Cinco semanas después

Cinco semanas después

La hiena cerró las fauces apenas a dos centímetros de su brazo. El bocado al aire resonó como un enorme cepo al cerrarse. Héctor rodó por el suelo para escapar de la feroz acometida, tomó impulso y saltó al frente, espada en mano. No fue un ataque preciso ni elegante, pero la hiena recibió un soberbio golpe con la hoja plana del arma en el hocico y retrocedió, sin dejar de gruñir. Largas hilachas de baba caían entre sus colmillos retorcidos.

Una segunda hiena lo atacó desde la izquierda. Marco se interpuso en su trayectoria y la detuvo con un golpe de escudo tan violento que la hizo volar a varios metros de distancia. El alemán resopló y lo miró, jadeante.

—¿Todo bien? —preguntó.

Él asintió y se lanzó hacia la primera hiena justo cuando ésta cargaba otra vez. La espada se hundió en el costado derecho del animal. No fue un tajo muy profundo, pero sirvió para que la fiera volviera grupas y huyera, llevándose entre los dientes una larga tira del blusón de Héctor. El joven resopló al verla, bajó la vista y comprobó que le había desgarrado la blusa a la altura del vientre. Debía de haberlo alcanzado en su última embestida. Había estado tan pendiente de atacar que había descuidado la defensa. Tenía suerte de que sólo le hubiera rasgado la ropa.

Miró a su alrededor, preparado para repeler otro ataque, aunque en aquel instante estaba en una zona de calma. Ricardo, Marco y Natalia eran quienes llevaban el peso de la refriega unos metros más adelante, justo frente a las puertas del corral de donde surgían la mayor parte de las hienas. Por el momento, los tres se bastaban y sobraban para contenerlas. Natalia y Ricardo habían mejorado muchísimo en las últimas semanas; el manejo de la alabarda del que hacía gala la rusa era impresionante, y Ricardo no se quedaba atrás con la espada. Pero Marco los superaba a todos con creces. Sus movimientos eran tan fluidos y ágiles que en comparación el resto parecía congelado. Con cada uno de sus golpes, un animal caía. Y eran pocos los que volvían a levantarse.

Estaban luchando en los sótanos de un pequeño anfiteatro situado a medio camino entre el torreón Margalar y los acantilados del este. Llevaban una semana explorando aquella zona y en todo ese tiempo no había pasado un solo día sin que las hienas los hostigaran. Lo habían hecho siempre en pequeños grupos y a decir verdad no habían tenido demasiados problemas para repelerlas, pero la persistencia de sus ataques había sido tal que en esta última ocasión habían decidido ir tras ellas. Lo que no esperaban era encontrar tantas. El anfiteatro hasta donde las habían perseguido se hallaba prácticamente infestado de esas criaturas. A Héctor no le extrañó la densa niebla negra que rodeaba la zona.

Marina estaba ahora a su espalda. Giraba despacio sobre sí misma, intentando cubrir todos los flancos a un mismo tiempo. En el suelo yacían cinco animales abatidos por sus flechas. De pronto, tras un bloque de piedra desgajado del muro surgió otra hiena. Enfiló directa hacia ellos, con la cabeza gacha y gruñendo bajo. La chica tuvo que disparar dos veces para derribarla. La primera flecha se perdió alta, pero la segunda le atravesó con limpieza la garganta; el animal dio un vuelco en plena carrera, cayó de costado y quedó inmóvil tras deslizarse unos metros por el suelo. Marina puso un nuevo proyectil en el arco y retrocedió dos pasos para subirse a la base de una columna truncada.

Un poco más retrasados se encontraban Bruno, Rachel y Lizbeth. Esta última apartaba la mirada cada dos por tres, horrorizada por la lucha; Rachel, en cambio, no hacía otra cosa que reír y jalear a sus compañeros. Héctor sabía que de haber podido se hubiera sumado de buen grado a la pelea. Bruno estaba un paso por delante de ellas. En la mano derecha enarbolaba un báculo de madera verde rematado en una especie de diminuta pajarera, mientras mantenía la izquierda dentro del hatillo que le colgaba al costado; el italiano debía de haber gastado toda la energía de los colgantes y anillos que llevaba puestos y no le quedaba más remedio que recurrir a los talismanes de reserva. Había siete hienas paralizadas en el camino que iba desde la puerta hasta donde se encontraban, rodeadas todas de una fina película viscosa. Una estaba congelada en pleno salto; flotaba en el aire con las fauces abiertas y la pata izquierda estirada hacia delante. Bruno jadeaba y Héctor, al comprender que estaba al límite de sus fuerzas, hizo una seña a Marina para que se acercara al grupo de retaguardia, más necesitado de protección que los otros.

En ese momento se escuchó un penetrante silbido en el sótano. Las hienas levantaron la cabeza al unísono y al unísono retrocedieron. El silbido se repitió otra vez. Y una tercera. A continuación llegó a sus oídos una voz frenética que parecía proceder del subsuelo.

—¡No! ¡No! ¡Piedad! ¡Por favor! ¡No! —una trampilla se abrió entre dos corrales, y de ella emergió un hombre esquelético, de melena rubia y barba enmarañada, agitando los brazos sin cesar sobre la cabeza. Iba vestido con una pelliza larga y negra y unos calzones de piel. De una cadena alrededor de su cuello colgaba un silbato de madera—. ¡Parad! ¡Parad! ¡No! ¡No más daño! ¡No! ¡Por favor! ¡No!

Marina apuntó al desconocido con su arco.

—¡Quietos! —exclamó Marco. Un nutrido grupo de hienas se había interpuesto entre el recién llegado y ellos.

El hombre estaba llorando. Se arrodilló a los pies de una hiena muerta, hipando y gimiendo desesperado. Era imposible adivinar su edad.

—¡Asesinos! ¡Asesinos! —gritaba. Tomó la faz desencajada de la criatura y la acunó entre sus manos plagadas de cicatrices y mordiscos mal curados—. ¡Niños crueles y asesinos! ¡Monstruos!

—¿Son tuyos? ¿Estos bichos son tuyos? —le preguntó Ricardo. Se aproximó hacia él, blandiendo amenazador la espada. Héctor pudo ver que su amigo tenía una manga desgarrada y bañada en sangre. Estaba herido, pero o no se había dado cuenta o no le importaba.

El hombre abrió los ojos de par en par al verlo aproximarse. Las hienas permanecieron firmes en torno a él, gruñendo y mordiendo el aire, decididas a atacar si Ricardo daba un paso más. Mistral se apresuró a detenerlo. Le tomó del brazo y tiró sin contemplaciones de él hacia atrás. El cambiante conocía al hombrecillo que sollozaba con la hiena muerta en brazos y no quería que le hicieran daño. Era Caleb, el hijo del difunto cuidador del anfiteatro. Había nacido poco después del final de la guerra y siempre había estado loco. Para él aquellas criaturas lo eran todo.

—Tranquilo, Ricardo —dijo—. El tipo parece inofensivo.

