Las voces de los muertos

Las voces de los muertos

Al poco de levantarse, Bruno les informó, con su habitual tono de voz desapasionado, que aquel día era Navidad. De todos ellos, era el único que se esforzaba en llevar al día la fecha de la Tierra. Los demás se habían rendido al anodino transcurrir del tiempo de Rocavarancolia.

—Navidad. Qué felicidad —canturreó Natalia, contemplando con expresión sombría las escasas viandas que habían dispuesto sobre la mesa para desayunar—. ¿Haremos una fiesta para celebrarlo?

—Podemos colgar adornos de la araña del patio —dijo Rachel después de ahogar un bostezo en el dorso de su mano. Ricardo le revolvió el cabello y ella se dejó caer sobre la mesa, apoyó la cara en sus brazos entrelazados y fingió dormir.

—Navidad… —gruñó Héctor, y hasta sintió que la palabra en su boca tenía un sabor amargo. Le parecía imposible que en alguna parte del universo alguien pudiera estar celebrando esa fiesta. Se recostó en la silla, con un pedazo de queso mohoso en una mano, y suspiró antes de empezar a raspar la capa verdosa del queso con un cuchillo. En su casa, los adornos de Navidad ya llevarían días colocados y su hermana habría cumplido en Nochebuena con la tradición de encender el árbol del salón. Su madre serviría lo que daba en llamar sus exquisiteces navideñas: una extensa colección de entremeses que mantenían a Sarah y a Héctor encandilados durante horas, primero observando cómo su madre los preparaba y luego deleitándose con ellos en la mesa. Pocas veces llegaban a probar el plato principal por la sencilla razón de que acababan demasiado llenos de canapés. El año pasado, su hermana y él habían organizado una competición para ver quién podía comer más entremeses. Había ganado él, por supuesto.

Pero eso había sido en otra vida.

Era por la noche, justo antes de dormirse, cuando más hablaban de la Tierra, de sus familias, de las tantísimas cosas que echaban en falta. Tampoco eran conversaciones muy frecuentes, recordar lo perdido terminaba entristeciéndolos. Recordar no era bueno, no sabiendo que era muy probable que nunca más pudieran regresar a su mundo. Y más, si cabe, al pensar que allí, al otro lado, nadie los recordaba.

—Echo de menos tantas cosas… —dijo Marina mientras sostenían una de esas charlas—: la música, las flores, el atardecer en el Sena… La luz de las estrellas… —suspiró—. Es algo que no entiendo. Debería haber estrellas, ¿verdad? El universo está lleno de ellas, ¿no?, entonces ¿por qué no se ven desde aquí?

—Yo me muero por una buena comida —aseguró Rachel. Era la que mejor apetito tenía de todos, lo que resultaba curioso dado su aspecto escuálido—. Comida de verdad. Un buen asado, con patatitas y salsa para untar pan…

—Un vaso de leche con cacao… —dijo Lizbeth—. Con galletas… con eso me conformaría. Y magdalenas. Vale, y quizá algo de chocolate… Espolvoreado con caramelo por encima.

—Y lo que daría yo por tener aquí mis libros —señaló Ricardo—. Mi padre me regalaba uno todas las semanas.

—Una televisión —murmuró Rachel—. Para perder las horas viendo dibujos animados y películas de terror. ¿Puedes invocar una televisión para mí, Bruno?

—Dudo que exista un conjuro semejante —contestó el italiano—. Pero aunque existiera y estuviera a mi alcance, sospecho que tendríamos graves problemas para sintonizarla. No sé qué señal podría llegar hasta…

—Bruno, Bruno —terció Héctor—. Es una broma, no es más que una broma. No le des más vueltas, por favor.

—Oh.

—Yo lo que más añoro es a mis padres —dijo Natalia—. Y es raro, porque en la Tierra no los aguantaba; siempre encima de mí, siempre controlándome… Pero ahora los echo de menos —y parecía sorprendida—. Y también echo de menos la lluvia. Me podía pasar horas escuchando llover…

Héctor sabía que Natalia añoraba de la Tierra otra cosa: sus duendes; aquellas criaturas que sólo ella podía ver y que en nada se asemejaban a las que los acechaban en Rocavarancolia.

—Yo no echo nada de menos —aseguró Bruno—: Aunque probablemente sea porque mi vida en la Tierra se ha alejado bastante de lo que se consideraría una vida normal.

—Y porque eres raro —le dijo Natalia.

—Tú también serías rara si te hubieras pasado años sin salir apenas de casa, sin nadie que te dijera una sola palabra cariñosa o amable en toda tu vida —le defendió Marina—. Bueno, tú ya eres bastante rara de por sí…

—¡Mira quién habla! —dijo la otra.

—Lo que yo echo más de menos es el silencio —suspiró Adrián—. Sí. El silencio por la noche. Añoro meterme en la cama y dormirme sin escuchar a nadie discutir por tonterías…

—Pues vete a dormir abajo —le dijo Natalia—. Tienes todo un torreón para ti.

