Rocavaragálago

Rocavaragálago

Era medianoche y el consejo de Rocavarancolia se encontraba reunido en la sala del Trono Sagrado. Las sombras de los tentáculos que protegían el trono se proyectaban agigantadas contra el muro. Junto a la puerta se cuadraba uno de los imponentes guardias del castillo, con su máscara de dragón, su alabarda de punta roja y la pose adusta.

A la reunión faltaban el regente, que continuaba con su interminable agonía; Mistral, del que nadie parecía conocer su paradero; y dama Sueño, sumida en su letargo. El resto del consejo estaba dispuesto alrededor de la mesa, colmada de viandas a las que nadie prestaba atención y jarras de vino. El puesto de Belisario había sido ocupado por Solberino, el náufrago. Era un hombre fibroso, de cabello rubio y apelmazado. Se apoyaba en la mesa de tal forma que parecía a punto de tomar impulso, saltar sobre ella y echar a correr. Solberino se sentía fuera de lugar dentro del castillo, de hecho se sentía así en cualquier sitio que estuviera en tierra firme. Vivía entre los barcos naufragados del arrecife y encontrarse tan lejos del agua y su vaivén le alteraba lo indecible.

Dama Serena, que ocupaba el lugar que por antigüedad había correspondido al anciano asesinado, fue la encargada de iniciar la asamblea.

—Como todos sabéis, hoy hemos procedido a dar sepelio en el Panteón Real al noble Belisario —anunció la fantasma. Flotaba ante la mesa con su perpetuo traje de noche verde esmeralda, tan hermosa, radiante y fría como de costumbre—. Durante semanas hemos tratado de encontrar la forma de comunicarnos con su espíritu o con el del criado asesinado —dijo—, pero todo ha sido en vano… No ha habido arte mágica ni sortilegio capaz de lograrlo.

Dama Desgarro tomó la palabra a continuación:

—El criado y Belisario no sólo están muertos. Quienquiera que los asesinara vació a ambos por completo —la horrible mujer mantenía un ojo atento a lo que ocurría a la mesa mientras el otro, en el pico del pájaro de Denéstor, sobrevolaba el torreón Margalar—. No sólo mató sus cuerpos, también aniquiló sus almas… —señaló—. Es como si los hubieran borrado.

—Oh. Qué extrema crueldad —murmuró Enoch llevándose las manos a la cara.

El vampiro se sentaba junto a uno de los hermanos Lexel. Enoch seguía igual de hambriento y desesperado pero ahora se reconfortaba con la satisfacción de no haber cedido a sus impulsos en el torreón Margalar y haber dejado vivir al niño rubio. Casi creía ser un héroe, un héroe trágico, pero héroe al fin y al cabo. Pronto la mueca de consternación que acababa de fingir se transformó en una inmensa y ridícula sonrisa de absurda complacencia.

—Yo le di de beber a Belisario la ponzoña de la resurrección acusadora —dijo el alquimista invisible. No hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta por el modo en que sujetaba su copa y arrastraba las palabras que estaba borracho—. Si todo hubiera salido bien, el cadáver debería haber gritado siete veces el nombre de su asesino…

—Y de no haber estado muerto ya, a buen seguro que tú lo hubieras matado con tus bebedizos inútiles —gruñó Esmael.

El alquimista dejó la copa sobre la mesa con violencia. Dama Serena sintió cómo se removía furioso por las palabras del Señor de los Asesinos. La fantasma sacudió la cabeza, Esmael tenía razón. El elixir de Rorcual no sólo no había cumplido su objetivo, sino que además había teñido la piel de Belisario de un desagradable color pardo en cuanto lo vertió en sus labios. Hacía décadas que el alquimista no lograba que funcionara ni una sola de sus pociones. Junto con su visibilidad había perdido el toque de genio que lo había convertido en primer alquimista del reino. Esa tarea recaía ahora en dama Araña, aunque ella no pudiera ostentar oficialmente el cargo. Tras el sangriento dominio de los reyes arácnidos, aquellos seres tenían prohibido acceder a cargos relevantes en Rocavarancolia, de hecho su papel no dejaba de ser el de meros lacayos.

—Quizá nuestro intrépido ángel negro conozca algo mejor —escupió Rorcual—. Algún sortilegio que quiera compartir con el consejo y que pueda sacar a los muertos de sus tumbas para que nos desvelen sus secretos…

Esmael dedicó una rápida mirada a dama Serena. El espíritu ni se había inmutado por el comentario del alquimista. Dama Desgarro, en cambio, sonreía divertida.

