Cuentos de Delirio
A los pies del acantilado se apilaban los restos de decenas de embarcaciones, unas encalladas en los arrecifes y otras sumergidas por completo. Eran de todo tipo y diseño, desde primitivas barcas de pescadores hasta gigantescas galeras de guerra. Había tal cantidad de barcos que los muchachos tenían la impresión de estar asomándose a una ciudad construida a base de cubiertas, quillas y cordajes. Los mástiles se elevaban aquí y allá como árboles centenarios; algunos todavía con las velas enredadas en su tronco, otros quebrados y caídos sobre los puentes de mando y con las cubiertas inclinadas. Las algas pintaban de verde los cascos y unas siniestras aves grises volaban entre los restos, a la pesca de crustáceos y peces. Todo aquel conglomerado de madera podrida, velas, cuerdas y acero se bamboleaba despacio, al compás del mar que lo sostenía. Hasta el último de los barcos estaba recubierto con la bruma negra de advertencia. Más allá se extendía el océano, repleto de reflejos y ondulaciones.
El faro se encontraba a unos doscientos metros al norte, elevándose majestuoso en un saliente del acantilado; la plataforma era enorme en la superficie, pero tan estrecha que resultaba imposible que pudiera sostener toda la mole del edificio sin ayuda mágica. El faro superaba los cincuenta metros de altura y estaba construido en una sola pieza de piedra blanca, picada por la erosión y el salitre.
—Los atrae a las rocas y los hace naufragar —murmuró Marina. Contemplaba horrorizada aquel caos de barcos, como si ese desastre fuera culpa suya—. Es mi cuento… —negó con la cabeza, incrédula—. Es mi cuento. La historia de la farera y el náufrago… La luz que me guía…
Héctor lo recordaba. Marina lo había contado al poco de llegar a Rocavarancolia. Era otra historia de amores trágicos ambientada en aquella ciudad llamada Delirio que había inventado para sus relatos; trataba de la extraña relación que surgía entre la encargada del faro y el último superviviente de uno de los naufragios provocados por éste. Él sobrevivía entre los restos de los barcos como podía, alimentándose de pescado y algas y luchando a brazo partido contra las sirenas carnívoras que acechaban bajo el agua. Ella se pasaba los días y las noches en la cúspide del faro, velando para que la luz nunca se apagara.
—Algo se mueve entre los barcos —señaló Natalia. Era la que más cerca estaba del borde del acantilado, tanto que Héctor evitaba mirarla para no sentir el escalofrío del vértigo—. Parecen peces enormes… —miró de reojo a Marina antes de añadir en tono malintencionado—: O sirenas.
Héctor se arriesgó a dar un paso hacia delante para ver mejor. Aún era temprano para que el viento de Rocavarancolia hiciera acto de presencia, pero la brisa del mar fue más que suficiente para retirarle el cabello de la frente y llenarle los pulmones del olor a algas y sal. Natalia tenía razón. Varias sombras se deslizaban veloces entre los barcos hundidos. Una de ellas emergió para volver a hundirse con rapidez, aunque tuvieron tiempo de sobra para verla. Se trataba de un ser humanoide, tan esquelético que aun desde la altura a la que se encontraban lograron distinguir el dibujo de sus costillas; su cabeza en forma de bala era completamente calva y de su cintura brotaba una larga cola de pez descamada y cenicienta. Estaba dotada también de una larga aleta dorsal de aspecto filoso. Otras dos criaturas se dejaron ver al poco tiempo, nadando con parsimonia entre los restos hundidos, idénticas a la primera. Al verlas, Héctor pensó más en depredadores marinos que en criaturas fabulosas.
—Es mi cuento —repitió Marina—. Mi cuento…
Bruno se acercó hasta el mismísimo borde del acantilado. El italiano ya no llevaba gafas. Hacía unos días que había descubierto un hechizo para arreglar problemas de visión y lo había usado para curarse la miopía. Sus ojos se veían más grandes sin los cristales, pero tan inexpresivos como siempre.
—Esos barcos no pertenecen a una sola civilización —señaló—. Hay demasiadas diferencias en cuanto a forma y tecnología como para que lo sean. Me arriesgaría a decir que ni siquiera pertenecen a un solo mundo.
—El mar de Delirio estaba encantado —dijo Marina. Le temblaba la voz al hablar. Héctor sintió el impulso de abrazarla, pero no se movió de donde estaba—. Las corrientes submarinas discurrían por diferentes dimensiones, por diferentes tierras… En Delirio acababan todos los barcos que se extraviaban en esos otros mundos.
Mistral miró a la joven morena. A veces algunos de los niños que acababan en Rocavarancolia manifestaban antes de dar ese salto cierta sintonía con el mundo al que iban a ir a parar, como si ese cambio dimensional fuera tan traumático que los afectara aun antes de producirse; era algo raro, pero no del todo inusual. Las corrientes a las que se refería habían sido las famosas Uncidas, y habían circulado por más de veinte mundos, extraviando cientos de navíos a lo largo de los siglos.
—Algunos barcos parecen llevar aquí una eternidad —dijo Natalia—. Mirad ése, el que está más cerca del arrecife con forma de cangrejo… Casi ni se le ve. Es como una inmensa montaña de coral.
