Los Jardines de la Memoria

Los Jardines de la Memoria

En Rocavarancolia siempre era otoño, un otoño seco y polvoriento que se prolongaba sin que se percibiera el menor atisbo de su final. En los tres meses que llevaban allí, el clima no había variado en lo más mínimo; cada día resultaba un calco exacto del anterior. El hoy, el ayer y el mañana se mezclaban de tal manera que eran casi indistinguibles. Héctor no olvidaba la tormenta con la que había despertado en su primera noche en Rocavarancolia, pero sospechaba que aquel fenómeno no había sido natural, sino precisamente una consecuencia de su llegada.

Y esos días iguales transcurrían cada vez más y más rápido, notaba esa aceleración hasta en los mismos huesos; era una especie de corriente invisible que lo arrastraba por aquel otoño interminable sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Bruno le aseguraba una y otra vez que sólo era una percepción subjetiva que no tenía nada que ver con la realidad. El italiano había usado relojes de arena, clepsidras y hasta un rudimentario reloj de sol que él mismo construyó para medir el paso del tiempo y demostrárselo. Los días no se habían acortado, el viento seguía haciendo su aparición a media tarde y el crepúsculo y el amanecer llegaban, invariablemente, a la misma hora cada día. Y aun así, a pesar de las frías pruebas que Bruno le presentaba, Héctor sentía el transcurso del tiempo de un modo hasta entonces desconocido. Sólo tenía que mirar el reloj de la fachada para sentir cómo el futuro y la Luna Roja aceleraban veloces y terribles a su encuentro.

—Tu tiempo y el suyo son diferentes, nada más —le dijo Marco, mientras caminaban de regreso al torreón con los cestos de provisiones al hombro—. Cada uno de nosotros lleva a cuestas su propio tiempo y su propia manera de percibirlo.

—¿Eso también lo aprendiste en el gimnasio de tu padre? —le preguntó Natalia.

—No —contestó Marco—. Eso lo he aprendido en Rocavarancolia —se encogió de hombros—. A veces tengo la sensación de llevar aquí siglos…

Héctor miró de reojo a su amigo. Algo en sus palabras le había producido un escalofrío. No pensó mucho en ello, llegaban ya al torreón y, como siempre, la visión del reloj le hizo olvidarse momentáneamente de todo y de todos. La estrella de diez puntas ya había superado la altura de las siete y media. Según sus cálculos apenas quedaban cuatro meses para que saliera la Luna Roja y Rocavaragálago, aquella horrible catedral situada a las afueras, se pusiera a vomitar espantos.

—No tenemos por qué estar aquí cuando eso ocurra —había dicho Lizbeth una de las muchas tardes dedicadas a hablar sobre el asunto—. Hay pasos en la montaña que llevan al desierto, ¿no es así? Lo dijo la mujer espantosa de la plaza. Podríamos abandonar la ciudad antes de que salga la luna. Sería cuestión de planearlo bien y llevarnos provisiones suficientes para aguantar el tiempo necesario…

—Es arriesgado… —comenzó Ricardo.

—¿Más arriesgado que quedarnos a ver qué ocurre? —quiso saber Natalia—. Además, se supone que esa cosa se pondrá en marcha sólo si nosotros estamos cerca. ¡Alejémonos entonces! ¡Escapemos! La vieja del saco dijo que el desierto era peligroso, pero no tenemos por qué quedarnos mucho tiempo allí… ¡Sólo debemos esperar a que la luna se ponga de nuevo, luego podremos regresar a la ciudad!

—La vieja del saco también dijo que huir al desierto era una muerte más que segura —intervino Mistral. No podía decirles la verdad, no podía decirles que no había modo alguno de escapar de la Luna Roja y de Rocavaragálago.

—¿Escapar? ¿Eso es lo que queréis hacer? —preguntó entonces Adrián. En el tono de su voz quedaba claro lo que opinaba sobre ese plan—. Pero ¿qué clase de idea es ésa?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes algún problema con ella? —le soltó Natalia de malos modos. Adrián se echó hacia atrás en la silla, con los ojos azules muy abiertos. Natalia se llevó las manos al pecho e hizo un gesto de fingida inocencia—. Oh, perdona. Claro que lo tienes. Para escapar de la ciudad deberías salir primero de tu adorado torreón y ¿cómo vas a hacer tú eso? ¡Qué locura!

—Saldré de aquí cuando llegue el momento —le aseguró Adrián con voz gélida.

Natalia se disponía a replicarle otra vez, pero una rápida mirada de advertencia por parte de Héctor la disuadió. La joven se encogió de hombros, como si el asunto ya no fuera con ella. El aislamiento de Adrián era cada vez mayor. Aunque viviesen bajo el mismo techo, hacía tiempo que no formaba parte realmente del grupo. Se pasaba días y días sin hablar con nadie, atrapado en su rutina de lucha a espada o perdido en sus pensamientos.

Héctor recordaba una tarde en concreto en que se lo había encontrado en una de las habitaciones del segundo piso. Estaba inmóvil, en completo silencio, de pie y mirando con expresión de total extrañeza lo que parecía ser un paño azul y blanco que sujetaba entre sus manos. Héctor había tardado en reconocer aquella prenda como el pijama de borreguitos que había llevado a su llegada a Rocavarancolia. Se había quedado parado en la puerta, sin saber qué decir. De pronto, Adrián le había mirado fijamente. No supo distinguir si lo que brillaba en sus ojos eran lágrimas a punto de caer o rabia contenida.