—Es cierto que conozco modos de entrar en contacto con el reino de los muertos —contestó a Rorcual con una voz tan calmada que resultaba espeluznante—. Y lo he intentado, aunque no esté entre mis atribuciones el hacerlo. Pero debo decir que yo, al igual que nuestras entrañables compañeras, he fracasado…

Era verdad. La Resurrección Breve del grimorio de Hurza Comeojos, el mismo hechizo con el que había traído a la vida al rey asesinado por dama Serena, había resultado del todo inútil. Aquel conjuro no había funcionado ni con Belisario ni con el criado. Pensar en aquel libro y en la fantasma le enfureció. Aún rabiaba por la humillación sufrida a manos de dama Serena. Lo que más le dolía, más incluso que el serio revés que aquello representaba para sus aspiraciones, era que había sido él quien había cometido el error de no comprobar la información existente sobre el libro de Hurza; debería haber supuesto que un dato tan relevante como el hecho de que sólo quien ocupara el cargo de Señor de los Asesinos podría leerlo estaría registrado en los compendios. Había sido él, en definitiva, quien se había expuesto a la humillación. Y eso le afectaba muchísimo más que la humillación en sí misma.

—Tampoco yo he encontrado modo alguno de contactar con sus almas ni de averiguar qué ocurrió en el despacho de Belisario aquella trágica noche —apuntó Denéstor Tul mientras se pasaba una mano por la frente.

El demiurgo estaba ojeroso y cansado. Llevaba tiempo sin dormir en condiciones. Nada más cerrar los ojos venían a su mente las visiones que le había mostrado dama Sueño la noche del asesinato de Belisario. No dejaba de ver aquella extraña y neblinosa batalla que la anciana le había augurado que estaba por llegar, pero es que dama Sueño no sólo le había profetizado una guerra, también había profetizado su propia muerte: «¡Pobre Denéstor! —había dicho—. ¡Ojalá pudiéramos acogerte con nosotras! ¡Ojalá pudiéramos salvarte!».

—No es normal, no es normal —Enoch se frotó las manos con afectación. Estaba ansioso por colaborar en el esclarecimiento de aquel misterio—. Oh. Algo terrible está ocurriendo en Rocavarancolia. Os lo digo. Os lo digo. Se acercan tiempos oscuros… Tal y como le pronosticó dama Sueño a nuestro demiurgo.

Denéstor había creído necesario compartir las visiones de la anciana con el resto del consejo. Durante el día se arrepentía de haberlo hecho pero por la noche se sentía más tranquilo sabiendo que los demás conocían aquellos sueños delirantes.

—¿Ejércitos en lucha en Rocavarancolia? —Ujthan el guerrero levantó la cabeza y suspiró. Su enorme peso combaba las patas de la silla en la que se sentaba de tal forma que resultaba sorprendente que no se quebraran—. No lo verán mis ojos, no… —aún recordaba con nostalgia los tiempos de la última guerra. Nunca había sido tan feliz. Ujthan había nacido para la batalla; el combate lo era todo para él, la única razón por la que valía la pena existir. Para Ujthan no había nada más maravilloso que el sonido del acero al chocar contra el acero y el griterío ensordecedor de los ejércitos en liza. No concebía la vida sin la brutalidad de la lucha, el aroma de la sangre recién derramada y la incertidumbre de no saber si el siguiente enemigo que saltara sobre él sería el último, el que lo sacara de una vez por todas del campo de batalla.

—¿Quién sabe? —Esmael extendió los brazos—, quizá tengas una última guerra que disfrutar después de todo, viejo amigo —miró a dama Desgarro. La maltrecha mujer seguía observándolo con gesto burlón y eso lo desquiciaba. Pero se negaba a darle la satisfacción de hacer evidente su rabia—. Dinos, querida comandante: ¿has perdido alguno de los ejércitos del reino que tan celosamente custodias? ¿Has echado en falta alguna legión de espantos que alguien pudiera usar en nuestra contra?

—No conviertas esto en un carnaval, Esmael —le recriminó Denéstor—. Y continuemos con la asamblea. Ujthan, fuiste designado como investigador principal del asesinato de Belisario ¿Ya tienes preparado el informe final?

—Lo tengo preparado y se resume en una sola palabra: nada. Los criados han registrado mil veces el despacho de Belisario y no han echado nada en falta ni han encontrado nada que no debiera estar allí. A excepción de la cabeza del sirviente, por supuesto, que sigue desaparecida… Las criaturas de Denéstor no han detectado más magia en la zona que las protecciones de la fortaleza y mis propias pesquisas por la ciudad han resultando infructuosas… No hay nada. Nada de nada.