—¿Qué? —lo miró perplejo—. ¿Inofensivo? ¿No lo has visto? ¡Esas cosas lo obedecen! ¡Él ha debido de azuzarlas contra nosotros!

—¿Y qué vas a hacer? ¿Matarlo?

La expresión de perplejidad de Ricardo aumentó todavía más. Bajó la mirada hacia la espada ensangrentada que empuñaba y sacudió la cabeza.

—¡No! ¡Caleb no orden! ¡No atacar! —aseguró el hombre postrado. Miró a Marco con lágrimas en los ojos, casi suplicando—. Las más jóvenes salen, cazan, vuelven… ¡No atacar! ¡Juegan fuera! ¡Sólo juegan! —dejó caer el cuerpo sin vida para abrazarse al lomo encrespado de una de las criaturas que lo protegían.

Héctor se estremeció. Era cierto que la mayor parte de las hienas que los habían atacado fuera no eran tan grandes como las que les habían hecho frente en el sótano. ¿Acaso habían cometido un error?

—¿Puedes controlarlas? —preguntó Marco—. ¿Puedes evitar que nos ataquen?

Caleb asintió como un poseso. Sus enormes ojos azules eran la única parte del rostro que quedaba a la vista entre la confusa maraña de pelo que formaban su melena y su barba.

—Si ellas salen, yo salgo con ellas. Caleb promete y jura. No más ataques —les aseguró—. Caleb cuidará bien. Caleb cuidará. Por favor, por favor… No maten a Caleb… No maten a sus niños…

—Dejadme hablar con él —pidió Bruno.

—Es sólo un idiota —le advirtió Ricardo—. No le sacarás nada.

Los gruñidos de las hienas se redoblaron cuando el italiano se acercó a Caleb. Estaban por todas partes. Cerca de medio centenar se dispersaba por el lugar. Bruno se inclinó hacia el hombrecillo, que no dejaba de llorar. Las hienas gruñían a escasos centímetros de su rostro, pero él ni se inmutó.

—¿Sabes quiénes somos? —preguntó.

Caleb asintió. Le temblaba el labio inferior.

—La cosecha, los cachorros de Samhein. Buenos cachorros, buenos cachorros… No matan a Caleb. No hacen daño a sus niños. Piedad. Por favor. Piedad…

—Si no contestas a mis preguntas, mataremos hasta al último de tus engendros. No dejaremos ninguno con vida. ¿Me comprendes? —la falta de expresividad de Bruno hacía aún más imponente su amenaza—. ¿Lo has entendido?

El rostro aterrorizado de Caleb fue suficiente respuesta.

—¿Sabes para qué nos han traído aquí? —preguntó entonces el italiano.

—Caleb no sabe nada —gimoteó—. Caleb sólo cuida a sus niños. Nadie habla con Caleb y Caleb no habla con nadie.

—Si me mientes…

—¡No es mentira! ¡Caleb dice verdad! ¡Promete y jura! Los cachorros de Samhein vienen y mueren rápido. Casi nunca los vemos. ¡No sabemos qué hacen, ni qué quieren! Sólo queremos que nos dejen en paz y que no nos hagan daño… —hipó. Volvió la vista hacia Marco, desesperado—. No nos hagan daño… Por favor… No nos hagan daño.

—¿Qué ocurre cuando sale la Luna Roja?

Aquel astro se había convertido en una obsesión para ellos. Si ver avanzar día a día la estrella de diez puntas rumbo al punto rojo de la esfera no les producía bastante ansiedad, a lo largo de sus idas y venidas por Rocavarancolia no habían hecho otra cosa que toparse con representaciones de esa luna. La encontraban en grabados y tapices, en escudos de armas, bordada en las alfombras… La Luna Roja estaba en todas partes. Un cuadro en particular en una mansión semiderruida le había puesto los pelos de punta a Héctor; en él se apreciaba una multitud de criaturas extrañas postradas en terreno yermo, adorando a la inmensa luna escarlata que se alzaba sobre una ciudad que sólo podía ser Rocavarancolia.

Caleb negó con la cabeza, hipando y sollozando.

—No sé. No sé. No sé… Me escondo cuando sale la gran luna. Bajo a las catacumbas y me encierro durante días… La gran luna no es buena. No es buena. La ciudad tiembla. Los animales gritan. Y yo grito con ellos y tengo tanto miedo…

—Es inútil, Bruno —dijo Marina—. Déjale en paz. No sabe nada. Lo único que haces es asustarlo.

El italiano asintió, se giró y retrocedió un paso.

—Enciérralas —ordenó a Caleb.

El hombre se levantó a trompicones, sin dejar de asentir una y otra vez. Se llevó el silbato a los labios y lo hizo sonar varias veces. Las hienas fueron entrando en el corral, sin apartar la vista de ellos.

Héctor miró a su alrededor. El olor a bestia encerrada y a humedad era sofocante. Tres corrales ocupaban la curva interna del sótano, cada uno con cercas de madera de distinta altura y grosor, y un sinfín de jaulas apiladas contra las paredes. Entre las columnas se veían los restos de lo que parecían ser unos primitivos ascensores y varias trampillas, idénticas a la que había usado el tal Caleb. Las paredes estaban cubiertas de mosaicos; la mayor parte de sus piezas había desaparecido, pero uno de ellos se conservaba en buenas condiciones; en él se podía ver a un impresionante guerrero de armadura oscura, escoltado por varias hienas cubiertas por corazas y yelmos puntiagudos. El guerrero empuñaba en la mano izquierda una cimitarra y en la derecha el extremo del ramillete de cadenas que sujetaban a las bestias.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Marco una vez que las hienas quedaron encerradas en los corrales.

Asintieron todos excepto Ricardo, que dio un paso al frente mientras se llevaba una mano al brazo herido sin llegar a tocarlo.

—Una de ellas me lanzó un buen zarpazo. No lo vi venir.

Poco quedaba en Ricardo de la seguridad de antaño. Tras la muerte de Alexander, se había desentendido por completo del liderazgo del grupo, cediéndoselo en exclusiva a Marco. Aunque no lo había comentado abiertamente, Héctor sabía que se sentía culpable por lo sucedido.

Bruno hizo que Ricardo se sentara y luego se acuclilló junto a él, con la mochila abierta a sus pies. Le retiró con cuidado la manga desgarrada para que la herida quedara al descubierto. Era bastante aparatosa: un arañazo profundo que iba desde el hombro hasta el codo. La sangre bañaba por completo el brazo. Ricardo resopló y miró hacia otro lado, lívido.

—¿Quieres que lo haga yo? —le preguntó Natalia a Bruno, apoyada en su alabarda.

El italiano negó con la cabeza y hurgó en la bolsa hasta dar con un talismán cargado. Sacó una larga cadena de hierro de la que pendía una figura de león labrada en bronce. La enroscó en su muñeca, echó hacia atrás la cabeza y comenzó a canturrear aquella lenta salmodia que tan bien empezaba a conocer Héctor.