—Me prometió llevarme a casa —murmuró. Luego hizo una bola con el pijama, lo arrojó con desprecio al suelo y salió de la habitación a grandes pasos, sin mirarlo siquiera.

Todos estaban ya al tanto de sus duelos con el muchacho de los tejados. Natalia había insistido en hacer algo al respecto, pero para su disgusto, habían decidido que lo mejor era permanecer al margen, al menos mientras aquella extravagante rivalidad se mantuviera en los mismos términos que hasta entonces, es decir, con uno en el tejado y el otro en el patio.

En ocasiones Héctor se los imaginaba a todos como si fueran planetas en órbita unos en torno a otros: la mayoría se encontraban agrupados, girando juntos al cobijo de su propia cercanía; Bruno giraba en la distancia, siempre la misma, inmutable, lejano y frío pero en cierto modo accesible; Adrián se había ido alejando cada vez más y más, hasta tal punto que su órbita parecía estar más próxima ahora a la del joven que lo visitaba cada tarde que a la del resto. La trayectoria de Madeleine era la más excéntrica de todas, después de un tiempo de girar tan lejos que era imposible divisarla, había regresado poco a poco hasta situarse en una órbita próxima.

La joven que había vuelto a ellos en poco se parecía a la de los primeros días en Rocavarancolia. Buena parte de su prepotencia y de su frivolidad habían desaparecido, aunque Héctor tenía la impresión de que su carácter, más que suavizado, estaba adormilado. A veces, en un gesto o en una mueca, se veía un atisbo de la antigua Madeleine. La muchacha se había reintegrado totalmente a la dinámica del grupo, compartía las tareas cotidianas y salía junto a los demás en busca de provisiones o a explorar la ciudad.

Había sido tras la primera de esas salidas cuando Madeleine dejó la espada verde que tanto le había gustado a su hermano en la armería. La colocó en un lugar de privilegio, acarició su vaina y se marchó.

—Se la estaba guardando —les dijo—. Pero ahora sé que ya no va a volver a por ella.

Luego le pidió a Lizbeth que le cortara el pelo. La hermosa melena con la que había llegado a ese mundo se había convertido en una maraña indomable que le daba aspecto de fiera inquieta. Los chicos no habían podido evitar mirar mientras la escocesa le cortaba el pelo en el patio. Los mechones caían sobre el adoquinado y eran arrastrados por el viento. Largos cabellos escarlata volaban por el aire, presos en los remolinos del viento de Rocavarancolia.

—¿Así te parece bien? —le preguntó después de recortar y ordenar un poco aquel caos.

Madeleine había negado con la cabeza.

—No. Córtalo todo.

Hubo un instante en que fue tal la multitud de hebras pelirrojas que revolotearon en torno a ellas, que dio la impresión de que el aire se había incendiado. Héctor no pudo evitar recordar a Alexander, convertido en cenizas ante la torre de hechicería.

No había sido el único en pensar en el hermano de Madeleine.

—Todavía se parece más a él con el cabello corto —había dicho Marco, con los brazos cruzados y apoyado en el pedestal del rey arácnido. Tenía razón. Los rasgos de la joven eran más suaves y redondeados que los de su hermano, pero con el pelo casi cortado al cero esa diferencia apenas se apreciaba. Las pocas veces que Maddie sonreía, era calcada a Alexander.

* * *

La pelirroja iba con ellos cuando, después de varias semanas de retrasar el momento, se decidieron al fin a explorar la zona oeste de la ciudad. La geografía de Rocavarancolia no variaba excesivamente en esa parte, seguía siendo el mismo compendio de ruinas y edificios maltrechos, pero allí la presencia de Rocavaragálago flotaba sobre el mundo como una sombra infecciosa. Y a la vista de Héctor aquel lugar todavía resultaba más terrible, bañado por completo por la niebla negra de advertencia.

Desde la distancia, la piedra roja de Rocavaragálago parecía pulsar como un organismo vivo. Sus muros rugosos e irregulares se disparaban hacia lo alto, rodeados de un foso de lava ardiente y burbujeante. Un verdadero bosque de torres afiladas, pináculos, contrafuertes y minaretes puntiagudos se arremolinaba en torno al cuerpo central de aquella grotesca catedral, unido a ella por arbotantes delgados y asimétricos. En toda la superficie del edificio no había el menor indicio de puerta o ventana alguna. Era una mole de roca oxidada que se alzaba como un grito de piedra entre la última línea de edificios de la ciudad y las estribaciones de las montañas.

Según contaban los pergaminos, Rocavaragálago era obra de Harex, la más poderosa de las dos criaturas que habían llegado en la goleta a la deriva. Todo lo que envolvía la historia de su construcción resultaba tan sorprendente que Héctor estaba convencido de que se trataba de exageraciones de lo ocurrido realmente.

Ricardo les había contado que los dos hermanos, tras hacerse con el control de la villa donde las corrientes mágicas los habían arrastrado, iniciaron una campaña de conquista por todo el país. Poco pudieron hacer las poblaciones que encontraban a su paso para resistirse a ellos: aquel mundo no estaba preparado para enfrentarse a unas criaturas como Harex y Hurza: los dos eran magos en un lugar donde hasta entonces la magia no había existido y eso los hacía prácticamente invencibles. Nada ni nadie podía hacerles frente.