—¿Y dejaros solos y desvalidos? —quiso saber él—. ¿Por qué criatura desalmada me tomas?

A Héctor no le resultaba difícil decidir qué era lo que más extrañaba de la Tierra; lo tenía muy claro: era la risa de su hermana. Sarah tenía un modo de reír explosivo, una de esas risas contagiosas a las que era imposible resistirse. Recordaba una tarde en particular, cuando asistieron junto a sus padres a la tradicional función de fin de curso del colegio; él le había susurrado algo al oído mientras veían la aburrida representación de teatro que cerraba el acto. No recordaba qué le había dicho, pero la niña había sufrido uno de los peores ataques de risa de los que tenía memoria. Y ese ataque se había ido contagiando poco a poco a todos los espectadores, avanzando por las filas de butacas del salón de actos, como una marejada de atronadoras carcajadas. A los desastrosos actores no les quedó otro remedio que detener la representación y aguardar a que las risas se apagaran para proseguir con la obra. A la salida todos estuvieron de acuerdo en que la risa de Sarah había sido lo mejor de toda la función.

—Y tú, Marco, ¿qué es lo que echas de menos? —le preguntó Héctor una vez que contó la anécdota del teatro.

El cambiante se dio la vuelta en la cama y quedó boca arriba, con la vista fija en el techo del torreón Margalar. ¿Qué podía contestar a eso? «Echo de menos los tiempos en que Rocavarancolia era grande y temible —podía decir—. Los tiempos en que la ciudad era bella y caminar por las calles era un placer, un deleite; cuando no sabías qué maravilla o qué milagro ibas a encontrar al doblar la esquina. Echo de menos la sombra camarina de la torre Insólita, derruida por los gigantes bárbaros del mundo de Kalamadara. Echo de menos las canciones de los bardos en la plaza de la Quijada del Demonio, el fulgor de los vórtices abiertos centelleando en el crepúsculo, el recio batir de las alas de los dragones en las torres dragoneras y sus bramidos furiosos a medio sueño… Añoro tantas cosas y me da tanto miedo mirar atrás y darme cuenta del precio que he tenido que pagar por ellas…».

—Todo. Lo echo de menos absolutamente todo —dijo, y la voz se le quebró de tal manera en la garganta que la conversación finalizó ahí mismo.

* * *

Héctor pensó en lo paradójico que resultaba que el lugar más espléndido y lleno de vida que habían encontrado en Rocavarancolia fuera el cementerio. Estaba a una hora de marcha del torreón, en una hondonada más allá de la cicatriz de Arax. Y era tan hermoso que arrebataba el aliento. Además estaba en perfecto estado, no se veía la menor traza de ruina ni abandono. La batalla que había reducido a escombros la mayor parte de la ciudad había respetado aquel lugar.

El grupo se hallaba congregado en lo alto de una de las ocho rampas de tierra que descendían al gran complejo de tumbas. En el centro del mismo se elevaba un panteón negro de una belleza sobrecogedora. Estaba formado por un gran edificio de planta pentagonal, coronado por una cúpula negra, y cuatro impresionantes pirámides. La fachada principal del pentágono mostraba un gran portón de doble hoja, labrado con complicados arabescos dorados y plateados.

En torno al gigantesco panteón se desplegaba el resto de las tumbas. Las había de todo tipo, tamaño y forma; desde enterramientos que eran poco más que tierra apiñada sin ningún tipo de indicación, hasta mausoleos tan recargados que daba igual el tiempo que uno los mirara, siempre se descubría una nueva arquivolta, una talla oculta hasta el momento u otra diminuta criatura esculpida en piedra. No sólo había tumbas, también se podían ver obeliscos cubiertos de inscripciones, postes indicadores de madera, columnas conmemorativas, fuentes y estatuas.

Sin embargo, lo más llamativo era la exuberante vegetación que salpicaba el cementerio, y eso los sorprendió todavía más que el hecho de que los muertos enterrados allí no dejaran de hablar. El cuento de Marina los había preparado para sus voces de ultratumba, pero nada les había advertido que, tras semanas viviendo entre piedra, roca y granito, iban a toparse de nuevo con la naturaleza. Por todas partes se veían jardines, estanques y parques con árboles de todo tipo, la mayoría de especies desconocidas para ellos aunque también había altos cipreses, pinos y sauces. El verdor de los jardines, la hiedra y el musgo se derramaba por los senderos y trepaba por tumbas y mausoleos.

Héctor quedó tan absorto contemplando aquel hermoso lugar que no prestó atención a las voces de los muertos hasta pasado un rato. La mayoría parloteaba de cosas sin sentido, al menos para el grupo, otros charlaban en susurros apenas audibles y sólo unos pocos hablaban de ellos.

—Niños vivos con sangre caliente en sus venas —canturreaba una voz procedente de una tumba de piedra blanca situada al pie de la rampa en la que se encontraban—. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos visitaban los vivos?