—Alguien cubrió muy bien sus huellas —murmuró el Lexel de la máscara negra mientras volvía la cabeza para mirar a su hermano, sentado frente a él.

—Sin duda, alguien se tomó muchas molestias para no ser descubierto —le respondió—. ¿Dónde estabas aquella noche, hermano? No te encontrabas en nuestros aposentos…

—Te buscaba por el castillo, hermano… —replicó—. Porque tú nunca abandonas nuestras habitaciones si yo estoy en ellas, y aquella noche lo hiciste.

Ambos se contemplaron a través de sus máscaras con un odio tan arrollador que hacía vibrar el espacio que los separaba.

—¿Y Mistral? —preguntó Esmael entonces, inclinándose en la silla para alcanzar una copa de vino. Poco le interesaban las locuras y la paranoia de los dos hermanos—. ¿Dónde está el cambiante? —quiso saber—. Hace tanto tiempo que no sabemos nada de él que comienzo a preocuparme…

—¿Sospechas que pueda estar relacionado con el asesinato de Belisario? —preguntó Denéstor.

—No. Mistral es un pusilánime, no asesinaría a alguien indefenso ni aunque le fuera la vida en ello —y de verdad estaba convencido de eso—. Es incertidumbre y preocupación, nada más y nada menos. Hace tanto tiempo que no lo vemos que temo que le haya podido suceder algo.

—¿Quieres dar por muerto a Mistral para que otro de tus seguidores ocupe su puesto en el consejo? —le espetó Rorcual—. ¿Eso pretendes?

—No te preocupes por el cambiante, Esmael —intervino Denéstor—. Yo mismo hablé con él hace apenas una semana. Está bien y pronto se dejará ver de nuevo, estoy seguro.

A dama Desgarro le costó evitar que la fuerte impresión que sentía se reflejara en su rostro. Examinó con suma atención al demiurgo. Ella sabía muy bien dónde se encontraba Mistral. Lo había descubierto metamorfoseado en el joven oscuro el día en que el pelirrojo murió; había sido tal su sorpresa al verlo junto al resto de los cachorros que a punto estuvo de descubrirlo y echar así por la borda toda esperanza para Rocavarancolia. Tan sorprendente había resultado aquel descubrimiento como escuchar a Denéstor decir que había hablado hacía poco con él. «Así que lo sabes, viejo pícaro». Aquel giro de los acontecimientos le había tomado totalmente desprevenida. Si ya era extraño que dos miembros del consejo estuvieran ayudando a la cosecha, ahora resultaba que había un tercero implicado, aunque tan sólo fuera con su silencio. Pero debería haberlo supuesto. Denéstor era quien había traído al cachorro desde el mundo humano y se habría dado cuenta de la jugada de Mistral al instante. ¿O quizá estaban confabulados desde antes de la noche de Samhein? Tenía que pensarlo.

Ella había sido más sutil que Mistral. Se había limitado a ayudar a uno de los muchachos, al que había considerado más importante para la pervivencia del reino; por el contrario, el metamorfo no se había andado con medias tintas: se había infiltrado en el grupo para ayudarlos desde dentro. Lo que dama Desgarro no dejaba de preguntarse era cuánto tiempo pensaba permanecer con ellos. A cada instante que pasaba, aumentaba el riesgo de ser descubierto. Quizá Denéstor conociera las intenciones del cambiante; tenía que dar con un modo de abordarlo para averiguar cuánto sabía y hasta dónde estaba implicado.

Dama Desgarro sonrió para sí, tenía que reconocer que los acontecimientos habían tomado un rumbo en verdad interesante.

* * *

Durante los dos días siguientes apenas vieron a Ricardo. Permanecía prácticamente encerrado en una habitación de la primera planta, sumergido entre pergaminos, libros y papeles; hasta dormía allí, si es que dormía. El segundo día, Héctor se cruzó con él de camino a los servicios del patio. No sólo no le dirigió la palabra sino que hizo todo lo posible para esquivar su mirada. Algo en su rostro lo turbó más profundamente que su comportamiento; una sombra difícil de definir que oscurecía sus rasgos y que desalentaba con sólo mirarla. En cualquier caso lo que estaba descubriendo en los pergaminos, no era nada bueno.

A medida que transcurría ese día, los nervios en el torreón Margalar fueron de mal en peor. Los únicos que parecían ajenos a la tensión creciente eran Madeleine y Adrián. El muchacho no paraba de entrenarse en el patio, mirando de cuando en cuando a los tejados más allá del muro, mientras la pelirroja simplemente dejaba pasar el tiempo sentada en la planta baja.

