dependían de él para sobrevivir, si algo le ocurría, si agotaba su magia o la luz de su báculo se apagaba… Héctor no quiso pensar en ello.
Marco hizo gestos para que se reunieran todos junto a Lizbeth. Pero si ya resultaba complicado pensar con aquella criatura fuera de sí atacándolos una y otra vez, mucho más difícil era hablar. Formaron un círculo, juntaron sus cabezas y hablaron a gritos para poderse escuchar sobre aquel escándalo de bramidos y de golpes. Ni Lizbeth ni Madeleine participaron en la conversación. La pelirroja intentaba consolar a su amiga, que lloraba histérica en el suelo. Al menos había logrado que dejara de gritar.
—No puede hacernos daño —le decía—. Tranquila, no puede tocarnos. Respira, respira despacio… Pronto acabará todo, te lo prometo, pronto acabará todo…
—¿Cuánto durará el hechizo? —le preguntó Ricardo a Bruno.
—Unos cinco minutos, seis a lo sumo —contestó.
—¿Y crees que tendrás fuerzas suficientes para lanzar otro cuando este acabe?
Bruno asintió con la cabeza.
—Podría hacerlo, sí, pero existen complicaciones que hacen inviable ese curso de acc…
—¡Quieres hablar como una persona normal por una vez, maldita sea! —estalló Natalia.
—No sé hablar de otra forma, Natalia. Lo lamento, lo lamento sinceramente… —volvió a mirar a Ricardo—. Podría lanzarlo, como digo, pero durante unos instantes nos hallaríamos todos desprotegidos… Necesito tener contacto físico con el blanco del hechizo para que éste sea efectivo y si sois tangibles para mí también lo sois para esa aberración, con todo lo que eso acarrea… Pero es que además hay otro problema que agrava notablemente la situación. El sortilegio no se extinguirá al mismo tiempo para todos. Depende mucho de la masa corporal de cada uno de los sujetos hechizados. Hemos de suponer que Marco, al ser el más voluminoso, será el primero en solidificarse…
Tuvo que interrumpirse. La quimera había saltado sobre ellos y por un instante lo único que pudieron ver fue la oscuridad tenebrosa del interior de la bestia. Escucharon el latido acelerado de su corazón, el bullir de la sangre en sus venas y el elástico chasquido de sus músculos al moverse. Unos segundos después, el monstruo se apartó, bramando fuera de sí, y ellos parpadearon, aturdidos, de regreso de nuevo a la luz. Héctor sacudió la cabeza, con el latir del corazón del engendro incrustado en las sienes.
—Marchaos todos. Marchaos ahora —dijo Ricardo. Estaba pálido—. Si os dais prisa, quizá os dé tiempo a escapar antes de que el hechizo de Bruno se disipe. Yo me quedaré con Rachel, la protegeré e intentaré salir de aquí con…
—¿Salir de aquí a oscuras? —le preguntó Natalia y señaló hacia las tinieblas y las criaturas que se ocultaban en ellas—. ¿Y cómo te librarás de esas cosas? ¡¿Te has vuelto loco?!
—¡No tenemos alternativas ni tiempo para discutir!
—¡Pues no discutas!
—¿Qué ocurriría si me volviera sólido dentro de esa cosa? —preguntó entonces Marco. Héctor lo miró pasmado, la respuesta era obvia y él debía conocerla muy bien.
—Ambos moriríais —aseguró el italiano—. No podéis ocupar la misma ubicación en un mismo intervalo de tiempo, no siendo ambos sólidos. Os haríais pedazos.
Marco asintió. La expresión de su rostro dejó claro lo que estaba pensando.
—¡No! —le gritó Marina e intentó golpearlo en el hombro. Su mano, como no podía ser de otro modo, lo atravesó limpiamente—. ¡Ni se te ocurra pensar en eso! ¡Tiene que haber otra manera!
—No dejaremos a nadie atrás —dijo Héctor. Le temblaba la voz. Luego acercó su rostro al del italiano para preguntarle—. ¿No puedes acabar con él de otra forma?
Bruno negó con la cabeza.
—Es demasiado grande para mí. Os lo he repetido en infinidad de ocasiones: la magia real está fuera de mi alcance.
Y sólo la magia real podría acabar con esa criatura.
—Y si haces intangible, no sé… una piedra, la alabarda de Natalia, lo que sea… se lo lanzamos y lo vuelves sólido cuando lo tenga dentro. ¿Eso no acabaría con ese bicho?
—Podría acabar con él, en efecto. Pero necesitaría entrar en contacto con el elemento que tuviera intención de solidificar. Y para ello yo mismo debería… —se interrumpió de pronto. No hubo cambio alguno en su rostro, simplemente se quedó contemplando el vacío durante un largo instante. Luego asintió con su cadencia mecánica habitual antes de decir—. Es probable que haya un método más sencillo de hacer lo que pides.
Y sin más palabras echó a andar por el aire. La quimera trató de morderlo, pero sus colmillos pasaron a través del cuerpo fantasmal del italiano que, ajeno a sus embestidas, continuó su ascenso. Se detuvo a unos tres metros de altura y agitó su báculo con fuerza de izquierda a derecha mientras lanzaba un nuevo sortilegio. Luego se volvió hacia ellos.
—Acabo de fijar el hechizo de luz al báculo, debería seguir alumbrando al menos durante una hora más, sin importar lo que pueda sucederme a mí.
—Pero ¿qué vas a hacer? —le preguntó Héctor.
El italiano desapareció eclipsado por las fauces de la quimera. Volvió a aparecer unos instantes después.