—¡Décadas!

—Os equivocáis. Ayer por la tarde tuve una linda visita —dijo otro con afectada elegancia, bajo una losa gris cubierta a medias por el musgo—. Una niña vestida de ángel que tarareaba una canción mientras bailaba a mi alrededor, ¿no la recordáis?

—Eso fue hace doscientos veintitrés años, estúpido hediondo —le replicó su vecino—. Y no cantaba: estaba gritando porque la perseguía un trasgo. Acabó comiéndosela, si no recuerdo mal.

—Qué disgusto.

Natalia miró a Marina con el ceño fruncido.

—¿Está tu tumba aquí o no? —le preguntó con sequedad.

La muchacha morena negó con la cabeza. Si el tono de Natalia la había molestado, no dio muestras de ello.

—No, no lo está. La reconocería si la viera. Creo.

—Entonces ¿podemos marcharnos ya? Este sitio me da escalofríos.

—¿Escalofríos? —Rachel la miró extrañada—. Pero ¿qué dices? Es un lugar precioso…

—No me gustan los cementerios, ¿vale? Son siniestros.

—No, no son siniestros y éste menos que ninguno —dijo Marina—. No son lugares de muerte aunque mucha gente piense así. Son lugares para homenajear a los que han vivido y recordarlos como se merecen.

—A ti te gustan los cementerios porque eres siniestra.

—¡Qué pesada eres! —fulminó Marina a Natalia con la mirada. A continuación resopló y miró a Marco—. Deberíamos bajar a echar un vistazo, quizá desde aquí no pueda ver la tumba.

El cambiante asintió e hizo una señal para que Rachel se pusiera en cabeza del grupo. Sabía que no había magia malévola en el cementerio, pero debía guardar las apariencias. Ricardo se colocó tras ella. Héctor retrocedió unos pasos para cerrar el grupo. No había ni rastro de niebla de advertencia en el lugar. Natalia, a cada momento más sombría, hundió la alabarda con violencia en el suelo terroso.

—¿Y el monstruo? —preguntó—. ¡Marina dijo que había un monstruo! ¿No os acordáis?

Marco desenvainó su espada y la agitó teatralmente en el aire.

—¡Que salga si quiere! —gritó. Sintió un ramalazo de euforia al comportarse como un chiquillo—. ¡Le daré lo que se merece!

Sabía que el monstruo del cuento de Marina era dama Desgarro y gracias a Denéstor Tul no debían preocuparse por ella. Además, la mujer no había sido del todo sincera durante el discurso de bienvenida al hablar de la prohibición de entrar en el cementerio. Lo que de verdad estaba vedado por ley era que la cosecha entrara en el Panteón Real; si dama Desgarro había hecho extensible la prohibición al resto del cementerio era por la sencilla razón de que no quería tener a los niños dando vueltas a su alrededor.

—¡Bajad! ¡Bajad! —les gritó una voz desde una tumba rodeada de coronas de rosas petrificadas—. ¡Yo, el fenecido conde de Bratalante, vencedor del sitio de Mascarada, os invito oficialmente a pasearos por nuestro santo lugar de reposo! ¡Sois bienvenidos!

—¡Y yo, duque de Malvaraburno, retiro la invitación al instante! ¡Llevaos vuestra ponzoñosa respiración y el sucio latido de vuestro corazón a otra parte!

—¡Por favor! ¡Venid! ¡Venid! —gritaban unos.

—¡No! ¡Sacad de aquí vuestra maldita vida y vuestro maldito calor! ¡Fuera! ¡Fuera! —aullaban otros.

Bajaron la cuesta y echaron a andar entre los jardines del cementerio, embelesados ante tumbas y mausoleos. Natalia los seguía a cierta distancia, arrastrando la alabarda tras ella, con aspecto de estar disgustada con todo y con todos. Los muertos no paraban de hablar:

—Me resultó sorprendente verla en el castillo, te lo aseguro, mi buen amigo… Nos habíamos separado en términos tan poco amistosos que…

—Me aburres. Me aburres tanto…

—Morí en la batalla de Aguaembarrada, el quinto día del quinto mes del año de la primera araña… Encabezaba una cohorte de gigantes lanceros y muertos a caballo. No los vimos llegar, no, no los vimos… De pronto las alas de los dragones de la reina Efigia oscurecieron el día, sus llamas acabaron hasta con el último de…

—Me gustaba tanto el queso untado con miel… Y el crujir del maíz en la boca, aunque haya olvidado su sabor…

Pero lo que más recuerdo son las últimas fresas de la temporada. Oh. Aún me estremezco al…

Bruno trató de comunicarse con ellos, pero todos sus intentos fueron en vano. O lo ignoraban o sus respuestas en nada tenían que ver con lo que les preguntaba. Pronto se habituaron al constante murmullo de su parloteo. Las voces de los muertos no eran el único sonido en el cementerio; el viento vespertino soplaba entre las hojas de los árboles. Y también se escuchaba el trino de unos pajarillos verdes y grises que volaban de aquí para allá como diminutas centellas emplumadas.