—Quizá encontremos algo de utilidad en esas embarcaciones —aventuró Bruno. No dejaba pasar la oportunidad de intentar que aumentaran sus existencias mágicas.
—No vamos a bajar hasta allí —le advirtió Marco—. Ni se te ocu…
—No es necesario que me acompañéis —le cortó el italiano—. Puedo perfectamente ir solo.
Dio un paso fuera del acantilado tras murmurar el hechizo que le permitía desafiar la ley de la gravedad y caminar por el aire. Los colgantes y amuletos que llevaba puestos relucieron un segundo al unir su energía a la suya propia para mantenerlo a flote en el vacío.
—¡Bruno! —Marco avanzó también hasta el borde del acantilado. Por un instante pareció dispuesto a caminar tras él en el aire—. ¡No puedes bajar solo! ¿Te has vuelto loco? ¡Vuelve ahora mismo!
El italiano se giró despacio para mirarlo. Un escalofrío recorrió la espalda de Héctor al verlo allí, flotando en la nada, con la brisa meciendo los faldones de su camisola. No era sólo por su aprensión a las alturas, Héctor tenía muy presente lo ocurrido en la torre de hechicería la semana anterior, cuando Bruno trató de llegar caminando por los aires a la última planta del edificio, aquella a la que todavía no habían encontrado forma de acceder. Fue al día siguiente a que Ricardo les contara lo que había averiguado en los pergaminos de Caleb, como si saber lo que los aguardaba al salir la Luna Roja hubiera animado a Bruno a intentar por enésima vez entrar allí. Pero en cuanto se acercó a una de las ventanas de la torre, el hechizo de levitación se disipó de pronto y el italiano cayó a plomo al pavimento. De no haber sido por la rapidez con la que Natalia le lanzó el hechizo de curación, Bruno hubiera muerto a escasos centímetros del lugar donde había fallecido Alexander.
Y ahora parecía dispuesto a emprender otro nuevo vuelo en solitario. Sin embargo, si caía esta vez, no habría nadie abajo para recomponer sus huesos rotos.
—Mi única pretensión es echar un vistazo —aseguró—. Si intuyo el menor peligro, volveré a subir.
—No vas a bajar ahí —insistió Marco.
Durante unos segundos el italiano permaneció flotando en el aire, sin apartar su mirada fría del muchacho negro. Al final, asintió con la cabeza y en dos pasos regresó a la seguridad del acantilado.
—Tú mandas —se limitó a decir.
Habían perdido ya la cuenta de la cantidad de hechizos que manejaba Bruno. Era capaz de invocar nubes, de hacer levitar pequeños objetos, de inducir al sueño a cualquiera con sólo acariciar su frente. Podía esculpir las llamas de las velas y antorchas, iluminar una estancia con una palmada, grabar su voz en las piedras o proyectarla a metros de distancia… Y no había día que no aprendiera un nuevo sortilegio. Pero a pesar de todos esos portentos, Bruno aseguraba que todavía estaba lejos de practicar verdadera magia. Todo lo que había aprendido, decía, no eran más que hechizos de bajo nivel, conjuros para principiantes… La magia de verdad estaba tan fuera de su alcance como la última planta del torreón de hechicería.
Natalia se había quedado muy atrás con respecto al italiano. Era incapaz de seguir su ritmo, mientras con cada hechizo que Bruno aprendía parecía resultarle más sencillo aprender el siguiente, a la rusa le pasaba lo contrario: cada nuevo sortilegio se le hacía más y más cuesta arriba que el anterior. Aquello la frustraba de tal manera que ya hablaba de abandonar la magia. «Por lo visto ya no puedo hacer mucho más de lo que hago», les dijo malhumorada un día tras pasar varias horas intentando aprender un hechizo que Bruno había aprendido en sólo unos minutos.
Tras contemplar durante un rato aquel caos de arrecifes y barcos superpuestos, decidieron investigar el faro. Los siete muchachos se apartaron del borde del acantilado y emprendieron la ligera subida que llevaba a la plataforma rocosa. Como siempre, Rachel en primer lugar, con Marco y Ricardo un poco más retrasados. La joven llevaba una vara con la que se entretenía lanzando piedras acantilado abajo. Las sirenas ni se inmutaban, Héctor supuso que debían de estar más que acostumbradas a los desprendimientos. Tras los dos chicos y Rachel iban Natalia y Marina y cerrando el grupo Bruno y él. Lizbeth se había quedado en el torreón cuidando a Madeleine, que llevaba un par de días con problemas de estómago. La pelirroja se había negado a que Bruno o Natalia la ayudaran mediante la magia; después de lo ocurrido con Alexander no quería saber nada de ella.
La única señal de deterioro del faro era la puerta. Estaba desgajada de su gozne superior y colgaba inclinada hacia la derecha como una mueca burlona. Rachel traspasó el umbral mientras el resto aguardaba al pie de las escaleras que conducían a la entrada. Una vez que la joven anunció que todo estaba despejado, entraron en el faro.
Era un edificio robusto y sencillo, oscuro, sin resultar sombrío. Una gran escalera de madera se enroscaba sobre sí misma de camino hacia la cúpula, con una barandilla oxidada a la izquierda que infundía muy poca confianza. En la parte baja del faro encontraron una trampilla que daba a una bodega repleta de maromas, herramientas y barriles. También había unos curiosos rollos de fino papel granuloso, apilados en el suelo; cada rollo medía cerca de dos metros y sus extremos estaban ceñidos por dos arandelas metálicas.