La fuerza principal de su ejército la formaban sus mismas víctimas, resucitadas gracias a la nigromancia de Hurza. Hechizos aterradores los precedían en su marcha. Los lugares que iban a ser atacados recibían la noche anterior la visita de espectros que anunciaban a gritos la inminente llegada de su final mientras señalaban hacia las columnas de fuego que marcaban el avance del ejército de cadáveres…

—A su paso las cosechas se agostaban, los ríos se secaban y las hembras preñadas daban a luz monstruos —les leyó Ricardo—. A su paso se acababa el mundo.

De este modo, los dos hechiceros se fueron abriendo camino a través del continente, adueñándose de él a una velocidad de vértigo, la misma con la que crecía su armada de muertos vivientes y de esclavos. Sólo a los hombres de peor catadura moral se les permitía unirse a ellos libremente; y de éstos, sólo a los más depravados y crueles se les daba puestos de mando en su creciente ejército.

La fama de Harex y Hurza no tardó en extenderse por todo el planeta. Hasta el último reino de aquel mundo se alió con su vecino, conscientes del peligro; enemigos hasta entonces irreconciliables hicieron causa común contra los dos hermanos. Todos mandaron a sus huestes a la guerra, miles y miles de hombres unidos bajo un mismo estandarte en un intento de acabar con Hurza, Harex y su legión de muertos. Lo único que podían hacer contra la magia perversa del enemigo era intentar oponerle el mayor número de efectivos posible y rezar para que fuera suficiente. Y quizá lo hubieran conseguido, pero días antes de que la gran batalla que se preparaba tuviera lugar, ocurrió algo que cambió por completo el destino no sólo de esa tierra, sino de decenas de mundos: como cada año, salió la Luna Roja. Y con aquel astro en el cielo, de pronto, de manera sorpresiva hasta para ellos mismos, los poderes de los dos hermanos, ya de por sí abrumadores, se multiplicaron hasta más allá de lo imaginable.

—Según el pergamino, la Luna Roja está hecha de magia sólida, de magia pura… —les había explicado Ricardo—. Puede que sea una manera poética de expresarlo, no lo sé… Da igual. Sea como sea la amplifica y la dispara… Los hermanos se bastaron y sobraron para aniquilar ellos solos a más de trescientos mil hombres. Y lo hicieron en una sola noche…

Cuando la Luna Roja se ocultó, ya dominaban el planeta entero. Instalaron la capital del reino en el poblado de pescadores que había tenido la desgracia de recogerlos y lo convirtieron en una ciudad tan monstruosa como ellos mismos. Y una vez coronado Harex, con su hermano Hurza como segundo, se dedicaron a esperar la llegada de la Luna Roja.

Su salida al año siguiente y los efectos que iba a tener en ellos no los tomaron esta vez por sorpresa. Estaban preparados para lo que iba a ocurrir. En cuanto la luna asomó por el horizonte, Harex voló hasta ella, se posó sobre su superficie y arrancó con sus manos desnudas una inmensa porción. Luego regresó con su carga a la ciudad. Tal y como lo relataba el pergamino, fue como si una gigantesca montaña roja descendiera desde los cielos.

Según el relato de Blatto Zenzé, los efectos de la terrible mutilación de la Luna Roja se dejaron sentir en el planeta al instante. Los terremotos y erupciones se sucedieron por doquier, como si el mundo entero se sacudiera espantado ante lo sucedido en el cielo. La superficie del planeta cambió por completo; las placas tectónicas se alzaron para crear nuevas cadenas montañosas, los océanos anegaron las tierras y el perfil de las costas se alteró para siempre.

Ajeno a aquel caos, Harex prosiguió con su labor: erigir Rocavaragálago. La levantó con sus propias manos, haciendo tal uso de la magia que hasta la misma piedra ardía. Aunque la Luna Roja había desaparecido del cielo, sus poderes se veían amplificados gracias a la misma materia sobre la que trabajaba.

En cierto modo, Harex había bajado la Luna Roja del cielo. A medida que la construcción crecía, el mago fue ejecutando sobre su superficie complicados hechizos, uniendo su propia magia a la magia de la piedra. Algunos de esos sortilegios se pusieron en marcha al instante, otros necesitaban tal cantidad de energía que sólo podían activarse cuando la Luna Roja estuviera de nuevo en el cielo.

El rey hechicero tardó todo un año en concluir su obra, un híbrido entre arquitectura y magia como nunca se había visto antes. Justo cuando la luna volvió a emerger, todo se consumó: Rocavaragálago se puso en marcha por primera vez; las puertas del infierno se abrieron y los monstruos se hicieron dueños de Rocavarancolia.

Héctor ignoraba qué partes de aquella historia eran reales y cuáles mera leyenda, lo único que sabía era que la sola proximidad de aquel lugar le daba ganas de gritar. Caminar cerca de ella asfixiaba, quitaba el aliento. Por eso, a pesar de la insistencia de Bruno por hacer lo contrario, nunca se aproximaron demasiado a ella. No osaban ni siquiera caminar por la explanada que la rodeaba, ni entrar en los pocos edificios que se levantaban en sus cercanías. Y aun así, era difícil ignorarla. Su presencia pesaba en el ánimo, arañaba la mente de una manera insidiosa aunque no se la mirara, como si reclamara la atención que se merecía. Los pocos días que dedicaron a explorar esa zona, acabaron agotados, pero era un cansancio mental más que físico.