Los caminos y senderos se abrían paso entre las tumbas siguiendo una pauta en espiral que iba descendiendo hasta el panteón negro que ocupaba el fondo de la hondonada. Había un sinfín de estatuas: guerreros de guardia ante las puertas de los panteones; poetas que escribían sus pergaminos sentados en pedestales de roca blanca; músicos tocando sus instrumentos de piedra sobre las lápidas; ángeles y demonios, y otros seres inidentificables, tan hermosos unos como horripilantes otros.

Llegaron a un parque ajardinado en forma de media luna, con un pequeño estanque repleto de nenúfares en una esquina, y decidieron hacer un alto en la exploración. Sobre una columnata junto al estanque se alzaba la estatua de bronce y plata de una mujer guerrera, vestida con una cota de mallas y armada de una gigantesca lanza; miraba hacia el cielo con expresión alerta, como si aguardara a que algo se abalanzase sobre ella en cualquier momento.

Lizbeth, como siempre, llevaba en su mochila carne, pan y fruta, alimentos que repartió entre el grupo. Algunos se sentaron a comer en los bancos esparcidos en torno al estanque mientras otros vagabundeaban por el parque. Bruno se aproximó a una tumba y estudió ensimismado las inscripciones que la cubrían, ignorando la voz que surgía bajo la sepultura y que le rogaba, si no era mucha molestia, que se apartara porque le tapaba la luz.

Marina estaba inmóvil ante la puerta enrejada de un mausoleo que parecía hecho de hielo y cristal. Las rejas de la verja eran de vidrio hueco y en su interior fluían largas hilachas de agua que se enredaban unas en otras a medida que descendían. El efecto era hipnótico. Una gárgola anfibia, también de cristal, se sentaba a horcajadas sobre el pórtico piramidal del edificio; la expresión de su rostro era de una severidad impresionante.

—Es extraño… —dijo la joven.

—¿Qué ocurre? —Héctor se acercó a ella. La puerta de cristal bruñido del panteón reflejaba sus siluetas pero de una manera fantasmagórica; se veían reducidos a simples sombras movedizas, sin ningún tipo de rasgos que los identificaran.

—Este cementerio es cálido y amable, y no tiene sentido —Marina hizo un gesto que abarcaba todo el lugar—. Vale, los muertos hablan y eso es raro, lo concedo, pero el resto… Es tan hermoso… —suspiró—. Mi padre decía que para conocer bien una ciudad tienes que visitar su cementerio, porque ese lugar en concreto dice mucho de ella, de su alma… En las grandes ciudades suelen ser fríos y anónimos. Más que enterrar a los muertos parece que los almacenan. Éste en cambio… —resopló—. Va a sonar raro, pero… Éste es el cementerio de un lugar con buen corazón…

—Si esta ciudad tiene buen corazón es porque se lo ha arrancado a alguien del pecho —gruñó él.

Marina sonrió. Se volvió hacia él y le enderezó el cuello del blusón, que llevaba retorcido.

—Es que no me cuadra —dijo—. Es eso… No me cuadra que un lugar tan horrible honre a sus muertos de esta manera —se encogió de hombros. Posó la vista en Lizbeth. Había arrancado unas flores amarillas de un seto y se las iba colocando a Rachel en el pelo—. No encaja con lo que yo pensaba sobre esta ciudad…

—Por si acaso, no te confíes.

—No lo hago. Ni por un instante. ¿Cómo podría hacerlo? Sé que no vamos a encontrar aquí la tumba de mi cuento. Lo sé. Y sé que alguien va a morir y que uno de nosotros lo traerá hasta aquí… ¿No te parece terrible?

—Mucho. Y me da miedo. Pero puede que tu cuento no ocurra, puede que sólo sea eso: un cuento. O, ¿quién sabe?, a lo mejor ya ha ocurrido, y hace tantísimo tiempo que tú no puedes reconocer la tumba… Es…

—¿Puedo pedirte algo? —le interrumpió ella.

—Lo que sea —se apresuró a contestar.

—Es una tontería, pero… Si me pasase algo, enterradme aquí, ¿vale? Y no por mi cuento. Este sitio es hermoso. Me gustaría estar…

—Tienes razón —ahora fue él quien la interrumpió con brusquedad. Intentó que su voz sonara firme—. Es una tontería. Eso no va a pasar porque no vas a morir… —y luego se apresuró a añadir, por temor a que pudiera pensar que su vida le importaba más que la vida de los demás, como en definitiva, así era—: Nadie va a morir —en cuanto lo dijo, una fría corriente de fatalidad recorrió todo su ser. La certeza de que se equivocaba fue tan fuerte que le costó un gran esfuerzo evitar que la angustia se reflejara en su rostro.