Mientras subían las escaleras, Héctor recordó el cuento de Marina y a sus trágicos protagonistas: la farera y el único superviviente de uno de los naufragios. Al principio, ambos se habían comunicado a través de destellos; ella usaba la luz del faro por la noche y él espejos durante el día. Hasta que la farera, harta de ese diálogo lento y cansino, lanzó un cabo desde la plataforma del faro y descolgó un barrilito por él. En su interior había comida, pergaminos, pluma, tinta y la primera de las cientos de cartas que a lo largo de siete años iban a bajar y a subir por la pared del acantilado. Durante ese tiempo hablaron de lo humano y lo divino, se contaron sus vidas y sus sueños, sus pesadillas, sus anhelos, y, como no podía ser de otro modo, acabaron enamorados. Él le pidió mil veces que mantuviera sujeta la soga para que pudiera trepar hasta ella, pero la farera siempre se negó, temerosa, decía, de que los descubrieran y le dieran muerte. Una noche del séptimo año, el náufrago, cansado de la espera y la soledad, decidió trepar a pulso por el acantilado. Estuvo a punto de despeñarse en infinidad de ocasiones, pero se mantuvo firme y logró salvar los más de trescientos metros que lo separaban de la plataforma. Sin pararse siquiera a recuperar aliento entró en el faro, ansioso por dar con su amada, llamándola a gritos mientras subía las escaleras.
Una criatura espantosa salió a su encuentro en la cúpula del edificio. Marina la había descrito como un híbrido entre humano y pulpo, con el torso recubierto de tentáculos, la cabeza de un gigantesco calamar y como piernas un racimo de temblorosos seudópodos. El náufrago atravesó a aquel horror con su arpón sin pensárselo dos veces. Luego siguió su camino en busca de su amada. No tardó mucho en comprender que el ser que había matado era en realidad la mujer que buscaba. Esa revelación le enloquecía por completo y, fuera de sí, se arrojaba al vacío desde lo alto del acantilado.
Lo que de verdad sorprendió a Héctor al encontrar el arpón clavado en la pared, a la izquierda de la arcada que conducía a la cúpula del faro y a su linterna, fue el hecho de que ninguno de ellos se sorprendiera al verlo. Comprendió que todos habían estado a la espera de encontrar una prueba definitiva de que la historia de Marina era cierta. De hecho, les habría defraudado no hallarla.
—Rocavarancolia es Delirio —dijo Marina, observando con los ojos muy abiertos el arpón y la mancha de humedad vieja sobre la que estaba clavado. No pestañeaba—. Es la ciudad de mis cuentos… —echó un brazo hacia atrás, aferró a Héctor de la cintura y lo atrajo hacia ella, sin mirarlo siquiera—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puedo haber escrito algo que ha pasado de verdad?
Héctor le pasó un brazo sobre los hombros y ella se volvió para enterrar el rostro en su pecho. Temblaba. Él se sintió tan incómodo al abrazarla allí, a la vista de todos, que desvió la mirada más allá de la arcada, hacia la linterna de la cúpula, un enorme ingenio que colgaba del techo con uno de aquellos gruesos rollos de papel insertado en el interior. Tuvo tiempo de ver el rostro ceñudo y sombrío de Natalia. La ignoró. Ignoró todo lo que no fuera el abrazo de Marina y la visión del mar más allá de la cúpula del faro.
La joven dejó de temblar de pronto y dijo algo que nadie llegó a entender. Se separó de Héctor y lo repitió:
—Tenemos que buscar el cementerio de Rocavarancolia —dijo, con firme decisión. Ya no le temblaba la voz. Asintió con fuerza, como si estuviera reafirmándose en su idea—. Debemos encontrarlo.
—¿El cementerio? —Mistral enarcó una ceja. No le gustaba la idea de acercarse al territorio de dama Desgarro—. Es uno de los lugares prohibidos, ¿recuerdas? ¿Por qué quieres ir allí?
—Bastará con que nos acerquemos. Quiero comprobar una cosa, ¿vale? Sólo eso…
—Tiene que ver con los cuentos que no nos has contado, ¿verdad? —le preguntó Ricardo—. El que tenías a medias o el que ni siquiera habías comenzado…
Marina asintió con la cabeza. Se acarició el brazo derecho mientras miraba de nuevo el arpón clavado en la pared.
—Sólo tenía unas cuantas notas apuntadas en una libreta y un par de páginas terminadas… Las voces de los muertos, lo iba a titular… —apartó la mirada del arpón—. La historia era… Iba de… —resopló y frunció el ceño antes de continuar hablando—: En el cementerio de Delirio habitaba un monstruo, un ser horrible que tenía aterrada a toda la ciudad y que había prohibido que nadie entrara allí. El cementerio era su dominio, aseguraba, y mataría a cualquiera que se atreviese a traspasar sus puertas —tragó saliva—. Entonces…, en mi historia, alguien moría en Delirio…, alguien importante para el protagonista, un muchacho de nuestra edad. Y a pesar del monstruo, a pesar de la prohibición y el peligro, decidía llevar el cuerpo al cementerio… Porque ése era el sitio donde debía estar —sacudió la cabeza—. Sólo había escrito un par de páginas, ya os digo… Pero había cosas que tenía muy claras. Los muertos del cementerio, por ejemplo, no iban a parar de hablar ni un solo momento, de ahí el título… Y al final, el protagonista, aunque todavía no sabía cómo, iba a conseguir enterrar el cadáver allí… No sólo eso, su tumba sería increíble, una tumba como no había otra igual en todo el lugar… —guardó silencio unos instantes—. Eso es lo que quiero ver. Quiero averiguar si esa tumba existe… Si existe, la reconoceré. Estoy segura.