—Es como si te absorbiera el alma —dijo un día Rachel. Y Héctor no pudo más que estar de acuerdo. Nadie podía tener pensamientos alegres o positivos en la proximidad de aquella mole.

Bruno estaba convencido de que la Luna Roja amplificaría los poderes de todo el grupo del mismo modo en que lo había hecho con los dos hermanos, pero a Héctor la perspectiva de ser capaz de realizar embrujos cuando saliera la luna no lo emocionaba en absoluto.

—Me gustaría hacer experimentos en las proximidades de Rocavaragálago —dijo Bruno mientras regresaban al torreón Margalar. Después de ocho largos días, habían decidido dar por finalizada la exploración en esa zona de la ciudad y al italiano no le había sentado bien la noticia—. No sería nada complicado ni peligroso, os lo puedo asegurar. Sólo quiero comprobar si ya de por sí la cercanía de esa construcción aumenta nuestras capacidades mágicas… Quizá alguno de vosotros pueda realizar magia cerca de ella. Y existe la clara posibilidad de que hechizos que habitualmente se escapan a mis capacidades pueda lanzarlos en las inmediaciones de sus muros.

—Ya hemos hablado de ello —le dijo Marco—, nada de magia cerca de esa cosa, no si lo podemos evitar.

—No es un buen sitio, Bruno —le dijo Lizbeth—. Olvídalo, por favor.

Y con eso finalizó la discusión.

Llegaron al torreón agotados, con el crepúsculo pisándoles los talones. Adrián, como siempre, ni siquiera les preguntó qué tal les había ido, se limitó a bajar el puente levadizo y a escabullirse por la puerta del patio, sin hablar con nadie. La expresión de su rostro no era la habitual, parecía preocupado por algo, pero, por supuesto, nadie le preguntó nada al respecto. A Héctor le incomodaba hablar con él. Cada vez que lo hacía, no podía evitar recordar al niño vivaracho e ingenuo que había conocido en los primeros días en Rocavarancolia.

Las chicas subieron al cuarto de baño a refrescarse mientras los chicos hacían lo propio en el riachuelo que rodeaba el promontorio. La temperatura del agua era bastante agradable, y la corriente no excesivamente fuerte. Luego regresaron al torreón, a medio vestir todavía, tiritando envueltos en viejas toallas raídas, y se desperdigaron por el lugar a la espera de que las chicas bajaran.

La sombra de Rocavaragálago aún pesaba sobre ellos.

Héctor salió al patio, secándose el pelo con una pequeña toalla rasposa. Necesitaba aire. Se encontró con Adrián sentado en la mesa de la entrada, inclinado hacia delante, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos y la vista fija en el tejado. Comprendió al instante qué era lo que le preocupaba.

—¿Hoy no ha venido? —le preguntó.

Adrián negó con la cabeza, sin apartar la mirada de las alturas.

* * *

Darío todavía se preguntaba qué estúpido impulso le había llevado a tratar de tocar la garra del monstruo encerrado. No había llegado a rozarla siquiera cuando se cerró como un cepo en torno a su muñeca, con tal fuerza que no pudo reprimir un grito. Lo siguiente que supo fue que volaba literalmente hacia el muro. El choque contra la pared fue brutal. Cayó al suelo aturdido, pero no llegó a desmayarse y eso le había salvado la vida. Pateó desesperado la mano, obligándola a soltarlo cuando aplastó con el talón uno de sus nudillos. Darío rodó entonces fuera de su alcance y del interior del edificio llegó un bramido desesperado. Permaneció largo rato tirado en el barro, semiinconsciente, con la mirada perdida en el poco cielo que se dejaba ver en el callejón y maldiciendo su estupidez. Tras él escuchaba removerse a la garra, palmeando y arañando el suelo, frenética. Se levantó, aturdido todavía, desenvainó su espada mágica y dio un paso hacia la mano que seguía buscándolo ansiosa. Sintió cómo la empuñadura tiraba de él, cómo la hoja temblaba ansiosa de probar la sangre de aquel monstruo traicionero. Pero finalmente enfundó el arma y salió cojeando del callejón.

Una hora después la cabeza todavía le palpitaba. Tenía la mejilla hinchada y amoratada, una oreja en carne viva, el hombro izquierdo completamente entumecido y una pierna dolorida. Cojeaba por una zona de la ciudad en la que nunca había puesto el pie: un laberinto de callejuelas y altos edificios de piedra color pizarra. La luz del día apenas llegaba a aquel caos de calles retorcidas. Era consciente del riesgo que corría, pero no le importaba lo más mínimo. Estaba furioso. Casi deseaba que algo le saliera al paso para poder matarlo.

Ascendió por la suave curva de un puente de granito abarandillado que salvaba una brecha de terreno, una profunda grieta que partía en dos la calle que seguía. Cuando llegó a su punto más alto, una voz le habló:

—Pobre niño. Pobre niño triste y solitario…

Desenvainó la espada al instante y miró a su alrededor, intentando localizar a quien hablaba. Era una voz seca y desangelada, una voz que parecía tan ajena a lo vivo que era como si fuera el propio silencio quien se dirigía a él.