No había olvidado el escalofrío que le recorrió al ver a Bruno ejecutar ese hechizo por vez primera. Adrián yacía inmóvil en la cama, más muerto que vivo, con los ojos entrecerrados y aquella herida espantosa a la vista. Apenas respiraba. El italiano había recolectado todos los cristales mágicos cargados con los que contaban y, mientras los sujetaba en la mano izquierda, había comenzado a canturrear la misma letanía que cantaba ahora sin dejar de agitar la mano derecha. El hechizo surtió efecto al tercer intento. Una luz ambarina bañó ambas manos de Bruno antes de extenderse por el cuerpo del herido. Todos observaron asombrados cómo la herida del vientre se cerraba poco a poco, y cómo la carne púrpura y ennegrecida a su alrededor se iba sonrosando por momentos. Aquel proceso había durado varios minutos hasta que, de pronto, Adrián se incorporó en la cama con tal vigor y de manera tan repentina que los sobresaltó. Tenía los ojos desorbitados.

—¡Los caballos! ¡Sacad los caballos! ¿No los oís? ¡¿No lo veis?! ¡Se queman! ¡Se están quemando! —gritó. Acto seguido se desplomó otra vez y la luz que lo rodeaba se disipó.

Curar a Adrián agotó considerablemente a Bruno. El joven respiraba con dificultad y estaba empapado de sudor. Cuando se puso en pie tuvieron que sujetarlo para que no cayera. Marina y Ricardo intentaron lanzar ese mismo sortilegio sobre Natalia, pero, a pesar de seguir al pie de la letra las instrucciones del libro encontrado en la torre de hechicería, ninguno lo consiguió. Luego llegó el turno de Héctor. Entonó lo mejor que pudo la salmodia mágica mientras realizaba los movimientos pertinentes, con un ojo puesto en el libro y el otro en Natalia. A mitad del sortilegio notó algo bullir en su interior, una corriente inexplicable que trataba de alcanzar las puntas de sus dedos. No lo logró; aquel fuego era débil y se extinguió a medio camino.

Al final no les quedó otro remedio que esperar a que Bruno se recuperara para lanzar el hechizo. Y nada más hacerlo, con aquella bruma ámbar bañando todavía el cuerpo de Natalia, el italiano cayó inconsciente. Tardó tanto en despertar que pensaron que algo malo le había sucedido. Sólo más tarde quedó claro que aquella extrema debilidad era un efecto secundario del uso de la magia. La hechicería resultaba más exigente y agotadora de lo que habían supuesto. Y como se demostró a lo largo de las jornadas siguientes, estaba fuera del alcance de la mayoría. De todos los que intentaron realizar algún hechizo, sólo lo logró Natalia.

También ahora la herida de Ricardo se fue cerrando a ojos vista. En unos instantes, el único rastro que quedó del zarpazo fue la sangre que manchaba su ropa. Se incorporó despacio. Bruno jadeó y se levantó también, débil, pero entero.

—¿Estás bien? —le preguntó Natalia.

—Unos minutos, dadme unos minutos para recuperar el aliento… —se quitó el amuleto de la mano y lo dejó caer en el saco.

—Cachorros de Samhein buenos. Buenos cachorros… —Caleb se había acuclillado junto a una hiena paralizada. Palmeó su lomo y miró a Héctor con aire suplicante—. No dejarlas así, ¿verdad?

—No te preocupes, en un rato se recuperarán —le dijo. El hombrecillo seguía desolado—. Nos atacaron, ¿vale? Llevaban días haciéndolo, no puedes echarnos la culpa por defendernos…

Caleb se encogió de hombros y miró hacia el suelo.

—¿Puedo curar a las que están heridas? —le preguntó Natalia a Marco, observando a una hiena que gemía a las puertas de un corral, con los cuartos traseros empapados en sangre.

—¡Oh! —el rostro de Caleb se iluminó—. ¡Niña buena! ¡Preciosa niña! ¡Corazón y alma grande! —se incorporó a medias y se acercó casi de rodillas a Natalia. La tomó de una mano y se la llevó a la mejilla. La rusa hizo una mueca y la apartó de un tirón antes de que se la besara.

—Tú preocúpate de que no me muerdan —le advirtió.

—Unos minutos… —murmuró Bruno, sentado en el suelo todavía sin aliento—. Unos minutos y te ayudaré…

—Está bien —concedió Marco—. Pero curad sólo a las más graves. No vamos a arriesgarnos a que os agotéis. Mañana podemos regresar para curar a las demás…

—¡Cachorros benditos! —Caleb se arrastró ahora hasta Marco, que retrocedió para evitar que lo tocara—. ¡Cachorros buenos y santos!

—Si alguna me muerde… —le advirtió Natalia mientras agitaba la alabarda ante ella.

—No, Caleb promete y jura, no, no… —insistió—. No morderán, no, no…

Héctor contempló con el ceño fruncido al extravagante hombrecillo que se arrodillaba una y otra vez en el suelo. No era el primer habitante con que se topaban en sus exploraciones. Solo unos días antes se habían cruzado con un hombre enjuto de pelo rubio y lacio; llevaba un par de arpones cruzados a la espalda y un barril de buen tamaño en brazos y tras limitarse a observarlos sin demasiada curiosidad había continuado su camino. Tenían claro que Rocavarancolia no estaba tan deshabitada como a simple vista podía parecer.

Natalia pudo curar a dos animales antes de agotar la energía de los talismanes y la suya propia. Quedaban otras cuatro hienas heridas aunque sólo una parecía estarlo de gravedad, con un considerable tajo en el vientre. Bruno se encargó de ella una vez que se recuperó. Mientras tanto, el resto se dedicaba a vagabundear por los sótanos, poniendo cuidado en no acercarse mucho a los corrales y sus ocupantes.

—Chicos… —llamó Marina. Estaba junto a la hilera de jaulas y señalaba dentro de ellas—. Esto está lleno de trastos. Venid a verlos.

—Son mis cosas —se apresuró a decir Caleb aproximándose a grandes zancadas—. Cosas que encuentro y guardo. Nada valioso. Nada que pueda interesar a los cachorros de Samhein, seguro. Sólo cosas tontas.

El grupo se acercó a las jaulas. Eran doce, todas ellas repletas de los objetos más diversos: piezas de armadura, pedazos de muebles policromados, pequeñas esculturas, marcos de cuadros y ventanas, cristales de vidrieras… Hasta vieron un arpa de plata con las cuerdas rotas. El único elemento común en todas aquellas cosas era su rico colorido. El tono predominante en Rocavarancolia era el gris de la piedra, pero en los objetos de aquellas jaulas quedaba claro que en el pasado en la ciudad había habido sitio para la luz y el color.

—Qué bonito —dijo Marina, acariciando entre los barrotes el cuello de un cisne de jade jaspeado.