—Oh. Sí. Disculpad. Tal vez sea conveniente una breve explicación antes de poner en marcha mi plan —dijo—. En el fondo no es más que la idea de Héctor, sólo que con los factores invertidos: haré inmaterial a nuestro molesto atacante. Dado su tamaño, no debería transcurrir mucho tiempo antes de que recupere su solidez natural y es altamente probable que cuando eso ocurra parte de su cuerpo se materialice, ya sea bajo el suelo o dentro de una de las paredes de la caverna… Eso debería matarlo, o al menos dañarlo significativamente —guardó unos instantes de silencio mientras los miraba de uno en uno. Parecía un profesor aburrido impartiendo la lección más aburrida del mundo—. Una última advertencia: lo que acabo de contar es válido también para vosotros. Tened cuidado cuando notéis que vuestra densidad comienza a normalizarse. Un picor generalizado os pondrá sobre aviso de que eso está a punto de suceder. Procurad manteneros sobre tierra y no estar demasiado cerca unos de otros para evitar problemas.
Luego se volvió y continuó su camino. El monstruo había centrado toda su atención en él. A medida que el italiano ascendía, la quimera se iba irguiendo sobre sus cuartos traseros, lanzando bocados y rugiendo de rabia. Bruno parecía diminuto y frágil en medio de aquel violento torbellino de carne. La criatura apoyó las patas delanteras en la pared y proyectó su inmensa cabeza hacia arriba, tratando de devorarlo. Luego fueron su cola y su aguijón los que restallaron en el aire. En ese momento, mientras la criatura flexionaba la enorme espina dorsal tras el coletazo, Bruno se arrojó sobre su lomo con el báculo cruzado a la espalda. El ruido del joven al chocar contra la quimera les indicó que de nuevo era sólido. Un instante después lo vieron atravesar el cuerpo del monstruo y caer al suelo.
Se levantó aturdido, sacudió la cabeza y echó a correr hacia ellos. No había dado dos pasos cuando el aguijón de la quimera le atravesó la garganta, de nuevo sin causarle daño, pero de pronto, para sorpresa de todos, trastabilló y cayó de bruces. No se levantó. Héctor y Marco se apresuraron a ir en su ayuda, aunque poco podían hacer por él en el estado fantasmal en que se hallaban. La quimera aullaba y trotaba sobre ellos. El italiano yacía de costado, pálido como un cadáver. Les costó trabajo darse cuenta de que aún respiraba. No era la primera vez que lo veían así: Bruno estaba exhausto. Para hechizar a la quimera había llegado al límite de sus fuerzas. Y había tenido éxito. La criatura enloquecida era ahora tan insustancial como lo eran ellos. Por si no les hubiera bastado ver el aguijón atravesando al italiano, ahora podían comprobar cómo sus zarpas se hundían completamente en el suelo a cada zancada que daba.
La atrajeron hasta el centro de la galería, lejos de Bruno y del escondrijo de Rachel. Madeleine permaneció junto a Lizbeth, que seguía negándose a moverse. Los demás azuzaban al monstruo, poniéndose al alcance de sus fauces, gritando para enfurecerlo todavía más. Cuando embestía hacia ellos, buena parte de su abdomen desaparecía entre las piedras del suelo. En uno de sus saltos, reculó y resbaló galería abajo, soltando bocados y rugiendo. Su cola traspasó la pared de la caverna y una de las finas columnas fue a quedar en el mismo centro de su cuerpo. El monstruo se preparó para iniciar un nuevo ataque, sus zarpas hundidas varios centímetros en el suelo, su enorme corpachón en tensión, con la columna sobresaliendo del lomo. De pronto se quedó inmóvil. En la galería se escuchó un tremendo crujido, un sonido repugnante y líquido. La quimera no gritó al morir, y ese silencio, ese paso de la vida a la muerte tan repentino y brutal, hizo que la escena fuera aún más horrible. Los ojos amarillos del monstruo se apagaron, sin transición alguna.
La bestia se desplomó, con las patas cercenadas, la cola mutilada y el cuerpo atravesado por la columna. Se miraron enfebrecidos, incapaces de creer que hubieran salido bien parados. Héctor jadeaba como si acabara de correr una maratón.
Mistral, como él ya sabía que ocurriría y como había vaticinado Bruno, fue el primero en recuperar la solidez. Poco a poco le siguió el resto del grupo. En poco más de un minuto todos recuperaron su densidad habitual. Héctor tuvo mucho cuidado de apartarse de los demás y comprobar que sus pies se posaban en el suelo en vez de hundirse en él, cuando notó aquel intenso hormigueo en brazos y piernas. Madeleine y Marina se encargaron de que Lizbeth, todavía en estado de shock, se levantara y se colocara en un lugar seguro.
—¡Sacadme de aquí de una vez! —les pidió Rachel—. ¡Esto es asqueroso! ¡No puedo respirar! ¡Espero que Bruno haya muerto o lo voy a matar yo por dejarme aquí!
Ricardo y Héctor echaban a andar hacia allí cuando una súbita vibración en la caverna les hizo detenerse.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Lizbeth, horrorizada.
—De arriba —dijo Marina—. Viene de arriba.