Los demás intuían que se aproximaban malas noticias, casi podían sentirlas ensamblarse palabra a palabra sobre sus cabezas. La puerta de la habitación donde Ricardo trabajaba había estado siempre entreabierta pero a media tarde la vieron cerrada y eso apagó aún más los ánimos.

Mistral era el más taciturno de todos ellos. Sabía lo que iba a encontrar Ricardo y no podía dejar de preguntarse cómo iban a reaccionar al averiguarlo. Los cartuchos contenían una copia de Historiografía ilustrada, del guerrero, poeta, historiador y pintor Blatto Zenzé. Era bastante antigua, pero eso poco importaba. En esos pergaminos se recogía buena parte del origen de Rocavarancolia, así como sus tradiciones, leyendas y singularidades más reseñables. Y como no podía ser de otro modo, entre ellas se consignaba la más importante: la Luna Roja.

Fue poco después de caer la noche, con el grupo charlando en el patio a la luz de las antorchas y las idas y venidas de los murciélagos, cuando Ricardo apareció al fin. Su semblante mostraba una seriedad terrible. Todas las conversaciones cesaron al unísono. El viento y los esporádicos aullidos que llegaban desde las montañas no podían penetrar siquiera en el silencio expectante que se cernió sobre ellos. Ricardo esquivaba las miradas de todos y no podía evitar morderse el labio inferior. Contagió su nerviosismo hasta al último de los presentes. Marco lo miraba prácticamente sin pestañear. Ricardo esperó a que Madeleine y Adrián salieran del torreón y se sentaran con el grupo antes de comenzar.

Lo primero que hizo fue arrojar un puñado de vidrios romboidales sobre la mesa, los mismos que habían encendido con su propia sangre la primera noche en el torreón Margalar. Le tembló la mano al hacerlo. Luego se dejó caer en una silla. Señaló los cristales con gesto cansado.

—Eso es lo que somos. Por eso nos han traído. Sólo por eso.

—¿Qué dices? —preguntó Héctor.

—Nos han traído para ser cargas mágicas. Para eso valemos. Pilas. Talismanes con forma humana. Como queráis llamarlo… Somos lo que pondrá en marcha la catedral cuando salga la Luna Roja. ¿Recordáis el dibujo? ¿Todos esos monstruos saliendo de los muros del edificio rojo? Eso es exactamente lo que pasará. Y lo haremos nosotros…

—¿Te importaría explicarte? —le preguntó Lizbeth—. Porque ahora mismo me siento muy perdida…

—Esa catedral… —Ricardo resopló y se pasó una mano por el pelo encrespado— es el corazón de la ciudad, el corazón de todo el reino, en realidad… Sólo que no es una catedral. Ni siquiera es un edificio de verdad, no del todo al menos. Es un hechizo… Se llama Rocavaragálago —le costó pronunciar la palabra.

—Y cuando salga la Luna Roja se pondrá a soltar monstruos como en el dibujo, ¿no es eso? —preguntó Natalia—. ¿Y dices que será por nuestra culpa?

—Todavía no tengo muy claro cómo ocurre. El autor de los pergaminos lo explica todo a base de poemas, algunos muy difíciles de traducir… —hizo un gesto en dirección a la torre a su espalda—. Tengo… tengo que seguir trabajando en ellos… Pero sí, será culpa nuestra. Eso lo tengo muy claro. Rocavaragálago necesita dos elementos para ponerse en marcha. El primero es la Luna Roja en el cielo; el segundo, energía de la que servirse, como se sirven Natalia y Bruno de los talismanes, y esa energía, además, tiene que ser exterior y nueva… «Esencia sin mácula no iluminada jamás por la Sagrada Luna Roja», dice el pergamino… ¿Comprendéis ahora por qué nos han traído? Necesitan nuestra energía para que Rocavaragálago se ponga en marcha. Ése es el potencial del que no paraba de hablar Denéstor Tul… La catedral es la puerta, la Luna Roja la llave y nosotros somos quienes la giraremos.

—Pero ¿cómo? —preguntó Bruno. Tenía el reloj de su abuelo en una mano y abría y cerraba su tapa una y otra vez—. ¿Es un hechizo que crea monstruos? No acabo de comprenderlo.

—Creo que tiene que ver con la naturaleza de este mundo —contestó Ricardo—. O quizá sólo sea en esta ciudad, no lo sé… Es difícil de explicar… Faltan muchos pergaminos por traducir pero… —miró directamente a Bruno—. ¿Recuerdas la esfera que invocaste al poco de llegar?