—¿Quién?

No había nadie a la vista, ni en las ventanas de los edificios ni en los portales ni en los dos callejones que se abrían a su derecha. Y por supuesto no había nadie junto a él en el puente. Aquella voz volvió a interpelarlo:

—¿No te cansas de batallar contra lo imposible? —se escuchó un prolongado siseo—. Niño solitario, aquí no hay nada para ti. Denéstor te engañó. Te mintió. No perteneces a Rocavarancolia. No perteneces a ninguna parte. Más te valdría acabar con todo de una vez y saltar ahora mismo.

—¿Dónde estás? ¡No te veo! —Darío giró sobre sí mismo. El corazón le latía con fuerza.

—¿Y qué ocurriría si me vieras? Deja que adivine —la voz guardó un instante de silencio. El viento ululó en las profundidades del abismo que salvaba el puente—. Me matarías, ¿verdad? Me clavarías esa ridícula espada tuya y luego le echarías la culpa a la magia que la encanta. ¿En este mundo te vale esa excusa? En la Tierra no era así, ¿verdad? ¿La navaja con la que apuñalaste a aquel hombre también estaba encantada?

Darío sintió una corriente helada en la nuca. La inquietud que sentía se convirtió en miedo. Se mordió el labio inferior y, caminando despacio, se dirigió a la barandilla izquierda del puente, de barrotes de retorcido metal azul. La voz llegaba de la grieta.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó. Cambió la espada de mano para limpiarse el sudor que bañaba su palma contra la capa.

—Yo lo sé todo, niño perdido. Desde aquí el mundo se ve mucho mejor… Desde la oscuridad, la perspectiva es más clara… —de nuevo se escuchó un prolongado siseo. Darío tuvo que resistir el impulso de dar un paso atrás. No había sentido tanto miedo en toda su vida. Pero no pensaba ceder a él—. Le robaste su maletín y él te persiguió. No esperabas que fuera tan rápido, ¿verdad? Mi querido niño, deja que te cuente un secreto: siempre hay alguien más rápido, fuerte y terrible que tú. Te volviste en el callejón al verte atrapado y le clavaste la navaja en el vientre… ¿Fue la magia la que guió de nuevo tu mano? ¿Fue el miedo? ¿El hambre? ¿La rabia?

Darío miró hacia abajo. El vacío era insondable. Entrecerró los ojos, intentando dar con la fuente de aquella voz. Al cabo de unos instantes: fue consciente de la terrible verdad: era el mismo, vacío quien le hablaba.

—Pobre niño perdido… —murmuró la nada—. ¿De verdad creías haber encontrado un hogar aquí? Qué ridículo, qué patético… Estoy seguro de que hasta tú puedes ver lo burlesco de la situación. Además…, oye, espero que no te moleste lo que voy a decir, pero es que me parece algo tan, tan divertido… —el abismo soltó una risita antes de continuar hablando—: La mano que sale de la pared ha intentado matarte, chico… ¿no te parece gracioso? ¡La mano que sale de la pared! ¡Tu único amigo en la ciudad ha querido acabar contigo! —se escuchó una carcajada, una risa brutal que se desplegó bajo el puente como las alas de un gigantesco murciélago en una caverna—. Y tampoco hubiera sido tan malo, ¿verdad?

—Cállate… —Darío retrocedió un paso. Cada palabra resonaba en su interior de un modo terrible, como un puñal que se hundiera en su ser y le retorciera el alma.

—Lo siento, eso te ha dolido. Cuánto lo lamento —dijo el abismo—. Ya va siendo hora de que abras los ojos. Es lamentable que te engañes y que sigas queriendo lo que no puedes tener. Eso es lo que te ha llevado a buscar la compañía del monstruo del callejón, ¿es que no lo ves? Eso es lo que te arrastra día tras día hasta el torreón. Por eso los espías, por eso juegas a ese estúpido juego con el crío al que intentaste matar… —se escuchó un suspiro. La voz se dulcificó, pero debajo de esa dulzura se entreveía una extrema crueldad—: Por eso no puedes dejar de mirarla a ella: tan preciosa, tan perfecta, tan dulce… Ansias el calor, niño perdido, mas el calor no es para ti… Déjalo, déjalo ya… Estás solo, siempre estarás solo… Hazme caso, Darío. Ambos sabemos qué es lo que te conviene. Salta ahora mismo. Acaba con esto. Aquí, en la oscuridad, serás feliz.

El muchacho negó con la cabeza. Parte de su ser deseaba esa salida, parte de su ser lo empujaba a trepar a la baranda y dejarse caer al abismo. Sería tan sencillo, tan consolador… Pero consiguió sobreponerse a ese impulso, retrocedió un paso, negando una y otra vez con la cabeza, aun a pesar de que el dolor de su mejilla y de sus sienes se redoblaba con cada movimiento.

—No —murmuró Darío y echó a andar de espaldas puente abajo.

—Niño perdido, niño estúpido… —el puente gruñó—. Está bien. Vete. Vete. Pero volverás, te lo aseguro… Tarde o temprano, volverás. Ambos sabemos que tu destino es el abismo.

Darío se apoyó en la pared, apretando los dientes y respirando de forma entrecortada. Se preguntó cuántos habrían saltado desde aquel puente para acabar con sus vidas espoleados por las palabras de la nada.