La columna que había acabado con la quimera vibraba. De pronto se plagó de grietas. Aparecieron todas a la vez, como si una intrincada telaraña la hubiera cubierto de repente. Un segundo después, la columna se hizo añicos. Prácticamente se desintegró ante sus ojos. La lluvia de esquirlas se precipitó sobre la quimera muerta, y eran fragmentos tan diminutos que no hicieron el menor ruido al caer. Tras un instante de silencio sepulcral se escuchó un escalofriante crujido en las alturas. Todos levantaron la vista a tiempo de ver cómo una gran grieta comenzaba a abrirse en el techo. La luz purpúrea del anochecer se filtró desde arriba. Por un instante, Héctor se quedó pasmado contemplando aquella franja de crepúsculo creciente abriéndose sobre sus cabezas. Luego alguien gritó. Y como si ese grito fuera una señal convenida, el mundo enloqueció. Una gran porción del techo se vino abajo y luego otra aún mayor la siguió. El muchacho miró a su alrededor, pero lo único que alcanzó a distinguir fueron sombras y escombros cayendo. El techo arrastraba en su caída los edificios ruinosos que había sostenido. Héctor vislumbró una pared de pequeños ladrillos pardos viniéndose abajo. Era como si la ciudad entera se estuviese desplomando sobre ellos.
La luz del báculo de Bruno aparecía y desaparecía. Todo era caos y confusión, un mar de sombras tintadas por la luz móvil de la pajarera y el resplandor amoratado del anochecer. Alguien gritaba y su grito, como la luz, iba y venía, en mitad del estrépito de rocas. Escuchó a Marco llamarlos a voces, ordenándoles que retrocedieran, que buscaran un lugar seguro. Sin embargo era tarde, no había donde huir. Por un momento, Héctor tuvo a Marina ante él; la vio, con los hombros y el cabello cubiertos de polvo blanco, pero cuando iba a echar a correr hacia ella, parte de un muro se desplomó entre ambos. Retrocedió dos pasos y una viga cayó a su lado, clavándose firmemente en el suelo, como una lanza descomunal. Una esquirla de roca le golpeó entonces en la frente y cayó hacia atrás.
No llegó a perder la conciencia, pero durante unos instantes, el mareo y la desorientación pudieron con él. Cuando se recuperó, el ruido había menguado y la oscuridad era total. No veía absolutamente nada. Alzó una mano y la agitó ante sus ojos; distinguió su movimiento más como una vibración que como algo real. Nunca hubiera imaginado que pudiese existir una oscuridad tan cerrada, tan completa. Se tocó la frente y retiró la mano al instante soltando un amargo quejido. Tenía una brecha en la ceja y de ella manaba abundante sangre.
Se revolvió en el suelo hasta quedar sentado. Además de la frente, le dolían la cadera y la rodilla derecha. Se palpó la pierna y al llegar a la altura de la rótula tuvo que tragarse un nuevo grito de dolor. Dobló la pierna izquierda, aunque no se atrevió a hacer lo mismo con la derecha. Parpadeó repetidas veces. La sangre resbalaba por su cara y se le metía en los ojos. Se limpió la herida con la manga de la camisa, mordiéndose el labio inferior para no chillar.
Alguien pronunció su nombre. Mas se escuchó lejos, muy lejos, y amortiguado por algo más que la distancia. Trató de moverse y una explosión de dolor procedente de su rodilla le obligó a detenerse. Tanteó el suelo con una mano y sólo palpó escombros. Volvió a escuchar su nombre, pero no se atrevió a contestar, no en aquella oscuridad de ultratumba. Luego oyó una segunda voz, más cercana y, a la par, mucho más débil. Alguien llamaba a Ricardo, una voz de muchacha, aunque le resultó imposible precisar quién era. Habían quedado separados unos de otros con el derrumbe, comprendió. Todavía se oía, aquí y allá, el ruido de piedras al caer. Prestó atención. No eran los únicos sonidos que se escuchaban. En algún punto inconcreto de aquella densa oscuridad, algo reptaba hacia él. A continuación escuchó un gruñido bajo, un gruñido bestial seguido de pasos a la carrera. Héctor recordó las criaturas que los habían estado acechando en su camino por la galería y desenvainó la espada.
Ya no había luz que los contuviera. Las tinieblas lo copaban todo. Y la oscuridad rebosaba muerte.
Los ruidos de pasos se escucharon más cerca. Era un trotecillo irregular seguido de un susurrante sonido de arrastre. Escuchó cómo algo olfateaba en la negrura. Otro gruñido, diferente al primero, más agudo. Más pasos, pezuñas esta vez. Y a continuación un aleteo sobre su cabeza acompañado de un intenso zumbido. De pronto una garra húmeda le aferró la pantorrilla.
Dio un grito y lanzó una estocada hacia la oscuridad. La espada se hundió en carne blanda. Aquello soltó un aullido y se alejó gimoteando con unos sollozos que eran casi humanos. Héctor, enloquecido, comenzó a dar mandobles a izquierda y derecha, frenético, ignorando el dolor de su rodilla al agitarse. La oscuridad se llenó de siseos, de roces y pasos, de gruñidos y chillidos. Mientras continuaba dando espadazos a ciegas se llevó la mano libre a los bolsillos de su camisola. Su mano fue de uno a otro y luego a los que tenía en el pantalón, convencido de que en alguno de ellos encontraría lo que buscaba.
Un cuerpo viscoso cayó sobre él, asfixiándolo con su peso. Escuchó un cloqueo acelerado seguido de un frenético chasquear. Héctor se catapultó hacia delante, clavó la espada en lo que fuera que tuviera encima y luego retorció con saña el arma dentro de aquella cosa sin dejar de gritar. El cloqueo terminó abruptamente. Pero llegaban más y más. Podía escucharlos avanzar hacia él en la oscuridad. Tomó aliento y reemprendió la búsqueda en sus bolsillos sin dejar de agitar la espada de un lado a otro.