El italiano asintió.

—Creaste una puerta entre mundos, sólo permaneció abierta un instante, el tiempo suficiente para que invocaras a esa cosa —se acomodó mejor en la silla—. Rocavarancolia es un reino intermedio, un mundo situado en una encrucijada entre dimensiones o algo por el estilo… Sea lo que sea, esté donde esté, aquí es muy fácil abrir puertas a otros mundos… Como la que Denéstor Tul usó para ir a la Tierra y traernos. Creo que Rocavaragálago es una de esas puertas, y conduce a un mundo diabólico poblado de engendros y monstruos. Nuestra energía y la Luna Roja la abrirán y… ellos pasarán a este lado…

Lizbeth se llevó una mano al pecho.

Héctor pensó en los miles de esqueletos que se apiñaban en la cicatriz de Arax. Huesos que pertenecían a seres humanos, pero también a todo tipo de seres extraños. Y recordó las decenas de tapices y cuadros que habían ido descubriendo en sus exploraciones por Rocavarancolia. En muchos de ellos se veían auténticos ejércitos de espantos.

—¿Cuántos? —preguntó Natalia—. ¿Cuántos monstruos saldrán de esa rocaloquesea?

—Eso dependerá de la cantidad de energía que poseamos… Por lo que he podido leer, en ocasiones eran miles las criaturas que se abrían camino por las calles al salir la Luna Roja —al ver la expresión de algunos de sus compañeros se apresuró a añadir—: Pero es imposible que sean tantas esta vez, no, no puede ser… Usaban la energía de centenares de chicos traídos desde un sinfín de mundos diferentes… Ahora sólo somos once…

—De momento —señaló Marina.

—Monstruos —Lizbeth sacudió la cabeza—. Pero ¿de qué tipo de monstruos estamos hablando? Está ciudad ya está llena de bichos repugnantes…

—No. Eso son alimañas, bestias carroñeras que viven entre las ruinas. Las criaturas que saldrán de Rocavaragálago son de otra especie, son las que pudisteis ver en el dibujo del pergamino. Trasgos, vampiros, demonios y muertos vivientes… gigantes, licántropos… Puede que incluso dragones…

—¿Y qué será entonces de nosotros? —preguntó Marina.

—¿Tú qué crees? —Natalia gruñó y dejó caer la cabeza sobre la mesa—. La ciudad se llenará de monstruos. Y no creo que sean amables con nosotros…

—Hemos de suponer que una vez que hayamos servido como baterías para Rocavaragálago, ya no les resultaremos útiles —Bruno se quitó las gafas y se frotó los ojos con una mano—. Nuestras vidas nunca han valido nada en esta ciudad. Tras la Luna Roja valdrán todavía menos.

—¡Nos dijeron que nos darían la oportunidad de volver a casa al cabo de un año! —exclamó Lizbeth. Sus grandes ojos brillaban de rabia y miedo—. ¡Y Denéstor Tul no nos podía mentir!

—Tampoco él nos mintió en eso —Héctor suspiró. Comenzaba a dolerle la cabeza—. En un año nos darán la oportunidad de regresar, seguro… aunque es probable que ninguno de nosotros esté vivo para poder aceptar.

—Eso es muy cruel —Marina sacudió la cabeza—. No pueden ser tan crueles.

—La crueldad es algo inherente a esta ciudad —sentenció Bruno—. No creo que les importe sacrificar críos para alcanzar sus metas.

La voz de Adrián, sentado en un extremo de la mesa, los tomó por sorpresa a todos.

—¿Críos? Te equivocas. Nosotros ya no somos críos —aseguró. Había estado recostado en la silla, pero cuando comenzó a hablar se fue incorporando despacio, hasta quedar apoyado con el antebrazo en el borde de la mesa—. ¿Y qué decís que va a pasar? ¿Monstruos en la ciudad? —sus labios se torcieron en una mueca extraña, algo parecido a una sonrisa—. Que vengan. Que vengan todos los monstruos que quieran —un murciélago llameante pasó sobre sus cabezas y Adrián ni siquiera se inmutó. Con el fuego de las alas de aquella criatura aún brillando en sus ojos, miró a Bruno—. ¿Cuánto tiempo falta para que salga esa luna?

—Según los cálculos que he realizado tomando como referencia el movimiento de la estrella en el reloj de la fachada, estimo que la Luna Roja saldrá en ciento sesenta y seis días a partir de mañana.