Marina le tomó de la mano, se la estrechó con fuerza y le sonrió. Héctor le devolvió la sonrisa. Luego miró a su alrededor; la desazón que sentía era tan terrible que necesitaba comprobar con urgencia que todos estaban bien. Vio a Natalia sentada en un banco junto al estanque, comiendo con desgana un pedazo de pan y fingiendo que no los miraba. Ricardo se había unido a Bruno en el estudio de las inscripciones de las lápidas y ambos conversaban en voz baja. Rachel y Lizbeth charlaban junto a un seto, con las manos entrelazadas y el pelo lleno de flores. Más allá estaba Marco, mirando con expresión ausente el gigantesco panteón negro.

Y bajo los pies de todos ellos, los muertos no dejaban de hablar:

—No lo vi venir. ¿Te lo puedes creer? ¡Veneno en la comida! ¡Esperaba algo más de imaginación por parte de alguien que vivía bajo mi mismo techo! ¡Lo peor no fue que me asesinara, lo peor fue que me defraudara de tal modo!

—Creía que iba a vivir para siempre. Qué iluso, qué estúpido fui. Creí que tenía todo el tiempo del mundo…

—Niños de sangre caliente y aliento fresco… Niños perdidos, niños robados… Esquivad la oscuridad, ¿me oís?, cuidaos de las sombras, jamás podréis imaginar lo que os espera en ellas. ¿Me oís? Jamás.

* * *

Cuando a través del ojo que portaba el pájaro metálico, dama Desgarro vio cómo los niños se acercaban al cementerio, comprendió el motivo por el que Denéstor Tul la había citado con tanta urgencia. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a reír mientras seguía escuchando la retahíla de explicaciones vacías que desde hacía un buen rato le estaba ofreciendo el demiurgo. Le hablaba del destino del reino, sin terminar de hablarle de nada en concreto; le ofrecía listados interminables de mejoras que iban desde la demolición total de buena parte de la periferia de Rocavarancolia hasta el exterminio de las alimañas que pululaban por la ciudad, y que no eran más que antiguas propuestas rechazadas por el consejo.

Dama Desgarro, cansada ya de toda esa pantomima, no tuvo el menor reparo en interrumpir al demiurgo cuando estaba a mitad de una frase.

—Ya sé que no tienes intención de desvelarme el paradero de Mistral —dijo con un tono de voz tan inocente que los ojos del demiurgo se entrecerraron al instante—, aunque sería bueno que le hicieras llegar un mensaje de mi parte: dile que siempre será bienvenido al Panteón Real… —dama Desgarro sonrió; las cicatrices que rodeaban sus labios parecieron sonreír a su vez dando a su cara un aspecto más monstruoso aún—. Y adviértele de otra cosa, por favor… Como bien sabrás, paso buena parte de mi tiempo en el cementerio, pero no estaría de más que me anunciara con antelación su visita… Cualquiera sabe qué distracción inoportuna y sin sentido podría apartarme de allí.

La mirada final que dedicó a Denéstor resultó totalmente reveladora. Las mejillas del hombrecillo gris enrojecieron con violencia. El demiurgo se recompuso con rapidez, miró a su alrededor con el ceño fruncido y luego procedió a tabalear sobre la mesa en la que se encontraban. Casi al instante, una lámpara de largas alas de terciopelo, con patas de tortuga en la base, planeó hasta ellos y se posó en la mesa. Denéstor alargó la mano y tiró del cordón de bolitas plateadas que la encendía. Una luz tenue y difusa los rodeó a ambos. El silencio se hizo en torno a ellos, un silencio mágico e impenetrable que emergía de la misma lámpara que los iluminaba. Bajo aquella luz nadie que no fueran ellos podría escuchar sus palabras.

—Así que lo sabes… —dama Desgarro asintió con divertida solemnidad y él se inclinó hacia ella, con los ojos tan entrecerrados que prácticamente desaparecían en la telaraña de arrugas que era su rostro—. Creo que no está de más que te informe de las consecuencias que puede acarrear, es…

—Denéstor, Denéstor… Soy culpable de los mismos crímenes que habéis cometido —dijo la custodia del Panteón Real—. Hay algo que debo contarte: yo también he sido mala, mi querido demiurgo. Muy mala…

* * *

Acuclillado en el almenar del castillo, Esmael vigilaba Altabajatorre con creciente inquietud. No sabía qué asuntos se traían entre manos Denéstor Tul y dama Desgarro pero no podía tratarse de nada bueno para sus intereses. Si el demiurgo decidía apoyar a la custodia del Panteón Real como regente, ya nada le quedaría por hacer. La idea de que, muy probablemente, fuera dama Desgarro quien pronto se encargaría del gobierno del reino cobró fuerza por primera vez para él. Se estremeció. Aquella mujer le repugnaba; era una mojigata sin seso, una criatura blanda y deleznable incapaz de comprender que la crueldad era una herramienta necesaria para el buen gobierno de Rocavarancolia y no un defecto que fuese preciso combatir.