Su mano dio con el cristal que buscaba entre el batiburrillo de amuletos enredados que contenía el bolsillo trasero de su pantalón. El corazón de Héctor se aceleró al notar la familiar superficie del vidrio romboidal contra su piel. Como todos los demás, tenía la costumbre de llevar talismanes para cargarlos en los ratos muertos y cuando se hacían con los amuletos de los estantes a puñados no era raro que entre ellos se colara alguno de los cristales que habían usado para iluminarse la primera noche en el torreón. Sacó de un tirón el cristal de su bolsillo, arrastrando con él una larga cadena de la que pendía un cuervo de plata y, olvidándose por completo de la sangre de su frente, lo hundió en la palma de su mano izquierda. El resplandor del talismán cargándose iluminó la galería al momento.
Lo primero que vio fue la faz monstruosa de un ser grisáceo, con dos racimos de ojos turbios cayéndole en mitad de la cara. La criatura se tapó el rostro con un brazo semitransparente y se escabulló siseando.
Más de una veintena de monstruos retrocedieron al ver la luz. Héctor, resoplando de dolor y miedo, vio cómo aquellas cosas se retiraban a la carrera. Eran tantas, y tal su prisa en escapar, que le resultó complicado individualizarlas; fue como ver a una gigantesca criatura múltiple replegándose hacia las tinieblas. El resplandor del talismán era más rojizo de lo que recordaba, pero no tardó en darse cuenta de que eso se debía a que el cristal estaba empapado de sangre. En sus ansias de luz, se había desgarrado completamente la palma de la mano. No se detuvo a comprobar los daños. Una serpiente enorme, de piel olivácea, no se había arredrado por el resplandor y reptaba hacia él entre los cascotes, con la boca abierta de par en par. Héctor le cortó la cabeza de un solo tajo cuando se puso a su alcance.
Luego, sujetando el cristal en la mano derecha, procedió a vendarse la izquierda con un jirón de camisa. Sólo entonces miró a su alrededor. Estaba tirado entre cascotes, en una zona cegada de la galería. A su derecha se levantaba un auténtico muro de escombros, a su izquierda el pasaje se adentraba en la oscuridad; allí, a apenas unos metros de distancia se movían los monstruos, a la espera. Y entre las alimañas y él, yacía Ricardo, inmóvil, enterrado entre cascotes. Su rostro pálido estaba vuelto hacia él, sin señal alguna de vida.
—No —musitó Héctor con la voz rota—. No, no, no, no… —comenzó a arrastrarse hacia allí, espada en mano, ignorando las lanzadas de dolor de su pierna derecha, con el cristal bien sujeto—. ¡Ricardo!
Su amigo abrió los ojos de pronto y tosió con fuerza. El alivio que sintió al verlo vivo fue indescriptible. Ricardo intentó hablar pero la tos le impedía pronunciar palabra. Tenía los labios amoratados y el rostro cubierto de polvo. Una sombra se alejó de la claridad. La luz se reflejó en una cola segmentada, recubierta de espinas.
—Héctor… —murmuró el chico cuando éste consiguió arrastrarse hasta él. Alargó el único brazo que tenía libre hacia él—. Todo se derrumbó —dijo. Estaba conmocionado—. El mundo se hizo pedazos y se derrumbó…
—Calla, no hables —le pidió él. La rodilla le dolía a rabiar. Dejó la espada en el suelo y comenzó a retirar los escombros que cubrían a su amigo. Tenía moratones y magulladuras por todas partes. Consiguió liberar su torso, pero poco pudo hacer por sus piernas: las tenía atrapadas bajo una gruesa losa que parecía fundida contra el suelo.
—Todo se hizo pedazos… —Ricardo alzó la mano hacia el cristal que sostenía Héctor—. Luz. Creí que nunca más volvería a verla. Qué hermosa es. Y qué frágil…
—Necesito tu ayuda —le pidió él—. Necesito que me ayudes a levantar la losa.
El joven negó con la cabeza.
—No puedo moverme —dijo. Tosió de nuevo. Parecía más lúcido que unos instantes antes—. Me he roto la espalda y no puedo moverme. Aquí se acaba para mí… No puedo más… Estoy agotado y sólo quiero descansar… Cerrar los ojos y no volver a abrirlos nunca. Será mejor que te marches, Héctor. Busca una salida y escapa…
—Aunque quisiera no llegaría muy lejos, no con la rodilla como la tengo —gruñó él. Dejó por imposible la losa y se recostó en el suelo. Le dolía todo—. Aquí no se acaba para nadie, tarado. Bruno nos sacará de ésta. Ya lo verás…
* * *
Bruno yacía inconsciente sobre una roca plana, con el báculo junto a él; por suerte para ellos, éste seguía brillando a pesar de que el italiano estuviera desmayado. El hechizo de anclaje había funcionado a la perfección. Y aunque entraba cierta claridad por el techo destrozado, Mistral dudaba que fuera suficiente para contener a las criaturas del subsuelo si la pajarera se apagaba. El cambiante comprobó por enésima vez el pulso de Bruno e hizo un nuevo e inútil intento de despertarlo. Necesitaban su magia. Y la necesitaban cuanto antes si querían rescatar con vida a los dos desaparecidos.
—¡Ricardo! ¡Héctor! ¿Me oís? —Marina gritaba desesperada ante la pared de escombros, sujetándose con una mano el brazo lastimado—. ¡¿Estáis ahí?! ¡¿Podéis oírme?!
Como en las ocasiones precedentes, no obtuvo respuesta alguna.
—¡Heeeeeeeeeector! —repitió. Agachó la cabeza y se mordió el labio inferior. Parecía a punto de liarse a puñetazos contra las rocas.