—Darío… —le llamó la voz mientras se alejaba, cojeando, todo lo rápido que podía, espada en mano.

No se detuvo. No quería oír lo que aquel lugar quisiera decirle, pero cuando intentó taparse los oídos con las manos, el dolor de la oreja despellejada le hizo apartarla.

—Si alguna vez te sientes solo, por favor… Ven a hablar conmigo, ¿de acuerdo? —continuó aquella voz horripilante—. Estaré aquí, esperándote… ¿Quién sabe? Quizá podamos ser amigos…

El abismo soltó entonces una carcajada tan grotesca que, a pesar del intenso dolor, Darío aceleró el paso. Tardó unos instantes en darse cuenta de que había echado a correr.

* * *

Mistral intentaba dirigirlos en sus correrías por Rocavarancolia sin que su guía se hiciera demasiado evidente. Por eso solía dejar que fueran otros quienes escogieran qué dirección tomar, aunque siempre fuera él quien decidía cuando se topaban con alguna encrucijada en la que una mala elección pudiera conducirlos a zonas conflictivas. En el único que confiaba a veces en esos casos era en Héctor, y era sólo desde que sabía que dama Desgarro le había hechizado para hacerlo sensible a los peligros de la ciudad.

Para él había sido una gran sorpresa averiguar que la custodia del Panteón Real también estaba quebrantando las sagradas leyes de Rocavarancolia. Resultaba curioso que lo que en un principio había sido una arriesgada aventura en solitario hubiera terminado convirtiéndose en una verdadera conspiración.

Aquella tarde Natalia escogió el rumbo. Durante días había llamado su atención un minarete de madera rojiza que destacaba al sudeste de la ciudad y ésa fue la dirección que les hizo seguir. En todo el trayecto, Mistral sólo tuvo que desviarlos una vez de la ruta, y no lo hizo para evitar zonas peligrosas sino para no pasar cerca de algo que no quería que vieran. Se trataba de la torre leprosa, un edificio construido con carne enferma. Era un lugar repugnante, habitado en el pasado por necrófagos y ahora territorio de carroñeros. Cuando el viento soplaba desde esa dirección llegaba cargado de una peste nauseabunda difícil de aguantar. Marina y Maddie arrugaron la nariz, aunque nadie dijo nada.

Al final, el minarete resultó una tremenda decepción. Exteriormente era hermoso, lleno de cenefas y arabescos que se enredaban unos sobre otros, pero el interior era una completa ruina. Daba la impresión de que una bomba de gran potencia había estallado dentro. Todo estaba tan destrozado que no les quedó más remedio que preguntarse cómo era posible que el edificio aguantara en pie. Mistral conocía la razón. Aquel lugar había sido la sede de la hermandad de los Taumaturgos de la Llama, magos dedicados a la elaboración de explosivos. Los muros del minarete estaban asegurados con fuertes hechizos de protección para evitar que un accidente ocasional provocara su derrumbe sobre los edificios colindantes.

Caminaron durante más de una hora sin rumbo fijo bajo el cielo blanco de Rocavarancolia, mientras la tarde caía. El viento pronto hizo acto de presencia y fue ganando fuerza a medida que bajaba la temperatura, agitando los faldones de sus túnicas, blusas y camisolas. Mistral miró a izquierda y derecha al llegar a un cruce de calles. Eligió aparentemente al azar la larga cuesta que descendía hacia el este, se limitó a apoyar la palma de su mano en la espalda de Rachel y a empujarla con suavidad hacia allá. Había algo cerca que quería que vieran, algo que quizá compensara en parte el desasosiego de los días pasados explorando a la sombra de Rocavaragálago. Una vez que enfilaron en esa dirección, no hizo falta más guía por su parte. Los muros que rodeaban los Jardines de la Memoria pronto resaltaron entre el resto de los edificios. Eran altas paredes de diminutos ladrillos hexagonales, de color violeta claro, con arcadas ojivales en el lado norte.

Entraron en silencio, con los ojos muy abiertos, asombrados. Aquel solar amurallado era uno de los recintos más grandes que habían encontrado hasta entonces: en extensión igualaba a la superficie que cubría el torreón Margalar y su patio. Varias estatuas se repartían por el lugar, grandiosas y magníficas. Por un momento, Héctor pensó que se trataba de nuevo de criaturas convertidas en piedra, pero en este caso eran verdaderas obras de arte, no la siniestra aberración de la plaza de las torres.

Mistral paseó la vista entre las estatuas, observando de reojo la admiración que causaban en el grupo. Algunas, labradas en piedra ingrávida, flotaban a varios metros de altura, inmóviles en el aire. El cambiante deseó que hubieran podido ver aquel lugar cuando era una de las maravillas del reino y no otra muestra de su declive. De los cincuenta conjuntos escultóricos que habían contenido los jardines, sólo quedaban diez completos y fragmentos de una docena más. Y ya no había ni lastro de los espectaculares vergeles que habían adornado el lugar, algunos flotando también sobre extensas capas de tierra volante.

Pero aunque fuera un pálido reflejo de lo que una vez fue, los Jardines de la Memoria seguían siendo impresionantes.

La maravilla de antaño aún se asomaba entre la desolación y las ruinas. Y eso era lo que el cambiante quería mostrarles.