Creyó verla asomada a una de las troneras de la torre, pero no era más que uno de los cachivaches de Denéstor saliendo al exterior, una cometa de papel plagada de antenas y cintas coloreadas que trepó por la pared de Altabajatorre antes de echar a volar. El edificio entero era un hervidero de creaciones del demiurgo; bandadas de pájaros multicolores, naves diminutas e insectos de todo tipo revoloteaban alrededor de sus muros como abejas en torno a un panal. Ni siquiera él hubiera logrado aproximarse sin ser detectado por ellas, así que no le había quedado más remedio que espiar desde el castillo, cada vez más tenso y malhumorado.

Harto de esperar remontó el vuelo, se deslizó como una sombra entre las quebradas de la montaña y puso rumbo a la ciudad, batiendo sus alas con violencia, como si intentara desprenderse así de la rabia y la frustración. Pero sólo había un modo de dar rienda suelta a la furia que lo embargaba; tenía que matar algo.

El atardecer cuajaba las montañas con su resplandor rojizo y violeta. En el patio del castillo, la manada ya deambulaba de un lado a otro, conscientes de la proximidad de la noche. Una de aquellas bestias, el gran macho gris, alzó su hocico al verlo pasar, desnudó sus hileras e hileras de colmillos y gruñó, como si fuera consciente de su sed de sangre y le avisara de que él no resultaría una presa fácil.

El ángel negro pronto dejó atrás Rocavaragálago, la catedral roja parecía respirar tan inquieta como él en el centro del foso de magma que la rodeaba, y se adentró en la ciudad en ruinas. En la distancia, alcanzó a ver a los cachorros de Denéstor, atravesando la cicatriz de Arax de regreso al torreón. Miró hacia allí. Darío se enfrentaba con Adrián; uno sobre un tejado cercano al promontorio y el otro desde el patio del torreón. Esmael casi creyó escuchar el sonido de sus armas entrechocando. A pesar de la distancia que los separaba, el duelo tenía tal intensidad que el Señor de los Asesinos no pudo dejar de admirarse. El ardor de aquellos niños era el de dos guerreros que se enfrentan en el campo de batalla y no sólo con sus vidas en juego sino con el destino de reinos pendiendo en el filo de sus armas.

Contempló aquel duelo extravagante hasta que un movimiento en la base del edificio en el que se encontraba el brasileño llamó su atención: una criatura esperpéntica, todo brazos, garras y membranas trepaba silenciosa por la fachada. Sus dos cabezas penduleaban al final de un cuello único, largo y sinuoso. Darío estaba demasiado ensimismado en la lucha como para percatarse de que lo acechaban.

Esmael voló a toda velocidad entre edificios y callejuelas, rumbo al torreón Margalar y la criatura que trepaba. Justo antes de chocar contra ella, hundió una mano en su cuello, haciendo pedazos su garganta, y otra en su estómago. El grito de la bestia fue un simple quejido que apenas llegó a oírse. Sin frenar un ápice su velocidad, el ángel negro arrastró al monstruo consigo, en un silencio espantoso, cargado de violencia. Los dos pares de ojos del monstruo giraron enloquecidos y aterrados, tratando de localizar a quienquiera que fuera que lo arrastraba con tal salvajismo. Esmael giró y entró como una exhalación en una calle de altos edificios, ajeno a los golpes de la criatura. Tomó altura, soltó al monstruo y antes de que la gravedad lo pudiera reclamar, endureció el filo de sus alas y lo hizo pedazos con ellas. Una violenta lluvia de carne y sangre se precipitó sobre la callejuela.

Esmael, el Señor de los Asesinos, resopló en las alturas.

Ya se encontraba mejor.

* * *

La noche había vertido su cargamento de sombras y tinieblas en el mar de Rocavarancolia.

Solberino, el náufrago, caminaba sobre los maderos tambaleantes que unían el barco donde vivía, un pequeño velero clavado en lo alto de un arrecife con forma de colmillo, con la balsa alrededor de la cual disponía sus aparejos de pesca. Estaba tan acostumbrado al movimiento perpetuo del mar que ni siquiera notaba el vaivén de las tablas que pisaba.

A medio camino se detuvo. Alzó la vista hacia el acantilado sólo unos segundos antes de que la luz del faro destellara, fulminante y cegadora. La luz parpadeó tres veces y luego una cuarta tras una pausa prolongada. El resplandor no tenía falla alguna, era tan luminoso como debía ser. Solberino calculó que todavía faltaban unas dos semanas antes de que tuviera que cambiar la lamparilla. No se le escapaba la paradoja que entrañaba que fuera él, la última víctima viva de aquel faro, quien lo mantuviera en funcionamiento. Pero alguien debía hacerlo, aunque en casi treinta años ni un solo barco hubiera ido a zozobrar allí, alguien debía mantener viva esa luz.