Marina era la única que había resultado herida en el derrumbe, el resto de los que habían quedado a este lado del túnel se hallaban sanos y salvos. Mistral se había tenido que emplear a fondo para mantenerlos con vida a todos. Había acelerado sus movimientos y multiplicado sus reflejos, confiando en que durante aquellos caóticos instantes nadie se diera cuenta de que parecía estar en varios lugares a un mismo tiempo; había desintegrado cascotes con magia abrasiva, levantado dos campos de fuerza alrededor del escondrijo de Rachel en la pared y el cuerpo inconsciente de Bruno y, en un determinado momento, no le había quedado más alternativa que teletransportar a Lizbeth a un metro de donde se encontraba para que no la aplastara una roca. Hacía tanto tiempo que no recurría de un modo tan continuado a la magia que se había sentido extraño, ajeno a sí mismo.
Pero no había podido salvarlos a todos. Había perdido la pista a Héctor nada más comenzar el desplome y poco después Ricardo había desaparecido también. El cambiante observó de reojo la gigantesca pared de escombros que bloqueaba el pasadizo. Sabía que los dos chicos estaban al otro lado y que su situación era precaria. Podía oírlos cuchichear a la pobre luz del talismán que cargaba Héctor. Cuando la carga se completara, llegaría su final.
Bruno seguía inmóvil, sumido en el profundo desmayo que le había provocado su último hechizo. Aquel chico había matado a una quimera y a punto había estado de morir por ello. Mistral sintió algo semejante al orgullo. Acarició el pelo enredado del joven. A lo largo de su vida no había conocido otra cosa que la soledad, a lo largo de toda su vida nadie había tenido una palabra amable para él, ni una caricia, ni un gesto: nada. No era un chico normal, nunca lo había sido, y no sólo porque no supiera relacionarse con los demás o porque tuviera problemas de empatía. Rocavarancolia le había marcado y esa marca, ese estigma, le acompañaba desde el mismo momento de su nacimiento. Rocavarancolia le había reclamado como suyo mucho tiempo antes de que Denéstor Tul entrara en su vida. Como a todos los que estaban allí.
—Despierta, Bruno —susurró—. Tienes que seguir salvando vidas. Despierta, muchacho.
Mistral hubiera podido traspasarle parte de su propia energía para despertarlo, pero estaba convencido de que el italiano comprendería que algo raro había sucedido. No le quedaba más alternativa que dejar que se recuperara por sí mismo.
—¡Héctor! —aulló Natalia, que había tomado el relevo a Marina a la hora de dar gritos. La joven rusa estaba completamente tiznada de polvo y mugre y no hacía otra cosa que deambular de un lado a otro de la montaña de escombros, sin salirse nunca del círculo de luz que proyectaba el báculo. Mistral había tenido que detenerla cuando se había lanzado a apartar piedras como una posesa. Aquella pared podía venirse abajo en cualquier momento—. ¡Ricaaardo! ¡No podéis haber muerto! ¡Decidme algo! ¡Decidme algo ahora mismo! —exigió. La chica prestó atención y luego se giró como una exhalación hacia los que aguardaban junto a Bruno—. ¡Los oigo! ¡Creo que los oigo! ¡Nos llaman! ¡Nos están llamando!
—Calla, calla —le pidió Marina, repentinamente sombría y alerta.
—¿Qué te pasa a ti ahora? —le preguntó la otra—. ¡Te digo que los estoy oyendo! ¡Héctor! ¡Ricardo! ¡Os salvaremos! ¡No os preocupéis!
Marina se acercó a ella, la aferró del brazo con fuerza y después de ponerle el dedo índice en los labios para pedirle silencio miró hacia el túnel que los había conducido hasta allí.
Todos siguieron su mirada. De la oscuridad llegaba ahora un murmullo lejano, un rumor creciente. El punto por donde habían entrado todavía era visible en la distancia, apenas una coma brillante prendida entre las tinieblas. De pronto esa mínima brizna de luz quedó eclipsada durante un instante. Algo la había ocultado al pasar por el túnel, algo que se dirigía hacia ellos.
—No, por favor, más no… —murmuró Lizbeth.
El sonido crecía por momentos. Dejó de ser un susurro para convertirse en un verdadero estruendo, en un fragor de alas que se acercaban y de chillidos pisándose unos a otros.
Mistral soltó una sonora maldición, se levantó y desenvainó sus espadas. Natalia se apartó del derrumbe y se armó con la alabarda que había dejado en el suelo. El pandemonio llegaba por el túnel. Madeleine tomó el báculo y lo alzó ante ellos. Al instante el círculo de luz que los rodeaba vibró y el foco reubicado iluminó las entrañas de la caverna. La quimera muerta, medio sepultada entre cascotes, salió de las sombras.
Más de una treintena de espantos alados idénticos al que había raptado a Marina se aproximaban desde el otro extremo del corredor. Chillaban hambrientos mientras sus alas correosas restallaban en el aire como latigazos.
—No puede ser… —murmuró Madeleine. El báculo temblaba entre sus manos—. No puede ser… Son demasiados, van a destrozarnos…
Lizbeth gimió aterrada. Rachel pasó un brazo sobre sus hombros y la atrajo hacia sí. Desenvainó el puñal que llevaba a la cintura y contempló cómo la horda de espantos se aproximaba.
—No dejaré que te hagan daño —le prometió.