—Pero ¿por qué? —preguntó Rachel.
Fue Bruno quien contestó.
—Es evidente que Marina piensa que así como la historia de la farera se ha revelado como cierta, la que nos cuenta ahora también lo es… O mejor dicho: también lo será. Sospecha que el protagonista de su cuento es uno de nosotros. Y por lo tanto el cuerpo que lleva al cementerio ha de ser, por fuerza, el de otro miembro del grupo. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas…
—No podías haber pensado en alguna historia más alegre, no… —murmuró Natalia, malhumorada—. ¿Por qué siempre has de ser tan siniestra?
—Era sólo un cuento —se justificó ella—. Al menos creía que era sólo eso… —miró a Marco—. Tengo que ver ese cementerio… —insistió—. Si reconozco la tumba de mi cuento, entonces esa historia también pertenece al pasado, como la del faro… Pero si no es así… —dejó la frase inconclusa. La mirada se le fue de nuevo al arpón clavado en la pared.
* * *
Darío descubrió un fallo en la defensa de su rival y lo aprovechó al instante, moviéndose con una celeridad asombrosa descargó un golpe horizontal con su espada que de haber tenido a Adrián delante lo hubiera decapitado. Pero su adversario estaba a muchos metros de distancia, en el patio del torreón. El brasileño vio cómo arrojaba la espada con rabia al suelo y echaba a andar a grandes zancadas hacia la puerta, sin dedicarle siquiera una mirada. Darío suspiró, envainó su arma y se enjuagó el sudor de la frente con el borde de la capa. Cada día le costaba más vencer a Adrián. Hoy se había visto perdido en más de una ocasión, pero su adversario no había sabido aprovechar la ventaja. A Adrián sólo le faltaba un ápice más de malicia y picardía para superarlo.
Dejó transcurrir unos minutos antes de descender por la fachada del edificio. Lo hizo con una agilidad espectacular, con esa destreza innata que tantas veces le había salvado la vida tanto en Rocavarancolia como en sus días de ladrón en Sao Paulo. Cuando aún le faltaban tres metros para llegar al suelo se dejó caer. Aterrizó en cuclillas. Se cercioró de que su cinto y su espada estuvieran en su sitio antes de levantarse y echar a correr pegado a la pared, repasando los detalles del duelo que acababa de tener lugar, como si en verdad le importara el resultado de éste, como si todo aquello no fuera una ridícula pantomima en la que participaba sin entender muy bien por qué.
En Sao Paulo se había visto metido en muchas peleas, aunque por supuesto nunca a espada: palos y navajas a lo sumo, a puñetazos la mayoría. Contempló la empuñadura azul del arma. La guarda era fina y estilizada, con dos piedras preciosas engastadas en cada extremo que parecían mirarlo como ojos ansiosos. Darío no sabía mucho de espadas, pero una de las pocas cosas que había dado por seguras era que no actuaban por cuenta propia, que era la voluntad del que la empuñaba quien la dominaba y no al contrario. Sin embargo, con el arma que llevaba al cinto no ocurría así. Había veces, como aquel día en la escalera, en que la espada actuaba por su cuenta. Él no había querido herir a aquel chaval ridículo, sólo quería que lo dejaran en paz, sólo eso; su única intención había sido apartarlos de su camino. Pero el arma había querido sangre y había saltado hacia delante sin que él pudiera evitarlo.
La había encontrado en la grieta que recorría la ciudad de parte a parte. Darío había descendido a ella nada más ver la cantidad de armas esparcidas entre los esqueletos. Había cogido la primera que quedó a su alcance, sin ni siquiera tener que poner el pie en aquel osario espeluznante. Un brazo esquelético, en el que todavía quedaban prendidas algunas tiras de tela, se alzaba entre una montaña de restos muy cerca de la pared, con la espada empuñada firmemente en su mano descarnada; casi parecía haber estado ofreciéndosela. Nada más cogerla, un violento traqueteo sacudió la grieta y varias estelas de hueso aceleraron en su dirección. Darío trepó por la pared a toda velocidad, pero a medio camino se detuvo, consciente de que no iba a poder ponerse a salvo a tiempo. Tuvo un fugaz atisbo de una boca plagada de cuchillas que saltaba a su encuentro entre una nube de esquirlas. Fue la primera vez que la espada actuó por su cuenta. El muchacho sintió cómo tiraba de su brazo en un violento arco descendente. El golpe partió en dos la cabeza de aquella bestia con una limpieza sobrecogedora, el engendro dio una sacudida en el aire y cayó de regreso al osario de donde había salido. El resto de las estelas saltaron sobre el cadáver de su congénere, olvidándose por completo de Darío.