—¡Eso es una eternidad! —exclamó Adrián—. Mirad todo lo que hemos avanzado en las semanas que llevamos aquí. Y pensad en todo lo que podemos aprender en el tiempo que falta hasta que salga esa luna… —hacía mucho que no le oían hablar tanto. Su voz era más ronca de lo que Héctor recordaba—. Que vengan, que vengan todos los monstruos que quieran. Estaremos preparados para cuando eso ocurra. Los mandaremos de regreso al infierno…

Héctor sacudió la cabeza. Aquel arrebato de vehemencia le había dejado pasmado. No sabía qué pensar.

—Marco… —Héctor se giró hacia el cambiante—. ¿Tú qué opinas? Estás muy callado…

En vez de responder a su pregunta, el joven dirigió su atención a Ricardo.

—No te lo tomes a mal, pero… ¿existe la posibilidad de que te hayas equivocado en la traducción? ¿Que no sea eso exactamente lo que sucede cuando sale la Luna Roja?

Ricardo negó con la cabeza.

—Voy a seguir trabajando con los pergaminos, por supuesto, pero creo que en lo esencial estoy en lo correcto.

Mistral asintió despacio, sin apartar la mirada de Ricardo. El cambiante sabía muy bien que su amigo se equivocaba. No era eso lo que ocurría cuando salía la Luna Roja: era aún peor. Lo que no podía dejar de preguntarse era si Ricardo había malinterpretado los pergaminos o si ocultaba a propósito lo que había descubierto; la verdad sobre la Luna Roja era tan terrible que Mistral comprendía que prefiriera callársela.

A pesar de lo que había dicho Adrián, nada de lo que hicieran podría prepararlos para lo que iba a ocurrir cuando aquel monstruoso astro rojo ascendiera desde el este. Absolutamente nada.

* * *

En Rocavarancolia, hasta en las noches más oscuras había espacio para la luz, aunque ésta fuera enfermiza y maléfica. Al sur, el barrio en llamas resaltaba en las tinieblas como un desgarrón de luz inmóvil, no se escuchaba el crepitar del incendio pero sí los gritos de los que ardían sin terminar de consumirse nunca; en el oeste, los muros de Rocavaragálago resplandecían al reflejo incandescente del foso de lava que los rodeaba; la temblorosa luminosidad de la cicatriz de Arax cruzaba la ciudad de este a oeste, zigzagueante y quebrada; y sobre los acantilados, de cuando en cuando, centelleaba la luz del faro que intentaba en vano atraer barcos a los arrecifes.

También había luz en el cementerio de Rocavarancolia. Entre las tumbas brillaban antorchas de fuego perenne, en las puertas de los mausoleos colgaban lamparillas de aceite que derramaban su taciturna luz sobre el mármol, la piedra y el musgo. En los estanques entre los caminos flotaban fuegos fatuos y, en ocasiones, algún murciélago flamígero paseaba también su estela llameante por el cielo del cementerio.

Bajo tierra, dos mil muertos charlaban sin cesar. Su conversación esa noche no tenía ningún sentido, eran monólogos entrecortados que se pisaban unos a otros sin orden ni concierto, simples excusas para oír el sonido de sus voces. Y tan concentrados estaban en su cháchara que ni uno solo escuchó cómo una de las múltiples puertas que rodeaban el Panteón Real se abría.

Una figura sombría envuelta en vendas hechas jirones emergió de la oscuridad. Era el anciano Belisario y por la torpeza de sus movimientos daba la impresión de que jamás en la vida hubiera caminado. Cayó al suelo a los pocos pasos. Se alzó con dificultad y miró a izquierda y derecha. Trastabilló de nuevo al intentar caminar y sólo el apoyo fortuito de la pared del panteón evitó que cayera otra vez. Su boca se abrió de par en par, pero de manera extraña, como si fuera algo totalmente ajeno a la voluntad del dueño de esa boca.

El cuerpo de Belisario dio otro par de torpes pasos hacia delante mientras la mente que ahora lo ocupaba trataba de hacerse con el control de esas extremidades desmañadas. Estaba tan aturdido que le resultaba difícil distinguir dónde acababa su cuerpo y empezaba el resto de la realidad. Al salir del nicho en que aquella grotesca mujer lo había sepultado, había llegado a pensar que habitaba el cuerpo de alguna criatura tentacular, ya que tomó el revoltijo de vendas que lo rodeaban por extremidades propias.