Mistral resopló al contemplar a los vlakai. La luz no serviría contra ellos. ¿Qué podía hacer? ¿Delatarse ante los niños y Rocavarancolia entera para salvarles la vida? ¿Con qué sentido si el Consejo Real ordenaría su ejecución en cuanto comprendiera lo que había ocurrido? Los murciélagos ya llegaban, profiriendo terribles alaridos. Mistral sacudió la cabeza y tomó su decisión. Comenzó a cambiar. Necesitaba más músculo, más potencia. Y estaba claro que debería recurrir a la magia si quería salir con vida. Si todo estaba perdido, al menos que los niños murieran a la luz del sol y no en aquella tenebrosa gruta. Él acabaría sus días en el desierto, y quizá ése fuera el lugar que se merecía. Cuando ya se aprestaba a lanzar el primer hechizo, la horda vociferante de espantos viró el rumbo y se abalanzó sobre la quimera muerta. Cayeron sobre el inmenso cadáver y empezaron a devorarlo.
El alivio le hizo trastabillar. Invirtió a toda prisa los cambios que estaban teniendo lugar en su cuerpo y retrocedió de nuevo, con las espadas todavía en alto. Miró de reojo a los muchachos. Ninguno se había dado cuenta de lo que acababa de ocurrir. Habían estado demasiado ocupados mirando a los monstruos como para advertir que había comenzado a cambiar. Todavía los observaban, asqueados por los ruidos repugnantes que llegaban hasta ellos.
—Prefieren la carroña —dijo.
—Al menos de momento —gruñó Natalia.
Uno de los vlakai levantó su grotesca cabeza y clavó sus ojillos en ellos. La sangre chorreaba por su mandíbula. Mistral le devolvió la mirada, esperando quizá que al verlo allí, desafiante, comprendiera que lo mejor para él era dedicarse a la carne muerta. El monstruo volvió a arrancar un pedazo de carne de la quimera, pero no apartó la vista de ellos en ningún momento mientras masticaba.
«Despierta, Bruno, despierta de una vez».
* * *
Los minutos pasaban y nadie acudía a rescatarlos. Los había llamado a gritos y aunque había creído escuchar respuesta no había entendido ni una palabra de lo que decían ni averiguado desde dónde hablaban. Los ecos en aquel lugar eran engañosos. Dejó de gritar pidiendo auxilio porque cada vez que lo hacía, los monstruos se alborotaban. Respondían a sus gritos con una retahíla de gruñidos y gimoteos, de siseos y alaridos.
La luz del talismán cada vez se le antojaba más débil, sabía que no era cierto y que su intensidad continuaba siendo idéntica a cuando lo había encendido, aunque no podía evitar pensarlo. Tal vez fuera su ánimo el que cada vez era más oscuro. Su ánimo y sus esperanzas. Había vaciado hasta el último de sus bolsillos, pero no tenía más vidrios, sólo amuletos normales que a ellos de nada les servían. Se recostó en el suelo y observó la zona de sombras. No podía verlos, sin embargo los monstruos seguían allí. Y había cada vez más. A veces hasta podía distinguirlos: sombras tenebrosas de colores opacos, criaturas albinas de piel agrietada y ojos relucientes agazapadas entre las tinieblas y la luz. Vio una gigantesca babosa blanca sobre la que se apiñaban decenas de langostas rojas y durante un fugaz instante alcanzó a vislumbrar, incrustado en la oscuridad, el rostro púrpura de un cadáver revivido, ataviado con un yelmo en forma de cabeza de león y una cicatriz horrible partiendo en dos su cara. Al menos aquellos monstruos no eran lo bastante inteligentes para pensar en otro plan de acción que no fuera esperar a que la luz se apagara. Héctor no quería ni imaginar lo que hubiera ocurrido si uno solo de esos seres hubiera comenzado, por ejemplo, a lanzarles piedras.
No recordaba cuánto tiempo se necesitaba para descargar el talismán, pero cuando lo estuviera, cuando la luz se extinguiera, aquellas criaturas los destrozarían.
«Nadie nos enterrará en el cementerio —se dijo—. No quedará ni un solo pedazo nuestro que llevar allí». Luego miró hacia la montaña de escombros que le cerraba el paso y se preguntó qué entretendría a los demás. Entonces recordó que la última vez que había visto a Bruno, estaba desmayado en el suelo. Volvió a fijarse en el cristal que tenía en la mano. La luz era frágil, lo acababa de decir Ricardo y quizá no había mayor verdad. Pero la luz era también hermosa, aun aquella que surgía del cristal tiznado de sangre.
—Siempre quise ser un héroe —dijo de pronto Ricardo—. Siempre soñé con serlo… Desde pequeño…
—Todos lo hacemos cuando somos críos —dijo él. Y se sintió extraño al hablar así, como si hubieran pasado siglos desde que él mismo se había imaginado protagonizando aventuras gloriosas.
—Lo sé, lo sé… Pero yo… —suspiró—. Qué grande era en mis sueños… Allí vivía las aventuras más emocionantes que puedas imaginar… No había noche que no salvara el mundo, no había noche en que mi espada no fuera la más temible, o mi bala la más certera… Un héroe. Siempre un héroe… aclamado, querido, adorado… Hasta que el sueño se hizo realidad, hasta que llegó Denéstor para proponerme vivir una verdadera aventura… —guardó silencio, con la mirada perdida en el vacío. Los monstruos se removían más allá de la vista—. Pensé que ésta era mi historia, que aquí, en esta maldita ciudad, estaba la razón de mi existencia. Que aquí podría ser un héroe… ¡Qué estúpido fui! La realidad no tiene nada que ver con los sueños… En la realidad sólo soy un inútil, un estorbo… La gente como yo sólo puede ser un héroe en sueños…
—Lo que eres es un tarado. ¿A qué viene esto?