Ésa había sido la primera de las muchas pruebas a las que le había sometido Rocavarancolia. La horripilante mujer remendada había asegurado que importaba poco si buscaban su destino en grupo o en solitario, que las dificultades iban a ser idénticas, tanto para unos como para otros, pero Darío había comprobado que eso no era cierto. Había criaturas que no se hubieran atrevido a enfrentarse a un grupo tan nutrido como el del torreón, pero en cambio no tenían reparo alguno en vérselas con él. Sin aquella espada tan peculiar, hubiera muerto en su primera semana en Rocavarancolia, estaba convencido de ello. Pero esa arma mágica y su propia destreza lo habían mantenido con vida. Y el hecho de no haber tardado mucho en aprender que resultaba más seguro viajar por los tejados y azoteas que hacerlo a ras del suelo.
Trepó por la ruinosa pared de un edificio de tres plantas, de esbeltos pilares y ladrillo rojo. Había ocultado su saco entre la nidada de gárgolas que se apiñaba en el centro de la fachada, todas con las fauces abiertas y mirando hacia abajo con los rostros desencajados de pura rabia. El brasileño echó un vistazo a su alrededor. El viento le revolvió el cabello negro, que aleteó en torno a su cabeza como una inquieta nube oscura. La ciudad en ruinas se extendía en todas direcciones, un caos de edificios maltrechos, callejas destrozadas y escombros.
Denéstor Tul le había asegurado que iba a llevarlo al lugar al que pertenecía y Darío no podía estar más de acuerdo. Hasta sentía que todos sus años en Sao Paulo no habían sido más que la preparación para lo que lo aguardaba en Rocavarancolia, para aquella vida de vértigo, carreras y continuos sobresaltos. Había perdido la cuenta de todas las criaturas que lo habían atacado en el tiempo que llevaba allí. A la mayoría había logrado esquivarlas, pero en algunos casos no le quedó otro remedio que enfrentarse a ellas. Todavía tenía la espalda dolorida por los golpes que le había propinado una enloquecida criatura simiesca que le saltó encima desde el tejado de una pagoda semiderruida. Aquel simio vestía una túnica sucia y raída y, mientras lo golpeaba una y otra vez, no dejaba de gritarle: «¡Dame tu nombre! ¡Tu nombre! ¡Dámelo! ¡Dámelo!».
La espada había dado buena cuenta de él.
Pero los monstruos que habitaban la ciudad en ruinas no eran su mayor preocupación, esas criaturas tenían carne que cortar y él una espada ansiosa por hacerlo. Lo que le daba miedo era aquello a lo que no podía hacer frente con su acero. Eran las casas que susurraban, las extrañas presencias que intuía algunas noches o esas voces que no llegaban de ninguna parte. No sabía cómo enfrentarse a aquello.
Durante un tiempo, un espectro lo había perseguido por la ciudad. Había aparecido de repente. Era una mujer pálida, de cabello negro enmarañado por el que corrían arañas, moscas y escarabajos, y que no hacía más que señalarlo con sus largos dedos mientras le hablaba en un idioma incomprensible. No importaba lo mucho que corriera, ella siempre se deslizaba por el aire para perseguirlo, acelerando cuando él aceleraba o frenándose si él hacía lo propio, sin parar de hablar y gesticular en ningún momento. Darío no había podido dormir en todo ese tiempo, en cuando el agotamiento le cerraba los ojos, aquella mujer horrible le despertaba dando gritos y llevándose las manos a la cabeza. Dos días después de su primer encuentro, la mujer se desvaneció.
Del modo que fuera, había conseguido mantenerse vivo, mostrándose digno de aquel lugar monstruoso y enloquecido, había superado, una a una, todas las pruebas que encontró en su camino, endureciéndose en el proceso. Y no había necesitado más ayuda que la que le proporcionaba aquella espada mágica. No necesitaba nada más. Tampoco necesitaba a nadie más.
Comenzó a moverse de tejado en tejado, a buen ritmo pero sin llegar a correr, siempre rumbo al sureste. Bajo sus pies pasaban las azoteas, los tejados y pináculos de la ciudad, en rápida sucesión. Sabía muy bien qué zonas evitar y qué tejados en aparente buen estado no eran más que una trampa traicionera. Los pájaros carcajeantes lo sobrevolaban de cuando en cuando, volando erráticos. Una serpiente emplumada que dormía enroscada a una chimenea le siseó furiosa cuando la despertó al pasar, aunque no hizo ademán de ir tras él. En más de una ocasión tuvo que descender para salvar una zona de ruinas o cruzar una calle.
Fue cuando trepaba de nuevo a los tejados por una pared de loza agrietada, cuando vio al resto del grupo del torreón. Avanzaban por la mitad de la calzada, con la niña flacucha delante. Sus ojos se fijaron al instante en Marina, caminaba como ausente entre Héctor y aquel negro inmenso que hacía las veces de líder del grupo. Le costó un gran esfuerzo apartar la mirada de ella. Apretó los dientes con furia, maldijo su propia estupidez y, con cuidado de no ser visto, prosiguió su marcha entre tejas y gárgolas, repitiéndose sin descanso que no necesitaba a nadie. Absolutamente a nadie. Y menos a aquella insípida niña de aire lánguido.