—¿Bonito? ¡No! Cosas tontas y brillantes, nada más —aseguró Caleb mientras se retorcía las manos con ansiedad—. Sólo eso. Tontas cosas tontas para el tonto Caleb. Nada que interese a los buenos cachorros de Samhein…

—No te las vamos a quitar —le aseguró Héctor. Había cogido un espejo de mano de marco dorado y lo contemplaba aturdido. El cristal estaba resquebrajado y le devolvía su imagen multiplicada y fraccionada. En el torreón Margalar no había espejos y hacía semanas que no se veía la cara. Le sorprendió ver que su rostro no era tan redondeado como lo recordaba. Además, le había crecido bastante el pelo y, para su sorpresa, le había comenzado a salir un bigote casi imperceptible sobre el labio superior, más pelusa que auténtico vello. «¿Y tú quién diablos eres?», preguntó para sí al extraño del espejo. «No te conozco… ¿Quién eres?».

—¿Qué es esto? —oyó preguntar a Ricardo.

Había sacado de una de las jaulas dos objetos cilíndricos y alargados que a Héctor le recordaron vagamente a telescopios. Eran tubos de madera policromada de metro y medio de largo, con tapones dorados a rosca en los extremos. Ricardo desenroscó uno de ellos y al instante varios pergaminos enrollados se deslizaron fuera sin llegar a salir del todo. En cuanto los vio, Bruno se acercó, alerta siempre a la aparición de cualquier documento o libro que pudiera añadir a su creciente biblioteca mágica.

Ricardo intentó extender una de las enormes hojas ante él, pero era tan poco manejable que sólo logró mantener abierta la parte superior. El pergamino estaba escrito a tres columnas, con una apretada letra en tinta roja y varias ilustraciones repartidas por su superficie. En una de ellas se veían varios hombres a caballo ante las murallas de una ciudad de muros negros. En otra, un grupo de seres demoníacos se despeñaba por un acantilado y por la expresión risueña de sus caras parecían felices de hacerlo. No eran dibujos muy afortunados.

—No está escrito en el idioma que conocemos —dijo Ricardo—. Espera… Sí… —entrecerró los ojos—. Es parecido, muy parecido. Algunas palabras las comprendo pero hay muchas más que no entiendo…

—Es algún tipo de dialecto derivado o tal vez una primitiva forma del mismo lenguaje —dijo Bruno con otro pergamino mal desplegado entre sus manos—. En la torre de hechicería encontré varios libros escritos en esta lengua y de uno de ellos al menos existía una copia en el idioma que aprendimos en la fuente. Si no recuerdo mal, llevé ambos ejemplares al torreón…

—Si es así, podría intentar traducirlos —comentó Ricardo—. La cuestión es si merecería la pena hacerlo…

Marina y Natalia habían abierto el otro cartucho y sacado varios pergaminos de su interior. Uno de ellos, de un tétrico tono rojo, parecía haberles llamado tanto la atención que estaban desenrollándolo entre ambas. Buena parte del grupo se dispuso a su alrededor conforme lo abrían.

En la parte superior del pergamino, retratada con el mismo grado de detalle con el que ya la habían visto en tantas y tantas ocasiones, estaba la Luna Roja, con la línea del ecuador quebrada y agrietada. El resto de la página lo ocupaba un espectacular dibujo de la catedral oxidada. Sus pináculos y contrafuertes erizados se elevaban en el papel como una visión de pesadilla que a punto estuviera de traspasarlo. Todo el edificio parecía despedir un brillo extraño, un resplandor mezcla de sangre y fuego. Pero lo más espantoso de aquel dibujo no era la catedral en sí misma; lo más terrible era lo que estaba surgiendo de ella. De los muros y altas torres emergía un sinfín de siluetas oscuras. Eran formas difusas, fantasmales, que se filtraban a través de las paredes, ansiosas de libertad. Había pocas iguales. De la catedral surgían espectros contrahechos que se retorcían de un modo espantoso mientras se liberaban de la piedra, sanguijuelas hechas de oscuridad, monstruos informes y pesadillas aladas. De una de las torres centrales estaba escapando una criatura horrible, de cabeza gigantesca y brazos peludos terminados en largas garras afiladas. Héctor reconoció sin dificultad al espanto que tanto le había impresionado en la plaza de la batalla petrificada.

Todas las criaturas que emergían de la catedral elevaban los brazos al cielo en una actitud absolutamente reverencial hacia la luna que flotaba sobre ellos.

—¿Eso es lo que pasa cuando sale la Luna Roja? —preguntó Natalia—. ¿La catedral se pone a escupir monstruos? ¿Eso es lo que va a ocurrir?

Nadie contestó.

* * *

Decidieron regresar al torreón Margalar nada más salir del anfiteatro a pesar de que todavía contaban con un par de horas de luz. La lucha contra las hienas, la aparición de Caleb y el descubrimiento de los pergaminos habían sido suficientes para un día de exploración. Además, Bruno estaba agotado y no se veía capaz de lanzar un solo hechizo más. Era tal su cansancio que hizo lo que nunca antes había hecho: ceder su báculo y el hatillo de talismanes de reserva a Natalia.

Pusieron rumbo al torreón por la misma avenida que los había traído hasta allí. Héctor, con uno de los grandes rollos de pergamino bajo el brazo, contempló el cielo de Rocavarancolia, casi blanco y limpio de nubes. Cada vez le costaba más trabajo recordar cómo era el cielo de la Tierra y, lo que más le dolía, cada vez le costaba más recordar los rostros de sus familiares. Tan sólo su hermana Sarah permanecía indeleble en su memoria, el resto comenzaba a desdibujarse poco a poco. Héctor temía que todos los recuerdos de su vida anterior a aquella aciaga noche de Halloween fueran a desaparecer.

Llevaban mes y medio en Rocavarancolia, y en los últimos diez días, al fin, se habían dedicado a explorar la ciudad. Fue Bruno quien terminó convenciéndolos de la necesidad de hacerlo. No dejaba de repetir que era absurdo permanecer encerrados en el torreón cuando lo que debían hacer era intentar desentrañar los misterios de Rocavarancolia cuanto antes.

Su supervivencia, aseguraba, podía depender de ello. Héctor no tuvo más remedio que darle la razón. Cada día que pasaba estaba más convencido de que la sensación de seguridad que les proporcionaba la torre era falsa.

En sus exploraciones avanzaban en dirección este, rumbo a los acantilados y el mar, eligiendo siempre las calles despejadas y esquivando en la medida de lo posible los pasos más tortuosos. Su avance era lento, ya que no había día que no registraran de arriba abajo dos o tres edificios. Escogían con sumo cuidado los lugares donde entraban, ignoraban las casuchas humildes, igual que las construcciones tan dañadas que sólo poner un pie dentro ya entrañaba riesgo; lo que les interesaba eran los palacetes y las grandes mansiones, los torreones y los edificios singulares. Cuando la luz comenzaba a declinar regresaban al torreón Margalar.

Rachel siempre marchaba al frente. La muchacha era una pieza tan importante en sus planes de explorar la ciudad que no les había quedado más remedio que esperar a que su tobillo sanara por completo para ponerse a ello. Una vez tras otra, ella era la primera en traspasar umbrales y abrir puertas, armarios o los escasos cofres que hallaban en su camino. Sin su inmunidad a la magia hubiera sido demasiado arriesgado explorar Rocavarancolia. Habían perdido ya la cuenta de las veces que su amiga había sentido aquel intenso picor que anunciaba la presencia de la magia; en la mayoría de los casos la encontraban en las entradas de los edificios o las puertas de las habitaciones, pero a veces aguardaba en lugares tan insospechados como en mitad de una calle, en el peldaño de una escalera o en el ojo de un puente. Cuando la joven detectaba la presencia de un hechizo, Bruno buscaba el modo de desactivarlo, aunque pocas veces lo conseguía.