Alzó una mano ante su rostro: era vieja, increíblemente vieja, y humana, aunque el color, de un sucio tono pardo, no era el adecuado. Echó a andar entre las tumbas. Oía voces, pero no les prestaba atención. Sus ojos resultaban tan aterradores que hasta los mismos muertos del cementerio hubieran gritado de haberlo visto. Tardó unos instantes en darse cuenta de que caminaba con la boca abierta. Empujó la mandíbula inferior hacia arriba hasta que casó con la superior. Luego volvió a mirar en todas direcciones. Un incesante picor llegaba de su muñeca izquierda. Intentó rascarse aunque no lo consiguió, su mano derecha pasó de largo sin más, completamente descoordinada.

Gruñó. La resurrección era traumática, lo sabía, lo admitía, era algo inherente a aquel complicado sortilegio; pero aborrecía la intensa debilidad en la que se hallaba sumido. En aquellos momentos era tan frágil que hasta una mala caída podía terminar con él. Murmuró un hechizo de levitación y remontó el vuelo al instante; al menos el cuerpo en que había despertado tenía suficiente poder para hacerlo.

Se elevó en la noche como un siniestro proyectil harapiento, dejándose llevar por la magia. Conforme ascendía se dio cuenta de que aquella ciudad no se parecía en nada a la que él recordaba. Era mucho más grande y por el estado ruinoso en el que se encontraba resultaba evidente que no pasaba por sus mejores momentos. ¿Estaría en Rocavarancolia o lo habrían resucitado en otro lugar? Había prohibido terminantemente que aquel hechizo tuviera lugar fuera de la ciudad, pero no sabía qué podía haber ocurrido desde su muerte, quizá a sus seguidores no les había quedado otra alternativa que traerlo a la vida en un mundo vinculado.

Miró hacia el oeste y allí descubrió el resplandor rojizo de los muros de Rocavaragálago. Y más allá, abrazando a la ciudad, las montañas que tan bien conocía, oscuras como una noche de matanza. Su sonrisa se hizo tan grande que se le rasgaron las comisuras de aquellos labios que no eran suyos. Sí, había regresado. Estaba en Rocavarancolia.

El picor en su muñeca persistía. Ya coordinaba mejor sus movimientos y se rascó con tal furia para librarse de esa molesta comezón que se desgarró la piel. Frunció el ceño. Había algo enterrado en su carne. Entrecerró los ojos y alzó la mano para examinar mejor el objeto clavado en su muñeca. Era una espina diminuta que asomaba ahora manchada de sangre. El picor procedía de ahí, un picor insidioso y constante. Y mágico a todas luces. Se arrancó la espina atrapándola entre las yemas del pulgar y el índice. Nada más salir de su carne, la espina perdió consistencia y se fue desplegando hasta convertirse en un pergamino grisáceo.

La criatura que ahora ocupaba el cuerpo de Belisario extendió la hoja ante sus ojos. Estaba escrita en un antiguo dialecto de Nazara, el primer mundo vinculado; el lenguaje que había hecho aprender a todos sus seguidores. La letra era tosca, el tipo de escritura de un niño que aprende a escribir o de un anciano que ya no coordina bien sus movimientos. Detenido a kilómetros de altura, con la ciudad convertida prácticamente en un indistinguible charco de sombras entre las montañas y el mar, leyó lo que estaba escrito en el pergamino:

Mi nombre es Belisario Donócate y soy el último de mi linaje, el último de sus seguidores, Mi Señor. Llevo siglos siendo el último. Llevo siglos alargando mi vida para permitir que usted tuviera una oportunidad de regresar, aunque fuera en un envoltorio tan frágil y caduco como este maldito cuerpo mío, tan poco digno de convertirse en vehículo de su esencia.

Y si este cuerpo es indigno de servirle, lo mismo puedo decir de la Rocavarancolia que va a encontrar a su vuelta. No queda nada de nuestra gloria. Los mundos vinculados se aliaron contra nosotros y destruyeron lo que por derecho de conquista nos pertenecía. Pero no tengo ni el tiempo ni la paciencia necesarios para relatar aquí la historia de Rocavarancolia. Pronto la averiguará por sus propios medios, me he encargado personalmente de ello.

Ahora debo disculparme, no por el cuerpo que le dejo, ni por el estado ruinoso de este reino que una vez fue grande. Debo disculparme porque le hemos fallado, desde el primero de sus seguidores hasta el último que soy yo, debo disculparme en nombre de todos los que han adorado alguna vez su Majestuoso Nombre y el Nombre de su Sagrado Hermano. Le hemos fallado: perdimos su libro, Mi Señor… Nos lo robaron. No quedó rastro de él, ni en este mundo ni en los mundos vinculados. Lo buscamos de manera incesante pero, perdónenos, Mi Señor, no pudimos encontrarlo.