Descendió de los tejados al llegar a una avenida completamente arrasada. La mayor parte de los edificios no eran más que ruinas, montoneras de escombros que marcaban de manera difusa los límites de la avenida. Había zonas donde el suelo parecía haberse licuado para volver a solidificarse casi al instante, dando lugar a unas curiosas formaciones de torbellinos rocosos que se levantaban varios metros en el aire. En algunos puntos del terreno se divisaban huellas de zarpas gigantescas, de dedos largos y poderosos, firmemente hundidas en la piedra. En lo primero que había pensado al verlas fue en dragones, aunque aquel lugar más que haber sido víctima del fuego parecía bombardeado. Entre dos de los pocos edificios supervivientes se situaba la entrada al callejón al que se dirigía.
Se trataba de una calleja húmeda y oscura, uno de los escasos lugares de Rocavarancolia cuyo suelo era de tierra en vez de roca. Los muros de los edificios que formaban el callejón estaban empapados y cubiertos de un maloliente moho rojizo. De los aleros y salientes fluía agua, un constante goteo que convertía el suelo en un lodazal inmundo. Darío miró hacia arriba al entrar en el callejón. Dos gárgolas lo espiaban desde las alturas, una de ellas tenía las garras plantadas en las mejillas y una expresión de absoluto horror dibujada en el rostro, como si la visión del joven la moviera al espanto.
El callejón iba a morir a un muro de ladrillo. Su parte baja se abría en una arcada de medio metro de altura y dos de ancho, con gruesos barrotes de hierro negro. No se había adentrado un paso en el callejón cuando un gigantesco brazo surgió disparado de entre los barrotes. Una mano grotesca de siete dedos largos y robustos arañó ansiosa el suelo embarrado. Darío se detuvo a un metro escaso de la mano que se estiraba hacia él, cada vez más frenética, cada vez más rabiosa. Los dedos se abrían y cerraban desesperados en el aire, como si la criatura encerrada intuyera su proximidad. Cada dedo tenía cuatro articulaciones y estaba terminado en una uña destrozada.
El brasileño se acuclilló, a sólo unos centímetros de la mano desesperada. Despedía un fuerte hedor a podredumbre. Tanto ella como el antebrazo estaban cubiertos de escamas negras, bordeadas de cerdas pardas. Tras el arco enrejado se escuchaba una respiración jadeante. Siempre aparecía el mismo brazo tras la abertura, en una postura forzada. Darío suponía que aquel ser estaba encadenado a la pared, pero no pensaba acercarse a averiguarlo.
Esa mano había estado a punto de atraparlo hacía más de un mes, cuando buscó refugio en el callejón después de escuchar pasos que se aproximaban a la carrera desde el otro lado de la avenida. El motivo de su alarma no se mostró al final, los pasos se habían perdido rumbo al norte, pero aquella zarpa oscura se había abalanzado sobre él, cerrándose apenas a unos centímetros de su tobillo derecho.
Darío dejó caer el saco a sus pies, lo abrió y extrajo varios pedazos de carne cruda de su interior. Arrojó uno cerca de la mano, ésta se revolvió en el barro hasta dar con él, lo cogió y desapareció a toda velocidad tras los barrotes. El brasileño no tardó mucho en escuchar el sonido de algo masticando con ansia. Poco tiempo después la mano volvió a emerger de la oscuridad, con la palma vuelta hacia arriba. Casi parecía suplicar. Le lanzó otro pedazo de carne, la garra lo atrapó y desapareció de nuevo tras el muro.
Darío escuchó masticar al monstruo encerrado. Aquel ruido, de alguna manera, lo reconfortaba. No entendía por qué, como no entendía el motivo que lo llevaba al torreón Margalar día tras día para batirse en duelo con aquel niñato rubio o espiar a los demás en su trajín diario. Se apartó el pelo de la frente. Cuando la garra oscura emergió de las sombras tras el muro y tanteó en el suelo embarrado en busca de más comida, casi sonrió.
* * *
Lizbeth se dio cuenta prácticamente al instante de que en la salida de aquel día había ocurrido algo.
—Vale, ¿qué ha pasado? —preguntó, con las manos en las caderas. La pregunta iba dirigida a todos, pero sus grandes ojos castaños no se apartaban de Marina. A Héctor le sorprendía el modo en que Lizbeth había acabado conociéndolos a todos en los casi dos meses que llevaban en Rocavarancolia. Sólo por un gesto o por el tono de la voz era capaz de adivinar si a alguien le ocurría algo, ya fuera un ataque de nostalgia, un enfado o cualquier otra cosa. La joven estaba dotada de una empatía y una intuición admirables.
—La señorita tragedias dice que uno de nosotros va a morir —contestó Natalia—. Eso pasa.
Adrián estaba sentado con los pies en la mesa, tallando un pedazo de madera con una navaja. Por su aspecto malhumorado estaba claro que ya había recibido la visita del muchacho de los tejados y que el resultado del combate había sido el habitual.
—No hay que ser muy listo para saber eso —gruñó.