Y si Rachel era importante para el grupo, lo mismo se podía decir del italiano y de Natalia. Saber que contaban con alguien capaz de curar sus heridas casi al instante les daba confianza. Natalia no podía lanzar más de cuatro o cinco hechizos sin quedar agotada, pero Bruno ya era capaz de emplear hasta una docena sin dar muestras de fatiga.

—De todas formas, recordad que hay heridas que no se pueden curar —les advertía una y otra vez Marco—. Si algo os corta la cabeza, no creo que exista magia alguna capaz de pegárosla de nuevo al cuello. No seáis menos precavidos porque Bruno y Natalia puedan curarnos, ¿vale?

Rachel caminaba justo delante de Héctor. La joven se apartó el pelo de la cara con una mano, se percató de que la estaba mirando y le dedicó una sonrisa.

—Te portaste bien allí dentro. Buenos golpes, rápidos, fuertes.

—Pero me distraje —Héctor se encogió de hombros, tomó entre sus dedos el bajo destrozado de su casaca y lo hizo aletear al aire—. Faltó poco para que uno de esos bichos me destripara.

—Aprenderás. Todos aprendemos.

Lo que resultaba sorprendente era lo rápido que ella había aprendido la lengua de Rocavarancolia. Ricardo se había revelado como un profesor excelente y con una paciencia fuera de toda medida. Cada noche se apartaban del resto para enseñarse el uno al otro sus respectivos lenguajes. Marina se les unió en las primeras lecciones, ya que Rachel hablaba francés y ella pensó que sería buena idea intentar recuperar su idioma natal, pero desistió al poco tiempo. Le entristecía tener que aprender de nuevo una lengua que había sido la suya.

Mientras Ricardo y Rachel se dedicaban a aprender idiomas, Bruno y Natalia continuaban profundizando en los misterios de la magia. Casi habían vaciado la torre de hechicería, al menos las tres plantas a las que habían podido entrar. No habían encontrado modo alguno de acceder a la cuarta y última, la que era completamente diferente al resto del edificio; no había puerta ni escalera ni pasadizo que condujera a ella. Bruno se había pasado tardes enteras examinando el techo y recorriendo el torreón en busca de alguna pista que le revelara el modo de subir a esa última planta, pero había sido inútil. El italiano sospechaba que la única forma de conseguirlo era mediante magia.

Héctor recordaba muy bien la primera vez que habían entrado en la torre ante cuya puerta había muerto Alexander. Rachel iba la primera y todos la seguían, muertos de miedo, empuñando con torpeza sus armas y antorchas. Lo primero que se encontraron fue una espantosa criatura de aspecto lobuno, con placas coriáceas cubriendo su lomo y la parte alta de su cabeza descomunal, observándolos con los ojos extraordinariamente abiertos desde el centro de la estancia. El animal estaba disecado, pero tardaron un tiempo en recuperarse de la terrible impresión que les causó toparse de bruces con él. Había varias habitaciones en la primera planta de la torre. Eran salas alfombradas repletas de tapices, estantes, mesas y baúles, con antorchas de fuego perenne diseminadas por doquier. Permanecieron apiñados tras Rachel mientras ella avanzaba despacio por la planta baja, alerta a cualquier hechizo. Se topó con varios diseminados por el lugar; el más potente, entre dos impresionantes armaduras de oro y plata, colocadas a ambos lados de una arcada que conducía a una sala tapizada en verde a la que por supuesto no intentaron entrar. Era Rachel quien guiaba, nadie tocaba nada que ella no tocara antes ni daba un paso sin que ella lo hubiera dado. No se entretuvieron mucho tiempo en aquella primera visita a la torre. No llevaban más que unos minutos dentro, cuando Marco descubrió en una estantería abarrotada un libro cuyo lomo, escrito en la lengua que dominaban, tenía grabado el elocuente título de La sanación mágica y la restauración inmediata: hechizos y didáctica.

La mayoría de los libros, amuletos y talismanes que habían localizado en la torre se repartía ahora por las habitaciones del torreón Margalar. Buena parte de los libros estaba escrita en lenguas extrañas, pero había muchos perfectamente comprensibles. Ninguno de ellos hablaba de Rocavarancolia; no encontraron ni la más mínima mención a la ciudad, pero sí bastante información sobre los tipos de magia y sus hechizos como para mantenerlos ocupados en su estudio durante meses. De cuando en cuando, Bruno y Natalia los ponían al corriente de sus descubrimientos o les mostraban los escasos sortilegios que lograban aprender. La mayoría estaban fuera de su alcance: o exigían un poder que ellos no tenían, ni aun recurriendo a cargas mágicas, o eran tan agotadores que corrían el riesgo de caer desmayados en los primeros compases.

Pero había que reconocer que los pocos hechizos que dominaban eran bastante útiles. Un anochecer, el italiano se había filtrado como un fantasma por los muros del torreón, dándoles un susto de muerte a todos. Durante más de media hora fue completamente intangible; resultó impresionante verlo atravesar los muebles del torreón y todavía fue más perturbador para Héctor sentir la viscosa frialdad de la mano de Bruno pasando a través de la suya cuando quiso demostrar que podía traspasar un cuerpo humano. Otro día, mientras combatían en el patio, Natalia, harta de ver cómo Ricardo la hacía retroceder una y otra vez, le había lanzado el conjuro de inmovilización, dejándolo congelado durante un buen rato para desconsuelo del muchacho y divertimento de la chica.

Cuanto más practicaban la magia, menos esfuerzo les costaba hacerlo.

—Es como si hubiéramos empezado a usar músculos que nunca antes hubiéramos utilizado. Es normal que al principio estén débiles, pero con la práctica los vamos fortaleciendo —les había explicado Bruno.

—¿Por eso nosotros no podemos lanzar ni un solo hechizo? —quiso saber Héctor. Se sentía decepcionado por su manifiesta ineptitud hacia la magia—. ¿Nuestro músculo está más atrofiado que el vuestro o qué?

—No. Esos músculos, esa capacidad de hacer magia reside en todos y cada uno de nosotros. Eso aseguran al menos los libros. Lo que falla es vuestro caudal de energía, vuestro poder… Y no creáis que el nuestro es muy superior, Natalia y yo contamos con el suficiente para hechizos de bajo nivel y sólo si recurrimos a la ayuda de talismanes, pero poco más.

«¿Entonces para qué nos han traído?», se preguntaba Héctor a menudo. «¿Y qué es lo que me hace tan especial a mí?». Por lo que había creído entender tanto en las palabras de Denéstor como en las de dama Serena, su potencial era enorme, el mayor de todo el grupo si debía creer a la fantasma. Pero ¿potencial para qué? Estaba claro que no para la magia. No podía lanzar hechizo alguno, por pequeño que éste fuera, ni con la ayuda de talismanes ni sin ella; cada vez que lo intentaba sentía cómo en su interior bullía la fuerza extraña que ya había notado al tratar de curar a Natalia; era un torbellino de energía imprecisa que se agitaba y agitaba, sin llegar a concretarse nunca.

