PRÓLOGO

Éste es un libro deliberadamente subjetivo, es decir, en el que el subjetivismo se ha empleado como método, no sólo como residuo incoercible o mero adorno. Lo que aquí se pretende no es, pues, en modo alguno, realizar una labor científica sobre textos literarios, de ésas que tanto entusiasman a quienes fascina lo aparatosamente vano. La ignorancia me resguarda —aunque no tanto como yo quisiera— de la lingüística, la semiología, la estilística, la informática o la sociometría. Aquí no hay diagramas: bienvenidos los que no sepan geometría. Quien se interese prioritariamente por el significante y el significado, por la literalidad, la enunciación, la prosopografía y los ejes connotativos ha llegado a su Desierto de la Muerte; que retroceda mientras le queden fuerzas para ganar la gramática generativa más próxima. A lo que más se parece este libro es a un volumen de memorias, y, en cierto sentido luego especificado, de la memoria se trata, de la memoria narrativa. Un libro de recuerdos, pues: no un tratado científico, sino un libro-souvenir

El lector que aún no haya abandonado con enfado estas páginas, probablemente por inercia o por deseo codicioso de desquitar de algún modo la suma alocadamente invertida en él, recibirá ahora una nueva oportunidad de librarse justificadamente de tan superflua lectura. Consulte el apéndice biobibliográfico que cierra el volumen; si los autores en él reseñados no le resultan particularmente apreciados o ni siquiera le son conocidos, si no se centran en ellos las imágenes arquetípicas de su escenario mítico y los considera modestos fabricantes de historietas infantiloides, este libro carece totalmente de interes para él. No debe engañarse tomando esta declaración por retórica de circunstancias del autor y puede abandonar con la conciencia tranquila su lectura, utilizando si quiere estas líneas como certificado de buena conducta literaria.

Entre los supervivientes de estas sucesivas cribas adivino a un entusiasta equivocado que hará bien en bajarse en seguida. Este fulano concede que los autores aquí tratados pueden tener un interés como síntomas y que admiten lecturas más profundas de lo que adolescentes arrebatados suelen propiciarles. Pertenece al género de los degenerados que van a ver películas de Buster Keaton porque en ellas hay penetrantes sátiras del matriarcado americano o de los que comenzaron a leer cómics a los treinta años para completar su estudio sobre la función represiva de los mass-media. Su portaestandarte es un imbécil que en cierta ocasión, como se enterase de que me hallaba escribiendo sobre Stevenson, comentó aprobadoramente: «Muy bien hecho, porque La isla del tesoro es sólo un pretexto…». Quede claro, pues, que a mí me gustan esos narradores por las mismas razones que a los niños, es decir: porque cuentan bien hermosas historias, que no conozco razón más alta que ésta para leer un libro, y que en literatura me paso siempre que puedo de sociologías y psicoanálisis, para que el hígado no se resienta.

Los forofos de la desmitificación también deben abstenerse. Aquí no se desmitifica nada más que la necesidad compulsiva de desmitificar, pasión de individuos que ignoran lo que es un mito —la Justicia o la Igualdad lo son no menos, ni más, gloriosa e imprescindiblemente que el Honor, la Nobleza o el Valor— y carecen de reaños para la creación libre, que es lo auténticamente denostado hoy. La desmitificación se ha convertido en una mecánica del rebajamiento, absolutamente conformista respecto a la mítica imagen dominante de la sociedad racionalista y progresiva. Poco tiene que ver esto con la denuncia de los falsos lugares donde se quiere hacer aparecer el mito o la protesta ante su desvirtuamiento en usos consoladores o apologéticos de la Muerte, pues esta tarea, crítica y creadora a la vez, sólo puede acometerse desde la plena asunción del enfrentamiento mítico con la Muerte misma.