—A que me rindo de una vez, a que asumo mi derrota. Al menos tengo el valor suficiente para hacer eso. ¡Lo admito, mundo! —exclamó—. Lo admito ante ti y la legión de horrores que quiere devorarnos. ¡Escuchadme todos! ¡Me rindo! ¡No soy un héroe y nunca lo seré! Lo he intentado, lo juro, pero no he hecho otra cosa que fracasar una y otra vez…
—Si no hubiera sido por ti, no habríamos resistido ni dos días aquí…
—Te equivocas. No sabes cuánto te equivocas. Marco fue quien nos guió desde el principio. Él tomó las decisiones de verdad, las que importan. Yo… yo sólo me equivocaba una y otra vez… —le tomó con fuerza de la mano—. No debí hacer que nos separáramos… —la luz había vuelto a sus ojos, una luz intermitente y febril—. Aquel día no debí dividir el grupo… No debimos ir detrás de aquel loco. Me dio con la puerta en la cara, ¿te acuerdas? Me sacó de la partida antes de empezar a jugar… Vaya héroe que estoy hecho…
Varios monstruos se enzarzaron de pronto en una dura disputa en la oscuridad. La algarabía fue frenética durante unos instantes, luego se escuchó un tremendo alarido de dolor y, a continuación, el ruido de un cuerpo al ser arrastrado.
—¿Y después? ¿Qué ocurrió después? Un monstruo nos atacó cuando intentábamos dejar esas estúpidas notas en las bañeras… De nuevo me dejaron fuera de combate a la primera… Y aquella cosa hirió a Natalia. No pude hacer nada por evitarlo, nada… Sólo mirar, medio desmayado en el suelo. Fracasé. Siempre fracaso… ¿Me viste antes allí arriba? ¿Cuando atacó el murciélago? No pude hacer otras cosa que estorbar.
—Las hienas… —empezó.
—¡Las hienas! Eran inofensivas, Héctor… Fuimos nosotros quienes las perseguimos hasta su casa. Y aun así una consiguió herirme, ¿recuerdas? —gimió. Se llevó una mano a la frente. Héctor se percató de que entre sus labios agrietados ahora fluía sangre. Y lo que era aún peor: sus ojos se vidriaban por momentos, apenas reflejaban ya el resplandor del cristal—. Fui el único al que hirieron. El único… Estaba tan furioso, tan fuera de mí que casi mato a aquel hombrecillo ridículo… —volvió a medias la cabeza hacia él. Su voz era un ronco susurro. Recordó a Alexander, muriendo ante la torre de hechicería, y se preguntó si Ricardo también se desintegraría ante sus ojos—. ¿Qué clase de héroe soy, Héctor? ¿Puedes decírmelo?
—Un héroe de verdad. De los que importan. De los que tienen miedo, de los que cometen errores y así y todo siguen adelante.
—Pero es que yo no quiero seguir adelante. Me niego. Que me lleve… que me lleve la oscuridad…
—Aprenderás. Todos lo hacemos —dijo, recordando las palabras que le había dedicado Rachel el mismo día del que hablaba Ricardo.
—Un héroe… —murmuró él. Los ojos se le cerraron—. En mis sueños era un héroe… Era un…
Se hizo el silencio, un silencio demoledor. Héctor, aterrado, buscó el pulso de su amigo en el cuello. Lo encontró y suspiró con alivio. Todavía restaba vida en aquel cuerpo maltrecho. Él se quedó a solas con la luz, la oscuridad y todo lo que ésta escondía. De nuevo contempló el resplandor del cristal, tiznado con su propia sangre. Lo miraba con asombro renovado, casi con reverencia, como si allí hubiera un misterio del que nunca antes se había percatado. El tiempo volvió a ralentizarse en la caverna en ruinas. Nunca supo cuánto estuvo allí, abandonado en tierra de monstruos, dando la mano a un amigo que moría.
Una eternidad después, un fogonazo lo deslumbró. Vio dos figuras fantasmales, recortadas en el resplandor, sombras sin sustancia que avanzaban a trompicones hacia él. Por un momento, creyó que eran dos de las criaturas que los acechaban y aferró el puño de su espada con fuerza. Luego una figura se convirtió en Natalia y sonrió, al borde de las lágrimas. La joven estaba sucia y exhausta, con el pelo revuelto y la ropa desgarrada, pero nunca le había parecido tan hermosa. Tras ella caminaba Bruno, pálido. Llevaba una mano alzada y un brillante resplandor la iluminaba desde dentro. Daba la impresión de llevar puesto un guantelete de pura luz.
Natalia se lanzó sobre él, empotrándose contra su pecho, ignorando el quejido que soltó el muchacho. Lo abrazó con tanto ímpetu que durante unos instantes no pudo respirar. La joven lloraba contra él.
—Creí que estabas muerto, creí que estabas muerto —repetía sin cesar, con los brazos alrededor de su cuello. Héctor no podía ni hablar. Quería pedirles que curaran a Ricardo, que lo trajeran de vuelta a la luz, pero el peso de la joven contra él le quitaba el aliento y, a la vez, lo consolaba. Natalia le besó en la mejilla, una, dos veces, tres; luego sus labios se desviaron y le dejaron un beso dulce y cálido en la comisura de los suyos. Él se lo devolvió, en medio del delirio, perdido en el alivio de verse vivo y en el calor de su cuerpo pegado al suyo. El cristal cayó de su mano y su resplandor se extinguió al instante. Pero ya no importaba. Ahora había luz de sobra.
* * *
El cambiante fue el primero en alcanzar la superficie. Avanzó por el aire con una insultante elegancia, como si llevara toda la vida desafiando a la gravedad. Llevaba a Rachel en brazos; la chica lo miraba todo con los ojos extraordinariamente abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. Marco tuvo que reñirla para que dejara de revolverse en sus intentos de ver mejor.