Para lo que sí servían todos, excepto Rachel, era para cargar talismanes. En ese caso, Héctor sentía cómo aquella perturbadora energía sí llegaba a buen puerto; la notaba caracolear por las yemas de sus dedos y transmitirse al amuleto que estuviera cargando. Se había vuelto algo cotidiano ver a cualquiera de ellos con uno de esos objetos en la mano. Por suerte, la mayoría no necesitaba sangre para cargarse y bastaba simplemente con mantenerlos en contacto con la piel. La mayor parte de esas baterías mágicas tenía muy poca capacidad, pero otras, como en el caso del báculo de Bruno, eran capaces de retener tanta energía que podían pasarse horas cargándolas sin terminar de llenarlas nunca.

De regreso al torreón Margalar pasaron junto a otra torre de hechicería, la segunda que habían descubierto en la ciudad. Estaba en el extremo de una calle curvada, de edificios cilíndricos, cuyas diferentes alturas le otorgaban el aspecto de un gigantesco órgano catedralicio que emergiera del suelo rocoso. Rachel había detectado un fuerte encantamiento en el umbral de la torre, pero en esta ocasión había resultado imposible desactivarlo. No parecía ser el mismo que había acabado con Alexander y por la intensa comezón que sintió Rachel, debía de ser aún más potente que aquél. Por supuesto, no se arriesgaron a entrar en la torre. Rachel se ofreció a entrar sola y aunque Bruno pareció tentado con la idea, al final imperó el sentido común y decidieron que no era prudente dejar que lo hiciera. Si algo le ocurría allí dentro, no podrían traspasar el umbral para ayudarla.

Mistral se detuvo a mitad de la calle de los edificios tubulares, un aleteo brillante entre las construcciones había llamado su atención. El pájaro de dama Desgarro revoloteaba entre las cornisas, con el repulsivo ojo de la custodia del Panteón Real en el pico. Aquella mujer seguía vigilándolos de cerca. Perdió de vista el ave en una rápida confusión de destellos metálicos y durante unos instantes contempló pensativo el lugar donde había estado el pájaro. El comportamiento de dama Desgarro no estaba siendo normal, pero ¿qué podía decir él sobre comportamientos extraños? Cada día que pasaba con los muchachos el riesgo era mayor, para él y para ellos. Le resultaba sorprendente que aún no le hubieran descubierto.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Héctor.

El cambiante negó con la cabeza y prosiguió la marcha, con las manos apoyadas en las empuñaduras de las dos espadas que llevaba al cinto, una a cada lado. Tenía que irse, eso era lo que le dictaba el sentido común, debía abandonarlos a su suerte de una vez por todas. ¿Qué más podía hacer por ellos?

Conocían lo suficiente de armas como para defenderse de las alimañas de Rocavarancolia y, además, ahora contaban con la magia. Su presencia ya no era necesaria; había acabado con lo que había venido a hacer. Pero algo le impedía abandonarlos: la promesa hecha a Alexander de proteger a su hermana le ataba más allá del deber, aquel juramento lanzado casi sin pensar ante la torre Serpentaria le obligaba a permanecer en el torreón Margalar, a pesar de lo que tanto el sentido común como Denéstor Tul insistían en repetirle una y otra vez.

El promontorio y el torreón surgieron en la distancia. La cinta azul brillante que era el riachuelo se derramaba por la tierra agrietada, giraba en torno a la elevación como si pretendiera estrangularla y luego desaparecía engullida por el foso.

En el reloj del torreón, la estrella de diez puntas había llegado a la altura de las seis menos cuarto.

* * *

Madeleine bajó el puente levadizo, pero, como de costumbre, no salió a recibirlos. La encontraron sentada en la mesa más alejada de la puerta principal, con las piernas flexionadas y los pies descalzos apoyados en el borde. Se dedicaba a ir cargando talismanes y a dejarlos en un cestillo una vez que estaban listos. La saludaron al entrar y ella correspondió a cada uno de sus saludos con un ligero cabeceo, sin levantar la vista del medallón que cargaba en ese momento: un colgante con forma de cabeza de lobo. Pendiente de la silla donde se sentaba se hallaba la espada verde que Alexander apenas había tenido tiempo de empuñar; siempre la tenía cerca, hasta cuando dormía.

Adrián no estaba en la planta baja. Héctor supuso que estaría fuera, en el patio, donde pasaba las horas dedicado de manera maniática a ejercitarse con la espada. Sólo cuando la noche caía y llegaba la hora de los murciélagos flamígeros, envainaba el arma y entraba en el torreón. Pero ya no daba la impresión de hacerlo por temor, parecía tomar la aparición de esas criaturas más bien como una señal convenida entre él y su obsesión para poner fin a la jornada.

Lizbeth y Rachel se acercaron a Madeleine mientras el resto dejaba en la mesa principal los pergaminos encontrados en las jaulas. Ricardo extendió uno sobre la tabla, colocando vasos y tinajas en los extremos para que no se plegara, y lo estudió con atención. Le preguntó a Bruno por los libros que había mencionado en los sótanos del anfiteatro y el italiano subió a buscarlos.

Héctor se sentó en un butacón de piel gastada y se quitó las botas. Fue tan intenso el alivio que sintió al descalzarse que suspiró sonoramente. Desde hacía diez días no paraban ni un momento: por las mañanas se entrenaban en el patio bajo la supervisión de Marco, a media tarde salían a por provisiones y después exploraban la ciudad. No era de extrañar que al caer la noche Héctor siempre estuviera agotado.

Alguien pasó tras él de camino al patio y le revolvió el cabello con ternura. No se giró para ver de quién se trataba. Quizá Natalia o tal vez Marina. Toda su atención estaba puesta ahora en Maddie. La muchacha estaba hablando con sus dos amigas o, más bien, escuchando con desgana lo que las otras le decían. Ni Rachel ni Lizbeth parecían desanimarse ante su manifiesta apatía, continuaban contándole sus andanzas de aquella tarde como si estuviera tan entusiasmada como ellas.

Madeleine seguía siendo hermosa, ni la tristeza que ahora se reflejaba en sus rasgos ni el hecho de que estuviera siempre desarreglada habían malogrado su belleza. Más bien al contrario, su hermosura había ganado un aire de salvaje abandono que la hacía aún más atractiva.

A Héctor le resultaba imposible hacerse una idea de por lo que estaba pasando Madeleine. Cada vez que intentaba ponerse en su lugar sentía vértigo. En toda su vida nadie cercano a él había fallecido. Y la sola idea de que algo malo pudiera ocurrirle a Sarah o a sus padres lo desarmaba por completo. Pero lo que no lograba entender era el extraño comportamiento de Adrián. Se había encerrado tanto en sí mismo que todavía resultaba más inaccesible que Madeleine. Para Adrián, el mundo parecía haberse reducido a sus eternas peleas en el patio. Ni siquiera los libros de magia habían llamado su atención. Héctor a veces se preguntaba contra qué luchaba allí fuera. ¿Contra su cobardía? ¿Contra algún extraño sentimiento de culpa por la muerte de Alexander?