Ahora su libro está en Rocavarancolia, aunque desconozco su paradero exacto. La magia que yace entre sus páginas despertó la noche siguiente a la cosecha. Y en esa cosecha, Mi Señor, llegó un recipiente adecuado para sus planes: un niño cuyo poder sobrepasa con creces a todo lo que mis ojos han contemplado jamás. Y yo sé que no existen las casualidades. Yo sé que si su libro y ese niño han aparecido en Rocavarancolia, a un mismo tiempo, es por un motivo: es la hora señalada.

La cosa que flotaba en el vacío usó su voz por primera vez. Sonó como si un trueno lento brotara de su garganta:

—Un niño… —miró hacia lo alto, a la oscuridad que pendía sobre el mundo, en busca de algo que no estaba allí.

Luego echó a volar hacia las alturas. Las líneas del horizonte se curvaron hacia abajo a medida que ascendía. La perspectiva varió, el mundo a sus pies se volvió esférico y cada vez más y más pequeño. Sobre el cuerpo de Belisario se fueron formando placas de hielo mientras aceleraba, dejando atrás la troposfera del planeta y penetrando como un estilete en las capas altas de la atmósfera. Murmuró un hechizo de protección y al momento un campo de energía rodeó su cuerpo. La oscuridad de la noche dio paso a la negrura profunda del espacio.

Giró la cabeza con dificultad. La parte exterior de la bruma mágica que lo separaba del vacío estaba completamente congelada. Elevó su temperatura para poder mirar a su alrededor. El hielo se desintegró al instante.

La Luna Roja estaba aún lejos del planeta. Flotaba en el espacio a miles de kilómetros de distancia, envuelta en aquel intenso velo escarlata que provocaban las tormentas perpetuas de su hemisferio norte. Sonrió al verla, como quien sonríe al contemplar una vieja amiga.

Todavía faltaba un tiempo considerable para que la influencia de aquel astro se notara en el planeta. Tenía tiempo para prepararse, recuperar fuerzas y trazar un plan de acción.

La mano que una vez perteneció a Belisario volvió a alzar el pergamino. Continuó leyendo. Su último seguidor no decía mucho más en su carta. Sólo señalaba que había una criatura en Rocavarancolia que conocía el paradero del libro perdido. Curiosamente se trataba del Señor de los Asesinos del reino, un ángel negro llamado Esmael. El ceño de la criatura que flotaba en la nada se frunció. No estaba preparado para enfrentarse a un ser como aquél. Al menos todavía no.

«Mi tiempo es corto, Mi Señor, y mi cerebro no es tan rápido ni tan agudo como una vez lo fue. Pero me he permitido preparar un presente que a buen seguro será de su agrado. Está oculto en la última línea de esta carta, junto al utensilio que usé para conseguirlo. Sé que ambos le serán de utilidad. Y ahora me despido. No hay palabras que expresen el honor que significa para mí dar mi vida por su Causa. No hay palabras en este u otro idioma que puedan expresar lo que siento en este momento. Lo único que lamento es no estar presente para ver su Plan cumplido».

El ser que ocupaba el cuerpo de Belisario se fijó en la última línea de la carta. Había un guión y un punto, escritos con la misma tinta que el resto del documento pero, aun así, diferentes. Parecían sobresalir ligeramente del papel. Sonrió de nuevo. Tomó el guión entre su dedo índice y el pulgar y lo extrajo al momento. Aquella línea negra se transformó en su mano en una espada corta manchada de sangre. La hoja y la empuñadura eran de cristal y en su interior se veían centenares de diminutas siluetas. Eran almas presas dentro de la espada, en tal cantidad que daba la impresión de que el arma estaba repleta de humo. Los espíritus atrapados daban vueltas y más vueltas, se deslizaban por el filo para regresar aullando desesperados a la guarda del arma; entre ellos estaba el espíritu del criado asesinado por Belisario. Lo que aquella criatura sostenía en su mano era una espada de Kalora, que robaba las almas de los seres que asesinaba para mantenerlas aprisionadas durante toda la eternidad.

A continuación extrajo el punto negro del pergamino. No le sorprendió ver que se trataba de una cabeza humana.

Hurza Comeojos hizo honor a su sobrenombre antes de soltar la cabeza decapitada. El hielo la cubrió por completo nada más salir del campo protector. Allí se quedó, girando en el vacío como un gran diamante punteado de rojo. El primer Señor de los Asesinos guardó entre sus vendajes la espada en la que voceaban las almas condenadas. Luego puso rumbo a Rocavarancolia.