—¡Estate quieta de una vez! —le dijo—. ¡Te me vas a caer si no paras de moverte!
—¡Calla, aguafiestas, y sube más alto! —le replicó ella—. ¡Ve más arriba! ¡Quiero ver la ciudad desde el cielo! ¡Desde lo alto!
—Pero ¿es que no has tenido suficiente por un día?
—¡No!
En los movimientos de Héctor, en cambio, no había fluidez ni elegancia alguna; caminaba por el aire a tropezones, y con cada nuevo traspié, el corazón le saltaba a la garganta. Su vértigo no ayudaba en lo más mínimo, por supuesto. Pero aun así, aquel caminar ingrávido resultaba casi placentero en comparación con las experiencias que acababan de vivir.
Bruno y Natalia no habían curado por completo a los dos heridos, se habían limitado a sanar sus heridas más graves antes de llevarlos con los demás e iniciar el ascenso a la superficie.
La noche estaba cayendo en Rocavarancolia y todavía quedaba un largo trayecto de regreso hasta el torreón como para arriesgarse a realizarlo con las energías justas. A Héctor le habían recompuesto la rodilla rota, pero la herida de la frente, el corte de la mano y las incontables magulladuras de su cuerpo seguían molestándolo. Respiró hondo. Marina se dejó caer en la acera y le dedicó una sonrisa cansada mientras él ponía pie en tierra, aleteando torpe con sus brazos.
—Pareces un pato —le dijo la muchacha.
—No me importaría serlo, los patos saben volar —contestó él. Sintió una punzada de remordimientos por haber besado a Natalia, pero había sido algo insignificante, un impulso tras la tensión y el miedo. Ni siquiera había sido un beso de verdad. Echó un vistazo a la joven rusa, que acababa de tomar tierra junto a Madeleine. La chica ni lo miraba.
«No —se dijo Héctor—, no ha tenido importancia. Hasta ella lo ha olvidado».
Los últimos en llegar a tierra firme fueron Ricardo y Lizbeth, en brazos del muchacho. La joven era a la que más había afectado aquella aventura. Estaba pálida y temblorosa. Madeleine se acercó a ella y la tomó de la mano. Al poco tiempo llegó Rachel, que no había visto cumplido su deseo de que Marco le diera un paseo por las alturas y besó a su amiga en la frente. Emprendieron el camino con rapidez. Los horrendos murciélagos seguían dándose un festín con la quimera muerta, pero cuanta más distancia interpusieran entre esas cosas y ellos, más tranquilos se sentirían.
—Ha salido bien —dijo Marco mientras caminaba junto a Rachel. Parecía asombrado. Se giró hacia el resto y negó con la cabeza—. Todavía no entiendo cómo, pero ha salido bien.
—Hombre de poca fe —dijo Rachel—. A ver cuándo aprendes que aquí todos somos más de lo que aparentamos.
—¿Será así cuando salga la Luna Roja? —preguntó entonces Lizbeth. Caminaba agarrada a la cintura de Marina. Su rostro había recuperado algo de color, aunque seguía visiblemente nerviosa—. ¿Será así a partir de entonces, como allí abajo? ¿Defendernos con uñas y dientes de lo que quiera que salga de Rocavaragálago? Decidme que no, por favor… No, no podría soportarlo.
Bruno fue quien contestó.
—Desconocemos en gran medida qué ocurrirá cuando salga la Luna Roja, así que no puedo darte una respuesta negativa al respecto, como tampoco afirmativa. Nadie de nosotros puede hacerlo. El tiempo responderá a esa cuestión. Lo único que puedo asegurarte es que haré todo lo que esté en mi mano para protegeros.
—Estoy segura de que lo harás —dijo Madeleine—. Lo que has hecho ahí abajo ha sido impresionante —le puso la mano en el hombro y el italiano se detuvo en el acto, como si la joven hubiera accionado su botón de parada. La miró fijamente, sin pestañear. Parecía un pájaro deslumbrado—. Sin ti ahora mismo todos estaríamos muertos. Nos has salvado la vida —se inclinó hacia él y le besó en la mejilla—. Gracias, Bruno.
—Y vosotros habéis salvado la mía —contestó él. Hablaba más acelerado que de costumbre—. De eso se trata, corregidme si me equivoco. De mantenernos vivos los unos a los otros. Ése es el plan. No nos queda otra alternativa. Ayudarnos los unos a los otros. Mantenernos vivos. Los unos a los otros —se detuvo y pestañeó despacio dos veces antes de añadir—: Mis disculpas, creo que me estoy repitiendo.
Héctor sonrió. Ni los monstruos del subsuelo ni nada que se hubieran encontrado en Rocavarancolia habían logrado que el italiano perdiera los nervios, pero había sido suficiente el beso de una pelirroja para que, por primera vez, Bruno diera muestras de ser humano.
—Yo no pienso besarte —escuchó que le decía Ricardo, caminando a su lado. Había sido el peor parado en la travesía subterránea y eso aún se notaba. Al menos la curación de emergencia había recompuesto su espalda rota—. Aunque gracias por lo de antes. Es agradable charlar con los amigos…
—Olvídalo —le dijo él—. Tenía que matar el rato de alguna forma hasta que vinieran a rescatarnos. Y escuchar tus tonterías era mucho más entretenido que oír gruñir a los monstruos.
—Gracias, Héctor —repitió Ricardo y le dio una formidable palmada en un hombro antes de echar a andar ante él. No había dado ni dos pasos cuando se volvió a medias y le guiñó un ojo—. Una cosa más: voy a aprender, te lo aseguro. Me cueste el tiempo que me cueste: aprenderé.