Sonrió, satisfecho y complacido, al verlos desplegarse boquiabiertos por los jardines. Ver a Marina y Rachel, señalando extasiadas la maravillosa estatua de piedra azul de dama Escalofrío, envuelta en su extenso chal de seda y pedrería, postrada como si pidiera clemencia, le llenó de alegría. O contemplar a Bruno flotando junto a Maronet el hechicero, mientras éste se enfrentaba con su cayado y su hacha de doble hoja al rey gigante de Esfronax. La estatua del mago, esculpida en piedra ingrávida, estaba suspendida a más de quince metros de altura, justo frente al rostro del monstruoso gigante, con el cayado adelantado en la mano izquierda y el hacha en la derecha, disparada en horizontal hacia la cara de su adversario que ya mostraba en varios puntos el mordisco del arma. El rey de Esfronax, vestido con una armadura que parecía fabricada con conchas de galápago, tenía los brazos extendidos y parecía a punto de desplomarse.

La historia de Rocavarancolia los rodeaba, fragmentaria e incompleta. Cada acontecimiento histórico de relevancia había encontrado su hueco en los Jardines de la Memoria. Molor, el rey artista, había mandado levantar aquel lugar hacía más de un milenio. Se decía que el mismísimo rey había pasado sus últimos años de vida más preocupado por construir aquel gigantesco conjunto que por el gobierno del reino.

Mistral sintió una intensa calidez extendiéndose por su cuerpo.

«Esto es Rocavarancolia —le hubiera gustado decirles—. Miradla, miradla bien. No es terror ni crueldad. Es grandeza y honor. Es superación. Es la majestuosidad de lo imposible. Abrid los ojos, niños. No os dejéis cegar por la oscuridad y mirad la luz que hay en ella. No os fijéis en las tinieblas y contemplad el milagro».

La mayor de las estatuas supervivientes era la de dama Irhina, la reina sangrienta y su espectacular montura, el dragón vampiro Balderlalosa. Medía treinta metros de largo y ocho de alzada. El dragón negro estaba representado en vuelo rasante, con sus cuatro alas extendidas. Sus colmillos, grandes como cimitarras, relucían oscuros en la penumbra de sus mandíbulas entreabiertas. Montada sobre su lomo estaba ella, la primera reina vampira de Rocavarancolia. El autor de aquella maravilla había conseguido que la majestuosa montura no eclipsara a su jinete. Había esculpido a dama Irhina de tal forma que era el centro de atención en la pieza. Tenía la mano izquierda apoyada en el lomo de la bestia en un ademán tan vigoroso que parecía decir: «No tengas miedo del dragón que monto. Témeme a mí que soy quien lo domina».

Ricardo alargó la mano y acarició las fauces abiertas del dragón.

—No me lo puedo creer —se limitó a decir. Le temblaba la voz.

—¡Ricardo! ¡Esto nos lo has contado tú! —gritó Rachel.

Estaba junto a Lizbeth ante un conjunto de estatuas situadas en el mismo centro de los jardines. Allí, sobre un pedestal en forma de media luna, una docena de encapuchados rodeaba a un hombre escuálido que levantaba una mano en señal de invitación mientras su rostro expresaba tal desprecio que daban ganas de apartar la mirada. Llevaba puesto lo que en un principio se podía tomar por un collar de perlas, hacía falta un segundo vistazo para comprender que era un macabro collar de ojos. Del centro exacto de su frente surgía un cuerno afilado de unos veinte centímetros de longitud.

—Es Hurza —dijo Ricardo, y luego añadió con un susurro—: El Comeojos…

Mistral asintió con la cabeza. No sabía qué artista había esculpido ese momento crucial en la historia de Rocavarancolia, pero había logrado que Hurza pareciera mucho más peligroso que los hechiceros que se disponían a darle muerte.

—La ejecución del primer Señor de los Asesinos —murmuró el cambiante.

Enfrentada a la media luna en la que se veía aquella escena había existido otra plataforma idéntica, sobre la que se escenificaba la muerte del primer rey de Rocavarancolia. A Harex lo habían matado mientras dormía. Icaria, su amante, había sido la encargada de verter en su oído un chorro de Penuria, el veneno más letal conocido, hechizado además de tal modo que atravesó todas las protecciones mágicas del rey como si no existieran. Habían tardado diez largos años en encantar la pequeña redoma de veneno que entregaron a Icaria; el mismo tiempo que ella había necesitado para ganarse la confianza del soberano, pero el esfuerzo había merecido la pena. La muerte de Harex fue inmediata.

Con la construcción de Rocavaragálago y la salida de la Luna Roja, Harex no sólo había llenado la ciudad de monstruos, también había puesto en marcha otra magia todavía más turbulenta: la que desgarraba el tejido mismo de la realidad y creaba portales a otros mundos. Eran pasillos que se abrían al azar en los puntos más dispares de la ciudad: en el cielo, en las montañas o sumergidos bajo el mar; algunos conducían a planetas desolados, sin rastro de vida ni esperanza de albergarla, no obstante otros comunicaban con tierras florecientes pobladas por civilizaciones en distinto grado de desarrollo. Esos vórtices entre mundos nunca permanecían mucho tiempo abiertos, todos acababan cerrándose al cabo de unas horas. Harex no podía controlar la magia que los creaba, pero sí era capaz de fijar de forma permanente los pasajes que llevaban a los lugares más prometedores, vinculándolos así de manera continua al reino.