Natalia pensaba que el hechizo de curación de Bruno había llegado demasiado tarde para Adrián. El italiano había conseguido salvar su cuerpo pero no su espíritu. Al menos no del todo.

—Es como si una parte de él se hubiera muerto antes de que Bruno lo salvara… —les había dicho la noche anterior—. Ese chico no es Adrián, al menos no es el mismo que conocimos…

Estaban sentados a la mesa del patio, todos menos Madeleine, que ya se había ido a la cama, y el propio Adrián, que acababa de entrar en el torreón tras el primer atisbo de llamas en el aire.

—Me dan escalofríos. Es como si fueran fantasmas… —Marina suspiró, recostada sobre la mesa, con la cara ladeada y apoyada en sus brazos cruzados—. ¿Cuánto tiempo van a estar así?

Fue Ricardo quien contestó.

—No hay un tiempo —los ojos le brillaban. Héctor comprendió que estaba pensando en su madre, fallecida dos años antes—. Simplemente mejoras sin darte cuenta. Un día de pronto duele menos… Pero no hay un tiempo, ni fechas… Es… —tragó saliva—. Es la ausencia… Y ese frío terrible cada vez que despiertas y recuerdas que se te ha roto el mundo…

—Suena horrible —dijo Lizbeth.

—Es horrible. Pero pasa. Todo pasa —continuó el muchacho—. Te acostumbras a ese nuevo mundo. No te queda otro remedio si quieres seguir adelante…

—Pero ¿y si ellos no quieren seguir adelante? —quiso saber Marina—. ¿Qué ocurre entonces?

La voz de Natalia junto a él le hizo volver al momento presente. La joven le tendió un pedazo de carne guisada envuelto en un paño manchado de grasa.

—¿No tienes hambre? —le preguntó.

—Siempre tengo hambre.

Tomó el trozo de carne, intentando no pringarse las manos ni manchar el asiento. Natalia se sentó sobre el brazo del viejo sofá con las piernas cruzadas y una pieza de fruta entre las manos. De uno de los múltiples bolsillos de su faldón extrajo un pedazo de pan reseco que dejó caer en el regazo de Héctor. Luego se dedicó a la fruta. Natalia era la única que había engordado desde que se encontraban en Rocavarancolia y le sentaba bien. La dureza de sus rasgos se había suavizado, dotando a su rostro de una dulzura que antes no tenía. Y como si se tratara de un reflejo, su carácter se había dulcificado también, aunque por supuesto no en el mismo grado, la mayor parte del tiempo seguía tan seca y agria como de costumbre.

Y seguía empeñada en no hablar a los demás de las sombras que los acechaban. Ni siquiera el hecho de que una de ellas la hubiera ayudado había logrado que cambiara de opinión.

—Tú no las ves, no tienes ni idea de cómo son —le había dicho hacía unos días, cuando él insistió por enésima vez en el tema—. No ves el odio con el que nos miran… ¿Sabes por qué creo que me ayudó aquella sombra? Porque no soportaba la idea de que algo que no fuera ella me matara…

—Pero ¿y si te equivocas?

—¿Eres tonto? ¿No me escuchas? ¡No me equivoco! ¡Son malvadas! ¿Quieres que te cuente lo que están haciendo ahora mismo? —se acercó con rapidez a él para susurrarle al oído—. Hay dos a tu espalda… —Héctor contuvo el impulso de volverse. Y no porque supiera que su gesto sería inútil, sino por temor a que por una vez no lo fuera—. Se retuercen la una sobre la otra y alargan sus garras hacia nosotros, como si quisieran atraparnos o desgarrarnos o… —bufó y se apartó de él—. Son monstruos, ¿me oyes?… ¡Monstruos! Y nos odian.

Ésa había sido la última conversación que habían mantenido sobre las sombras de Natalia. Aun así, el hecho de que ella no quisiera hablar a los demás de esos seres no significaba que ellos no se dieran cuenta de que algo extraño le ocurría. Eran frecuentes las ocasiones en que Natalia se quedaba mirando al vacío con expresión inquieta, hasta asustada a veces. Héctor sabía qué era lo que estaba contemplando en aquellos momentos, pero el resto lo único que podía ver era que, de pronto, Natalia se alteraba sin razón aparente.

Héctor se dedicó a la carne y al pan, charlando de nimiedades con ella. Cuando terminó no se quedó con hambre, aunque tampoco del todo satisfecho, con gusto hubiera comido más. Esa sensación, la de no estar saciado por completo, era ya tan familiar como la del cansancio nocturno. Tras la muerte de Alexander habían decidido no dividir el grupo a no ser por causas de fuerza mayor. Eso en la práctica significaba que sólo recogían las provisiones de uno de los puntos de entrega. Optaron por la espeluznante plaza repleta de criaturas petrificadas, más que nada por ser el más próximo al torreón. Con la cantidad de víveres reducida a la mitad, ya no podían permitirse excesos y no les quedaba otro remedio que medir bien las raciones.

Bruno bajó finalmente trayendo los dos libros. El italiano seguía poniéndolo nervioso; en las semanas que llevaban en Rocavarancolia nada había cambiado en su modo de ser y actuar. Seguía siendo la frialdad personificada, sólo cuando estaba entre sus libros o haciendo magia se adivinaba emoción en su mirada, un brillo desvaído y enfermizo que todavía inquietaba más a Héctor. El italiano bajó las escaleras como un autómata y como tal le tendió los libros a Ricardo. Eran dos volúmenes de mediano tamaño aunque bastante gruesos. Natalia y Héctor se levantaron del sofá al poco tiempo y se acercaron a la mesa donde Ricardo examinaba los libros y los pergaminos bajo la mirada inexpresiva de Bruno.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Héctor mientras echaba un vistazo al caos de pergaminos extendidos que cubrían la mesa. Para él estaban escritos en una jerigonza incomprensible, mas de cuando en cuando en aquel galimatías asomaba alguna palabra conocida.

—Puedo traducirlos —aseguró Ricardo—. No será una traducción fiel al cien por cien, pero debería bastarnos para saber qué pone —dio unos golpes con el puño sobre el horrible dibujo de la catedral roja—. Y aquí hay respuestas. Lo sé. Por lo que he visto, la mayoría de los textos tratan de la historia de Rocavarancolia, aunque hay dos pergaminos dedicados en exclusiva a la Luna Roja y al edificio monstruoso de las afueras. Ésos serán los que traduzca primero.

—¿Cuánto tiempo crees que tardarás?

—No lo sé, un par de días, supongo… Aunque si todo va bien tendré respuestas antes.