Solberino comprobó los cebos uno por uno. Hacía tiempo que no necesitaba pescar para sobrevivir pero el pescado fresco era un plato del que se negaba a prescindir; el resto de los alimentos, en comparación, le resultaban insípidos. Quizá fuera porque la pesca había sido lo que le había mantenido vivo en sus primeros tiempos en Rocavarancolia. Frunció el ceño al ver que sólo había un pez en los anzuelos, y ni siquiera era una pieza entera: se trataba de la cabeza de una enorme trucha moteada. El resto del cuerpo había desaparecido. ¿Obra de las sirenas? Tomó el despojo entre los dedos y lo lanzó de regreso al agua.

Resultaba extraño que las sirenas se dedicaran a robarle sus capturas, aquellas estúpidas criaturas eran voraces, pero preferían las presas vivas a las muertas. Y no era la única rareza que Solberino había observado en ellas en los últimos tiempos. Desde hacía días era frecuente contemplarlas encaramadas en las rocas, nadando sin rumbo entre los barcos naufragados o trepando a éstos. Era raro verlas durante tanto tiempo y en tal número en la superficie; solían preferir el fondo marino, allí donde la luz del sol apenas llegaba y reinaban siempre las tinieblas. Sólo las mareas brutales que provocaba la Luna Roja las alteraban tanto, pero aún faltaban semanas para que la influencia de aquel astro comenzara a hacerse sentir en Rocavarancolia.

Solberino regresó de nuevo al velero clavado en el arrecife, mirando de reojo las sombras negras y grasientas de las sirenas inquietas. No pudo reprimir el impulso de mirar hacia el este para comprobar que, efectivamente, la Luna Roja no había aparecido de pronto. Y no, no lo había hecho. No había nada, tan sólo la oscuridad quieta de la noche y la oscuridad movediza del mar, unidas la una a la otra alrededor de la línea del horizonte.

* * *

Hurza Comeojos, la primera criatura viva que habían traído las Uncidas hasta Rocavarancolia, soñaba entre maderos podridos, no demasiado lejos del velero donde habitaba Solberino, la última víctima del faro. Se encontraba envuelto en un capullo de luz pulsátil, adherido a una esquina de un camarote desvencijado, pasto de algas y cangrejos. La estancia estaba inclinada hacia la derecha y llena en una tercera parte de agua. A veces los vaivenes del mar sumergían por completo la crisálida pero a Hurza no le importaba en lo más mínimo. En aquel estado letárgico ni siquiera respiraba.

Un súbito impulso nostálgico le había hecho buscar los restos de la goleta en la que su hermano Harex y él habían llegado a Rocavarancolia hacía tantísimo tiempo, pero no fue capaz de hallarla. De no haberse sentido tan cansado, hubiera continuado la búsqueda hasta dar con ella, pero al final, rendido por la fatiga, no tuvo más remedio que buscar otro escondrijo: se había colado por la vía de agua que hizo naufragar a un carguero y se había aovillado en el primer compartimento que había encontrado.

Llevaba una semana dentro de aquel cascarón iridiscente, fortaleciéndose, preparándose para lo que le aguardaba una vez que se mostrara al mundo. Si había una virtud que señalar en la especie de Hurza Comeojos era la de su extrema paciencia: para ellos la espera no significaba nada y el tiempo no era más que una insignificante bagatela. Habían pasado más de dos mil años desde su asesinato, pero aquel lapso de tiempo no era nada para él. Sólo un paréntesis, un respiro antes de proseguir con el plan que su hermano y él habían puesto en marcha hacía tanto tiempo, cuando fueron conscientes del error que habían cometido al subestimar a las criaturas de las que se rodeaban.

Por el momento todo marchaba según lo previsto, mejor todavía, ya que Hurza no había esperado encontrarse a su regreso una Rocavarancolia agonizante. Belisario podía haberle expresado su pesar por el triste legado que iba a hallar a su vuelta, pero él ni en sus mejores sueños se hubiera atrevido a imaginar un escenario tan favorable a sus objetivos. Prefería una Rocavarancolia rota y agonizante a una Rocavarancolia fuerte. Así le costaría mucho menos esfuerzo doblegarla a su voluntad. Lo que de verdad le molestaba era el estado de extrema debilidad del cuerpo que se veía forzado a habitar. Antes de dar su siguiente paso debía fortalecerlo, convertirlo en un vehículo digno de su esencia, o lo destruirían a las primeras de cambio.

Mientras tanto, Hurza aprendía. Y vigilaba. Podía tener los ojos cerrados dentro del capullo pero aun así, veía. Su mirada se asomaba a la mirada de los veinticuatro sirvientes que en aquellos momentos se afanaban en el castillo de Rocavarancolia, del mismo modo en que su mente compartía todos sus pensamientos, aun cuando ellos ignoraban su presencia dentro de sus cabezas, por supuesto.