Desaparecidos los científicos de la literatura, los sintomatólogos y los desmitificadores, creo que ya estamos entre amigos. Queda por aclarar qué es lo que se pretende realizar en este libro, puesto que se rechazan los enfoques más consagrados de crítica y desentrañamiento de textos. Sencillamente, aquí no se lleva a cabo más que una evocación, una especie de conjuro literario. Lo evocado no es solamente el retumbar escrito de las grandes narraciones, sino ante todo la disposición de ánimo que las busca y las disfruta, junto con la huella gozosa que su lección deja en la memoria. Para llevar a cabo esta evocación se parte metódicamente de la subjetividad, como ya se ha dicho, utilizando todo lo que la halaga, la alarma o en lo que se reconoce: empleo citas (prefiriendo la versión de la memoria a la corroborada tras compulsar el texto), pero también pastiches más o menos declarados, anécdotas personales ligadas indisolublemente a la primera epifanía de la narración o paráfrasis voluntariamente caprichosas de algunos episodios memorables. Las ilustraciones que acompañan el texto responden también al mismo propósito. Se intenta así reconstruir —evocar— el nivel ético de la narración, su importancia fundacional en la adquisición de una moral que no remita ante todo a la timorata corrección de las costumbres, sino a eso que alude la expresión española «tener la moral alta, tener mucha moral»: la rebelión ante la necesidad ciega, ante el peso abrumador de circunstancias inhumanas que no parecen dejar lugar para lo humano, el libre coraje que se enfrenta con rutinas y mecanismos en los que no se reconoce y consigue afirmar el predominio de lo maravilloso, de lo inmortal. Ésta es la disposición del marino de Joseph Conrad, que logra sobreponerse a su pánico en medio de un tifón y alcanza una vigilante serenidad: «El lejano murmullo de las tinieblas se insinuó furtivamente en su oído mismo, como un hombre al abrigo de una cota de mallas examinaría la punta de una lanza».

No he seguido ningún criterio confesable para la elección de las figuras evocadas. Todas las que están me gustan, pero he dejado fuera muchas otras no menos favoritas. ¿Qué excusa tengo para omitir a Dick Turpin, a Ivanhoe o a Los tres mosqueteros? Rudyard Kipling o James Oliver Gurwood son mencionados de pasada, pero no cuentan con un capítulo especial. La exclusión de Tarzán, personaje indudablemente de lo más cercano a mi corazón, quiere apoyarse en la existencia de un completo estudio sobre él escrito por Francis Lacassin: soy consciente de la debilidad de este pretexto. Sé que la razón última de estas omisiones es la pereza; quiero pensar que también han influido cierto vago temor a las repeticiones y el recuerdo de la advertencia de Voltaire: «El secreto de ser aburrido es decirlo todo». Quizá sorprenda, en cambio, la inclusión de unas páginas sobre Borges, pues sus admirables relatos son demasiado conscientes para poder ser considerados «narraciones» en el sentido dado al término en este libro. Sin embargo, Borges ha pensado como pocos la función narrativa: es, sin duda, uno de los más sensibles y agudos lectores que jamás ha habido. En el siempre pertinente humor de sus comentarios he aprendido a recordar y valorar lo que he leído, de tal modo que este libro le debe su posibilidad misma. Sería demasiado incompleta esta obra si eludiese a quien escribió: «Toda literatura es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte».

Temo que a veces la nostalgia del asombro intacto con que leí por primera vez los relatos evocados aquí me hayan hecho caer en lo excesivamente afirmativo, en la facilidad del entusiasmo. Era inevitable: como Merleau-Ponty, yo tampoco podré nunca curarme de mi incomparable infancia. De cualquier forma, por peligroso que teóricamente pueda llegar a ser, quiero mantenerme fiel a lo que me ha hecho gozar. Muchos amigos me han empujado a escribir este libro, que ha de defraudarlos: aman tanto el vigoroso arrobo de los cuentos que nunca podrán contentarse con este pálido y laborioso conjuro. De cualquier forma, quiero excusarme ante ellos tal como Ezra Pound, al final de sus Santos, se disculpó por haber intentado recrear el Paraíso: «Amigos, ¿podréis perdonarme alguna vez lo que he hecho?».

San Sebastián, agosto de 1976.