Marina se encargó de explicarlo todo. Cuando contaba el hallazgo del arpón en lo alto del faro, apareció Madeleine por la escalera de caracol, tan sombría y desaliñada como de costumbre. Se quedó a escuchar el resto de la historia, inmóvil en el último peldaño de la escalera, con una mano apoyada en la pared y otra en el vientre. Héctor la contempló de reojo mientras su amiga terminaba de relatar la historia. Sus ojos brillaban de un modo extraño al escucharla. Y la mano en su estómago se crispaba de cuando en cuando. Héctor no sabía si era por el dolor o porque el relato de Marina la impresionaba.
—¿Y alguien tiene idea de dónde se encuentra el cementerio en cuestión? —quiso saber Lizbeth.
Bruno asintió.
—No conozco la ubicación exacta, pero puedo señalarla de manera aproximada. En el plano del atlas que encontramos al poco de llegar viene señalado un gran cementerio en la zona nordeste de Rocavarancolia. Hacia allí deberíamos encaminarnos.
Héctor no prestaba atención a las palabras del italiano. Madeleine cada vez estaba más pálida. El temblor de su mano se había transmitido a todo su cuerpo. Se acercó hasta ella, preocupado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
La pelirroja se sobresaltó. Lo miró directamente a los ojos.
—No lo enterramos —dijo. La expresión en su rostro era de absoluta perplejidad y no cambió ni siquiera cuando las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas—. No quedó nada que enterrar… se deshizo en pedazos.
—¿Maddie? —Lizbeth echó a andar hacia ella.
—Mi hermano, mi hermano, mi hermano… —miró a su alrededor. Parecía enloquecida, perdida. Las rodillas le fallaron y tuvo que sentarse en las escaleras—. Alex está muerto… —lo dijo como si acabara de recibir la noticia en ese preciso instante. La repitió una y otra vez, incrédula, sin apartar la mirada de los ojos de Héctor, acuclillado frente a ella—. Está muerto.
* * *
Mistral se deslizó fuera de su lecho intentando no hacer ruido. Las tinieblas se esparcían por la última planta del torreón Margalar, como una prolongación de la medianoche que campaba tras las troneras; había una docena de velas encendidas pero su luz no bastaba para disipar la oscuridad. Lo único que se oía era el aullido desconsolado del viento entre las ruinas y la respiración tranquila de los durmientes.
El cambiante avanzó despacio en dirección a las escaleras. Seguían durmiendo juntos, aunque el caos que había reinado en aquella habitación común en los primeros días hacía tiempo que había quedado atrás. Ahora tanto las camas como los colchones y mantas estaban en bastante buen estado; había cómodas y sillas repartidas por doquier y hasta dos grandes armarios que Ricardo y él se habían encargado de trasladar por piezas desde una mansión cercana. En un principio, aquel lugar había parecido un campamento improvisado, pero ahora era, sin lugar a dudas, un hogar.
Alguien se removió en sueños sin llegar a despertarse. Mistral supuso que se trataba de Adrián, que hasta dormido seguía luchando tozudo contra sus miedos y fantasmas, a veces de manera tan violenta que daba con sus huesos en el suelo. Cuando ya llegaba a las escaleras se dio cuenta de que se equivocaba: por una vez no era Adrián quien se revolvía nervioso en el lecho, sino Madeleine. La joven sacudía la cabeza de izquierda a derecha en una constante negativa, con el ceño fruncido y los labios temblando. Su pelo rojo se agitaba sobre la almohada como un mar inquieto. El cambiante se reclinó sobre ella y le acarició la frente con ternura. Ella se sosegó en el acto. La observó durante unos instantes; el acceso de llanto de aquella tarde había tardado tanto en remitir que Bruno se había ofrecido a dormirla con un hechizo, ofrecimiento que todos habían rechazado, escandalizados. «A veces —pensó Mistral—, hay que tocar fondo para poder tomar impulso y regresar a la superficie». Estaba convencido de que a partir de ese momento, Maddie iba a ir recuperándose. Había necesitado semanas para asumir la tragedia, anestesiada por su propio dolor. Ahora la burbuja había estallado y todo, si no mejor, debería resultarle más suave.
Mistral se apartó de la cama de la pelirroja y bajó por las escaleras. Al llegar a la segunda planta vio luz filtrándose por la puerta entreabierta de una de las habitaciones. Ricardo seguía trabajando en la traducción de los pergaminos que habían encontrado en el anfiteatro.
Llamó a la puerta antes de empujarla y pasar dentro.
El español estaba sentado a la mesa, rodeado de velas y candelabros. Tenía una pluma en la mano y manchas de tinta en todos y cada uno de sus dedos. Sonrió al verlo entrar.
—¿No piensas dormir esta noche? —le preguntó Mistral—. Se te van a derretir los ojos si sigues así.
Una de las bestias de la manada aulló en la montaña, pero ninguno de los dos se inmutó.
—Quiero terminar la parte en la que estoy ahora antes de irme a la cama —dijo Ricardo—. No tardaré mucho.
En la semana transcurrida desde el hallazgo de los pergaminos, Mistral aún no había logrado averiguar si el muchacho mentía o si de verdad creía haberlos traducido correctamente. Y todavía le quedaban más dudas después de haber leído a escondidas los textos de Blatto Zenzé. Debía reconocer que los poemas que hablaban sobre Rocavaragálago y la Luna Roja estaban tan cargados de lirismo y complicadas metáforas que era posible malinterpretarlos.