Los habitantes de Rocavarancolia asistieron extasiados a ese nuevo prodigio. Estaban convencidos de que Hurza y Harex se proponían conquistar esos mundos para mayor gloria del reino. Esa suposición cobró fuerza cuando a lo largo de los años siguientes se pusieron en marcha varias expediciones a lo que ya se conocía como mundos vinculados… Se trataba de grupos pequeños que exploraban y cartografiaban el terreno, hacían balance de las distintas civilizaciones que habitaban esos planetas y, sobre todo, intentaban averiguar de qué tecnología disponían y si eran capaces o no de realizar magia. Llevaban a cabo sus operaciones con la mayor de las cautelas, evitando siempre ser descubiertos por los nativos del mundo que estudiaban. Hasta el último habitante de Rocavarancolia estaba seguro de que esas expediciones eran el preludio a la tan esperada invasión, aunque ni Harex ni Hurza hablaran abiertamente de ello.

Comprendieron su error cuando Harex anunció que las expediciones a los mundos vinculados habían tocado a su fin y que a partir de entonces ellos y sólo ellos serían los únicos que podían traspasar los vórtices. El resto de los habitantes del reino tenía prohibido bajo pena de tortura y muerte hacer uso de los portales. El Consejo Real, formado por los doce hechiceros más poderosos del reino, intentó averiguar la razón de esa ley sin sentido pero, como era su costumbre, ni Hurza ni Harex explicaron sus motivos.

Los dos hermanos pasaban largas temporadas en los mundos vinculados. En la mayoría de las ocasiones viajaban juntos, dejando el dominio del reino al consejo, aunque tampoco era extraño que uno de los dos se adentrara solo a través de un portal mientras el otro permanecía en Rocavarancolia. Era rara la vez en la que los hermanos regresaban de sus viajes con las manos vacías. Traían objetos de toda índole, en su mayoría mágicos y, de nuevo para estupefacción del consejo y el reino entero, en lugar de servirse de ellos, lo que hacían era arrojarlos inmediatamente al foso de lava que rodeaba Rocavaragálago.

De cuando en cuando regresaban también con algún aterrado habitante de esas tierras, en su mayor parte niños que eran encerrados sin contemplaciones en las mazmorras de la ciudad. Y no eran pocas las ocasiones en las que llegaban apestando a sangre y matanza, risueños como muchachos que acabaran de realizar una magnífica travesura. No explicaban a nadie el porqué de sus acciones, ni a qué tareas se dedicaban en los mundos vinculados.

A lo largo de los años, el consejo de Rocavarancolia intentó convencerlos en múltiples ocasiones de la locura de sus actos: tenían en sus manos las herramientas necesarias para dominar un sinfín de mundos, pero ellos se limitaban a usar esas tierras como simples patios de recreo donde jugar a sus estúpidos juegos sangrientos. Ni Hurza ni Harex prestaban atención a sus argumentos.

Hasta que casi un siglo después de que el primer portal se abriera, la paciencia del Consejo Real por fin se agotó. La locura del rey de Rocavarancolia y del Señor de los Asesinos se había terminado convirtiendo, en su opinión, en un lastre para el reino. Y decidieron librarse de ellos de una vez por todas. Se planeó todo con sumo cuidado, conocían el poder de los dos hermanos y sabían que sólo dispondrían de una oportunidad para acabar con ellos.

Después de mucho esperar vieron su oportunidad cuando Hurza se decidió a preparar su grimorio. La elaboración de ese tipo de libros debilitaba notablemente al hechicero que lo realizaba, ya que durante el proceso debía ceder buena parte de su energía al libro. El mago no tardaba mucho en recuperar de nuevo poder, pero durante un corto lapso de tiempo era más vulnerable que de ordinario. Y fue entonces cuando el consejo en pleno de Rocavarancolia atacó al Señor de los Asesinos. Y a pesar de su extremada debilidad, Hurza fue capaz de matar a cuatro de los doce hechiceros antes de que terminaran con él. Mientras el consejo acababa con Hurza, Icaria envenenaba a Harex.

—Monstruos asesinando a monstruos —dijo Lizbeth al tiempo que contemplaba la estatua sombría de Hurza Comeojos—. Eso fue lo que pasó. En el fondo no cambió nada…

—Sí que cambió —dijo Ricardo—. Pero a peor. Cuando Harex gobernaba, sólo él y su hermano tenían acceso a los mundos vinculados. Después de su muerte, los monstruos de Rocavarancolia camparon a sus anchas por esas tierras.

—Es espantoso… —murmuró Marina.

Siguieron deambulando por los Jardines de la Memoria hasta que la luz del cielo les indicó que el anochecer estaba próximo y emprendieron el regreso al torreón Margalar. Mistral fue el último en salir, se detuvo unos instantes bajo uno de los arcos y dedicó una última mirada atrás antes de seguir al resto. La calidez que había sentido al ver el asombro de los niños se había disipado ya; de nuevo el frío, las dudas y la angustia se apoderaron de él.

El silencio no tardó en hacerse amo y señor de los Jardines de la Memoria. Los rayos del sol al declinar fueron tallando una capa de tinieblas sobre las estatuas de hombres, monstruos y reyes, convirtiéndolas a todas en inmensas sombras sin voz perdidas en la oscuridad.