Decidieron que lo mejor sería que Ricardo se centrara en la traducción de los pergaminos y los demás se quedarían mientras tanto descansando en el torreón. No querían arriesgarse a explorar la ciudad sin uno de sus principales pilares ofensivos y además el cansancio no era patrimonio exclusivo de Héctor. La larga semana de correrías por la ciudad los había agotado a todos. La única desilusionada por la noticia fue Rachel: disfrutaba con esas salidas y, sobre todo, teniendo a todo el mundo pendiente de ella.

Después de charlar un rato con Ricardo y Natalia y contemplar entre fascinado y horrorizado aquellas hordas de espantos que fluían literalmente de los muros de la catedral roja, Héctor decidió salir un rato al patio. Aquel dibujo lo desasosegaba sobremanera; había interrogado con la mirada a Natalia para saber si esas siluetas oscuras se parecían a sus sombras, pero ella había negado con la cabeza.

Fuera, el viento comenzaba a soplar con fuerza. El clima en Rocavarancolia era siempre idéntico, día tras día seguía la misma pauta. El viento aumentaba a medida que la temperatura descendía. Nunca había la menor variación en esa rutina, aunque Héctor todavía recordaba la intensa tormenta que había sacudido la ciudad la noche de su llegada.

Adrián estaba en mitad del patio, con el torso desnudo bañado en sudor. No prestó atención a Héctor cuando salió. Lanzó una estocada al vacío y luego retrocedió un paso, paró un ataque imaginario que venía por su izquierda y a continuación contraatacó con una rapidez fulminante. El pelo le había crecido más que a los demás y ahora una despeinada melena rubia caía sobre sus hombros. Lizbeth se había ofrecido a cortárselo, pero había rechazado su ofrecimiento. El mismo se había cortado el flequillo con la espada, para que no le molestara al luchar.

Héctor lo contempló durante unos instantes. El joven cada día era más diestro, aunque resultaba difícil juzgarlo sin un contrincante real. Adrián dio un salto lateral, hizo un quiebro a un lado y cargó por el contrario. Aquel ejercicio constante había endurecido al muchacho, lo había curtido. Adrián parecía más vivo que nunca. Y aun así Héctor no pudo evitar recordar a Natalia diciendo que el hechizo de Bruno había llegado demasiado tarde y que una parte de su espíritu no había podido ser salvada.

Marina también se encontraba en el patio; estaba apoyada en el pozo, con una mano posada lánguida sobre la boca del cubo. Tenía la vista perdida más allá del muro. Tampoco ella había advertido su presencia. Héctor se acercó a la chica, sorprendido como siempre al notar cómo su corazón se aceleraba al aproximarse a ella. Le resultaba increíble que después de tanto tiempo sus sentimientos no se hubieran calmado lo más mínimo. Cada vez que la miraba se sentía revivido, cada vez que ella le tocaba se sentía completo.

Marina seguía mirando más allá del muro. Sus dedos acariciaban la boca del cubo, resbalando soñadores por el borde de madera. Cuando apenas los separaban unos pasos, Héctor apartó la vista de su amiga para intentar descubrir qué miraba con tanto interés.

El joven que había malherido a Adrián estaba en lo alto de uno de los tejados tras la muralla, enfrascado también en un combate imaginario. Saltaba de un lado a otro lanzando golpes a izquierda y derecha y rechazando estocadas invisibles. La sorpresa de Héctor al verlo fue mayúscula. Pero más le sorprendió que Marina estuviera tan ensimismada espiándolo que aún no se hubiera percatado de su presencia.

—¿Qué…? —alcanzó a decir Héctor. La perplejidad le impidió seguir hablando.

La chica se volvió sobresaltada, golpeó el cubo con el codo y éste se precipitó con estrépito pozo abajo. Héctor la miró incrédulo, negó con la cabeza y se giró hacia el torreón, dispuesto a avisar al grupo de la presencia del muchacho. Marina le agarró la muñeca y tiró hacia ella. Héctor sintió una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo. Algo se retorció en sus entrañas, un sentimiento nuevo y amargo.

—No es lo que piensas —le susurró.

¿Y qué creía ella que estaba pensando? ¿Y por qué enrojecía de ese modo?

—Viene todas las tardes, desde hace ya algún tiempo —Marina hablaba muy rápido. Aún lo mantenía sujeto de la muñeca, y por primera vez el contacto de la joven no le hacía sentirse completo, sino todo lo contrario. Sentía que su tacto le estaba robando algo. Con cada segundo que pasaban en contacto un frío terrible sustituía al calor que siempre había despertado en él. Apartó la mano con violencia.

—¿Y tú lo sabías y no nos has dicho nada? ¿En qué estabas pensando?

—¿Y qué quieres hacer? ¿Ir allí y matarlo? ¿O prefieres que lo encerremos en las mazmorras? —señaló con la cabeza hacia arriba y luego repitió el gesto con Adrián—. Míralos. Míralos bien a los dos.

Héctor hizo lo que Marina le decía. Tardó sólo un segundo en darse cuenta de a qué se refería. No, no era lo que pensaba. No eran dos combates separados los que estaba contemplando. Era un único combate. Adrián respondía a los ataques del joven del tejado del mismo modo en que él detenía los golpes que Adrián daba en el patio. A pesar de la distancia que los separaba, combatían con la misma furia y la misma concentración con la que hubieran luchado de estar frente a frente, jugándose la vida en cada embestida.

Héctor observó la lucha desde aquella nueva perspectiva. Vio cómo Adrián detenía un golpe mortal de su adversario, se revolvía tras saltar fuera de su alcance y atacaba a una velocidad de vértigo por la derecha. El otro no titubeó, detuvo el golpe y contraatacó con tal fiereza que Adrián trastabilló al esquivar el tajo que buscaba su vientre.

—No puedo creérmelo —susurró Héctor. La pelea entre ambos era de una fiereza inusitada. Sin cuartel, sin pausa.

Finalmente, el muchacho del tejado encontró una falla en la defensa de Adrián, se abalanzó hacia delante y propulsó la espada en un golpe brutal que, de haber alcanzado de verdad a Adrián, lo hubiera abierto en canal. El rubio trastabilló hacia atrás, como si de veras hubiera recibido aquel tajo mortal. Dejó caer la espada y soltó una maldición.

Héctor levantó la vista hacia el tejado a tiempo de ver al adversario de Adrián desaparecer a la carrera. El joven moreno saltó de una azotea a otra y se perdió en el crepúsculo. En el patio, Adrián recogió su espada y volvió al ataque. En sus movimientos ahora no hubo ni un atisbo de técnica o control; se limitaba a asestar mandobles al aire cada vez con más potencia y rabia hasta que sin fuerzas, sin aliento, se desplomó de rodillas sobre los adoquines. Marina y Héctor corrieron hasta él y le ayudaron a levantarse.

—¿Cuánto tiempo vas a estar así? —le preguntó Héctor—. ¿Qué quieres? ¿Reventar?

Adrián lo miró jadeante. Los ojos le brillaban con una furia y una determinación rayana en la locura. El sudor salpicaba su frente y resbalaba por su rostro.

—Pronto… —murmuró entrecortado, con la vista fija en los tejados más allá del muro—. Muy pronto.