—¿Y has encontrado algo que pueda ser útil? —preguntó.
Ricardo se encogió de hombros.
—Depende de lo que llames útil. Está claro que nada de lo que encontremos aquí nos va a llevar a casa, de eso olvídate… Pero al menos sabremos más sobre este sitio y su historia y eso puede que nos sirva de ayuda —se echó hacia atrás en la silla y se frotó los ojos. Parecía agotado—. Estoy acabando los poemas que hablan de la fundación del reino… No me extraña que esta ciudad sea un horror si tenemos en cuenta quiénes la fundaron.
Ricardo se refería a Harex, el primer rey de Rocavarancolia y a su cruel hermano Hurza Comeojos. Ya les había hablado de ellos sin sospechar que Marco sabía más sobre esos siniestros personajes que todo lo que podían enseñarle los pergaminos de Blatto Zenzé.
Los dos hermanos habían llegado en una maltrecha goleta a la deriva, la primera de las cientos de naves que las Uncidas, las corrientes hechizadas, iban a traer hasta aquel mundo.
El barco desarbolado encalló cerca de una pequeña villa de pescadores. Los lugareños, a pesar del temor que les causaba aquel impresionante bajel, cien veces mayor que la más grande de sus barcazas, se apresuraron a ir en auxilio de la tripulación antes de que el barco se hundiera. En cubierta encontraron decenas de cadáveres. Eran seres prácticamente idénticos a ellos, aunque mucho más pálidos y con un curioso cuerno color ceniza en sus frentes. Los cadáveres no mostraban signos de violencia, sólo las huellas que acarrean la sed, el hambre y la penuria prolongada. Por desgracia para ellos, hallaron a dos supervivientes agonizando en el castillo de proa: Harex y Hurza. Los llevaron consigo al pueblo y cometieron el terrible error de salvar sus vidas. En pago, aquellas criaturas asesinaron a la mitad de la población y esclavizaron al resto. Aquél fue el origen de Rocavarancolia.
¿Y qué podía esperarse de un reino que hundía sus raíces en el asesinato y el terror? Aquella tierra fundada por monstruos sólo podía engendrar monstruos. Y él era uno de ellos, aunque a veces se dejara llevar por su capacidad para cambiar de forma y olvidara cuál era su verdadera naturaleza. Pero no podía engañarse durante mucho tiempo. Sus manos no le permitían olvidar la presión que habían ejercido sobre el cuello del niño al que había estrangulado mientras dormía. Y en sueños todavía escuchaba el alarido de Alexander al caer bajo el sortilegio de la puerta que él le había animado a traspasar. Por mucho que viviera no dejaría de oírlo nunca. Aquel grito se había convertido en parte de su esencia.
Mistral charló unos minutos más con Ricardo antes de disculparse y seguir su camino. Bajó taciturno las escaleras, atento a los sonidos que llegaban de arriba. Salió al patio llevando una antorcha, más por las apariencias que por verdadera necesidad. Sus ojos eran capaces de ver en la oscuridad con la misma facilidad que durante el día.
Entró en el retrete que quedaba justo frente al portón del torreón. Cerró la puerta a su espalda y dejó la antorcha en un saledizo de la pared mientras buscaba a Denéstor Tul con la mirada. Lo encontró revoloteando en el techo, embutida de nuevo su conciencia en la mariposa azul de costumbre. Era la primera vez que Mistral usaba el sistema ideado por el demiurgo para ponerse en contacto con él. No era demasiado complicado. Una de las arañas del torreón era creación de Denéstor y le bastaba con acariciarla para que ésta diera aviso en Altabajatorre. El demiurgo lo tenía más fácil, cada vez que quería hablar con él sólo tenía que enviar su mariposa a revolotear por el patio.
—Dame una alegría: dime que me has llamado porque te vas a marchar del torreón de una vez —le susurró la mariposa, volando alrededor de su cabeza.
—Aún no es el momento —gruñó él. Empezaba a estar harto de aquella cantinela—. No, no lo es… Y no te he llamado para que me marees con lo mismo de siempre. Escucha: mañana iremos al cementerio y no quiero toparme con dama Desgarro. He pensado que sería bueno que la distrajeras de algún modo… Mándala llamar para hablar de cualquier tontería del consejo. Saldremos tras la comida, como siempre.
—Tienes que marcharte —insistió la mariposa—. Ya has hecho por ellos todo lo que podías. Lo único que estás consiguiendo ahora es ponernos en peligro. A los niños, a ti, a mí y a todo el reino…
—Mayor razón entonces para que apartes a dama Desgarro de mi camino.
—Sabía que eras testarudo, pero me sorprende descubrir hasta qué punto.
—¿Lo harás?
—¿Qué alternativa me queda? —dijo la mariposa.
En la montaña, en Altabajatorre, Denéstor Tul frunció el ceño. No tenía más remedio que ceder, y Mistral lo sabía. El demiurgo sintió en el pecho el peso de la fatalidad, del destino inevitable que se aproxima veloz y voraz. «Nos has traído el final», había vaticinado dama Sueño. Y él, en aquellos momentos, incapaz de poner freno a la locura del cambiante, no podía evitar pensar que rodaba directo hacia el abismo, sin que nada de lo que hiciera o dijera pudiese desviarlo un ápice de aquella trayectoria fatal.