Muchos creían que la costumbre de devorar los ojos de sus víctimas sólo era una muestra más de la crueldad que lo había hecho famoso, mas no era así: gracias a los ojos de sus víctimas, Hurza se hacía con su esencia mágica, su memoria y sus habilidades. El primer Señor de los Asesinos no se contentaba sólo con robarles la vida, les arrebataba todo lo que eran y todo lo que habían sido capaces de hacer. La esencia del sirviente asesinado por Belisario se había unido a la que le había legado el propio anciano, pero era una esencia tan mínima y ridícula que apenas suponía mejora alguna. Lo que de verdad importaba era que gracias a él ahora tenía acceso a la mente múltiple que formaba la servidumbre del castillo con todo lo que eso significaba: veía lo que ellos veían, leía sus pensamientos como si fueran un libro abierto y, además, podía acceder a todos sus recuerdos. Así había podido reconstruir la mayor parte de la historia reciente del reino.

Entre todos los recuerdos a los que había llegado a acceder, había uno en concreto que a Hurza le gustaba invocar en la soledad de su crisálida. Se trataba del momento en que Denéstor Tul, en la reunión del consejo celebrada tras la noche de Samhein, activaba aquella esfera recién sacada de la manga y la luz de su interior se derramaba por la sala del trono. Ya conocía el nombre del muchacho poseedor de aquella tremenda fuerza. Se llamaba Héctor. Y aunque no tenía de él ninguna referencia visual, ya que ni un solo criado lo había visto, no lo mantenía nunca muy lejos de sus pensamientos. Ese niño era una pieza primordial en sus planes.

Hurza trajo a su mente por enésima vez aquel recuerdo robado a la memoria colectiva de la servidumbre del castillo. En esta ocasión se dedicó a observar a los miembros del consejo, sorprendidos por la impresionante burbuja de energía que bañaba de luz sus rostros. Gracias a los recuerdos de los criados, ya los conocía a todos. Y no sólo a los que estaban allí, Hurza Comeojos conocía a la mayor parte de los seres que habitaban la ciudad.

Sólo había dos a los que temía enfrentarse. Uno de ellos era Denéstor Tul, el demiurgo del reino; aquel hombrecillo gris podía parecer consumido y frágil, pero Hurza sabía muy bien que el poder de los hechiceros dadores de vida era siempre considerable. La segunda criatura era, por supuesto, Esmael, el ángel negro que ocupaba el cargo que él había ostentado hacía tanto tiempo. Había pocos seres tan terribles como esos ángeles; eran mortíferos, magníficos en la magia y en la lucha, feroces y temibles. Y si algo tenía claro Hurza era que el enfrentamiento tanto con uno como con el otro era del todo inevitable.

Si quería tener una posibilidad de triunfo, necesitaba recuperar su grimorio. Ese debía ser su principal objetivo una vez que terminara de remodelar el cuerpo de Belisario. Los grimorios no eran simples compendios mágicos. Sus creadores depositaban en sus páginas buena parte de su propia esencia. Cuando se ejecutaba un hechizo de un grimorio no sólo se estaba usando el conocimiento del mago, se hacía uso del propio poder de aquel hechicero. De ahí que fueran objetos tan codiciados. Hurza Comeojos había puesto la mayor parte de su energía vital dentro de ese libro y hacerse con él significaría recuperarla. Y aunque ignoraba su paradero, sabía que el libro estaba en posesión de Esmael. Y que muy probablemente otra criatura compartía ese conocimiento, el secuaz más cercano al ángel negro.

En esos mismos momentos, Hurza podía verlo, a través de los ojos de un criado de la torre norte del castillo.

Enoch avanzaba por el pasillo, agazapado a ras de suelo, con su nariz apenas a un palmo de las baldosas. Caminaba en completo silencio, ajeno al sirviente que se aproximaba a su espalda. Una rata asomó por un agujero del muro, descubrió a Enoch al acecho e intentó regresar a la seguridad de la pared. El vampiro fue más rápido, saltó hacia delante y la atrapó. El animal se debatió en sus garras. Enoch soltó una risotada infantil. Parecía a punto de ponerse a bailar. De pronto se detuvo, consciente de que no estaba solo en el pasillo. Se volvió y descubrió al criado.

—¿Qué miras? ¿Eh? ¿Eh? —siseó el vampiro, medio agazapado en la penumbra con la rata sacudiéndose y dando chillidos en sus manos—. ¿Qué estás mirando?

El sirviente inclinó la cabeza en señal de disculpa y se desvió por el pasillo de la derecha. Lo último que alcanzó a ver la criatura que ocupaba el cuerpo de Belisario fue cómo aquel triste vampiro hundía sus colmillos en el animal. Hurza apartó su mente de los sirvientes y dejó que el sopor se cerniera sobre él. Antes de sumirse de nuevo en su sueño revitalizador, jugó a adivinar el sabor de los ojos de Enoch. ¿A sequedad? ¿A amargura? ¿A polvo y penuria? ¿Cuál era el sabor del hambre y la desesperación?

Pronto lo averiguaría.